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Quinto Fabio Máximo rumiaba aún ciertos detalles cuando su decurión —aquel ecuestre que le quería robar Escipión, que siempre le alababa en público por la disciplina de sus hombres y el estado de las caballerías— se acercó a los legionarios y, tras conseguir que se retirasen a sus labores, regresó de nuevo. A su paso algunos soldados sentados en el suelo delante de sus barracones y tiendas o descansaban o se estaban afeitando al igual que su general. Pero el resto se ajetreaba en las zanjas o levantando los muros.

—He hablado con los veteranos —dijo Cayo Mario—. El alboroto se debe a que han regresado al campamento los legionarios desplegados por la zona. Han bajado hasta el río. Al parecer han visto mujeres en la orilla, en el otro lado. Quieren autorización para volver y hacerlas prisioneras.

—Sabes que eso no es posible, Mario.

—Se lo he dicho, pero insisten en que os traslade su ruego. Dicen que lucharán mejor si pueden solazarse en los ratos de descanso. Se quejan de que llevan muchas horas seguidas trabajando sin descanso en las fortificaciones…

Quinto Fabio Máximo sentía la mejilla irritada por la navaja. Pese a ello el afeitado le dejaba una agradable sensación de placidez y suspiró. Una vez despachado su barbero con un gesto, se puso en pie. Respiró profundamente. Se notaba malhumorado. Aquello había sido un motivo de desencuentro constante entre él y Escipión desde el principio de la campaña.

A Máximo no le convencía la dureza y austeridad que Escipión imponía a las legiones.

Como los hombres carecían de la disciplina y la moral necesarias, el cónsul los había sometido a entrenamientos especialmente enojosos, y aun así no acaba de confiar en ellos. Les había prohibido llevar cualquier objeto superfluo, hecho vender demasiados carros y animales de carga, obligado a muchos a cargar ellos mismos con sus equipos.

No estaba permitida más vajilla que un asador, una marmita de bronce y un vaso, y debían comer en frío.

Como abrigo, sobre la túnica y las protecciones, únicamente se les permitía el sago ibérico, muy adecuado, eso sí, al clima de estas tierras. Además, Escipión obligaba a los tribunos a deshacerse de sus lechos y a utilizar catres como cualquier legionario. Y por supuesto limpió los campamentos de prostitutas.

Ese alarde de austeridad resultaba, a ojos de Máximo, pueril. Pero no había manera de hacer entrar en razón a su hermano. A veces lamentaba que los vínculos que los unían fuesen tan inamovibles.

—Diles que lo hablaré con Escipión, pero no les garantizo nada. Él dicta la ley aquí. Tiene la autoridad del Senado. No obstante, volveré a insistir —concedió.

Y levantó la vista. El sol empezaba a declinar. Los hombres descargaban de las mulas provisiones y equipamientos. La mayoría seguían trayendo piedras para los muros del campamento.

El Hispano

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