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PRÓLOGO
CONTRA LAS MITOLOGÍAS DE ORIGEN

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Y llegó el libro del final, su último ensayo, aunque no sabíamos eso por entonces. Publicado en 2010, Aquí América latina. Una especulación reunía artículos que habían circulado de una forma u otra por distintos interlocutores y audiencias. Para quien lleva escritos un tratado sobre la patria, El género gauchesco, y un manual, El cuerpo del delito, matizar el siguiente libro bajo el signo de la hipótesis resulta un encuadre a tomar en serio. Se trata de una colección de artículos enlazados por una voluntad de intervención directa, casi con dedicatoria, contra voces de la academia que Ludmer juzga discurso crítico “congelado” –¿como se diría de una película detenida?–, doxa sustraída al flujo del tiempo y su presente continuo. Leídas hoy, estas especulaciones tal vez resulten menos disruptivas que en 2010, lo que por fortuna nos permitirá apreciar su carácter visionario. Al mismo tiempo, esas rupturas tienen momentos que conservan toda su potencia respecto de la obra anterior de Josefina Ludmer. En este sentido, el encuadre fue audaz, destinado a despertar tanto rechazo como valoración diez años atrás.

Ante todo se aprecia su aporte en términos de autores y lecturas, lo cual reivindica y nos recuerda el derecho a cambiar, a disentir de uno mismo en el pasado. Pese a ser una polemista natural, cuya oralidad nunca dejó de cultivar el humor y el filo irónico, Josefina siempre se resistió a participar en los debates y, sobre todo, en las coyunturas. Me consta como editora, y después de hacerle numerosas invitaciones, que el paso de esa oralidad siempre lúcida y sorprendente a la escritura –ese deleite en la travesura que exigía intimidad, incluso el circuito del chisme– la llevaba a un tiempo de producción más afín al libro que a los artículos y el periodismo cultural. Aun así, en Aquí América latina la prosa y el estilo reflejan los cambios de inserción y lenguaje de la crítica, la adaptación que algunos teóricos debieron hacer en el tránsito a los medios masivos, a través del género de las columnas de opinión y la modernización de los suplementos y la gráfica en los años noventa. En el caso de Josefina, esa adaptación terminó de consumarse en este libro. En su formato y sus objetos de análisis, los artículos reunidos buscaron sincronizarse con el panorama de las revistas culturales de esos años, en todo el rango de publicaciones, con el fin de alterar coordenadas de debate inercial o cristalizado.

Mientras avanzaba en su escritura, en una especie de prueba dialogada del ensayo final, muchos de los postulados de Aquí América latina fueron comentados por ella en diversas entrevistas y originalmente publicadas en Pensamiento de los confines, que dirigía Nicolás Casullo. Es el caso de “Territorios del presente. En la isla urbana” y “Tonos antinacionales en América latina”, todos ellos conectados al ensayo Literaturas postautónomas, que Josefina había compartido antes de manera informal entre amigos. Esas entrevistas son casi el único material que permanece subido a su blog, del que fueron eliminadas su biografía y CV, al parecer por ella misma.

Se ha caracterizado a Aquí América latina como un manifiesto, como el reverso de lo que sería por definición el estilo provisorio encuadrado en una hipótesis. La primera observación, sin embargo, atañe a su momento histórico; estas líneas procuran recordar ese contexto. Ludmer identifica y documenta la primera década del siglo XXI, esos años de bisagra, el breve período en que las tecnologías de la palabra ya han comenzado a desmantelar los pilares del orden ilustrado, la industria del libro y la prensa, el diálogo que iba de uno a la otra y viceversa, y empiezan a reformularlo todo bajo los parámetros visuales en red. Evaluado hoy, a diez años luego de su edición y a dos décadas de su primer registro de la época –me refiero al 2000, el Año Cero de estos ensayos–, el panorama literario tal como ella lo describe ha acelerado muchas de las dinámicas descriptas, lo que da al texto una cualidad anticipatoria y diagnóstica, y al mismo tiempo retrospectiva, mientras otros acontecimientos parecen haber sido superados por ese mismo desarrollo, que no podía calcularse entonces, dado que no ocurrió al cabo de una evolución sino de saltos tecnológico-industriales. Así, hoy quedan en una era anterior algunas estrategias temáticas de las casas de edición, implementadas desde los años noventa en adelante en Argentina y analizadas aquí por Ludmer. Las colecciones de novela histórica, de las que Josefina toma algunos ejemplos, o las políticas de la lengua en España se estandarizaron, sufrieron reveses ante el ascenso de otras identidades lingüísticas; la creación de nichos de lectura ha sido vertiginosa. Si pensamos en las decenas de títulos publicados cada mes por las grandes editoriales globales –que sugieren que la industria asfixia a la literatura simplemente por spam, o que, mejor, esta parece capaz de spamizarla también por vía de la promoción–, si reparamos en las campañas y el lobby a favor de ciertos autores, en las maniobras de las agencias en el campo literario, el paisaje ya no se ajusta al que Ludmer describe. Propulsados por proyecciones comerciales más o menos simples y aleatorias –un título, tema o escenario, la fotogenia, los ecos fonéticos de un nombre–, los grandes factores activos de un libro ya se mueven solo a escala global, prescindiendo de la recepción crítica, adelantándose a ella y, por lo tanto, desactivando su impacto.

Una afirmación recorre los artículos y es su fundamento maximalista: la era de la autonomía del arte, conceptualizada por la vanguardia histórica de los años veinte y que atraviesa el siglo pasado con discontinuidades y reconexiones, quedó clausurada al concretarse el imperio de la democracia liberal, con la caída del Muro. Transitamos de lleno la postautonomía del arte y la literatura. Se han liquidado así los debates grandes y pequeños del siglo XX, desde el “arte comprometido vs. arte por el arte”, “literatura vs. mercado”, “literatura de izquierda vs. literatura de derecha”. Y eso es así porque “todo lo cultural (y literario) es económico y todo lo económico es cultural (y literario)”.

El segundo postulado es que, si la realidad se construye entera y sincronizadamente en los medios masivos, a fines de los noventa el proceso de convergencia digital hizo que la ficción ya no pueda distinguirse de la esfera real. Si desde los años sesenta sabemos de la construcción social de la realidad, el acceso masivo a la producción y distribución de contenidos hace que hoy estemos ante un nuevo régimen totalizante, al que Ludmer llama realidadficción. Se sigue que el valor intrínseco de la literatura ha caído y apenas se conserva, en su antigua formulación, en algunas narraciones, aunque a modo de rémora. Quienes se aferran a los parámetros y certezas de la autonomía, sugiere, están condenados al anacronismo crítico, pero también a un lector no contemporáneo, inercial y arcaico. Lo que da sentido a la literatura hoy es su capacidad de articular con otras narrativas y discursos participando de la “fábrica de presente”, en sintonía de temas y en tiempo real.

Buenos Aires, Año Cero

Los artículos se organizan en dos secciones: las “Temporalidades” y los “Territorios” de esta América latina. “Temporalidades” se abre con Ludmer en modo cronista urbana. Parte de un diario fragmentario: la bitácora personal del año 2000, la ciudad vista en sus augurios de apocalipsis. Corresponde, en términos biográficos, al diario de un año sabático, preludio de su regreso definitivo al país al cabo de su período de docencia en Yale. Preparatorio de la vuelta, es un reconocimiento del terreno a escala ampliada. ¿En qué tiempo está escrito? El relato reclama que se lo piense como testimonio de un paisaje cultural de cierre.

En los años siguientes, Josefina vuelve a esos diarios y su revisión motiva esta temporalidad aplazada, de pasado reciente revisitado y corregido, el registro de un ocio dedicado a la amistad en la cultura compartida. Josefina, espectadora de teatro y televisión. O mejor, lectora de TV y espectadora de la literatura, en un intercambio de perspectivas. Lo que ve y estudia ocurre en el tiempo de un corolario preciso, el desarrollo al cabo de los años de recesión económica, que han ido profundizándose y conducen al estallido. Propone ese año 2000 como fin del ciclo comenzado en la recuperación democrática y cerrado a diez años de la caída del campo socialista. Ese “tiempo neoliberal en América latina”, con la temporalidad vertiginosa del mercado, tiene una marcha acelerada respecto de los tiempos de la política en el siglo XX, que son de lentitud institucional.

Asimismo, su Año Cero evoluciona en el estado de memoria de una Buenos Aires más obsesiva que cualquier otro sitio del mundo, dado que en ella se superponen la memoria nacional y la global –la memoria de los setenta y el horror de los desaparecidos, reelaborado en los procesos judiciales, luego abortados y clausurados por la amnistía, y la de los noventa, con los atentados de 1992 y 1994 a las instituciones judías–. Según Ludmer, estos marcan el prólogo vernáculo del duelo que llegará pocos años después con los atentados a las Torres Gemelas. La ciudad de los ataques antiisraelíes es “un ensayo de futuro o memoria del porvenir”, el precio pagado por la sincronía con las campañas bélicas de la globalización.

“Temporalidades” pide ser leído bajo el código del diario personal, si bien la demora en la edición también lo acerca al género epistolar tradicional, con su retraso en la lectura. ¿A quién está destinada esta crónica de un tiempo en común? ¿A interlocutores que residen en otras latitudes, o bien a los coetáneos olvidadizos? Por momentos, la desmemoria cae sobre la cronista, quien no se halla en Buenos Aires a pesar de haber vivido toda una vida aquí, al punto de que Héctor Libertella le recuerda, en una síntesis oral durante un paseo, los hitos urbanos de la ciudad transfigurada hasta lo irreconocible por la modernización privatizadora del menemismo, hasta que en ella ya no se puede leer el pasado. En verdad, esa desmemoria parece obedecer al cambio de foco, al salto de perspectiva de quien debe graduar la visión otra vez a la escala local.

Cinco años después de ese sabático, en 2005, Josefina regresó definitivamente a Argentina. Su diario revisado no abandona la interpretación de su mirada cotidiana. Entresaca de las entradas originales lo coyuntural que se haya vuelto poco relevante, compone su memoria corregida en tiempo especulativo. En este sentido, también Josefina, como el ánimo social que describe, va de la memoria al presente absoluto –describiendo ese tiempo complementario o de parábola que estudió el citado François Hartog, ese péndulo que va de una al otro, de la memoria a la fugacidad de la experiencia–.

Sin embargo, tampoco se limita a aquello que tuvo continuidad en la década siguiente. Es el testimonio de un momento decisivo, la mirada de una observadora excepcional, y resultaría interesante cotejarlo con otro diario de tráficos culturales desplazado en el tiempo, fechado antes y después de 2001, me refiero a La intemperie, de Gabriela Massuh.

Sus ficciones nocturnas conforman un archivo personal de cine, teatro y libros; ve ficciones nacionales en series televisivas. Es un ejercicio de asombro volver a este inventario. Primer anatema, el reunir narraciones híbridas en un continuo de sentidos y relato, contra el dogma de la especificidad. No podrá pronunciarlo sin antes postular que su “sistema literario no implica jerarquías ni valoraciones. No tiene centro ni periferia ni arriba ni abajo porque es un sistema hecho de tiempos y de visibilidades”. El hecho de aparejar literatura y series televisivas en la imaginación pública borra lo establecido por décadas de protocolo inmanente.

Lo que Josefina ve de Argentina en ese año sabático preexiste a las novelas. Estas vienen a completarlo, articulándose con otros discursos en la fábrica de presente. Un secreto para Julia, Letargo, El mandato, Lesca diseminan y multiplican la obsesión memorialista argentina en sus principales planos, a la vez espacios públicos y privados: la familia y una colectividad judía que se superpone a la totalidad del país debido al estado de duelo. De hecho, el componente judío es el diferencial argentino en América latina, según Ludmer, la fracción que se superpone al todo nacional constituyendo al fin la singularidad por vía de otra identidad inmigratoria, como si solo lo judío pudiera ser identificado del país hacia adentro en coincidencia con lo percibido desde el exterior –su tradición ilustrada, junto a una memoria luctuosa destinada a internalizarse como presente perpetuo y recargada cíclicamente por el fracaso de la pesquisa y el escándalo judicial–. La muerte de Alberto Nisman, que Josefina no vio, actualizaría la secuencia, frustrando una vez más el cierre y la reparación simbólica.

Se hacen cargo de esa memoria un puñado de novelas que subrayan las omisiones del gusto académico. Los juegos de Josefina con el malditismo –maldito es quien “dice en voz alta verdades feas”, citando a Christian Ferrer sobre Barón Biza– se extienden a sus propias omisiones. Son páginas en las que abunda en yuxtaposiciones llenas de ironía, irritantes algunas, que avecinan en un mismo renglón a autores que, podemos imaginar, por entonces se despreciaban entre sí. El contrapunto de un orden posible emparenta al Jorge Asís de Lesca, el fascista irreductible con José Pablo Feinmann y su novela El mandato, yendo de uno al otro como quien lleva y trae, igualando al alto funcionario del menemismo en el sistema internacional con el ensayista y profesor investido como intelectual emblemático del gobierno kirchnerista. El Feinmann novelista es también el contemporáneo de Ricardo Piglia, y su primera novela, Últimos días de la víctima, fue opacada al coincidir con Respiración artificial, mientras Flores robadas en los jardines de Quilmes se imponía como best seller y encarnaba la tradición de la crónica de época, con su oralidad actualizada y poscortazariana –entre su colección de ironías, le atribuye a Feinmann “el universo Beatriz Guido”, con sus burgueses en decadencia, en un toque de sarcasmo que alcanza a ambos–. Estas páginas del artículo son un flashback directo a las polémicas de los años ochenta para liquidarlas… Son autores y relatos a los que el lectorado académico –y su propia comunidad de lectores– no habría leído así por afinidades electivas ni por la inercia de los circuitos de lectura prefijados. Asís-Feinmann, analizados en un voluntario paréntesis de neutralidad, ajenos al subrayado ideológico de la toma de posición, gracias a que ha dejado de regir la oposición política-literatura. El efecto es liberador, repone las obras, amplía el debate sin dejar de recordar la historia de esos debates.

Antes de todas estas maniobras, Ludmer ha tenido que desactivar la prerrogativa del juicio para determinar qué es “buena” o “mala” literatura. Se trata de un giro de la razón crítica y sus protocolos –obligándose a sí misma, incluso descartando el gusto personal, según dice, ¿para sentirse más contemporánea?–. Ha dejado atrás el tejido “literario” como pertinencia de lo que merece ser apreciado devaluándolo como “culturoso”–un etiquetado que emplea con ánimo de “desenmascaramiento” y que causó y causa irritación–. Porque, ¿no sería esa densidad referencial “literaria” una de las características aún perdurables de la literatura argentina? Es indudable que esta característica, todavía observable, es la que más rápido ha perdido su masa crítica de lectores –en el sentido de una cantidad “necesaria” o funcional para cierto consenso de lectura–. ¿Pero basta ese rasgo para indicar que pertenecen a un pasado anacrónico, que excluiría a esas obras de participar en la fábrica de presente? ¿Por qué no interpretarla como resistencia a la homogeneidad del presente? Por otra parte, ¿cómo es leído –y eventualmente traducido– ese rasgo en otras latitudes, dentro de la misma lengua, sobre todo porque es un rasgo que todavía produce ficción? Y además, ¿debería importarnos ese readership mínimo, vital y móvil cuando un solo lector puede constituir “un mercado”? Como en El árbol de Saussure, la novela “vanguardista” de Libertella. Ese lector, que porta en sus hombros la carga funesiana de la literatura argentina y logra la supervivencia, ¿no se sobreentiende en la obra proliferante de César Aira?: en un panorama superatomizado, una literatura a la carta, una novela para cada lector.

Territorios

Esta sección presenta el corolario de las indagaciones de Josefina Ludmer en el último tramo de su estadía en Yale. Esa cátedra latinoamericana, cuyo alumnado reúne bajo la universidad del imperio a todas las nacionalidades al sur de su frontera, es determinante como escenario de este corpus de narraciones. El recorte de lo global llamado Hispanic, esa categoría inmigratoria, se multiplica en los lectores a los que apela, que también los sobredetermina en sus edades. Entendiendo que esa sí es una división de las más insalvables, recorre todos los artículos la voluntad programática de acercarse a generaciones más jóvenes, en lugar de obligar a estas a atender al maestro. En contraste con sus libros anteriores, en los que examina las literaturas argentina y latinoamericana asumiendo en cada caso el paradigma de un corpus específico y autocontenido, aunque enlazado a postulaciones teóricas, aquí la ambición monográfica se disemina al ensamblar los artículos en favor del panorama regional. En la segunda parte del libro, su lectura toma como unidad la región, inseparable del modo en que la academia estadounidense ha limado las singularidades nacionales volviéndolas no solo comparables sino homogéneas, casi equivalentes. A diferencia de sus libros anteriores, Josefina vuelve no solo a autores vivos; algunos de ellos están al comienzo o en mitad de su ciclo creativo.

Es esta quizá su sección más perfecta, con ensayos independientes que articulan más de una docena de novelas, no para un contracanon, como en El cuerpo del delito, sino anticipando un paisaje de hiperatomización, sujeto a políticas editoriales y maniobras anabólicas de marketing. Héctor Abad Faciolince, Diamela Eltit, Antonio J. Ponte, Mario Bellatin, César Aira, Washington Cucurto son algunos de los autores que perfilan (y literalmente crean en tiempo real) las nuevas coordenadas de la “isla urbana”, en cuya unidad se conectan entre sí todas las nacionalidades. No se trata de una simple metáfora; recibe el tratamiento de una categoría crítica, hecha de subdivisiones topográficas, geopolíticas y de subjetividades que trazan un territorio.

En su visión de las ciudades inminentes, priman estudiosos fundamentales de la urbe globalizada, autores como Saskia Sassen y Mike Davis, entre otros, pero su desafío es articular esas visiones del momento en que se ha consolidado ya ese “planeta de villas miseria” con las ficciones del territorio latinoamericano, el más vasto unificado por una lengua y por circunstancias históricas. Pertenecen al ordenamiento pasado todas “las divisiones y oposiciones tradicionales entre formas nacionales o cosmopolitas, formas del realismo o de la vanguardia, de la ‘literatura pura’ o la ‘literatura social’ o comprometida”. Se han contaminado las identidades literarias, que también eran políticas. Asimismo, como la literatura “ya no es manifestación de identidad nacional” tampoco puede entregar una utopía –aquel documentalismo de lo real en términos ficcionales que denunciaba y/o prefiguraba realidades–, sino apenas adelantar los bordes de cada apartheid. En sus relatos, la isla urbana precipita detalles, pasos y grados de segmentación: sus materiales son lo que por definición quedará fuera de la Historia. Más que como reflejo, define la literatura como oráculo y laboratorio de los acontecimientos.

Es en “Identidades territoriales y fabricación de presente” donde se desarrolla el postulado central. Transitamos la postautonomía. Ludmer pone en esta noción el punto conclusivo de todas las oposiciones y polémicas que dominaron –y ordenaron– la literatura hasta los noventa. Atribuye al período de vigencia de la autonomía la potencia emancipadora y hasta subversiva de la ficción. Dado que se basaba en el postulado, siempre sometido a presiones, de que la “buena literatura” podía arrogarse el derecho de apelar a su propia racionalidad, esta ya no puede ejercer su autarquía ni maniobrar dentro del poder. Ahora el interés –así como en las artes reemplazó la noción de belleza, el interés reemplaza la noción de maestría incluso en el nivel artesanal– ya no está sujeto a una superioridad inmanente de la ficción, sino a su aptitud para conectar con lo real en un modo complementario novedoso, ni puramente ideológico ni ingenuamente documental, bajo el régimen de la realidadficción mencionada. Su capacidad mimética y utópica es desestimada en favor de esta inmediatez y plasticidad para contribuir al torrente de la imaginación pública.

Está implícito en su magnífica lectura de los nuevos tonos antipatrióticos en América latina –entiendo que una de las primeras–, en la que examina un conjunto de novelas que pueden ser leídas como repudio al concepto de literaturas nacionales, en registros por momentos afines a la sátira o a la diatriba, contra el doble estándar de los discursos públicos en la región, independizadas de cualquier forma de corrección política o aspiración ideológica. Son novelas que se proponen narrar lo que consideran incorregible.

En esta serie de Ludmer, los tonos antipatrióticos parecen una progresión de su propia obra, sobre todo de El cuerpo del delito. Estos nuevos “cuentos” de las ideologías nacionales pertenecen a las víctimas éticas, porque para de-sacralizar la patria primero han tenido que liberarse de los imperativos del compromiso político y la utopía, e incluso de la integridad subjetiva. Los tonos antipatrióticos, ese más allá que resistió a las maldiciones, solo son posibles cuando la figura del escritor como intelectual, ligada a las literaturas nacionales en América latina, lleva décadas malversada o extinguida. El escritor ahora puede denostar el propio origen, incurrir en la traición del lengua larga contra el Estado, porque ya no forma parte de ese nosotros. Ha sido excluido u optó por el soliloquio del exilio interior para conservar la integridad lejos de esas coordenadas, refugiándose en una identidad global en la que la extranjería implica un presente intensificado. A cambio del desarraigo, la libertad de esa lengua desatada: un megáfono para las “verdades feas”. Es posible cambiar de nombre –Vega–, como pronto será posible mudar de sexo; la voz ficcional puede construirse de espaldas a la tradición y la utopía.

Sin su apreciación crítica temprana (Josefina hizo circular El asco con entusiasmo y de manera personal en una precaria primera edición), la lectura de estas novelas quizá habría sido subestimada, como un corpus antiprogresista. Se trata de ficciones que, por otra parte, confrontan parcialmente sus propios postulados sobre la postautonomía, dado que tienen una asimilación anómala en el naturalismo, al que por otra parte tributan. En ellas, las costumbres dejan de ser el fondo documental realista para saturar el primer plano, sometidas a distorsiones hiperbólicas en las que lo real aparece desfigurado por la subjetividad del desprecio. De hecho, las costumbres son la razón de ser de estas novelas, que invocan, con un gesto inaugural, la fuerza transformadora del odio. Malditismo supremo, hay en ese odio una valentía ligada al impulso de desenmascaramiento, que convierte al narrador en otra clase de héroe. En ambos, el odio/asco, como antes supo serlo la patria al calor de la utopía, resulta inseparable de la primera persona, esta vez del singular. En ellas, el repudio antipatriótico no conduce al asco por sí mismo, sino que redime de las pestes de la nacionalidad. Fernando Vallejo, Horacio Castellanos Moya, precursores de los haters.

Entre los méritos de estos ensayos de Ludmer, se distingue su precisión para anticiparse a las dinámicas de estas décadas, la definición de los factores que acarrearon la erosión del encantamiento colectivo con la literatura (el poder de presentar mundos alternativos e incluso de cambiar la realidad, su sugestión utópica) y la disolución de la ficción en el océano de relatos que multiplica y disemina la comunicación en red. Ludmer describe con exactitud la realidadficción, el régimen en el que todo acontecimiento y reclamo de masas tienen su traducción artística inmediata: si Argentina acuñó el motivo de los Siluetazos, según José Burucúa, lo hemos visto hoy más que nunca en las performances y flashmobs de luchas sectoriales y partidarias, en el guionado Delacroix de la doble bandera en el monumento del general Baquedano, en Santiago de Chile a fines de octubre de 2019. Josefina hace un relevamiento del contexto preparatorio, cuenta “el futuro de un pasado” mientras este aún se transita, en calidad de vestigio no del todo extinguido. Es el presente en estado de recuerdo anticipado (en el que, por ejemplo, el desocupado se hace presente en imágenes ofrecidas en modo negativo, como se decía del clisé de una foto: en el pasado obrero y sus protocolos, creencias y rituales, de Boca de lobo, de Sergio Chejfec, hoy leemos una disección del orden patriarcal).

Es que otro hecho está sucediendo y recorre estas piezas como una corriente subterránea: la certeza sobre el devenir de las ciudades está consumándose en esos precisos años, el mundo duplicado en la web (“desrealidad real que crea un mundo segundo llamado virtual, sin tiempo ni espesor ni resistencia, donde cada uno puede estar a la vez en todas partes y por lo tanto en ninguna”). Es allí, en la innovación tecnológica y en el mercado, que se aloja la única forma utópica con la autoconfianza y la agresividad necesarias para materializarse. Y es la caracterización que hoy se cumple, en ocasiones del modo más destructivo. En estos últimos años parece irrefutable que identificar utopía e innovación es un fósil de la velocidad de los avances, una de las ilusiones y optimismos de los precursores, clausurados al final del siglo XX. Ludmer escribe estos artículos durante el ciclo del gran salto en la convergencia tecnológica, que entre la masificación de Facebook, alrededor del año 2000, y el primer smartphone Android popular, en 2008, cambiará el mundo tal como lo habíamos conocido, extendiendo a millones la experiencia de producir y distribuir realidadficción. Toda forma de narrativa, tanto la literatura como la producción audiovisual, verá amplificada y redireccionada su distribución –con cuotas de autonomía ilusorias–, llevando la experiencia del tiempo hasta el vértigo. En la práctica, las revistas culturales y los medios gráficos, que tradicionalmente obraban como mediadores entre libros y audiencias, se convertirán en productores de contenido para los buscadores digitales. Ludmer no los menciona porque están ocurriendo en el mismo período de su revisión, pero parece darlos por sentado al anticipar sus efectos. Escribe y piensa la narrativa justamente en ese compás de giro decisivo, cuando las megaempresas tecnológicas pondrán a punto los dispositivos que harán migrar las palabras del papel a la fibra óptica, convirtiendo la tinta en luz, en esa estrecha pasarela de tiempo en que los buscadores todavía no se han monetizado por completo. Comparada con el régimen actual, esa década todavía pertenece al ciclo utópico de idilio entre Internet y sus usuarios.

El desafío de Josefina consistía en cartografiar los pasos de corte, radicales por su velocidad y extrañeza. En sus postulados, vibran el sinceramiento de cierto hartazgo personal y la búsqueda de una autenticidad renacida y juvenil, como cuando se pregunta si habrá novelas antinacionales en la literatura argentina que no hemos sabido leer, por simple desatención o comodidad. En esa breve biblioteca, podríamos incluir hoy algunos libros disidentes, entre ellos, Oración, de María Moreno, Las teorías salvajes, de Pola Oloixarac, y La dificultad, de Tomás Abraham.

“Hoy vivimos una transformación de la experiencia del tiempo”, escribe al comienzo del libro. En su diario del sabático, en una entrada de noviembre, la descripción de esa nueva textura temporal, cuando “los días se superponen, las mañanas y las noches se fusionan y los órdenes temporales de las ficciones se fracturan en miles de imágenes y palabras en movimiento que entran en conexiones múltiples con otras miles de imágenes en todo tipo de espectáculos y acontecimientos públicos del 2000 en Buenos Aires”. Con los años, no me cabe duda de que Josefina intuyó el paisaje viral; este se desencadenaría con la masificación del smartphone. Por empezar, por primera vez para la humanidad, la ubicuidad se ha materializado, de modo que la palabra aquí, el aquí del título, el que anclaba la palabra, se ha vuelto un dato móvil.

Es por eso también que el libro tuvo lecturas defensivas, bajo el signo de las literaturas nacionales amenazadas –el aquí como ancla de la voz y los relatos–. Reproches particulares despertó el empleo recurrente del prefijo post, para indicar ese tiempo inestable que sigue a la posmodernidad; como en todos los casos, el llamado postismo es empleado como fórmula subsidiaria de su original, para nombrar lo que aún no tiene nombre y está levando mientras se lo describe, tomado en su dimensión histórica pero ocurriendo en tiempo real.

El libro tuvo algunas críticas de tono muy ácido. Entre ellas, Miguel Dalmaroni, en Bazar Americano, objetó que sacara conclusiones generalizadoras a partir de una antología personal, poco representativa de la diversidad de las ficciones latinoamericanas; en otras palabras, por desestimar los respectivos panoramas nacionales, cuando estos son lo que la especulación busca liquidar. En 2010, el libro fue juzgado en algunos casos en el contexto de creciente polarización política. A la fecha de edición, faltaban todavía tres años para que la palabra grieta fuera pronunciada, y ella toma el concepto de “gran división” en buena medida de Andreas Huyssen y en relación con la memoria, incluso ligada al territorio. Pero se le reprochó no valorar positivamente la ola de cambios antiliberales en la región, exigiéndole, en otras palabras, un pronunciamiento político acerca del proceso chavista: lo regional se ha convertido en un asunto partidario. Josefina mantuvo su distancia de reserva, una posición neutra, en el sentido de convivencia que le da Barthes, que no queda anulado por la postautonomía. Nadie está obligado a opinar. Josefina Ludmer no necesitaba ser desenmascarada.

La lectura de Sandra Contreras, por el contrario, valoró aspectos del libro que, entendemos, son su motor: el rechazo visceral a sentir melancolía por una ficción que ya se encaminaba a dar un vuelco. (Cierto, melancólico era una palabra que Josefina empleaba con frecuencia y siempre en sentido peyorativo; al igual que antiguo o adorniano, en el sentido de apegado a la alta cultura, integraba su glosario de adjetivos lapidarios. También en esto hay un gesto de cruzar las generaciones). Otra sugerencia de Contreras fue uno de los aspectos deliciosos de la personalidad chinesca: la curiosidad a toda costa.

Josefina

Ludmer ejerció la perspectiva de género no solo en ensayos como “Las tretas del débil”, sobre Sor Juana Inés de la Cruz. Al mismo tiempo, apreciaba sin reserva a sus maestros de la universidad, a Tulio Halperín Donghi y a Ramón Alcalde (con quien se casó y tuvo a su hijo). A veces reivindicaba haberlo aprendido todo de David Viñas, quizá el último caudillo intelectual argentino, a quien el feminismo hoy podría plantear severos pies de página. En sus memorias, La comedia literaria, el catedrático peruano Julio Ortega, quien tan cerca estuvo en sus años en Yale, la evocó “entrecerrando los ojos, con una sonrisa china, de distancia dramática y complicidad irónica. Desconfiaba de las mitologías de origen”.

Josefina portó ese apodo desde la infancia por su peculiar manera de achinar los ojos al reírse –y se reía muy a menudo y con malicia–. China, esa identidad ambigua, de doble faz, vernácula y global, ese orientalismo telúrico, a la vez tradicional y siempre en armas. Trabajó y maniobró en el interior de los complejos relatos patrióticos con un gesto de olímpica autarquía y, aun así, no sin cierto sesgo de sobreviviente, propio de una generación que llegó a inmolarse.

Me tienta evocarla en los años en que volvió a vivir en Buenos Aires, recordar el gesto chinesco, una mueca de los ojos, y releer al calor de su biografía las astucias de su imaginación crítica, que tomaba los riesgos y las aventuras interpretativas como la mejor razón para ejercerlas. Ante cada prefijo post, no puedo dejar de leer ese doble antes y después que significó su emigración a la detestada New Haven, “la ciudad más racista”, a su criterio, “con una de las tasas más altas de criminalidad en los Estados Unidos”, en eco de esos tonos antipatrióticos aplicado a la ciudad de acogida. Emigración condicionada y parcial, la suya, de la que volvía cada verano, hasta su regreso definitivo al país y a los afectos, que cultivaba con dedicación pero que nunca la gobernaban de manera incondicional.

El obsesivo postismo finalmente se revela como género de la despedida. En estos años de ausencia, la imagino sonriendo así ante esta intervención directa –tirando a táctica blitzkrieg– en las lecturas y debates, en el campo de batalla ampliado a la región, anticipándose a las condiciones de lectura que se impondrían por circuitos aún más serpenteantes.

Los deleites de la patria, a los que no era insensible, rara vez se le presentaban de un modo simple o directo. Prefirió el albedrío que le entregaba una idea de la globalización desde un ángulo emancipador. A las extorsiones y malversaciones del discurso nacional –me consta que la Guerra de Malvinas no la hizo vacilar ni por un minuto–, respondió con El género gauchesco, que tuve la fortuna de reseñar, y El cuerpo del delito, por el que tengo gran admiración. Distancia dramática y complicidad irónica.

China habría cumplido 80 años el 3 de mayo del año pasado. Ahora pienso en ella, no solo en este libro sino en el tiempo al que me llevan algunas imágenes compartidas en él. Este es el testimonio de un trabajo para quienes asistimos a sus grupos de estudio, durante la dictadura, y de una amistad decisiva para mí, de cuánto voy a seguir extrañando su conversación para siempre.

Observa sobre Letargo que le encanta también porque en la novela de Perla Suez encuentra la prehistoria familiar en Entre Ríos, en las colonias judías (“el pasado de mi madre y mi familia materna, los Nemirovsky”). Josefina no dejó manuscritos. Todo indica que eliminó sus apuntes para un proyecto de memorias, del que sobreviven solo un par de páginas con nombres y fechas, más destinadas a su hijo, Fernando Alcalde. El nacimiento del padre, Natalio, en Moisés Ville, el de su madre, Bertha Nemirovsky, nacida en Manchester y criada en Basavilbaso, y una instantánea de la infancia en su San Francisco natal, en Córdoba. Dicen esas notas: “Para mí San Francisco era una ciudad dividida por las vías, que eran un espacio grande que separaba los bulevares 25 de Mayo de un lado y 9 de Julio del otro. No sé si las vías que cortaban la ciudad eran también sociales. Para mí los dos escenarios de San Francisco eran esas vías del ferrocarril y la biblioteca, que decidió mi futuro”. Leo esto y la veo, como a tantos chicos, en esas ciudades de provincia tan parecidas entre sí, fuera del tiempo o, mejor, perpetuamente ancladas en el tiempo del Centenario, caminando por grandes avenidas despobladas que llevan nombres de fechas patrias y próceres, con los rituales y el culto a una nación que festejará para siempre la independencia, cuando la literatura estaba del lado de los relatos compartidos.

Alguna vez China me había contado que en su familia hubo una tía abuela novelista, muerta en Auschwitz. Mucho tiempo después, indagando en páginas de genealogías y árboles familiares, encontré que el padre de Irène Nemirovsky, León –cuya figura inspira al gran financista de David Golder, su primera novela publicada– era el hermano de Isaac, padre de Bertha Nemirovsky y abuelo materno de Josefina. En esa novela de iniciación, muy apreciada en la Francia de entreguerras, el padre es retratado como precursor y partero del capital financiero, el que se adelanta a los cataclismos europeos forzando la circulación de inversiones anónimas; hay allí una referencia a la parte de la familia que se ha ido a probar fortuna en unas colonias judías de Sudamérica. Al publicarse Suite francesa, cuando se conoció la historia completa de Irène Nemirovsky, llegué a mencionárselo. La respuesta de Josefina fue tajante y desdeñosa: “Sí, es esa misma; una escritora realista”. Josefina quería debérselo todo a sí misma y apenas un poco a la tradición judía y el culto argentino de las bibliotecas. En cualquier caso, solo a ese fragmento de las mitologías de origen.

MATILDE SÁNCHEZ

Buenos Aires, agosto de 2020

Aquí América Latina

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