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Prólogo

La alegría es una emoción evanescente, tan escurridiza que se pierde año a año: para la mayoría de los lectores, y no digamos ya de los escritores, queda relegada a esos momentos de la infancia en los que cada descubrimiento era nuevo, y provocaba un chillido agudo, un lanzarse sin miedo a las escaleras, o a las flores del jardín, o un abrir y cerrar las propias manos, que de pronto parecían herramientas fascinantes. La juventud sustituye la alegría por la pasión, y esta por el desengaño. La madurez nos llena de recuerdos, y entre ellos surge otra vez el de aquel alarido gozoso, aquel día que parecía recién hecho.

Pero esta es, sin embargo, una novela en la que el aprendizaje del protagonista no le priva de la mirada inocente, ni de la voluntad decidida de mantenerse limpio, luminoso e intacto, ocurra lo que ocurra. Es una historia similar a la de los locos santos de algunas narraciones rusas, a los que protegían las fuerzas divinas: y se parece un poco también a la de los héroes infantiles de algunos cuentos en los que un sastrecillo se crece tras un golpe de suerte, o un pastor se enfrenta a un ogro comeniños. Posee el mismo encanto y la misma claridad algo azulada, algo dorada, de esas leyendas.

Al fin y al cabo, Eichendorff escribía en un momento en el que los jóvenes autores, los poetas, elaboraban los mitos que darían origen a una Alemania distinta; desarrolló su obra durante los años en los que los creadores ofrecían una mirada inédita sobre los bosques, los montes, los bancos de niebla varados junto a los ríos, los altos tilos, las laderas cubiertas de musgo aún húmedo. Y esa patria, y ese movimiento romántico, debía mucho a los cuentos y a sus orígenes imprecisos. Así definiría esta deliciosa novela Thoman Mann, como el encuentro «entre una canción popular y un cuento de hadas».

Eichendorff había nacido en el seno de una familia prusiana aristocrática, en 1788, en lo que con el tiempo pasó a considerarse Polonia. Ese mismo año, apenas dos meses antes, llegó al mundo Lord Byron. En su entorno, en la corte de Weimar, se representaba a Goethe, quien se aproximaba a los cuarenta, y estudiaban música con Mozart, de treinta y dos, que había completado gran parte de su obra, y moriría tres años más tarde. La generación de Eichendorff hundía sus raíces en el Neoclasicismo, pero avanzaba con paso implacable hacia otra propuesta estética y, por supuesto, política. Habían escuchados ecos clásicos, pero oían otras melodías.

Si con doce años Joseph Freiherr von Eichendorff llevaba un diario minucioso de su día, y escribía pequeños poemitas amorosos, en la universidad, en Heidelberg, la introspección dejó paso a las tertulias con otros poetas y escritores, que crearían las líneas maestras del Romanticismo alemán: todo estaba por crear, cada frase era sopesada y analizada con la gravedad con la que se fundan los imperios y elegida con la ligereza de quien es joven e inmortal. Fue un momento glorioso para esos chavales: nunca hasta entonces su opinión había contado con tanto peso, ni su obra había sido tomada tan en serio. Era el tiempo de los inútiles, de los tunantes, de aquellos que vagaban de un lugar a otro, de aquellos a los que los mayores consideraban niñatos inexpertos.

Así, de hecho, comienza esta historia: el hijo de un molinero, esa voz en primera persona del singular que nos acompañará y nos guiará a lo largo de sus viajes, despierta un día para escuchar los gritos y los insultos de su padre: fuera, fuera, es un vago, es un flojo, no vale para nada, él no seguirá manteniéndole. Era el único permiso que necesitaba: tampoco él quería esa vida del molino, la rueda que hora tras hora, día tras día, machaca al hombre con el mismo traqueteo. Hay un mundo fuera por descubrir. Algo mejor le estará esperando.

El argumento no era nuevo: si algo caracteriza este temprano Romanticismo es el personaje del viajero, del caminante que, libre de pesos, descubre qué hay más allá de esa montaña o de ese río que delimitaba la vida. Pero es Eichendorff quien lo eleva a categoría de clásico. Si indagamos, aparece también en la narración un poquito del Decamerón, algo de los cuentos de Canterbury: pero, a diferencia de estas historias en las que cada cual contaba su experiencia, es el hijo del molinero el que adoptará todas las personalidades, y cada uno de sus aprendizajes. Primero será un jardinero, después, aún fascinado por las flores, creerá sentar cabeza como aduanero. Y, roto su corazón, o al menos resquebrajado, seguirá en su deambular hacia el sur, hacia Italia, como el criado de unos viajeros.

Algo muy moderno, esencialmente contemporáneo, late en el fondo de este Wanderlust, de este ir sin tregua ni prisa: la protesta de quien no posee nada frente a las imposiciones de quienes quieren arrebatarle incluso eso. Ya no será el padre molinero, pero otros muchos lo mirarán con desprecio. Y sin embargo, él es dueño de su poesía, que se intercala como si cruzáramos otra corriente de agua, y de su violín. Mantiene en algún lugar invisible el recuerdo atesorado de esa joven amada a la que deja flores en un templete (flores para una flor, en realidad), y que es al mismo tiempo una estrella que le guía y la promesa de una recompensa. Puede detenerse cuando lo desee a disfrutar de un atardecer o de la belleza de una cuesta que atraviesa el monte, de la luna que transforma una pared en un velo de plata o de los viñedos bajo el cálido aire mediterráneo. Nadie será, nunca, más rico que el joven inútil.

Quizás por eso sea ahora esta edición particularmente relevante: los tiempos de prisas requieren lecturas con calma, donde la novela no sea un espejo a lo largo del camino, sino una ventana abierta a ese propio camino. La confianza del narrador resulta contagiosa, la certeza de que nada puede salir mal por mal que parezca acaba atravesando la novela como un hilo rojo que une al lector, al escritor, y a los niños que ambos fueron en algún momento: los que se perdían ante las flores del jardín o ante el descubrimiento de sus propias manos.

Se ha dicho muchas veces que el tema de esta novelita es la alegría de vivir, y que su eje radica en el amor: uno de los personajes dictamina: «El amor, querido amigo […] echa por tierra las barreras de rango y posición con una ferviente mirada; el mundo le parece demasiado estrecho y la eternidad demasiado breve». Yo, por mi parte, opino de distinto modo: poco he aprendido del amor con esta narración, pero mucho de la mirada: de la intensidad y la voluntad de fijarse, en exclusiva, en aquello que es bello, que merece la pena, en lo que nutre el alma y devuelve la fe. En su descripción, breve pero definitiva, de lo que ve y lo que busca, el personaje de Eichendorff no tiene tanto de romántico como de modernista. Son los colores y la esencia, aquello que cree tocar con solo definirlo, lo que le dan a la historia la liviandad de algo más soñado que vivido, más insinuado que leído.

Esta historia, como toda la poesía de Eichendorff, posee una música propia. Mendelssohn o Schumann supieron escucharla (clásica en su nacimiento, romántica en su desarrollo), y Brahms la derivó hacia la suave melancolía que rezuman todas sus composiciones. Y, como ocurre en muchas canciones, el final nos lleva a una referencia a su inicio. «Todo está bien», canta el Danubio, y quiénes somos nosotros para contradecir al viejo río, que esconde un dios en su interior.

No todas las historias de Eichendorff emanarán la misma canción secreta: en algunos de sus cuentos (pienso en «El anillo», quizás el más conocido, y el que mayor influencia tuvo sobre otros autores de su época) trata oscuridades más duraderas, el filo siniestro del Romanticismo. En otras de sus historias aparecen maldiciones y la prohibición del conocimiento, salvo que se esté dispuesto a pagar con la felicidad. El amor contrariado, los celos, el doliente sentimiento de no ser nada frente a la inmensidad de la naturaleza, todo lo que de grandilocuente y de parodiable tuvo ese movimiento.

Pero eso será en otros relatos, serpenteará en otros poemas. Eichendorff no fue ajeno a la desdicha: dos de sus hijitas murieron, su familia perdió la fortuna que les enorgullecía, él mismo debió apartarse del trabajo aún joven por una enfermedad que le asoló la salud y los movimientos. Supo de la gloria y de la fama de otros autores contemporáneos, no sabemos si eso le preocupó. ¿Le inquietaría pasar a la historia, o le bastaría con volver de vez en cuando los ojos a ese bosque que cantó como nadie y que enseñó a describir, a las estrellas que aparecían sobre las rocas ariscas?

La alegría es, sí, una emoción evanescente: pero el recuerdo, ese patrimonio de la edad, la dota de peso, la fija en la memoria de una manera más sólida y certera. En un futuro, al radiante optimismo de esta novela se le superpondrá la bonita sensación de haberla leído, y a esta, la expectante relectura, para ver si contiene aún esa capacidad de transmitir la luz que lleva. Titulada de maneras muy diferentes —Andanzas de un inútil, Vida de un tunante, Aventuras de un mentecato—, el que se lleve leyendo desde 1826 debería darnos ya una respuesta: sí, continuará pasando la prueba, recorrerá otros tiempos y otros lectores como el protagonista los caminos, inmutable, una píldora de felicidad y de buenos presagios. Y, ante esa conclusión, todo prólogo resulta inútil.

Espido Freire

Andanzas de un inútil

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