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VII.

LA CRISTIANIZACIÓN DE LA SOCIEDAD

Desde el punto de vista social, el siglo IV presenció también una profunda transformación religiosa: la sociedad cristiana sucedió a las comunidades cristianas del periodo anterior. El cristianismo dejó de ser, en el mundo mediterráneo, una religión de minorías para convertirse en religión de muchedumbres. La evangelización desbordó su anterior marco urbano y llegó a la mayoritaria población campesina. Las iglesias rurales proliferaron y surgió una geografía eclesiástica.

La libertad religiosa y tras ella la conversión cristiana del Imperio romano tuvieron hondas repercusiones, desde el punto de vista histórico-social: las puertas de la Iglesia se abrieron a las muchedumbres. A principios del siglo IV, los cristianos constituían todavía una reducida minoría dentro del Orbe romano, que, aun cuando hubiera ciertas regiones más densamente cristianizadas, en conjunto no alcanzaría, seguramente, el diez por ciento de la población. Bajo el Imperio pagano perseguidor, tan solo hombres de gran temple espiritual tenían la altura moral necesaria para arrostrar los riesgos y desventajas humanas que llevaba consigo la conversión cristiana. Fue solamente a partir de Constantino cuando las multitudes de personas vulgares, que son siempre mayoría en las sociedades terrenas, encontraron expedito el acceso a la Iglesia.

El tránsito de un régimen de comunidades cristianas a la sociedad cristiana constituye otro de los aspectos de la gran transformación religiosa experimentada a lo largo del siglo IV. Antes, los discípulos de Cristo formaban pequeñas comunidades, en medio de una sociedad pagana. Ahora, en el transcurso de un par de generaciones, en el mundo mediterráneo, solar principal del Imperio romano, se operó la cristianización de la sociedad. Usando el símil de las parábolas evangélicas del grano de mostaza o la levadura y la masa, el paso de una Iglesia de comunidades cristianas a la sociedad cristianizada podría entenderse como el resultado de la silenciosa y eficaz acción de lo que fue en sus comienzos el fermento o la más pequeña de las simientes. El fenómeno de la cristianización de la sociedad fue pródigo en consecuencias.

Primer resultado de la nueva realidad cristiana fue un distinto planteamiento de la forma de incorporación a la Iglesia. Durante los siglos precedentes, la conversión en edad de discernimiento fue el cauce ordinario de acceso a las comunidades cristianas. Fiunt, non nascuntur christiani —los cristianos no nacen, se hacen— es una sentencia de Tertuliano, cuyo sentido más obvio parece ser que, en su tiempo —a caballo entre los siglos II y III—, la gran mayoría de los fieles nacían paganos y «se hacían cristianos» después. La Iglesia, con la mira puesta en la admisión de personas adultas, instituyó el catecumenado, largo período de preparación ascética y doctrinal, que disponía al neófito para la recepción del bautismo, conferido de ordinario en las grandes solemnidades litúrgicas de Pascua y Pentecostés. El catecumenado tuvo su momento álgido en el siglo IV, cuando, desde el reinado de Constantino, las muchedumbres paganas llamaban en masa a las puertas de la Iglesia y pedían ser bautizadas.

Nacer cristianos —de padres bautizados— se hizo en cambio frecuente durante el siglo IV, y en el siglo V llegó a ser habitual a todo lo ancho de la cuenca del Mediterráneo. La incorporación a la Iglesia desde la primera infancia fue desde ahora lo normal, con la consecuencia de que la disciplina bautismal se alterara sensiblemente. Se generalizó el bautismo de infantes, administrado a hijos de padres cristianos inmediatamente después del nacimiento, a lo largo, por tanto, de todo el año, sin esperar a las grandes solemnidades litúrgicas. El catecumenado entró en rápida decadencia al faltar, cada vez más, los conversos adultos y terminó por desaparecer.

La difusión del cristianismo había comenzado por las ciudades, verdaderos puntales de la vida romana en su época clásica. De ahí el carácter urbano que tuvieron de ordinario en sus orígenes las comunidades cristianas. Cuando llegó la libertad de la Iglesia, las ciudades se cristianizaron con rapidez y hubo un tiempo en que existía un contraste entre la población de la ciudad —cristiana— y la de los campos, todavía gentil. En este período fue cuando el término paganus —aldeano del pagus— adquirió un sentido religioso y designó —en oposición a cristiano— a los rústicos que permanecían aún fuera de la Iglesia, aferrados a sus ancestrales tradiciones idolátricas.

La libertad de la Iglesia hizo más fácil la propagación del cristianismo por campos y aldeas. Una intensa acción pastoral se desarrolló en los medios rurales, de la que fueron protagonistas grandes obispos misioneros, como san Martín de Tours (371-397). En la catequesis destinada a estas poblaciones de pobre nivel cultural se siguieron unas directrices que, en siglos posteriores, fueron también válidas para la conversión de las naciones bárbaras. La Iglesia tuvo buen cuidado en no limitarse a destruir los ídolos y procuró que no se crearan vacíos religiosos en aquellas gentes de ruda mentalidad. Por ello se esforzó en cristianizar sus hábitos sociales más arraigados y sus tradicionales fiestas religiosas, integrando a unos y otras en la disciplina sacramental o en el ciclo litúrgico anual del Misterio de Cristo y las solemnidades en honor de la Virgen y de los santos. Muchos templos cristianos se erigieron también sobre el solar de antiguos santuarios paganos, es decir, en el lugar donde las poblaciones de la comarca tenían, desde tiempo inmemorial, la costumbre de venir a adorar. El culto de los mártires, de los santos y de las reliquias —prueba tangible de su humanidad—, que impresionaba vivamente a los «rústicos» de los campos, constituyó un gran instrumento de catequesis. Pese a todo, la obra evangelizadora de los campesinos, subsiguiente a su bautismo, fue larga; hizo falta mucho tiempo y un esfuerzo perseverante para ir desarraigando las supersticiones y residuos idolátricos que, entremezclados con auténtica religiosidad, proliferaron entre las masas rurales.

Durante los primeros siglos de nuestra era, el obispo había sido el jefe de la iglesia local, pastor de la comunidad cristiana radicada en una determinada urbe. A partir del siglo IV, el quehacer del obispo se extendió a los espacios rurales y sus poblaciones campesinas. Entonces se abrió camino la noción de diócesis —distrito territorial sobre el que se extendía la autoridad de un determinado obispo— y nació una geografía eclesiástica. La división diocesana cubrió toda la superficie de los territorios cristianizados y se hizo preciso establecer con exactitud el perímetro de cada diócesis y fijar sus respectivos límites. La idea de competencia territorial fue abriéndose camino y la disciplina eclesiástica urgió a los obispos a que ejercieran sus poderes jurisdiccionales dentro de los confines diocesanos y tan solo sobre las personas que residían en ellos, sin invadir esferas propias de otros obispos. La cristianización de los campos exigió la construcción de numerosas iglesias y oratorios para la atención espiritual de los campesinos: tal fue el punto de partida de la organización parroquial y el origen de un clero destinado a la cura pastoral de las poblaciones rurales.

Un último rasgo que hace falta destacar es el extraordinario realce que alcanzó la figura del obispo con la eclosión de la sociedad cristiana. Los pueblos veían en el obispo a su pastor religioso, pero también, cada vez más, a su jefe natural y protector en todos los órdenes de la vida. En el siglo V, la crisis del Imperio provocó un gran vacío de autoridad. En los dramáticos tiempos finales de la Antigüedad, a medida que la administración civil se desintegraba, los obispos, asumiendo una forzosa función de suplencia, se vieron obligados a intervenir cada vez más en la vida de los pueblos. De modo particular correspondió a los obispos la protección de las personas socialmente débiles, incapaces de defenderse por sí mismas. En lo que se refiere al acceso al episcopado, el nuevo estado de cosas hizo cada vez más difícil la elección del obispo «por el clero y el pueblo», como había sido habitual mientras fuera el pastor de una pequeña comunidad urbana. Ahora, aunque las viejas fórmulas seguían repitiéndose en los textos canónicos, los nombramientos episcopales fueron incumbencia, en la práctica, del clero diocesano y los obispos comprovinciales, con frecuentes intromisiones de emperadores y príncipes. Personajes ilustres por sus cargos civiles o su origen familiar ocuparon a menudo las sedes episcopales en el período romano-cristiano y contribuyeron a realzar el prestigio social del obispo. Baste citar a título de ejemplo a san Ambrosio, que pasó de gobernador de la Alta Italia a obispo de Milán; a san Paulino de Nola, cónsul en su juventud; o a Sidonio Apolinar, gran señor del sur de las Galias y yerno del emperador Avito, que fue obispo de Clermont-Ferrand.

Historia breve del cristianismo

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