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Estudio preliminar

Durante mucho tiempo el esoterismo y sus términos afines (ocultismo, hermetismo, magia, entre otros) fueron algo así como un cuarto olvidado en el palacio de la investigación histórica de la cultura y de la religión modernas en Occidente (las Europas y las Américas), en el que se guardaban cosas viejas, inútiles y disímbolas, cual ático polvoso y cubierto de telarañas, términos aquellos a los que se les señalaba como algo casi vergonzante, indigno de ser tomado en cuenta por la reflexión seria, ya fuera independiente o académica. El tiempo fue mostrando lo equivocado de esta actitud, pues sus prejuicios dañaban nuestra comprensión histórica y se dejaba de lado la dimensión conformadora que el elemento esotérico ha jugado (y que sigue jugando) en la cultura occidental, a la que, como luego se verá, restrinjo la aplicación de dicho concepto, esotérico. A contrapelo de usos populares actuales, en que esoterismo funciona como una categoría amplia y transcultural, que habría existido en el pasado remoto, en el presente, y que también lo estará a futuro, yo la restrinjo a Europa a partir del Renacimiento y a América después de la llegada europea. Más allá de esos límites, de ese medio milenio euroamericano, la aplicación del concepto esotérico se torna problemática, por lo que habría que generar reflexión, conceptos y diálogo al respecto, y no extender de manera imperialista una categoría (esoterismo) a cualquier universo simbólico.

En esta restricción histórica y geográfica del término me sumo a lo expuesto por Antoine Faivre, fundador de los “estudios sobre esoterismo occidental”, pero también a Frances Yates (de metodología similar, quizá más empírica y menos abarcadora), a la hora de estudiar el hermetismo renacentista y su herencia no bien reconocida en la historia, no solo de la filosofía y la religión, sino también de la ciencia. Magia y ciencia son dos ramas del árbol del conocimiento en Occidente, bifurcadas a fines del siglo XVII por Descartes y después por la Ilustración. En el siglo XIX el romanticismo, por medio de “filosofías de la Naturaleza” tipo Schelling, intentó restaurar los vínculos entre magia y religión de un lado, y ciencia y filosofía del otro. Corrientes esotéricas como el espiritismo y la teosofía también quisieron seguir esta vía conciliatoria. El primero se presentó como “una religión científica” y la segunda como “una síntesis de la ciencia, la religión y la filosofía”.

El impacto cultural de lo esotérico también afectó los ámbitos literarios y artísticos, sobre todo por vía del romanticismo, que dio acogida a buena parte de su visión del mundo: cósmica, analógica, panteísta. El concepto de correspondencias –esto es, analogías, similitudes, metáforas– entre elementos de órdenes distintos, funcionó tanto en Swedenborg y Éliphas Lévi, como en Fourier y Baudelaire. Mística, utopía social y poesía vibraban al unísono analógico. En lengua española, cuyo romanticismo había dirigido sus baterías más hacia el campo político y secular, hubo que esperar más bien al modernismo de fin de siglo XIX y principios del XX para que este influjo esotérico en las letras comenzara a notarse. Es a partir de los autores de la segunda mitad del siglo XIX, sobre todo los que surgen en la última década, como Rubén Darío, Amado Nervo y Leopoldo Lugones, con los que muchos tópicos esotéricos adquieren expresión literaria en poemas y narraciones. Pero también en ensayos, artículos y crónicas como los reunidos en este libro, que, entre otras cosas, busca dar a conocer esta faceta, no tanto no tratada, sino casi siempre mal tratada por lecturas prejuiciosas, descalificadoras y burlonas, sin mayor comprensión del asunto de fondo, o bien, abordada sin un adecuado equipo teórico y metodológico sobre lo que es el esoterismo y su significación cultural.

Cuando se pasa del nivel individual al colectivo, se torna evidente que tales intereses por “lo misterioso” en nuestros autores no eran peculiaridades ni extravagancias personales, sino un patrón cultural de época que vale la pena recorrer, pues brinda nuevas pistas hermenéuticas a la hora de leerlos y estudiarlos. Así, se han buscado textos de escritores reconocidos que aborden asuntos esotéricos con perspectiva literaria, con cierta elaboración lingüística, estética o narrativa, no meramente algo descriptivo o informativo, salvo dos o tres excepciones que luego se mencionarán. Se busca satisfacer así tanto un interés académico o intelectual como un gusto literario por el texto, captando no solo la idea o el tema sino también catando la particular modulación de lo expresado, su arte pues.

Esotérico y esoterismo. ¿Qué significan?

Empecemos por definir esotérico y esoterismo, adjetivo y sustantivo. En su desarrollo lingüístico e histórico, primero fue el adjetivo y tiempo después vino el nombre, primero la cualidad y luego el objeto. De acuerdo con Pierre Riffard, durante mucho tiempo se atribuyó a Aristóteles el haber inventado dicho adjetivo, pero en realidad el que usó fue su antónimo, exotérico. En su caso, lo opuesto a exotérico era lo acromático, lo que se transmitía oralmente, de boca a oído, que es una de las características de lo esotérico, aunque el término como tal no aparezca en él (cf. Riffard, 1990, 65-69). Quien utilizó el epíteto por vez primera fue Clemente de Alejandría, asociado con lo secreto, y en él sí como algo opuesto a lo exotérico, usando ambos términos en oposición complementaria; luego siguieron otros autores como el teúrgo neoplatónico Jámblico, que refiere lo esotérico a Pitágoras y su escuela, y el cristiano Orígenes, que lo concibe en tanto enseñanzas secretas reservadas para una élite.

En lengua inglesa, esoteric aparece en 1655, en la obra de Thomas Stanley para referirse a la escuela de Pitágoras; esotery en 1763, poco más de un siglo después; esoterism en 1835 y esotericism en 1846. En francés, el término esotérisme cristaliza hasta el siglo XIX, primero con Jacques Matter en 1828 y después con Pierre Leroux en 1840. No obstante estos usos pioneros, quien logró popularizar el término e incluso introducirlo como neologismo en otras lenguas fue el ocultista francés Alphonse Louis Constant, mejor conocido como Éliphas Lévi, quien publicó en la década de los 50 del siglo XIX sus tres principales libros: Dogme et rituel de la Haute Magie (1854) e Histoire de la magie y La clef des grands mystères, estos dos de 1859. En lengua española el término esotérico también precedió a esoterismo y fue recogido por primera vez en 1853, en el Diccionario nacional, de Ramón Joaquín Domínguez, aunque tardará más de un siglo para que el Diccionario de la Real Academia de la Lengua lo recoja, en 1956. Después de Éliphas Lévi, otros ocultistas que contribuyeron mucho a popularizarlo fueron los teósofos H. P. Blavatsky y A. P. Sinnett, quienes impulsaron por un tiempo la expresión “budismo esotérico” para referirse a la teosofía, su particular propuesta doctrinal. Dado el auge de estos autores y sus traducciones al español, no es raro que los términos esoterismo y ocultismo tuvieran buena recepción.

Debe notarse que las palabras esotérico y esoterismo no surgieron, ni en los tiempos antiguos ni en los modernos, de los discursos de los autores y practicantes aludidos por ellas, no fue una “autodesignación”, sino que más bien se dio en el nivel de sus estudiosos y críticos, diríase que en un plano externo, crítico, como bien lo señala Hanegraaff, “aplicado a posteriori a ciertos desarrollos religiosos en el contexto del cristianismo temprano. En la investigación académica actual el término todavía es empleado como un constructo académico” (2006, 337). En cierto sentido podría decirse que fueron los esoterólogos (aunque no se llamaran así), sus pioneros cuando menos, los que inventaron el esoterismo como término lingüístico para aludir a un incipiente campo de estudios y de polémica, y luego estuvieron los esoteristas (los practicantes) para popularizarlo.

Aquí podría uno pensar en una distinción equivalente entre los estudiosos del gnosticismo antiguo y un escritor de literatura fantástica contemporánea, Jorge Luis Borges, cuando distinguía entre los “heresiarcas” (los autores de obra herética) y los heresiólogos, sus comentaristas. En su cuento “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, Borges habla de los “heresiarcas de Uqbar”, uno de los cuales “había declarado que los espejos y la cópula son abominables porque multiplican el número de los hombres” (1974, 431), mientras que en el último párrafo de “Tres versiones de Judas”, escribe, a propósito de las tesis del ficticio teólogo sueco Nils Runeberg: “Los heresiólogos tal vez lo recordarán; agregó al concepto del Hijo, que parecía agotado, las complejidades del mal y del infortunio” (1974, 518). En un caso, el heresiarca declara directamente su herejía; en el otro, el heresiólogo la comenta sin compartirla.

Por su parte, desde el inicio, los propios esoteristas del siglo XIX se interesaron, además de escribir sus textos doctrinales, en los de tipo “histórico”, que buscaban recuperar el desarrollo cronológico de su propio linaje, todo esto con un aura romántica. Así lo hicieron Éliphas Lévi con su Histoire de la magie y Blavatsky en The Secret Doctrine (1888), aunque con esta última obra tal objetivo solo fue parcialmente logrado, pues no completó el volumen planeado para ello, sino que apenas dejó algunos textos sueltos, integrados póstumamente en un polémico tercer volumen por Annie Besant y G. R. S. Mead en 1897. Evidentemente, libros como esos carecen de los méritos críticos necesarios de tipo lingüístico e histórico aceptados hoy por la academia, pero tienen el valor de testimoniar una incipiente “conciencia histórica” entre los propios esoteristas, que se muestran así bajo el influjo historicista romántico de la época, al conformar un nuevo tipo de esoterismo en tiempos de ciencia, democracia y modernidad.

Esoterología y “estudios de esoterismo occidental”

Primero fue lo esotérico, después el esoterismo, luego aparecería la esoterología, ya en la segunda mitad del siglo XX, en su última década. Viene precedida por las disciplinas de estudios de las religiones, o de historia de las religiones, o de religiones comparadas (las diferencias entre estas denominaciones no siempre son claras), centradas sobre todo en la figura de Mircea Eliade, quien, junto con Carl Jung, son los representantes máximos del enfoque arquetípico de lo religioso, lo simbólico y lo psicológico, que en ellos van juntos. Conforman, junto con otras figuras como la del islamista Henry Corbin y la del estudioso de la cábala Gershom Scholem, lo que Hanegraaff ha denominado el “paradigma de Eranos”, en referencia al lugar suizo donde anualmente se reunieron múltiples conferencistas a lo largo de más de medio siglo, desde principios de los 30 hasta finales de los 80, para exponer y discutir asuntos religiosos y filosóficos.

Vista con cierta distancia, la influencia de esta tendencia fue sobre todo teórica y metodológica, con el uso de categorías como mito, símbolo, arquetipo o inconsciente colectivo. Por supuesto, supuso también una revisión enciclopédica del fenómeno religioso, que, sin embargo, se mostró algo desdeñosa del análisis del esoterismo contemporáneo (de los siglos XIX y XX), como se muestra por ejemplo en el libro de Eliade titulado significativamente Ocultismo, brujería y modas culturales, donde aparece su ensayo “Lo oculto y el mundo moderno”, en el que la capacidad analítica y erudita de Eliade se muestra algo disminuida, quizá por su falta de interés en esos desarrollos religiosos tardíos (con excepción del trabajo de René Guénon). Esto explica en parte las afinidades del paradigma de Eranos con el tradicionalismo de Guénon y sus continuadores, sobre todo en el ámbito francófono, corriente en la que el esoterismo moderno (contradicción en sus términos para los guenonianos, para quienes todo esoterismo sería exclusivamente “tradicional”) era fuertemente impugnado como una degeneración más de la modernidad. Tanto los de Eranos (Eliade en especial) como el tradicionalismo hacen énfasis en los aspectos hermenéuticos más que en los historicistas. Temeroso Eliade de que el historicismo en los estudios de las religiones pudiera devenir en reduccionismo, escribe en su diario al respecto:

I have never affirmed the insignificance of historical situations, their usefulness for understanding religious creations. If I haven’t emphasized this problem, it is precisely because it has been emphasized too much, and because what seems to me essential is thus neglected: the hermeneutic of religious creations [Nunca he afirmado la insignificancia de las situaciones históricas, su inutilidad para comprender las creaciones religiosas. Si no he enfatizado este problema, es precisamente porque éste ha sido enfatizado demasiado, y porque lo que me parece esencial es entonces descuidado: la hermenéutica de las creaciones religiosas] (citado por Versluis, 6, www.esoteric.msu.edu/VolumeIV/Methods.htm).

En mi opinión, más importante para la futura esoterología que el paradigma de Eranos (y su soterrado aliado tradicionalista), fue el trabajo de la historiadora inglesa Frances Yates, en especial a partir de su obra Giordano Bruno y la tradición hermética (1964), que planteaba la existencia del hermetismo como una corriente importante pero desdeñada en la historia intelectual moderna, sobre todo en el campo de la filosofía de la ciencia, pues la autora establecía una fuerte relación entre hermetismo y revolución científica (cf. Hanegraaff, 2012, 323-334). Con ella queda más claro el campo de acción de los inminentes estudios esoterológicos, a partir del Renacimiento y de la confluencia que ahí se dio entre neoplatonismo, cábala (cristianizada) y hermetismo, que se constituyen en las corrientes básicas (aunque no exclusivas) del esoterismo subsiguiente. Con el “paradigma Yates” el esoterismo (representado en su caso por el hermetismo) deja de ser un término volátil e incierto, o una degeneración irracional o moderna, para ir adquiriendo un perfil histórico más preciso, susceptible de ser mapeado en sus metamorfosis históricas en los últimos siglos en Occidente, y que se expresa, entre otras formas, en un corpus textual que conlleva escritos, imágenes y diversas artes como pintura y música.

Es en la última década del siglo pasado cuando se afianza en buen grado el campo de los estudios de lo esotérico en el mundo académico, gracias en buena medida a Antoine Faivre. Su paradigma del esoterismo como una “forma de conocer”, identificable por la presencia de 6 rasgos, 4 básicos y 2 relativos, ha tenido una gran aceptación académica, vista no necesariamente como una propuesta esencialista sino más bien como un modelo heurístico, esto es, de creatividad en la lectura y la investigación.

Los cuatro rasgos básicos de lo esotérico son: a) un trasfondo de correspondencias mueve el universo, en el que se establecen relaciones entre elementos que pertenecen a órdenes distintos, con lo que se fundamenta a la analogía como forma de pensar; b) la naturaleza se concibe como un organismo viviente y jerarquizado, con dimensiones visibles e invisibles, por lo que no se trata de la máquina impersonal y unidimensional de los ilustrados materialistas; c) la imaginación, y no la razón, se concibe como la facultad humana por excelencia, vinculada con la intuición y a veces con el acceso a los arquetipos. En palabras de Faivre, “es una herramienta de conocimiento del yo, del mundo, del mito” (1994, 13), y no ha de confundírsela con la fantasía, arbitraria y completamente subjetiva. La razón no se rechaza, tan solo se acota su ámbito de aplicación, por lo que no cabe la aplicación del término irracional o antirracional, tal vez pararracional o metarracional; d) la vivencia esotérica supone una experiencia de transmutación, con un claro sentido alquímico de una metamorfosis interna del sujeto.

Los dos rasgos secundarios de lo esotérico son: e) la práctica de la búsqueda de concordancias entre las diversas tradiciones religiosas a partir de similitudes estructurales, un hálito ecuménico sobre lo diverso, que suele desesperar al especialista crítico, defensor de cotos de investigación cerrados; f) está el asunto de la transmisión de la enseñanza de una generación a la siguiente por medio de la relación maestro-discípulo a lo largo del tiempo, esto es, la autoridad del linaje y la continuidad y control de calidad de la enseñanza.

A diferencia de la perspectiva tipológica o estructural de Eranos, que trabaja lo esotérico en un contexto de estudios de religiones, en su vínculo con lo secreto, con un acceso restringido al conocimiento último e iluminador, sólo para iniciados, en otra dirección va la perspectiva más historicista de Faivre, que “restringe” la aplicación histórica y cultural del término esoterismo, que ya no puede aplicarse así nomás a diversos contextos religiosos, a lo largo de la historia y de las culturas, sino que se refiere sobre todo a un constructo intelectual europeo aplicable a partir del Renacimiento, que ve el esoterismo no como una dimensión estructural de toda religión, sino como un asunto de ciertas corrientes europeas, similares entre sí en ciertos aspectos y vinculadas por la historia. Por eso se acuña el término esoterismo occidental. Alude no solo a su origen sino también a su principal campo de aplicación. A partir de la confluencia, en contexto cristiano, de antiguas fuentes (neoplatónicas, herméticas, cabalistas, alquímicas) en el esoterismo renacentista, Faivre brinda un intento de periodización: una etapa formativa antigua y medieval; otra de síntesis y acercamiento, la renacentista; luego un desarrollo barroco en el siglo XVII, después un esoterismo ilustrado, seguido por uno romántico y luego otro más secular en el siglo XX. A estas alturas, ya hasta podría agregarse un esoterismo posmoderno.

Habría que complementar el constructo histórico de Faivre con el aporte americano, sobre todo a partir del siglo XIX, cuando la dinámica esotérica occidental abarque a ambos continentes, y evitar así un sesgo eurocéntrico en el modelo. Además, dicho componente americano debe abarcar no solo la parte norte (Estados Unidos y Canadá), sino también a la América del centro y del sur, incluidos, por supuesto, México y el Caribe.

La propuesta heurística de Faivre no brinda solo esa útil caracterización estructural de seis rasgos de lo esotérico en tanto forma de pensamiento sino que además aporta una cronología de lo esotérico que favorece nuevas lecturas e interpretaciones al respecto, un conocimiento de conjunto por periodos del entramado esotérico, un seguimiento de influjos y corrientes. Esto permite entender su aceptación entre muchos investigadores. El esoterismo dejó de ser una idea ambigua y misteriosa para tornarse un concepto historiográfico susceptible de descripción, análisis y seguimiento cronológico, con un corpus textual específico, todo esto sobre una base histórico-empírica y filológica, en especial para los textos más antiguos.

De igual forma, se le han hecho muchas objeciones a este paradigma, como la ya indicada exclusión de lo americano, importante sobre todo a partir del siglo XIX; que calza mejor para ciertas corrientes o periodos que para otros; que es más aplicable a los períodos moderno y contemporáneo y no tanto para los medievales y antiguos; o bien objeciones que opinan lo contrario: que el esquema esoterológico de Faivre es tan general que hasta podría aplicarse a “esoterismos” no europeos tan distantes como el budismo tibetano, con lo que, de paso, el epíteto occidental de la etiqueta esoterismo occidental tiende así a verse disminuido. O bien, que le faltan rasgos esenciales a su caracterización, como la necesidad de una gnosis (Versluis), objeción más bien endeble pues la gnosis está contenida en el rasgo faivriano de transmutación y metamorfosis; o bien, que le sobran rasgos, o que no siempre se cumplen todos, como el lugar de la facultad de la imaginación, ausente en ciertos esoterismos como el de Gurdjieff, o en propuestas como la de Krishnamurti, asumiendo que este último pertenezca al ámbito esotérico no solo por lo histórico –sus orígenes neoteosóficos– sino por la doctrina, algo que estaría por debatirse, pues el propio Krishnamurti negó el carácter esotérico a su enseñanza de madurez.

Por el tiempo en que Faivre presentaba su propuesta académica de “estudios de esoterismo occidental”, también lo hacía Pierre Riffard, quien en su libro L’ésotérisme establecía su propio planteamiento respecto a cómo definir el término y cómo estudiarlo, apelando a la categoría de esoterología, a la que define como “un conocimiento sintético y teórico que puede comparar e interpretar, buscar leyes y tipos, encontrar estructuras y funciones, determinar la naturaleza y la vivencia del esoterismo en general” (1990, 54), y entre sus objetivos están “la historia del esoterismo en general, el estudio de la idea de esoterismo, el análisis de su objeto, de su método, de su producción, de su influencia, de sus condiciones, de su lenguaje. La esoterología puede estudiarse a ella misma, estableciendo su propia historia, su metodología, su ámbito” (1990, 54).

Nótese que Riffard habla de un “esoterismo en general”, más que de esoterismo occidental a la Faivre, y en esto se nota su carácter más “estructuralista”, de aplicación universal, por oposición a Faivre, en quien predomina una propuesta más empírica e historicista, que se va a acentuar después en el campo de estudios con Wouter J. Hanegraaff. A la cautela histórica de Faivre cuando revisa la dinámica esotérica en la cultura occidental, Riffard antepone su propuesta esoterológica con una perspectiva aplicable a toda cultura, con una vocación universalista. Prueba de esto es su posterior volumen Esotérismes d’ailleurs (1997), en que aborda los “esoterismos no occidentales” con su metodología general. A partir de esto, podría uno pensar que el término esoterología es entonces distinto al de estudios de esoterismo occidental, y esto es cierto en cuanto a asuntos metodológicos o de aplicabilidad histórica, pero no lo es tanto si lo vemos en cuanto a estudio y crítica de lo esotérico en sociedad. Después de todo, en diferente grado, en ambas perspectivas hay atención a lo empírico e histórico, lo que, como Hannegraaff ha precisado, supone del estudioso un acercamiento neutral, informado, abierto, con una dialéctica equilibrada entre lo émico y lo ético, entre lo interno y lo exterior, entre lo subjetivo y lo objetivo. El autor holandés habla incluso de una suerte de escepticismo metodológico en el investigador. Otro autor, Versluis, sin despreciar el análisis crítico, propone un empirismo empático, que no descuide los elementos hermenéuticos. En 2005, Kocku von Stuckard hizo una propuesta más desconstructivista, aplicando el concepto de campo discursivo y hablando más de lo esotérico que del esoterismo, para no sustancializar el fenómeno y verlo en interacción con otros ámbitos sociales.

Creo que ambas expresiones, esoterología y estudios de esoterismo occidental, pueden usarse en un nivel general como equivalentes, aunque a niveles más específicos haya diferencias. En términos prácticos, y no por diferencias de contenido, creo que esoterología es más útil porque es más corto, más directo, y desde el principio señala su rango académico, sin todos los supuestos implícitos de la expresión esoterismo occidental. Ambos términos implican un campo de estudios interdisciplinarios y multidisciplinarios, sin un enfoque teórico único, aunque predomine lo empírico e histórico, evitando eso sí el peligro reduccionista, con una visión amplia de las diversas corrientes y subcorrientes del esoterismo en Europa y América a partir del Renacimiento, aisladas o en interacción entre ellas o con otros ámbitos culturales: la literatura, la música, la política, etc.; todo esto tratado con empatía hermenéutica de parte del estudioso, sobre una base de escepticismo metodológico.

Si el paradigma de Eranos hacía un énfasis en lo hermenéutico, y el paradigma de Yates mostraba más bien un perfil historicista, entonces, desde una visión comparada, podría verse el paradigma de Faivre como una suerte de síntesis entre ellos dos, una especie de andrógino teórico que combina los mejores rasgos de uno y otro.

Otro punto que convendría revisar se refiere a la progresiva institucionalización académica de la esoterología, pese a sus disputas teóricas o históricas. Ya en 1965 se estableció en La Sorbona la cátedra de Historia del Esoterismo Occidental, y quien la inauguró fue François Secret, un especialista en cábala cristiana. Después surgieron dos cátedras más, una en la Universidad de Ámsterdam y otra en la Universidad de Exeter, Gran Bretaña, con posgrados. Las asociaciones de investigadores, las publicaciones, las revistas, los congresos, se han multiplicado en las últimas dos décadas. En cuanto a las asociaciones de estudiosos, en 2002 se creó la Association for the Study of Esotericism (ASE), y tres años después la European Society for the Study of Western Esotericism (ESSWE). Más recientemente, en 2011, se creó el Centro de Estudios sobre el Esoterismo Occidental de la Unión de Naciones Suramericanas (CEEO-UNASUR), centrado en la Universidad de Buenos Aires, con investigadores de diversos países latinoamericanos, en lenguas castellana y portuguesa (discriminadas en sus publicaciones académicas por los colegas europeos y norteamericanos). Como puede verse por los nombres de las asociaciones, es llamativo que la categoría que terminó imponiéndose académicamente es estudios de esoterismo occidental y no esoterología, que funciona más en el área francófona.

Corrientes esotéricas en el mundo panhispánico

Limitándonos al esoterismo del siglo XIX, conformado en América Latina sobre todo por la masonería, el espiritismo, y ya a fines de la centuria, por la teosofía, es de notar su presencia casi inmediata en estos países de impronta católica respecto de los centros metropolitanos (Nueva York, París, Londres, Barcelona, Madrid). La masonería dirigió sus intereses sobre todo hacia las áreas política y social, al establecer vínculos con el liberalismo, tanto durante la independencia como durante la conformación republicana de los nuevos países, por lo que mucho de su carácter filosófico e iniciático tendió a debilitarse en el contexto americano en sus afanes políticos. Su impronta ilustrada, propia del siglo en que se consolidó institucionalmente, fue seguida en la siguiente centuria por su alianza de facto con el positivismo.

Por otra parte, hay una franja masónica vinculada con lo esotérico, pero tampoco puede considerarse a la totalidad de la institución como tal per se. De hecho, buena parte de los masones actuales buscan deslindar su institución del campo esotérico y darle un perfil más filosófico y secular. Hay aquí, claro, una asimilación del prejuicio antiesotérico de sectores de la sociedad moderna (esoterismo como irracionalismo, superstición, “misticismo”, magia, etc.) y un lamentable desconocimiento del sentido profundo de lo esotérico en su propia tradición.1 En todo caso, dado que la masonería es la corriente que ha recibido más atención de parte de los historiadores,2 en este libro se la deja de lado para tratar mejor a las otras dos, más descuidadas por la crítica pero también más influyentes en términos literarios.

A mediados del siglo XIX el espiritismo comenzó a causar furor en mucha gente, de diversas clases sociales, con el atractivo de presentarse como una suerte de unión entre ciencia y religión, al tiempo que reestablecía la idea del trato con los difuntos en un contexto secular. Como buena parte del ocultismo decimonono, el espiritismo no renunciaba a la intención de estudiar y transformar el mundo, a la manera de la ciencia, pero lo hacía sin abandonar los fundamentos sagrados del cosmos, que se aceptaban, aunque expresados en nuevas formas, acorde con los tiempos modernos. Sobre todo fue la doctrina espírita del francés Allan Kardec (1804-1869), publicada en las décadas de los cincuenta y los sesenta, la que atrajo la atención de un público cada vez más secularizado aunque siempre con inquietudes religiosas, y en este sentido tampoco puede considerarse al espiritismo como algo monolítico, sino que estuvo sujeto a diversas interpretaciones desde su surgimiento a fines de la década de los cuarenta en Estados Unidos, en un ámbito inicial protestante y empírico. El espiritismo moderno, surgido en área anglófona, muy pronto cruzó la mar y aprendió otra lengua, el francés, que se hallaba en la cúspide de su prestigio y difusión, y desde este idioma se reorganizó doctrinalmente (por ejemplo, con Kardec se anexó la teoría de la reencarnación) y se extendió a otras zonas lingüísticas, vía traducciones sobre todo, por lectura directa de parte de burgueses y letrados, como pasó en la zona hispanohablante.

A diferencia del carácter tímido de la religión cristiana de entonces en asuntos científicos, los espiritistas no temieron ir al debate con liberales y positivistas sobre sus propias creencias y métodos, como en México, en el Liceo Hidalgo, en 1875, aparte de las polémicas que se dieron en periódicos, revistas y otros medios. El espiritismo vino a renovar la perspectiva espiritual, pues mantenía la idea de la trascendencia humana sin una estructura dogmática e institucional mayor que quisiera regir la vida privada, esto es, generó una cuota más amplia de individualismo religioso. Y, a nivel de género, se constituyó en un espacio propicio para las mujeres, en un siglo bastante misógino. Ya fuera por su participación directa como médiums, o como clientas de una sesión espiritista, o como lectoras de su particular literatura, muchas mujeres dieron su apoyo al nuevo movimiento religioso. El caso más notable en el mundo hispánico fue el de Amalia Domingo Soler (1835-1909), que se volvió una figura de peso en los círculos espiritistas internacionales, y que escribió una amplia obra al respecto, sobre todo de tipo doctrinal, aunque también literaria. Muy pronto se establecieron vínculos informales entre el espiritismo y el feminismo, y en general con otros movimientos reformistas en educación, en sexualidad, en control natal, en defensa de los animales, entre otros temas. Esto ha sido algo muy bien estudiado para Estados Unidos e Inglaterra (cf. Kerr, 1972; Dixon, 2001), pero también se dieron alianzas parecidas en América Latina (para la región centroamericana, sobre todo en Guatemala y El Salvador, cf. Casaús, 2002), aunque menos fructíferas. En México, en el cambio de siglo, está el caso de Laureana Wright, espiritista, masona y feminista, y en Costa Rica hay varios casos de notables teósofas feministas, como Esther de Mezerville y Ana Rosa Chacón, ya entrado el siglo XX.

Después de dos décadas de gran actividad y crecimiento espiritistas en Panhispania (años 70 y 80 del siglo XIX), apareció en el mapa esotérico de la época la teosofía moderna. Emanacionista y jerárquica, como todas las teosofías anteriores (neoplatónica, cabalista o pietista –la de Jakob Böhme–), aunque ahora con los elementos cientificistas de la modernidad, enseñada en esa ocasión desde la Sociedad Teosófica, organización fundada en Nueva York en 1875 por varias personas, siendo la más destacada Helena P. Blavatsky. La publicación de su libro Isis Unveiled dos años después catapultó su fama como expositora de una nueva síntesis religiosa, que iba más allá de lo presentado hasta entonces por el espiritismo, pues apuntaba a una concepción mucho más intelectual y elaborada, que dejaba en un plano más periférico todo lo relacionado con el espectáculo espiritista de mesas flotantes, ectoplasmas y aportes; había así una tendencia más intelectual que se robusteció con la publicación una década después de The Secret Doctrine (1888), en que las primicias doctrinales dadas por la obra de Nueva York fructificaron en esta propuesta más madura y metafísicamente más poderosa de Londres, que incluía muchos elementos provenientes del budismo y del hinduismo, eso sí, resemantizados, lo que, dado el orientalismo imperante, contribuyó a su mayor atractivo entre el público lector. Al tiempo que se favorecían el estudio metafísico y la ética compasiva, se desalentaban las sesiones espiritistas y el desarrollo de poderes psíquicos.

Blavatsky, más que romper con los procedimientos espiritistas que tan sospechosos resultaban para los escépticos (y también para creyentes desconfiados), lo que hizo fue modificarlos, refinarlos (por ejemplo, con todo su discurso y praxis sobre los mahatmas o maestros espirituales y su correspondencia paranormal), y agregarles una ambiciosa (aunque, hay que reconocerlo, a veces desordenada) erudición, que fomentó el interés por su obra entre un público más intelectual y artístico, aparte del diletante usual en esos medios esotéricos. Habló por primera vez de manera amplia en Occidente –sin las restricciones de logias y grupúsculos– de karma y reencarnación, de chakras y cuerpos sutiles, de yoga, meditación y vegetarianismo, de civilizaciones antiguas desaparecidas, como Lemuria y la Atlántida, de iniciaciones y poderes ocultos, mucho de lo cual sería retomado un siglo después por la religiosidad New Age de la segunda mitad del siglo XX, con un nuevo ímpetu más simplificado, hasta hacerlo formar parte de una cultura popular globalizada.

Esto no significa, como algunos equivocadamente afirman, que la propuesta teosófica de Blavatsky sea igual que la de New Age, pues, para empezar, cien años de secularidad y dos guerras mundiales las separan, y esto no es un detalle menor en el panorama religioso occidental. En todo caso, el Zeitgeist teosófico tiene más que ver con el romanticismo de inicios del XIX (al que de alguna manera continúa) que con el hippismo de la segunda mitad del XX. Esos dos libros mencionados (Isis sin velo y La Doctrina Secreta) y otros más, como La clave de la teosofía y La voz del silencio, muy pronto estuvieron traducidos al español, desde finales del XIX e inicios del siglo XX, por teósofos ibéricos, así como muchos de los libros de la segunda generación teosófica,3 la de Annie Besant y C. W. Leadbeater, con lo que se facilitó su expansión en España y América Latina.

Si bien Blavatsky estuvo traducida al español muy pronto, los libros que dominaron en el área no fueron tanto los suyos como los de la segunda generación, o neoteosofía, en los que se dio una cristianización del discurso teosófico de la rusa (que dejó de lado las propuestas no teístas originales para alojar una divinidad antropomórfica y personal). Además, con esta nueva ola posblavatsky de Besant y Leadbeater se impuso en el área teosófica el proyecto Krishnamurti, de tipo mesiánico, por el cual dicho personaje fue propuesto como futuro vehículo para la encarnación de un nuevo avatar divino, equivalente al retorno del Cristo en Occidente o al del Buda Maitreya en Oriente. Dicho proyecto dominó la mayor parte del mundo teosófico en las tres primeras décadas del siglo XX, incluso con una organización paralela, la Order of the Star in the East, que funcionó por varias décadas en la zona hispanohablante como la Orden de la Estrella de Oriente.

En mi libro México heterodoxo di cuenta de este proceso de influjo de las ideas y prácticas espiritistas y teosóficas en los medios artísticos y literarios de España y América Latina en el siglo XIX y en las primeras décadas del XX, sobre todo, para el caso de las letras, por medio del modernismo, que vino a modificar en buena medida el paradigma positivista y/o católico imperante en la sociedad. Remito al lector interesado en abundar en el asunto a los dos primeros capítulos de ese libro, para no repetir aquí dicho material.

Lo que en aquél quedó como argumento y citación, en este nuevo libro quiero que quede como antología, como lectura directa y contextualizada, como abanico de textos de poco más de una veintena de autores “literarios” representativos del área panhispánica (en especial de cuatro países: España, México, Costa Rica y Argentina), que permita al lector del siglo xxi acceder directamente a una muestra de escritos de época, de 1890 a 1930 aproximadamente, los cuales testimonian sus intereses teosóficos y espiritistas, a veces con un enfoque periodístico informativo, pero en otras ocasiones con uno de tipo espiritual e intelectual que afectaba la propia obra literaria, como ocurrió en los casos de Rubén Darío, de Leopoldo Lugones o de Amado Nervo, para citar tan solo a tres de los más famosos. Con respecto al periodo señalado, hay algunas excepciones temporales, como los textos del escritor mexicano Pedro Castera, que son del primer quinquenio de los setenta, incluidos dada la importancia del autor como representante espiritista, y para después de 1930 se consideran algunas rememoraciones autobiográficas (Sidney Field, Joaquín Valadés, Arturo Capdevila), que iluminan sobre las condiciones del periodo considerado.

Ahora bien, aunque es posible establecer ciertas líneas generales en la difusión del espiritismo y de la teosofía en el área panhispánica (por ejemplo, precedencia cronológica del espiritismo sobre la teosofía; vínculo con reformas políticas, estéticas y culturales; diferente perfil de clase y educación de cada corriente –más alto para la teosofía, más popular para el espiritismo–), también es cierto que es necesario seguir el proceso específico de introducción y enraizamiento en cada país. Esto es algo a lo que poco a poco algunos historiadores de países hispanoamericanos se han abocado en los últimos años, aunque todavía falte mucho por trabajar, no solo en los países cuya historia esotérica sigue sin hacerse, sino también porque, en los que ya se ha iniciado, queda mucho trabajo pendiente, como identificación y mapeo ideológico, la consulta de archivos (cuando se puede), la revisión de periódicos y revistas espiritistas y teosóficas, su muy deseable digitalización, etc., acompañado todo esto por un esclarecimiento teórico y metodológico del nuevo campo de investigación. En la siguiente sección se intentará presentar los arranques históricos del espiritismo y de la teosofía en los cuatro países seleccionados (uno de la península ibérica y los otros tres del norte, centro y sur de América Latina respectivamente).

Es importante tener en cuenta que el impacto de estos movimientos esotéricos llegó a casi todos los países latinoamericanos, a los grandes, como México, Brasil o Argentina, a los pequeños, como Costa Rica, El Salvador o Uruguay. Sobre una base urbana como campo privilegiado de la acción esotérica, lo que importó no fue tanto el tamaño de la ciudad sino las conexiones que tuviera con los centros metropolitanos de Europa y Estados Unidos que facilitaran la difusión doctrinal en los nuevos lares, y en este sentido hubo actividad espiritista y teosófica en una ciudad grande, México durante el porfirismo, lo mismo que en una pequeña, San José de Costa Rica en las tres primeras décadas del siglo XX. Sometidas previamente a las reformas liberales en las últimos decenios del XIX, en ambas ciudades por entonces contaban con un paradigma europeízante y con una inmigración renovada desde el Viejo Continente, que a veces traía esas nuevas ideas y prácticas espirituales.

También contribuyeron a la difusión esotérica las visitas y estancias de miembros de las burguesías latinoamericanas en Europa y Estados Unidos, donde tenían oportunidad de conocer de primera mano dichos medios ocultistas, que luego replicaban en sus países. Por supuesto, los obstáculos a la divulgación esotérica podían ser mayores en una ciudad pequeña que en una grande, provenientes sobre todo del ámbito católico, con sus ramificaciones en otros sectores, como la prensa, que veía afectados sus privilegios en su particular coto, el religioso, por herejías neopaganas, según su entender. También por el lado positivista y científico hubo debate y rechazo de lo esotérico, aduciendo superstición y charlatanismo.

Un ramillete textual como el reunido en este libro permite reconocer que los intereses ocultistas de artistas y escritores de entre los siglos XIX y XX en América Latina y España no fueron un hecho cultural anecdótico y secundario, exotismos intelectuales pasajeros, sino que en varios casos formaron parte de una inquietud existencial permanente, expresada literariamente. Desde una perspectiva esoterológica, se trata de la expresión poética y cultural de nuevas inquietudes religiosas más allá del cristianismo y del escepticismo racionalista, escritas casi siempre desde una distancia reflexiva, y que abarcan diversos campos: lo literario, lo estético, lo filosófico, lo religioso, lo político, lo sexual.

El modernismo literario se manifestó también como modernismo religioso (que, sin desechar el cristianismo, incluía nuevas modalidades de creencia, o bien, ausencia de creencias numinosas). Esto se tradujo en secularidad y en diversidad religiosa, algo muy afín a la política democrática que comenzaba a ser discutida en el continente, sobre todo con el arielismo y, después, ya con las corrientes de orientación más socialista, sobre una tradición liberal previa. Piénsese en los casos de Alberto Masferrer en El Salvador, Joaquín García Monge y Roberto Brenes Mesén en Costa Rica, o Francisco I. Madero, en México, quienes desde plataformas filoteosóficas, o claramente espiritistas, como en el caso de Madero (y de Sandino, en Nicaragua), intentaron introducir cambios políticos, educativos y culturales en sus países. Ahora bien, igual que en las metrópolis, en las antiguas colonias el esoterismo no solo alimentó a la cultura de fin de siglo (esteticismo, decadencia), sino también a las nacientes vanguardias en la nueva centuria, con un cierto distanciamiento irónico, como lo muestra de manera elocuente en la literatura el caso de José Juan Tablada en México, o en las artes plásticas el ejemplo de Xul Solar en Argentina.

Misterios modernos: cuatro puntos de partida históricos

Como ya se mencionó anteriormente, la aparición del espiritismo, primero, y de la teosofía, después, en los medios españoles y latinoamericanos, se dio sobre un trasfondo esotérico con antecedentes masónicos que venían operando previamente a lo largo del siglo XIX, sobre idearios políticos republicanos y liberales. Esto por el lado de lo que podría verse como un esoterismo culto, pues también había prácticas de adivinación y curanderismo locales, asociadas a medios más populares. Una diferencia entre los esoteristas cultos y las prácticas populares afines fue que los primeros acudían a la lectura erudita de textos esotéricos de procedencia europea y norteamericana, que se buscaba poner a disposición de nuevos lectores por medio de traducciones y ediciones, y que la alfabetización propuesta por la premisa democrática favorecía. Esto es, había una mayor “participación de la cultura letrada y un mayor nivel económico, tanto de sus agentes culturales como de sus clientes” (Bubello, 2010, 85). Ello al mismo tiempo facilitó “su activa participación en la vida política e intelectual de la época”, pues “desde el punto de vista ideológico y político, espiritistas y teósofos compartían visiones liberales, anticlericales y cientificistas, y concebían, en líneas generales, un esquema evolucionista del desarrollo de las sociedades sobre la base positivista –muy en boga entre las elites de fin del siglo XIX– de la idea de progreso indefinido” (2010, 87). Veamos un poco más en detalle este proceso de surgimiento del espiritismo y de la teosofía para los cuatro principales países seleccionados (España, México, Costa Rica y Argentina), antes de presentar los textos literarios.

El desarrollo espiritista

Los libros de Allan Kardec de la década de los cincuenta y sesenta fueron rápidamente traducidos y comenzaron a circular con éxito en la zona hispanohablante, lo que generó los primeros intentos de organización y difusión espiritista, algo que para fines de los años sesenta se manifestó en grupos de estudio y práctica, a veces con revistas y ediciones propias. En España hay antecedentes prekardecianos desde 1854, con la publicación en Cádiz de Las mesas danzantes y modos de usarlas. Ese mismo año se hizo pública una Carta Pastoral en Toledo por el arzobispo Juan José Bonel y Orbe, en la que se exhortaba a los diocesanos para que se abstuvieran “de las diversiones y experiencia de las mesas llamadas giratorias y parlantes” (cf. García Rodríguez, 2006). En octubre de 1861 se realizó un auto de fe en Barcelona, en el que se quemaron 300 libros y folletos espiritistas incautados por las autoridades aduaneras. La primera revista espírita se fundó en 1868 en Madrid por Alverico Perón, El Criterio Espiritista, que fue el órgano de difusión de la Sociedad Espiritista Española (fundada en el mismo 1868) y más adelante también del Centro General del Espiritismo en España (de 1873); siguieron en 1869 tres publicaciones: El Espiritismo, establecida por Francisco Martí en Sevilla; La Revista Espiritista. Periódico de Estudios Psicológicos, fundada por José María Fernández en Barcelona; y El Alma, en Madrid. Para mediados de la década de los setenta se contaba con 200 centros espiritistas en el país, y en la década siguiente, en 1888, en Barcelona, donde se había dado el famoso auto de fe contrakardeciano, se realizó el Primer Congreso Internacional Espiritista, en una suerte de pequeña compensación histórica. Nuevas publicaciones fueron añadiéndose a las señaladas en diversas ciudades de la nación española, en una expansión que llegará al siguiente siglo.

En México se dio un proceso similar de primeros indicios de espiritismo en los años sesenta (o quizá un poco antes), de una creciente organización sobre todo en Guadalajara y en la Ciudad de México durante la siguiente década, con la aparición de la revista La Ilustración Espírita (1872-1893), capitaneada por Refugio I. González, para la exposición y defensa de los principios espiritistas, “un reto formal a la superstición católica y al escepticismo científico”, según su lema, y publicada primero en Guadalajara y luego en la Ciudad de México. Es la década del famoso debate público (1875) en el Liceo Hidalgo sobre verdad y falsedad del espiritismo, en polémica contra los positivistas. Se dio el surgimiento de diversos centros de estudio y práctica, de compradores de literatura espiritista, nacional y extranjera, con lugares de venta establecidos. Con el cambio de siglo y la aparición de la teosofía en la geografía nacional en la última década del XIX, el espiritismo encontró competencia en su propio campo esotérico. Aparecieron nuevas publicaciones como El Siglo Espírita y Helios, revistas a las que concurrieron Rogelio Fernández Güell y Francisco I. Madero. En 1906 se realizó el Primer Congreso Nacional Espiritista y en 1908 el segundo. Sin duda era un paisaje de creciente presencia del espiritismo en la sociedad mexicana.

En Argentina la gran figura del espiritismo en su primer medio siglo fue Cosme Mariño (1847-1927), llamado el “Kardec argentino”, tal su atractivo; incluso escribió su propio recuento El Espiritismo en la Argentina (redactado en 1924 y publicado en 1932), en el que ubica el arribo del espiritismo a Argentina por medio del español Justo de Espada, entre 1869 y 1870, organizador de los primeros grupos de “investigación psíquica”. En 1877 se fundó la primera sociedad espiritista, Constancia. Cosme Mariño ingresó en ella en 1879 y en 1881 se convirtió en el director de la revista del mismo nombre, pionera de las diversas publicaciones espiritistas que surgieron después. Para 1888 se formó una Federación Espiritista Argentina, bajo la presión de Antonio Ugarte, y en 1900, con la unión de los quince grupos existentes, se logró conformar la Confederación Espiritista Argentina. El espiritismo argentino no se quedó en una mímesis kardeciana sino que muy pronto generó sus propias variantes locales, con repercusión más allá de sus fronteras y con proyección internacional, como sucedió con la Escuela Magnético Espiritual de la Comuna Universal (EMECU), fundada en 1911, bajo la tutela de Joaquín Trincado (1866-1935), español argentinizado, que publicó la revista La Balanza; así como la Escuela Científica Basilio, bajo la dirección de la médium Blanca Lambert y el escribano Eugenio Basilio Portal.

En el caso de Trincado, su mensaje llegó al rebelde nicaragüense Augusto César Sandino (1895-1934), quien, desde una posición masónica adoptada durante su exilio en Yucatán, México, retomó la versión espiritista argentina que hasta Yucatán había llegado. Trincado incluso publicó cartas y proclamas de Sandino en su quincenario. Es interesante que la fusión masónica-espiritista de Sandino se dé en Yucatán, una región en la que poco tiempo atrás se había dado la experiencia sociopolítica de Felipe Carrillo Puerto (1874-1924), con perfil revolucionario e intereses esotéricos, quien llegó a ser gobernador del estado por poco tiempo, menos de dos años, cuando fue derrocado y luego fusilado. En su discurso figuró una reivindicación indígena, en su caso maya, con un fuerte ingrediente teosófico (cf. Urías Horcasitas, 2008). Pareciera que parte del legado esotérico-político de Carrillo Puerto hubiese reencarnado, no sin cambios, en Sandino, sobre una base común de masonería, teosofía y espiritismo, con perspectiva americanista y socialista.

En Costa Rica, por lo menos desde mediados de la década de los setenta se tienen referencias de la presencia espiritista en el país, pues en 1874, en un debate entre el padre Francisco Calvo, fundador de la francmasonería en el país, y el vicario católico Domingo Rivas, este último recuerda la condena existente sobre la masonería y advierte además contra la proliferación de centros espiritistas, así como sobre la circulación de los libros de Allan Kardec (cf. Martínez Esquivel, 2013). Asocia así masonería y espiritismo. Tal nivel de presencia supone que desde la década anterior se venía trabajando en su divulgación. Sin embargo, no fue sino hasta la última década del siglo XIX cuando se fundó el primer grupo espiritista formal en San José, la Sociedad Benefactora de Estudios Psicológicos (1896), nucleada alrededor de un periódico, El Grano de Arena (1896-1899), que se quería tanto racionalista como espiritista, combinación nada rara en aquella época (cf. Urbina, 2011; Molina, 2012). Ya antes, en 1892, se había fundado la Sociedad de Estudios Psíquicos, conformada por 23 miembros, cuatro de ellos masones, dedicada al estudio de ese tipo de fenómenos que tanto llamaban la atención del público, en el país y en el resto del mundo occidental. Durante esa década no faltaron las polémicas en la prensa, sobre todo en la católica, contra masones y espiritistas, en una dirección contraria a ellos y a las reformas liberales que se habían comenzado a implementar desde la década anterior, y con las cuales los católicos vinculaban a esas corrientes heréticas.

El Grano de Arena fue una publicación importante que sirvió para darles forma por escrito a las hasta entonces dispersas iniciativas espiritistas en el país. De breve vida, tuvo tres editores sucesivos: Domingo Núñez, barbero de Alajuela (la otra provincia liberal, junto con San José, donde se movían masones y espiritistas, entre un público de empresarios, comerciantes y profesionales, por oposición a las provincias conservadoras de Cartago y Heredia), así como dos artistas imagineros, Agustín Ramos, pintor, y Pedro Pérez Molina, escultor, laureado en Guatemala en la Exposición Centroamericana en 1897, con su propio taller de escultura de imágenes para templos, que tuvo que cerrar por falta de encargos, pese a su alta calidad, por el boicot católico. ¡Cómo iba un espiritista declarado a tallar las imágenes santas! Había sido fundador del centro Esperanza y del mencionado periódico.

Es interesante la semblanza que hizo de él la revista espiritista barcelonesa dirigida por Amalia Domingo Soler, Luz y Unión (julio de 1909), cuando dice de Pérez Molina que “es nuestro corresponsal en San José de Costa Rica, uno de los más fervientes espiritistas de aquella hermosa República” (1909, 193), y amplía:

Como fue el que primero empuñó el estandarte del Espiritismo en aquella República, tuvo que combatir de un lado el fanatismo religioso y del otro el fanatismo materialista, lo que originó el verse perseguido por el gobierno clerical y despótico del dictador D. Rafael Iglesias [sic], quien trató de ahogar el naciente movimiento espiritista encarcelando al médium de que se servía nuestro corresponsal y amenazando personalmente a éste si no desistía de sus ideas espíritas, a lo que éste le contestó con estas sublimes palabras dignas de ser escritas con letras de oro en los anales del Espiritismo: Estoy dispuesto al sacrificio antes que apartarme de mis ideas (1909, 194).

Una década después, en 1906, se conformó el círculo espiritista Franklin, en honor al científico e inventor norteamericano, que tuvo como figura central a la joven médium Ofelia Corrales, quien alcanzó renombre internacional poco tiempo después, entre 1909 y 1911, con fotos suyas y artículos sobre los fenómenos por ella generados, en publicaciones de México, España, Estados Unidos y Francia. De alguna manera es la época de oro del espiritismo costarricense. Incluso después del dictamen “científico” parcialmente negativo sobre las hazañas mediumnísticas de Corrales, ella se mantuvo fuerte en el mundillo esotérico local, y se convirtió en la médium personal del presidente Federico Tinoco, llegado al poder por un golpe de estado en 1917, y obligado a abandonarlo dos años después debido al descontento popular y a la presión norteamericana. Cuando el dictador se exilió en París con su familia y algunos allegados en 1919, Ofelia se fue con él.

Al trabajo práctico de Ofelia Corrales en el campo espiritista, hay que añadir en esos años el trabajo intelectual, literario y editorial de Rogelio Fernández Güell, a quien ya se ha mencionado antes por su vínculo con el presidente Madero, durante sus años en México. Fernández Güell había salido por presiones políticas en Costa Rica a España en 1904, y tras unos pocos años ahí, donde se casó, se trasladó a México, donde fortaleció su contacto con masones y espiritistas, como Ignacio Mariscal y Francisco I. Madero. Por influencia del primero, fue nombrado cónsul de México en Baltimore (E.U.A.), donde aprovechó para escribir su magna obra Psiquis sin velo. Tratado de filosofía esotérica (1911), dedicada a Madero. Con la caída de este último, volvió a Costa Rica, donde retomó su participación en los medios espiritistas locales, así como en la política, en el gobierno de Alfredo González Flores por un tiempo. Fue asesinado durante la dictadura tinoquista en 1918. Pues bien, Fernández Güell podría ser visto no solo como esoterista, como practicante y devoto espírita, sino además como incipiente esoterólogo, como estudioso de la historia de su propia corriente ideológica. Su espiritismo le venía de familia, pues su padre Federico Fernández había participado en la última década del XIX en la ya mencionada Sociedad Benefactora de Estudios Psíquicos. Otros miembros de su familia aparecen vinculados con el mundo espiritista. Durante su exilio en España, continuó con sus gustos de ultratumba, como se aprecia en su novela Lux et Umbra (1911), de tema espiritista y ambientada en Europa. Sus vínculos en México con Madero reforzaron más sus inclinaciones filosóficas. Fue alguien que entretejió los nexos espiritistas entre Costa Rica, México y España. Parte del éxito internacional de la médium Ofelia Corrales se debió a la presentación que de ella hizo Fernández Güell desde su revista espiritista en México, con sus conexiones españolas, como garante de sus habilidades metapsíquicas.

La llegada de la teosofía

Fue en la última década del XIX cuando la teosofía se tornó visible en el mundo hispanohablante (ya llevaba un decenio dando de qué hablar en el mundo anglófono), logrando diferenciarse mejor del espiritismo, y cuando se comenzó a hablar de ella en los periódicos y revistas. En 1891 murió su principal promulgadora, Helena Blavatsky, y esto ayudó a relanzar su trabajo, ahora sin su incómoda presencia carismática. Apenas tres años antes, en 1888, había publicado su principal obra, La Doctrina Secreta, con la que revolucionó el panorama esotérico, con un discurso que aunaba el ya conocido esoterismo occidental (neoplatonismo, cábala, hermetismo, gnosticismo) con elementos provenientes del budismo (Mahayana y Vajrayana) y del hinduismo (Samkhya y Vedanta). Lograba así Blavatsky superarse a sí misma en términos de novedad y de logros doctrinales, pues una década antes, en 1877, había publicado con mucho éxito su primer título, Isis sin velo (según su traducción al español, que podría haber sido, más cercano al original, “Isis develada”), en donde falta buena parte de su posterior elaboración “indotibetana”, limitándose en su obra neoyorkina a la órbita occidental de paganismo, hermetismo, magia y, claro, el ingrediente moderno, el espiritismo. Son los desarrollos hechos en la obra tardía de Blavatsky (escrita en Europa, sobre todo en Londres) los que le dieron un perfil distinto a su propuesta esotérica, ya alejada del espiritismo y con un fuerte matiz orientalista. Y es justamente en esa última década del XIX cuando los temas y conceptos reensamblados por ella en una nueva síntesis moderna comenzaron a ser más conocidos en Occidente: reencarnación, karma, cuerpos sutiles, elaborada cosmogonía, civilizaciones antiguas, poderes psíquicos, proyección astral, meditación, entre otros asuntos.

En la revista Lucifer, fundada por Blavatsky y por ella conducida, en el número de julio de 1890, hay un artículo titulado “Theosophy in Spain”, que es revelador del estado de novedad que esa doctrina representaba en la península ibérica:

It is true that no one have ever head of Theosophy in Spain until a year or so ago; and indeed one does not mention it, except to those who one supposes have already heard of this great movement […]. To speak of Theosophy in Madrid, seems to every Madrilene, admitting that he knows what it means, something inconceivable, impossible. Theosophy is so strange, so new, and, in addition, comes to us from foreigners; and for most people the strange even if not actually unknown, is suspected; especially in religious matters, and among the so-called “bien pensants” (403). […] Theosophy is in the air, in Spain and elsewhere, possibly even more so in Spain, though in a nascent and as yet indefinite form (p. 404). [Es verdad que nadie había oído hablar de teosofía en España hasta hace alrededor de un año; y por supuesto no se la mencionaba excepto a aquellos que uno suponía que ya habían oído hablar de este gran movimiento […]. Hablar de teosofía en Madrid parece a cada madrileño, suponiendo que conoce lo que significa, algo inconcebible, imposible. La teosofía es tan extraña, tan nueva, y, además, nos llega procedente de extranjeros, y para la mayoría de la gente lo extraño (incluso si no totalmente desconocido) es sospechoso, especialmente en asuntos religiosos, entre los así llamados “bien pensants” [bien pensantes] […]. La teosofía está en el aire, en España y en todos lados, posiblemente aún más en España, aunque en una forma incipiente y todavía indefinida].

El artículo se atribuye al corresponsal de la revista en España, pero no se da su nombre, aunque es muy probable que se trate de Francisco Montoliu (1861-1892), una de las figuras básicas, junto con José Xifré (1856-1920), para el desarrollo de la teosofía en España. Ambos personajes estuvieron en contacto con la propia Blavatsky, Montoliu por carta, Xifré en vivo, durante sus visitas a Inglaterra. El primero, encantado por lo leído en una revista teosófica francesa, le escribió a Blavatsky declarándole su admiración y su buena disposición para trabajar por la nueva causa, para espanto de su aristócrata y católica familia, que terminó desheredándolo. Por su parte, en sus estancias en Londres, Xifré había conocido los círculos teosóficos, leído La Doctrina Secreta, que acababa de salir (1888), y había conversado con Blavatsky, con lo que se convirtió en el primer contacto directo español con ella. Comenzó así el interés hispano por la teosofía en los dos últimos años de la década de los ochenta (de ahí la mención en el artículo de 1890 de Lucifer de que hacía apenas un año antes nadie en España había oído hablar de teosofía). Xifré y Montoliu, que no se conocían, entraron en contacto en 1889, por intervención de Blavatsky, e iniciaron la empresa teosófica a nivel de organización, difusión, traducción y publicación. En el caso de Xifré, que poseía una gran fortuna heredada, se tornó el gran mecenas de dicha empresa, por la que la teosofía echó raíces en el país, pero también allende el mar, en América Latina, por medio de traducciones, libros, conferencias, y en especial por la revista Sophia (1893-1914). Montoliu murió muy joven, a los 31 años, no sin antes dejar traducida Isis sin velo, entre otras cosas. Xifré mantuvo viva la antorcha teosófica, con tiempo, dinero y vida, con un vínculo fuerte con la propia Blavatsky. Ambos, Montoliu y Xifré, formaron parte de la Escuela Esotérica de Teosofía –círculo íntimo dentro de la Sociedad Teosófica– e introdujeron ambos círculos (interno y externo) a España. En 1892 Xifré sacó una traducción de La clave de la teosofía, de Blavatsky, y en 1895 el primer tomo de La doctrina secreta, siendo la primera edición de dicha obra en lengua no inglesa, y en 1898 el segundo tomo.4

El trabajo de Montoliu en Barcelona fue seguido, a su muerte, por José Roviralta y Borell, otro renombrado traductor de obras literarias y teosóficas; José Melián, canario que dirigió la revista Sophia, antes de su emigración a Sudamérica y su muerte en Perú; Federico Climent Terrer, otro traductor fecundo; Ramón Maynadé, editor y fundador de la Biblioteca Orientalista; Manuel Treviño, egiptólogo, gran maestre comasónico, fusilado años después por agentes de Franco. Suele mencionarse a María Mariátegui, duquesa de Pomar, o Lady Caithness, como el tercer vínculo directo de España con Blavatsky (los otros dos fueron Montoliu y Xifré), y en cierta forma lo es, aunque el impacto teosófico de la duquesa fue sobre todo en el ámbito francés, no tanto español. Ya más entrado el siglo XX nuevos teósofos entraron a escena, como Rafael Urbano, traductor inicial de Nietzsche y de Buda al español, así como rescatista y difusor de la Guía espiritual de Miguel de Molinos; está también Mario Roso de Luna (abogado, astrónomo, escritor, polígrafo), que dirigió la revista Hesperia y publicó toda una colección de obras de tipo teosófico y literario, bajo el nombre de “Biblioteca de las Maravillas”, que los estudiosos Labrador y Sánchez consideran “la aportación española más importante al movimiento teosófico mundial” (2002, 489). Su prestigio fue grande y no solo en España, pues viajó a Sudamérica, donde dio una serie de conferencias en Brasil, Argentina y Chile, publicadas luego en dos tomos como Conferencias teosóficas en América del Sur (1911). Fue un escritor productivísimo, cuyos textos solían aparecer en revistas latinoamericanas, y él mismo estaba atento de lo que se publicaba en las revistas teosóficas del otro lado del Atlántico, como lo muestra esta referencia que hace de la escritora costarricense María Fernández de Tinoco (esposa del ya mencionado presidente golpista Federico Tinoco):

Una distinguida dama costarricense, bajo el seudónimo de “Apaikán”, ha publicado en los números 4 al 7 de Virya, revista teosófica de San José de Costa Rica, la leyenda de Zulai relativa a los aborígenes centroamericanos, presentándonos a la raza indígena bajo la tutela de los mayas del Yucatán y relatando simbólicamente la llegada de tribus mogoles e hindúes a las feraces tierras aquellas muchos siglos después de consumado el hundimiento de la Atlántida, porque no hay que olvidar, enseña H. P. B.[Helena Petrovna Blavatsky], que todos los pueblos que juegan en la protohistoria mexicana eran ya arios, o sea, post-atlantes (1973, 96).

La historia de Zulai contada por Apaikán en la revista Virya5 gustó tanto, que en 1909 se publicó en forma de libro, con ilustraciones del connotado pintor y cofrade teósofo Tomás Povedano, con una segunda edición diez años después, y una tercera en 1945, con prólogo del escritor y director de la revista Repertorio Americano don Joaquín García Monge. En el ínterin, Zulai había calado en la onomástica costarricense, pues dio nombre a diversas niñas, incluida una hija de quien llegó a ser presidente del país, el teósofo Julio Acosta, a inicios de los años veinte tras la derrota de Tinoco.

El pujante desarrollo teosófico en España se vio truncado con el arribo de Francisco Franco, quien, católico ferviente, se dedicó a perseguir no solo a comunistas y anarquistas, sino también a masones y teósofos, fusilando a algunos de ellos, como ocurrió con el mencionado Manuel Treviño, dirigente teosófico de entonces y maestre de la masonería mixta de Le Droit Humain, así como a la incautación de sus bienes. Pero antes de ese momento nefasto, sin duda España fue el centro de la actividad teosófica en el área hispanohablante, con una competencia fraternal entre Barcelona y Madrid por el liderazgo. Con el franquismo, la actividad teosófica, sobre todo a nivel editorial, se desplazó a Argentina y a México.

Algunos de esos teósofos españoles emigraron a América Latina por diversas razones y llevaron con ellos sus inquietudes religiosas y filosóficas. Están el italiano Alberto de Sarak y su esposa Antonia Martínez Royo, vinculados polémicamente (sobre todo él) a la primera logia teosófica en Argentina, la rama Luz, de 1893; aunque hay que distinguir la fundación legal, con su acta constitutiva, del movimiento real que la antecede, por lo que ya había teosofía en Argentina desde antes de 1893. La primera revista teosófica ahí fue Philadelphia, iniciada en 1898 y extinta en 1903, con Alejandro Sorondo como editor. Soledad Quereilhac añade que

hacia 1899 se fundan otras dos ramas teosóficas en el país: ‘Ananda’ en Buenos Aires, y ‘Casa Rosario’ en la provincia de Santa Fe. Dos años más tarde, en 1901, la Sociedad Teosófica cobra notable presencia en los medios de prensa cuando el presidente en ese momento de la Sociedad internacional, el Coronel Henry S. Olcott, visita las ciudades de Buenos Aires y La Plata para dar algunas conferencias y revisar el funcionamiento de las ramas locales (2008, 75).

En México estuvieron en esas primeras décadas de consolidación teosófica españolas como Belén de Sárraga (1873-1951), feminista, librepensadora. Hija de masón, ella misma masona de la masonería mixta de Le Droit Humain, cercana al espiritismo y a la teosofía, gusto que respondía no solo a su anticlericalismo militante, sino también porque veía ahí libertad de pensamiento, tolerancia, libertad religiosa, como un complemento de las libertades y derechos sociales y políticos (cf. Ramos, 2006). También está el español José Antonio Garro, que vino al país en parte para apoyar el trabajo de espiritistas como Madero y sobre todo el de la Sociedad Teosófica, que en 1906 había fundado su primera logia, “Aura”, que todavía existe. Cuando matan a Madero, Garro es de los pocos que asisten a su entierro e incluso carga su ataúd, asumiendo el riesgo que tal acción conllevaba en ese momento. Una de sus hijas fue la escritora Elena Garro (1916-1998), cuya infancia mágica puede deber algo a la teosofía de su padre. En su novela Testimonios sobre Mariana hay alguna referencia interesante al respecto.

También en Costa Rica la emigración española tuvo un papel importante en la fundación de la Sociedad Teosófica en el país en 1904. Como se señaló, ya desde la década anterior la teosofía había llegado al país por vía de costarricenses que se iban a estudiar a Europa, donde conocían de esos asuntos esotéricos, y volvían a su patria con tales inquietudes activas. Fue el caso de Jorge Castro Fernández, joven abogado formado en Bélgica. En Europa conoció la teosofía y algunas de sus figuras, como A. P. Sinnett, un temprano colaborador de Blavatsky, quien luego se separó de ella, aunque no de su ideología; así como al gran ocultista francés de la Belle Époque, Gérard Encausse, mejor conocido como Papus. También conoció a la baronesa Adelma von Bay (1840-1925), nacida en la actual Ucrania, aunque muy pronto se moviera a Austria y Prusia, e iniciadora del espiritismo en Eslovenia y Hungría. De esto y otras cosas parecidas conversaba con su amigo Rubén Darío, mientras Castro trabajaba como diplomático en Guatemala. Fue una de las primeras referencias teosóficas del poeta nicaragüense, que sabía de masonería, de espiritismo y de folclor macabro, pero no de teosofía. Castro Fernández murió joven en Panamá, de forma repentina, y esto llevó a su amigo Darío a escribir una semblanza necrológica suya, en la que señala que “era un alma del más bello oriente. Apasionado y soñador, tenía algo de apóstol y de poeta” (1927, 154). Y advierte sobre sus gustos espirituales:

Partidario de esas poderosas doctrinas que hoy sostienen la mayor parte de la juventud europea –el consorcio íntimo de la ciencia y la religión, el estudio de la naturaleza, la perfectibidad progresiva del ser humano–, Jorge tuvo a veces que sufrir los prejuicios duros o burlones de los que, apoyados en su ignorancia o en el escepticismo, combatían sus teorías y principios. La afición de Jorge a los estudios filosóficos y teosóficos fue fomentada en Europa por sus tres ilustres amigos que he nombrado arriba [Sinnett, Papus y Von Vay] (154-155).

Si bien es cierto que Jorge Castro supo de teosofía en Europa, ya sabía de masonería desde Costa Rica, pues era hijo de José María Castro Madriz, uno de los primeros presidentes masones de ese país y su patrocinador, no solo ahí, sino también en el resto de Centroamérica.

También está el caso de la dama escritora mencionada antes por Roso de Luna, María Fernández de Tinoco, hija del reformador educativo Mauro Fernández, casado con inglesa. Ella vivió parte de su juventud en Inglaterra, y pudo haber conocido ahí mismo sobre teosofía, en especial dado el perfil progresista de su familia materna en el área de la educación femenina. Así, no es raro que, de vuelta al país, participara en la primera logia teosófica, “Virya”, fundada en 1904, aunque desde antes ya funcionaba un grupo de estudio informal alrededor de la figura del pintor español Tomás Povedano.

Cuando se leen los nombres de algunos de los primeros miembros de la teosofía costarricense, ciertos apellidos se repiten: Field, Povedano, Fernández [Guardia] [Le Capellain], Brenes [Mesén], Bertheau, Odio… Había un componente extranjero fuerte, sobre todo anglófono (Field) y español, llegados estos últimos directamente desde Iberia (Povedano) o indirectamente desde Cuba (Odio, Bertheau). La teosofía aparece vinculada a sectores de alta burguesía (políticos, financieros, sociales, artísticos), pero también de clase media (comerciantes, profesionales, educadores). Esto llevó a tensiones políticas notables, entre lo más renovador (el gobierno de González Flores) y lo más conservador (el gobierno de Tinoco). Estéticamente formó parte de la renovación modernista.

Fue sobre todo en las dos primeras décadas del siglo XX cuando se fundaron las primeras logias teosóficas en los países del orden panhispánico, con excepción de España y Argentina, que son de 1893, aunque en el primer caso ya funcionaba desde 1889 un grupo encabezado por Xifré y Montoliu, según vimos. De allí salió justamente Juan José Jiménez y Serrano, quien estableció la primera logia en Cuba en 1901. Algunas fechas de fundación institucional de primeras logias son: Chile, tanto en Valparaíso como en Santiago, en 1902; Costa Rica en 1904, acompañada de la publicación de la notable revista ya mencionada Virya. Estudios de Teosofía, Hermetismo, Orientalismo y Psicología (1908-1916 en una primera gran etapa; continuó hasta principios de los años treinta); Uruguay en 1905; México y Puerto Rico en 1906; Venezuela en 1908; El Salvador en 1910; Paraguay en 1912, en este caso con el apoyo de otro teósofo español en el exilio, Viriato Díaz Pérez (1875-1958); Bolivia en 1914, y de forma más bien tardía, Colombia en 1921 y Perú en 1924.

Por el tiempo en que la teosofía se expandía por el mundo hispanohablante ya Blavatsky había muerto, y la versión que se propagó en el nuevo siglo fue la de la segunda generación teosófica, encabezada por Annie Besant y C. W. Leadbeater, de rasgos distintos de la primera. En la medida en que Besant y Leadbeater impulsaron el proyecto mesiánico de Krishnamurti, éste también corrió paralelo al empeño de la Sociedad Teosófica de la época, con su propia organización, la Orden de la Estrella de Oriente (Order of the Star of the East), de aquí que uno de los temas dominantes en esta teosofía naciente en Iberoamérica fuera Krishnamurti. Otras organizaciones impulsadas por Besant fueron la Comasonería (un tipo de masonería mixta denominada Le Droit Humain) y la Iglesia Católica Liberal (capitaneada por J. I. Wedgwood y C. W. Leadbeater), que también tuvieron sus grupos correspondientes en países como Costa Rica (desde donde irradió al resto de Centroamérica, parte del Caribe e incluso a Colombia) y Argentina.

Estructura de la antología

Dados los antecedentes de las dos corrientes esotéricas abordadas en este libro, podemos ahora presentar los lineamientos seguidos para ordenar los materiales recogidos. He dividido el conjunto en cuatro partes relacionadas. En cada una de éstas se presentan textos completos de escritores, y no fragmentos, excepto en casos en los que el escrito era demasiado extenso y repetitivo (como en Arlt o Fernández Güell), cada uno con su respectiva y breve presentación. El objetivo es que el lector tenga oportunidad de apreciar el texto, y quizá disfrutarlo, en su totalidad literaria y no solo en su aspecto pragmático de transmisión temática. Se ha realizado una actualización ortográfica, respetando sin embargo los modismos de estilo de cada quien; por ejemplo en algunos casos el uso de iniciales para referirse a personajes e instituciones, previa aclaración de mi parte la primera vez que aparecen (v.g: HPB para Helena Petrovna Blavatsky, K para Krishnamurti, ST para Sociedad Teosófica). Se ha respetado también el tipo de puntuación, así como mayúsculas que hoy ya no se utilizan. Algunas palabras nuevas muestran variaciones según el autor pues, dado su incipiente ingreso en la lengua española, todavía no se había generado criterio común (v.g.: Buda, Budha, Buddha; Thibet, Tíbet). Términos procedentes de lenguas asiáticas se han dejado con sus grafías originales, con sus variaciones y errores (v.g.:“kamaloka”, “camaloka”). El criterio fue respetar lo más posible el texto original, pese a sus inexactitudes dados los criterios actuales. Las citas de libros y publicaciones en inglés y francés (cuyos títulos aparecen en estas lenguas en la bibliografía) han sido traducidas por mí para facilitar su acceso a los lectores.

Los escritores pertenecen sobre todo a cuatro países del orbe panhispánico sobre los que pongo énfasis, por su representatividad geográfica y mi conocimiento personal: España (la lengua raíz), en Europa, y, de América: México (el norte), Costa Rica (el centro) y Argentina (el sur), países en los que el fenómeno esotérico fue notable. Como complemento, se ha reforzado la antología con autores de cinco naciones (Guatemala, Nicaragua, El Salvador, Cuba y Perú). Los seleccionados son escritores reconocidos por su talento literario, representativos del canon de época de su país y/o de la región hispanohablante, aunque también en esto hay excepciones, pues se incluyeron tres autores anómalos: un cronista teósofo, un presidente espiritista y un ocultista alemán, esto para el caso de México, quienes, aunque no posean los talentos de la musa, brindan información esotérica local que vale la pena recuperar.

La primera parte, “Contextos (historia y testimonios)”, busca presentar al lector escritos que le permitan ubicar las nuevas tendencias esotéricas y religiosas de las dos últimas décadas del XIX, con una creciente secularización, como ya lo anunciaba el escritor guatemalteco avecindado en Francia Enrique Gómez Carrillo (1873-1927) en “Las religiones de París”, donde comentaba la diversidad religiosa de la capital francesa, algo que, dado el especial lugar de París en el imaginario literario y artístico de la época, tendería luego a reflejarse también en la zona hispanoamericana, debido a la francofilia modernista imperante, aparte de la movilidad internacional del esoterismo. Por eso se presenta también y de entrada el texto de otro latinoamericano viviendo en París, “Siempre el Misterio”, de Rubén Darío, maravillado por las “manifestaciones extraordinarias” que ahí encuentra, por su amistad con el famoso mago Papus, así como por la fama creciente de una médium costarricense, Ofelia Corrales, cuyas supuestas dotes psíquicas serían conocidas por fotos y escritos en Costa Rica, México, España y Francia a fines de la primera década del XX. En la crónica no se da el nombre de esa “señorita de la mejor sociedad que se ha revelado médium extraordinaria”, quizá por proteger a la joven damita que hablaba con fantasmas, a la que compara con Eusapia Paladino, la más famosa médium europea de entonces, pero para muchos lectores de época no resultaba difícil saber de quién se trataba, dada la celebridad que por su tiempo alcanzó Corrales.

Inmediatamente después de los textos sobre el caso parisino de Darío y Gómez Carrillo, vienen dos crónicas sobre España (la Madre Patria de la mayoría latinoamericana y fuente de irradiación permanente) por mano de Emilio Carrere (1881-1947), uno de sus escritores activos de entonces, hoy poco recordado, aunque bastante conocido en su tiempo, vinculado con el medio esotérico de forma tangencial, muy amigo del teósofo Mario Roso de Luna (1872-1931), quien incluso aparece como personaje en algunos de sus cuentos (“La conversión de Florestán”) y crónicas (“Roso de Luna el inquietante”, de su libro Almas, brujas y espectros grotescos. Interrogaciones al misterio), a quien también habrá oportunidad de leer más adelante en esta selección.

Tras haber visto los casos europeos (París y Madrid), vienen después cuatro autores para nuestro primer caso americano, México. Uno de ellos es Amado Nervo (1870-1919), quien en estas crónicas seleccionadas muestra algo del acontecer espiritista en el país, así como la búsqueda de otras opciones religiosas en un ambiente cada vez más secularizado; están también dos escritos pioneros del narrador Pedro Castera (1846-1906), muy involucrado por un tiempo en el ambiente espírita, incluido su papel de médium escribiente; hay un texto autobiográfico del alemán-mexicano Arnold Krumm-Heller (1876-1949), un ocultista que sirvió como puente entre el esoterismo del primer mundo y el que comenzaba a conformarse institucionalmente en América Latina. Krumm-Heller tuvo un impacto no solo en México sino también en otros países latinoamericanos, como Chile, Perú, Brasil y Venezuela, y de su linaje provendrá uno de los primeros esoterismos latinoamericanos exitosos, ya en la segunda mitad del siglo pasado: el movimiento neognóstico de Samael Aun Weor (1917-1977). El texto de Krumm-Heller es una introducción al libro Conferencias esotéricas (1909), que reúne una serie de pláticas que dio en la Sociedad Teosófica de México. En dicha introducción, describe su involucramiento en el medio esotérico de la época, no solo en Europa sino también en México. En su caso tenemos el testimonio de un activo participante en este ambiente, quien alcanzó gran renombre internacional, con lo que resulta muy revelador de las conexiones entre lo nacional latinoamericano y lo europeo. Se presenta finalmente para México en esta primera parte un extracto del testimonio del teósofo mexicano Joaquín Valadez Zamudio, quien en su libro La historia de la Sociedad Teosófica en México hace una crónica de las actividades de dicha organización en el país, hasta los años ochenta del siglo pasado. El suyo es un recuento testimonial, para nada historiográfico o literario, que sin embargo permite identificar parte de la actividad teosófica por boca de uno de sus participantes. Vale la pena leerlo.

Los últimos dos textos de la primera parte ejemplifican, tras haber visto el norte, los otros dos casos americanos de este libro: Costa Rica y Argentina, el centro y el sur. Uno es del poeta costarricense Rogelio Sotela (1894-1943), cuyo escrito nos permite darnos cuenta del papel renovador que en las primeras décadas del siglo jugó la Sociedad Teosófica en la cultura local, reconocido en este caso por uno de los artistas emblemáticos de la época, algo que, si bien ahí queda ejemplificado para el caso de Costa Rica, también ocurría en otros países centroamericanos, como El Salvador y Guatemala. Esto bien lo ha mostrado el trabajo de investigación de Marta Elena Casaús (2002) y, para la propia Costa Rica, desde una perspectiva más histórica que sociológica, los trabajos de Ricardo Martínez Esquivel (2010, 2013), Esteban Rodriguez Dobles (2010-2011, 2018), Chester Urbina Gaytán (2000, 2015) e Iván Molina Jiménez (2011). El último texto de esta sección es del escritor argentino Arturo Capdevila (1889-1967), quien, en este capítulo seleccionado de su biografía sobre Lugones, retrata parte del ambiente teosófico de Buenos Aires y de su atractivo orientalista para alguna gente. Es un buen complemento del texto de Roberto Arlt, “Las ciencias ocultas en la ciudad de Buenos Aires” (también incluido aquí en la siguiente sección), pues, si bien no está exento de ironía, no cae en la parodia descalificadora de Arlt. Sirve para equilibrar el paisaje crítico y darse cuenta de que, lo que para unos es ambrosía, para otros es veneno.

La segunda parte del libro se titula “Doctrina y polémicas”, y deja un poco de lado lo histórico para revisar más bien las ideas, lo conceptual del esoterismo según sus actores, el debate externo (por ejemplo entre espiritistas y positivistas en México) y el interno (entre teósofos y espiritistas, que se dio iniciando el nuevo siglo). Presenta tanto textos afines a las doctrinas ocultas como uno completamente antagónico (el de Arlt).

Los dos escritos españoles cubren tanto la ortodoxia literaria de Juan Valera (1824-1905) como la heterodoxia teosófica de Mario Roso de Luna (1872-1931), sin duda el escritor de filiación ocultista más sobresaliente del mundo hispanohablante. Esto es, lo oficial y lo marginal de la institución literaria. Así como Juan Valera combinó sus oficios literarios con los diplomáticos, de parecida forma Roso de Luna lo hizo con los astronómicos, incluso descubrió un cometa que lleva su nombre. De Valera se ha retomado su artículo “Teosofía” que escribió para el Diccionario Enciclopédico Hispanoamericano, donde hace su particular lectura de esa corriente ocultista y de su principal exponente, Blavatsky. En su última novela, Morsamor (1899), Valera rompió con su trayectoria más realista o psicológica (que tanto prestigio le había brindado) para abordar lo histórico y lo fantástico, y en ella se nota también el ingrediente teosófico en la trama. Por su parte, de Roso de Luna seleccioné su introducción a la biografía que escribió sobre Blavatsky, si no la única, la mejor que se ha escrito en español hasta la fecha, con mucho estilo literario, no obstante su visión casi hagiográfica.

Pasando a América, al caso de México concretamente, seleccioné el estudio que Francisco I. Madero (1873-1913) presentó al Primer Congreso Espiritista de 1906, en el que buscó sintetizar las principales propuestas de dicha corriente. Se buscó así una buena y breve exposición doctrinal salida de la boca de uno de sus adeptos. Después se incluyen algunos segmentos del libro de Rogelio Fernández Güell (1883-1918), Estudio sobre espiritismo y teosofía (1907), que presenta parte de la discusión interna entre una y otra corrientes, él ubicado del lado espírita. De hecho, este autor era amigo y cofrade de Madero en el ámbito espiritista y masónico, tal como se aprecia en la común labor editorial de revistas y folletos.

Para el caso de Costa Rica, he tomado el ensayo de José Basileo Acuña (1897-1992) La Sociedad teosófica y el Movimiento Teosófico (1926), que muestra muy bien el organigrama de la ST bajo la presidencia de Annie Besant: la propia ST, la Iglesia Católica Liberal, la Comasonería, la Orden del Servicio, la Orden de la Estrella de Oriente (para acoger a Krishnamurti), entre las más importantes. Permite una valoración del asunto no solo doctrinal sino además organizativa y literariamente, como corresponde a un poeta que llegó a ser el escritor hispanoamericano más y mejor vinculado al movimiento teosófico, no solo por una compartida manera de pensar o una cierta producción textual al respecto, sino sobre todo por su activa militancia institucional que lo llevó a ocupar altos puestos en la organización teosófica mundial, junto a los grandes nombres de su momento, como Annie Besant, C. W. Leadbeater y C. Jinarajadasa, así como en sus organizaciones afines, sobre todo la Comasonería (o masonería mixta) y la Iglesia Católica Liberal, como ningún otro escritor de lengua española. La reunión de buena parte de sus escritos teosóficos en el quinto y último tomo de sus Obras completas fue un gran acierto, pues reveló un corpus esotérico notable, escrito desde dentro del coto mágico, pero al mismo tiempo con cierto sentido crítico y mucha mano poética.

El siguiente texto recopilado es argentino. Se trata de la primicia literaria/periodística de Roberto Godofredo Arlt (1900-1942), conocido después sencillamente como Roberto Arlt, titulada “Las ciencias ocultas en la ciudad de Buenos Aires”, en la que reseña su temprana participación en una logia teosófica y su posterior desilusión, debido a la “corrupción interna” y a, según su juicio, la mala calidad intelectual de la doctrina, ecléctica y mágica. Su visión negativa del asunto debe contrastarse con el texto anterior de Capdevila, quien también conoció, y quizá mejor, más de cerca, dichos ambientes bonaerenses de misterio teosófico.

Por último, y aunque Cuba no sea uno de los países seleccionados en esta antología, no puedo evitar la inclusión de un artículo de José Martí (1853-1895), escrito en Nueva York, sobre la visita de Annie Besant a esa ciudad, de la que admira su capacidad librepensadora y su “oratoria sensata y mística” a la vez, así como su compromiso social y político, algo que viene a poner en aprietos lo dicho por Arlt al respecto. De hecho, Cuba fue un importante centro de recepción y difusión de la teosofía y el espiritismo, no solo a nivel local, sino también latinoamericano, y seguramente un estudio detallado de su historia esotérica daría mucho material interesante, por ejemplo, los vínculos masónicos de José Martí o los inicios teosóficos de Severo Sarduy, décadas después. Si aquí no se la ha incluido es por otras limitaciones, no porque no se reconozca su valioso lugar en la dinámica ocultista hispanoamericana. Los logros en términos de historia masónica en Cuba deberían de extenderse a los ámbitos espiritista y teosófico.

La tercera parte de este libro se llama “Influjos e inseminaciones”, y reúne algunos trabajos que muestran la irradiación esotérica en otros ámbitos de la sociedad: la reflexión estética, el misticismo, la creación literaria, o los temas que la nueva época científica imponía, sobre todo el de la cuarta dimensión. Justamente el primer texto es “Nuestras ideas estéticas”, del argentino Leopoldo Lugones (1874-1938), y se trata de un temprano trabajo suyo publicado en una revista teosófica de Buenos Aires y luego reproducido en la española Sophia, de mucha fama en su época. Se trata de una exposición que se remonta teosóficamente al neoplatonismo para explicar la belleza, ligada siempre a la verdad y al bien, y cómo el artista la descubre por medio de la experiencia intelectual y emocional de atisbar la unidad oculta de la naturaleza, expresión material de la divinidad. Buena parte de su discurso podría utilizarse en una exposición de la estética del modernismo literario de entonces.

Siguiendo en esta línea neoplatónica, totalmente afín a la teosofía,6 el siguiente texto es del modernista costarricense Roberto Brenes Mesén (1874-1947). Se trata de su ensayo El misticismo como instrumento de investigación de la verdad (1921), que había sido precedido por otro ensayo polémico, también de inspiración teosófica, Metafísica de la materia (1917). De ellos, seleccioné el segundo cronológicamente hablando, pues aparte de cubrir asuntos afines al anterior ensayo de Lugones, relata en su introducción la propia experiencia mística del autor, lo que introduce de algún modo una veta testimonial en lo que busca ser una exposición filosófica.

De España se presentan dos textos de Ramón del Valle-Inclán (1866-1936): el primero es una breve selección del libro La lámpara maravillosa (1916), que es su reinterpretación, para fines estéticos y espirituales, de tesis neoplatónicas como las expuestas por Lugones y Brenes Mesén, más otras lecturas provenientes del ámbito esotérico: teosofía, gnosticismo, cábala y, sobre todo, de la mística quietista de Miguel de Molinos. Este fue resucitado por los teósofos poco tiempo antes, quienes publicaron, por medio de Rafael Urbano, su Guía espiritual en la revista Sophia y luego en forma de libro en 1911 en Barcelona, en la Biblioteca Orientalista de Ramón Maynadé. Añado, además, un texto aparecido en México en 1892, durante su primer viaje, titulado “Psiquismo”, que muestra a Valle-Inclán interesado en el psiquismo y en el espiritismo, corrientes afines según él, solo que mientras una explica la producción de ciertos fenómenos paranormales por la intervención de los difuntos, la otra lo hace por la existencia de una cierta energía psíquica común que puede activarse por la acción colectiva.

Los aportes últimos de esta tercera parte del libro corresponden a México. Se trata de un escrito de José Juan Tablada (1871-1945) y otro de Amado Nervo, ambos con un tema común que a tantos atraía por entonces: el de la cuarta dimensión, tópico en el que se anudaban asuntos científicos de las nuevas teorías físicas y astronómicas, con tesis vinculadas a la pluralidad de mundos y de dimensiones, provenientes de los discursos esotéricos. Dado el gusto de teósofos y espíritas por los asuntos científicos, buscaron incorporar algunas de sus teorías a sus propios esquemas, reinterpretándolas desde sus parámetros particulares, como había pasado con la teoría de la evolución de Darwin. La cuarta dimensión fue uno de esos temas extendidos en el gusto de los lectores y, en su caso, Tablada lo continuó estudiando, ya no solo desde la teosofía, sino que además encontró el trabajo del ruso Ouspenski, que había empezado como teósofo y terminó como exponente principal de Gurdjieff, un maestro greco-armenio-ruso. Ouspenski publicó su libro La cuarta dimensión en 1909 y su Tertium organum en 1912, y ambos fueron leídos y disfrutados por Tablada. Al segundo texto incluso lo tradujo parcialmente. También Nervo se sintió atraído por el asunto y escribió el texto que aquí se presenta.

La cuarta y última parte de esta antología no estaba contemplada, pero dada la abundancia de escritos sobre Krishnamurti encontrados, de parte de connotadas plumas latinoamericanas, decidí abrir dicha sección que ilustra muy bien la recepción de una figura originalmente teosófica que generó mucha controversia, para bien, porque llevó a la Sociedad Teosófica a su cúspide en términos de membresía, y para mal, en términos de desfiguración de la propuesta blavatskiana original, así como del descrédito institucional cuando se dio la capitulación del Mesías, y la posterior pérdida de miembros de la institución. Me refiero al proyecto Krishnamurti que dominó en la mayoría del mundo teosófico, incluido el hispanoamericano, en las tres primeras décadas del siglo XX, pues coincidió con el tiempo en que la Sociedad Teosófica se afianzaba en el área hispánica. La teosofía que dominó en España y América Latina es la llamada neoteosofía, o teosofía de la segunda generación, la de Besant y Leadbeater, no la original de Blavatsky, sino otra por ellos modificada, neocristiana y krishnamurtiana. Es llamativo que el escritor teosófico más importante de habla hispana, Mario Roso de Luna, se separe de esa neoteosofía hegemónica en su país y en el área y busque fortalecer, no a la institución (cooptada por Besant y su proyecto K), sino a la figura de la fundadora, Blavatsky, así como su obra, por lo que la traduce y escribe su biografía. Podría pensarse en Roso de Luna como un peculiar representante hispánico del movimiento “Back to Blavatsky” [Vuelta a Blavatsky], que acontecía en el ámbito teosófico anglófono, llevado a cabo por figuras como Alice Leighton Cleather, Basil Crump o B. P. Wadia, quienes querían deslindar el movimiento teosófico de raigambre blavatskiana del fenómeno mesiánico propiciado por Besant y Leadbeater en el nuevo siglo.

El proceso de Krishnamurti, desde su figura como inminente avatar de un Cristo teosófico, hasta su puesto como posterior maestro secular, pasando por el mediodía de su renuncia pública en Holanda a su puesto mesiánico, acto que hundió en perplejidad a sus devotos y llenó de alegría a sus enemigos, todo este proceso tuvo su impacto en España y América Latina. A esta región Krishnamurti hizo una gira de varios meses en 1935, que incluyó a Brasil, Argentina, Uruguay y Chile, con rápidas e improvisadas paradas en Perú y Costa Rica, antes de arribar a México, donde retomó un programa organizado, y que lejos de brindar certezas y seguridad a sus oyentes, generó dudas y desconfianza, tanto a tirios como a troyanos, tanto a católicos como a teósofos.7

Los textos seleccionados de esta cuarta parte dedicada al impacto del primer Krishnamurti, todavía funcionando dentro del universo teosófico, se muestran cronológicamente, antes y después de la renuncia de K (como algunos lo denominaban, solo por su inicial) a su puesto cósmico, en 1929, para convertirse en un librepensador espiritual más bien iconoclasta. Los dos primeros textos son de Tablada, uno en son de comentario (cuando todavía no conocía a Krishnamurti en persona), donde lo compara mundanamente con el actor Valentino, y el otro más testimonial, tras haber asistido a una de sus pláticas en Nueva York, con un año de diferencia entre uno y otro, y ambos de antes de su claudicación mesiánica. Ahí Tablada lo describe “tan moreno como nuestros indios”, con “cabello de negrura corvina”. Se trata de un maestro espiritual en su cúspide, y también de una celebridad de la prensa, tanto como para ser comparado con el famoso astro de cine, también de fisonomía exótica, recientemente fallecido en el momento de la comparación.

A diferencia de la cercanía devocional de Tablada a K, presento luego un texto de 1926 del guatemalteco Miguel Ángel Asturias (1899-1974), futuro premio Nobel, donde se nota su desconocimiento del personaje y la caricaturización del medio que lo rodeaba (un poco como lo que hizo Arlt), para efecto de escribir un texto periodísticamente atractivo por su humor, aunque fácticamente falso; así como dos crónicas del peruano César Vallejo (1892-1938), la primera todavía sin conocer mucho al personaje, y la segunda, cuando ya escucha directamente a Krishnamurti en París y se produce un cambio de juicio, hacia una mayor reflexión. Mantiene su distancia, aunque ahora respeta al personaje. Es interesante este cambio de tono en la apreciación de Vallejo por Krishnamurti, un poco lo que le había pasado a Tablada, cuando se compara lo escrito antes y después de que conociera personalmente a K.

Se acaba esta última parte del libro con un texto de El Salvador y cuatro de Costa Rica, quizá uno de los países hispanoamericanos donde la teosofía y Krishnamurti alcanzaron una de las más altas cuotas de poder social y político, por su incrustación en un segmento heterodoxo de la élite gobernante que tuvo su momento más alto durante el gobierno de Federico Tinoco (1917-1919), obtenido por un golpe de Estado al presidente reformista Alfredo González Flores. En ambos gobiernos, el reformista y el golpista, participaron importantes figuras teosóficas, como Roberto Brenes Mesén, Rogelio Fernández Güell y Walter Field, quien fue el primer presidente de la junta directiva del polémico primer banco estatal fundado por González Flores. Por entonces apareció la imagen de Field en uno de los nuevos billetes acuñados, con su broche de la Estrella de Oriente en la solapa, lo que generó puyas y quejas en la prensa por el lado católico, muy beligerante contra teósofos, espiritistas y masones. También en el gobierno de Tinoco hubo participación teosófica al inicio de su gestión, pero después se dio un distanciamiento, dado el creciente tinte dictatorial del nuevo régimen.

Para captar ese medio, se seleccionó un testimonio de primera mano, un fragmento del libro de memorias de Sidney Field Povedano (1906-1988), hijo y nieto de teósofos de Costa Rica. Esto es, se trata de un niño surgido de la mera entraña teosófica del país, en donde se entrecruzan lo español, lo cubano, lo estadounidense y lo costarricense. Me interesa recuperar esa vivencia de Sidney Field, el ambiente teosófico de una época en que dominaba la figura de aquel primer Krishnamurti que todavía se movía en la órbita teosófica, pintado en un óleo por su abuelo artista; no el pensador independiente posterior.

El siguiente texto sobre K es de José Basileo Acuña, de quien ya conocemos un ensayo sobre teosofía en la segunda parte de este libro, y de quien señalamos su alta y gran nombradía obtenida en la organización teosófica nacional e internacional, de la que formó parte como conferencista y funcionario. Su texto busca dar, no información, sino más bien una suerte de testimonio personal de lo que significó la lectura de Krishnamurti para él. Todavía no lo conocía directamente, como tendrá oportunidad de hacerlo años después en la India, con consecuencias importantes en su vida: el alejamiento institucional de Acuña del medio teosófico, comasónico y católico-liberal, así como la acogida de la propuesta del Krishnamurti maduro e independiente en su propia casa en San José, donde funcionó un grupo afín de estudio y meditación por muchos años.

Después de estos dos textos “internos” sobre el tema K, de gente convencida de la validez de su propuesta, se presentan las contribuciones del escritor salvadoreño Alberto Masferrer (1868-1932) publicadas en El Repertorio Americano, célebre publicación costarricense de proyección hispanoamericana, dirigida por Joaquín García Monge, y en las que Masferrer evalúa elogiosamente –aunque con cierta distancia– la figura de Krishnamurti, una vez que éste renunciara a su papel mesiánico como supremo dirigente de la Orden de la Estrella de Oriente. Se cierra el libro con un texto del escritor Mario Sancho (1889-1948), quien en su libro de 1933, Viajes y lecturas, cuenta de su asistencia a una conferencia de Krishnamurti, en Estados Unidos, de la que no sale muy convencido.

En esta sección sobre Krishnamurti me hubiera gustado incluir también los textos de dos escritoras, una española, Ángeles Vicente, y la otra chilena, Gabriela Mistral. La primera publicó el artículo “Los que esperan a Cristo” en Excelsior, de Madrid, el 20 de septiembre de 1912, en plena etapa de crecimiento de la figura de Krishnamurti, mientras que la segunda escribió “Algo más sobre el caso Krishnamurti”, en La Nación de Buenos Aires, el 31 de agosto de 1930, ya producida su dimisión del proyecto mesiánico. En especial el artículo de Mistral resulta valioso, por sus ideas, reflexiones y por su cuidado estilo literario. Lamentablemente tuve conocimiento de ellos cuando este libro estaba prácticamente listo, por lo que, por razones de tiempo y extensión, ya no podía incluirlos, aunque me hubiera gustado hacerlo, no solo por su valor intrínseco sino además por tratarse de textos escritos por mujeres, que brillan por su ausencia en esta antología que huele tanto a testosterona, no por discriminación de sexo sino por escasez literaria sobre el tema, en este género particular del ensayo o el artículo, no en otros como relatos (la espiritista española Amalia Domingo Soler o la teósofa costarricense María Fernández de Tinoco) o literatura de viaje (la teósofa guatemalteca María Cruz), géneros que no se abordan en este libro. No obstante, el texto de Ángeles Vicente puede leerse en la tesis doctoral Viaje al mundo de las almas: la narrativa breve de Ángeles Vicente, escrita por Sara Toro Ballesteros, accesible en Internet, mientras que el texto de Mistral ha sido recogido en la antología Prosa religiosa de Gabriela Mistral, elaborada por Luis Vargas Saavedra y publicada por la editorial Andrés Bello en 1978.

Isis: del secreto natural al misterio metafísico

Con lo dicho hasta ahora, creo que el subtítulo del libro queda claro, no así la primera parte, sobre todo en su referencia a la diosa Isis. Desde el Renacimiento, con la recuperación del Corpus Hermeticum y su traducción al latín por parte de Marsilio Ficino, la filosofía religiosa del hermetismo se expandió por Europa como una señal de renovación ideológica y pasó a ser parte muy importante del corpus esotérico occidental que comenzó a fraguarse desde entonces. Figuras míticas como el supuesto Hermes Trismegisto o la diosa Isis se tornaron referentes de sabiduría arcana o, mejor, fortalecieron este aspecto que ya arrastraban desde la Antigüedad (por ejemplo, en el caso de Isis, con Las metamorfosis o El asno de oro, de Apuleyo), ahora con un nuevo conjunto de textos que apuntalaba dicho prestigio.

Para el siglo XVII, el sabio jesuita Athanasius Kircher, personaje de proyección internacional, cuyos libros y grabados llegaron incluso a la Nueva España, como puede apreciarse en sor Juana Inés de la Cruz y en Carlos de Sigüenza y Góngora, retoma de los clásicos, sobre todo de Plutarco, la metáfora del “velo de Isis” como símbolo de los secretos de la Naturaleza, esto en su libro Oedipus Aegyptiacus (1652-1654). En su tratado Isis y Osiris, Plutarco se refiere a la inscripción que había en el pedestal de Isis, en la ciudad egipcia de Sais: “Soy todo lo que fue, todo lo que es y todo lo que será y jamás mortal alguno ha levantado todavía mi velo” (1986, 13).

El siglo XVIII, el de la Ilustración y el de la Revolución, no abandona a la diosa con velo sino que la seculariza. Ella, la naturaleza, posee secretos que la razón humana se encargará de develar. En palabras de Pierre Hadot:

Muchos grabados representarán el desvelamiento de la Naturaleza como el triunfo de la filosofía de las Luces sobre el oscurantismo. Será uno de los temas preferidos de la Revolución […]. De una manera general, el motivo del desvelamiento de Isis desempeñó un papel capital en la ilustración de los libros científicos en los siglos XVII y XVIII. Pero ha sido también un tema literario y filosófico muy importante a finales del siglo XVIII y a principios del siglo XIX, que deja entrever una transformación significativa de la actitud de los filósofos y de los poetas con respecto a la naturaleza (2015, 310-311).

Con el surgimiento del romanticismo a finales del XVIII y principios del XIX, Isis velada sufre nuevas metamorfosis, empezando con Goethe, quien considera que no es Isis quien está velada, sino los ojos de quienes buscan contemplarla, los que requieren, para traspasarlo, una percepción estética de la naturaleza (cf. Hadot, 313-330). Otros autores germanos retomarán la figura de la diosa, como Schiller, quien escribió su famoso poema “La imagen velada de Sais” (1795), en el que la contemplación directa de la diosa acarrea la muerte, o Novalis, quien acudirá a la diosa y su inscripción plutarquiana en su texto Los discípulos en Sais (1802) y, en oposición a Schiller, acepta el reto de mirarla: “si, de acuerdo con la inscripción del templo, ningún mortal descorre el velo, tendremos que tratar de convertirnos en inmortales: el que no quiere descorrerlo, o no tiene suficiente voluntad como para levantar el velo, ese no es un verdadero discípulo, ni es digno de permanecer en Sais” (1988, 32). En otros autores alemanes se aprecia esta referencia isiaca, y algo parecido ocurre en el ámbito francés, de manera ejemplar en Gérard de Nerval, en quien la figura de Isis es recurrente y se manifiesta como el centro de una red imaginaria que combina misterio, sabiduría y feminidad (cf. Aubaude, 1997 y Spiquel, 1999), pero la lista es larga y abundante, e incluye entre otros a Victor Hugo, Flaubert, Gautier y Villiers de l’Isle Adam.

Podemos ver entonces que la Isis hermética del Renacimiento y del Barroco se seculariza en una Isis ilustrada y neoclásica que representa tan solo los secretos de la naturaleza que la razón humana se apresta a descubrir. Con el romanticismo, Isis recupera su carga numinosa, pasa del plano natural al metafísico, y “el sentimiento fundamental ya no será la curiosidad, el deseo de conocer, de resolver un problema, sino la admiración, la veneración, quizá también la angustia, ante el misterio insondable de la existencia (Hadot, 2015, 330). La naturaleza se torna inaccesible, y ante ella, más que una reacción intelectual, lo que se experimenta es un estremecimiento sagrado. La categoría romántica de lo sublime (recuperada de la tradición neoplatónica) ayuda a recomponer esta visión de la naturaleza, con su aspiración a una experiencia del todo, a un infinito que, al tiempo que atrae, también genera temor por su capacidad de disolución del yo. En palabras de Hadot:

Bajo la influencia de las representaciones de la Isis romántica y del cosmoteísmo que desarrollaron, la relación con la naturaleza se vuelve mucho más afectiva, mucho más emocional y, sobre todo, es ambivalente, hecha de terror y de maravilla, de angustia y de voluptuosidad. El desvelamiento de la estatua de Isis tiende cada vez más a perder su significación de descubrimiento de los secretos de la naturaleza para dar lugar a la estupefacción ante el misterio (2015, 357).

Si pasamos del ámbito literario al esotérico, también podemos ver esta revitalización de Isis en la masonería de los siglos XVIII y XIX, tanto en la “ortodoxa” e ilustrada (Assmann 2003), que incluso produjo una obra maestra como La flauta mágica de Mozart (titulada significativamente en su adaptación al francés Los misterios de Isis), como en la masonería “irregular” (sobre todo de Francia), que desde Cagliostro generó una tendencia marginal de tipo “egipcio” y que siguió en el siglo XIX con nuevas formulaciones (cf. Dachez 2012). Esta Isis masónica “se niega a decir su nombre y a ser desvelada, se esconde, no para disimular la causa de tal o cual fenómeno natural, sino para convertirse ella misma en el misterio o enigma absoluto, que no podemos penetrar, la divinidad sin nombre, ya sea ser o esté más allá del ser” (Hadot, 2015, 338).

En el siglo XIX, la corriente teosófica inaugurada por Blavatsky también reivindicará la figura de Isis, como queda explícito en su primera obra Isis Unveiled (1877), aparte de otros textos más breves en que la autora rusa se aboca a exponer la sabiduría de los antiguos egipcios. Blavatsky está al tanto de la incipiente erudición egiptológica de su siglo, y no duda en usarla en sus escritos, lo mismo que las primeras traducciones de antiguos textos como El libro egipcio de los muertos. Por otra parte, como lectora voraz que fue, estaba al tanto de parte de la literatura romántica de su siglo y de sus menciones a Isis, por lo que alude a Novalis y al famoso poema de Schiller sobre la diosa en Sais. Con su habitual estilo irónico y polémico, escribe en La Doctrina Secreta: “Schiller, en su magnífico poema sobre el Velo de Isis, hace al joven mortal que se atrevió a levantar el velo impenetrable, caer muerto al contemplar la verdad desnuda en la faz de la severa Diosa. ¿Han contemplado también algunos de nuestros darwinistas, tan tiernamente unidos en la selección natural y afinidad, a la Madre Saítica desprovista de sus velos?” (IV, 1991, 216). Repito además el epígrafe inicial de esta antología, sacado de Isis sin velo: “Los filósofos contemporáneos alzan el velo de Isis porque Isis es el símbolo de la naturaleza, pero solo ven formas físicas y el alma interna escapa a su penetración. La Divina Madre no les responde. […]. Para descubrir la gloriosa verdad, cifrada en las escrituras hieráticas de los papiros antiguos, es preciso poseer la facultad de la intuición, la vista del alma” (I, 2014, 78).

Tenemos entonces que, para el fin de siglo XIX, esta doble herencia literaria y esotérica está al alcance de los escritores modernistas,8 quienes activan la problemática religiosa romántica en clave finisecular, con lo que el misterio, la intuición y la angustia (todo esto sintetizado en la figura de Isis, sin referirse a ella necesariamente de manera explícita) están vigentes en sus vidas y en su obra. No en balde Darío tituló uno de sus escritos “Siempre el misterio”, aquí recopilado, pues es este sentimiento de temor y atracción lo que define su relación con lo esotérico. Con dicho escrito abrimos esta antología.

Notas del Estudio preliminar

1] Por supuesto, no todas las obediencias han caído en estas trampas seculares, e incluso hay ritos masónicos de fuerte contenido esotérico, como el de Menfis-Misraim (la llamada masonería “egipcia”, diferente de la “escocesa”), activo en España desde fines del siglo XIX y en América Latina desde principios del XX. El asunto de fondo es que lo esotérico está en toda masonería, lo sepan o no sus adeptos de cualquier rito, lo admitan o lo rechacen, aunque en ciertos ritos y linajes específicos se torna más explícito.

2] Un buen ejemplo de esta recuperación crítica y académica de la masonería en los últimos años en el ámbito panhispánico es la Revista de Estudios Históricos de la Masonería Latinoamericana y del Caribe (REHMLAC), de gran calidad y que puede consultarse en línea.

3] Para esta forma de clasificar a los autores teosóficos por generaciones, cf. Godwin y Wessinger en Hammer y Rothstein, 2013.

4] Sobre Xifré escribió Boris de Zirkoff, el último descendiente de Blavatsky y el editor de los 14 tomos de Collected Writings de su antecesora: “Perhaps the greatest and most lasting result of Jose Xifre’s indefatigable work, in close collaboration with a few trusted friends and co-workers, was the publication of a superb Spanish translation of The Secret Doctrine, the first volume of which appeared in 1895 (Madrid: Establecimiento Tipolitografico de Julian Palacios, 27, Calle del Arsenal), and the second one in 1898. It has been stated by Col. Olcott (The Theos., XVII, Feb. 1896, p. 313.) that the chief translator was Jose Xifre himself, “upon whom the heaviest share of the labour fell,” and who supplied the large sum of money necessary to bring out the first volume, in fine typography, an excellent paper, and in a rich binding. The translation is in pure classical Spanish. The other translators were Jose Melian and Manuel Trevino” (1962) [Quizás el más grande y duradero resultado del infatigable trabajo de José Xifré, en estrecha colaboración con algunos pocos amigos y colaboradores de confianza, fue la publicación de una espléndida traducción española de La Doctrina Secreta, el primer volumen de la cual apareció en 1895 (Madrid: Establecimiento Tipolitográfico de Julián Palacios, 27, Calle del Arsenal), y el segundo en 1898. El coronel Olcott afirmó (The Theos., XVII, Feb. 1896, p. 313) que el principal traductor fue el propio José Xifré, “sobre quien recayó el mayor peso del trabajo”, y quien dio la mayor cantidad del dinero necesario para sacar el primer volumen en fina tipografía, un excelente papel y un rico encuadernado. La traducción está en un español clásico puro. Los otros traductores fueron José Melián y Manuel Treviño].

5] De cuyo comité editorial formó parte en sus primeros años Roso de Luna a distancia, pues nunca pisó suelo costarricense, aunque sí visitó Sudamérica en sustitución de Annie Besant en 1909.

6] Sobre esta afinidad estructural e histórica entre neoplatonismo y teosofía blavatskiana, cf. Chaves, 2018b.

7] Al respecto, cf. mi ensayo “La pérdida de la Estrella. La gira de Krishnamurti por América Latina en 1935”, en el libro Estudios sobre la historia del esoterismo occidental en América Latina: enfoques, aportes, problemas y debates, UNAM/UBA, 2018.

8] Dos ejemplos concretos de la influencia del primer libro de Blavatsky en la literatura española son el poemario El velo de Isis (1913), de Francisco Villaespesa, y El velo de Isis. Las mil y una noches ocultistas, de Mario Roso de Luna. En ambos las referencias a Blavatsky son explícitas.

Isis modernista

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