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INTRODUCCIÓN

PARA DAR A ENTENDER LA PECULIARIDAD de mi libro, sus objetivos y límites, quisiera, en primer lugar, contar brevemente cómo nació. El prefecto de una Congregación que, día tras día, desde la mañana a la tarde, está absorbido en tareas comprometidas de todo género, no tiene la posibilidad de madurar mentalmente, en una reflexión tranquila, grandes temas para después hacer una adecuada presentación literaria. En los últimos años ninguno de mis libros ha tenido la posibilidad de tomar forma según este proceso clásico del trabajo científico. Por otra parte, sería bastante grave que una misión, ordenada a los fundamentos espirituales de nuestra existencia, fuera afrontada solo de una forma burocrática con el auxilio de las técnicas modernas de administración. Si fuera así, tendría razón en el fondo Drewermann, que dirige a la Iglesia el reproche de que su pretensión de verdad es solo una gestión del poder. Humanamente hablando, uno está protegido de esto por las circunstancias, pues el prefecto es solo uno entre iguales, y las decisiones de la reunión de los cardenales, lo que en sentido riguroso significa la palabra «Congregación», son largos y complejos procesos de consulta de múltiples estudios de expertos de primer orden.

Pero, en última instancia, quienes tienen la responsabilidad deben asumir el contenido del pensamiento de este proceso, y solo pueden decidir en la medida que se implican ellos mismos en la reflexión. Y así ocurre que el trabajo diario resulta ser una continua provocación a entrar en el debate cultural de nuestro tiempo e intentar una toma de posición a partir de la fe.

Dentro de este marco incluyo las numerosas invitaciones para conferencias y charlas que me llegan casi diariamente y que naturalmente pueden ser acogidas solo en mínima parte. Quien como hombre de Iglesia, y por tanto a partir de la fe y de la razón implicada en ella, quiere participar en la reflexión y la acción que se refieren a las grandes tareas de la Iglesia y del mundo debe también arriesgar en el debate público e intentar estar presente en él como uno que da, pero también como uno que recibe.

De este modo se ha formado este libro, casi como los otros de los últimos años: recoge textos que han nacido de la participación pública en la reflexión y en el diálogo sobre los problemas del presente. No elegí yo los temas; me han sido propuestos. Son, por tanto, diferentes; como diferentes han sido las ocasiones en las que nacieron. Pero, de todos modos, tienen una ligazón interior y pueden disponerse según un orden no meramente formal.

Se hallan al comienzo las cuestiones de principio de los fundamentos morales y religiosos de nuestro quehacer político. Después de la caída del muro, que había dividido Europa en un sector atlántico y otro soviético, surge de forma nueva el problema de esta parte de nuestra tierra: lo que estaba separado quiere ser de nuevo un todo unido, y, por tanto, después del fracaso de las teorías utópicas, de forma renovada se está a la búsqueda del vínculo con la propia historia.

A este respecto, es evidente que «Europa» no es un concepto geográfico, sino una grandeza histórica y moral. En las revoluciones de los últimos años se ha desvelado con extrema claridad que el actuar político, social y económico no se lleva a cabo solo mediante la tecnocracia, sino que en el fondo implica un problema moral y religioso.

Ciertamente, en el mundo complicado de hoy son necesarios una cantidad tremenda de conocimientos técnicos especializados que no pueden ser sustituidos por moralismos. Desde este punto de vista, la competencia del teólogo en los problemas políticos es limitada. Las instrucciones de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre la teología de la liberación querían recordar este límite frente a las falsas mezclas de fe y política. Pero tampoco existe una política neutra. La revuelta estudiantil del 68 tenía razón al intentar poner de manifiesto la imposibilidad de una ciencia neutra; lo mismo vale para la política.

En los temas que se me han propuesto, recogidos en este libro, he intentado tener en cuenta los dos aspectos del problema: por una parte, no sustraerme a las cuestiones que se definen de buena gana como problemas «mundanos», y, por otra, no dar motivo para pensar que la teología tenga una respuesta para cada cosa.

OBJECIONES CONTRA EL TEMA DE EUROPA

Permitidme entrar un poco más concretamente en el tema de Europa. Que el Este y el Oeste deban encontrar una nueva unidad y que este problema se ponga de modo decisivo en el continente de Europa, antes dividido, es algo aceptado por todos. En este sentido, difícilmente se negará que esta conformación peculiar, que llamamos Europa, se ha convertido hoy de nuevo en un problema y una tarea. Pero, cuando se plantean los problemas concretos, este acuerdo desaparece.

Veo tres temores contrapuestos, que surgen respecto al ideal de Europa y que por tanto hacen problemática la acción por una renovada comunidad de Europa. En primer lugar, menciono el temor a que el programa Europa sea utilizado en la «tendencia restauradora» de la Iglesia católica. Tras el eslogan «nueva evangelización» se escondería el objetivo de hacer retroceder la Reforma y la Ilustración y, favorecidos por las ventajas del momento presente, reedificar una Europa dominada por los católicos bajo la guía del papa. Se querría, en definitiva, volver a una época anterior a la época moderna y hacer efectivo el sueño de un mundo católico. Contra esta tendencia habría que defender el progreso, la libertad de pensamiento, la laicidad y la mundanidad.

Un segundo temor, de naturaleza más bien opuesta, lo ha expresado recientemente, haciéndose eco de muchos, el filósofo húngaro Thomas Molnar, exiliado en América, donde enseña. Él tiene miedo de la Europa de la burocracia económica de Bruselas, teme la reducción de la realidad al mercado y a la mercancía. Según él, la línea fundamental de la actual política europea va hacia un sometimiento al american way of life, con que Europa dejaría de ser ella misma para convertirse en un apéndice de Norteamérica. Se perfila una homologación del estilo de vida desde el fast food hasta la lengua y la estructura de las ciudades, cuyo vacío interior da miedo. Venecia y Roma (por poner solo dos ejemplos cercanos) se manifiestan circundadas por un cinturón de ciudades satélites que conducen a la decadencia de la antigua urbe como ámbito vital.

De este modo, crece el temor de que en la unificación de Europa dominen solo los criterios de una cultura caracterizada por lo cuantitativo, en la que cuenta solo el tener más y el ser mayor, mientras que al mismo tiempo se va perdiendo todo lo auténticamente humano. Y así la tolerancia universal se convierte en intolerancia universal: solo lo que se puede incluir en el criterio cuantitativo tiene valor; si verdad y ethos salen del ámbito puramente privado y aspiran a un valor público, salen fuera del pluralismo permitido y aparecen como pretensión totalitaria que quiere someter al hombre a un yugo; no pueden, por tanto, pretender la tolerancia.

Ante tales fenómenos, el discurso sobre un nuevo orden mundial puede tener en sí algo poco confortante. No es casual que en los años pasados haya sido reeditado el libro de Benson El amo del mundo, del año 1907, que describe la visión de una civilización unificada y de su poder destructivo del espíritu. El Anticristo es representado como el constructor de la paz de este nuevo orden mundial. En Alemania el libro ha aparecido en 1990 en una nueva edición, evidentemente a causa de la convicción de que tal homologación de la humanidad debe ser considerada hoy como un peligro real, que debe ser rechazado.

Por último, está el temor del eurocentrismo y el recuerdo de que la historia europea no es de ningún modo la historia de un mundo íntegro, al que se podría volver de nuevo después de todos los errores de la ideología moderna. El resurgir de los nacionalismos, con toda su crueldad destructiva y su restricción mental, como hoy está sucediendo, solo puede confirmar la actualidad de tales avisos respecto a una romántica vuelta al pasado.

¿Qué decir ante tales temores que parecen excluir tanto la construcción de Europa sobre el pasado histórico como la fuga hacia una civilización ahistórica-cuantitativa? Ante todo, es claro que no tendría ningún sentido buscar la vuelta a un pasado. No existe ningún camino hacia atrás. Una idea de Europa que no consiguiera integrar la herencia de la época moderna no tendría futuro; se apoyaría en una concepción abstracta de la historia.

Pero no creo que nadie tenga en la mente una idea semejante. La nueva Evangelización no significa la reedición de lo que ha existido. Tiene su origen en el convencimiento de que el Evangelio de Jesucristo, porvenir de la eternidad, lleva en sí no solo un ayer y un hoy, sino sobre todo un mañana. Cada época lo experimentará y lo vivirá de modo nuevo. Solo en la medida en que llegue tanto a los confines de la tierra como hasta sus límites temporales e históricos podrá desarrollar y mostrar su verdadera grandeza. Nueva Evangelización significa que sean desveladas al hombre las fuentes de su identidad, y que así sea capaz de desarrollar toda la plenitud de su ser.

INDICACIONES PARA UN CAMINO

De este modo, ya hemos dado en su núcleo la respuesta a la segunda y a la tercera dificultad que antes he intentado presentar. Los conocimientos y los descubrimientos de la ciencia y la técnica moderna no tienen que ser anulados; aunque hayan surgido al respecto muchas dudas en nosotros, todo lo que es conocimiento verdadero y utilización humana de este conocimiento permanece válido y apreciable.

Hoy tenemos ideas más críticas respecto al progreso técnico porque comenzamos a ver la amenaza que supone para la tierra un progreso indiscriminado. En este sentido, se deben encontrar líneas de discernimiento y criterios que hagan más articulada la relación con nuestra ciencia y las posibilidades de hacer. El rechazo simplista no conduce a nada.

Existe una especie de resentimiento respecto al mundo moderno que puede unirse a las ideologías más diversas y llegar a ser decididamente peligroso. La idea de una nueva Evangelización no pertenece, es el momento de repetirlo, a este tipo de pensamiento de negación. Nos exhorta con urgencia, por el contrario, a ver las unilateralidades de la época moderna, de una civilización orientada solo a la cantidad; nos ofrece criterios de discernimiento, de los que tenemos urgente necesidad.

Me parece que no se puede negar que hasta ahora se ha trabajado por la unificación de Europa de un modo unilateral, siguiendo lo económico, la cantidad, la no atención a la historia. Proceder en esta orientación sin intervenciones correctivas, no ofrecería a Europa una verdadera esperanza.

La homologación de la vida en todos sus ámbitos, desde el alimento a los edificios y a la lengua, lleva consigo una debilitación de los espíritus, en la que el continuo cambio de las formas exteriores se experimentaría como aburrimiento total. La persona humana llega a estar sin alma, se convierte en un alienado, en el verdadero sentido de la palabra. Allí donde la moral y la religión son arrojadas al ámbito exclusivamente privado faltan las fuerzas que pueden formar una comunidad y mantenerla unida.

Nos encontramos ante un problema muy serio: la antítesis entre tolerancia y verdad, que es cada vez más el dilema de nuestro tiempo. Falta todavía respecto a este problema, decisivo para la supervivencia de Europa y de las democracias surgidas de la cultura europea, una discusión filosófica ampliamente fundada, aunque el dilema es de dominio público, gracias a la formulación radical del concepto positivista de Estado en la obra de Kelsen. Es verdad que el Estado como tal no es una fuente de verdad, y, por tanto, no puede imponer ninguna visión determinada del mundo ni ninguna religión; debe garantizar la libertad de religión y de pensamiento.

Pero si de ello se deduce la total neutralidad moral y religiosa del Estado, entonces se canoniza el derecho del más fuerte: la mayoría se convierte en la única fuente del derecho, la estadística se erige en legislador. Esto equivaldría a la autoeliminación de Europa, porque consecuentemente se deberían poner en discusión los derechos del hombre, como se ha puesto de manifiesto en la discusión sobre el aborto. Se constata así lo que Adorno y Horkheimer han dicho sobre la dialéctica de la Ilustración y su incesante autodestrucción.

Se trata de un problema de supervivencia de la libertad, y, precisamente para defenderla, tenemos que encontrar el camino para volver a la intuición aristotélica de algunas verdades y valores de fondo de la existencia humana por sí evidentes, intocables.

La libertad sin fundamentos morales se hace anárquica, y la anarquía conduce al totalitarismo, es más, es ya una manifestación del espíritu totalitario. De hecho, la autoevidencia de lo que es moral y santo se ha perdido en el escepticismo general y en el rechazo de cualquier certeza no demostrable en el laboratorio. Pero también hoy el hombre puede saber que es buena la fidelidad y no la infidelidad, que es bueno el respeto de los valores y no el cinismo, que la atención al otro corresponde más con la persona humana que la violencia; que estamos ante el misterio divino, y de él recibimos nuestra dignidad.

Quisiera expresar esto de un modo aún más concreto. Aristóteles no es suficiente. Europa ha encontrado en la fe cristiana los valores que la sostienen, y que, más allá de la historia europea concreta, dan el fundamento a la dignidad humana de todos los hombres.

Europa intenta hoy desvestirse de su propia historia y declararse neutral respecto a la fe cristiana, es más, respecto a la fe en Dios, para llegar finalmente a una tolerancia sin fronteras. Un pensamiento y un comportamiento semejantes, contrarios al acontecer histórico, son autodestructivos.

El Estado no puede imponer a nadie una religión determinada; así lo ha afirmado justamente el Vaticano II en su Decreto sobre la libertad religiosa. Pero esto no significa que deba considerar como creadora de valores solo a la mayoría y privarse de todo fundamento cultural.

El Estado no comete injusticia contra nadie, bien al contrario, pone los presupuestos del derecho cuando coloca las grandes opciones humanas de la visión cristiana del mundo como fundamento de su orientación del derecho.

PROBLEMAS COMPLEMENTARIOS

Como conclusión, quisiera aún tomar posición brevemente sobre dos cuestiones que se plantean en este contexto. El rostro concreto de Europa está caracterizado por dos grandes cismas de la época moderna: la reforma del siglo XVI y el laicismo surgido de la Ilustración. El Concilio Vaticano II con ímpetu audaz ha buscado derribar los muros de ambas divisiones o, al menos, abrir puertas y pasos entre mundos separados y, por muchos motivos, recíprocamente hostiles.

En el Decreto sobre el ecumenismo y en la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo de hoy, el Concilio emprendió estos dos diálogos y comenzó el camino hacia lo que es común y no desapareció completamente ni tan siquiera con las divisiones.

El camino del encuentro es evidentemente más difícil de lo que se hubiera podido pensar en un primer momento de entusiasmo; la diferencia en las posiciones de fondo es demasiado profunda. Como resultado positivo se puede mencionar el hecho de que hoy se da una colaboración de los cristianos en los problemas fundamentales de nuestro tiempo, y también que las líneas divisorias entre el llamado laicismo y la Iglesia están en movimiento: la Iglesia ha asumido con el concepto de la democracia los principios de la tolerancia y del pluralismo, y ha experimentado en los últimos decenios de modo evidente que solo hay ganancias en la instauración de la libertad religiosa, ya que de hecho tiene que actuar con frecuencia en estados y sociedades en que ella es una minoría o incluso están amenazados sus fundamentos espirituales.

Por otra parte, el viejo dogmatismo liberal se ha liberado en muchos aspectos de su rígida posición antieclesial, ha visto que es un error el encerrar a la Iglesia en lo privado y comprende mejor su exigencia de un espacio público. Este equilibrio, alcanzado por ambas partes en la posguerra a través de dolorosas experiencias, está hoy amenazado de nuevo por las radicalizaciones de la Ilustración, de las que he hablado antes. No se puede esperar de modo razonable que las tres figuras de la Europa moderna —catolicismo, protestantismo, laicismo— se unan en un tiempo no muy lejano. Pero es necesario trabajar sin cansarse por su comprensión recíproca y por su encuentro. La marginación de la fe y la radicalización de la libertad que conduce a la anarquía, serían el fin de Europa y también el fin de la gran herencia europea de la dignidad y de los derechos del hombre, que se fundan en el respeto de la semejanza del hombre con Dios y de la intocabilidad de la imagen de Dios.

En este punto surge un segundo problema que quisiera afrontar: ante las emigraciones de pueblos, a las que estamos asistiendo, ¿no caminamos hacia una sociedad multicultural? ¿Tiene sentido permanecer apegados a fundamentos cristianos cuando tanto el Islam y las religiones asiáticas como formaciones religiosas modernas poscristianas están haciendo desaparecer la Europa precedente? ¿No debemos quizá prepararnos para una coexistencia de sistemas de valores completamente diversos?

Nos enfrentamos aquí ciertamente a problemas abiertos, cuya amplitud, aun con dificultad, conseguimos abrazar con la mirada. El peligro mayor es que la desaparición de certezas religiosas y morales en Europa conduzca, por una lógica interna, a la hostilidad en las confrontaciones futuras, también allí donde la utopía de un mundo mejor es admitida con demasiada rapidez.

La disminución de la natalidad es el signo más manifiesto de este no al futuro; la droga va en la misma dirección. Pero este retirarse de la historia no tiene nada que ver con la hospitalidad respecto al extranjero. La verdadera hospitalidad y la verdadera apertura al otro consiste ante todo en el hecho de que se supere la contradicción de la riqueza en algunos países, y, a partir de aquí, se trabaje para que cualquier parte de la tierra, cualquier país, sea habitable o lo sea cada vez más, y así toda la tierra sea una casa para el hombre.

Por otra parte, debemos custodiar la hospitalidad para todos aquellos que están amenazados de persecución o están privados de las condiciones de una vida digna. Es verdad que esto, en el futuro, traerá consigo una pluralidad cultural mayor que a la que estábamos habituados hasta ahora. Pero de esto no se sigue necesariamente una multiculturalidad sin límites en la que los fundamentos cristianos de Europa deban ser conducidos a su desaparición. En ese caso, por ejemplo, habría que recuperar la poligamia como forma legal, habría que declarar legales de nuevo algunas formas de privación de los derechos de la mujer, que nosotros hemos superado y muchas otras cosas. También aquí una falsa tolerancia acabaría por contradecirse ella misma.

El libro que entrego ahora a la opinión pública, se ocupa de estos problemas fundamentales. Pretende ante todo aclarar la relación de la tolerancia con los fundamentos inalienables de la identidad europea, que en toda su amplitud son de una profunda identidad cristiana. Lo que más me interesa de estos ensayos modestos lo encuentro resumido en un pasaje del discurso que el Santo Padre pronunció el 11 de octubre de 1988 ante el Parlamento europeo en Estrasburgo; con dicha cita quiero concluir: «Es mi deber subrayar con fuerza que si el sustrato religioso y cristiano de este continente fuese marginado en su papel inspirador de la ética y en su eficacia social, no solo sería negada toda la herencia del pasado europeo, sino también estaría gravemente comprometido un futuro digno del hombre europeo, quiero decir, de todo hombre europeo, creyente o no creyente».

Una mirada a Europa

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