Читать книгу El Hispano - José Ángel Mañas - Страница 19

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Corría, pues, el tercer año de la centésima quincuagésimo sexta Olimpiada*, y el sol se alzaba como una gran rueda de fuego por encima del río Duero, cuyo cauce había menguado lo suficiente en el estío como para ser vadeable, cuando llegaron las noticias de que el cónsul Nobilior, ya repuesto de la derrota, se acercaba de nuevo a Numancia.

Por el Duero habían cruzado de manera precipitada, un mes atrás, los romanos después de la estrepitosa derrota ante Caro.

El ejército consular se dirigió hasta el Talayón de Renieblas, un alto monte a escasos veinticuatro estadios de Numancia, donde, con el pretorio orientado hacia la ciudad arévaca, habían recompuesto sus fuerzas en un campamento que rodeaba la cima.

Los cuarteles romanos miraban por un lado hacia el este, por donde se levanta el Moncayo, monte sagrado de los arévacos, siempre coronado de nieve, y por otro hacia la coalición de celtíberos que, tras elegir nuevos jefes, acampaba en la llanura al pie de Numancia, perfectamente visible desde su atalaya.

El mundo amanecido debió antojárseles hermoso a aquellos hombres que se despertaron con el alba en sus tiendas y que, tras un frugal desayuno de pan con aceite y garum, una crema de pescado fermentado, agarraron sus jabalinas, sus espadas, sus escudos.

En un día normal los romanos habrían cargado su impedimenta en las mulas y preparado una marcha o algún entrenamiento con los que sus mandos pretendían mantenerlos en tensión y con los ánimos altos después de los durísimos enfrentamientos del verano.

Pero hoy había batalla y justo antes cada cual tenía su propia rutina: los más rezaban en sus aras a Júpiter o a sus dioses familiares, a sabiendas de que el augur había encontrado indicios favorables en las entrañas de la oveja sacrificada. Otros afilaban sus gladii mientras los centuriones pasaban por las barracas urgiéndolos con sus voces.

—¡No os preocupéis, que los que hoy durmáis en el Hades no necesitaréis gran cosa! Pero no olvidéis que la muerte persigue a quien le muestra la espalda.

Un par de horas más tarde los manípulos se organizaban en la amplia llanura que se extendía por el lado menos resguardado de Numancia.

Todos quedaron encarados con la sierra de Urbión en el poniente, con el sol de espaldas. A su izquierda, una hilera de álamos acompañaba el curso menguante del río Merdancho.

Teniendo a la vista la ciudad rebelde, los legionarios se escalonaron en una forma de damero dejando el suficiente espacio entre hombre y hombre para combatir con holganza.

Delante iban los vélites, los más jóvenes.

Detrás se prepararon los asteros, los príncipes y, en una tercera fila, los veteranos triarios que de inmediato hincaron una rodilla en tierra con solemnidad.

El Hispano

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