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Paisajes urgentes

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No recuerdo exactamente cómo llegó el libro a mis manos hace ya unos trece años, o quizás un poco más, siendo aún estudiante universitario. Fue posiblemente gracias a alguna casualidad, o especialmente por efecto de la curiosidad que representaban para mí ese largo título y la enigmática portada entre el erotismo del cuerpo y la aspereza de una lápida rústica. En todo caso de lo que sí estoy seguro es de que nadie me había hablado de la novela ni de su autor. La curiosidad fue aún mayor cuando iba descubriendo en ella el ambiente josefino de los años ochenta, los encuentros de la comunidad gay incipiente y sus modos de relación, un ambiente primero despreocupado y alegre de las noches del centro de la ciudad y que luego sufriría un cambio drástico. Pero también otros eventos cruciales para el país que no pertenecían a mi recuerdo, sino que se encontraban generalmente en la evocación de quienes los habían experimentado y habían vivido al ritmo de una época para mí distante: la “contra” en Nicaragua, la visita del Papa Juan Pablo II –símbolo de una fuerte y tradicional intolerancia de la Iglesia–, las políticas moralistas norteamericanas, el sida. Nadie me había hablado de la novela a pesar de mis estudios literarios, no encontraba comentarios o discusiones sobre ella, ni tampoco una pequeña polémica con respecto a los temas inusuales tratados en un país de tan grande mojigatería. Era evidente que me urgía saber un poco más, no solo sobre la novela, sino también sobre una parte esencial de la historia contemporánea que necesitaba ser contada. Y no quiero decir con esto que toda novela publicada en el país debería convertirse obligatoriamente en un evento literario con una amplia difusión y con trascendencia en los medios, pero algo había en Paisaje con tumbas pintadas en rosa que debía, a mi juicio, haber llamado la atención.

Las primeras preguntas que me hacía ante su lectura tenían que ver con la cantidad de tiempo que había sido necesario en el país para comenzar a hablar de forma clara y sin máscaras de un conjunto de eventos que no pueden ser tomados de manera aislada en la historia reciente y que han dejado considerables heridas en la población. La cantidad de tiempo requerida para tener una distancia suficiente para evaluar las acciones del Gobierno y de la sociedad civil. Pero también las preguntas tenían que ver con la urgencia que este tipo de reflexión y de recuperación representaba en un país donde las agresiones y crímenes por homo-lesbo-transfobia seguían presentes y silenciados (esto sin hablar de los tristemente cotidianos feminicidios) ¿Cuáles eran entonces las formas de rescatar una memoria reciente de dichos acontecimientos y de recordar el proceso de duelo que, aunque no estuviera terminado, daba la impresión de encontrarse ya lejano? Todavía para inicios de los años 2000 los discursos públicos en defensa de la comunidad LGBT eran escasos y los bares y discotecas se mantenían en una marcada discreción con respecto al espacio público de la ciudad. Una especie de secreto a voces sobres los diferentes lugares de libertad que se podían encontrar seguía manteniéndose vigente. Sin embargo, se respiraban aires de cambio y un progreso lento iba poco a poco abriendo estos puntos discretos y sacándolos de la relativa privacidad ¿Cuánta de esa memoria había sido recuperada para ese momento? Yo tenía la impresión de que era muy poca, y de que además el ámbito académico y universitario seguía mostrándose reticente a un acercamiento franco y sin complejos de los efectos sociales que tuvo la crisis del sida en el país y en la región centroamericana. Los ciertamente numerosos estudios científicos e epidemiológicos no eran suficientemente contrastados con los efectos sociales e incluso personales de esta época. La subjetividad de esas voces silenciadas no tenían gran presencia en los discursos literarios y no se hablaba abiertamente de una especie de testimonio de sobrevivientes a una crisis de salud pública y a la agresión del propio Estado costarricense.

Es en este contexto en el que se publica Paisaje con tumbas pintadas en rosa y en el que pasa casi desapercibida. Una novela que, de seguro encontró su público lector, pero que se mantenía, como este, en un relativo silencio. No obstante, la epidemia del sida seguía todavía ahí presente en la realidad, lejos de desaparecer de los hospitales y clínicas del país. La diferencia se hallaba quizás en el espacio mediático que antes tenía la enfermedad y que había generado precisamente discursos de miedo y de odio, de exclusión y de persecución: todo un monumento a la ignorancia y a la intolerancia que se encuentra muy bien retratado en la novela. Vale la pena entonces preguntarse ¿qué ha cambiado ahora? Dieciocho años después de la publicación de la primera edición y casi treinta luego de la aparición, en el periódico La Nación, de una carta abierta dirigida a los ministros de Salud, de Seguridad y de Gobernación de la época para denunciar las redadas violentas e injustificadas en los bares gay-lésbicos durante la primera administración de Óscar Arias. Ciertamente los contextos no son los mismos. Siguen creciendo los espacios que han llevado una mayor visibilización a grupos antes reducidos al ostracismo como los transexuales; los modos de relación y de encuentro no son exactamente los mismos; las representaciones culturales se han apropiado cada vez más de discursos e imágenes de sexualidades distintas a la norma; las publicaciones literarias en temas de sexualidades alternativas aumentaron incluso para la región centroamericana. Los ejemplos pueden ser numerosos aún y estos nos dan en cierto sentido una visión positiva del cambio alcanzado hasta ahora. Sin embargo, y a pesar de esta visión renovada en distintos ámbitos, siento que todavía el problema esencial de violencia machista y homofóbica sigue estando presente y de manera muy evidente en la sociedad costarricense. Es un funcionamiento subyacente, ligado a la estructura misma y no simplemente a hechos aislados en los que la violencia resurge con fuerza en los insultos, agresiones y ataques cotidianos. Es justamente esta violencia latente, de la que no nos damos cuenta necesariamente en los noticieros, la que continúa teniendo una presencia importante y que es necesario señalar y poner en evidencia.

De ahí la necesidad y la urgencia que yo encontré en la novela de José Ricardo Chaves, como una forma de volver y reflexionar sobre una época en la que estaban en juego muchos aspectos determinantes de las luchas contra la discriminación en las décadas siguientes. Sobre un momento en el que la comunidad gay tuvo que hacer frente a ataques abiertos incluso de los mismos familiares y amigos, y comenzar a construir nuevas subjetividades de lucha y de reivindicación, o a veces de reclusión interior y silencio, las opciones fueron muchas. Los espacios personales e íntimos del relato se encuentran cargados de los mismos aspectos políticos de las denuncias públicas y es precisamente el reconocimiento de esta multiplicidad en las voces disidentes el que me llevó a interesarme en Paisaje con tumbas pintadas en rosa. Estoy seguro de que la novela, en su nueva edición, sabrá encontrar también un nuevo público que podrá reconocer la urgencia de sus planteamientos al reflexionar sobre un momento decisivo de nuestra historia reciente y así seguir enfrentando una crisis que aún no ha desaparecido, aunque parezca haber pasado de moda.

Sergio Coto-Rivel

octubre de 2016

Nantes, Francia

Paisaje con tumbas pintadas en rosa

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