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Como los dioses aprietan pero rara vez ahogan, tras el duelo sucedió que las lágrimas vertidas a lo largo de los muchos días en los que la pena hacía temblar la voz de Leukón las acabó enjugando la mujer que se hallaba más cerca.

Las malas lenguas siempre dirían que la relación ya existía antes de la muerte de la esposa legítima. Y es posible, no digo que no, pues los hombres cedemos ante las pasiones de la carne como el árbol ante un viento huracanado.

Sea como fuese, Stena pronto empezó a consolarle en las noches de invierno y las demás criadas y los devotos de Leukón pudieron escucharlos solazarse juntos. Poco a poco la berona pasó de ser considerada una esclava a ser la amante del jefe y, al cabo, su esposa, con voz cada vez más influyente en las cosas de la ciudad.

Stena se ocupó de Idris y le escogió una nodriza durante los primeros meses en los que Leukón evitaba verlo y mientras su vientre engordaba como en una repetición obscena del último año de la muerta.

Las viejas del clan fueron las primeras en darse cuenta. Y enseguida las tribulaciones de Leukón se trocaron en alegría cuando Stena anunció que estaba encinta.

—Pronto ha llegado —dijeron las mujeres maliciosamente.

Corría un nuevo verano cuando Stena dio a Leukón un segundo hijo al que Leukón nombró como a su padre, Retógenes, que significa ‘hombre noble’ en el idioma celtíbero. ¡Y qué diferente la actitud de Leukón con ese segundo hijo! ¡Qué saltos y voces de alegría! ¡Con qué generosidad invitó a todos a beber con él la caelia, la cerveza de los celtíberos, con la que embriagó a los jóvenes antes de hacerlos bailar a la luz de la luna! ¡Y cómo cantó esa noche después de sostener en sus brazos al recién nacido!

—He aquí a un hombre que ha recuperado la felicidad —dijeron los ancianos.

Tan feliz se mostraba con aquel segundo varón que parecía haber olvidado la existencia de un primogénito, y así sembró la semilla de su propia destrucción.

—Haz lo que quieras con él —dijo—. Pero hazlo cuando yo no lo vea.

Esas fueron sus palabras cuando supo que Stena se disponía a alimentarle con la leche de sus pechos como a su propio hijo.

Pero con ese gesto Stena se ganó a los numantinos.

Hasta quienes murmuraban a sus espaldas y hablaban con lengua sibilina de lo que sucedía le reconocieron su buen corazón. Y así obtuvo el respeto de las gentes de Numancia, que pudieron ver cómo Idris crecía junto a Retógenes amparado por el amor de una esclava.

El Hispano

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