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ОглавлениеEstaba siendo azotada con un látigo de siete colas por dos enormes cosacos como escarmiento por su capricho de utilizar anticuados imperdibles cuando el progreso y las buenas costumbres habían decretado el uso exclusivo de cremalleras. La sangre comenzaba a manar, deslizándose por su espalda, cuando se despertó con la sensación de que lo que verdaderamente estaba siendo ultrajado eran sus oídos. El timbre volvía a sonar. Soltó en voz alta un exabrupto que estaba lejos de ser culto y civilizado y se incorporó en la cama. No, definitivamente no se quedaría ni un minuto más en aquel lugar después de la comida. Había un tren que salía a las 2.41 de Larborough y ese era el que iba a coger ella, con las despedidas liquidadas, los deberes de amiga satisfechos y el alma henchida de gozo por la hermosa sensación de volver a ser libre. Se compraría una caja de bombones en el andén de la estación como recompensa por el madrugón. Aunque la báscula se lo hiciera notar al llegar a casa, ¿a quién le importaba?
Pensar en la báscula le hizo recordar la muy cívica necesidad de tomar un baño. Henrietta se había mostrado desolada por tener que alojarla en un cuarto tan alejado de los baños del profesorado —y sentía infinitamente que se viera obligada a utilizar el del ala de estudiantes— pero la madre de froken4 Gustavson había viajado desde Suecia y ocupaba la única habitación de invitados del ala de personal. Además se quedaría durante varias semanas hasta que hubiera visto con sus propios ojos —y criticado— la Exhibición anual que tendría lugar a principios de mes. Lucy dudaba en esos momentos de poder recordar cómo llegar hasta los aseos. No le apetecía tener que merodear por aquellos luminosos y solitarios pasillos y aparecer por error en un aula atestada de estudiantes. Pero peor sería tener que enfrentarse a aquel grupo de excitadas madrugadoras y preguntarles dónde podía una darse a esas horas un baño tardío.
La mente de Lucy siempre trabajaba de ese modo. No era suficiente visualizar un horror en cada situación, también había que asegurarse de prever su contrario. Permaneció un rato sentada sopesando todas las ignominias a las que muy posiblemente habría de enfrentarse y disfrutando a pesar de todo de la agradable sensación de no tener que hacer nada en absoluto. Hasta que, una vez más, el horrible timbre volvió a atronar y una nueva oleada de pies atravesando los pasillos y un caótico concierto de voces rompió la paz de la mañana. Lucy miró su reloj. Eran las siete y media.
Ya se había decidido a pecar de tosca e incivilizada —después de todo, ¿qué era el baño diario sino una moda moderna? Si el mismísimo Carlos II podía permitirse oler un poco a humanidad, ¿quién era ella, una pobre plebeya, para poner el grito en el cielo por saltarse por una vez el baño matutino?— cuando llamaron a la puerta. Alguien había acudido en su ayuda. ¡Gloria! ¡Aleluya! Su aislamiento y su abandono tocaban a su fin.
—Pase —respondió en el amable tono de una Robinson Crusoe dando la bienvenida a unos recién llegados a su isla. Sin duda era Henrietta, que había decidido acercarse para darle los buenos días. Cómo había podido pensar que su amiga se olvidaría de ella. Debía esforzarse más en comportarse como la celebridad en que se había convertido. Quizá debería arreglarse el pelo de otra manera o practicar, repitiendo veinte veces al día, al estilo de Coué,5 el mejor modo de decir : «¡Adelante!».
Pero no era Henrietta. Se trataba de una especie de diosa.
Una diosa de cabellos dorados, vestida con una radiante túnica de lino de color añil, la mirada, de un azul profundo como el mar, y un envidiable par de piernas. Lucy siempre se fijaba en las piernas de las mujeres, siendo las suyas desde siempre una decepción y una triste fuente de inseguridad.
—¡Ay, lo siento mucho! No se me ocurrió pensar que quizá no estuviera usted aún levantada. En la escuela tenemos unos horarios tan disparatados —dijo la diosa. Y a Lucy le pareció todo un detalle que aquel ser celestial se hiciera responsable de su propia pereza—. Discúlpeme por irrumpir de este modo en su habitación.
Su mirada azul se detuvo sobre una de sus babuchas tirada en el suelo, y por un instante pareció fascinada por aquel objeto. Era una zapatilla de satén azul pálido, muy femenina, muy delicada y muy cara. Una innegable extravagancia.
—Me temo que puede parecer una tontería —dijo Lucy.
—¡Si usted supiera, señorita Pym, lo que significa para mí contemplar un objeto que no sea puramente funcional! —Y entonces, como si la mera tentación de alejarse del propósito de su visita de nuevo se lo hubiese recordado—: Me llamo Nash. Soy la delegada de último curso. He venido en representación de mis compañeras para decirle que sería un honor que tomara el té con nosotras mañana por la tarde. Los domingos tomamos el té en el jardín. Es un privilegio de las mayores y un verdadero placer durante las tardes de verano. De veras esperamos que nos acompañe.
Sonrió entonces con benevolencia a la señorita Pym mientras aguardaba su respuesta. Lucy le explicó que desgraciadamente mañana ya no estaría en la escuela, pues se marchaba esa misma tarde.
—¡No, por favor! —protestó la joven Nash. Y el genuino sentimiento que denotaba el tono de su voz hizo que Lucy se emocionara—. ¡No, señorita Pym, no lo haga! ¡No se vaya! No tiene ni idea, usted es como un regalo del cielo para todas nosotras. Es tan raro que alguien, alguien interesante, venga para quedarse. Este lugar es como un convento. Trabajamos tan duro que llegamos a olvidar que aún existe el mundo exterior. Es nuestro último año aquí y todo esto puede volverse tan siniestro y claustrofόbia)... Los exámenes finales, la Exhibición, la graduación y Dios sabe qué más. Llegamos a sentirnos tan mal que tememos perder el sentido de lo que es bueno y lo que no. Y ahora ha llegado usted, un ser civilizado... —Hizo una pausa, a medias riéndose, a medias tratando de mantenerse seria—. ¡No puede usted abandonarnos!
—Pero si todos los viernes recibís la visita de algún conferenciante externo —le recordó Lucy. Era la primera vez en su vida que alguien la hacía sentirse como un regalo del cielo y no estaba del todo dispuesta a creérselo sin más. No le gustaba en absoluto el sentimiento gratificante que a veces le producía el permitirse olisquear entre sus emociones.
La señorita Nash le explicó con claridad y detalle —y con cierta acritud— que las tres últimas ponentes habían sido: una octogenaria experta en inscripciones asirias, una checa versada en las vicisitudes de Europa Central y una ensalmadora que les habló largo y tendido sobre la escoliosis.
—¿Qué es la escoliosis? —preguntó Lucy.
—Una anomalía en la curva de la espina dorsal. Si cree que cualquiera de ellas trajo consigo algo de luz y color a esta escuela, se equivoca. El objeto de las conferencias es ponernos en contacto con el mundo pero... Si puedo serle franca e indiscreta —Era obvio que disfrutaba siendo ambas cosas en aquel instante—, el vestido que llevaba usted la otra noche nos causó mucho más placer que todas las conferencias a las que hemos asistido.
Lucy se había gastado una escandalosa cantidad de dinero en aquel vestido cuando su libro se convirtió en superventas y aún seguía siendo su favorito. Se lo había puesto para impresionar a Henrietta.
El sentimiento gratificante que trataba de mantener a raya de nuevo se aproximaba, pero no lo suficiente como para acabar con su sentido común. Aún se acordaba de las alubias y de la carencia de lamparilla nocturna en su cuarto; también de la imposibilidad de reclamar la presencia del servicio mediante campanillas o timbres; y, por supuesto, de aquel omnipresente timbre infernal que no dejaba de sonar como toque de diana. No, no perdería el tren de las 2.41 en Larborough ni aunque todas las estudiantes de la Escuela de Educación Física Leys se interpusieran en su camino llorando a coro. Murmuró algo acerca de sus compromisos —haciéndole ver a la muchacha que su agenda estaba repleta de inevitables obligaciones y deseables encuentros— e inquirió a la señorita Nash si tendría la amabilidad de indicarle dónde estaban los baños del personal de la escuela.
—No querría verme obligada a merodear hasta perderme por esos pasillos sin saber a quién acudir.
La señorita Nash reconoció que la ausencia de servicio era un gran inconveniente.
—Eliza debería haberlo tenido en cuenta y haber venido hasta aquí para comprobar si necesitaba alguna cosa. Es la asistenta de los miembros del claustro. Si a usted no le importa, señorita Pym, podría usar los baños de las estudiantes, que están más cerca. Por supuesto están divididos en cubículos, quiero decir que están solo cerrados en parte. El suelo es de hormigón verdoso mientras que el de las profesoras está cubierto de azulejos color turquesa en forma de mosaicos con hermosos dibujos de delfines, pero el agua, al fin y al cabo, es exactamente la misma para todas.
La señorita Pym se mostró encantada de poder utilizar los aseos de las estudiantes y, mientras recogía sus enseres de baño, la parte ociosa de su mente meditaba sobre la notable falta de reverencia de la señorita Nash por el personal de la escuela, lo que le hizo recordar algo. Y pronto tomó conciencia de qué era ese algo. Se trataba de Mary Barharrow. El resto de compañeras de clase de Mary Barharrow formaba un grupo de dóciles estudiantes que se esforzaban por aprenderse los verbos irregulares franceses. Mary Barharrow, sin embargo, aunque diligente y cordial, trataba a su profesora de francés de igual a igual. Tal comportamiento era sin duda el obvio resultado de que su padre era casi millonario. La señorita Pym llegó a la conclusión de que la señorita Nash, que hacía gala del mismo aire encantador y socialmente desenvuelto de Mary Barharrow, probablemente tenía también un padre muy parecido al de Mary Barharrow. Pronto descubrió que era exactamente eso lo primero que todas sus compañeras comentaban cuando el nombre de Nash era mencionado. «La familia de Pamela Nash es muy rica. Tienen incluso un mayordomo». Siempre mencionaban al mayordomo. Para las hijas de todos esos esforzados y atareados médicos, abogados, dentistas, hombres de negocios y granjeros, la mera idea de tener un mayordomo era algo tan exótico como lo hubiera sido disponer de un esclavo negro.
—¿No deberías estar ahora en clase? —preguntó la señorita Pym al recordar que la quietud que reinaba en los luminosos pasillos anunciaba a voz en grito que la actividad en esos momentos debía tener lugar en otro sitio y no allí—. Imagino que si os levantáis a las cinco y media de la mañana será porque tenéis trabajo antes del desayuno.
—Ah, sí. Durante los meses de verano tenemos dos periodos antes del desayuno, uno activo y otro pasivo. Prácticas de tenis y quinesiología o similar.
—¿Qué es la quine-lo-que-sea?
—¿Quinesiología?
La señorita Nash sopesó por un instante el mejor modo de instruir a la ignorante y respondió con un ejemplo práctico: «Tiene que coger una jarra de agua por su asa del estante más alto: describa los movimientos musculares implicados en tal movimiento». El asentimiento de la señorita Pym hizo evidente que lo había entendido.
—Sin embargo, en invierno tenemos el mismo horario que cualquier otra escuela y nos levantamos a las siete y media. En cuanto a este periodo del día en concreto, normalmente se emplea en la obtención de certificados externos: Salud Pública, Cruz Roja, etcétera. Pero una vez los hemos obtenido, podemos emplear el tiempo en estudiar para los exámenes finales que empiezan la próxima semana. No tenemos mucho tiempo, así que estas horas nos vienen muy bien.
—¿No tenéis tiempo libre después de la hora del té?
La señorita Nash sonrió divertida.
—Oh, no. Por las tardes, de cuatro a seis, tenemos práctica clínica con pacientes externos, ¿sabe? Vemos de todo, desde pies planos hasta huesos rotos. Y desde las seis y media hasta las ocho tenemos clase de danza. Ballet clásico, no folclórico. El baile folclórico es por las mañanas. Y se valora como ejercicio físico, no artístico. Más tarde, la cena no termina antes de las ocho y media, de modo que cuando tendríamos tiempo para estudiar ya estamos agotadas y el final del día se convierte en una batalla entre el sueño y la ignorancia.
Al dar la vuelta a la esquina del pasillo en dirección a las escaleras, prácticamente se precipitó sobre ellas una figura menuda y huidiza que corría cargada con la cabeza y el tórax de un esqueleto sujeta bajo un brazo y la pelvis y las piernas bajo el otro.
—¿Qué estás haciendo con George, Morris? —preguntó Nash, parándose frente a la joven.
—¡Ay, por favor no me hagas perder tiempo, Beau! —jadeó sobresaltada la muchacha sujetando fuertemente la grotesca carga que portaba contra su cadera derecha mientras hacía ademán de seguir corriendo hacia las escaleras—. Y por favor olvida que me has visto, ¿quieres? Quiero decir, que has visto a George. Pensaba levantarme temprano y devolverlo a su sitio antes de que sonara la campana de las cinco y media pero me quedé dormida, así de sencillo...
—¿Has estado despierta toda la noche con George?
—No, solamente hasta las dos. Yo...
—¿Y cómo te las apañaste para ocultar las luces de tu cuarto?
—Cubrí la ventana de la habitación con mi manta de viaje, por supuesto —respondió la muchacha con el tono en que se dicen las cosas que resultan obvias.
—¡El decorado ideal para una noche de junio!
—Ha sido terrible —continuó Morris—. Pero, de veras, es la única forma que se me ocurre de conseguir empollar las inserciones, así que, por favor, Beau, simplemente olvida que me has visto. Lo habré devuelto antes de que las profes bajen a desayunar.
—Sabes que no lo harás. Y que acabarán descubriéndote.
—Ay, por favor, no trates de desanimarme. Ya tengo bastante preocupación encima. Ni siquiera recuerdo cómo se vuelven a encajar las dos mitades de George.
Siguió caminando escaleras abajo, delante de ellas, y desapareció en dirección a la fachada principal del edificio.
—Realmente empieza a parecer que estamos al otro lado del espejo —comentó la señorita Pym, viendo cómo la muchacha se alejaba—. Siempre he pensado que las inserciones tenían más que ver con las agujas.
—¿Inserciones? Se refiere al punto exacto en que el hueso se une al músculo. Es mucho más fácil de entender con el esqueleto delante que con las ilustraciones de un libro. Por eso Morris ha secuestrado a George. —Y soltó una risita indulgente—. Algo descaradamente audaz, viniendo de ella. Yo misma he llegado a robar algunos huesos cuando estaba en primero, pero jamás se me pasó por la cabeza la idea de llevarme a George. Es la nube más negra que amenaza la vida de las de primer curso, ¿sabe? El examen final de anatomía. Se supone que has de saberlo todo sobre el cuerpo humano antes de comenzar a ejercitarlo. Por eso es un examen de primer curso, a diferencia de otros finales. Los aseos están por aquí. Los domingos, cuando yo estaba en primero, los setos que bordean el campo de críquet estaban repletos de estudiantes escondidas y abrazadas a su ejemplar de Gray.6 Está terminantemente prohibido sacar los libros de la escuela y el domingo es el día en que se supone que hemos de socializar, tomar el té e ir a la iglesia o a pasear por el campo. Pero ninguna alumna de primero hace otra cosa durante el periodo de verano que no sea buscar un lugar tranquilo para poder estar a solas con su Gray. No es nada fácil sacar del colegio un tomo de ese calibre. ¿Lo conoce? Es aproximadamente del tamaño de esas viejas biblias familiares que reposan indefinidamente sobre la mesa de la sala de estar en cualquier casa. De hecho, llegó a extenderse el rumor de que la mitad de las alumnas de Leys estaban embarazadas, aunque finalmente resultó que todo se debió a la extraña silueta de las chicas paseándose con ese librazo bajo la ropa de los domingos.
La señorita Nash se inclinó ante los grifos y comenzó a abrirlos para llenar la bañera, produciendo un gran estruendo.
—Como todo el mundo en la escuela se baña tres y cuatro veces al día, en cuestión de minutos te puedes quedar sin agua; me temo que no llegará usted a tiempo al desayuno —explicó tratando de hacerse oír por encima del ruido. La señorita Pym pareció disgustarse como una chiquilla ante dicha perspectiva—. ¿Por qué no deja que yo me ocupe de todo? Le traeré algunas cosas en una bandeja. No, no es ningún problema, estaré encantada de hacerlo. No es necesario en absoluto que una invitada de la escuela se presente a desayunar a las ocho de la mañana, ¿no cree? Además, seguro que prefiere la tranquilidad de su habitación. —Se detuvo un instante, dejando reposar su mano en la manilla de la puerta—. Y, por favor, cambie de opinión y quédese. Será un placer para nosotras. Mucho mayor de lo que se pueda imaginar.
Sonrió y se fue.
Lucy se sumergió en el agua caliente y pensó felizmente en su desayuno. Qué maravilla no tener que mantener una conversación ni escuchar todo ese parloteo. Qué gran idea había tenido aquella encantadora joven y qué amable de su parte semejante gesto. Quizá después de todo no era mala idea quedarse uno o dos días más...
Por poco salta de la bañera cuando otro timbre volvió a sonar a escasos diez metros de donde estaba. ¡Ya había tenido bastante! Se incorporó para enjabonarse. Cueste lo que cueste estaré en Larborough para tomar el tren de las 2.41. Ni un minuto más tarde. ¡Ni un minuto!
En cuanto el ruido del timbre —presumiblemente una advertencia de cinco minutos previa a la llamada de las ocho en punto— se fue apagando nuevamente, escuchó pasos apresurados en el pasillo. La doble puerta que había a su izquierda se abrió bruscamente y al tiempo que el agua volvía a correr pudo oír una vez más el chillido de aquella voz aguda y familiar:
—¡Ay, voy a llegar tardísimo a desayunar! ¡Pero estoy empapada en sudor, querida! Ya lo sé, debería haberme quedado sentada y quietecita y dedicarme a analizar la composición del plasma, cosa que no tengo la menor idea de cómo hacer... ¡Y el examen final es el martes! Pero hacía una mañana tan hermosa. Y ahora, ¿dónde habré puesto mi jabón?
Lucy quedó muy sorprendida de que en una comunidad con actividades desde las cinco y media de la mañana hasta las ocho y media de la tarde, aún existiera alguien con la vitalidad suficiente como para entrenarse sin tener la obligación de hacerlo.
—¡Donnie, cariño, me he olvidado el jabón! Pásame el tuyo.
—¡Tendrás que esperar a que termine de enjabonarme yo! —respondió una voz plácida en comparación con el agudo tono de Dakers.
—¡Muy bien, querida, pero por favor date prisa! Ya he llegado tarde dos veces esta semana y la señorita Hodge me echó una mirada bastante inquietante la última vez. Ay, casi lo olvido, Donnie, ¿podrías hacerte cargo de mi adiposo paciente de las doce en la clínica?
—No, no podría.
—No está tan gordo como parece. Solo tienes que...
—Ya tengo a mi propio paciente, ¿sabes?
—Sí, lo sé. Pero es un chiquillo con un simple esguince en el tobillo. Lucas podría encargarse de él después de la chica con tortis colli...
—No.
—No, ya me lo temía. Ay, querida, no sé cuándo voy a poder hacer lo del plasma. ¡Y eso de las capas estomacales me supera, chica! Ni siquiera me creo que haya cuatro, ¡cuatro nada menos! Es una conspiración. La señorita Lux me dice que me fije en la tripa, pero no creo que eso pruebe nada...
—¡Ya llega el jabón!
—¡Graaacias, mi amor! Me has salvado la vida. ¡Qué bien huele, cariño! Seguro que es bien caro. —Y en ese azaroso instante de silencio se dio cuenta de que había alguien en el cubículo a la derecha del suyo—. ¿Quién está aquí al lado, Donnie?
—Ni idea, querida. Probablemente sea Gage.
—¿Eres tú, Greengage?
—No, soy la señorita Pym —respondió Lucy sobresaltada, y deseando que su voz no hubiera sonado en realidad tan remilgada como le había parecido.
—No, en serio, ¿quién es?
—La señorita Pym.
—Muy buena imitación, seas quien seas.
—Seguro que es Littlejohn —sugirió entonces la voz más dulce—. Es muy buena con las imitaciones.
—¿Eres tú, John?
La señorita Pym volvió a recostarse en la bañera en resignado silencio.
Se escuchó el sonido del agua al desplazarse bruscamente y un chapoteo de pies mojados, y las puntas de ocho dedos aparecieron entonces en el borde de la mampara que separaba ambos cubículos. A continuación, un rostro se asomó del otro lado. Era una cara alargada y pálida, parecida a la de un poni amigable, con el cabello lacio y bonito recogido en un moño sobre la nuca y sujeto de manera apresurada con una horquilla. Sin duda era una cara entrañable. Incluso en aquel momento embarazoso e incómodo, Lucy pudo comprender cómo había sido posible que Dakers hubiese llegado al último curso en Leys sin haber recibido una tunda por parte de sus exasperadas compañeras.
Primero fue el horror lo que se dibujó en el rostro de la muchacha, después un rubor salvaje encendió sus mejillas mientras, casi de inmediato, su expresión pasaba a ser más de diversión que de miedo. Súbitamente desapareció de su campo de visión y se oyó un gemido desesperado.
—¡Señorita Pym! ¡Mi querida señorita Pym! ¡Cuánto lo siento! Me pongo a sus pies... ¡Ni por un instante pensé que de verdad podría ser usted!
Lucy no pudo evitar sentir que en realidad estaba disfrutando con todo aquello.
—Espero no haberla ofendido. No terriblemente, al menos. Estamos tan acostumbradas a ver a la gente sin ropa que, que...
Lucy comprendió que la chiquilla trataba de darle a entender que lo ocurrido no tenía tanta importancia en aquel escenario como lo habría tenido en cualquier otro lugar y que, dado que en aquel instante tan solo tenía un pie fuera de la bañera, la cosa no había sido tan grave. Le dijo dulcemente que todo había sido en realidad culpa suya por haber ocupado el baño de las chicas y que la señorita Dakers no tenía por qué sentirse mal.
—¿Sabe usted mi nombre?
—Sí, querida, me despertaste esta misma mañana pidiendo a gritos un imperdible.
—¡Ay, qué catástrofe! ¡Ya no podré mirarla a la cara!
—Tengo entendido que la señorita Pym se marcha esta misma tarde en el primer tren con destino a Londres —dijo la voz del baño más distante, en un tono de mira-lo-que-has-hecho.
—Esa de ahí es O’Donnell —dijo Dakers—. Es irlandesa.
—Del Úlster —precisó O’Donnell, sin ofenderse.
—Encantada, señorita O’Donnell.
—Pensará usted que está en una casa de locos, señorita Pym. Pero no crea que todas somos como Dakers, por favor. La mayoría ya hemos madurado. Y algunas de nosotras somos incluso civilizadas. Cuando venga usted a tomar el té mañana podrá comprobarlo.
Antes de que la señorita Pym pudiera decir que no asistiría, los cubículos empezaron a verse invadidos por un murmullo apagado que rápidamente se elevó hasta convertirse en el estruendo de un gong. A semejante tumulto se unió, como si del gemido de una erinia se tratase, un nuevo lamento de Dakers, que podía oírse por encima del conjunto como el chillido de una gaviota en mitad de la tormenta. Desde luego que iba a llegar tarde. Pero se sentía tan bien tras ese baño con jabón. Le había salvado la vida. Y ahora, ¿dónde estaba el cinturón de su albornoz? ¿Sería capaz de olvidar la dulce señorita Pym todas sus meteduras de pata y aceptar que también ella era una joven sensible y una mujer adulta y civilizada? Además, todas estaban tan ilusionadas con la perspectiva de tomar el té en su compañía al día siguiente...
A toda prisa, las dos estudiantes se marcharon finalmente, dejando de nuevo a la señorita Pym con la única compañía de la moribunda vibración del gong y del borboteante sonido del agua bajando por el desagüe.
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4 Del sueco, «señorita».
5 Émile Coué (1857-1926). Psicólogo francés que fundó la Escuela de Psicología Aplicada de Lorena e introdujo en psicoterapia el método de autosugestión consciente.
6 El clásico manual de anatomía de Henry Gray (1858), de referencia toda-vía para los actuales estudiantes de medicina.