Читать книгу Después de matar al oso pardo - Josemaría Camacho - Страница 4
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Cuando volví a la conciencia estaba en un cuarto oscuro, sólo iluminado por el verde tenue del monitor cardiaco. Estaba sudado del cuello pero no tenía calor. Quizás sonreí. En mi cabeza estaba el mismo pensamiento que cuando me dejé ir en la ambulancia: despertar en un hospital. Aparentemente las cosas iban mejor. Recuerdo que sentía el pecho y el abdomen oprimidos, pero no recuerdo ningún dolor. Una sed estúpida sí, y la garganta reseca. Tuve tiempo para pensar en varias cosas. La principal: la fugacidad. Moví los dedos de las manos. De la cintura para abajo no sentía nada. Recordé la visión de mi pierna rota. Tal vez estaba bloqueado para evitar el dolor de hueso, que recordaba bien desde aquella vez que me quebré la tibia jugando futbol en la secundaria. Se siente como una astilla que rasca desde dentro, una oxidación interior, un dolor sordo y seco que es también opresivo y frío. Aunque esta vez no sentía dolor. Ignoraba, por supuesto, el tiempo que había permanecido dormido. Quizás era aún la noche del día en que se había caído el avión en que viajaba a Veracruz. Lo pensé así, palabra por palabra, para dotar de realidad la sensación de inverosimilitud que aún me acompañaba. Que me acompaña hasta hoy. Había sobrevivido a un avión cayendo al suelo. Divagué un poco más. Imaginé el avión visto desde tierra: pensé en un hombre caminando por el campo, escuchando un estruendo distinto, continuo y no de motor lejano en oleadas como el que suele llegar desde el cielo a casi cualquier punto del planeta. Quizás volteó hacia arriba y ahí lo vio, un avión volando bajo, dejando una estela de humo gris y negro, enfilándose hacia algún punto del terreno que conocía bien. Si traía sombrero estoy seguro de que se lo quitó y lo apretó con ambas manos a la altura del pecho. Mantuvo la respiración sin decir nada. Quizás no estaba solo. A lo mejor caminaba con dos personas más o se acababa de bajar de una camioneta. Lo imaginé así, mejor, manejando una picop, escuchando el estruendo, asomándose por el parabrisas, deteniendo el coche, abriendo la puerta y bajando una pierna al suelo. Lo supuse viendo el avión con llamas en el motor, adivinando su trayectoria, tratando de predecir el punto exacto en el que haría contacto con el suelo. Sus dos compañeros se habrían bajado de la picop y estarían de pie a unos pasos, uno más adelante que el otro, los tres mudos presenciando el desastre. Alguno de ellos quizás pensó que nunca se volvería a subir a un avión. Los otros pelaban los ojos para no perder ningún dato, sabrían que pronto tendrían que referir lo que vieron con el mayor detalle posible. Después el avión pasó una hilera de árboles y ya no pudieron seguirlo con la vista. Hubo unos segundos de silencio y parálisis visual. Luego una burbuja de humo negro que subió con velocidad y un ruido menor, como el que hacen las llaves al caer en la alfombra del coche. Una leve vibración en el suelo que habría viajado más rápido que el sonido. Y luego una explosión muy fuerte, más acorde con la que se supone que provocaría un avión —una cosa más grande que una casa, un edificio volador— al estrellarse contra el suelo a, quién sabe, doscientos o trescientos kilómetros por hora. Imaginé a esos hombres sonriéndose uno al otro y al tercero desconcertado: no a diario se puede presenciar algo así, una especie macabra de fuego artificial, de cataclismo controlado. Algo grave pasó, pensaron, algo que llenará las pantallas de televisión del mundo y nosotros lo vimos con nuestros propios ojos, a medio campo, por donde no hay nadie, convirtiéndonos en los únicos hombres sobre la faz de la Tierra que vieron la muerte de no sé cuántas personas al mismo tiempo. Mientras los imaginaba nerviosos y horriblemente divertidos, con el corazón a galope, pensé en la posibilidad de que ellos me hubieran imaginado a mí o a los demás pasajeros adentro del avión que caía. Me imaginé a mí mismo en tercer grado, a través de la imaginación de alguien imaginado por mí. ¿Seguiría algo anestesiado? Sí. Dentro de mi cabeza esto era un simple divertimiento, tan alejado como una historia de ficción. Por un momento dudé de lo que había vivido dentro del fuselaje, como si lo hubiera visto en una película muy realista. Mientras lo recordé no sentí electricidad en el pecho ni un vacío en el estómago, no hubo nervio: estaba pensando en lo que me había sucedido como si no me hubiera sucedido, en la forma de una crónica leída en el periódico acerca de la suerte de inmigrantes rumbo al norte. ¿Cuál norte? Esos hombres estarán hablando aún de lo que vieron en la mañana. Esos hombres han de existir.
Pasé la noche deseando agua pero nada más. Aún no me aburría estar en una cama de hospital. Me venía bien el descanso, llevaba semanas atado a una rutina asfixiante entre tazas de café, trámites bancarios, juntas con proveedores y pláticas insulsas con clientes frecuentes: escritores de libros, músicos y actores de teatro mal pagados. No me animaba a levantar la cabeza, era de noche. Así, inmóvil, con la mente despierta pero el cuerpo sumido en un profundo ahorro de energía, me fui quedando dormido de nuevo.
Abrí los ojos la mañana siguiente. Sentada a mi lado, como lo había presagiado, estaba mi madre. Miraba distraída la punta de un árbol que llegaba hasta nuestra ventana. Debíamos estar en un piso alto. Quise mover la mano para tocarla, para hacerla voltear, pero pesaba demasiado. Moví apenas los dedos. Lo más que pude hacer fue raspar la garganta para llamar su atención. Volteó a verme con rostro de esperanza. Sonrió. No dijo nada para no hacerme hablar, pero estaba muy emocionada. Sus ojos de inmediato se llenaron de lágrimas. Me tocó la frente y se soltó a llorar, pero para adentro, como siempre lo hace. Hay un punto en el que la risa y el llanto convergen, se parecen mucho: esas fugaces contracciones faríngeas, la cabeza rebotando brevemente como diciendo que sí a un asunto menor aunque urgente, explosiones nasales de bajo gramaje. Cuando el llanto, además, es producido por una emoción feliz que llegó de súbito, no sólo se parece a la risa, sino que se convierte en ella y de vuelta, como la materia y la energía. Así volví a ver a mi madre después de haber tenido la falta de cortesía de no visitarla durante los meses más recientes. Para ella no importaba. Mientras la miré mirarme y llorar-reír, pensé en lo que pudo haber vivido. Habrá visto en las noticias que un avión se cayó, la habrán contactado de la aerolínea, la habrá telefoneado un familiar morboso, quién sabe. Pero hubo un punto en el que ella, esa madre —que se llama Lucía— se enteró de que su hijo iba dentro de un avión que acababa de estrellarse en las faldas del Pico de Orizaba. Imaginé lo que sintió. Yo había estado en el avión, pero había sobrevivido. Enterarse de que un hijo viajaba en un avión que se cayó es mucho más grave. Ahora le ponía fin a ese ardor de pecho, a esa angustia cancerígena que duró mucho más que tres minutos. Quién le sobrevivió a quién. Estábamos los dos mirándonos en esa cama de hospital firmando así el cierre de un capítulo que pudo haber sido macabro y desmembrar una familia, pero que no era sino una futura anécdota que me separaría —me gustara o no— de casi la totalidad del resto del mundo.
—No hables, estás muy débil —dijo planchándome la frente.
—Me siento bien… un poco golpeado. Como que ya me desperté pero mi cuerpo todavía no —le dije. Tenía la garganta muy seca, soné como un viejo.
—Descansa, estás muy bien, no te estás muriendo.
—Si no me maté en la caída, no me voy a morir aquí acostado.
Traté de incorporarme, pero tenía los brazos como dormidos. Le sonreí.
—No te pares, te vas a marear. Aún tienes anestesia.
—¿Cuánto tiempo pasó? ¿Hace cuánto? Dime, ándale, ponme al tanto.
Entonces ella se puso seria, como corresponde cuando se va a hablar de un muerto o de más de veinte. Me dijo que el avión había perdido un motor en pleno vuelo, que había estado cerca de aterrizar de emergencia en un valle, pero que el suelo no estaba uniforme y que la cosa se había convertido en un verdadero accidente, en un choque. Me dijo que el piloto estaba muerto, pero que me había salvado la vida. Que había logrado frenar mucho el avión. Me dijo que habían pasado dos días antes de que despertara.
—Sí desperté. Creo que anoche, pero ya no sé. Estaba oscuro y me sentía muy cansado: me volví a dormir.
—Pues claro que estabas cansado, mijo.
—Pero por qué, si no hice ningún esfuerzo más que ponerme duro diez segundos. Dame agua, me arde la garganta.
Me acercó un vaso con popote. Me dijo que me habían operado. Esa sí era noticia. Pero estaba más intrigado por saber más detalles acerca del avionazo. ¿Cuántos muertos?
¿Qué ocurrió en detalle? ¿Cuánto tiempo pasó entre que caímos y nos rescataran? En ese momento no me imaginaba que las minucias las escucharía una y otra vez hasta aprenderme de memoria nombres, fechas, horas y apellidos, trayectorias, causas, muertes, seguros y cantidades en millones de pesos. Quería saberlo todo en ese momento, pero más tarde, veinte o treinta días después, hubiera preferido no haberme enterado de nada y seguir mi vida así nomás. Despertar del accidente no había generado aún una epifanía, gradualmente me daría cuenta de que no la tendría tampoco después, pero habría de pasar un largo proceso de aprendizaje que me dejaría en la cabeza ideas más claras en torno a los conceptos de finalidad y causalidad, pertinencia, moralidad y muerte. Más claras no significa nada más que más claras, ni más hermosas ni más imponentes: los conceptos permanecen a pesar de la comprensión que se pueda tener de ellos.
Mi madre se cuidó de no contarme mucho. No dijo cuántos muertos ni de qué me operaron, tampoco dijo si alguien había tenido la culpa. Me imaginé que el psicólogo del hospital habría hablado con ella acerca de la forma en que se debe tratar a un recién resucitado. En ese sentido es como volver a nacer, sólo en ése. Cualquier cosa que escuche alguien que despierta después de un largo sueño, después de estar al borde de la muerte, puede interferir en su psique, anudar los hilos de la mente, causar traumas o generar conductas y humores crónicos. Yo quería saber, pero cada vez que preguntaba acerca de mi salud sólo recibía prescripciones de sueño y de descanso. Lo más raro es que me sentía muy cansado, como si hubiera corrido una maratón sin haberme levantado de la cama. Mi espíritu habrá hecho varios viajes, al limbo, al cielo, a la nada.
Llegó la tarde y nos encontró en silencio. Hay más personas que quieren verte y están apostados ahí afuera, me dijo. Desde que te bajaron a terapia intermedia pueden entrar, pero les he dicho que estás muy cansado y un poco confundido. Sé cómo odias la imprudencia y a veces también la compañía. De hecho te voy a dejar solo otra vez, concluyó. Se levantó y me besó la frente. Yo tenía muchas preguntas. Quería saber, entre otras cosas, quiénes estaban ahí afuera. Quería saber si Irene, mi exmujer, había venido a verme convalecer o morir en una cama de hospital. Me quemaban las ganas de saber si habría traído a sus hijos o a su marido, si yo figuraba en el pasado colectivo de su familia. Habían pasado diez años desde que nos separamos, cuando teníamos los dos treinta y tres. Ella se embarazó a los pocos meses de la separación. Luego se casó y se embarazó de nuevo. Tenía un hijo de nueve y otro de siete: me superó sin darme la revancha. No me dejó volverla a ver aunque nos encontramos varias veces en Coyoacán. Nunca vi a sus hijos. La odié por años, pero en ese momento me habría venido bien que entrara y nos estuviéramos callados mucho tiempo, como hacíamos después de coger al principio de nuestro reinado. No le pregunté a mi madre. Era más que probable que ahí afuera estuvieran mi socio y mi padre, o mi hermana. Preferí quedarme solo.
Seguí a mi madre con la mirada hasta la puerta del cuarto. Cuando salió quise incorporarme un poco y lo logré. Amontoné las dos almohadas y me recosté a 45 grados. Me dolió la espalda como si en lugar de músculos tuviera sólo desgarros de hule. Entonces vi que mi pierna derecha ya sólo llegaba hasta la rodilla.
Me sorprendió mi poca sorpresa. Me extrañó que mi madre no se hubiera apresurado a enlistarme todas las bondades de estar vivo, lo importante que es sobrevivir a un golpe de ese tamaño sin haberse dañado el cerebro o algún otro órgano vital, lo increíble que resultaba que mi nervio oftálmico siguiera conectado a mis globos oculares y otras cosas de importancia bárbara en cuestiones de salud; en fin, que no me hubiera preparado psicológicamente para recibir la noticia de que había perdido una pierna. Quizás pensó o le habrían dicho que no me lo dijera de inmediato y, al ver las dificultades que estaba teniendo para moverme, asumió que permanecería sedado y acostado hasta el día siguiente. Estoy muy seguro de que fue así, aunque después ya nunca le pregunté por qué no me lo había dicho en nuestro primer encuentro, como si no fuera algo relevante de mi condición. Infiero que fue recomendación del psicólogo del hospital por lo que pasó después —que estoy cerca de empezar a relatar— y que tiene que ver con muchos protocolos generalizados, que se enseñan y se ponen en práctica en muchos hospitales del mundo, para lograr un correcto tratamiento familiar de pacientes que han sobrevivido a un siniestro importante. Nos tratan como bebés, como si no supiéramos estar conscientes de la importancia de haber sobrevivido y la necesidad de aceptar algunos cambios después de un accidente así. Recuerdo haber mirado el hueco donde debería haber estado la parte baja de mi pierna derecha y encontrar, bajo las sábanas, un suéter hecho bola tratando de hacer bulto. Mi madre habría metido eso ahí unas horas antes para que no me enterara de que me habían cortado una pierna, como si no me fuera a enterar más adelante de tan menudo detalle. Luego pensé en el bloqueo de la anestesia. Estuve convencido de que era parte de un elaborado plan de acción fraguado por el psicólogo, encaminado por el cirujano y ejecutado con discreción por él y por mi madre para que la recepción de la noticia de mi nueva discapacidad fuera una pluma que cae, suave, ligera, sin hacer ruido.
Independientemente de cuándo o cómo me enterara, había una parte de mi cuerpo dentro de una de esas bolsas de basura color amarillo que se usan en los hospitales para manejar residuos orgánicos en su camino al horno o a una fosa común de partes de cuerpos, quién sabe. Antes de preguntarme por mi vida futura, me dediqué a calcular la odisea de mi pierna, desde la sala de quirófano hasta su inserción de vuelta en la vida natural del planeta. Por supuesto me imaginé la pierna calzando aún medias y zapatos, como si me la hubieran cortado en el lugar del avionazo o tan rápido que no hubo siquiera tiempo de descalzar al muerto. Porque era una pierna muerta. Pensé el hueso roto atravesando la piel: eso sí era realista. Luego fue imposible no pensar en la técnica que usaron para separar la rótula de la tibia y de la piel. ¿Qué usaron? ¿Segueta? ¿Sierra eléctrica? ¿Una rebanadora de carnes frías? Me costaba trabajo imaginarlo pero, cuando lo lograba, la imagen era curiosa porque era la de otra persona. Es decir, imaginaba mi cuerpo pero visto desde un punto ajeno, no desde donde lo veo siempre. Veía a los doctores diciendo que no en el quirófano, dándole los pulgares abajo a mi pierna, mandando a la enfermera por esas otras herramientas que normalmente no se meten a la sala de operar junto al bisturí. Tijeras… tijeras. Gasa… gasa. Sierra eléctrica… ¿Cómo fue el momento? En cada caso reconstruí en la cabeza la escena conmigo como espectador, de pie junto a la cama donde estaba tendido soñando con la lluvia e ignorando por completo la realidad: que unos tipos estaban cortándome la pierna a la mitad para no tener que cortar después desde la ingle.
Muchas de estas cosas las pensé más tarde, pero la mayoría en cuanto vi el hueco. Lo que seguía era una escena de puro morbo, como cuando te arrancas una costra o te quedas mirando en el espejo un navajazo en el mentón, lo dejas escurrir un poco y pones cara de malo para ver cómo serías si no fueras tan cobarde para las peleas o si hubieras nacido en un barrio bravo o en la Oklahoma del siglo diecinueve. Quería ver debajo de la sábana. Quería ver cómo quedó esa piel virgen, ese amarre, los hilos cerrando filas tratando de convencer a la piel de que ahí abajo ya no hay nada y de que nunca lo hubo, convenciendo a las venas y a las arterias de que siempre hubo un dead end a media pierna y de que nunca, aunque la sangre lo recuerde, dio la vuelta hasta la punta del pie. ¿Qué es un pie? Médicos cortando y cosiendo para evitar que las gangrenas crucen el Tíber y ganen terreno para su imperio. Médicos tratando después de convencer al paciente de que no es raro ni feo ser asimétrico. Quería enterarme de primera fuente, incluso meter la mano debajo de la sábana para tocarme, para ver qué se sentía que un dedo te toque la cabeza inferior del fémur. Quería tocar los hilos y los nudos de carne, ver el monstruo. Pero no pude. Había gasas y vendas y un bulto de elásticos y micropore.
No sentí tristeza profunda, sólo morbo y un susto continuo pero de baja intensidad, como un desasosiego, pero nada parecido a lo que uno imagina con la hipótesis de lo terrible, esa herramienta retórica que tanto nos gusta usar para pasar el tiempo entre las sábanas o en las sobremesas.
Entró el médico a hacer la ronda. Noté en su rostro el gesto de fastidio al darse cuenta de que ya estaba despierto y que la visita duraría más que los dos minutos que había previsto antes de entrar. Alzó las cejas y dijo: buenos días, Marcial. Odio mi nombre, odio también la hipocresía, aunque admito su pertinencia, su necesidad y su utilidad. Tomó la tabla con mi historial clínico de una estructura con forma de fólder rígido empotrada en la pared. Hizo algunas anotaciones, la cerró y sonrió sin ganas. Se sentó en el sillón individual que había dejado mi madre arrimado a la cama. Comenzó un discurso que, si bien no creo que haya sido aprendido desde la escuela, sí creo que por lo menos fue pensado antes de entrar al cuarto, en su oficina o en su cama la noche anterior. Seguramente yo no era el único que sobrevivió al avionazo y que terminó en ese hospital de cristianos gringos al sur de la ciudad, así que con toda probabilidad tendría que pronunciar el mismo discurso varias veces.
—Marcial, eres muy afortunado. De los cincuenta y tantos pasajeros sobrevivió más o menos la mitad: veintisiete. De la tripulación, sólo dos sobrecargos: los tres pilotos murieron al instante. ¿Te das cuenta?
Por supuesto, este preludio se dirigía de manera lenta pero inexorable al tema de la pérdida de una pierna. Supongo que históricamente debe ser un tema álgido si no se menciona con cuidado y si no se encamina con sabiduría. Por lo demás, yo me preguntaba si en realidad resultaba afortunado. Es decir, claro que se necesita buena suerte para sobrevivir a la caída de un avión. ¿Pero cuánta mala suerte se necesita para estar en un avión que se cae? Afortunados de verdad son los que compran un boleto para el Melate y se lo llevan. Con una mínima perspectiva, dando apenas dos pasitos para atrás, quedaba de manifiesto cuánta mala suerte tuve como para subirme a un avión que cubriría un trayecto de menos de una hora y aterrizar de emergencia en las faldas del Pico de Orizaba. No, señor doctor, aunque me sonría con cara de abuelo arrepentido, no tuve buena suerte.
Después siguió y de más adelante rescato esto:
—De entre todas las cosas que puede perder una persona que se accidenta, me parece que la pierna es lo menos malo. Lo más común es la vista o una extremidad superior. El habla, la capacidad de abstracción, la inteligencia… Cuando un avión cae, lo más probable es que se pierda no sólo lo que te acabo de decir, sino todo: la vida. Hoy por la mañana estuve en el funeral de los que no tuvieron la suerte que tú.
Tengo muy buena suerte: perdí la pierna derecha, pero sólo de la mitad para abajo. Por un momento pensé que yo para qué quería un muslo volante, pero rápido imaginé prótesis diversas, desde la de palo de un pirata hasta la de Pistorius, el atleta que triunfó en los juegos olímpicos y que luego le disparó a su esposa. En fin. La cosa es que estaba bien del cerebro, de las manos, del corazón, de los riñones y del hígado. También del oído y de la vista. Quién sabe cómo me había quedado el alma o el humor, si es que esas dos cosas son realmente distintas, pero lo averiguaría poco a poco conforme los días y los meses fueran corriendo. Llegaría un momento de equilibrio, me imaginaba, en el que la gente volvería a verme como Marcial y no como el Sobreviviente Marcial. No era un ejemplo de forje, un canto a la vida ni una fuente de inspiración, pero todos empezarían a tratarme como si lo fuera. Ya hablaré sobre este tema más adelante.
El doctor se quitó los lentes para decirme que de ahora en adelante comenzaría a vivir una vida diferente, con más obstáculos físicos pero también con más armas espirituales (debo poner aquí, en calidad de urgente, un sic) para superarlos. Sin lentes perdía mucha seriedad, el aumento de los cristales hacía que los ojos se le vieran tan pequeños como los de una marioneta. También, es cierto, cuando un doctor habla de armas espirituales pierde seriedad, con independencia de su aspecto físico. Con excesivo y a veces desquiciante paternalismo me hizo entender que, aunque alcanzaría la autonomía y la independencia completa en un par de meses como máximo, tendría que decir adiós a muchas cosas, sobre todo a viajes de turismo prolongado y a la mayoría de los deportes. Además me advirtió de otros efectos fisiológicos que sufriría mi cuerpo.
No sólo era perder una parte del cuerpo: hay una serie de consecuencias que devienen más tarde. Y no estoy hablando del síndrome del miembro ausente, que todo el mundo parece conocer porque resulta tan curioso que es lo único que mantiene en la cabeza como anécdota divertida después de escuchar acerca de una amputación. No, hay muchas consecuencias más. Antes de enlistarlas, sin embargo, sí debo decir algo del miembro ausente: no es curioso ni divertido. Lo he referido varias veces a mi médico —porque ahora tengo un médico que veo dos veces al año, si nada raro ocurre, sólo como profilaxis y monitoreo, algo parecido a la revisión automotriz obligatoria en modelos anteriores a 1990—. Sobre todo al principio. No siento como si aún conservara la pierna, sólo hay un dolor ahí, en el espacio vacío. No hay comezón ni cosquilleos ni el peso normal que tenía mi antepierna, no, sólo un dolor agudo y frío. Es normal: los nervios que llevaban el dolor hasta el cerebro siguen ahí, sólo que ahora se cortan antes. La electricidad sigue fluyendo por ellos. Pero en fin, no es ésa la única consecuencia. También está el problema de los músculos atrofiados: levantar el muslo es mucho más fácil ahora, ya no carga pierna y pie. Además, algunos músculos que cubren el fémur en su parte anterior y también en la posterior, que antes tenían la única función de jalar para doblar la rodilla, se encuentran ahora desempleados. Hay calambres y contracciones continuas que son muy difíciles de controlar. El muslo se hace delgadísimo y la articulación de la rodilla se atrofia en apenas unos meses, convirtiéndose en una extensión calcificada del fémur, completamente inútil. Otro problema es el control de la textura de la sangre: nosotros, los mutilados, estamos más expuestos a la formación de trombos, así que hay que mantener la sangre delgada a toda costa. Medicamentos, dieta rica en verduras, poca grasa animal y saturada, mucho jitomate y mucho plátano. El cuerpo es una persona diferente a uno, sigue sus propias reglas. Pero, como uno, tiene también que acostumbrarse a funcionar incompleto. Todo, el corazón y su sistema circulatorio, la cantidad de oxígeno que inyecta a la sangre y distribuye con cada bombeo y con cada respiración, la cantidad de toxinas que se quedan en los distintos filtros de todo el cuerpo, etcétera, está adaptado para funcionar con determinada forma. Cambiar esa forma, más allá de la pérdida irreparable de esa estética simetría que se busca desde el Renacimiento o desde Policleto, significa obligar al cuerpo a adaptarse a otros procesos, más cortos, más leves o más fuertes y potentes, según el caso.
Todo esto dijo o intentó decir —o imaginé a partir de lo que dijo— el doctor, sentado como un visitante compungido junto a mi cama. Algunas cosas las pesqué al vuelo, otras las reflexioné más tarde, cuando tuve que vivirlas. Una vez más, a toro pasado, a pierna mutilada, puedo decir que el cambio más fuerte lo descubrí en la regadera, desde la primera vez que me bañé y hasta la última, meses y meses después, es decir hoy por la mañana. Lavar el final de la pierna es muy raro. Se tallan zonas que no existen pero con puntos de sensibilidad extrema como un glande; y otras zonas muertas, desiertos de nervios erosionados y desaparecidos como un talón.
Hasta aquí hablaré de la recepción de la noticia de que mi cuerpo había quedado incompleto. Reitero que no fue tan grave, pero reitero también que hay que ser imbécil para considerarse afortunado por haber estado en un avionazo y haber perdido una pierna.