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LA VOCACIÓN DE LA BÚSQUEDA

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Nos guste o no, nuestra vida está marcada por la búsqueda. Renunciar a ella implica ignorar una de las características que definen nuestra esencia. Una fuerza interior nos impele a no conformarnos jamás con lo que tenemos y, de la mano de la fantasía o de la acción, a explorar inusitados horizontes existenciales. Pronto caemos en la cuenta de que todo cuanto está al alcance de nuestros apetitos no logra saciar el afán por rebasar las fronteras de nuestro entorno. El deseo vuela alto, planea sobre territorios inaccesibles para nuestra cotidianeidad, se lanza sin prejuicios a recorrer las rutas situadas más allá de nuestra rudimentaria cartografía. Incluso cuando nos aposentamos en nuestras comodidades, no renunciamos a esta tarea; todo lo contrario, en el fondo buscamos seguridad.

Andamos de acá para allá con nuestro cuerpo o con nuestra mente. Incapaces de encontrar la meta de nuestro itinerario, deambulamos sin dar tregua a nuestra inquietud. El cazador busca su presa; el emprendedor, beneficios; el artista, inspiración; el escritor, palabras; el pensador, ideas; el amante, cariño...

«Necesitamos abrirnos».

Jamás llegamos a bastarnos a nosotros mismos. Si nos encerramos en nuestra limitación, desfallecemos. Nuestra individualidad no es un buen refugio donde guarecernos. Necesitamos abrirnos. Conscientes de ello, o no, nos escandaliza nuestra indigencia. Es el motor que nos lanza a la aventura, a salir en busca de lo que carecemos. Pero, paradójicamente, la contingencia que nos exilia de nosotros mismos, a su vez, nos hace vulnerables frente a lo exterior. Somos seres instalados en la precariedad e indefensos en un mundo inhóspito.

Entonces la gran trampa es buscar lo que realmente no somos. El poder, la reputación, la soberbia o la avaricia nos hacen olvidar por unos instantes cuán débil es nuestra naturaleza. Una imagen falseada de nosotros mismos, un instinto ególatra, maquilla nuestras deficiencias y nos hace vivir bajo el engaño de una ilusoria autoconfianza.

El amor propio se convierte en el centro de gravedad de nuestra existencia. Todo cuanto ocurre pasa a estar en función de nuestros intereses particulares. La búsqueda deja de ser un «salir de» para rebajarse a un simple deseo de apropiación. Este es el efecto más perverso de esta dinámica. Nos distrae del sentido genuino de la búsqueda. Desvía nuestra atención. En vez de partir de lo real, de los problemas que acarrea nuestra condición limitada, el punto de referencia es una percepción distorsionada de nosotros mismos. Sin vivir en verdad, toda búsqueda es en balde. Sin alcanzar el conocimiento de quiénes somos, jamás encontraremos el alivio a nuestras penurias.

El enaltecimiento ególatra nos hace despreciar la potencialidad de una realidad imperfecta. El espejismo de lo impecable desfigura la grandeza de lo cotidiano. Cautivos de una mentira, desdeñamos lo auténtico cuyo valor, a pesar de sus deficiencias, supera el de cualquier quimera.

Hay que aprender a buscar. Por más natural que sea esta inclinación humana, precisa ser purificada. Cuanto menor sea el lastre, tanto más lejos llegaremos en nuestra marcha. El caminante debe renunciar a fardos inútiles para avanzar en su recorrido. Asimismo, el desprendimiento aligera nuestra mente y nuestro corazón. Sin cargas, resulta más fácil acoger; sin ruidos, escuchar; sin prejuicios, valorar; sin ideas preconcebidas, entender... La búsqueda es una preparación. Puede ser una práctica que nos centre en nosotros mismos alimentando el afán de dominación, o bien nos puede descentrar y abrirnos a lo que aún no conocemos.

Una búsqueda purificada nos orienta casi sin darnos cuenta hacia una esperanza. Conforme nuestros intereses mezquinos dejan paso a las aspiraciones más profundas, se abre la posibilidad del encuentro. El hallazgo no es el final de la búsqueda, sino su fruto.

Entonces atisbamos una Realidad mayor que la mayor de nuestras expectativas; una Realidad sólida que sostiene y dota de significado nuestra existencia. Desde esta suave certeza entendemos nuestra indigencia, no como un defecto, sino como una oportunidad. Intuimos que nuestra limitación solo cobra sentido insertada donde no hay límite. Por ello, la finitud nos espolea hacia lo Infinito, la contingencia ansía el Absoluto y tenemos fundamentadas razones para sospechar que el riachuelo de la condición mortal acaba desembocando en el océano de lo Eterno.

Y esta Realidad sin límite, infinita, absoluta, eterna... no solo se deja buscar, sino que nos busca. Este es el mensaje que tantos exploradores de la existencia han captado en los textos bíblicos y en la persona de Jesús de Nazaret. Buscamos al que nos busca. Nuestra búsqueda es una respuesta a la intuición de sentirnos buscados.

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