Читать книгу Los gatos pardos - José Rodríguez Iturbe - Страница 7
Introducción
ОглавлениеEl siglo XIX postindependencia estuvo marcado por los insularismos y las inautenticidades. Hubo continuidad en la huella negativa de lo hispánico y terco rechazo por las élites de la savia positiva de lo ibérico, que era el vínculo y la base de los variados y complejos elementos de nuestro mestizaje. Así, el caudillismo estuvo hermanado simultáneamente a la barbarie y el desprecio oligárquico a lo propio. Todavía no hemos captado del todo que sin entender lo hispánico no podemos entendernos a nosotros mismos. Y se pensó, con constancia digna de mejor causa, que copiando formas políticas y estructuras jurídicas que tenían poco o nada que ver con nuestro pasado hispanoamericano y con nosotros mismos entraríamos de lleno en la modernidad postergada. Y no fue así. Esperanzas y desengaños tachonaron la historia circunstancialmente heroica y muchas veces trágica de nuestros pueblos. La Independencia fue un proceso pensado y realizado por élites en función dirigente. La visión romántica de ese proceso ha hecho que doscientos años después aún nos cueste entender (y, por supuesto, admitir) que en su inicio se hizo sin el pueblo; y, en algunos casos, contra el pueblo.
Andrés Bello (1781-1865) dejó constancia de una visión integradora, no de rechazo ni de exclusión, de los tres siglos de presencia hispánica en su Guía de forasteros, aparecida en Caracas en vísperas de la revolución de independencia (cfr. Bello, 1952; Grases, 1946). En su larga y fructuosa permanencia en Chile contribuyó luego, hasta su muerte, a la vertebración institucional de la llamada República portaliana, cuyo ciclo se extinguirá con el siglo. Bello era un liberal y también un creyente católico. Lo que nunca se le ocurrió ser fue jacobino. Ejemplo de ello se encuentra tanto en su Código Civil, que tendría largo eco continental, como en su Discurso inaugural de la Universidad de Chile, pieza antológica que debiera haber servido de norte para el desarrollo sin ruptura de una educación superior de calidad y de notable soporte humanístico, acorde con la savia cultural de nuestra historia. En los comienzos de la emancipación, en medio del trauma bélico y de la represión contra los intelectuales de la gestación de nuestras patrias independientes y soberanas, Juan Germán Roscio (1763-1821) escribe El triunfo de la libertad sobre el despotismo (cfr. Roscio, 1996). En ese escrito fundamental, intentó dar soporte en su creencia cristiana a la lucha contra el absolutismo borbónico de Fernando VII, haciendo alarde de conocimientos bíblicos. En el caso de esta obra de Roscio hay, sin embargo, un intento de ideologización de la religión, aunque en su obra puede verse claramente un deseo de hacer compatible su honda fe (que nutría su cultura) y los postulados básicos del liberalismo republicano. Otro venezolano, devenido español por el abandono de su patria e insertado en la política ibérica, Rafael María Baralt (1810-1860), notable humanista igual que Bello, intentó conciliar liberalismo y cristianismo. Basta leer su Discurso de incorporación como individuo de número en la Real Academia Española de la Lengua (cfr. Baralt, 2003). Baralt —primer latinoamericano en lograr tal distinción— ocupó el sillón de Donoso Cortés (1809-1853), marqués de Valdegamas. Esa pieza, extraordinaria en el fondo y en la forma, resulta la crítica más serena y profunda del tradicionalismo español. Baralt no fue nunca, tampoco, un jacobino. Fue el jacobinismo el que deformó con su obsesión antirreligiosa el posible proceso de búsqueda de una modernidad sin ruptura.
El liberalismo inicial de nuestras tierras fue un liberalismo hispánico. Fue el resultado de una ilustración que, más que por fuentes directamente galicanas o anglosajonas, llegó al imaginario colectivo, a través de la intelligentsia de nuestras tierras, con una impronta muy clara. A excepción de algunos casos de extremismo carbonario o de jacobinismo (paradójicamente manifestado en las capas sociales más privilegiadas e instruidas), la búsqueda de la modernidad política se procuró realizar inicialmente sin negar la propia historia, con su humano mestizaje, su lengua y su creencia, casi universalmente compartida.
Esa búsqueda de la modernidad resultó obstaculizada e impedida por el extremismo posterior de algunos que diciéndose liberales, sin serlo, intentaron no tanto la modernidad sino la sectaria invención de la República. Y la invención fue ficción jacobina, que supuso erróneamente que la simple voluntad del mando permitiría cambiar la realidad de lo que éramos y somos por aquello que esas élites querían creer que eran y que deberíamos ser todos. Ese jacobinismo latinoamericano inmediatamente posterior a la Independencia tuvo, a semejanza de la Revolución francesa, un contenido de violencia contra la creencia religiosa, pensando que por la fuerza de quienes mandaban se lograría imponer en el imaginario el molde del racionalismo. Por eso tales élites inauténticas buscaron y ejercieron (nada democráticamente casi siempre) el poder. Sustituir a Dios por la diosa razón significaba, para esos jacobinos, la ruta del progreso. Y como pensaban que el catolicismo latinoamericano era de molde hispánico, perecieron tener como consigna común “Desespañolizarnos es progresar”. Algo lograron y no progresaron nuestros pueblos. Pero, más que admitir que el camino era equivocado, insistieron tozudamente en seguir trillando un sendero que casi siempre terminó en profundos barrancos, marcados de tragedia. A pesar de ello, el deseo liberal de armonizar libertades fundamentales con igualdad social siguió como aspiración compartida por todos quienes luchaban contra las dictaduras que acuerparon históricamente un sui generis despotismo ilustrado latinoamericano.
Pero como desde el poder, con fuerza militar sostenida, se intentó vaciar de creencia a la vida de los pueblos ahora constituidos en Estados soberanos, esas élites, que no eran liberales aunque así se llamaran, provocaron un corte cultural oficial que tendría insospechadas consecuencias. En los vericuetos del siglo XIX, aunque el anticlericalismo (entendido erróneamente como antirreligiosidad) fuera aceptado en no pocos núcleos o élites dirigentes, la continuidad en la visión de España como madre patria fue una realidad. Realidad exasperada, cabría añadir, cuando desde fines del siglo XIX, con la guerra hispano-estadounidense, la visión de los Estados Unidos adquirió, en la opinión común de nuestra América, tonalidades repulsivas por su abierto imperialismo que, a costa de las naciones hispanoamericanas, pretendió ejercer de facto un vasallaje sobre pueblos que el ingrediente racista consideraba inferiores por un doble motivo: por su origen hispánico (lo cual para la perspectiva imperial anglosajona ya era una tacha: todo lo susceptible de ser motejado de hispanic era motivo de desprecio) y por el mestizaje distintivo de la criollidad.
La reacción antiestadounidense tuvo, pues, mucho que ver con la comprensión de la acción estadounidense en nuestra América desde la dicotomía entre Ariel (América Latina) y Calibán (el monstruo imperialista de los Estados Unidos), que Rubén Darío planteó en 1898, dos años antes que José Enrique Rodó, en 1900, con su Ariel sirviera de referencia para un vasto movimiento cultural-político, de gran expansión en la juventud universitaria. En la Reforma Universitaria Argentina, que tuvo como epicentro a Córdoba (1918), se proclamó a Rodó como maestro de la juventud de América. Si en la Reforma Universitaria hubo, sin duda un ingrediente de jacobinismo anticlerical (en el sentido antes dicho de antirreligioso), se mantuvo, sin embargo, para exaltar lo propio, una continuidad cultural con lo hispánico. Intentaron entonces no pocos un camino histórico inspirado ya más en el jacobinismo que en el liberalismo propiamente dicho (aunque algunos siguieran llamándose liberales).
La Generación de 1898 en la madre patria (Miguel de Unamuno [1864-1936], Azorín [José Augusto Trinidad Martínez Ruiz, [1873-1967], Ramón María del Valle-Inclán [1866-1936], Pío Baroja [1872-1956], Ramiro de Maeztu [1875-1936], Vicente Blasco Ibáñez [1867-1928], Serafín [1871-1938] y Joaquín [1873-1938] Álvarez Quintero, Manuel [1874-1947] y Antonio [1875-1939] Machado, Ángel Ganivet [1865-1898], Francisco Villaespesa [1877-1936] etc.), impactados por la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, fueron severos críticos del canovismo (la Restauración, que tuvo como político fundamental a Antonio Cánovas del Castillo [1828-1897]) y partidarios, con distinta intensidad, del llamado regeneracionismo, que dejaba ver una amarga confusión sobre el ser y el destino de España.
No se trata aquí de esa llamada Generación de 1898, “tan valiosa en literatura como fútil en política” (Moa, 2000, p. 45). Se trata de mostrar algunos trazos de la situación de crítica complejidad creciente que experimentó España desde fines del siglo XIX hasta el comienzo de la guerra civil. España, sin pulso, dijo Francisco Silvela (1843-1905)1 en el fin del siglo XIX español, a causa del desastre (la guerra hispano-estadounidense de 1898). Las guerras de Cuba y Filipinas, más la de 1898 propiamente dicha (la guerra hispano-estadounidense) arrojaron 50 000 muertos. De ellos, solo 5 % cayó en combate; 95 % restante falleció principalmente a causa de enfermedades tropicales.
En 1900, en el Presupuesto de Guerra de Españam los sueldos de los oficiales absorbían 80 millones de pesetas; los sueldos de tropa, 45 millones; y el armamento 13 millones. Había entonces 24 700 oficiales para 80 000 soldados (Moa, 2000, p. 61). Aunque esto mejoró luego, las reformas se retrasaron y las consecuencias se vieron en la guerra de Marruecos.
El comienzo del siglo estuvo signado en España por un proceso de desestabilización creciente. El anarquismo ibérico se caracterizó por su práctica terrorista. El socialismo extremo, unido en el caso de Cataluña a un regionalismo radical, dio a la izquierda política una presencia y beligerancia hasta entonces desconocida en la vida política española. Comenzó una dialéctica de extremos, con escaso margen a equilibrios de centro, que culminaría, en 1936, con la vorágine belicista de la guerra civil. El Ejército se fue convirtiendo, poco a poco, en el árbitro de situaciones políticas sin salida. Al menos, sin salida estable y verdadera, pues cada fórmula de coyuntura, en lugar de representar la superación de una crisis en cadena, simplemente significaba el comienzo de otra fase (a menudo más aguda que la anterior) del conjunto de tensiones, confrontaciones, insurrecciones y tentativas revolucionarias que iban sembrando de incomprensión y caos la vida nacional.
Un ejemplo de ello fue la Semana Trágica de Barcelona (fines de julio de 1909): una protesta por el envío de tropas a Marruecos terminó en insurrección (saqueos de comercios, quema de iglesias y edificios religiosos, barricadas, etc.). El Ejército intervino: 118 muertos. Los procesos siguientes produjeron 17 condenas a muerte; 5 ejecutadas. De estas, la más notable fue la de Francesc Ferrer i Guàrdia (1859-1909), quien unía en sus enseñanzas racionalismo y anarquismo. Miguel Sánchez González, quien había sido secretario de Ferrer i Guàrdia, lo describe como un ser “malvado y miserable”, y lo acusa de estar detrás del asesinato de Cánovas, del atentado fallido contra Maura (realizado por un alumno de la Escuela Moderna de Ferrer i Guàrdia) y de los sangrientos atentados contra el rey (pp. 66-67).
Joaquín Costa (1846-1911), después de haber alentado un posible imperialismo español en África, luego del trauma de 1898, planteaba, con su regeneracionismo, nada menos que fundar España otra vez, como si no hubiera existido. Usó Costa una retórica con frases cargadas de escepticismo y negativismo histórico: “Doble llave al sepulcro del Cid, para que no vuelva a cabalgar”. Ese rechazo del pasado hispano fue una constante en Manuel Azaña (1880-1940). Al mismo se sumó luego, a ratos, José Ortega y Gasset (1883-1955). Uno de los pocos que reaccionó contra tal posición fue Marcelino Menéndez Pelayo (1856-1912) (cfr. Moa, 2000. p. 74).
Hoy presenciamos —dijo D. Marcelino en un famoso discurso en el centenario de Jaime Balmes (1810-1848)— el lento suicidio de un pueblo que engañado mil veces por gárrulos sofistas, empobrecido, mermado y desolado, emplea en destrozarse las pocas fuerzas que le restan y corriendo tras varios traspantajos de una falsa y postiza cultura, en vez de cultivar su propio espíritu, que es lo único que redime y ennoblece a las razas y a las gentes, hace espantosa liquidación de su pasado, escarnece a cada momento las sombras de sus progenitores, huye de todo contacto con su pensamiento, reniega de cuanto en la Historia nos hizo grandes, arroja a los cuatro vientos su riqueza artística y contempla con ojos estúpidos la destrucción de la única España que el mundo conoce, de la única cuyos recuerdos tiene virtud bastante para retardar nuestra agonía. […] Donde no se conserva piadosamente la herencia de lo pasado, pobre o rica, grande o pequeña, no esperemos que brote un pensamiento original, ni una idea dominadora. Un pueblo puede improvisarlo todo menos su cultura intelectual. Un pueblo viejo no puede renunciar a la suya sin extinguir la parte más noble de su vida y caer en una segunda infancia muy próxima a la imbecilidad senil. (Menéndez y Pelayo, 1910, p. 354).
Algunos consideran ese discurso como el testamento espiritual2 de Menéndez y Pelayo.
España vivió, pues, un tiempo de agitación social y política y de profunda división cultural y espiritual. Fueron años en los cuales cristalizó la realidad de las dos Españas. Un periodo de agitación sin precedentes, en el cual, socialmente, imperaba un estado febril del cual se vieron libres muy pocos. No exageraba, no, Menéndez y Pelayo. Desde una europeización que algunos pretendían a costa de aniquilar su propia identidad cultural y de ignorar su historia, hasta el acratismo incontenible en su ensangrentada máscara terrorista.
La crisis española afectó, sin duda, a América Latina. Hasta la Segunda Guerra Mundial se reconoce como polo de influencia cultural en toda nuestra América, en primer lugar a España y en segundo lugar a Francia. Italia, Inglaterra y Alemania fueron, entonces, polos secundarios. El traslado del polo de influencia principal en ese campo hacia los Estados Unidos será una realidad en la segunda mitad del siglo XX.
Si el jacobinismo sedicentemente liberal logró el vaciamiento de la fe religiosa en buena parte de las élites culturales y políticas de América Latina, en la primera posguerra va a operarse un cambio inesperado. El sector políticamente más destacado de esas élites llenó el vacío de la creencia con un fideísmo político. Fueron los años de la expansión, con rapidez impresionante, del marxismo como pensamiento, y de la formación de los partidos comunistas con el aliento de la Internacional Comunista. Además, la crisis económica mundial de 1929 (crack de Wall Street) lució, a los ojos de muchos de estos ardorosos militantes, como el cumplimiento de la profecía anunciada por Marx, de la cual la Revolución bolchevique de 1917 había hecho en la Rusia exzarista su primera concreción histórica.
Un intento semejante de concreción histórica en América Latina solo se daría, a fines de la década de 1950, con el triunfo de la Revolución cubana y la posterior definición como marxista-leninista de Fidel Castro en Cuba. Antes, la crisis del Estado y del derecho que se vivió en Europa con el surgimiento de los totalitarismos (de la clase, Rusia, 1917; de la nación, Italia, 1922; de la raza, Alemania, 1933) también impactó, con diversa intensidad, en no pocos países de América Latina. Frente a la notable incidencia del marxismo, hubo también fenómenos que evidenciaron, aunque con efecto menor, la reacción pendular, hacia el nazi-fascismo. Muchos liberales nacionalistas y liberales jacobinos se encontraron enfrentados a sus antiguos compañeros de ruta en la línea del vaciamiento histórico-cultural. Resultó mucho más creativa, en la generalidad de los casos, la presencia histórico-política de los marxistas-leninistas (sobre todo en la organización de instrumentos para la acción institucionalizados como partidos) que la de los antiguos liberales jacobinos, que lucieron, mineralizados social y políticamente, como las nuevas oligarquías del continente. Y los que se habían lucido, por obra de su propaganda, como nuncios de la modernidad y del progreso, terminaron etiquetados como reaccionarios, refractarios a los cambios estructurales socioeconómicos y cultural-políticos que los nuevos tiempos exigían.
En algo, sin embargo, hubo una continuidad lamentable. Fue en la búsqueda de los militares como garantía de su triunfo y estabilidad. Algunas veces los civiles se aliaron a los militares. Otras veces los mismos militares decidieron asumir el liderazgo político. Así, la retórica tuvo, en mayor o menor medida, olor a pólvora. Los antiguos sedicentes liberales habían militarizado su presencia política para el control y dominio del Estado. Pensaron que el poder omnímodo del Estado era el que configuraba la nación y, por vía del ejercicio sin cortapisas del poder, podía gestar el nuevo pueblo.
En esa vertiente militar-política, transcurrió el desgraciado intento de variación de la entidad histórico-cultural de nuestros pueblos por parte de las élites (devenidas oligarquías económicas, políticas y militares) liberales jacobinas. El nuevo fideísmo político de sustitución de la creencia religiosa, visible en los empeños marxista-leninistas, no solo no abandonó, sino que radicalizó el intento de militarización de la política en América Latina. Ya no eran solo las viejas montoneras del siglo XIX. Hubo un cierto militarismo en todos los esfuerzos de mutación orientados por el marxismo. Ello fue consecuencia del efecto en América Latina no solo de las directrices de la Internacional Comunista, sino también del mundo caleidoscópico de la guerra civil española (1936-1939), visto con ribetes no exentos de romanticismo trágico en el imaginario colectivo que una apasionada intelligentsia se esforzó en troquelar. Los latinoamericanos de distintos países pelearon en un bando y en el otro (más en el republicano que en el nacional). Fue así también la influencia de un acontecimiento ibérico la que señaló el definitivo deslinde de las antiguas élites (oligarquías) liberales que se sentían dueñas de la bandera del progreso y los nuevos militantes revolucionarios que se sentían constructores de un futuro que, por ley implacable de la historia, sería una realidad en nuestras latitudes, y en el mundo entero, más pronto que tarde.
La política siguió teniendo un componente militar después de la Segunda Guerra Mundial. Pero entonces la ubicación en la geografía de las posiciones ideológicas vino dada por los antagonismos dicotómicos de la guerra fría. Como esta abarcó prácticamente la casi totalidad de la segunda mitad del siglo XX, fueron los vaivenes de la confrontación bipolar los que señalaron las variantes de las concepciones del Estado y del derecho en América Latina desde 1950 hasta 1990. En el orden internacional, será el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca, suscrito en Río de Janeiro en 1947, el que, como un todo, verá a América Latina ubicada, en su conjunto, como aliada hipotética de los Estados Unidos y del llamado “mundo libre”, en una confrontación a la cual nadie ni nada ponía teóricamente un término o conclusión armónica.
En el siglo XX, América Latina poseyó escenarios propios en la confrontación bipolar con la Revolución cubana (1959) y con la llegada al poder del Frente Sandinista de Liberación Nacional, en Nicaragua (1979). La llegada de Chávez al poder (1999) tiene, a mi entender, otras características, tanto por su momento y por su proceso de llegada a la conducción de Venezuela como por las características de su desarrollo.
Desde la década conclusiva del siglo XX, con la caída del Muro de Berlín, a inicios de noviembre de 1989, y la cancelación oficial de la guerra fría (1991), pareciera que, a excepción de anacronismos poco atractivos (Corea del Norte y Cuba, en el marxismo-leninismo, los fundamentalismos islámicos en Irán, algunos países del Medio Oriente y el África islamizada), la corriente predominante en el ámbito histórico-cultural en el cual se inserta América Latina siguió estando marcada por la búsqueda de la democracia liberal, en lo político, y de la economía de mercado, en un proceso signado por la globalización.
El desarrollo del tema en estas páginas seguirá, por lo dicho, un orden histórico. Se distinguirán, por tanto, inicialmente, las visiones histórico-políticas en América Latina en el fin del siglo XIX y los comienzos del siglo XX. Luego se estudiarán las correspondientes al tiempo de entreguerras, hasta la Segunda Guerra Mundial. En un tercer momento, se verán las correspondientes a las décadas de la guerra fría. Y, finalmente, las distintivas al tiempo de la globalización, con un orden internacional aún no claramente definido. Todo ello con el colorido (trágico o mágico, o ambas cosas a la vez) que adquieren frecuentemente los procesos en América Latina.
Algunos casos y realidades tendrán mayor relieve en la exposición. Considero que ellos pueden ejemplificar mejor que otros algunas de las tesis que deseo exponer. Finalmente, a modo de conclusión, dejaré, para su discusión, algunas sugerencias que considero oportunas para no repetir con malsana insistencia, en este siglo que hemos empezado a recorrer, los errores del pasado.
Estas páginas se limitan muy básicamente al siglo XX y a los comienzos del siglo XXI. Antes de entrar directo en el desarrollo en sí del tema, véanse algunos criterios sobre la metodología: el texto en el contexto, estática y dinámica histórica, conocer e interpretar.