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TRES

—Antes de que se descubriera Australia se pensaba que todos los cisnes eran blancos. Luego vieron que allá había especímenes negros… que había muchos especímenes negros y ¿sabes lo que hicieron?

—No —le contesté con interés auténtico.

—Prefirieron decir que esas aves negras eran una especie diferente antes que aceptar que había cisnes negros —dijo mientras se servía café en un vaso de unicel.

—¿Eso crees que pasa aquí? ¿Que la gente inventa una nueva realidad en lugar de aceptar la que le toca?

—Más o menos —me dijo, ahora mirándome a los ojos—, la gente inventa destinos divinos, vocaciones, crónicas heroicas… mundos paralelos en los que ellos son el centro y única entidad. Pero lo que crean o dejen de creer en realidad no cambia en nada lo que ha sucedido.

Era ya la cuarta sesión del grupo y fue la primera a la que me animé a ir. Había pasado un mes desde el accidente y había tenido que aprender a valerme por mi cuenta ahora que mi cuerpo estaba incompleto. De hecho, había aprendido ya a desterrar ese término, a verlo así y concebirlo como un cuerpo completo, porque lo inacabado se dice con referencia del todo y, en el caso particular de mi cuerpo, el todo ya no volvería a ser como antes, sino que había comenzado un período diferente, otra manera de ser uno, así, con una sola extremidad inferior.

El lugar de reunión era una de las recámaras del sótano del Sanatorio San José, que está muy al principio de la avenida Gabriel Mancera, cerca del cruce con Miguel Laurent. Entrar al sitio era una especie de curso propedéutico fugaz porque, después de anotarse en una libreta de la recepción, había que bajar una escalera que tenía el foco del rellano fundido, adentrarse en una breve pero densa oscuridad de sótano y salir a un pasillo blanco bien iluminado con un letrero que indicaba hacia dónde había que ir para llegar a los salones de conferencias y hacia dónde para llegar a la morgue. No era necesario un aire acondicionado ni un calentador pero había una corriente ligera y fría que cualquiera podía suponer que viajaba desde los refrigeradores que mantienen a los cadáveres en situación —podríamos calificarla así, con muy mal gusto— de comestible. El tercer salón estaba dispuesto con una silla al centro y dos semicírculos de diez sillas más en torno a ésa. Los otros dos estaban cerrados y con la luz apagada. Apenas en el umbral una luz de tubo de halógeno parpadeaba intensificando la espesura del ambiente. Olía a café y a medicinas en proporciones semejantes, de forma que no se le olvidara a ninguno que estaba en un hospital, aunque las paredes del salón tuvieran tapices y, contra toda la lógica de un lugar pretendidamente aséptico, desinfectado y casi pasteurizado, una alfombra vieja cubriera todo el piso. El forrado entero del salón provocaba el efecto de silencio absurdo, sin ecos y en el que uno teme que los crujidos estomacales se escuchen hasta el otro extremo del lugar.

Según me contaron más tarde, la primera sesión había sido presidida y organizada por un psicólogo que trabajaba para Bravo Airlines. Nos citó —aunque yo no acudí—, hizo que cada uno se presentara y luego tomó la palabra. Habló de manera prolongada sobre casos colectivos de traumas psicológicos (término que literalmente significa golpes al alma) que había tratado con el mismo método y de los grandes resultados que había obtenido. También les hizo ver a quienes seguían muy afectados con el trance que sus reacciones eran normales; y a quienes no mostraban muchos síntomas de aturdimiento mental, se encargó de advertirles que no cantaran victoria. En otras palabras, se aseguró de que toda la concurrencia estuviera convencida de la necesidad de esas reuniones para corregir o, en su caso, evitar problemas psicológicos, sociológicos, espirituales y morales que con toda probabilidad llegarían después. Desparramó miedo. Les dijo también que a partir de la segunda sesión (eran tres por semana), ya no acudiría él, que la dinámica tendría que ser de participación equitativa. Los instó a que compartieran su experiencia del accidente dejando salir lágrimas y sentimientos que de otra manera permanecerían encerrados en el tórax o no sé en qué otro lugar y terminarían por infligir daños irreversibles a la personalidad.

Para esa noche, la de la cuarta sesión, los concurrentes habían vaciado casi por completo sus cámaras lagrimales y habían logrado ya un estatus de grupo. Yo era nuevo, traía muletas y, por consiguiente, todos los ojos se fijaron en mí en el momento en que entré, por más que intentara pasar inadvertido refugiándome de inmediato en la mesa del café, cerca de la puerta, y tratando de no hacer mucho ruido. La mujer que había visto en el avión, con la que —según yo— había cruzado una mirada significativa y digna de un epitafio muy poético, se puso a hablarme repentinamente sobre cisnes negros. No parecía haberme reconocido, sin embargo.

Esa mujer se llamaba María Lombardi. Era una reputada física nuclear que trabajaba en la planta de Laguna Verde como asesora de fusión. Era de Coatzacoalcos, descendiente de esas comunidades italianas que se establecieron en Veracruz durante la Segunda Guerra Mundial. Parecía no tener demasiados ánimos de socializar y estar incómoda en ese lugar. Después me diría que su empresa, paraestatal, la había obligado a quedarse en la capital para asistir a esas reuniones cuanto tiempo fuera necesario o recomendado por el psicólogo de la aerolínea. Permanecía de pie, cerca del café, y al parecer sólo hablaba con la gente que se acercaba a llenar el vaso de unicel.

—¿Qué tal estuvieron las sesiones anteriores? —le pregunté escondiendo la boca tras el vaso, porque la concurrencia seguía mirándome— ¿Tan sosas como el café?

—Peor, porque al menos el café es gratis y aquí, después de hablar, la gente cree que le debes algo —me dijo.

—¿No has hablado tú?

—No. Pero en mi descargo debo decir que tampoco he escuchado nada. —Sonrió.

—Me llamo Marcial. Te vi durante el accidente, estábamos en la misma hilera —le dije ofreciéndole la mano como presentación formal. Quería que me recordara.

—Ah. Fila 8. Nos salvamos, ¿eh? Me llamo María. —No me recordó.

—¿Quieres ir por un café que no sea soluble al restaurante?

—Sí. —Me miró severa, como adjuntando una dosis de poco interés a su aceptación para que yo no pensara otras cosas.

Nos alejamos de ahí en silencio, dejando atrás el murmullo de una mujer de voz fina que hablaba para todos como si hablara para sí. Algunas otras miradas siguieron envidiosas nuestra huida. Tenía ganas de decirle a María que habíamos cruzado esa elocuente mirada final y que, si hubiera muerto, yo hubiera sido la última persona a quien le dedicó una mirada. También quería decirle que la última vez que la vi tenía una burbuja de mocos en la nariz, incluso después del choque. No me esperó, subió la escalera como si yo tuviera las dos piernas o llevara así mucho tiempo. Subir escalones era lo que más me costaba entonces, mis antebrazos aún no eran lo que son ahora. Evitamos así, de manera involuntaria, el momento incómodo de subir una escalera oscura, hombre detrás de mujer, con la cara de uno a la altura del culo del otro, apenas conociéndonos. Como perros.

Ya con las tazas en la mesa comenzamos la conversación. María me dejó claro, con sus intervenciones cortas, que no tenía mucho interés en conocer mi pasado y que en realidad estaba ahí porque quería un café nacido de una cafetera y no de unas vueltas de cuchara. Yo quería lo mismo, odiaba el unicel y, como cualquier vendedor de café, me parecía un insulto no que existiera el soluble, sino que a eso también le llamaran café. Pero ya sentado a la mesa me hubiera gustado conocerla más. Y no sólo porque era muy linda, sino también porque el calado de su mirada me sugería una severidad digna, cosa que a su vez sugería una personalidad fuerte: me parecía, a primer análisis, una persona interesante. Tenía los ojos de un verde opaco que sólo se descubría cuando sus pupilas miraban las tuyas, nunca de perfil o de reojo. Y el rostro alargado, bronceado, con el cabello castaño encerrándolo por ambos costados. Su propio gesto era fino, con el cuello largo, de manera que no necesitaba ningún peinado para parecer elegante. Vestía una blusa blanca y una falda de casimir un tanto ajustada pero que bajaba hasta la rodilla. De haber llevado saco habría parecido oficinista, pero llevaba suéter.

Hablé mucho más que ella y así comprendí, como por mayéutica invertida o psicoanálisis moderno, lo que estaba detrás de las reuniones de sanación psicológica. La aerolínea buscaba generar en el ambiente del grupo de sobrevivientes una buena voluntad y una sensación de que lo que había sucedido en realidad se encontraba en el plano de lo espiritual. Que se tradujera el suceso entero en una experiencia de vida, en una epifanía. Pero el trasfondo era maquiavélico. Lo que quería la aerolínea era edificar el plano espiritual por sobre el legal, para taparlo o dejarlo allí en el fondo: quería evitar demandas que se convirtieran —más allá de los gastos médicos de todos nosotros, que cubrieron sin chistar y con puntualidad— en indemnizaciones millonarias. Por supuesto que uno acepta, al abordar el avión y hacer uso del boleto, la posibilidad de morir en el trayecto sin que se pacte otra obligación por parte de la aerolínea —en caso de accidente— más allá que la de pagar un modesto funeral y una caja de roble y no de encino. Pero la verdad es que si uno le rasca podría demandar y hacerse más o menos rico al sobrevivir a un accidente de avión. Cuando los peritajes se llevan a cabo y se resuelve que, por ejemplo, el avión no cumplía su parte del contrato porque tenía vencido un término de mantenimiento o porque el aceite de uno de los motores no era lo suficientemente negro —o por algún otro detalle de ese tamaño—, el demandante lleva las de ganar. Pero el papeleo es largo, cansado, y uno se hace de múltiples enemigos, comenzando por una compañía centenaria y terminando por miembros pesados del gobierno que podrían hacerle la vida difícil a cualquiera. La cosa es sencilla: el avión se cae, sobrevives, te dan lo que consideran justo (que es lo mínimo indispensable para que tus finanzas estén igual que antes de que sucediera nada) y tú lo aceptas. En caso contrario un ejército de abogados comienza a hacer crujir el engranaje legal que ha permanecido quieto y amenazante durante semanas para machacar tu carne hasta el hueso. Tu alma también. Y la de tus familiares.

María parecía pensar profundamente aunque resultaba imposible saber con precisión en qué. Mirada lejana, boca cerrada. En cierta forma era como si estuviera sola en esa mesa. Aproveché para mirarla con fuerza y detalle. Me hubiera gustado hallar otra forma de encaminar la conversación, pero no lo logré. También podría mentir y decir que parecía interesada en mí. Pero no lo haré. Y no lo haré por dos razones: la primera, que trato de limitarme a la verdad y a la honestidad narrativa; la segunda, que ésta no es una historia ni de amor ni de enamoramiento: quizás todo lo contrario.

No era el momento para tener mi propia junta de autoayuda personalizada en esa mesa. Preguntarle sobre el accidente me dejó más dudas que respuestas. Se limitó a decirme que había resultado ilesa salvo por una fisura en una costilla flotante que sanaría en poco tiempo y que le generaba una molestia muy leve. Luego añadió una frase que no sólo no me hizo cambiar de perspectiva, sino que me ayudó a reafirmar la que había intuido desde antes: parece que el hecho de sobrevivir a un accidente de esta magnitud cubre tu persona con un halo de respeto que antes no tenías. Es verdad. Mucha gente ignora por completo quién eres, qué has hecho antes o a quiénes has amado y odiado. Sin embargo parece saber muy bien cómo te sientes. Cree que, por la dimensión del hecho, tu vida se ha reconfigurado necesariamente a partir de eso y que por esa razón sabe exactamente cómo te sientes. En realidad sólo entiende el hecho, no a ti. Como si pasaras de ser Marcial a ser un individuo de esa amalgama de vidas que trataban de unificar en un salón polvoriento de una clínica de segunda categoría. Eso parecía pensar, aunque quizás yo cometí el mismo error del que me estoy quejando ahora mismo al pensar que había comprendido aunque fuera una parte de su personalidad. En realidad no sabía más de María que lo que he contado en estas últimas páginas. Trato de seguir una cronología real porque es cierto que más adelante me volvería a encontrar con ella y, entonces, se soltaría a hablar y llegaríamos a simpatizarnos más.

Ése fue mi primer encuentro con ella. María Lombardi. Fue breve. Me sentí más cómodo compartiendo su silencio en la cafetería que compartiendo palabras con el grupo que había dejado abajo, en el salón, llorándose mutuamente. La semana que siguió a ésa, no obstante, volví al grupo. Quizás porque estaba en un momento solitario, sin pareja, con muy pocos amigos y en una mala temporada de mi negocio, que comenzaba a soltar gritos de auxilio. Quizás sólo por curiosidad o morbo. Pero antes de brincar al siguiente pedazo de historia, tengo que señalar algo que me llamó la atención: María, más allá de que no hizo muchas preguntas en ese primer encuentro, tampoco preguntó nada sobre el estado de mi pierna, sobre su ausencia, sobre mi rehabilitación o sobre cómo viví aquel día. Fue una de las primeras personas con las que me crucé que no lo hicieron. La segunda fue Martina.

Después de matar al oso pardo

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