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—¿No tiene nada más alegre que hacer que mirar eso? —le preguntó la Canija a la mañana siguiente, refiriéndose al retrato de Ricardo III que Grant había apoyado contra la pila de libros, sobre la mesita de noche.

—¿No le parece una cara interesante?

—¿Interesante? A mí me pone los pelos de punta. Es un auténtico monstruo.

—Pues cuentan los libros de historia que era un hombre muy capaz.

—También lo era Barba Azul.

—Y además era bastante popular, por lo visto.

—Igual que Barba Azul.

—Y muy buen soldado —replicó Grant maliciosamente, e hizo una pausa—. ¿También lo era Barba Azul?

—¿Para qué quiere mirar esa cara? ¿Quién es?

—Ricardo III.

—¡Acabáramos!

—¿Quiere decir que sabía cómo era?

—Exacto.

—¿Por qué?

—¿Acaso no era un asesino despiadado?

—Parece que entiende usted de historia.

—Eso lo sabe cualquiera. Mató a sus dos sobrinos, pobres muchachos. Los ahogó.

—¿Los ahogó? —preguntó Grant con interés—. No lo sabía.

—Con unas almohadas.

La enfermera golpeó la almohada de Grant con un puño frágil y vigoroso y la colocó de nuevo con rapidez y precisión.

—¿Y por qué en lugar de ahogarlos no los envenenó? —preguntó Grant.

—Y yo qué sé. El asesinato no lo organicé yo.

—¿Quién dice que los ahogó?

—Mi libro de historia del colegio.

—Vale, pero ¿a quién citaba el libro de historia?

—¿Citar? No citaba a nadie. Solo contaba los hechos.

—¿Quién los ahogó según el libro?

—Un tal Tyrrel. ¿Es que no estudió usted historia en el colegio?

—Asistí a clases de historia, que no es lo mismo. ¿Quién era Tyrrel?

—No tengo ni la más remota idea. Un amigo de Ricardo.

—¿Y cómo supieron que había sido Tyrrel?

—Porque confesó.

—¿Confesó?

—Después de que lo declarasen culpable, por supuesto. Antes de que lo ahorcaran.

—¿Me está diciendo que el tal Tyrrel fue ahorcado por el asesinato de los dos príncipes?

—Claro. ¿Le parece si retiro esa cara tan desagradable y pongo algo más alegre? Había bastantes caras bonitas en ese montón de libros que le trajo ayer la señorita Hallard.

—No me interesan las caras bonitas, solo las espantosas, los «asesinos despiadados» que son «hombres muy capaces».

—Desde luego, sobre gustos no hay nada escrito —respondió la Canija inevitablemente—. Gracias a Dios, yo no tengo por qué mirarla. Pero en mi humilde opinión es más que suficiente para que no se le suelden a uno los huesos.

—Bueno, si no sana esta fractura siempre puedo achacárselo a Ricardo III. Imagino que una fechoría más en su historial ya no importa.

Debía preguntarle a Marta la próxima vez que viniera a visitarlo si también había oído hablar de ese tal Tyrrel. Su cultura general no era extensa, pero había recibido una cara educación en una escuela de prestigio y puede que algo hubiese quedado acerca de ello.

Pero el primer visitante que asomó desde el mundo exterior fue el sargento Williams, alto, sonrosado y acicalado y, por un momento, Grant se olvidó de las batallas de antaño y pensó en malhechores vivos. Williams se sentó en la dura silla para las visitas, con las rodillas separadas y los ojos azul claro centelleando como los de un gato deleitándose en la luz que entra por la ventana, y Grant lo miró con afecto. Era agradable volver a hablar de trabajo, utilizar ese discurso elíptico y alusivo que solo se emplea con un compañero de oficio. Era agradable conocer los cotilleos profesionales, hablar de política, enterarse de qué se estaba cociendo.

—El jefe le manda recuerdos —comentó Williams mientras se disponía a marcharse—. Dice que si puede hacer algo por usted, solo tiene que decírselo. —Sus ojos, que ya no estaban deslumbrados por la luz, se clavaron en la fotografía apoyada en los libros. Williams ladeó la cabeza y la observó—. ¿Quién es ese tipo?

Grant estaba a punto de decírselo cuando cayó en la cuenta de que él también era policía, un hombre tan acostumbrado por su trabajo a los rostros como él mismo, una persona para quien las caras eran importantes a diario.

—Un retrato de un hombre pintado por un artista desconocido del siglo XV —respondió—. ¿Qué opinión le merece?

—No tengo ni idea de pintura.

—No me refiero a eso. ¿Qué opina del personaje?

—Ah, eso. —Williams se inclinó hacia delante y frunció el ceño fingiendo concentración—. ¿Qué quiere decir con qué me parece?

—¿Dónde lo situaría, en el estrado o en el banquillo de los acusados?

Williams ponderó la respuesta unos momentos y dijo con confianza:

—En el estrado, por supuesto.

—¿En serio?

—Desde luego. ¿Por qué? ¿Usted no?

—Sí, pero lo curioso del caso es que ambos estamos equivocados. Su lugar es el banquillo de los acusados.

—Pues me sorprende —repuso Williams contemplando de nuevo el retrato—. ¿Sabe quién es, entonces?

—Sí, Ricardo III.

Williams soltó un silbido.

—¡Con que es él! Vaya, vaya. Los Príncipes de la Torre y todo eso. El auténtico tipo malvado. Hombre, cuando lo sabes, pues sí, pero de buenas a primeras no se te ocurre que sea un sinvergüenza. Es la viva imagen del viejo Halsbury, y si Halsbury tenía un defecto es que era demasiado blando con los canallas que se sentaban en el banquillo de los acusados. Siempre acababa favoreciéndolos en su alegato.

—¿Sabe cómo fueron asesinados los príncipes?

—No sé absolutamente nada sobre Ricardo III, excepto que su madre tardó dos años en concebirlo.

—¿Cómo? ¿De dónde ha sacado esa historia?

—Pues supongo que del colegio.

—Pues debió de ir a un colegio de lo más extraño. En mis libros no mencionaban nada de la concepción. Por eso Shakespeare y la Biblia eran como una bocanada de aire fresco en clase. Siempre aparecían hechos cotidianos. ¿Oyó hablar alguna vez de un hombre llamado Tyrrel?

—Sí, era un timador de la compañía marítima P & O. Se ahogó en el Egypt.

—No, no, me refiero a un personaje histórico.

—De historia solo aprendí lo de 1066 y 1603, en serio.

—¿Qué pasó en 1603? —preguntó Grant pensando todavía en Tyrrel.

—Que atamos a los escoceses de pies y manos para siempre.

—Mejor eso que tenerlos encima cada cinco minutos. Dicen que Tyrrel fue el que se encargó de liquidar a los chicos.

—¿A los sobrinos? No me suena. Bueno, tengo que irme. ¿Puedo hacer algo por usted?

—¿Ha dicho que iba a Charing Cross Road?

—Sí, al Phoenix.

—Pues podría hacerme un favor.

—Dígame.

—Entre en una librería y cómpreme una historia de Inglaterra. Pero para adultos. Y una biografía de Ricardo III si la encuentra.

—Claro.

Al salir se topó con la Amazona y pareció sorprenderse de ver a una persona tan voluminosa como él con un uniforme de enfermera. Farfulló un «buenos días» un poco avergonzado, lanzó una mirada inquisitiva a Grant y desapareció por el pasillo.

La Amazona dijo que tenía que asear al paciente número cuatro pero que primero quería saber si se había convencido.

—¿Convencido de qué?

—De la nobleza de Ricardo Corazón de León.

—Todavía no he pasado de Ricardo I, pero que espere un rato el número cuatro. Explíqueme qué sabe de Ricardo III.

—¡Ay, pobrecitos! —dijo con sus ojos vacunos inundados de tristeza.

—¿Quiénes?

—Los dos muchachos. Cuando era pequeña tenía pesadillas con ellos, pensaba que alguien podía taparme la cara con una almohada mientras dormía.

—¿Así fueron asesinados?

—Claro, ¿no lo sabía? Sir Jaime Tyrrel volvió a Londres cuando la corte estaba en Warwick y ordenó a Dighton y Forrest que los mataran. Luego los enterraron en el hueco de una escalera, debajo de un montón de piedras.

—Pues en el libro que me prestó no dice nada de eso.

—Bueno, es que ese libro solo sirve para los exámenes, no sé si me entiende. No hay nada interesante en esos libros para empollar.

—¿De dónde ha sacado ese jugoso cotilleo sobre Tyrrel, si no es indiscreción?

—No es ningún cotilleo —respondió dolida—. Lo encontrará en una crónica de la época, de sir Thomas More, santo Tomás Moro, y no me dirá que hay persona más respetada o fiable en toda la historia que santo Tomás Moro, ¿verdad?

—No, no, sería de mala educación contradecir a sir Thomas.

—Pues eso dice el bendito Moro y, a fin de cuentas, él vivió en aquella época y pudo hablar con toda esa gente.

—¿Con Dighton y Forrest?

—No, por supuesto que no. Con Ricardo, la pobre reina y todos esos.

—¿La reina? ¿La reina de Ricardo?

—Sí.

—¿Pobre, por qué?

—Su vida fue espantosa. Dicen que Ricardo la envenenó porque quería casarse con su sobrina.

—¿Por qué?

—Porque era la heredera al trono.

—Ya veo. Se deshizo de los dos chavales y luego quiso casarse con Isabel, la hermana mayor.

—Exacto. No podía casarse con los niños, como comprenderá.

—No, ya me imagino que ni siquiera a Ricardo III se le pasó por la cabeza algo así.

—Así que quería casarse con Isabel de York para sentirse más seguro en el trono, pero ella se casó con su sucesor, con Enrique Tudor. Era la abuela de la reina Isabel. Me encantaba la idea de que Isabel tuviese algo de Plantagenet. Nunca me gustó demasiado la rama Tudor. Ahora tengo que irme o llegará la enfermera jefe antes de que haya lavado al número cuatro.

—Eso sería el fin del mundo.

—Sería el final para mí —repuso, y se marchó.

Grant cogió de nuevo el libro que le había dejado la Amazona e intentó sacar algo en claro sobre la guerra de las Dos Rosas. No hubo suerte. Los ejércitos atacaban y contraatacaban. York y Lancaster se sucedían como vencedores de manera desconcertante. Era igual de absurdo que un montón de autos de choque en una feria.

Pero a Grant le parecía que había un problema implícito, y que su germen se había plantado casi cien años antes, cuando la línea directa se rompió con el derrocamiento de Ricardo II. Lo sabía porque de joven había visto cuatro veces Ricardo de Burdeos en el New Theatre. Durante tres generaciones, los usurpadores de los Lancaster habían gobernado Inglaterra: el Enrique del Ricardo de Burdeos lo hizo infeliz pero con bastante eficacia, el príncipe Hal de Shakespeare, con la batalla de Agincourt para mayor gloria y la hoguera para mayor fervor, y su hijo, medio idiota, fue un fracasado. No es de extrañar que la gente anhelara el linaje legítimo al ver que los amigos ineptos del pobre Enrique VI dilapidaban las victorias en Francia mientras Enrique se ocupaba de Eton y rogaba a las damas de la corte que se cubrieran el pecho.

Los tres Lancaster mostraban un desagradable fanatismo que contrastaba sobremanera con el liberalismo de la corte que había muerto con Ricardo II. Casi de la noche a la mañana, los métodos de vive y deja vivir de Ricardo habían dado paso a la quema de herejes, que murieron durante tres generaciones en la hoguera. Era de esperar que empezara a arder una hoguera no tan pública de descontento en el corazón del hombre de la calle.

Sobre todo porque allí, ante sus ojos, estaba Ricardo Plantagenet, el duque de York. Capaz, sensible, influyente, dotado, un príncipe espléndido por derecho propio y, por consanguinidad, heredero de Ricardo II. Quizá no desearan que este York ocupara el puesto del tonto de Enrique, pero sí que tomara las riendas del país y arreglara aquel desaguisado.

El duque de York lo intentó, y lo único que consiguió fue morir en combate, y su familia pasó mucho tiempo en el exilio o acogida a sagrado.

Pero cuando se apagaron el tumulto y el griterío, en el trono de Inglaterra estaba el hijo que había luchado junto a él en aquella desdichada batalla, y el país se tranquilizó bajo el mandato de Eduardo IV, aquel joven alto, rubio, mujeriego, sumamente hermoso, pero, sobre todo, astuto.

Y eso es todo lo que alcanzó a comprender Grant sobre la guerra de las Dos Rosas.

Levantó la vista del libro y vio a la enfermera jefe en mitad de la habitación.

—He llamado a la puerta —puntualizó ella—, pero estaba usted absorto en la lectura.

Allí estaba, delgada y distante, tan elegante a su manera como lo era Marta. Llevaba las manos de puños blancos cruzadas relajadamente delante de su estrecha cintura y el velo blanco extendido con una imperecedera dignidad. El único ornamento era el distintivo de plata de su cargo. Grant se preguntaba si existía en el mundo una pose más inquebrantable que la de la enfermera jefe de un gran hospital.

—Me ha dado por la historia —comentó Grant—. Voy con bastante retraso.

—Es una decisión admirable —respondió ella—. Pone las cosas en perspectiva. —Entonces se fijó en el retrato y dijo—: ¿Es usted de York o de Lancaster?

—Así que conoce al personaje.

—Sí, claro. Cuando estaba en prácticas pasaba mucho tiempo en la National Gallery. No tenía dinero y me dolían mucho los pies y allí se estaba calentito, se estaba tranquilo y había muchos asientos. —Esbozó una sonrisilla, recordando a aquella joven criatura, cansada y seria, que fue en su día—. Me gustaba la National porque me aportaba la misma sensación de equilibrio que leer un libro de historia. Todos esos personajes que habían hecho cosas tan importantes en su momento. Eran solo nombres, lienzo y pintura. En aquella época vi ese retrato muy a menudo. —La enfermera volvió a fijarse en el cuadro—. Qué criatura más infeliz.

—El médico cree que sufría poliomielitis.

—¿Polio? —Lo meditó unos instantes—. Puede. No se me había ocurrido. Pero a mí siempre me ha parecido que era una infelicidad intensa. Es la cara más triste que he visto en mi vida, y he visto muchas.

—¿Cree que lo pintaron después del asesinato?

—Por supuesto que sí. Un hombre de ese calibre no hace las cosas a la ligera. Debía de ser muy consciente de la atrocidad del crimen.

—¿Le parece que era de esas personas que son incapaces de soportarse a sí mismas?

—¡Qué buena descripción! Sí, esa gente que anhela algo y luego descubre que el precio que ha pagado por ello es demasiado alto.

—¿No cree que era un villano redomado?

—No, no, en absoluto. Los villanos no sufren, y esa cara rebosa padecimiento.

Ambos contemplaron el retrato en silencio unos instantes.

—Tuvo que parecerle una especie de castigo perder a su único hijo poco después. Y la muerte de su esposa. Verse despojado de su mundo personal en tan poco tiempo, como si fuese obra de la justicia divina.

—¿Cree que quería a su mujer?

—Era su prima y se conocían desde la infancia. Así que, la quisiera o no, debía de hacerle compañía. Cuando estás sentado en un trono imagino que la compañía es una bendición poco habitual. Tengo que ir a ver cómo marcha mi hospital. Ni siquiera le he preguntado lo que tenía que preguntarle: ¿cómo se encuentra esta mañana? Pero el hecho de que muestre interés por un hombre que murió hace cuatrocientos años es buena señal.

La enfermera no se había movido de su posición original. Esbozó su leve y contenida sonrisa y, con las manos todavía cruzadas frente a la hebilla del cinturón, se dirigió hacia la puerta. Irradiaba una paz trascendental. Como una monja. Como una reina.

La hija del tiempo

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