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Había transcurrido más de una semana cuando el señor Heseltine asomó su pequeña y encanecida cabeza por la puerta del despacho de Robert para decirle que el inspector Hallam estaba en la sala de espera y quería hablar con él un momento.

La habitación del otro lado del pasillo, en la que el señor Heseltine tiranizaba a los administrativos, era conocida como «la oficina». Aunque, tanto el cuarto que ocupaba Robert como el más pequeño al fondo del pasillo, utilizado por Nevil Bennet, eran igualmente —a pesar de sus alfombras y sus escritorios de caoba— oficinas al uso. Había una sala de espera oficial detrás de «la oficina», una pequeña estancia que debería haber ocupado el joven Bennet pero que, puesto que nunca había sido muy popular entre los clientes de Blair, Hayward y Bennet, se había decidido destinar a un fin más práctico. Por lo general, los clientes se colaban directamente en el despacho para anunciar su presencia y se dedicaban al comadreo hasta que Robert estaba libre para atenderlos. La pequeña «sala de espera» era, desde hacía tiempo, el feudo de la señorita Tuff. Allí solía transcribir las cartas de Robert, lejos de las distracciones de las visitas y del habitual fisgoneo de los recaderos.

En cuanto el señor Heseltine fue a buscar al inspector, Robert se dio cuenta, algo sorprendido, de que estaba inquieto como no lo había estado desde que, siendo un muchacho, llegaba el momento de acercarse al tablón de anuncios para ver las calificaciones de los exámenes. ¿Era su vida tan plácida que el contratiempo de unos extraños lo turbaba de ese modo? ¿O se debía a que, después de haber estado pensando en las Sharpe durante toda la semana, estas ya habían dejado de ser unas desconocidas para él?

Se preparó, pues, para lo que Hallam fuera a decirle y fue a encontrarse con él. Sin embargo, lo que Hallam expuso con sus habituales frases, siempre tan medidas y cuidadosamente formuladas, fue que Scotland Yard había dado a entender que no iba a tomar ninguna medida con las pruebas presentadas hasta el momento. Blair reparó en la expresión «pruebas presentadas» y calibró su verdadero significado. No abandonaban el caso. ¿Es que lo hacía Scotland Yard alguna vez? Sencillamente se limitarían a esperar sentados, a aguardar su momento.

Sin embargo, la mera idea de que Scotland Yard adoptara dicha actitud no era algo particularmente tranquilizador en las actuales circunstancias.

—Entiendo que carecen de pruebas contrastables, de testigos que puedan corroborarlas —dijo.

—No han podido encontrar al camionero que la recogió —respondió Hallam.

—Algo así no los pillaría de sorpresa.

—No —reconoció Hallam—. Ningún camionero va a arriesgar su pellejo confesando que recogió a alguien en la carretera a horas intempestivas. Especialmente a una chiquilla. Los patrones en el sector del transporte son muy estrictos con ese tipo de cosas. Y si se trata de una joven que se ha metido en problemas y es la policía quien hace las preguntas, ningún hombre en su sano juicio estaría dispuesto a reconocer ni tan siquiera haberla visto.

Cogió un cigarrillo que Blair le ofrecía y continuó:

—Necesitaban a ese camionero —dijo Hallam—. O algo semejante.

—Sí —dijo Blair, pensativo—. ¿Qué piensas de ella?

—¿La muchacha? No lo sé. Una buena chica. Me ha parecido sincera. Podría haber sido una de las mías.

Eso, pensó Blair entonces, era un buen ejemplo de lo que les esperaba si el caso seguía adelante. Para todo hombre de buen corazón, la chiquilla en el estrado de los testigos sería como la propia hija de cualquiera. No porque fuera una niña abandonada, sino precisamente porque no lo era. El decente uniforme escolar, su pelo castaño claro, su joven cara de rasgos aún por definir, con esos atractivos hoyuelos bajo los pómulos y esa mirada cándida. Sin duda era la víctima soñada por cualquier fiscal.

—Como cualquier otra chica de su edad —añadió Hallam, considerando el asunto—. No tengo nada en contra suya.

—De modo que tú no juzgas a la gente por el color de sus ojos —dijo Robert distraídamente, pensando aún en la muchacha.

—¡Oh! ¡Y tanto que sí! —respondió Hallam, pillándolo por sorpresa—. Créeme, hay especialmente un tono azul bebé que para mí siempre es sinónimo de culpabilidad en un hombre. Antes incluso de que haya abierto la boca. Mentirosos casi con plena seguridad, todos ellos. —Hizo una pausa para darle una larga chupada a su cigarrillo—. Y lo mismo ocurre en caso de asesinato, ahora que lo pienso. Aunque no me he topado con demasiados asesinos a lo largo de mi carrera.

—Me sorprendes —dijo Robert—. En el futuro daré más importancia a los ojos de color azul bebé.

Hallam hizo una mueca parecida a una sonrisa.

—Mientras tengas la cartera controlada no habrá problemas. Todas las mentiras de los de ojos azul bebé son por dinero. Solo matan si llegan a verse demasiado enredados en sus propios embustes. El rasgo distintivo de los asesinos no es el color de ojos sino su disposición en el rostro.

—¿Su disposición?

—Así es. Están colocados de un modo especial. Los dos ojos, quiero decir. Al mirarlos, uno tiene la sensación de que pertenecen a caras diferentes.

—Pensé que no habías conocido a muchos.

—No, pero he leído historiales y examinado muchas fotografías. Siempre me ha sorprendido que la cuestión no se mencione en ningún libro especializado. Esa particularidad fisonómica, quiero decir.

—De modo que es una teoría tuya.

—Resultado de la observación, así es. Deberías intentarlo alguna vez. Es fascinante. Yo me encuentro casos allí donde miro.

—¿Por las calles, quieres decir?

—No, aún no he llegado a tanto. Pero sí me fijo en cada nuevo caso de asesinato que nos entra. Espero las fotografías, y cuando las veo me digo: «¡Ahí está! ¡Justo como había pensado!».

—¿Y cuando llega una foto y los ojos son matemáticamente simétricos?

—En la mayoría de los casos suele tratarse de una muerte accidental. El tipo de asesinato en el que podría verse envuelto cualquiera en las circunstancias propicias.

—Y si un día observaras una fotografía del respetado vicario de Nethar Dumbleton mientras está siendo homenajeado por sus agradecidos parroquianos tras cincuenta años de devotos servicios y de repente observaras esa asimétrica tipología, ¿a qué conclusión llegarías?

—Pues pensaría que su esposa le satisface, que sus hijos le obedecen, que su salario es suficiente para cubrir sus necesidades, que no profesa ninguna ideología política, que se lleva bien con los peces gordos de su comunidad y tiene permitido celebrar el tipo de servicios que quiere. En suma, que nunca en su vida ha tenido la más mínima necesidad de matar a nadie.

—Ya veo. Tú te lo guisas y tú te lo comes.

—¡Ah! —exclamó Hallam, con cierto disgusto—. Pierdo el tiempo explicando los métodos policiales a un abogado. Pensaba —añadió, poniéndose en pie para salir— que una mente legal como la tuya agradecería algunos buenos consejos acerca de cómo juzgar a perfectos extraños.

—Lo único que estás consiguiendo —dijo Robert— es corromper a una mente inocente. A partir de ahora ya nunca seré capaz de examinar a un nuevo cliente sin que mi subconsciente registre el color de sus ojos y la simetría con la que están dispuestos en mitad de su cara.

—Bueno, me conformaré con eso. Ya era hora de que aprendieras algunas cosas acerca de cómo funciona este mundo.

—Gracias por venir a ponerme al día sobre el caso —dijo Robert, de nuevo con seriedad.

—El teléfono en este pueblo —dijo Hallam— procura tan poca discreción como la radio.

—En cualquier caso, muchas gracias. Informaré ahora mismo a las Sharpe.

Cuando Hallam salía por la puerta, Robert descolgó el auricular.

No podía, como bien había dicho Hallam, hablar abiertamente por teléfono, pero al menos podía decirles que iría a visitarlas de inmediato y que las noticias eran buenas. Así les quitaría un pequeño peso de encima. En esos momentos la señora Sharpe estaría disfrutando de su siesta, de modo que quizá esta vez conseguiría evitar al viejo dragón. Y, por supuesto, tendría también oportunidad de mantener un pequeño tête-à-tête con Marion Sharpe, aunque este último pensamiento lo dejó a medio formular, en un rincón apartado de su mente.

Pero nadie respondió a su llamada.

Con la reticencia y desgana habituales, la centralita transfirió sus llamadas durante al menos cinco minutos, pero sin obtener respuesta. Las Sharpe no estaban en casa.

Mientras aún hablaba con la centralita, Nevil Bennet entró en el despacho vestido con su espantoso traje de tweed, una camisa color salmón y una corbata púrpura. Mirándolo por encima del auricular, Robert se preguntó por enésima vez qué sería de Blair, Hayward y Bennet cuando la sociedad cayera en manos del joven vástago de los Bennet, una vez que él ya no estuviera. Sabía que el chico era inteligente, pero la inteligencia no le llevaría muy lejos en Milford. La pequeña comunidad de Milford esperaba que todo hombre dejara de comportarse como un estudiante en cuanto hubiera alcanzado la edad suficiente para ser considerado adulto. Pero aún no había ni un solo indicador de que el joven Nevil fuera a aceptar a corto plazo la idea de adaptarse a la realidad existente más allá de su cuadrilla de amigos. Quizá inconscientemente, no dejaba ni un solo momento de intentar impresionar al mundo. Y su forma de vestir era un claro ejemplo de ello.

No es que Robert sintiera deseos de ver al muchacho vestido con los clásicos trajes de riguroso negro. Él mismo llevaba un traje de tweed gris y su clientela del campo solía mirar con cierta desconfianza esas ropas de ciudad. «Ese terrible hombrecillo con sus trajes a rayas», había dicho Marion Sharpe del abogado urbanita durante su inesperada llamada telefónica. Pero es que afortunadamente había diversos tipos de tweed, y los trajes de Nevil Bennet formaban parte de una espantosa categoría.

—Robert —dijo Nevil, mientras su interlocutor se daba por vencido y colgaba el auricular—, ya he terminado con los papeles del traspaso Calthorpe, así que creo que iré a Larborough esta tarde si no quieres que me ponga con otra cosa.

—¿No puedes hablar con ella por teléfono? —preguntó Robert.

Nevil se había comprometido recientemente, de manera algo informal como es habitual en los tiempos modernos, con la tercera hija del obispo de Larborough.

—Oh, no voy a ver a Rosemary. Se ha ido a Londres una semana.

—Un mitin de protesta en el Albert Hall, imagino —dijo Robert, contrariado por no haber podido ponerse en contacto con las Sharpe para comunicarles las buenas noticias.

—No, en el Guilhall —dijo Nevil.

—¿De qué se trata esta vez? ¿La vivisección?

—A veces da la sensación de que te has quedado atrapado en el siglo pasado, Robert —dijo Nevil, con su habitual aire de solemne paciencia—. Ya nadie, excepto algunos carcas, se opone hoy en día a la vivisección. La protesta es contra la negativa del gobierno a dar asilo al patriota Kotovich.

—Ese patriota está entre los criminales más buscados de su país, según tengo entendido.

—Por sus enemigos, sí.

—Por la policía. Se le acusa de dos asesinatos.

—Ejecuciones.

—¿Es que te has convertido en discípulo de John Knox, Nevil?

—¡Por Dios, no! ¿Qué tiene eso que ver?

—También él creía en los verdugos que actuaban por su cuenta. Pero esa idea ya está algo pasada en este país, me parece. Sea como sea, si tengo que escoger entre la opinión de Rosemary sobre Kotovich y el punto de vista de la División Especial, me quedo con la División.

—La División Especial solo hará lo que le ordene el Ministerio de Asuntos Exteriores. Todo el mundo lo sabe. Pero, en fin, si me quedo a explicarte todas las ramificaciones del caso Kotovich llegaré tarde a ver la película.

—¿Qué película?

—La película francesa que voy a ver en Larborough.

—Supongo que sabes que la mayoría de esas chorradas francesas por las que se mueren los intelectuales británicos son consideradas más bien malas en su país. En fin, no tiene importancia. ¿Crees que podrás hacer una breve parada en La Hacienda de la que vas y dejar una nota en su buzón?

—Podría. Siempre he querido ver lo que hay tras esos muros. ¿Quién vive ahí ahora?

—Una anciana y su hija.

—¿Su hija? —repitió Nevil automáticamente, levantando las orejas.

—Su hija de mediana edad.

—Ah, está bien. Cogeré mi abrigo.

Robert escribió únicamente lo que pretendía decirles por teléfono, que saldría a resolver unos asuntos durante una hora más o menos pero que volvería a llamarlas tan pronto como le fuera posible y que Scotland Yard no tenía caso a día de hoy, y así lo reconocía.

Nevil volvió a entrar en el despacho con su horrendo raglán colgado del brazo, cogió la nota con cierta brusquedad y desapareció anunciando: «Dile a tía Lin que quizá llegue tarde. Me ha invitado a cenar».

Robert se puso su sobrio sombrero gris y salió en dirección al Rose & Crown para encontrarse con su cliente, un viejo granjero y el último hombre en toda Inglaterra que aún padecía de gota crónica. El anciano todavía no había llegado cuando él entró y Robert, por lo general de temperamento apacible y afable, trató de contener su impaciencia. El ritmo con el que pasaban sus días parecía haberse alterado. Hasta ahora su vida transcurría de acuerdo a un pulso equilibrado. Pasaba de un asunto a otro sin urgencia y sin emoción. Ahora, sin embargo, había un foco de interés y el resto de su mundo comenzaba a girar en torno a él.

Se sentó en una de las sillas forradas de cretona del salón y miró los manoseados periódicos que había sobre la mesa de al lado. El único reciente era un ejemplar del Watchman — una publicación semanal— que cogió reacio, pensando una vez más en cómo le desagradaba el seco tacto del papel y que el borde dentado de las hojas le hacía rechinar los dientes a veces. El cuanto al contenido, nada más que la habitual colección de protestas, poemas y pedanterías. Entre la selección de protestas ocupaba un lugar de honor la columna escrita por el futuro suegro de Nevil, en la que este se dedicaba casi por entero a glosar el oprobio que caería sobre Inglaterra si se le negaba un santuario al patriota fugitivo.

El obispo de Larborough llevaba años difundiendo la filosofía cristiana según la cual el desvalido siempre tiene razón. Era muy popular entre los revolucionarios de los Balcanes, en los comités de huelga británicos y también entre los habituales inquilinos del sistema penitenciario. La única excepción entre estos últimos era el reincidente crónico Bandy Brayne —que despreciaba profundamente al buen obispo y reservaba su afecto para el gobernador—, para el cual una lágrima no era más que una simple gota de H2O y que no dudaba en echar por tierra, cada vez que tenía ocasión, las sensibleras historias del viejo santurrón del modo más expeditivo y carente de emoción. No había historia, por muy exagerada que fuera —decían afectuosamente los más empedernidos ladrones y presidiarios—, que el viejo no estuviera dispuesto a creer.

Normalmente Robert encontraba al obispo vagamente divertido, pero hoy su actitud le pareció sencillamente irritante. Trató de leer dos poemas, sin ser capaz de encontrarle el menor sentido a ninguno de ellos. De modo que volvió a dejar el periódico encima de la mesa.

—¿Problemas en Inglaterra una vez más? —preguntó Ben Carley, parándose junto a su silla y girando la cabeza para mirar la cubierta del Watchman.

—Hola, Carley.

—El Marble Arch de los ricachones —dijo el abogadillo, hojeando el periódico desdeñosamente con un dedo manchado de nicotina—. ¿Quieres beber algo?

—Gracias, pero estoy esperando al viejo señor Wynyard. Nunca da un paso más allá de lo necesario, últimamente.

—¡No! El pobre viejo. Los pecados de los padres, sin duda. ¡Es terrible sufrir las consecuencias de un oporto que nunca bebiste! Por cierto, vi tu coche aparcado el otro día frente a La Hacienda.

—Sí —dijo Robert, quedándose pensativo por un instante.

No era propio de Ben Carley ser tan atrevido. Obviamente, si había visto su coche también había visto los de la policía.

—Si las conoces entonces podrás aclararme algo. Siempre he querido saber algo más de ellas. ¿Son ciertos los rumores?

—¿Rumores?

—¿Son brujas?

—¿Es eso lo que dicen? —preguntó Robert, sin darle mucha importancia.

—Es la opinión generalizada en toda la comarca —contestó Carley, lanzando a Robert una breve y elocuente mirada con sus brillantes ojos negros para después observar a su alrededor con su habitual curiosidad.

Robert comprendió que el hombrecillo le estaba ofreciendo tácitamente una información que, consideraba, le sería útil.

—Ah, vaya —dijo Robert—. Tenía entendido que desde la llegada del cine a estos lugares apartados, Dios los bendiga, se habían acabado las cazas de brujas.

—No estés tan seguro. Dales a estos palurdos una buena excusa y dedicarán toda su energía a una buena presa. Una chusma de degenerados congénitos es lo que son, si quieres saber mi opinión. Aquí está el viejo. Bueno, nos vemos.

Uno de los principales atractivos de Robert para la gente era que parecía genuinamente interesado en sus problemas. Y ahora se vio obligado a escuchar la prolija y confusa historia que el señor Wynyard tenía que contarle, con una amabilidad que pronto se ganó la gratitud del anciano —y también consiguió que este añadiera una generosa propina al total de su factura—. Sin embargo, en cuanto el motivo de su reunión quedó solventado, se levantó, se despidió y fue directo hacia el teléfono del hotel.

Había demasiada gente alrededor, por lo que decidió probar suerte en el garaje de Sin Lane. La oficina ya estaría cerrada y además le cogía de camino. Si telefoneaba desde el garaje, pensó mientras cruzaba la calle, tendría su coche disponible si es que ella… Si le pedía que se acercara a hablar sobre su caso, algo que debían hacer. Era necesario encontrar un modo de desacreditar la historia de la muchacha, hubiera o no hubiera caso. Había sentido un gran alivio tras escuchar de boca de Hallam que Scotland Yard no tenía intención de…

—Buenas noches, señor Blair —dijo Bill Brough al entrar en la oficina con su gran corpachón mientras la expresión de su cara redonda y gordezuela le daba la bienvenida—. ¿Ha venido a por su coche?

—No, en principio solo quiero utilizar el teléfono, si no tienes inconveniente.

—Por supuesto, adelante.

Stanley, que estaba bajo uno de los coches, asomó su cara de cervatillo y preguntó:

—¿Alguna novedad?

—Nada en absoluto, Stan. Hace meses que no apuesto.

—Ya he perdido dos libras con un penco llamado Brillante Promesa. Eso me pasa por depositar mi fe en los caballos. La próxima vez que tengas algún soplo…

—Cuenta con ello. Pero seguirán siendo caballos.

—Mientras no sea otro penco… —dijo Stan, volviendo a desaparecer bajo el coche.

Robert siguió caminando hasta entrar en la pequeña oficina excesivamente iluminada y descolgó el teléfono.

Fue Marion quien respondió, y su voz sonaba cálida y agradecida.

—No se imagina qué alivio supuso para nosotras la nota que nos envió. Ya nos veíamos condenadas a trabajos forzados indefinidamente. Haciendo estopa… ¿Aún se hace, por cierto?

—Creo que no. Hoy en día se proponen cosas algo más constructivas, según tengo entendido.

—Terapia ocupacional.

—Más o menos.

—No creo que horas de costura obligatoria vayan a mejorar mi carácter.

—Probablemente encontraría algún quehacer más agradable para usted. Va en contra de la sensibilidad moderna obligar a los prisioneros a hacer cosas que no quieren.

—Es la primera vez que le oigo hacer un comentario cínico.

—¿Ha sonado cínico?

—Pura Angostura.

Bueno, ya que había sugerido el tema de la bebida, quizá le invitaría a volver a tomar un jerez antes de la cena.

—Qué sobrino tan encantador tiene, por cierto.

—No es mi sobrino —respondió Robert secamente. ¿Por qué el hecho de ser tío conseguía que a uno siempre le echaran más años encima?—. Es mi primo segundo, aunque me alegra que le haya caído bien. —Así no llegaría a ningún lado, debía coger al toro por los cuernos—. Me gustaría volver a verla para discutir sobre lo que podemos hacer para arreglar las cosas. Para proteger…

Esperó.

—Sí, por supuesto. ¿Podríamos pasarnos una mañana por su despacho cuando vayamos de compras? ¿Qué podríamos hacer? ¿Qué opina usted?

—Quizá una pequeña investigación por nuestra cuenta. Prefiero no hablar de esto por teléfono.

—No, por supuesto que no. ¿Qué le parece si vamos este viernes por la mañana? Es nuestro día de compras. ¿O quizá es el viernes un día demasiado ajetreado para usted?

—No, el viernes me viene bien —dijo Robert, ocultando su decepción—. ¿A mediodía?

—Muy bien. A las doce en punto pasado mañana. Adiós y gracias de nuevo por su apoyo y su ayuda.

Una despedida firme y concisa, sin los habituales gorjeos y vacilaciones que Robert estaba acostumbrado a recibir por parte de las mujeres.

—¿Quiere que saque su coche, entonces? —le preguntó Bill Brough, emergiendo de la tenue luz natural del garaje.

—¿Qué? Ah, el coche. No, no lo necesitaré esta noche, gracias.

Como cada anochecer, se dispuso a disfrutar del paseo de camino a casa por la calle High, tratando de no sentirse desairado. Para empezar, no es que estuviera ansioso por volver a La Hacienda. Ya en la primera ocasión se había mostrado reacio y era evidente que ella había cortado por lo sano evitando que se repitiera la misma situación. De esa manera la relación se ceñía de nuevo a lo estrictamente profesional y se resolvería en el despacho, del modo más impersonal. De ahora en adelante sería mejor así, para no verse implicado más allá de lo necesario.

«Ah, bien —pensó dejándose caer al fin en su sillón favorito del salón junto al fuego de la chimenea y abriendo la edición de la tarde del periódico, impresa esa misma mañana en Londres—, quizá cuando vengan el viernes al despacho pueda encontrar el modo de encarar el segundo encuentro de forma más cálida y personal para borrar el agrio recuerdo del primer rechazo.»

La antigua y silenciosa casa lo tranquilizaba. Cristina llevaba dos días encerrada en su cuarto, rezando y meditando, y la tía Lin estaba en la cocina preparando la cena. Esa misma mañana, Robert había recibido una alegre carta de su única hermana Lettice. Durante años había conducido un camión, en tiempos de la maldita guerra; después se enamoró de un canadiense, alto y silencioso, y abandonó Inglaterra, y actualmente criaba a cinco chiquillos rubios en Saskatchewan. «Ven pronto, querido Robin», terminaba diciendo, «antes de que estos pequeñines crezcan demasiado y de que empiecen a salirte canas. ¡Sabes que la tía Lin no te conviene!». Podía oírla diciendo esas últimas palabras. Ella y la tía Lin nunca estaban de acuerdo en nada.

Sonreía plácidamente, recordando, cuando el silencio y la tranquilidad se hicieron añicos con la llegada de Nevil.

—¿Cómo pudiste no decirme que era así? —exclamó Nevil.

—¿De qué me hablas?

—¡Esa mujer! ¡La Sharpe! ¿Por qué no me lo habías dicho?

—No creí que fueras a conocerla —dijo Robert—. Lo único que tenías que hacer era dejar la nota en su buzón.

—No había tal buzón, así que llamé al timbre. Acababan de llegar de donde quiera que hubieran ido. En cualquier caso, fue ella quien abrió.

—Pensé que dormía por las tardes.

—No creo que duerma nunca. No parece en absoluto humana. Es puro acero y fuego.

—Lo sé, puede ser una anciana algo brusca.

¿Anciana?¿De quién estás hablando?

—De la vieja señora Sharpe, por supuesto.

—Ni siquiera la he visto. Me refiero a Marion.

—¿Marion Sharpe? ¿Y cómo has sabido que se llama Marion?

—Ella misma me lo dijo. Le hace justicia, ¿no es cierto? No podría llamarse de otra manera.

—Parece que habéis tenido un encuentro la mar de íntimo.

—Oh, me invitó a tomar el té.

—¡El té! Pensé que tenías prisa por llegar a ver una película francesa.

—Cuando una mujer como Marion Sharpe me invita a tomar el té, desaparece la prisa por hacer cualquier otra cosa. ¿Te has fijado en sus ojos? Por supuesto que lo has hecho, eres su abogado. Ese maravilloso tono gris avellana. Y esas cejas bien dibujadas sobre ellos, como las pinceladas de un pintor que ha alcanzado la maestría. Cejas como alas desplegadas. Escribí un poema sobre ellas de camino a casa. ¿Quieres oírlo?

—No —dijo Robert con firmeza—. ¿Te gustó la película?

—Oh, no fui.

—¿Que no fuiste?

—Te lo he dicho, me quedé a tomar el té con Marion.

—¿Quieres decir que estuviste en La Hacienda toda la tarde?

—Supongo que sí —dijo Nevil, ensimismado—. Pero, Dios mío, no me parecieron más de siete minutos.

—¿Y qué ha pasado con tu amor por el cine francés?

—Pero Marion es cine francés. ¡Incluso tú te habrás dado cuenta! —Robert sintió una punzada en su orgullo al oír las palabras «incluso tú»—. ¿Por qué perder el tiempo persiguiendo sombras cuando tienes la realidad delante de tus ojos? Realidad. Esa es su mejor cualidad, ¿no crees? Jamás he conocido a nadie tan real como Marion.

—¿Ni siquiera Rosemary?

En momentos como ese la tía Lin solía decirle que parecía estar «ido».

—Ah, Rosemary es un encanto y voy a casarme con ella, pero esto es algo completamente diferente.

—¿Lo es? —dijo Robert con engañosa mansedumbre.

—Por supuesto. La gente no se casa con mujeres como Marion Sharpe, igual que uno no puede hacerlo con el viento ni con las nubes del cielo. ¡O con Juana de Arco! Es una blasfemia considerar la posibilidad de una relación de ese tipo con una mujer semejante. Me habló muy bien de ti, por cierto.

—Muy amable de su parte.

El tono fue tan seco que incluso Nevil lo percibió.

—¿Acaso no te cae bien? —preguntó, observando sorprendido unos instantes el rostro de su primo sin creerse del todo lo que ocurría.

Robert había dejado de ser por un momento el amable, algo perezoso y tolerante Robert Blair. Ahora era simplemente un hombre que aún no ha disfrutado de su cena y que acusaba el cansancio de un largo día y la frustración de un reciente desaire.

—En lo que a mí respecta —dijo—, Marion Sharpe es solo una escuálida mujer de cuarenta años que vive con su anciana y ruda madre en una casa vieja y ruinosa y que necesita desesperadamente asesoramiento jurídico.

Pero antes incluso de terminar de pronunciar aquellas palabras se arrepintió de haberlas dicho, como quien se da cuenta de que acaba de traicionar a un amigo.

—No, probablemente no es de tu estilo —dijo Nevil, tolerante—. Siempre las has preferido menudas, rubias y algo tontas. ¿No es así?

Hablaba sin malicia, como quien se limita a decir algo que resulta obvio.

—No sé de dónde has sacado eso.

—Todas las mujeres con las que has estado a punto de casarte eran así.

—Yo nunca he estado a punto de casarme —dijo Robert, más tenso aún.

—Eso es lo que tú crees. Nunca sabrás lo cerca que estuvo de pillarte Molly Manders.

—¿Molly Manders? —dijo la tía Lin mientras entraba en la habitación, algo acalorada después de trajinar en la cocina y cargada con una bandeja—. Qué muchacha tan boba. Pensaba que una plancha de cocina solo servía para hacer tortitas. Y siempre estaba mirándose en ese espejito de bolsillo.

—La tía Lin te ahorró un montón de tiempo. ¿No es verdad, tía Lin?

—No sé de qué hablas, Nevil querido. Deja de pasearte de un lado para otro y echa un poco de leña a ese fuego. ¿Te gustó esa película francesa, querido?

—No he ido. Estuve tomando el té en La Hacienda —dijo mirando hacia Robert, en un nuevo intento de analizar su reacción.

—¿Con esa gente tan extraña? ¿De qué hablasteis?

—De las montañas, de Maupassant, de gallinas…

—¿Gallinas, querido?

—Sí, de la malvada expresión de las gallinas cuando las observas muy de cerca.

La tía Lin parecía confundida y se volvió hacia Robert como si esperase encontrar tierra firme.

—¿Quieres que las llame, querido? Si tienes intención de conocerlas… ¿O quizá que avise a la mujer del vicario para que hable con ellas?

—No creo que me interese involucrar a la mujer del párroco en algo tan irrevocable —dijo Robert, con sequedad.

Ella pareció dudar durante un instante, pero las obligaciones de su hogar hicieron que se olvidara pronto del asunto.

—No tardéis mucho en terminaros el jerez o se estropeará lo que tengo en el horno. Gracias a Dios que Cristina volverá con nosotros mañana. Al menos eso espero. En otras ocasiones su salvación nunca le ha llevado más de dos días. Y no creo que vaya a llamar a esa gente de La Hacienda, si no te parece mal. Además de ser unas completas extrañas son muy raras y, francamente, me dan miedo.

Sí, esa era una muestra del tipo de reacción que podía esperar del resto del pueblo en lo que concernía a las Sharpe. Hacía tan solo unas horas, Ben Carley se había asegurado de dejarle claro que, en caso de que la policía se viera implicada finalmente en el asunto de La Hacienda, no debía esperar en absoluto una actitud carente de prejuicios por parte de la pequeña y apacible comunidad. Debía asegurarse de proteger a las Sharpe. Cuando se reuniera con ellas el viernes les sugeriría iniciar una investigación privada, contratando a un detective. La policía siempre estaba desbordada por el trabajo —desde hacía ya más de una década— y un hombre trabajando solo y dedicándole plena atención a su caso tendría más posibilidades de éxito que la ortodoxa investigación policial llevada a cabo hasta el momento.

El caso de Betty Kane

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