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PRÓLOGO

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A veces se dan circunstancias que parecen increíbles.

Mi padre, José Mañas Martínez, escribió en su día una biografía de Eduardo Saavedra y Moragas. La publicó en 1983 la editorial Turner en colaboración con el Colegio de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos. Es una edición bonita y austera de la que todavía guardo algún ejemplar.

Eduardo Saavedra fue una de esas personalidades polifacéticas y humanistas que de vez en cuando producía el siglo XIX: ingeniero de caminos, arquitecto, catedrático de Mecánica Aplicada, director de la Real Academia de la Historia, arabista, arqueólogo, filólogo, miembro de la Real Academia de la Lengua, vicepresidente de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, autor de más de doscientas cincuenta publicaciones destacadas y, sobre todo —llegando a lo que nos interesa—, impulsor, a mediados de su siglo, de las excavaciones arqueológicas en el cerro de Garay, relativamente cerca de Soria, que confirmaron que allí se encontraba la Numancia celtíbera.

Aquella biografía, además de producirle grandes satisfacciones a mi padre —entre ellas que el entonces director del Museo Arqueológico Nacional, Eduardo Ripoll, le propusiera para el Premio Nacional de Historia—, hizo que en su biblioteca se acumulase mucha documentación sobre el personaje.

Como buen bibliófilo, mi padre guardó cuidadosamente fotocopias de cualquier papel importante al que tuvo acceso, ora en casa de la familia, ora en cualquiera de los archivos de las instituciones a las que perteneció Saavedra.

Hay desde entonces diseminados por la biblioteca de su casa un montón de archivadores y cajas repletos de papeles varios con un rótulo muy explícito: Eduardo Saavedra.

Fisgando un día en aquella documentación me encontré por casualidad una carpeta curiosa.

Contenía un conjunto de fotocopias algo desvaídas de un texto en castellano sobre el sitio de Numancia. Cuando le pregunté, mi padre dijo que, si no recordaba mal, era la traducción de un manuscrito en árabe y griego que Saavedra encontró en Egipto en 1869, adonde viajó para la inauguración del canal de Suez.

Por la letra tan característica, que en casa conocemos bien, concluí que la mayor parte de aquellas páginas estaban escritas por el propio Saavedra. También había líneas con otra caligrafía que recordaba, por lo que pude colegir, a la del padre Fita. Y además, notas dispersas con letra distinta que podían ser, a mi juicio, del arqueólogo alemán Adolf Schulten.

El documento relataba el sitio de Numancia con una profusión de detalle que solo un testigo presencial podía manejar, y ese alguien, especulaba Saavedra, en una carta, debía ser Polibio:

El texto, en el griego original y también en sus partes en árabe, que son traslaciones literales del original, tiene tics de su lenguaje. Aunque ciertos fragmentos recuerdan de manera casi literal a La guerra de Yugurta, claramente posterior, eso podría asimismo deberse a que Salustio hubiera bebido de esa fuente hoy desaparecida…

La hipótesis la compartió con su amigo el políglota Fidel Fita. Este la veía lo suficientemente plausible como para que en la correspondencia que ambos sostuvieron se refiriesen coloquialmente al manuscrito como «el Pseudo Polibio».

Pese a ello, Eduardo Saavedra, que era un hombre prudente, nunca se decidió a publicar la transcripción y el asunto quedó dormido entre sus papeles.

A lo mejor estaba muy ocupado. O a lo mejor la famosa edición del Buscapié, falsamente atribuido a Cervantes por Adolfo de Castro, que tanto ruido hizo en su época, le desanimó de hacer atribuciones arriesgadas. Quién sabe.

Alguna vez le he hablado del asunto a mi padre. Él tampoco lo toma demasiado en serio: «Ah, el Pseudo Polibio». Dice que si todo un Saavedra no se atrevió a publicarlo, es porque era apócrifo.

Yo tampoco confío en su autenticidad. No pienso que sea el fragmento de la Historia universal de Polibio en el que narraba, según parece, la guerra numantina. Tengo entendido que algunos historiadores incluso niegan que Polibio estuviese presente en el cerco de Numancia.

No obstante, considero que el documento que ha llegado a mis manos tiene la suficiente calidad literaria e interés como para permitirme hacer una versión adaptada al gusto contemporáneo, con el apoyo siempre entusiasta y paciente de mi editor, Ricardo Artola.

Existiese o no este tal Idris, el relato de sus aventuras resulta especialmente perturbador cuando uno conoce a los protagonistas de la historia.

Todos los artificios embellecedores del texto son míos.

JOSÉ ÁNGEL MAÑAS, 30 de junio de 2020


El Hispano

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