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LAS ZONAS DE HABITABILIDAD ESTELAR

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El agua abunda en el cosmos, tanto que podemos decir que el universo es «húmedo», pero es raro que se encuentre en estado líquido, para lo que necesita hallarse dentro de ciertos rangos de temperaturas y presiones. Se denomina zona de habitabilidad de una estrella a la región que la rodea en la que llega un nivel de radiación tal que permite la existencia de agua líquida en la superficie; por tanto, si existen planetas o satélites en esa zona, una especie de «anillo», estos podrían albergar vida superficial (fig. 1).


La zona de habitabilidad estelar no viene determinada únicamente por la distancia a la que se encuentra la estrella, sino también por su tamaño: cuanto más grande y luminosa sea una estrella, más extenso y alejado es el anillo habitable a su alrededor. La mayor parte de las estrellas se ordenan de mayor a menor masa y luminosidad, y de menor a mayor longevidad según la serie: O-B-A-F-G-K-M. En la tabla inferior se muestra esta clasificación; las magnitudes masa, radio y luminosidad se establecen con respecto a nuestro Sol (Sol = 1). Las estrellas de tipo O son, pues, las mayores, más luminosas, de zona habitable más extensa..., pero menos longevas. El Sol es una estrella de tipo G.

Para el Sol, el anillo habitable va, según el geólogo estadounidense James Kasting y sus colaboradores, desde 0,99 hasta 1,7 unidades astronómicas (una unidad astronómica, UA, es la distancia media entre la Tierra y el Sol, unos 150 millones de kilómetros). La Tierra está hoy dentro de esa zona habitable, aunque al borde del sobrecalentamiento. Venus, a 0,72 UA del Sol, queda fuera, pero Marte, a 1,52 UA, está dentro, esté o no habitado.


Para que un sistema planetario pueda albergar vida, sobre todo la más compleja, es preciso que la zona habitable de su estrella sea suficientemente duradera. El ritmo al que se ha desarrollado la evolución biológica en la Tierra da una idea de los tiempos que podrían ser necesarios para llegar a formas de vida con ciertos niveles de complejidad. Las células eucariotas, por ejemplo, de las que están hechos todos los organismos pluricelulares —incluidos nosotros mismos—, necesitaron 2500 Ma para surgir en nuestro planeta. Visto así, cabe pensar que la vida media de las estrellas O, B y A, que va de uno a mil millones de años, no es suficiente para que se puedan desarrollar formas de vida complejas, de modo que estas estrellas quedan descartadas. Interesan las estrellas F y, más aún, las G, K y M.

Algunos investigadores prefieren centrarse en las estrellas de tipo solar (G), pues al fin y al cabo la única evidencia de vida que tenemos se halla en torno a una de ellas. El astrónomo estadounidense Geoffrey Marcy ha calculado que el 22% de las estrellas de este tipo (G y también K) pueden tener planetas similares a la Tierra en sus zonas habitables, y estima que solo en la Vía Láctea habría unos 8800 millones de estas «tierras».

¿Qué tipo de estrellas podrían albergar en su entorno a los seres vivos más antiguos del universo? La vida no pudo aparecer poco después del Big Bang, cuando había casi exclusivamente hidrógeno y helio. Es decir, del conjunto de elementos necesarios para la vida terrestre —CHONPS: carbono, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno, fósforo y azufre—, solo uno estaba disponible: el hidrógeno. Para tener el resto en cantidad suficiente hubo que esperar a la génesis de estos elementos en el interior de estrellas masivas, de tipo O o B, y a que su explosión como supernovas los liberara dejándolos disponibles para la formación de nuevos sistemas planetarios. Se calcula que los primeros planetas con elementos pesados aparecieron hace unos 12000 Ma. La Tierra nació hace unos 4600 Ma, por lo que no salió de la primera «hornada» de planetas habitables.

Las estrellas F y muchas estrellas G (como el Sol) que nacieran hace 12000 Ma habrían llegado ya a su fin, de modo que son algunas G, y sobre todo las K y M, las que podrían cobijar las formas de vida más viejas del universo (del orden de 10000 Ma), y, dado que han tenido más tiempo de evolucionar, quizá las más avanzadas.

Las estrellas K y sobre todo las M, llamadas, por su tamaño y color, enanas rojas, presentan algunos problemas para la vida, debido las intensas radiaciones «de juventud» que emiten en sus primeras etapas y a sus fuertes efectos gravitatorios —dada la cercanía de sus zonas habitables—, pero a cambio son, con diferencia, las más abundantes del universo. Las estrellas M suman en torno al 75% del total, y no sería una sorpresa si la mayor parte de la vida en el cosmos se localizara en torno a ellas. Según el astrónomo sueco Erik Zackrisson, en el universo observable hay unos 7·1020 (setecientos trillones) de «tierras» (planetas con masas de 0,5 a 5 veces la masa terrestre) y «supertierras» (de 5 a 10 masas terrestres), de las que el 98% estarían en torno a estrellas M y «solo» unos veinte trillones orbitarían estrellas más parecidas al Sol (de tipos F, G o K). De modo que, por la clase de galaxia donde se halla y por el tipo de estrella que la ilumina, quizá la vida terrestre constituya, si no una anomalía, sí parte de una extravagante minoría.

Hay que aclarar que la habitabilidad planetaria, es decir, el potencial que tiene un planeta para albergar vida, no depende solo de que esté o no en la zona de habitabilidad estelar. También tienen importancia otros factores, como la naturaleza de su atmósfera —incluyendo la nubosidad—, la existencia o no de un campo magnético que lo proteja de las de radiaciones, etc. De hecho, la astrofísica canadiense Sara Seager considera que si los planetas salvajes, que vagan por el espacio sin girar en torno a estrella alguna, mantienen una atmósfera con cierta abundancia de hidrógeno, que es un potente gas de efecto invernadero, pueden mantener calor suficiente para albergar agua líquida y vida. En otras palabras, la zona de habitabilidad podría no tener un límite externo definido.

El origen de la vida

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