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BÚSQUEDA Y NECESIDAD

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Un ser necesitado

Como hemos visto, buscar es una actividad característica del ser humano. Es connatural a nuestra condición. Vivir, en el fondo, es buscar. No nos conformamos con lo que tenemos a nuestra disposición. Siempre vamos más allá, anhelando lo que se nos escapa, comprometidos a no resignarnos con nuestra situación.

Sin embargo, los otros seres vivos también buscan. Las plantas crecen en la superficie guiadas por la luz solar y, en lo profundo, las raíces se adentran en la tierra para hallar el agua que las vivifica. Los animales buscan comida, seguridad y parejas con las que dar cumplimiento a la función reproductora.

Todo sujeto busca alimento, calor, reposo, aire puro, protección contra la violencia, alojamiento, vestido, higiene, cuidados en caso de enfermedad... Se trata de necesidades vitales, de requisitos que nuestra dimensión biológica reclama. Tal vez algunas de ellas sean más sofisticadas que las de los animales, porque a estos la propia naturaleza les deja cubiertas algunas necesidades a través de su cuerpo: la piel, el caparazón, el colmillo o las garras. En cambio, el ser humano tiene que recurrir a su ingenio para satisfacer un mínimo de requisitos que le permitan sobrevivir en un entorno determinado.

Ahora bien, a diferencia de los animales, cuanto menos en términos generales, la condición humana se caracteriza por otras necesidades que no atañen a su fisiología, sino que se desprenden de su mundo interior. Es lo que Simone Weil definió como las necesidades del alma1. Conciernen a la vida moral. Son tan terrenas como las necesidades físicas, porque, inscritas en la inmanencia, no es posible prescindir de ellas. Esto quiere decir que si no se satisfacen, el individuo queda prostrado en un estado de atonía que lo aboca a la muerte.

Así, analizar las necesidades del alma nos puede ayudar a entender cuáles son los objetivos de nuestra búsqueda. Buscamos lo que necesitamos. Explicitar nuestras necesidades es una manera de precisar la meta de nuestros anhelos y, en consecuencia, de calibrar nuestros esfuerzos y de replantear nuestras estrategias para alcanzar tales fines.

«Analizar las necesidades del alma».

Simone Weil, al final de su vida, reflexionó sobre esta cuestión para especificar las obligaciones del ser humano. En un momento en que se planteaba elaborar la declaración de los derechos humanos, advertía de la inutilidad de proclamar unos derechos sin aceptar previamente unas obligaciones que, a su vez, se desprenden de las necesidades humanas. El derecho a no pasar hambre, por ejemplo, tiene que ir parejo a la obligación de satisfacer una necesidad vital: dar de comer al hambriento.

La autora, para enmarcar la relación entre derecho, obligación y necesidad, insiste en diferenciar este último concepto de otro que se asemeja: el deseo. No es lo mismo una necesidad que un deseo, un capricho o un vicio. La necesidad es real; el deseo se gesta en la fantasía. Por ello la necesidad responde a unos límites y el deseo, en cambio, puede ser desmedido. Las necesidades están asociadas a cierta mesura. No ocurre lo mismo con los deseos.

Esta distinción resulta de gran relevancia cuando abordamos la cuestión de la búsqueda. Así, un avaro nunca tiene dinero suficiente. La gula nos lleva a comer desaforadamente, mientras el hambre propiamente dicha llega un momento en que queda saciada. Si la necesidad nos impele a buscar, el deseo nos condena a buscar compulsivamente, sin acabar nunca de encontrar lo que nos sacia. Ese es el gran espejismo de la búsqueda.

Para sortear dicho peligro, conviene entender que las necesidades se ordenan por parejas de contrarios y deben combinarse en equilibrio. Por ejemplo, todo individuo necesita alimentarse, pero también un intervalo de ayuno para digerir la comida. Lo mismo podríamos decir del calor y del frescor, del reposo y del ejercicio... Eso que nos sucede con las necesidades físicas nos tendría que ayudar a entender cómo afrontar lo que Weil denomina las necesidades del alma. A su vez, analizar este paralelismo puede contribuir a orientarnos en nuestra búsqueda. Es decir, la enumeración de dichas necesidades nos permite identificar lo que estamos buscando.

Orden

Como seres racionales, necesitamos percibir un orden. El caos y la incoherencia nos desconciertan. Para sentirnos seguros, buscamos una lógica que ordene la realidad. Nos inquietan la desorganización y el desbarajuste. Nos desestabiliza no entender el sentido de los acontecimientos. El desorden nos produce desasosiego. No saber a qué atenernos nos abruma. Lo aleatorio nos desorienta y genera intranquilidad. Un accidente es lo contrario al orden.

«Lo aleatorio nos desorienta».

Nos sentimos más cómodos cuando todo está bajo nuestro control, cuando sabemos el porqué de las cosas e intuimos el orden que subyace tras la apariencia caótica de la sucesión de incidentes. Necesitamos conocer el guion que articula las diferentes escenas de la historia.

Por eso contemplamos con fascinación el universo. En palabras de Weil, una infinidad de acciones mecánicas independientes convergen para constituir un orden que permanece fijo a través de la variación. Amamos la belleza del mundo pues tras ella sentimos la presencia de algo análogo a la sabiduría que desearíamos poseer para saciar nuestro deseo de orden.

Descubrimos la equilibrada combinación de innumerables fuerzas ciegas que concurren en una unidad en virtud de algo que anhelamos sin comprender y a lo que denominamos «belleza». Si nos dejamos llevar por esta idea, seremos como aquel individuo que camina de noche sin guía, pero sin dejar de pensar en la dirección que desea seguir. Buscamos lo bello, porque nos evoca el orden.

Ahora bien, la búsqueda impulsiva del orden nos puede conducir a un perfeccionismo enfermizo. Obcecados por la norma, podemos acabar comportándonos de manera anormal y la escrupulosidad nos puede ofuscar de tal modo que perdemos la sensibilidad para gozar de la hermosura.

Además, el orden también nos puede constreñir. Cuando todo está regulado y encaja en un plan previo, no hay espacio para la improvisación ni para la creatividad. Buscamos el orden, pero tiene que combinarse con cierta dosis de descontrol. Si todo queda encasillado en estructuras rígidas, nos sentimos asfixiados. Necesitamos abrir caminos, proponernos explorar rutas nuevas, salir de las aguas tranquilas del orden para surcar mares desconocidos y escuchar lo inaudito, saborear lo insólito, gustar de lo inédito, acoger lo imprevisto.

Buscamos tanto la seguridad del orden como la seducción de la aventura. Descubrimos la belleza en la regularidad del canon y en el destello de lo excepcional. Satisfacemos nuestro anhelo de orden al captar la grandeza de lo ordinario, pero también la importancia de lo extraordinario.

Igualdad

Para Weil, la igualdad consiste en conceder el mismo grado de atención, dignidad y consideración a todo ser humano. Por inevitables que sean las diferencias entre los individuos jamás deben implicar un grado de respeto distinto.

Buscamos ser como los demás o, como mínimo, ser tratados como los otros. Incluso cuando hacemos gala de cierta originalidad, en realidad estamos haciendo méritos para despertar el interés en el resto. Nadie quiere ser excluido, marginado o aislado. Necesitamos ser aceptados y reconocidos.

Sin embargo, un énfasis excesivo en esta igualdad conduce al uniformismo. Entonces caemos en la monotonía del colectivo. Los matices se difuminan y todo acaba impregnado de un tono grisáceo que oscurece la vida. Nadie puede destacar, ni tomar la iniciativa ni tampoco discrepar de la opinión mayoritaria.

La igualdad que ansiamos se refiere al respeto y la igualdad que ignora las diferencias es una copia triste de la primera. Por eso, del mismo modo que buscamos la igualdad, necesitamos descubrir la singularidad de cada cual, aquello que le es propio. Cada individuo goza de unas peculiaridades que, a su vez, enriquecen al grupo.

Nuestra búsqueda se orienta hacia estos dos polos. Buscamos ser aceptados, pero sin renunciar a nuestra idiosincrasia. Si nos centramos en la primera dimensión, podemos acabar esclavizados por el conformismo, diluirnos en un colectivo que pierde humanidad para asumir un comportamiento mecánico, formal, protocolario, sin corazón. En cambio, el énfasis en el segundo polo –la diferencia– sin tener en cuenta el primero –la igualdad–, nos conduce irremediablemente a la extravagancia –esto es, a vagar fuera de los caminos– y, en consecuencia, a una soledad infecunda. El gregarismo puede condenarnos a desparecer en la masa; el personalismo exacerbado, a aislarnos de nuestros semejantes. La búsqueda debe conjugar estas dos dimensiones.

Libertad

Uno de los principales objetivos de la búsqueda de cualquier ser humano es la libertad. Para Weil consiste, en sentido estricto, en la posibilidad de elección. Ahora bien, en una vida en sociedad resulta inevitable que las reglas impuestas para el bien común limiten esta capacidad. También está constreñida por el margen de acción que dejan las fuerzas de la naturaleza. Además, solo es aplicable a los actos inocentes; en nombre de la libertad no se puede considerar lícito ningún atisbo de criminalidad. La naturaleza no nos exime de nuestra responsabilidad.

El ser humano sin libertad pierde uno de sus rasgos característicos. La naturaleza o la comunidad delimitan su espacio de maniobra, incluso pueden tender a anularla. Pero en el interior humano subsiste la voluntad de gobernar el propio destino, por adverso que resulte.

El poeta inglés William Ernest Henley (18491903) padeció a los doce años una enfermedad que le afectó a los huesos y, años más tarde, los médicos se vieron obligados a amputarle una pierna. Su amigo, el escritor Robert Louis Stevenson, se inspiró en él para crear el personaje del capitán Long John Silver en La isla del tesoro. Henley escribió el poema Invictus mientras debía permanecer postrado en la cama de un hospital. Es un canto a la libertad interior a pesar del acecho de las contrariedades.

Más allá de la noche que me cubre,

negra como el abismo insondable,

doy gracias al Dios que fuere

por mi alma inconquistable.

En las azarosas garras de las circunstancias

nunca he llorado ni pestañeado.

Sometido a los golpes del destino

mi cabeza está ensangrentada, pero sigue erguida.

Más allá de este lugar de cólera y lágrimas

donde yacen los horrores de la sombra,

sin embargo, la amenaza de los años

me encuentra, pero me encontrará sin miedo.

No importa cuán estrecho sea el camino,

cuán cargada de castigos la sentencia,

yo soy el amo de mi destino:

Soy el capitán de mi alma.

Un siglo más tarde, este poema acompañó a Nelson Mandela mientras permanecía recluido en una cárcel de Sudáfrica por su compromiso en la lucha contra el apartheid. Las palabras de Henley le ayudaron a sobrellevar la vida en prisión, confinado en una pequeña celda. Luego, le sirvieron de inspiración para conducir a la población negra de su país hacia una libertad política que requería previamente haber asumido la libertad interior.

Solo desde esta decisiva experiencia es posible vivir libremente. Pretender superar cualquier limitación externa es un deseo vano que nos puede conducir a la frustración cuando no, al desastre. Es la lección del mito de Ícaro, el hijo del arquitecto Dédalo, el constructor del laberinto. Pertrechado con unas alas de plumas sujetas con cera, pensó que no había techo para su vuelo. No atendió los consejos de su padre, se acercó demasiado al Sol, la cera se derritió y acabó desplomándose.

La búsqueda de la libertad tiene que ir unida a la búsqueda de la responsabilidad, la aceptación de un marco de reglas a las cuales nos debemos adecuar. Ahora bien, tal adecuación no implica sumisión ni servilismo. Es un acto que conlleva la reconciliación con la realidad. Implica el consentimiento, la conformidad, el reconocimiento de los límites de la propia libertad. Pero de ningún modo debe suponer la connivencia con la injusticia que subyace en estructuras y en costumbres.

La responsabilidad comporta la renuncia a la quimera de la libertad para construir un marco de convivencia justa. Mandela es uno de los grandes referentes en la defensa de los derechos humanos, pero primero tuvo que aprender a ser dueño de sí mismo para poder conducir a otros por las sendas del libre albedrío. Luchaba por mantener su libertad interior en un entorno opresivo. El fruto fue un alto grado de responsabilidad que le permitió guiar a todo un pueblo hacia una forma de organización respetuosa con la libertad de cada individuo.

Por otro lado, la responsabilidad, cuando nace de nuestra fantasía, nos puede abrumar. Entonces podemos sacrificar nuestra libertad en aras de una misión imaginaria que nos resta fuerzas y nos devora. Libertad y responsabilidad deben ir coordinadas. Buscar una sin la otra nos aboca a la bancarrota moral.

Verdad

Weil vivía preocupada por el efecto de la propaganda política de su época, en particular por los estragos realizados en las conciencias por parte del nazismo. Por eso, para defender la necesidad de la verdad, exigía la protección contra el error, la mentira, la falsedad y la sugestión, auténticos venenos de la salud pública en el dominio del pensamiento.

Seguramente Weil no conocía los términos «posverdad» o «fakenews», pero sí su significado. Su reflexión se centraba en las ideologías, algo comprensible en plena eclosión de los totalitarismos. Aun así, su pensamiento puede contribuir a que seamos más certeros en nuestra búsqueda personal.

Necesitamos la verdad, la buscamos, pero puede ser un espejismo de efectos engañosos. Solemos confundirla con una idea verosímil, que se adecúa a nuestros parámetros, que es acorde con nuestras expectativas. Y cuanto más precisa, o más exacta sea, más veraz nos parece. Nos esforzamos por encontrar pensamientos plausibles, merecedores de la aprobación de los demás, aunque no siempre sean fidedignos.

Muchas veces teñimos de veracidad cualquier idea para ganar apoyos. La revestimos de coherencia, la apuntalamos con argumentos contundentes, pero no deja de ser una ficción adornada de verosimilitud. En el fondo, nos deja hambrientos. No colma nuestra necesidad.

La verdad es indisociable de la sinceridad. Nos pone en contacto con lo real y no con el mundo imaginario que nos hemos construido para ocultarnos. Nos introduce en el ámbito de lo auténtico desde donde es posible construir nuestra identidad y un mundo más justo y habitable. La verdad es fecunda. Mentir al médico nos puede conducir a la muerte. Engañar a los demás y a nosotros mismos, a la gélida soledad.

Pero podemos aspirar a la verdad movidos por un propósito poco recomendable. Nos podemos obsesionar desde una actitud inquisitorial, donde las ideas son más importantes que las personas. Se da por hecho el falso testimonio del interrogado, pero también la legitimidad de nuestras indagaciones. Entonces actuamos como animales de rapiña ansiosos por arrancar la verdad a unas víctimas desamparadas.

O podemos banalizar la verdad hasta convertirla en materia prima de nuestros chismes y chascarrillos. Confundimos la búsqueda de la verdad con la curiosidad malsana de las habladurías y las murmuraciones. La obstinación en buscarla nos puede alejar del lugar donde realmente se encuentra: en el individuo concreto. Creamos una imagen falsa que, por más creíble que resulte, convierte a las personas en ídolos o en fantoches.

«Humildad para aceptar lo real».

Y del mismo modo que buscamos la verdad, necesitamos el secreto, el pudor, la discreción. Para preservar la verdad, debemos protegerla con la reserva pertinente. No siempre estamos en disposición de conocerla, hace falta un proceso interior previo para acogerla y asimilarla convenientemente. Solo la encontraremos si accedemos a ella desde el respeto. De lo contrario, la distorsionaremos con nuestros prejuicios y expectativas. Las grandes verdades reclaman una preparación previa, un ayuno de ideas y de deseos, la humildad para aceptar lo real, la renuncia al control. Entonces la verdad crece en nosotros como una planta que ha encontrado tierra fecunda.

Soledad

Al referirse a esta necesidad, Simone Weil es muy parca: «El alma humana necesita, por un lado, soledad e intimidad, por otro, vida social». Ella se encontraba en una situación muy particular: exiliada en Londres lejos de su familia y de su amada Francia. Vivía, o sufría, la soledad de una manera especial. En sus escritos confiesa la añoranza que sentía por su país y por sus seres queridos. Estaba totalmente dedicada a escribir sobre el futuro de una Francia liberada de los nazis, un trabajo en solitario que acabó con su frágil salud.

A pesar de lo conciso de su pensamiento, encierra una enorme sabiduría. El ser humano necesita espacios de soledad donde cultivar su mundo interior, donde poder escucharse, donde aprender a conocerse, donde asimilar cuanto ha vivido y preparar lo que espera vivir. Es un espacio de intimidad, reservado a la propia privacidad, pero que, de ningún modo, pretende desentenderse de los demás. La soledad, la relación con uno mismo, el silencio interior y exterior contribuyen a crear la atmósfera para sintonizar con lo más profundo de la persona y, desde allí, salir al encuentro del otro, acogerlo, entenderlo, amarlo.

El peligro es convertir la soledad bien en un castigo, bien en una expresión de egoísmo. Buscamos momentos de soledad para crecer, pero, en ocasiones, la soledad impuesta –o autoimpuesta– es un suplicio. La soledad no buscada puede ser una maldición. O, por el contrario, la oportunidad de salir de nosotros mismos, de dejarnos de buscar e ir al encuentro del otro, aunque esté lejos. Eso es lo que hizo Weil con sus innumerables cartas y con sus propuestas. Desde la nostalgia valoraba más a los otros; echaba de menos personas y vivencias y, en consecuencia, crecía su ansia por el encuentro. La lejanía, en vez de apagar el afecto, lo acrecentaba.

Pero la soledad puede convertirse en una manifestación de egoísmo, una expresión de cierto narcisismo que rechaza la relación con los otros. Determinadas compañías nos pueden resultar incómodas. Entonces nos aislamos, nos refugiamos en nuestra soledad convirtiéndonos en seres huraños y ariscos. Los demás nos molestan y renunciamos a su cercanía.

«La soledad y la vida social».

La soledad no tiene que nacer de la misantropía, sino de la simpatía, del querer estar cerca de los demás, aunque para ello, en ocasiones, haya que alejarse. La soledad nos prepara para la vida social. Buscamos la amistad, el amor, la compañía, las relaciones, conocer a otras personas. Esta es la vocación del ser humano. Solo relacionándonos con los demás llegamos a ser nosotros mismos. Mi identidad viene configurada en función de mis lazos con otras personas. Soy padre, hermano, primo, abuelo, hijo, maestro, paciente, vecino, amigo, amante, admirador, seguidor, alumno, médico, compañero... Soy en relación a otro.

Ahora bien, si únicamente soy mis relaciones, no soy nada. Necesito ser alguien, buscar quién soy. No me puedo resignar al papel que me ha sido asignado por la vida o por la sociedad. Soy mucho más. Debo seguir la instrucción del oráculo de Delfos: «Conócete a ti mismo». Y para conocerme, como diría Weil, debo combinar la soledad y la vida social. La primera sin la segunda sería condenarme al aislamiento, a la incomunicación, y traicionaría mi vocación como persona. La segunda sin la primera significaría participar en una especie de obra de teatro en la que se me ha asignado un personaje. Buscando la soledad, nos encontramos con los demás. Relacionándonos con los otros, descubrimos quiénes somos.

Propiedad

Sorprende que Weil, de ideología revolucionaria, defienda la propiedad privada como una necesidad del alma. Ahora bien, no se está refiriendo al modo de organización social, sino a algo que atañe a la interioridad de la persona: «El alma está aislada, perdida, si no está rodeada de objetos que sean para ella como una prolongación de los miembros del cuerpo. Todo hombre tiende inevitablemente a apropiarse con el pensamiento de cuanto ha usado continua y prolongadamente en el trabajo, en el placer o en las necesidades de la vida».

Dicho de otro modo, el ser humano necesita que su individualidad se expanda en su entorno. No le basta con su cuerpo. Necesita expresarse, sentirse él mismo a través de objetos y lugares. Son referentes, puntos de anclaje que confirman su identidad.

Por supuesto, el peligro es que esta apropiación degenere en una dependencia. Si lo que poseo me posee, dejo de ser yo mismo. Esta es la tentación del avaro o del ambicioso. Nunca podrá saciar sus ansias porque no intenta atender una necesidad sino que ha caído en un círculo vicioso donde deja de ser el protagonista y ha perdido el control. El afán por poseer se ha apoderado de él. Por eso, como contrapeso, Weil reivindica la propiedad colectiva.

Aquí Weil no defiende tanto un determinado tipo de estructura sociopolítica como un estado de conciencia. Según ella, necesitamos participar del sentimiento de propiedad de lo que pertenece a todos. En el fondo, critica como muchas veces no nos hacemos responsables de lo que es de todos. Por eso reivindica el sentido de pertenencia y de responsabilidad compartida para evitar la tentación de desentendernos o de no apreciar lo que no depende exclusivamente de nosotros.

El caso de la naturaleza es evidente. Debemos entenderla como una propiedad colectiva, no en el sentido de que podemos explotarla a nuestro antojo, sino de que somos responsables de cuanto le sucede. Es un bien compartido.

Honor

Una vez más, Weil sorprende al reivindicar la necesidad del honor. Para esta filósofa está relacionado con el reconocimiento social que se le concede a un individuo al vincularlo con el pasado. Nos puede extrañar esta propuesta de Weil si no tenemos en cuenta que muchas veces nuestra búsqueda, que va encaminada a descubrir quiénes somos, pasa por encontrar la corriente que fluye desde el pasado y que aporta un sentido histórico a nuestra existencia.

Entonces descubrimos cómo nuestra vida no es un hecho aislado en la historia del mundo sino que está inserida en un proceso colectivo que se va configurando a lo largo de los siglos. El honor sería la plenitud derivada de esta participación en un proyecto histórico que trasciende nuestro devenir individual. No somos seres aislados. Otros nos han precedido y somos deudores de su legado.

Sin embargo, la preocupación por el honor puede ensombrecer el proceso particular de crecimiento al sentirnos encadenados a un proyecto determinado: la familia, la religión, la empresa, el país o el grupo social. Tenemos el honor de formar parte de un colectivo, pero no a costa de anular nuestro carácter único e irremplazable.

Por otra parte, Weil también destaca la posibilidad de recuperar la honorabilidad tras haber cometido algún acto que nos sitúa fuera del bien. Esta capacidad de restituir, de resarcir, es lo más opuesto a la culpabilidad que paraliza y castiga internamente sin dar ocasión a solventar el problema. El sentimiento de culpa es el escarmiento que nos impone el amor propio. La posibilidad de reparar el mal ocasionado y de restaurar el orden previo es una auténtica necesidad del ser humano.

Seguridad

El miedo a la violencia, al dolor o a los problemas es un veneno para la vida interior del ser humano. En palabras de Simone Weil es una hemiplejía del alma. Huyendo del miedo, buscamos la seguridad, la protección, un refugio que nos salvaguarde de las dificultades.

Ahora bien este refugio puede acabar convirtiéndose en nuestra cárcel. Buscamos un castillo con muros y rejas y terminamos proscritos en una prisión. Por este motivo la búsqueda de la seguridad tiene que combinarse con la búsqueda del riesgo.

Arriesgarse implica asumir un peligro. Es un estímulo que nos hace reaccionar. En ciertos casos, se asemeja al juego. En otros, apela a la responsabilidad y se convierte en un acicate que impele al ser humano a echar mano de sus recursos para afrontar con valentía un reto.

Si solo buscamos la seguridad, nuestra vida degenera en una especie de letargo sin alicientes ni desafíos. Si nos dejamos llevar por la seducción del riesgo, podemos ser víctimas de nuestra propia temeridad. Los guerreros de la antigüedad sabían usar con acierto el escudo y la espada.

Arraigo

Simone Weil sostiene que el alma humana necesita, por encima de todo, estar enraizada en varios ambientes naturales y comunicarse con el universo a través de ellos. Como ejemplos propone la patria y los ambientes definidos por la lengua, la cultura, un pasado común, la profesión o la localidad.

En comunión con la pesadumbre de los franceses subyugados por la ocupación nazi, defiende que el ser humano tiene una raíz en virtud de su participación real, activa y natural en la existencia de una colectividad que conserva vivos ciertos tesoros del pasado y ciertos presentimientos del futuro.

En el fondo, apuesta por la dimensión comunitaria de la existencia humana. Compara a todo individuo con una planta que requiere un suelo apropiado donde echar raíces. Un suelo que la sostenga y le proporcione el alimento que necesita.

Todo ser humano busca ese sostén, bien sea en su familia, en su entorno geográfico, en su mundo intelectual o en el ámbito de sus aficiones. Buscamos esa comunidad, formal o informal, en la que nos reconocemos y que, a su vez, nos reconoce.

La falta de esta dimensión produce desarraigo. Un vacío de referentes que bloquea el crecimiento. En cambio, su exaltación es el origen del patriotismo excluyente, del fanatismo y de la autorreferencialidad.

La felicidad

Cuando hablamos de la búsqueda parece ineludible referirnos a la búsqueda de la felicidad. Sin embargo, llama la atención que Weil no la incluya de manera explícita en su elenco de necesidades del alma. Podemos achacar este descuido a sus angustiosas vicisitudes personales: exiliada, en plena II Guerra Mundial, enferma, sola...

No obstante, sugiere una idea que denota una gran lucidez. En su opinión, el criterio que permite reconocer hasta qué punto las necesidades de los seres humanos están satisfechas es el florecimiento de la fraternidad, de la alegría, de la belleza y de la felicidad. En cambio, allí donde hay un repliegue sobre uno mismo prolifera la tristeza.

Así pues, su propuesta consiste en orientar nuestra búsqueda hacia aspectos concretos y asumibles, las necesidades del alma. Luego, el esfuerzo por atenderlas se transformará en alegría y felicidad. El bienestar no debería ser el objetivo prioritario de la búsqueda, sino su consecuencia. La felicidad nos llega de manera natural casi sin esperarla. Como afirmaba el poeta Henry David Toreau: «Es como una mariposa, cuanto más la persigues, más te eludirá. Pero si vuelves tu atención a otras cosas, vendrá y suavemente se posará en tu hombro».

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