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Cruzando los cielos: Amelia Earhart
ОглавлениеCuando Amelia Earhart era niña comenzó a coleccionar noticias del periódico que mencionasen el éxito de una mujer en cualquiera de los campos considerados tradicionalmente propios de los hombres. Entre ellos, dirección de películas, producción cinematográfica, defensa de acusados en los tribunales, potentes campañas de publicidad, gestión empresarial o ingeniería mecánica. Algo después, exactamente con diez años, vio por primera vez un artilugio de aspecto no muy atractivo. Según lo definió, era «una cosa hecha de cables oxidados y madera, nada interesante». Era un avión.
El segundo contacto de Amelia con los aviones no fue mucho más alentador. Durante la Primera Guerra Mundial, tras graduarse en la High School de Hyde Park, en Chicago, colaboró con su hermana en atender a los soldados heridos en combate en un hospital de Toronto, Canadá. Muchos de ellos eran aviadores que habían sido derribados por los alemanes sobre los campos de Europa y habían sido trasladados en barco desde Inglaterra para una larga rehabilitación. Posiblemente, a raíz de ese contacto y de la amistad que fue desarrollando con aquellos pilotos, Earhart recibió una invitación para visitar un campo de la RAF —Royal Air Force—. Allí fue donde, según sus palabras, «Me picó el gusanillo de la aviación».
A finales de la contienda, en 1918, un aviador extraviado en una tormenta de nieve aterrizó cerca de su casa. Amelia se acercó al aparato en el momento en que el piloto reemprendía el vuelo y la nieve levantada por la hélice le cayó encima dejándola «helada y entusiasmada». Para disculparse, el piloto le ofreció un paseo aéreo que generó en ella una pasión intensa por aquellos cacharros con alas. Amelia anunció a su madre, acostumbrada a oír toda clase de planes entusiastas y dramáticos: «Volaré o moriré».
En 1920, con veintitrés años, visitó una feria en Long Beach, donde se hacían exhibiciones de vuelo. Un piloto vio a Amelia y una amiga miraban los aviones desde un descampado y realizó un picado sobre ellas. Años después comentó: «Estoy segura de que el piloto se dijo a sí mismo: "Vas a ver cómo las hago tirarse al suelo o salir corriendo"». Cuando el aire del avión las golpeó en la cara, sintió que algo se despertaba en su interior: «No lo entendí en ese momento, pero creo que ese avioncito rojo me dijo algo cuando me pasó rozando». Esa fuerte atracción por el mundo de los aviones se vio definitivamente confirmada cuando, el 28 de diciembre de ese mismo año, Frank Hawks, uno de esos pilotos desmovilizados tras la guerra que se ganaban la vida con bautizos aéreos y acrobacias en las ferias de pueblo, la invitó a dar una vuelta en su biplano y a volar sobre los alrededores; llegaron, sin embargo, hasta Los Ángeles. Cuando Amelia comentó, años más tarde, esa experiencia, declaró: «Tan pronto como despegamos unos metros del suelo, supe que seguiría volando siempre». Seis días más tarde, el 3 de enero de 1921, tomaba su primera lección de vuelo.
Esbelta, con un pelo muy corto y ojos de un color gris azulado, Amelia Earhart no estaba por los convencionalismos. Su lema era «Atrévete a vivir». De niña trepaba a los árboles, se tiraba en tromba en su trineo o cazaba ratas con un pequeño rifle. Su familia disfrutaba de una buena situación económica, pues su abuelo era un juez prestigioso que había hecho fortuna. Sin embargo, la relación del juez con su yerno, el padre de Amelia, fue siempre difícil, ya que lo consideraba un pusilánime, incapaz de proporcionar a su familia lo que esta merecía. El padre optó por mudarse a otra ciudad y, finalmente, se convirtió en un alcohólico, lo que confirmó las sospechas de su suegro y generó el consiguiente daño a su familia. Afortunadamente, el carácter de Amelia no fue minado por aquellas dificultades y salió de ellas fortalecida y resuelta. Si había decidido volar, volaría.
A los seis meses de su primera lección de vuelo, sumando sus ahorros y la ayuda de su madre, reunió el suficiente dinero para comprarse su primer avión: un Kinner Airster de segunda mano, un biplano amarillo con dos asientos al que bautizó como «el canario». Con él consiguió su primer récord: ser la primera mujer en alcanzar una altitud de catorce mil pies —4267 metros—. Pocos días antes, había hecho un aterrizaje desastroso en un campo de coles.
Una tarde de abril de 1928, mientras estaba trabajando en su oficina, recibió una llamada. A la persona que le pasaba el teléfono le dijo: «Estoy demasiado ocupada para contestar ahora». Cuando le comunicaron que era importante, pensó que se trataba de alguna broma. Finalmente, tras coger el teléfono, una voz le preguntó: «¿Le gustaría ser la primera mujer que cruzase el Atlántico?». La respuesta de Amelia fue corta e instantánea: «Sí».
Aunque hoy nos resulte difícil hacernos a la idea, lo que le proponían no era ni tan sencillo ni de respuesta tan evidente. Tres mujeres habían muerto ese año intentando lograr ese objetivo: ser la primera en atravesar el Atlántico en avión. Otra mujer, Amy Guest, una aristócrata que se había comprado un Fokker F.VII, había perseguido el mismo objetivo, pero su familia la había obligado a desistir. Antes de aceptar su derrota, ella había puesto una condición: el siguiente piloto que cruzase el Atlántico debía llevar con él «una hija de América». Atados por esta promesa, los familiares de Guest contrataron a un editor y publicista, George Palmer Putnam, para que buscara a una buena candidata que permitiera rentabilizar el proyecto y la inversión realizada en el avión. Finalmente, tras una entrevista en Nueva York, Amelia Earhart fue la elegida y se unió al grupo formado por el piloto Wilmer «Bill» Stultz y el copiloto y mecánico Louis E. «Slim» Gordon. Viajarían en el Fokker de Amy Guest, bautizado «Amistad».
Despegaron el 17 de junio de 1928 del aeropuerto de Trepassey, en Terranova, y llegaron a Burry Port, en Gales, veinte horas y cuarenta minutos más tarde, aunque su supuesto destino era Irlanda. Cuando los tres aviadores volvieron a Estados Unidos tras su hazaña, se los recibió con un desfile con confeti a lo largo de las calles de Nueva York y una recepción en la Casa Blanca por el presidente Calvin Coolidge. Amelia, honesta, dijo que todo el trabajo lo habían hecho Stultz y Gordon, y que a ella la habían llevado «como un saco de patatas», pero la prensa se volcó en ella, llamándola Lady Lindy, por su parecido físico con Lindbergh, el primer piloto que cruzó el Atlántico.
A partir de ahí, toda su vida se polarizó en torno a la aviación, participando en concursos y competiciones. Con George Putnam siguió cultivando una relación que terminó en boda, aunque ella se refería a su matrimonio como un consorcio con «doble mando de pilotaje». Antes de casarse cerró un trato con Putnam, inusual en una época donde la mujer estaba relegada a las órdenes del marido: «Me dejarás marchar en un año si no somos felices juntos. Intentaré dar lo mejor de mí misma en todos los aspectos».
«Las mujeres deben intentar hacer cosas al igual que los hombres lo han intentado. Cuando ellas fallen, su fracaso será un reto para otras».
Junto con Putnam preparó un vuelo en solitario a través del Atlántico que la convertiría en la segunda persona en lograrlo, tras Lindbergh, y la primera mujer. El 20 de mayo de 1932, cinco años después de la hazaña de Lindbergh, despegó de Terranova hacia París. Sin embargo, unos fuertes vientos del norte, unas condiciones climáticas gélidas y distintos problemas mecánicos la obligaron a aterrizar catorce horas y cincuenta y cuatro minutos más tarde en Irlanda, en una pradera cerca de Londonderry, «después de asustar a todas las vacas del vecindario». Cuando la noticia de su hazaña llegó a las redacciones de los periódicos, el titular de la prensa mundial fue «Una mujer lo ha conseguido».
Tras su hazaña, Amelia fue asediada con peticiones de entrevistas tanto en Estados Unidos como en Europa. El presidente Herbert Hoover le impuso la medalla de oro de la National Geographical Society y el Congreso le concedió la Cruz de Vuelo Distinguido, una condecoración que se otorgaba por primera vez a una mujer. En la ceremonia de entrega, el vicepresidente Charles Curtis elogió su valentía, e indicó que había mostrado un «coraje heroico y su habilidad para la navegación aun con riesgo de su vida». Earhart dijo que su hazaña demostraba que los hombres y las mujeres eran iguales en «trabajos que requieran inteligencia, coordinación, rapidez, sangre fría y fuerza de voluntad».
En los siguientes años, Earhart continuó rompiendo récords. El 24 de agosto de 1932 cruzó Estados Unidos desde Los Ángeles hasta Nueva York. Estableció un techo de altitud para los autogiros a cinco mil seiscientos metros que se mantuvo durante años. El 11 de enero de 1935 fue la primera persona que cruzó en solitario el trayecto desde Hawái hasta California. Sus socios habían querido suspender el vuelo porque la situación política en Hawái era muy inestable y los habían presionado para que desistieran, pero ella contestó: «Amenaza o no, me voy igualmente». Congelada de frío en el vuelo de 3875 kilómetros de distancia sobre el agua, echó mano de un termo con chocolate caliente y comentó al llegar a tierra: «Ha sido la taza de chocolate más interesante de mi vida, sentada a dos mil quinientos metros de altitud, totalmente sola sobre el océano Pacífico». Más tarde, ese último año, fue la primera persona en volar de México D. F. a Newark, cerca de Nueva York. Allí la esperaba una gran multitud que corrió hacia el avión de Earhart nada más aterrizar. Según sus palabras:
Fui rescatada del avión por unos policías de voz aguardentosa. En la melé que se formó, uno tomó posesión de mi brazo derecho y otro de mi pierna izquierda. Me llevaron hacia un coche patrulla, pero decidieron seguir rutas diferentes. El del brazo tiró en una dirección mientras que el que me agarraba la pierna eligió otro camino. El resultado fue que pude saborear, como víctima, el potro de tortura mientras pensaba: «Es tan maravilloso estar de vuelta en casa».
A punto de cumplir los cuarenta, Earhart pensó que estaba preparada para un reto impactante, para el broche final a su carrera de éxitos: ser la primera aviadora en completar la vuelta al mundo. En marzo de 1937 hizo un primer intento, que terminó mal, con un aterrizaje forzoso que dañó gravemente el avión. Inmediatamente, tan resuelta y decidida como era habitual en ella, hizo que reparasen el Lockheed modelo Electra 10E. Sin que quedase claro si se refería al avión o a ella misma, declaró: «Creo que solo nos queda un buen vuelo y espero que sea este». Comentaba estar ya harta de esos «malabarismos de largas distancias». El 1 de junio, Earhart y su navegante, Fred Noonan, partían de Oakland a Miami, comenzando un viaje de cuarenta y seis mil kilómetros. De Miami volaron a Puerto Rico. De allí bordearon la costa sudamericana hasta Natal, y cruzaron el Atlántico hacia Dakar. Atravesaron África y el golfo de Adén y llegaron a Arabia; remontaron hasta Karachi y Calcuta, y modificaron la ruta hacia Rangún, Bangkok, Singapur y Bandung hasta llegar a Darwin, en Australia. El 29 de junio aterrizaban en Lae, en Nueva Guinea. «Solo» les quedaban once mil kilómetros. Noonan, un magnífico navegante, había encontrado muchas dificultades en los trayectos realizados hasta ese momento porque los mapas de que disponían no se correspondían con la realidad. Pero el siguiente salto era el más difícil. Tenían que llegar hasta la isla de Howland, una mancha perdida en el Pacífico, un islote coralino de tan solo tres kilómetros de longitud y ochocientos metros de ancho, situado a 4116 kilómetros de distancia del aeropuerto de salida. Desde allí, la siguiente escala sería Hawái, una distancia mucho más corta y mucho más fácil de situar, y de ahí hasta California, un trayecto que ya habían hecho. La isla de Howland, su primera escala, estaba normalmente deshabitada, pero la Marina estadounidense envió un guardacostas, el Itasca, y arregló la pista de aterrizaje que había en la isla para ese vuelo.
Earhart y Noonan prescindieron de todo el peso que pudieron del interior del avión para poder llevar con ellos unos litros más de gasolina. Consiguieron así cuatrocientos cuarenta kilómetros más de margen. El Gobierno estadounidense, comprometido con esa hazaña que le daba la primacía en un sector tan interesante comercial y militarmente como la aviación, ordenó que el Itasca estuviera en contacto permanente con el Fokker y que dos buques de la Armada, el Ontario y el Swan, se situaran a mitad de camino con todas las luces encendidas para intentar servirles de referencia de paso. Earthart dijo: «La isla de Howland es un punto tan pequeño en el Pacífico que cualquier ayuda para localizarla es necesaria».
A las diez de la mañana del 2 de julio, hora local, el Fokker despegó. A pesar de que las predicciones meteorológicas eran favorables, pronto comenzaron a volar sobre cielos encapotados y con chubascos ocasionales. El mayor problema es que estas condiciones climatológicas dificultaban seriamente la principal herramienta de Noonan para orientarse: la navegación celeste, que le permitía controlar los desvíos de su ruta utilizando como referencia la posición del sol y las estrellas. Además, las radios del avión, de los barcos y de las estaciones en tierra utilizaban frecuencias distintas, un error del que no se habían percatado. También hubo otros fallos: Amelia había indicado que se guiarían por la hora de Greenwich, pero el Itasca funcionaba con la hora local. Cuando empezó a anochecer, Earhart mandó un mensaje al Itasca en el que informaba del estado del cielo, «nuboso, tiempo nuboso». En otras transmisiones, Earhart pidió al Itasca que la contactara por radio para intentar usar la fuerza de las señales como referencia. El barco guardacostas empezó a transmitir mensaje tras mensaje, pero ella no conseguía oírlos. Sus propias transmisiones, irregulares durante la mayor parte del viaje, se perdían o se llenaban de ruidos de estática. A las 7:42 de la mañana, el Itasca recibió este mensaje: «Debemos estar encima de vosotros, pero no conseguimos veros. Nos estamos quedando sin combustible. No conseguimos contactaros por radio. Estamos volando a trescientos metros de altura». El barco respondió, pero según parece el avión siguió sin oír sus llamadas por radio. A las 8:45 Earhart mandó un mensaje: «Estamos moviéndonos hacia el norte y hacia el sur». Hay que imaginar la desesperación de los dos aviadores intentando localizar la isla o el barco, y viendo cómo se acababan los últimos litros de gasolina del depósito. Fue su último mensaje. Nunca más se supo de ellos.
Inmediatamente, se puso en marcha un potente dispositivo de búsqueda y rescate. Se considera el mayor intento de salvamento de un avión perdido en el mar de la historia naval. Estuvieron diecisiete días buscando, usando todos los barcos y aviones disponibles en la zona, gastando más de cuatro millones de dólares, lo que era una gigantesca fortuna en la época, y explorando seiscientos cincuenta mil kilómetros cuadrados en el océano, una superficie mayor que la de España, para tratar de localizar los restos del avión o a unos posibles supervivientes. Finalmente, el Gobierno norteamericano no tuvo más remedio que cancelar la búsqueda. En 1938 se construyó un faro en Howland Island con el nombre de Amelia Earhart. De algún modo era como si esa torre estuviera marcando ese lugar sobre el mar, llamando a Earhart y a Noonan, guiándolos a casa.
Se ha dicho que Amelia Earhart, durante su último viaje, podía estar llevando a cabo una misión de espionaje para las Fuerzas Armadas norteamericanas que consistía en fotografiar islotes del Pacífico capaces de albergar guarniciones japonesas. Al parecer, el ejército había sustituido los motores del Electra por unos más potentes y había instalado dos cámaras fotográficas en el bimotor durante su estancia en Darwin, todo lo cual podría apoyar esta teoría del espionaje. También se ha sugerido que Earhart y su tripulante podrían haber sido capturados por los japoneses, y haber fallecido por enfermedad durante el cautiverio o haber sido ejecutados, ya que eran unos testigos demasiado peligrosos, por lo que podían haber visto y por su fama internacional. En 2012 se encontraron en el islote de Nikumaroro, no lejos de la ruta que debían seguir los pilotos, unos restos de productos de belleza americanos de los años treinta. Algunos han pensado que podían haber pertenecido a Earhart, pues entre otras cosas había una crema contra las pecas, una conocida obsesión de ella. Se puso en marcha una búsqueda del avión en los arrecifes alrededor de la isla. Quizá algún día sepamos la respuesta a este enigma.
Se conserva una carta de Amelia a su marido, escrita para que se abriera en caso de que algún vuelo fuese el último. Dice así:
Por favor, que sepas que soy plenamente consciente de los riesgos. Quiero hacerlo porque quiero hacerlo. Las mujeres deben intentar hacer cosas al igual que los hombres lo han intentado. Cuando ellas fallen, su fracaso será un reto para otras.
Así fue.
Para leer más
GAST, P., «DNA tests on bone fragment inconclusive in Amelia Earhart search», CNN, 4 de marzo de 2011.
GOLDSTEIN, D. M., y DILLON, K. V., Amelia: The Centennial Biography of an Aviation Pioneer, Washington, D. C., Brassey's, 1997.
MARCK, B., Ellas conquistaron el cielo. 100 mujeres que escribieron la historia de la aviación y del espacio, Barcelona, Editorial Blume, 2009, pp. 124-133.
Página oficial de Amelia Earhart: www.ameliaearhart.com