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ОглавлениеPero cuando Marta regresó al cabo de dos días no llevaba agujas de punto ni lana. Entró tan campante en la habitación justo después de comer, ataviada con un elegante gorro de cosaco levemente inclinado que debió de llevarle varios minutos delante del espejo.
—No puedo quedarme mucho, cariño. Me voy al teatro. Hoy hay función de tarde, que Dios me asista. Solo habrá bandejas de té e idiotas. Y te subes al escenario cuando ya ni entiendes lo que estás diciendo. Creo que no van a cancelar nunca esta obra. Será como una de esas que estrenan en Nueva York y duran una década en lugar de un año. Es aterrador. No te concentras. Anoche, Geoffrey se quedó en blanco en mitad del segundo acto. Parecía que iban a salírsele los ojos de las cuencas. Por un momento pensé que iba a darle un infarto. Después dijo que no recordaba nada de lo que había pasado desde que llegó hasta que volvió en sí y se dio cuenta de que estaba a mitad de la obra.
—O sea, que perdió el conocimiento.
—No, no. Actuó como un autómata. Recitó su papel pero estaba pensando en otra cosa en todo momento.
—Si lo que dicen es cierto, no es algo inusual en los actores.
—Con moderación no. Johnny Garson puede decirte cuántos libros tiene en casa mientras llora desconsoladamente en el regazo de alguien. Pero no es lo mismo que estar «ausente» durante medio acto. Piensa que Geoffrey echó a su hijo de casa, discutió con su amante y acusó a su mujer de tener una aventura con su mejor amigo sin ser consciente de nada.
—¿Consciente de qué?
—Dice que decidió alquilar el piso de Park Lane a Dolly Dacre y comprar la casa estilo Carlos II de Richmond que van a dejar los Latimer, porque al señor Latimer lo han nombrado gobernador. A Geoffrey le parecía que tenía pocos cuartos de baño y decidió que construiría uno en el piso de arriba, en una salita con papel chino del siglo XVIII. Podían retirar el precioso papel y utilizarlo para decorar una sosa habitación con artesonado victoriano que hay al fondo. También pensó en las cañerías. No sabía si tendría dinero suficiente para cambiar las baldosas y se preguntaba qué tipo de cocina pondría. Ya había decidido cortar los setos de la verja cuando se topó conmigo en el escenario, delante de novecientas ochenta y siete personas, en mitad de un diálogo. No me extraña que se le salieran los ojos de las órbitas. Veo que al menos has leído uno de los libros que te traje, a juzgar por la cubierta arrugada.
—Sí, el de la montaña. Me ha venido como agua de mayo. Me paso horas mirando las fotografías. Nada es capaz de poner las cosas en perspectiva tan rápido como una montaña.
—Yo prefiero las estrellas.
—No, no. Las estrellas te reducen al estatus de una ameba, te arrebatan hasta el último vestigio de orgullo humano, la última brizna de confianza. Pero una montaña nevada es una buena vara de medir para el hombre. Estaba aquí tumbado, mirando el Everest, y daba gracias a Dios por no estar escalando esas laderas. Una cama de hospital me parecía un refugio caliente, tranquilo y seguro, y la Canija y la Amazona, dos de los mayores logros de la civilización.
—Pues te he traído más fotos.
Marta volcó el sobre que llevaba y desparramó encima del pecho de Grant varias hojas de papel.
—¿Qué es esto?
—Caras —dijo Marta encantada—. Docenas de caras. Hombres, mujeres y niños, de todo tipo, condición y tamaño.
Grant cogió una hoja y la observó. Era un grabado del siglo XV, el retrato de una mujer.
—¿Quién es?
—Lucrecia Borgia. ¿A que es mona?
—Puede, pero ¿insinúas que encerraba algún misterio?
—Pues sí. Nadie tiene claro todavía si era un instrumento de su hermano o cómplice suyo.
Grant descartó a Lucrecia y cogió otra hoja. Era el retrato de un niño con ropa de finales del siglo XVIII y debajo, en letras mayúsculas descoloridas, llevaba impresas las palabras «Luis XVII».
—Aquí tienes un misterio fantástico —comentó Marta—. El delfín. ¿Escapó o murió en la cárcel?
—¿Dónde has conseguido todo esto?
—Saqué a Jaime de su cuchitril del Victoria and Albert y lo obligué a llevarme a una tienda de litografías. Sabía que entendía de esas cosas, y estoy convencida de que no había nada que le interesara en el museo.
Era típico de Marta dar por sentado que un funcionario que resultaba que también era dramaturgo y una autoridad en materia de retratos estaba dispuesto a dejar su trabajo y rebuscar en tiendas de litografías para satisfacerla.
Grant dio la vuelta a la fotografía de un retrato isabelino. Era un hombre vestido con terciopelo y perlas. Miró detrás para ver quién era y descubrió que se trataba del conde de Leicester.
—Así que este es el Robin de Isabel —dijo—. Creo que nunca había visto un retrato suyo.
Marta contempló aquel rostro viril y rollizo y dijo:
—Se me acaba de ocurrir que una de las grandes tragedias de la historia es que los mejores pintores no retrataban a la gente en su mejor momento. Robin debía de ser todo un hombre. Dicen que, de joven, Enrique VIII era deslumbrante, pero ¿qué es ahora? Una figura de naipes. Hoy en día sabemos cómo era Tennyson antes de dejarse esa barba tan horrenda. Tengo que irme, llego tarde. He almorzado en el Blague y se ha acercado tanta gente a hablar conmigo que no he podido marcharme temprano como pretendía.
—Imagino que tu anfitrión habrá quedado impresionado —dijo Grant mirando el sombrero.
—Sí, sí, esa mujer entiende de sombreros. Con solo un vistazo dijo: «Jacques Tous, me figuro».
—¿Una mujer? —exclamó Grant sorprendido.
—Sí, Madeleine March. La invité a comer. No te sorprendas tanto, menuda falta de tacto. Tengo la esperanza de que me escriba una obra sobre Lady Blessington, pero con tanto ir y venir de gente no he tenido la oportunidad de impresionarla. Aun así, la comida ha sido maravillosa. Ahora que lo recuerdo, Tony Bittmaker estaba comiendo con otras siete personas. Vaya gentío. ¿Sabes qué tal le va?
—No tengo pruebas suficientes —respondió Grant y, con eso, Marta se echó a reír y se fue.
Una vez que se impuso el silencio, Grant volvió a pensar en el Robin de Isabel. ¿Qué misterio rodeaba a aquel hombre?
¡Ah, claro, Amy Robsart!
A Grant no le interesaba Amy Robsart. Le daba igual cómo se había caído por las escaleras o por qué.
Pero pasó una tarde de lo más agradable con el resto de las caras. Mucho antes de ingresar en la policía se había aficionado a las caras, y en sus años en Scotland Yard ese interés fue un entretenimiento privado y una ventaja profesional. En una ocasión, cuando era más joven, acompañó al comisario jefe a una rueda de identificación. No le habían asignado el caso a él, y ambos estaban allí por otros motivos, pero se quedaron observando desde el fondo mientras un hombre y una mujer recorrían por separado una hilera de doce hombres anodinos, buscando al que esperaban identificar.
—¿Sabe quién es el tipo? —susurró el comisario.
—No, pero puedo imaginármelo —respondió Grant.
—¿Ah sí? ¿Cuál cree que es?
—El tercero por la izquierda.
—¿De qué se le acusa?
—No tengo ni idea.
Su jefe lo miró con expresión divertida. Como el hombre y la mujer fueron incapaces de identificar a nadie y se marcharon, la hilera se deshizo y los participantes se pusieron a charlar, subiéndose el cuello y arreglándose la corbata para regresar a la calle y al mundo cotidiano del que habían venido para colaborar con la ley. El único que no se movió fue el tercero por la izquierda, que esperó sumiso a su escolta y fue conducido de nuevo a su celda.
—¡Caramba! —exclamó el comisario jefe—. Tenía una posibilidad entre doce y ha acertado. Muy bien. Ha elegido a su hombre entre todo el grupo —le dijo al inspector local.
—¿Lo conocía? —preguntó el inspector un tanto sorprendido—. Que sepamos, nunca se ha metido en líos.
—No, no lo había visto nunca. Ni siquiera sé de qué se le acusa.
—Entonces, ¿por qué lo eligió?
Grant titubeó, analizando por primera vez su proceso de selección. No había sido algo razonado. No pensó: «El rostro de ese hombre tiene tal o cual característica y, por tanto, él es el acusado». Su elección fue casi instintiva, subconsciente. Al final, tras indagar en su subconsciente, espetó:
—Es el único de los doce que no tiene arrugas.
Todos se echaron a reír. Pero Grant, una vez sacado el tema a la luz, vio que su instinto había funcionado y reconoció el razonamiento que se ocultaba detrás de él.
—Puede que parezca una tontería, pero no lo es —añadió—. El único adulto que no tiene ni una sola arruga en la cara es el idiota.
—Freeman no es ningún idiota, créame —intervino el inspector—. Es un joven muy despierto.
—No me refería a eso, sino a que el idiota es irresponsable. El idiota es el baremo de la irresponsabilidad. Los doce hombres que formaban cola rondaban los treinta años, pero solo uno tenía cara de irresponsable, así que lo calé de inmediato.
Después de aquello, circulaba por Scotland Yard la broma de que Grant podía detectar culpables a simple vista. En una ocasión, el subcomisario dijo en tono burlón: «No me dirá usted que existen los rostros criminales, inspector». Pero Grant respondió que no, que no era tan sencillo.
—Si existiera solo un tipo de delito, señor, sería posible; pero los delitos son tan variados como la misma naturaleza humana y si un policía empezara a incluir las caras en categorías, estaría perdido. Se puede saber qué aspecto tiene una mujer de vida descarriada dándose un paseo por Bond Street cualquier día entre las cinco y las seis, pero resulta que la mujer con la peor reputación de todo Londres parece una santa.
—No tanto; últimamente bebe mucho —dijo el subcomisario, identificando a la dama sin dificultad. Después, la conversación se fue por otros derroteros.
Pero el interés de Grant por los rostros persistió y se dilató hasta convertirse en un estudio consciente, en una cuestión de archivos y comparaciones. No era posible, decía, clasificar los rostros, pero sí caracterizarlos uno por uno. En una revisión de un célebre juicio, por ejemplo, donde las fotografías de los principales involucrados se mostraron por una cuestión de interés ciudadano, nunca hubo dudas de quién era el acusado y quién era el juez. De vez en cuando, un abogado, por su aspecto, podría haberse cambiado por el prisionero que estaba en el banquillo; a fin de cuentas, los abogados son una simple muestra de la humanidad, tan proclive a las pasiones y la avaricia como el resto, pero los jueces poseen una cualidad especial, integridad e imparcialidad. Por tanto, incluso sin la peluca, era imposible confundirlo con el acusado, que ni tenía integridad ni imparcialidad.
El James de Marta, al que habían sacado de su «cuchitril», se lo había pasado en grande eligiendo delincuentes o a sus víctimas, y Grant estuvo entretenido hasta que la Canija le trajo el té. Mientras recogía las fotografías para guardarlas en el cajón, su mano entró en contacto con una que se había deslizado de su pecho y se había quedado toda la tarde sobre el cubrecama sin que lo advirtiera. La cogió y la miró.
Era el retrato de un hombre vestido con un sombrero de terciopelo y un jubón de malla típicos de finales del siglo XV. Tendría unos treinta y cinco o treinta y seis años, delgado y bien afeitado. Llevaba un suntuoso collar de piedras preciosas y estaba poniéndose un anillo en el dedo meñique de la mano derecha. Pero no miraba al anillo, sino al infinito.
De todos los retratos que Grant había visto aquella tarde, aquel era el más personal. Era como si el artista se hubiese esmerado en plasmar sobre el lienzo algo que su talento pictórico no le permitía. La expresión de los ojos —esa expresión de lo más fascinante e individual— le había superado, al igual que la boca. No había conseguido conferir movilidad a unos labios tan delgados y anchos, así que la boca era pétrea, un verdadero fracaso. Lo que sí constituía un logro era la estructura ósea de la cara: los pómulos marcados, las hendiduras que se apreciaban debajo de ellos y una barbilla demasiado larga para transmitir fortaleza.
Grant se detuvo justo cuando iba a darle la vuelta y observó el rostro unos instantes. ¿Sería juez? ¿Soldado? ¿Príncipe? Debía de ser una persona acostumbrada a una gran responsabilidad y escrupuloso en su autoridad. Una persona demasiado concienzuda. Un aprensivo, tal vez perfeccionista. Un hombre que se sentía a gusto en situaciones de gran relevancia pero ansioso por los detalles. Un candidato a padecer una úlcera de estómago. Un hombre que había tenido problemas de salud cuando era niño. Tenía esa mirada indescriptible que deja el sufrimiento durante la infancia, menos clara que la mirada de un lisiado, pero igual de ineludible. El artista lo había entendido y lo había traducido al lenguaje pictórico. La leve hinchazón del párpado inferior, como un niño que ha dormido demasiado, la textura de la piel, la mirada de anciano en un rostro joven.
Grant dio la vuelta al retrato buscando una leyenda. En el reverso halló impreso: «Ricardo III. Del retrato de la National Portrait Gallery. Artista desconocido».
Ricardo III.
Conque era él. Ricardo III. El jorobado. El monstruo de los cuentos infantiles. El destructor de la inocencia. Un sinónimo de vileza.
Grant le dio la vuelta de nuevo y lo examinó. ¿Qué había intentado transmitir el artista cuando pintó aquellos ojos? ¿Había visto en ellos la mirada de un hombre atormentado?
Permaneció allí tumbado un buen rato, observando aquella cara, aquellos ojos extraordinarios. Eran alargados y estaban ligeramente hundidos en el ceño fruncido. A primera vista parecían mirar fijamente, pero cuando prestabas más atención descubrías que en realidad eran retraídos, casi ausentes.
Cuando la Canija volvió a buscar la bandeja, Grant todavía estaba ensimismado en el retrato. No había visto algo así en años. A su lado, La Gioconda parecía un cartel publicitario. La Canija examinó la taza, que Grant ni siquiera había tocado, apoyó su mano experta en la tetera tibia y torció el gesto. Tenía mejores cosas que hacer, le dijo, que llevarle bandejas para que él no les hiciera ni caso.
Él le mostró el retrato.
¿Qué le parecía? Si aquel hombre fuera paciente suyo, ¿cuál sería su veredicto?
—Hígado —replicó con sequedad, y recogió la bandeja haciendo sonar los tacones en señal de indignación, toda ella almidón y rizos rubios.
Pero el médico, que entró justo después de ella, amable y despreocupado, tenía una opinión bien distinta. Grant le invitó a mirar el retrato, y tras unos momentos de intenso escrutinio dijo:
—Poliomielitis.
—¿Parálisis infantil? —preguntó Grant, y de súbito recordó que Ricardo III tenía un brazo paralizado.
—¿Quién es?— preguntó el médico.
—Ricardo III.
—¿En serio? Es interesante.
—¿Sabía que tenía un brazo paralizado?
—¿Ah, sí? No me acordaba. Creía que era jorobado.
—También lo era.
—Lo que sí recuerdo es que nació con toda la dentadura y que comía ranas vivas. Bueno, creo que mi diagnóstico es anormalmente acertado.
—Qué extraño. ¿Por qué ha determinado que era polio?
—No estoy muy seguro, pero si he de darle una respuesta definitiva, diría que por la mirada. Es la expresión típica del rostro de un niño lisiado. Si nació con joroba, probablemente se deba a eso y no a la polio. Veo que el artista ha eliminado la joroba.
—Sí, los pintores de la corte tienen que mostrar un mínimo de tacto. Hasta los tiempos de Cromwell, quienes posaban no pedían que los pintaran con todas sus imperfecciones.
—En mi opinión —dijo el médico, examinando con aire distraído el entablillado de la pierna de Grant—, Cromwell empezó esa moda a la inversa, que ha llegado hasta nuestros días. «Soy un hombre corriente, sin tonterías». Ni educación, ni elegancia, ni generosidad, añadiría yo. —Pellizcó el dedo gordo de Grant con desinterés—. Es una enfermedad devastadora, una perversión terrible. En algunas zonas de Estados Unidos y en determinados distritos, según tengo entendido, la vida de un político depende de cómo lleve la corbata y el abrigo. A eso lo llamo yo ser pomposo. El ideal del galán es un chico recio y apuesto. Esto tiene muy buen aspecto —añadió, refiriéndose al dedo gordo de Grant, y volvió por iniciativa propia al retrato que estaba sobre el cubrecama.
—Es interesante lo de la polio —dijo—. Puede que realmente lo fuera y que eso explique lo del brazo atrofiado. —Siguió contemplándolo, sin indicio alguno de querer marcharse—. En cualquier caso, es curioso. El retrato de un asesino. ¿Le parece que se ajusta a esa tipología?
—No existe un tipo de asesino. La gente mata por muchas razones, pero no recuerdo a ningún asesino, ni por una experiencia directa ni por la de otros casos, que se parezca a él.
—Bueno, era único en su especie, ¿no? No debía de conocer el significado de la palabra escrúpulos.
—No.
—Una vez vi a Olivier interpretándolo. Fue la exhibición más fascinante del mal que he presenciado, siempre al borde de caer en lo grotesco, pero sin llegar a hacerlo en ningún momento.
—Cuando le he mostrado el retrato —dijo Grant—, antes de saber quién era, ¿le pareció un villano?
—No —respondió el médico—, me pareció un enfermo.
—Es raro, ¿verdad? Yo tampoco pensé en la maldad. Y ahora que sé quién es, ahora que he leído el nombre en el reverso, solo puedo verlo como una persona malvada.
—Supongo que la maldad, como la belleza, está en los ojos de quien mira. En fin, pasaré a verle otra vez a finales de semana. ¿No tiene dolores?
Y, con eso, se fue, amable y despreocupado, tal como había venido.
Solo tras haber contemplado con perplejidad el retrato (le fastidiaba haber confundido a uno de los asesinos más famosos de todos los tiempos con un juez; haber trasladado a un sujeto del estrado al banquillo de los acusados era una muestra asombrosa de ineptitud) se le ocurrió que aquella imagen podía ilustrar un importante descubrimiento.
¿Qué misterio encerraba Ricardo III?
Y entonces lo recordó. Ricardo había matado a sus dos sobrinos, pero nadie sabía cómo. Simplemente habían desaparecido, si no le fallaba la memoria, en un momento en que Ricardo se encontraba fuera de Londres, y encargó el crimen a otro. Pero el misterio del auténtico destino que corrieron los niños nunca se había resuelto. Aparecieron dos esqueletos —¿en el hueco de unas escaleras?— en tiempos de Carlos II y fueron enterrados. Se dio por sentado que eran los restos de los jóvenes príncipes, pero nunca se demostró nada.
Es sorprendente lo poco que recuerda uno de la historia después de una buena educación. Lo único que sabía de Ricardo III es que era el hermano pequeño de Eduardo IV, que este era un hombre alto de metro ochenta, de un atractivo extraordinario y con una facilidad todavía más extraordinaria para las mujeres, y que Ricardo era un jorobado que usurpó el trono tras la muerte de su hermano en lugar de su joven heredero, y que tramó la muerte de ese heredero y del hermano menor de este para ahorrarse más problemas. También sabía que Ricardo había muerto en la batalla de Bosworth mientras pedía a voces un caballo y que era el último de su linaje, el último Plantagenet.
Todos los estudiantes volvían con alivio la última página de Ricardo III, porque la guerra de las Dos Rosas había terminado por fin y podían continuar con los Tudor, aburridos pero fáciles de seguir.
Cuando entró la Canija a asearlo para la noche, Grant dijo:
—¿No tendrá un libro de historia por casualidad?
—¿Un libro de historia? No. No sé por qué iba a tener un libro de historia…
Dado que eso último no era una pregunta, Grant no se molestó en contestar. Aquel silencio pareció incomodar a la Canija.
—Si verdaderamente quiere un libro de historia —respondió al fin—, puede pedírselo a la enfermera Darroll cuando le traiga la cena. Tiene todos los libros de texto en una estantería de su habitación y es muy posible que entre ellos haya uno de historia.
Qué típico de la Amazona guardar sus libros de texto, pensó Grant. Sentía tanta nostalgia de la escuela como de Gloucestershire cada vez que florecían los narcisos. Cuando entró pesadamente en la habitación con el pudín de queso y el ruibarbo estofado, Grant la miró con una tolerancia rayana en la benevolencia. Había dejado de ser una mujer voluminosa que respiraba como una bomba de succión para convertirse en una potencial fuente de placer.
Sí, tenía un libro de historia, respondió. De hecho, puede que fueran dos. Conservaba todos sus libros de texto porque le encantaba el colegio.
Grant estuvo a punto de preguntarle si también conservaba sus muñecas, pero se contuvo a tiempo.
—Y, por supuesto, me encantaba la historia —añadió ella—. Era mi asignatura favorita. Ricardo Corazón de León era mi ídolo.
—Menudo sinvergüenza —dijo Grant.
—¡De eso nada! —exclamó la Amazona como si se sintiese ofendida.
—Un caso de hipertiroidismo —añadió Grant despiadadamente—. Rebotando de un lado a otro como un petardo defectuoso. ¿Termina su turno ahora?
—En cuanto acabe con las bandejas.
—¿Podría traerme el libro esta noche?
—Se supone que debe dormir, no quedarse despierto leyendo libros de historia.
—Puedo leer un libro de historia o mirar el techo, que es la alternativa. ¿Me lo traería?
—Dudo que pueda subir hasta el edificio de enfermeras y volver esta misma noche para alguien que dice cosas tan espantosas de Ricardo Corazón de León.
—De acuerdo —respondió Grant—. No tengo madera de mártir. Para mí, Ricardo Coeur-de-Lion es el modelo de la caballerosidad, el chevalier sans peur et sans reproche, un jefe intachable y una auténtica joya. ¿Me traerá el libro ahora?
—Me da la impresión de que necesita urgentemente leer un poco de historia —respondió la Amazona mientras alisaba un extremo de una sábana arrugada con sus grandes e impresionantes manos—. Me pasaré por aquí antes de ir al cine y le traeré el libro. Tardó casi una hora en regresar, inmensa con un abrigo de pelo de camello. Ya habían apagado las luces de la habitación y se apareció bajo el brillo de la lámpara de lectura como una suerte de genio bondadoso.
—Esperaba que estuviese dormido —dijo—. Creo que no debería ponerse a leer esta noche.
—Si hay algo que puede ayudarme a conciliar el sueño es un libro de historia de Inglaterra —repuso Grant—. Podrá usted hacer manitas con la conciencia bien tranquila.
—Voy con la enfermera Burrows.
—Pueden cogerse de la mano igualmente.
—Me agota usted la paciencia —dijo pausadamente antes de desaparecer en la oscuridad.
La Amazona le había dejado dos libros.
El primero era uno de esos libros titulados El lector de historia. Guardaba la misma relación con la historia que las crónicas de la historia sagrada con la Biblia. Canuto reprendió a sus cortesanos en la costa, Alfredo metió la pata, Raleigh extendió su capa para Isabel, Nelson se despidió de Hardy en su camarote del Victory, todo ello con una bonita tipografía, clara y grande, y párrafos de una sola frase. En cada episodio se incluía una ilustración a toda página.
Había algo extrañamente conmovedor en el hecho de que la Amazona guardara como un tesoro aquella literatura infantil. Grant pasó a la guarda para ver si aparecía su nombre y encontró lo siguiente:
Ella Darroll,
Tercer Curso
Instituto Newbridge
Newbridge, Gloucestershire.
Inglaterra,
Europa,
El Mundo,
El Universo.
Todo ello estaba rodeado de una hermosa selección de calcomanías de colores.
Grant se preguntaba si todos los niños lo hacían, si escribían sus nombres de aquella manera y se pasaban las clases pegando calcomanías. Él sí, desde luego. Y la imagen de aquellos cuadrados de llamativos tonos primitivos le trajo a la memoria su infancia como no le ocurría desde hacía muchos años. Había olvidado lo divertidas que resultaban las calcomanías, ese momento maravillosamente satisfactorio en que empezaba a despegarlas y veía que salían perfectamente. El mundo de los adultos brindaba escasas gratificaciones como aquella. Un buen golpe de golf tal vez fuera lo que más se aproximaba. O el momento en que se tensa el sedal y sabes que el pez ha mordido el anzuelo.
El libro le gustó tanto que leyó todas y cada una de aquellas historias infantiles con solemnidad. Al fin y al cabo, aquella era la historia que recordaban todos los adultos. Aquello era lo que quedaba grabado en la memoria cuando se olvidaban los impuestos sobre el comercio exterior, las tasas del tráfico marítimo, la liturgia del arzobispo Laud, la conspiración de la Casa de Rye y las Actas Trienales, y el embrollo de cismas y trifulcas, tratados y también traiciones.
Cuando llegó a la historia de Ricardo III vio que se titulaba «Los Príncipes de la Torre». Al parecer, cuando Ella era joven pensó que los príncipes constituían un triste sustituto de Ricardo Corazón de León, porque había rellenado todas las oes minúsculas del cuento con lápiz. A los dos muchachos de cabello rubio que jugaban iluminados por un rayo de sol que se filtraba por la ventana con barrotes en la imagen que acompañaba al texto les pintó unas anacrónicas gafas, y en el fondo blanco de la página de la ilustración alguien había estado jugando al tres en raya. Para la joven Ella, los príncipes eran insignificantes.
Y, sin embargo, era una historia bastante fascinante, lo suficientemente macabra para deleitar a cualquier niño. Los pequeños inocentes y su malvado tío: los ingredientes clásicos de una historia de simplicidad igualmente clásica.
Además, tenía moraleja. Era el cuento instructivo perfecto.
Pero el rey no sacó provecho alguno de sus pérfidos actos. El pueblo de Inglaterra se sintió horrorizado por su fría crueldad y decidió que ya no lo quería como rey. Fueron a buscar a Enrique Tudor, un primo lejano de Ricardo que vivía en Francia, para que fuese coronado en su lugar. Ricardo murió valientemente en la batalla resultante, pero despertaba odio en todo el país, y muchos desertaron de su bando para combatir junto a su rival.
Bueno, quedaba bastante claro pero no era nada reseñable. Una simple crónica de los hechos.
Grant cogió el otro libro.
El segundo era el volumen de historia escolar propiamente dicha. Los dos mil años de historia inglesa divididos prolijamente en compartimentos fáciles de consultar. Los compartimentos, como de costumbre, eran reinos. No era de extrañar que se adscribiese una personalidad a un reino, olvidando que esa personalidad había conocido y vivido bajo el mandato de otros reyes. De ese modo, todos eran encasillados automáticamente. Pepys: Carlos II. Shakespeare: Isabel. Marlborough: reina Ana. Era inimaginable que alguien que hubiese visto a la reina Isabel hubiera conocido también a Jorge I. La idea de reinado estaba condicionada desde la infancia.
No obstante, facilitaba las cosas a un policía con la pierna lisiada y magulladuras en la espalda que andaba buscando un poco de información sobre personajes monárquicos muertos y enterrados para no volverse loco.
Le sorprendió descubrir que el reinado de Ricardo III había sido tan breve. El hecho de que se convirtiera en uno de los gobernadores más célebres en los dos mil años de historia de Inglaterra y de que hubiera dispuesto de solo dos años para hacerlo sin duda auguraba una personalidad arrolladora. Aunque Ricardo no había trabado amistades, desde luego había influido en la gente.
El libro de historia también creía que Ricardo tenía personalidad.
Era un hombre de gran habilidad, pero bastante falto de escrúpulos en cuanto a los medios que utilizaba. Reclamó descaradamente la corona con el absurdo argumento de que el matrimonio de su hermano con Isabel Woodville era ilegal y sus hijos, ilegítimos. Ricardo fue aceptado por el pueblo, que temía tener por regente a un menor de edad, e inició su reinado viajando hacia el sur, donde fue bien recibido. Sin embargo, durante ese viaje, los dos jóvenes príncipes que vivían en la Torre desaparecieron y se pensó que habían sido asesinados. Entonces estalló una gran rebelión, que Ricardo aplastó con ferocidad. A fin de recuperar parte de la popularidad perdida, convocó al Parlamento, que aprobó útiles disposiciones contra las canonjías, los mantenimientos y las libreas.
Pero sobrevino una segunda rebelión, que adoptó la forma de una invasión, con tropas francesas lideradas por Enrique Tudor, cabeza de la rama de los Lancaster. Se encontró con Ricardo en Bosworth, cerca de Leicester, donde la traición de los Stanley brindó una espléndida oportunidad a Enrique. Ricardo murió en la batalla, que libró con gran coraje, y dejó tras de sí una reputación igual de deshonrosa que la de Juan.
¿Qué demonios eran las canonjías, los mantenimientos y las libreas?
¿Estaban conformes los ingleses con que la sucesión la decidieran las tropas francesas?
Pero, por supuesto, en los días de la guerra de las Dos Rosas, Francia todavía era una región medio anexada a Inglaterra, un país mucho menos extraño para un inglés que Irlanda. Un inglés del siglo XV viajaba a Francia como si tal cosa, pero a Irlanda solo si estaba obligado.
Grant permaneció allí tumbado, pensando en aquella Inglaterra, el país por el cual se había librado dicha guerra. Una Inglaterra muy verde, sin una sola chimenea desde Cumberland hasta Cornualles. Una Inglaterra todavía sin cercar, con grandes bosques rebosantes de caza y extensos pantanos plagados de aves silvestres. Un país con las mismas viviendas repitiéndose cada pocos kilómetros en una interminable permutación: castillo, iglesia y casas de campo; monasterio, iglesia y casas de campo; feudo, iglesia y casas de campo. Las hileras de cultivos rodeando los grupos de casas y, más allá, el verdor, ese verdor ininterrumpido, los destartalados caminos que mediaban entre un grupo y otro, enfangados en invierno y emblanquecidos por el polvo en verano, adornados con rosas silvestres o teñidos de rojo por el fruto de los espinos con el paso de las estaciones.
Durante treinta años se había librado la guerra de las Dos Rosas en aquella tierra verde y despoblada. Fue más una disputa familiar que un conflicto bélico, como el de los Montesco y los Capuleto, sin el menor interés para el inglés de a pie. Nadie irrumpía en las casas para preguntar si sus habitantes eran partidarios de la casa de York o la de Lancaster ni para llevárselos a un campo de concentración si la respuesta no era la adecuada para la ocasión.
Fue una guerra pequeña, casi una fiesta privada. La batalla podía desarrollarse en el prado de al lado de tu casa, y convertir tu cocina en un hospital de campaña, para trasladarse luego a otro lugar; unas semanas después te enterabas de lo que había sucedido en aquella batalla y había una riña familiar por el desenlace, porque tu mujer probablemente era de los Lancaster y tú de los York, como quien sigue a equipos de fútbol rivales. Nadie era perseguido por ser partidario de los Lancaster o de los York, como tampoco ocurría por ser seguidor del Arsenal o del Chelsea.
Grant seguía pensando en aquella Inglaterra verde cuando se quedó dormido. Y no era ni un ápice más sabio sobre los jóvenes príncipes ni sobre lo que les había deparado el destino.