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L’imagination est l’oeil de l’âme.
JOSEPH JOUBERT
Cuando el hombre hable de las ilusiones como si fueran realidades, estará salvado. Cuando todo le sea igualmente esencial y él sea igual a todo, entonces dejará de comprender el mito de Prometeo.
CIORAN
Así como la miseria vuelve inventivo, el crédito vuelve empresario.
PETER SLOTERDIJK
Una de las definiciones más precisas del ensayo literario se puede encontrar, sorprendentemente, en el prólogo de una antología de ensayos norteamericanos. Según su autor, los ensayos son «autobiográficos, autorreflexivos, estilísticamente seductores, intrincadamente elaborados y promovidos más por presiones literarias internas que por situaciones externas».1 Digo que es una sorpresa ver surgir de la cultura norteamericana una delimitación tan acertada del ensayo no porque esta cultura no haya producido ensayistas notables, sino porque la simple enumeración de los múltiples registros que intervienen en la forma ensayo apunta hacia un grado de complejidad que no parece ser el rasgo más destacado de los intereses culturales norteamericanos. La mentalidad norteamericana, si es que podemos hablar de manera tan general (y nos da derecho a ello nuestra intensa relación con la misma), tiene un don y una predilección por la síntesis. Por el contrario, la europea tiende, también por lo general, a complicar las cosas para desesperación de los pragmáticos estadounidenses. Creo que si contemplamos a grandes rasgos la historia del siglo XX y observamos con atención las respuestas que los acontecimientos de todo tipo han obtenido a cada lado del Atlántico, comprobaremos que en estas apreciaciones que acabo de hacer hay una gran dosis de verdad. Sin embargo, para ello deberemos comprender que no estamos hablando solo de situaciones geográficas, sino también mentales: el Atlántico es un océano que cumple sus funciones discriminatorias en el propio seno de ambos continentes e incluso también en el de los restantes. Por ello es un deber moral del estilo de pensamiento europeo ejercer un tipo de presión centrífuga sobre el proverbial funcionamiento centrípeto de la mentalidad anglosajona. Lo que para unos es punto de llegada para los otros constituye, o debe constituir, el punto de partida. Ambos estarían un poco perdidos si una de las partes renunciase a cumplir con sus obligaciones. El modo ensayístico, y en especial el ensayo fílmico, forma parte esencial de esta respuesta que transita a la vez por los territorios de la imaginación y la epistemología, y con la que la cultura europea puede ser capaz de equilibrar la tendencia hacia lo simple y lo práctico que la norteamericana acostumbra a exportar al resto del mundo. Digamos que el ensayo es la forma precisa para emprender la necesaria tarea global de repensar el mundo precisamente ahora en que este parece renunciar a los ropajes europeos que tanto costaron de fabricar.
No digo que el impulso ensayístico no sea prácticamente universal, pero sus raíces y en particular la preocupación por su forma son genuinamente europeas. Estamos hablando, como digo, de espacios mentales, de estilos de pensamiento y también de una ética y una estética del conocimiento, si bien no deja de ser cierto que la geografía y las mentalidades se entremezclan muy fácilmente y no siempre de forma equilibrada. Lo prueba el hecho de que los síntomas más conspicuos del reemplazo modernista del pensar por la acción –un rasgo típico de la cultura norteamericana pero que ahora Sloterdijk ha detectado por todas partes como sustancia de un alambicado siglo XX–2 no aparecieron en Estados Unidos, sino en la Europa de principios del siglo anterior. La diferencia es que lo que allí fue luego sencillamente actuado, aquí fue objeto desde el principio de una profunda reflexión.
En la alambicada Viena imperial, la nueva arquitectura se convirtió en la alegoría más efectiva de la modernidad, como lo sería también, medio siglo más tarde y en Las Vegas, de la posmodernidad, aunque fueran dos arquitecturas contrapuestas. La criminalización del ornamento arquitectónico efectuada por Adolf Loos en 19083 tendrá a continuación su equivalente filosófico en el intento de aniquilación de la metafísica por parte de Wittgenstein, quien quiso reducir la filosofía a un conjunto de acerados aforismos. Y para cuando Paul Valéry afirme finalmente que es preciso ignorar muchas cosas para poder actuar, el sol de Norteamérica ya estará muy alto en el horizonte. Pero las ideas no son eternas, ni siquiera las buenas ideas. Y si para Loos la falta de ornamento era equivalente a poderío intelectual y moral, un siglo más tarde no cabe duda de que esa idea, en su momento vigorosa, ha expirado asfixiada por la atmósfera enrarecida que su propia respiración acabó provocando, de la misma manera que las ideas bienintencionadas de Le Corbusier acabarán plasmándose en los degradados suburbios de las grandes ciudades.
Delito podría considerarse ahora la falta de voluntad para pensar agudamente a la que nos ha llevado el revolucionario supuesto de que menos es más, aquel que Mies van der Roe aplicaba a la estética mientras su compatriota Henry Ford lo empleaba calladamente en sus cadenas de montaje, sin que nadie viera en ello ninguna contradicción ni todo lo contrario. Mientras tanto, la metafísica que Wittgenstein extirpaba triunfalmente de la filosofía iba trasladándose con efectividad y rapidez al aparato burocrático de los estados y las instituciones, donde han ido apareciendo con presteza toda clase de ornamentos procedimentales cuya exuberancia hace palidecer ahora al más grande de los pasados delirios vieneses, como en su momento auguraba Kafka con la proverbial parquedad de la época. Pero el pensamiento generado por este escolasticismo de nuevo cuño era, como denunció Horkheimer, de carácter burdamente instrumental: «el pragmatismo refleja una sociedad que no tiene tiempo para recordar ni para reflexionar». Y en el fondo de todo ello, el odio al pensamiento, el antiintelectualismo que Adorno detectaba en las tesis de Veblen y que adjudicaba por un igual al protestantismo radical y al capitalismo de estado.4
La forma ensayo es ahora pues la heterodoxia necesaria. Por ello el ensayo, con su elaborada combinación de autobiografía, autorreflexión y estilo seductor, con su alianza, en fin, entre arte y ciencia, se presenta hoy como el modo más adecuado para recuperar para la imaginación compleja una exuberancia «ornamental» ahora plenamente creativa.
Phillip Lopate, un autor que se ha ocupado tanto del ensayo literario como del ensayo fílmico, añade a la definición norteamericana de este modo de exposición un ingrediente que muchas veces pasa desapercibido, a pesar de que es consustancial a todos los demás elementos que se invocan para que cuaje la forma ensayística: «el marchamo del ensayo personal es la intimidad», dice.5 La intimidad es esa parte del sujeto que parece haber sido olvidada en una época como la actual en que predomina lo público,6 en el sentido perverso de la palabra, y en la que este sujeto, a fuerza de ser aireado, parece haberse desvanecido. El ensayo es, en última instancia, la expresión de esa intimidad que permanece incluso cuando el sujeto ha sido completamente descartado a través de su diseminación por toda la serie de redes significativas que el siglo XX ha promovido como alternativa al sujeto cartesiano. Si es cierto que el sujeto es un fantasma, una ilusión o una construcción, entonces el ensayo será el producto, como la poesía lírica, de esas ilusiones o construcciones fantasmagóricas, con la particularidad de que, a través de él, su espectro se encarna y propone un triunfal regreso. No podemos separar, pues, el ensayo de la problemática del sujeto en nuestra cultura, y el hecho de que el ensayo fílmico esté relacionado con el giro subjetivo del documental constituye una prueba de que su actual preponderancia está ligada a transformaciones profundas de esta cultura.
Lopate, manteniéndose en el ámbito literario, propone seguir con una tradicional división entre ensayo formal y ensayo informal. El ensayo formal, como indica el autor, no puede distinguirse prácticamente de aquella expresión teórica en prosa para la que el efecto literario mantiene una posición secundaria con respecto a la seriedad del propósito principal.7 No habría, pues, mucha diferencia entre un ensayo formal y un tratado. En este caso, el término ensayo estaría empleado de manera muy genérica y no delimitaría ninguna novedad expositiva. Por el contrario, el ensayo informal es mucho más interesante y la definición que recoge Lopate del mismo amplía considerablemente la que estábamos manejando. Según él, el ensayo informal se caracteriza por «los elementos personales (autorrevelación, gustos y experiencias individuales, forma confidencial), el humor, el estilo brillante, una estructura indefinida, una temática nueva o poco convencional, la forma original, la ausencia de rigideces o afectaciones, el tratamiento incompleto o tentativo de un tema».8 A través de este conjunto de características dispares que no parecen obedecer a un propósito común, aparecen los perfiles de una forma literaria intrigante. Por medio de esta, las intenciones teóricas del ensayo formal adquieren nuevas posibilidades al atravesar el filtro de una utilización poco sistemática de los dispositivos literarios, así como de una subjetivación de los temas.
Para Lopate, existirían además un par de derivaciones del ensayo informal: el ensayo personal y el ensayo familiar, que expresarían distintos grados de intimidad o contenido autobiográfico. Como podemos observar, a medida que se profundiza en la taxonomía del ensayo, va apareciendo cada vez más el rostro escondido del sujeto, del que la forma ensayística constituye finalmente su radiografía.
Todas estas características del ensayo literario pueden aplicarse una por una al ensayo fílmico, pero teniendo en cuenta que su grado de complejidad aumenta con la mudanza por la introducción del factor audiovisual, que expande las funciones retóricas del espacio lingüístico. Para comprender lo que supone desplazar al campo de la imagen y del sonido los dispositivos retóricos que conforman las particularidades del ensayo literario es necesario sumergirse primero en las interioridades de esos mecanismos textuales, teniendo presente, sin embargo, que estos, una vez actúan en el nuevo ámbito, se transforman y dan lugar a nuevas formas de expresión. A todo ello se une el hecho de que el film-ensayo procede del documental y, por consiguiente, acarrea el resultado de la evolución y las contradicciones de este tipo de cine que tan estrechamente se relaciona con lo real. No cabe duda de que, para estudiar la modalidad del ensayo fílmico, habría que empezar analizando el estado actual de la realidad, del concepto de realidad que recorre nuestra era, ya que las características de nuestro principio de realidad van intrínsecamente ligadas a las formas de exposición que la representan y tanto el ensayo en general, como el fílmico en particular, son los modos más preparados para captar sus particularidades, con lo cual se pone especialmente de relieve la deriva epistemológica que tiene el film-ensayo como representante de una forzosa alianza contemporánea entre arte y ciencia.
Con este escrito no he pretendido hacer una historia del film-ensayo ni un tratado sobre él, sino tan solo reflexionar sobre una forma fílmica que se ha convertido en el prototipo de los cambios experimentados por el documental en los últimos años, cuando en el ámbito del poscine este ha confluido con las corrientes vanguardistas. Así pues, se trata de un ensayo sobre el film-ensayo. Un proyecto cuya intención no puede ser informativa sino reflexiva, y a la que tampoco acompaña ninguna pretensión de agotar todo lo que puede decirse sobre el tema. Además, he querido que este acercamiento a una modalidad fílmica tan específica y tan intrigante como el ensayo fílmico sirviera para reflexionar sobre el cine documental y sobre las características generales de la forma ensayo, así como sobre la relación de las imágenes con el pensamiento. Considero que el film-ensayo es un laboratorio donde pueden examinarse los resultados de la confluencia contemporánea de distintas formas de saber: literario, filosófico, artístico, emocional, tecnológico, psicológico, científico, etc., así como de diferentes modos de exposición de las mismas, y que, en consecuencia, su estudio sobrepasa necesariamente los límites de lo que podría ser un simple estudio monográfico sobre un determinado género fílmico.
La reivindicación de la actividad reflexiva en una época que parece menospreciarla, y que precisamente por ello se ahoga a marchas forzadas en sus propias menudencias, hace que la importancia del modo ensayístico en general se agigante, sobre todo cuando esta forma enunciativa se plantea a través de las imágenes, a las que con tanta frecuencia se ha considerado culpables de este eclipse actual del pensar. Pero el pensamiento, incluso el pensamiento visual, es siempre reflexión sobre la realidad. Empecemos, pues, como he dicho antes, por tomarle el pulso a esta realidad, cuarenta años después de que Guy Debord detectara un nuevo malestar de la cultura a través de sus famosas manifestaciones sobre la sociedad del espectáculo, cuando, inaugurando un nuevo discurso sobre las profundas transformaciones de lo real, decía, entre otras cosas, que «la realidad surge del espectáculo y el espectáculo es real (…) En el mundo realmente invertido, lo verdadero es un momento de lo falso».9
Baudrillard se lamentaba, por su parte, de que estuviéramos siendo amenazados por una interactividad que nos rodearía por doquier: «por todas partes lo que está separado se confunde; por todas partes, se suprime la distancia: entre los sexos, entre los polos opuestos, entre el escenario y la sala, entre los protagonistas de la acción, entre el sujeto y el objeto, entre lo real y su doble».10 Quizá ha llegado el momento de dejarse de lamentaciones sobre la situación actual y concebir la posibilidad de que esta confusión general que se anuncia, y a la que Baudrillard denomina interactividad, no sea más que el fundamento de un proceso de reflexión total propiciado por un mundo convertido en representación. Las advertencias de Schopenhauer y Heidegger habrían sido en vano: la era de la imagen del mundo entendido como imagen, el tiempo del imposible conocimiento del conocimiento, nos habrían finalmente alcanzado. Pero, curiosamente, esto no ocurriría a través de una obliteración de la voluntad o del flujo vital, ni de la presencia del cuerpo, sino todo lo contrario. El ensayo contemporáneo produciría una síntesis de esos vectores, dejando atrás las presentidas y falsas dicotomías.
El desorden que se contempla inicialmente ante este mundo totalmente representado estaría constituido por las ruinas del equilibrado universo neoclásico anterior que ahora se ha venido abajo con todas sus consecuencias. Ante este panorama caben dos posibilidades, una de las cuales está ya en marcha impunemente: o bien levantar un espejismo que haga creer que nada ha pasado, o bien empezar a trabajar con los restos del mundo clásico para fundamentar una epistemología que se dedique en primera instancia no tanto al estudio del ser, como al del parecer. Ello haría que no fuera necesariamente cierta la consecuencia que Baudrillard extrae de la proliferación de la interactividad, a saber que «esta confusión de términos, esta colisión de polos, hace que en ningún sitio sea posible ya un juicio de valor, ni en arte, ni en moral, ni en política».11 Al contrario, la nueva epistemología estará dedicada a poner las bases de una ética del simulacro que nos libre de las manipulaciones que el poder efectúa constantemente con el fantasma de lo real.
Empezamos a ser plenamente conscientes de que la realidad se degrada por momentos, de que es un valor claramente a la baja en el ámbito social, donde domina lo financiero como lenguaje de un entramado político-militar-empresarial que delimita los ejes de la nueva realidad virtual. No sucede así con el arte, que se hace, por contraste, cada vez más realista, si bien es un realismo que seguramente Debord no hubiera reconocido como tal. Hace años, cuando surgió en televisión el fenómeno sintomático de «Gran Hermano» podía parecer que habíamos tocado fondo en este proceso de desgate de lo real por un uso indebido de su vigor: haberle dado ese nombre a un programa de televisión ya indica hasta qué punto la desmemoria, el cinismo y también la incultura se mezclan en la sociedad contemporánea, aunque ahora, pasados los años, el fenómeno apenas si nos llama la atención. Pero faltaba quizá el efecto rebote que pondría las cosas en su sitio, y este se produjo tras el 11 de septiembre de 2001, cuando, en medio de un tormenta de mentiras generalizadas, aparecieron noticias en los periódicos sobre la intención del Pentágono de crear una agencia especializada en la difusión de noticias falsas, información que sorprendía no tanto por su contenido, como por el hecho de que ese organismo se decidiera a hacerlo público: el suceso se asemejaba a un argumento de Chesterton.
Han pasado ya bastantes años desde esa línea de demarcación que supuso el 11 de septiembre y de la pesadilla americana que se extendió sobre el mundo a través de la administración del presidente Bush. Pero esos años no han cambiado prácticamente nada, si acaso ha oscurecido unas prácticas que antes eran tan cristalinas que parecían ridículas. Ahí están los casos de Snowden, de Manning, de Assange para probar hasta qué punto la democracia se va apagando poco a poco por consunción del espíritu libre de los sujetos en el régimen suprarreal del capitalismo financiero provocador de lo que Bernard Stigler denomina miseria simbólica. Los gobernantes y las maneras parecen haber cambiado, pero lo cierto es que las transformaciones de entonces no tenían tanto que ver con los gobiernos, a pesar de que fuera un determinado gobierno neoconservador el que las impulsara, como con una tendencia de nuestra cultura que, lejos de interrumpirse con la presidencia de Obama, ha continuado modificando las formas de relacionarse con lo real, incidiendo especialmente en el hecho de que lo real se ha convertido en una moneda de cambio, en una mercancía. Como es lógico, esta cualidad objetual de la realidad lo transfigura todo. Modifica incluso a aquellos que se consideran rectores de las maniobras destinadas a gestionar los intercambios con lo real, quienes finalmente no pueden dejar de creer en la verdad de sus propias mentiras. En este momento resulta complicado aplicar a los conceptos de verdad y falsedad los mismos parámetros que antes del cambio. Se impone, por tanto, una reconsideración de la ética para regenerar sus funciones fundamentales y para impedir el intento de amoldarla a un paisaje que, siendo un simulacro, debería considerarse ontológicamente falso pero que es el único existente. La nueva situación demanda una visión crítica verdaderamente operativa en un estado de cosas que ha transfigurado la realidad.
Indica Zizek que la idea de que vivimos en un mundo postideológico puede interpretarse de dos maneras: como una liberación de la carga que suponían las grandes narrativas ideológicas, lo cual nos permitiría dedicarnos, por fin, a resolver pragmáticamente los problemas reales, o bien como la constatación de un cinismo contemporáneo, según el cual ya no es necesario enmascarar ideológicamente los sistemas de dominio que ahora pueden mostrarse, sin problemas, en su desnuda brutalidad.12 Me inclino a considerar que esta segunda opción es la efectiva, pero que ello no implica descartar la anterior. La primera opción, la que indica que ahora es posible dedicarse a lo que verdaderamente importa, supone la coartada ideológica de la segunda, la que es realmente operativa. La función ideológica no habría, pues, desaparecido sino que se habría transformado en un realismo pragmáticocínico. Así lo constata el mismo Zizek cuando afirma que «debajo de la engañosa franqueza del cinismo post-ideológico, se detectan los contornos del fetichismo».13 Este fetichismo es el fetichismo de lo real, de lo real convertido en mercancía.
Junto al problema de lo real se abre el profundo abismo del sujeto, un agujero negro que amenaza con tragarse toda la realidad. ¿Cómo vencer los temores del objetivismo ante esta amenaza, sin convertir la realidad en un desierto? La respuesta puede encontrarse quizá en la utilización de la forma ensayo como mediadora entre una voluntad de saber ciega y la pulsión subjetiva que resurge una y otra vez de las cenizas como el ave fénix. Pero no es una relación fácil cuando se plantea en el panorama de la compleja sociedad contemporánea.
Mientras el sujeto actual se diluye en el cuerpo, un cuerpo desorbitado por los deportes, por la cirugía estética y por un expansivo narcisismo, la actividad reflexiva se transforma en un acto potencial que puede ser a la vez de resistencia y de aceptación. La razón práctica, forjada tenazmente a lo largo de más de un siglo, ha desecado el magma del pensamiento tradicional pero a la vez ha producido un sedimento del que es posible hacer brotar una nueva forma de comprensión apoyada en la tecnología. A través de los dispositivos tecnológicos, la mente se aposenta de nuevo en el cuerpo pero para ir más allá del cuerpo: regresa del destierro para habitar un cuerpo que está superando ese narcisismo privativo de la expansión capitalista y se dispone a existir en el flujo de un pensar entendido como acción trascendental. Es quizá el gran legado que la modernidad deja a la posmodernidad.
Montaigne, en el siglo XVI, se refugiaba en su castillo para pensar a solas, para enfrascarse en sí mismo, voluntariamente alejado de la hostilidad social que lo había consumido hasta entonces. Pero no podía evitar que la novedad de su gesto y del pensamiento que la nueva situación destilaba tuviera sus raíces en ese paisaje social que estaba al mismo tiempo rechazando, precisamente ese paisaje adverso que provoca su extrañamiento. Sloterdijk explicita claramente el estado de la cuestión cuando dice que «para comprender mejor la dinámica de la Edad Moderna hay que aceptar la idea, poco confortable, de que “espíritu” y “acción” no pueden ser anotados en diferentes asientos contables».14 El film-ensayo es el subproducto, prescindible para el capitalismo desaforado, de esta contabilidad moderna. Un subproducto que ha sido incansablemente generado desde el siglo de Montaigne y que se ha ido plasmando en esos ejercicios liminares de escritura que son los diarios personales, los autorretratos, los ejercicios epistolares, los diarios íntimos, las autobiografías, los ensayos. Todo este submundo literario traza furtivamente el camino del sujeto moderno al margen del escenario de la gran literatura que, poco a poco, se va plegando más y más a la imagen cartesiana de la subjetividad, a la que por lo tanto acompaña hasta su gran bancarrota freudiana. Es en ese momento cuando el sujeto moderno pierde el sostén de su racionalidad y desaparece tragado por su propio subconsciente, el momento en que el sendero secretamente seguido se revela como la verdadera senda. El sujeto cartesiano era un señuelo para atrapar la subjetividad y aniquilarla con el fin de instaurar el imperio de un cuerpo decapitado: el éxito de las modernas técnicas de persuasión, inventadas por Edward Berneys, sobrino perverso de Freud instalado en Estados Unidos, no parecen indicar que el sujeto perezca pasto de lo irracional, sino todo lo contrario: cae abatido por su propia racionalidad conectada a la máquina capitalista. Lo sabían Artaud y Bataille. Y es una conclusión lógica si nos atenemos a la historia de la racionalidad que según Foucault nacía obliterando ontológicamente la locura de su seno: «Si el hombre puede siempre estar loco, el pensamiento, como ejercicio de la soberanía de un sujeto que se considera con el deber de percibir lo cierto, no puede ser insensato».15 Esta idea de que el pensamiento racional es necesariamente justo y verdadero oculta el hecho de que el tejido de este pensamiento está confeccionado «en parte igualmente grande aunque más secreta, por ese movimiento por el cual la sinrazón se ha internado en el mismo suelo, para allí desaparecer, sin duda, pero también para enraizarse».16 Las grandes instituciones carcelarias y de control que nacen en ese momento que estudia Foucault son la contrapartida arquitectónica de ese ocultamiento, la imagen de una locura racionalizada que en el siglo XX devendrá miseria moral, intelectual y emocional.
En el momento en que Freud pone de relieve el falso fondo de lo racional, aparece como alternativa el espacio íntimo largamente aquilatado y víctima del desprecio de una modernidad maquinadora. Un espacio íntimo en el que el sujeto se experimenta a sí mismo y al mundo que lo rodea. Se trata de un espacio mental que asimila al cuerpo y le da el significado necesario para que verdaderamente exista y actúe. Es un espacio claramente ensayístico tanto para el arte como para la ciencia, para el cuerpo como para el sujeto. Un espacio que produce rutilantes hibridaciones y formas complejas: sujeto-cuerpo, arte-ciencia, cuerpo-pensa-miento y sujeto-acción. Se reactiva, así pues, el mecanismo del ensayo y, en el momento en que este confluye con la tecnología, principalmente a través del cine pero también del ordenador, la actuación del cuerpo se convierte en pensamiento, a la vez que la actividad corporal puede equipararse también a la reflexión porque a través de ella, en conexión con la máquina, se genera conocimiento. En esto reside quizá el germen de una nueva utopía, de la única utopía posible en la actualidad.
Como he dicho antes, este ensayo no pretende agotar el tema al que se dedica. De entrada, he descartado la visión histórica, tan complaciente y, a veces, tan poco instructiva. Hubo un momento en que parecía que la historia era la culminación de todo proceso de pensamiento, ahora por el contrario comprendemos que, en todo caso, es uno de los fundamentos posibles del mismo, el territorio que sirve de plataforma para sustentar los potenciales edificios del saber que pueden levantarse sobre ella. Pero es una base que se transforma en el momento en que se actúa sobre la misma, igual que la tierra sostiene al arado que la remueve. En lugar de confeccionar una improbable historia del film-ensayo he examinado aquellos cineastas que ocupaban primordialmente mi atención. En algunos casos lo he hecho con mayor detenimiento, mientras que en otros he profundizado menos, sin que ello signfique ningún juicio sobre el valor o la transcendencia de las respectivas obras. Además, he buscado en la mayoría de los casos algún rasgo determinante de su actividad fílmica, procurando ahondar en ella a través de ese punctum.
Este recorrido por distintas manifestaciones del ensayo viene precedido de una serie de reflexiones de carácter general sobre la forma ensayo en sus distitnas manifestaciones. Me interesaba no solo delimitar profundamente el alcance estético y epistemológico de la forma ensayo, sino también examinar distintas áreas del saber a través del prisma del ensayo para demostrar el lugar esencial y necesario que el mismo ocupa en nuestra época. También en este caso el ejercicio tiene un marcado carácter personal y, por ello, podrá ser considerado heterodoxo. Pero creo que el ensayo ha de estar fundamentalmente alejado de la ordotoxia: es al tratado o al manual a los que les corresponde hacer un compedio de lo conocido, mientras que el ensayo surge para ampliar esas fronteras, tanto hacia el exterior, establecimiento conexiones impensables, como hacia el interior, profundizando en las entrañas de ese conocimiento aparamente estabilizado. Solo si seguimos considerando que la estabilidad es un factor determinante del conocimiento, valoraremos negativamente la fluidez de una reflexión exploratoria. Como afirmaba Lukács, «si algo se ha tornado problemático (…) la salvación solo puede provenir de la extrema agravación de la problematicidad, de un radical ir hasta el final».17
Mi voluntad al escribir este libro ha sido reflexionar sobre el nuevo imaginario que el ensayo fílmico pone de manifiesto y cuya dramaturgia se apoya en una necesaria alianza entre formas lingüísticas y formas visuales. Creo que no es muy aventurado afirmar que es a través de esta crucial hibridación como se están formando las futuras mentalidades.