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Hubo un breve silencio.

—¿Y esta chica es la que está ahora mismo sentada en un coche a las puertas de La Hacienda? —dijo Robert.

—Sí.

—Imagino que tiene sus motivos para traerla hasta aquí.

—Así es. Cuando la chica se recuperó lo suficiente, pudieron convencerla para que contase su historia a la policía. Fue transcrita por un taquígrafo mientras lo hacía. A continuación leyó la versión escrita y la firmó. En su declaración había dos aspectos que ayudaron especialmente a la policía. Estos son los fragmentos más relevantes:

«Después de un rato pasamos junto a un autobús con un letrero iluminado que ponía milford. No, no sé dónde está Milford. No, nunca he estado allí.»

—Ese era uno. Este es el otro:

«Desde la ventana del ático podía ver un muro alto de ladrillo con un gran portón de hierro justo en el centro. En el lado exterior del muro había una carretera, pude ver incluso los postes de telégrafo. No, no podía ver pasar el tráfico porque el muro era demasiado alto. Sí, la parte superior de la carga de algún camión, en varias ocasiones. No es posible ver nada a través del portón porque está cubierto con planchas de hierro desde el interior. Dentro de la propiedad, el camino discurría en línea recta durante un trecho y después se bifurcaba en dos hasta terminar frente a la puerta principal. No, no había jardín, solo hierba. Sí, césped, supongo. No, no recuerdo ningún arbusto. Solo la hierba y el sendero.»

Grant cerró el pequeño cuaderno de notas que había estado leyendo.

—Hasta donde sabemos, y siempre de acuerdo a los avances de la investigación a día de hoy, no hay ninguna otra casa entre Larborough y Milford que se ajuste a la descripción de la muchacha salvo La Hacienda. Más aún, parece ajustarse al detalle. Cuando la chica vio el portón y el muro al llegar esta tarde aseguró que sin duda este era el lugar. Aunque por supuesto, aún no ha reconocido el interior. Antes debía explicarle los particulares a la señorita Sharpe y averiguar si estaba dispuesta a ver a la chica. Enseguida sugirió que debía estar presente algún testigo.

—¿Comprende ahora por qué necesitaba ayuda con tanta urgencia? —dijo Marion Sharpe, volviéndose hacia Robert—. ¿Se puede imaginar una pesadilla más absurda?

—La historia de la muchacha es sin duda la más extraña mezcla de hechos y dislates que pueda escucharse. Comprendo que es difícil hoy en día encontrar un buen servicio doméstico —dijo Robert—, pero, ¿acaso tanto como para llegar a secuestrar a un potencial sirviente? Eso por no hablar de golpearlo y matarlo de hambre…

—Ninguna persona normal haría algo así, por supuesto —respondió Grant, manteniendo la mirada sobre la de Robert para evitar que se desviara hacia Marion Sharpe—. Pero créame, en mis primeros doce meses en el cuerpo he visto al menos una decena de casos mucho más increíbles. Parece no haber límite para las extravagancias de la conducta humana.

—Estoy de acuerdo. Pero la extravagancia es igualmente aplicable a la conducta de la muchacha. Después de todo, esto ha empezado por ella. Es ella quien ha estado desaparecida durante…

Hizo una pausa a modo de interrogante.

—Un mes —respondió Grant.

—Durante un mes. Mientras, por otra parte, no hay nada que sugiera que la rutina en La Hacienda haya variado en lo más mínimo en todo ese tiempo. ¿No posee la señorita Sharpe ninguna coartada para el día en cuestión?

—No —dijo Marion Sharpe—. Se trata, según el inspector, del día 28 de marzo. Ya ha pasado mucho tiempo y nuestros días no varían demasiado, si acaso lo hacen en absoluto. Nos resultaría imposible recordar qué fue lo que hicimos el 28 de marzo… Y más improbable aún me parece que alguien más vaya a hacerlo.

—¿Su asistenta, quizá? —sugirió Robert—. Los criados tienen maneras de ordenar la vida doméstica a menudo sorprendentes.

—No tenemos asistenta —dijo ella—. Nos resulta difícil conservarlas, pues La Hacienda está muy alejada de todo.

El instante amenazaba con convertirse en un momento incómodo, por lo que Robert se apresuró a cambiar de tema.

—Esta chica… No sé cómo se llama, por cierto.

—Elisabeth Kane. Conocida como Betty Kane.

—Oh, sí, es cierto. Me lo había dicho. Lo siento. Esta muchacha… ¿Sabemos algo de ella? Imagino que la policía la habrá investigado antes de aceptar la supuesta veracidad de su historia. ¿Por qué vive con sus tutores y no con sus padres, por ejemplo?

—Es una huérfana de guerra. Fue evacuada al distrito de Aylesbury cuando era pequeña. Era hija única y fue acogida por los Wynn, que ya tenían un niño cuatro años mayor. Unos doce meses después los dos progenitores resultaron muertos en el mismo «incidente», y los Wynn, que siempre habían querido una hija y le habían cogido mucho cariño, decidieron adoptarla. Para ella son como sus padres, ya que apenas puede recordar a los verdaderos.

—Ya veo. ¿Y su historial?

—Excelente. Una niña tranquila, según todos los que la conocen. Buena en la escuela, aunque no brillante. Nunca se ha metido en problemas, ni en la escuela ni fuera de ella. «De una inmaculada honestidad», fue la frase que empleó su última maestra.

—Cuando por fin regresó a casa, tras su ausencia, ¿había aún alguna evidencia de los golpes que dice haber recibido?

—Oh, sí. En efecto. El médico de los Wynn la examinó a la mañana siguiente y afirmó que había sido brutalmente golpeada. De hecho algunas magulladuras aún eran evidentes tiempo después, cuando se presentó en la jefatura a prestar declaración.

—¿No tiene historial de epilepsia?

—No. También consideramos esa posibilidad durante el inicio de la investigación. Me parece necesario añadir que los Wynn son gente muy sensata. Han pasado por momentos muy difíciles pero nunca han tratado de exagerar la situación ni han caído en dramatismos. Tampoco han permitido que la chica se convirtiera en objeto de interés o piedad. Han llevado todo el asunto admirablemente.

—Por lo que, en lo que a mí se refiere, también tendré que esforzarme en llevar todo esto con admirable frialdad —dijo Marion Sharpe.

—Comprenda mi posición, señorita Sharpe. La muchacha no solo ha descrito la casa en la que fue detenida, también a sus dos habitantes. Y lo ha hecho con gran precisión. «Una anciana delgada, de cabello blanco, sin sombrero y vestida de negro; y otra mujer más joven, alta y delgada y morena como una gitana, sin sombrero y con un pañuelo claro de seda cubriendo su cuello.»

—Oh, sí. No se me ocurre ninguna explicación, pero comprendo su posición. Y ahora creo que deberíamos hacer entrar a la muchacha. Aunque antes me gustaría decir…

La puerta se abrió entonces sin emitir ruido alguno y la anciana señora Sharpe apareció en el umbral. Tenía el cabello erizado en algunas partes alrededor de la cabeza, tal como la almohada los había dejado, y más que nunca su aspecto hacía pensar en el de una bruja.

Cerró la puerta tras de sí y contempló la reunión con malicioso interés.

—¡Vaya! —exclamó, emitiendo un sonido que recordaba al chillido gutural de una gallina—. ¡Tres desconocidos!

—Permite que te los presente, madre —dijo Marion, mientras los tres se ponían en pie—. Este es el señor Blair, de Blair, Hayward y Bennet. El bufete que tiene ese hermoso edificio casi al final de la calle High.

Mientras Robert hacía una pequeña inclinación, la anciana lo escrutaba con sus ojos de gaviota.

—Les hace falta renovar todos esos azulejos —dijo ella.

Y era cierto, aunque no era ese el tipo de saludo el que él había esperado.

Lo reconfortó el hecho de que la bienvenida que le dedicó a Grant fuera aún menos ortodoxa. Lejos de parecer inquieta o impresionada por la presencia de Scotland Yard en el salón de su casa aquella tarde de primavera, se limitó a responder con tono cortante:

—No debería estar sentado en esa silla. Pesa usted demasiado.

Cuando su hija le presentó al inspector local, la anciana se limitó a lanzarle una mirada oblicua y, tras inclinar levemente la cabeza, se abstuvo de hacer el menor comentario. Hecho que Hallam, a juzgar por su expresión, pareció considerar particularmente desagradable.

Grant observó inquisitivamente a la señorita Sharpe.

—Te explicaré lo que ocurre, madre —dijo esta—. El inspector desea que veamos a una joven que está ahora mismo sentada en un coche aparcado a las puertas de la casa. Desapareció de Aylesbury durante un mes y cuando volvió a aparecer —en condiciones bastante lamentables— dijo que había sido retenida por unas mujeres que querían obligarla a ser su sirvienta. Cuando se negó la encerraron, la golpearon y casi la matan de hambre. Describió el lugar y a esas mujeres con gran detalle y resulta que tú y yo nos ajustamos perfectamente a tal descripción. Y también nuestra casa. Al parecer estuvo encerrada en la habitación de la ventana redonda del ático.

—Muy interesante —dijo la anciana señora, mientras se sentaba con gesto algo teatral en un sillón estilo Imperio—. ¿Y con qué la golpeamos?

—Con una fusta para perros, por lo visto.

—¿Tenemos una fusta para perros?

—Tenemos uno de esos chismes para llevarlos. Puede servir de fusta, llegado el caso. En fin, lo importante es que al inspector le gustaría presentarnos a la chica, para que pueda identificarnos como la gente que la retuvo, o no.

—¿Tiene usted alguna objeción, señora Sharpe? —preguntó Grant.

—Al contrario, inspector. Ya lo espero con impaciencia. No todas las tardes una se acuesta a dormir la siesta siendo una vieja aburrida y se despierta convertida en un monstruo en potencia.

—Entonces, si me permiten, iré a buscar a la…

Hallam hizo un leve gesto, ofreciéndose a ir en su lugar, pero Grant negó con la cabeza. Era obvio que quería estar presente en el momento en que la chica atravesara las puertas.

Mientras el inspector salía, Marion le explicó a su madre el motivo de la presencia de Blair allí.

—Ha sido algo extraordinariamente amable de su parte venir tan rápido y sin previo aviso —añadió.

Y Robert sintió una vez más el impacto de aquella mirada pálida y brillante de la anciana. No le cabía la menor duda de que, por su dinero, la vieja señora Sharpe era más que capaz de golpear sin pestañear a siete personas diferentes, entre el desayuno y la comida, los siete días de la semana si era necesario.

—Cuenta usted con toda mi simpatía, señor Blair —dijo ella, sin el menor asomo de tal afecto.

—¿Por qué, señora Sharpe?

—Imagino que Broadmoor está un poco alejado de su jurisdicción.

—¡Broadmoor!

—El asilo de criminales lunáticos.

—Lo encuentro extraordinariamente estimulante —respondió Robert, dispuesto a no dejarse intimidar por ella.

Su respuesta pareció agradar a la buena señora y en su cara destelló algo parecido a una sonrisa. Robert tuvo la extraña sensación de que de repente le caía bien, aunque de ser eso cierto no hizo el menor amago de manifestarlo verbalmente. Al contrario, respondió con voz seca y cortante:

—Sí, creo que las distracciones en Milford son pocas y no demasiado excitantes. Mi hija, sin ir más lejos, se dedica varios días a la semana a perseguir un pedazo de gutapercha por el campo de golf…

—Ya no se le llama así, madre —puntualizó la hija.

—En cualquier caso, a mi edad, Milford ni siquiera puede ofrecerme ese tipo de distracción. He de conformarme con pasar el rato rociando con herbicida las malas hierbas… Una forma legítima de sadismo al mismo nivel que el ahogamiento de pulgas. ¿Tiene usted por costumbre ahogar pulgas, señor Blair?

—Me limito a aplastarlas. Pero mi hermana tenía la costumbre de perseguirlas con una pastilla de jabón.

—¿Jabón? —repitió la señora Sharpe, con genuino interés.

—Tengo entendido que las golpeaba con el lado blando y húmedo y se quedaban pegadas.

—Muy interesante. Nunca había oído hablar de esa técnica. La probaré la próxima vez.

Al tiempo que conversaba con la anciana procuraba prestar atención a lo que Marion le decía al desairado inspector local.

—Juega usted muy bien, inspector —la oyó decir.

Tenía la sensación de estar a punto de despertar de un sueño, cuando todo el absurdo y la falta de sentido pierden importancia porque uno tiene la certeza de que está a punto de regresar al mundo real. Algo, en cualquier caso, que siempre resulta engañoso, pues en ese momento volvió el inspector Grant. Él entró en primer lugar, para estar en una posición que le permitiera observar la expresión de todas las caras implicadas en aquel asunto, y sujetó la puerta para que pasara una funcionaria del cuerpo en compañía de la muchacha.

Marion Sharpe se puso en pie lentamente, como si creyera que debía enfrentarse sin ambages a lo que se le venía encima. Su madre, por el contrario, permaneció sentada en el sillón como quien está a punto de dirigirse a una audiencia, con su espalda en pose victoriana, tan erguida como la de una chiquilla, y las manos serenamente posadas sobre el regazo. Ni siquiera sus desgreñados cabellos lograban desmentir la impresión de que era la dueña de la situación.

La joven llevaba puesto su abrigo del colegio y unos zapatos de tacón bajo, también parte del uniforme, que le daban un aire algo torpe e infantil, por lo que a Blair le pareció más joven de lo que había imaginado. No era muy alta y desde luego no era especialmente bonita. Sin embargo, tenía —¿cómo decirlo?— cierto atractivo. Los ojos, de un azul oscuro, bien separados en uno de esos rostros de los que la gente dice que tienen forma de corazón. Su pelo era de color castaño claro, pero nacía de su frente dibujando una hermosa línea. Bajo cada uno de los pómulos, un leve hoyuelo, delicadamente moldeado, que daba encanto y cierto dramatismo al conjunto de su cara. El labio inferior era generoso y, sin embargo, su boca resultaba demasiado pequeña. Y también sus orejas eran demasiado pequeñas y estaban excesivamente pegadas al cráneo.

Una muchacha corriente, después de todo. Desde luego no de las que destacan entre la multitud. Mucho menos el tipo de heroína que acapara portadas en la prensa sensacionalista. Robert se preguntó qué aspecto tendría con otro tipo de ropa.

La mirada de la muchacha se detuvo primero en la anciana y después siguió hasta encontrarse con Marion. Sus ojos no traslucían ni sorpresa ni triunfo, y tampoco demasiado interés.

—Sí, estas son las mujeres —dijo.

—¿No tienes ninguna duda? —le preguntó Grant, y a continuación añadió—: Es una acusación muy grave.

—No, no tengo ninguna duda. ¿Cómo podría?

—¿Son estas dos señoras quienes te retuvieron, te arrebataron la ropa, te obligaron a coser ropa de cama y te azotaron?

—Una embustera excelente —dijo la anciana señora Sharpe, en el mismo tono en que podría haber dicho: «Un retrato excelente».

—Sí, estas son las mujeres.

—Dices que te invitamos a tomar café en la cocina —dijo Marion.

—Sí, lo hicieron.

—¿Puedes describir la cocina?

—No presté mucha atención. Era grande, con suelo de piedra, creo. Y una hilera de campanillas.

—¿Cómo eran los fogones?

—No me fijé en los fogones pero el cazo en el que la anciana preparó el café era de color azul pálido con el borde superior azul oscuro y muy descascarillado en la parte inferior.

—Dudo que haya una sola cocina en toda Inglaterra en la que no haya uno exactamente igual —dijo Marion—. Tenemos tres de esos.

—¿Es virgen la chiquilla? —preguntó la señora Sharpe, con el mismo tono amable e inofensivo de quien pregunta: «¿Es un Chanel?».

En la incómoda pausa que siguió al comentario, Robert no pudo dejar de percibir la escandalizada expresión de Hallam, cómo la sangre ruborizaba las mejillas de la muchacha y la llamativa ausencia de algún comentario recriminatorio por parte de la hija. Se preguntó si su silencio era de tácita aprobación o si después de toda una vida en común la señorita Sharpe ya estaba inmunizada ante ese tipo de sobresaltos.

Grant intervino con frialdad, diciendo que dicha cuestión carecía de relevancia en el asunto que les ocupaba.

—¿Eso cree? —dijo la anciana dama—. Si yo hubiera desaparecido de mi casa durante un mes, es lo primero que mi madre querría saber. En fin, da igual. Ahora que la chica nos ha identificado, ¿qué es lo que propone? ¿Arrestarnos?

—Oh, no. No adelantemos acontecimientos. Quiero llevar a la señorita Kane a la cocina y al ático, para que sus descripciones puedan ser verificadas. De ser así, informaré sobre el caso a mi superior y él será quien decida qué medidas se han de tomar.

—Ya veo. Admirable precaución, inspector —se puso lentamente en pie—. Pues bien, si me disculpan, intentaré retomar mi interrumpido descanso vespertino.

—Pero, ¿no quiere estar presente cuando la señorita Kane inspeccione?… ¿Oír lo que tiene que…? —soltó bruscamente Grant, perdiendo por primera vez la compostura.

—Oh no, querido —dijo la anciana en tono irascible y frunciendo levemente el ceño mientras alisaba con ambas manos su vestido negro—. ¡Han logrado dividir átomos invisibles, pero a nadie se le ha ocurrido inventar un material que no se arrugue! No me cabe la menor duda de que la señorita Kane podrá identificar debidamente el ático. De hecho, me sorprendería muchísimo que no lo consiguiera.

Comenzó a caminar hacia la puerta y en consecuencia hacia la muchacha y, por primera vez, los ojos de la joven transmitieron cierta emoción difícil de definir y un espasmo de alarma crispó su rostro. La funcionaria de la policía dio un paso hacia delante, con ademán protector. La señora Sharpe continuó su parsimonioso avance hasta detenerse a algo más de un metro de distancia de la joven para que pudieran mirarse cara a cara. Durante cinco segundos, mientras la anciana observaba con interés aquel rostro, todos se mantuvieron en silencio.

—Para ser dos personas que supuestamente han llegado a las manos no estamos muy familiarizadas —dijo finalmente—. Espero llegar a conocerla mejor antes de que todo este asunto termine, señorita Kane. —Se volvió hacia Robert e hizo una leve inclinación con la cabeza—. Adiós, señor Blair. Espero que siga encontrándonos interesantes.

E ignorando al resto del grupo salió por la puerta que Hallam mantenía cortésmente abierta para ella.

En cuanto se hubo marchado, una evidente sensación de decepción pareció apoderarse de todos los presentes y Robert, en parte a su pesar, sintió cierta admiración por la anciana señora. No era poco meritorio conseguir arrebatarle el protagonismo nada menos que a una heroína ultrajada.

—¿No tiene inconveniente en permitir que la señorita Kane vea las partes relevantes de la casa, señorita Sharpe? —preguntó Grant.

—Por supuesto que no, pero antes de seguir adelante me gustaría declarar ahora lo que pretendía decir antes de que trajera a mi casa a la señorita Kane. Me alegra que ella esté presente para poder oírlo. Es lo siguiente. No había visto a esta joven en toda mi vida. No la he llevado en mi coche a ninguna parte, jamás. Ni mi madre ni yo la hemos traído a esta casa y menos aún ha permanecido aquí encerrada. Me gustaría que eso quedara claro.

—Muy bien, señorita Sharpe. Comprendemos que su actitud es la de negar por completo la historia de la muchacha.

—La niego rotundamente, de principio a fin. Y ahora, ¿quieren ver la cocina?

El caso de Betty Kane

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