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La vacilación de Idris a la hora de mutilar al tribuno romano caído había irritado al padre y provocó un nuevo disgusto.

Pasó el tiempo, y cada vez que Leukón lo veía observar el cráneo que desde entonces colgaba de un gancho en la pared junto con del resto de romanos, al menos una docena, que había matado en combate singular, y que siempre enseñaba orgulloso a los visitantes de la casa, no podía disimular su contrariedad.

—Este hijo mío no tiene el suficiente odio a Roma… Así no podrá liderar nunca a los numantinos.

Idris no contestaba, pero sufría la frialdad de Leukón y, a medida que crecía, la animadversión se hizo cada vez más evidente. Ya ni siquiera la intervención de Stena limaba las aristas.

—Ya es hora de que salgas de las faldas de las mujeres —decía Leukón, quien con la edad le exigía cada vez más.

Ni siquiera constatar que la pericia de su hijo con las armas crecía y que superaba con facilidad a su hermano Retógenes, o que montaba tan bien a caballo como él mismo, bastaba para suscitar en Leukón algo parecido al cariño. Ni aun así pudo Idris ganar el afecto paterno.

Llegó el momento en el que habiendo cumplido Idris los dieciséis años y Retógenes quince, Leukón consideró que era hora de buscarles esposa.

Hacía ya un tiempo que reflexionaba sobre la cuestión. Siguiendo una antigua tradición numantina se consideraba que, al ser Ávaros el jefe del segundo clan, correspondía que los vástagos de uno y otro se enlazasen. Y Ávaros tenía tres hijas en edad de matrimoniar.

—Así se sellará la alianza entre las dos familias. Es la manera de evitar futuros enfrentamientos —dijo Olónico.

Ávaros y Leukón se habían reunido en reiteradas ocasiones. El enlace quedó pactado a gusto de todos, salvo de los principales concernidos. Idris oyó a los ancianos hablar a sus espaldas, pero solo acabó de entender qué tramaban los dos jefes cuando se lo anunció su padre.

—Hijos míos. La decisión está tomada. Os casaréis esta primavera con las hijas de Ávaros.

En ese momento, Idris sintió una tremenda alegría. Aunia y él eran bastante más que amigos y, aunque no lo hubiera manifestado abiertamente, creyó que su padre lo había entendido. Pero el gozo duró poco.

—Se enlazará primogénito con primogénita y cadete con cadete —dijo Leukón—. Idris con Anna y Retógenes con Aunia.

Retógenes, que nunca se había interesado por ninguna de las dos, no dijo nada.

Y sin embargo Idris respondió como si le acabara de picar una avispa.

—¿Por qué?

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