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LA TIERRA BALDIA

Día 20 de febrero. 1966

Durante toda la semana he estado releyendo el poema en la traducción de J. M. Aguirre2, que cada vez me gusta más. Lástima no poseer el original.

Voy analizando y comentando los temas de cada parte, lo cual resulta mucho más rápido.

I.- El entierro de los muertos. El tema de la muerte, de la irrealidad

Según Aguirre, lo central del poema es la idea de la esterilidad. Eliot afirma la irrealidad de lo que se considera real.

Lo que hay es “un soplo de vida”, que abriga el invierno “con nieve olvidadiza” y nutre con “tubérculos secos”. En la tierra baldía no hay conciencia, sino olvido, hay muerte; “tierra muerta”, “árbol muerto” que “no da sombra”; las multitudes que circulan por el Puente de Londres, son hombres muertos: “La multitud fluía por el Puente de Londres, tantos. No había yo pensado que la muerte hubiera deshecho a tantos. Suspiros breves, infrecuentes, eran exhalados. Y cada hombre iba con los ojos fijos en el suelo”.

Bella pintura de la irrealidad de cualquier ciudad moderna. La campana da un sonido muerto: “con un muerto sonido en la campanada final de las nueve”. Y los hombres son cadáveres: “¿Ese cadáver que plantaste el año pasado en tu jardín, habrá comenzado ya a germinar? ¿Florecerá este año? ¿O acaso la temprana escarcha habrá perturbado su lecho?”.

Los muertos viven olvidados de todo, bajo “la nieve olvidadiza”.

No son capaces de conocer la realidad:

“¿Qué raíces prenden, qué ramas brotan

En esta basura de piedra? Hijo de hombre,

Tú no puedes decirlo ni imaginarlo, porque sólo conoces

Un montón de imágenes rotas, donde el sol no reverbera,

Y el árbol muerto no da sombra...”

Es más, tienen horror a la vida. Para ellos “Abril es el más cruel de los meses, cultivando lilas en la tierra muerta, mezclando memoria y deseo, excitando perezosas raíces con lluvias primaverales”. Y temen que “el Perro, que es amigo de los hombres” desentierre el cadáver.

No hay lluvia, ni solaz del grillo, ni sombra de árboles // sólo de roca (¿la tumba?).

Hay temor a la muerte “te mostraré el miedo en un puñado de polvo”.

Hay superstición ‒echador de cartas‒, trivialidad en la conversación... No hay amor; ante la muchacha de los jacintos: “no pude hablar, y me falló la vista, y me quedé // ni vivo ni muerto, sin saber nada”.

No hay Dios. La echadora de cartas no encuentra al Ahorcado ‒símbolo del dios sacrificado‒.

Resumen: “Ciudad irreal”.

II.- Una partida de ajedrez

No hay amor: toda la charla de la dama elegante con su amante, trivialidad. Todo el día reducido a ésto:

“¿Qué haré ahora? ¿Qué haré?

Me echaré a la calle, así, tal como estoy,

Con el pelo suelto, así. ¿Qué haremos mañana?

¿Qué haremos siempre?

El agua caliente a las diez

Y si llueve, un coche cerrado a las cuatro

Y jugaremos una partida de ajedrez,

Apretando ojos sin párpados y esperando que llamen a la puerta.”

El ajedrez es un símbolo del acto sexual.

Esto es el ambiente refinado, decadente. Paralelamente en la taberna, el diálogo es el mismo: aborto, dentadura nueva, comida...

Ahora el amante de la dama no habla, no habla nunca.

“Pienso que estamos en el callejón de las ratas

Donde los muertos perdieron sus huesos.”

En la tierra baldía no hay nada interior, nada real interior.

Y sin embargo, existe algo más, el blando saludo de Ofelia, y la queja de Filomela, que sigue clamando a “oídos sucios”, que no escuchan.

III.- El sermón del fuego

Irrealidad. “Ciudad irreal”: muerte: “el río despoblado, sin hojas, sin ninfas,…”

Viento oscuro. “Pero a mi espalda, en una helada ráfaga de viento oigo,

El traquetear de los huesos y descarnados risoteos.”

Falta de amor: el mercader invita a la dama:

“Me invitó en demótico francés

A almorzar en el Hotel Cannon Street

Seguido de un fin de semana en el Metropole.”

La mecanógrafa y su amante:

“La cena ha terminado, ella está aburrida y cansada.

Él se esfuerza en excitarla con caricias

Que si no son deseadas, no son rechazadas...

.................................

«Bien, ya está, me alegro de que haya terminado»

Cuando una mujer hermosa se rebaja a cometer un desatino y

Vuelve a pasearse por su cuarto, sola,

Acaricia su cabello con un mecánico gesto,

Y pone un disco en el gramófono”.

(parodia de Goldsmith, en que el único remedio es...morir).

Las hijas del Támesis: “¿de qué podía quejarme?”

Y antes, alusión a Tereo y a los versos de Day (que desconozco). Alusión a Cartago, la deshonesta, de las “Confesiones”.

Trivialidad: la ciudad irreal está poblada de bocinas, gabarras, gasómetros... El mercader.

Horror: ratas...

Muerte: “traquetear de huesos descarnados risoteos”, “Blancos cuerpos desnudos”, “huesos arrojados a una baja guardilla seca”.

Oasis de vida: música de mandolina (oposición al gramófono) - vendedores de pescados - Iglesia de muros que conservan inexplicable esplendor.

IV.- Muerte en el agua

Maravilla de la idea de trivialidad. El epitafio de Flebas, que copio entero. El hombre de la tierra baldía, no tiene nada importante que olvidar ‒apresuramiento inconsciente hacia la propia destrucción‒ no hay petición de ayuda, porque ignora que puede salvarse, que existe un salvador (no encuentra al ahorcado). No es que se niegue a ser salvado, que se subleve contra Dios, como Pincher Martín. Es simplemente que ni se le ocurre. El análisis de Aguirre es muy bueno. Sin embargo, la verdad es que, si en la época actual hay rebeldía en ciertas zonas ‒hasta cierto punto superiores, diría que naturalmente superiores, y por eso diabólicamente, un paso más allá en el camino de la perversión‒ en la masa media sigue existiendo exactamente lo mismo, inconsciencia. Pero la inconsciencia también es diabólica. De Flebas solo queda el recuerdo físico: fue hermoso y alto. Lo mismo que de los actos eróticos anteriores. Vaciedad total. Y al recorrer su vida en el momento de la muerte, sólo pueden olvidar sensaciones físicas, es lo único que tiene “Flebas, el Fenicio, muerto hace una quincena. Olvidó el grito de las gaviotas y la honda agitación del mar. Y las pérdidas y ganancias. Una corriente submarina descarnó sus huesos entre susurros. Flotando y hundiéndose al entrar en el remolino. Gentil o judío, ¡oh tú! que das vueltas a la rueda y miras a barlovento. Piensa en Flebas, que fue en otro tiempo hermoso y alto como tú”.

V.- Lo que el trueno dijo

La esterilidad. Roca sin agua; imposible beber, ni pensar, ni detenerse. Ni silencio, ni soledad. La capilla vacía, huesos secos - muerte (ahora está muerto - muriendo - huesos secos - revueltas sepulturas - pozos vacíos; “que hemos dado”).

“Amigo mío, sangre conmoviendo mi corazón

El terrible atrevimiento de un instante de dejadez

Que un siglo de prudencia no podrá nunca borrar

Por esto, y sólo por esto hemos existido

Lo cual no es como para encontrarlo en nuestras necrologías

O en recuerdos tapizados por la caritativa araña

O bajo los sellos rotos por el flaco notario

En nuestros salones vacíos”.

Han vivido en la prisión, encerrados en sí mismos, estos habitantes de la tierra baldía. Contrastan quizás con la soberbia antigua de Coroliano, al cabo relativamente fértil. Y no obedecen a la mano experta que guía el navío. Son irresponsables.

El desconocimiento de Dios. Que para Eliot es todavía dios.

El encapuchado: alusión a Emaús.

Tragedia. La esterilidad, la locura se ha extendido a amplias zonas. Todo es tierra baldía.

El transtorno. Torres invertidas - murciélagos que se deslizan cabeza abajo. El Puente de Londres que se hunde.

Resumen y notas

Una absoluta esterilidad. Los hombres de la tierra baldía son en realidad “muertos”. Desconocen todo lo que es vida real. Desconocen, por lo mismo, incluso la realidad de la muerte.

Todo se reduce a un estado de dejación, como el de la mecanógrafa. Hay ruido y cierta belleza ‒era hermoso y alto‒ hay negocios, hay prisa. Y se creen vivos por eso. Corren ‒literalmente‒ hacia la muerte, sin conciencia de ello. Son suficientes como el amante de la mecanógrafa. El ambiente puede ser tan refinado como el de la elegante dama, o soez como el de la taberna, en todo caso la sustancia es la misma: vaciedad, actos físicos: paseo en coche, baño - dentadura postiza - comida - aborto. Irresponsabilidad, no hay de qué quejarse. No se obedece a la mano experta. Se desconoce a Dios. Se teme la vida, y la muerte: todo lo serio.

Sin embargo, Dios actúa. Recuerdo del prendimiento de Cristo. Viajero desconocido que camina delante. Y la voz del trueno ‒recuerdo budista‒ que den limosna, se dominen, sean compasivos.

Y al final, parece que los habitantes comienzan a darse cuenta de la esterilidad de la tierra, del hundimiento de todo, que vuelven a la locura ‒es decir la verdad‒ y que estas intuiciones pueden servir para sostener las ruinas. Y todo acaba con el deseo de la paz.

Quizás sea cierta la interpretación de Aguirre. Quizás la diferencia de nuestra edad consista, en que los hombres van saliendo de su inconsciencia, para tomar partido. Quizás, según la idea de Maritain, hay un avance, un paso firme, rápido, de la acción del demonio y de Dios, y va habiendo más hombres que se ocupan del bien y del mal, de algo serio. Y, a la vez, en su conjunto, el ateísmo militante es una decisión en pro del diablo, una decisión lúcida ‒aunque no conoce a Satanás- contra Cristo, y a eso responde una profundización y extensión, o mejor, una profundización más extendida del cristianismo, con su decisión en pro de Cristo sacrificado por nosotros ‒y resucitado y operante‒ y del valor trascendente de las cosas y los hechos. Quizás para más gente cada vez, los actos tienen importancia, la vida y la muerte son algo, tienen significado. Pero no menos real es la irrealidad de las cosas, de la vida de la multitud. Y en todo caso, sigue la voz del trueno, pero la reconocida, por el mismo Eliot, como la voz de Cristo, la voz de Cristo deseando la paz. De hecho ha resonado ‒así literalmente‒ en la ONU. Y en medio de la irrealidad, hay ciertos oasis como el de los versos 259-265, en que se escucha música verdadera, voces de hombres que viven, que trabajan y en que los muros de los templos brillan con inexplicable esplendor.

Y naturalmente sobre esta tierra baldía de Eliot, sobre este mundo de muertos, de locos, de inconscientes, planea la misericordia de Dios. Del Padre, que ha enviado al Hijo, porque “amó tanto al mundo que no pasó, hasta entregar su Unigénito”. Y Cristo sigue caminando, ofreciéndose a los inconscientes, a los que caminan inconscientes, pero voluntarios, a la muerte, ofreciéndose al descubrimiento:

“¿Quién es el tercero que camina siempre a tu lado?

Cuando cuento, sólo estamos tú y yo juntos

Pero cuando miro hacia adelante por el blanco camino

Siempre hay otro caminando a tu lado

Deslizándose envuelto en un oscuro manto, encapuchado

Que no sé si es hombre o mujer

¿Pero quién es ése a tu otro costado?”

(V movimiento, v 359-65).

Ahora, éste que camina al otro costado es el Cristo resucitado, después que ha sufrido la “agonía en los pedregales”.

Día 24 de febrero. 1966

Prosigo con las notas sobre Eliot. Pero ante todo surge una cuestión fundamental, ¿qué sentido tiene para mí, sacerdote, el estudio de un poeta? No, evidentemente, la simple consideración de una técnica literaria ‒por más que personalmente me resulte atractiva tal materia‒; pero tampoco la penetración del pensamiento del autor. Lo único que puedo buscar es la visión del planteamiento de asuntos vitales, por un autor moderno. Siendo una cabeza realmente privilegiada ‒incluso en el orden religioso‒ puede enseñarme mucho acerca de la visión divina sobre el hombre y las cosas. Ahora, aun en este terreno, cabe el peligro de aprender “recetas”. De tomar de memoria las ideas del autor. Es necesaria una buena dosis de reflexión personal y de oración, para que todo ello sea útil.

Otro servicio puede ser el hallar expresiones felices, para expresar lo que yo no sabría, aun sintiendo. En este aspecto, puedo aprender, precisamente de Eliot, que mezcla en sus versos, versos ajenos con toda tranquilidad. Eliot, Claudel, Peguy, Dostoyevsky... me prestan elementos expresivos, para una futura construcción de doctrina espiritual.

Pues cada vez veo mi “vocación” menos clara, y me inclino a pensar que no debe de ser, ciertamente, el hablar con un mundo que parte de presupuestos muy distintos. Por mal que yo me encuentre en el orden de la caridad ‒y ése es otro asunto‒ existe el carisma, y tengo obligación de usarle. Ahora, el carisma mío, creo que consiste es una visión incomparablemente más profunda de lo ordinario, y en una capacidad de sintetizar, de unir los puntos aparentemente opuestos del misterio, revelándolos a una luz divina, sobrenatural, que muy pocos serán capaces de recibir. Creo que debo ir construyendo, escribiendo lo que se me vaya ocurriendo. Pensamientos que brotan, o se perfilan, en conversaciones diarias, y que no tienen cabida en ellas, sencillamente porque los conversantes no me entenderían. Comprendo que X, o X, son, sin posible discusión, mucho más buenos que yo; pero tienen menos luz, lo cual no les quita ni pone nada, pero les incapacita para comprenderme.

Por ejemplo, nadie parece capaz de comprender una cosa tan sencilla como ésta: el hombre es esencialmente el “que recibe” de Dios, y eso en un régimen sacramental. Por tanto, el recibir es su propia gloria, el recibir de otro hombre. Comentar ‒como hicieron ayer individuos, incluso de la talla muy aceptable de X.X.‒ que la figura del presbítero queda rebajada porque “recibe” del Obispo, es no comprender la esencia del hombre.

En mi principio está mi fin

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