Читать книгу El origen de la vida - Juan Antonio Aguilera - Страница 4
Introducción
ОглавлениеDilucidar cómo fue y qué provocó el origen de la vida es uno de los grandes retos de la ciencia, y quizás el mayor de la biología. Así lo reconocen los propios científicos cuando se les pregunta sobre los principales misterios pendientes de resolver. En la actualidad, el desafío cobra más vigor que nunca debido a que parece que nos hallamos a las puertas de encontrar vida en otros planetas o satélites, solares o extrasolares, y a que cada vez estamos más cerca de recrear en el laboratorio al menos algunas de las etapas claves para su génesis a partir de moléculas sencillas.
La razón del persistente interés por el origen de la vida está, en primer lugar, en que necesitamos solucionar esa cuestión para profundizar en otra: «¿De dónde venimos?», una de las más profundas preguntas de la existencia, en buena medida porque va muy ligada al «¿Qué somos?» que ha inquietado siempre a los humanos. En segundo lugar, el enigma del comienzo de la vida nos seduce por la dificultad de explicar el inicio natural de las entidades más complejas que conocemos en el cosmos. Finalmente necesitamos saber hasta qué punto son probables otros orígenes, es decir, si estamos solos en el universo. Rastreando nuestro pasado, nos encontramos con que la aparición de la especie humana es, al fin y al cabo, solo un caso más en la historia de la vida. Si vamos mucho más atrás, llegamos a la aparición y evolución temprana del universo, y vemos que los físicos son capaces de detallarnos lo que previsiblemente ocurrió ¡hace 13800 millones de años! ¿Qué pasa entonces con el origen de la vida, algo aparentemente mucho más modesto, y más reciente que la Gran Explosión? Ocurre que lo que ha de dilucidarse no solo es también muy antiguo, sino especialmente complejo, y, en contraste con la aparición de la Tierra o de nuestra especie, en el caso del origen de la vida no tenemos de momento otros casos similares que estudiar y con los que comparar. A diferencia de lo que sucede, por ejemplo, con la conciencia, no tenemos ninguna vida «en menor grado», sino que toda la vida conocida está en su plenitud, y hasta la más simple exhibe una complejidad abrumadora.
Seguramente esas dificultades han alentado respuestas alejadas de la ciencia, en particular la de que la vida fue creada por algún dios. En primera instancia parece la solución más sencilla y, al estar ligada a muchas y extendidas religiones, es la idea sobre el origen de los seres vivos más popular del mundo —y tal vez la más antigua—. Pero más que una hipótesis es una creencia, sin fundamento, aunque algunos intenten disfrazarla con un envoltorio científico mediante la falacia conocida como «diseño inteligente».
Una posibilidad que mira al cielo, pero a un cielo real, es la de que la vida llegara a la Tierra desde otra parte. Se la conoce como panspermia, y la han defendido desde Anaxágoras en el siglo V a.C. hasta científicos modernos como el físico y premio Nobel de Química sueco Svante Arrhenius y el físico y biólogo molecular británico Francis Crick.
Aunque la panspermia es una hipótesis científica que tener en cuenta, parece probable que no haya que recurrir a ella para explicar la aparición de la vida en la Tierra. Todo apunta a que surgió en ella, pero para entender cómo pudo ocurrir se necesita la aportación de científicos de muchas disciplinas, tanto biológicas como físicas, químicas y geológicas, e incluso matemáticas e informáticas. Y es que, en un terreno tan escabroso, solo un esfuerzo multidisciplinar tiene posibilidades de éxito.
La reconstrucción del camino que condujo a la aparición de los primeros seres vivos se puede hacer yendo de atrás —el comienzo— adelante, o desde el presente hacia atrás, y se confía en recomponer entre los dos abordajes la historia completa de la vida.
El camino desde la Tierra primitiva hasta el presente empezaría en unas aguas —pues toda la vida conocida es una «vida acuosa»— con moléculas sencillas precursoras de las complejas que hoy nos constituyen; es decir, que la evolución biológica estuvo precedida de una evolución química. Y esta es susceptible de ser recreada en el laboratorio, como empezó a demostrarse de manera espectacular en la década de 1950 gracias al empuje entusiasta de Stanley Lloyd Miller, un joven científico apoyado en las hipótesis de quienes lo precedieron.
El avance en la comprensión de la vida conocida lleva a identificar en ella tres componentes: la celularidad, el metabolismo y la genética, y por ello se hacen intentos de tomar la generación primera de alguno de ellos como punto de partida. Pero ¿y si, después de todo, resultara más fácil generarlo todo a la vez, como apuntan algunos experimentos recientes?
Si intentáramos, ingenuamente, dar una respuesta personal al problema de nuestros últimos orígenes, empezaríamos por elaborar nuestro árbol genealógico, retrocediendo hasta los padres, abuelos, bisabuelos, tatarabuelos… Si tuviéramos los datos para seguir la indagación, en un centenar de generaciones estaríamos al comienzo de la conocida como Era Común (hace dos milenios). Mucho antes habríamos perdido la pista a nuestra rama familiar, pero sabemos que, si pudiéramos seguirla, en solo unas 250000 generaciones acabaríamos encontrando ancestros comunes con chimpancés y bonobos. Más atrás, nos encontraríamos con los antepasados que compartimos con todo el resto de los mamíferos; más atrás aún, emparentaríamos con las plantas... Finalmente, nos veríamos incluidos en el mismo tronco que todos los seres vivos. Pues bien, lo extraordinario es que ya disponemos de ese árbol genealógico universal.
Que tal árbol sea común para todos los seres vivos quiere decir que todos descendemos de un mismo antepasado, el denominado LUCA (por la sigla inglesa de «último antepasado común universal»). Por eso, para entender por qué somos como somos, intentamos averiguar cómo era el LUCA, y cómo consiguió progresar y diferenciarse hasta dar lugar a la maravillosa panoplia de seres vivos pasados y actuales.
Según diversos autores, la vida pudo aparecer en varios ambientes y por distintos mecanismos. Probablemente nunca podamos tener seguridad sobre el modo en el que ocurrieron realmente los hechos, pero ya es admirable que podamos saber cómo pudieron ocurrir con cierta o mucha probabilidad, basándonos en observaciones y experimentos rigurosos. Esa probabilidad es bajísima para algunos, como el bioquímico francés Jacques Monod, y muy alta para otros, como el químico belga de origen ruso Ilya Prigogine, pero hay que valorar que hubo un tiempo en el que se pensaba que el origen espontáneo de algo tan complejo como la vida era sencillamente imposible, una opinión que hoy solo mantienen personas poco instruidas o cegadas por sus creencias.
Arrhenius, Oparin, Crick, Monod, Prigogine… La lista de grandes científicos que se preocuparon o se preocupan por el origen de la vida es formidable. El mismísimo Charles Darwin se interesó por el asunto, pero fue consciente de que le faltaba información. Merece destacarse que en esa lista encontremos a varios premios Nobel de los ámbitos de la física (Schrödinger, Fermi, Gell-Mann, Salam), la química (Arrhenius, Urey, Eigen, Prigogine, Gilbert, Cech) y la biología (Crick, Monod, Wald, De Duve, Szostak), pues pone de manifiesto el carácter multidisciplinar del problema. No ocultaremos que la gran mayoría de ellos se interesaron por el origen de la vida… después de recibir el Nobel. Otro de los grandes, el biólogo sudafricano Sydney Brenner, declaró, precisamente después de obtener el Nobel de Medicina en 2002, que el gran reto de la biología es «reconstruir el pasado», y Francis Crick llegó a decir que «no manifestar interés por estos temas es ser verdaderamente inculto». Afortunadamente, el lector se encuentra a salvo de esta descalificación, por lo que lo invitamos a la aventura de buscar nuestros orígenes más remotos en la Tierra, empezando por investigar hasta qué punto es amigable para cualquier tipo de vida nuestra gran casa: el universo.