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Idris se mostraba cada vez más meditabundo.

Bastaba con subirse a la muralla para atisbar bajo el cielo todavía claro el cerro sobre el que los romanos habían fijado su primer campamento y la empalizada de estacas bien visible que bajaba hasta alcanzar un segundo cerro camino del río Merdancho. Este otro cerro, se fijó, lo ocupaban ya guerreros númidas que llevaban consigo una decena de enormes bestias sobre las que los lanceros hacían guardia mientras otros trabajaban.

Dado que la casa del herrero estaba pegada a la muralla, lo primero que había hecho después de dejar sus cosas, al llegar, había sido subir a echar una ojeada. Allí recordó el final de la batalla contra Nobilior, cuando los elefantes enloquecieron al pie de la muralla y los romanos se retiraban vencidos. Entonces habían salido en persecución del enemigo. Durante la desbandada, al ver un tribuno romano caído ante él, Leukón le había cogido del brazo.

—¡Córtale la mano derecha y la cabeza! ¡No puedes dudar ante un romano! ¡Mírale, maldita sea! ¡Y ahora mírame a mí, y no olvides que ellos no tendrán compasión cuando se apoderen de tus tierras y de tu mujer!

Otra vez le asaltaban demasiadas imágenes, demasiados recuerdos. Eso era lo que implicaba el regreso. ¿Tenía sentido? ¿Iba a merecer la pena?, pensó, sacudiendo la cabeza. Espantó los pensamientos. Lo único que tenía que hacer, ya que nunca podría amarlo o respetarlo, era tolerarlo. ¿Tan difícil era?

Mientras reflexionaba se le acercó un guerrero que hacía la ronda por lo alto de la muralla.

—Salud —dijo el vigía, al cruzarse con él con paso tranquilo.

—Salud —respondió Idris.

Los dos hombres mantenían la vista puesta en la empalizada que construían los romanos, pero, como todos en la ciudad, no comentaron nada al respecto.

Pese a ello, hacía ya un par de días que todos los numantinos afilaban sus espadas y revisaban escudos y cascos. Muchos comprobaban el estado de los caballos que pacían en los establos o fuera de las murallas y las provisiones de trigo y cebada almacenadas en las alacenas y graneros y agrupaban sus animales.

Aunque el nivel de los aljibes era bajo por el estío, pronto se llenarían con las lluvias otoñales.

El Hispano

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