Читать книгу Dañar, incumplir y reparar - Juan Antonio García Amado - Страница 10

Оглавление

Si esto fuera una jam session, me presentaría como un aficionado que quiere tocar un par de temas junto a los maestros en el escenario. Jam session, según una conocida definición que me conviene para el caso, es “una reunión informal de músicos de jazz, con afinidad temperamental, que tocan para su propio disfrute música no escrita ni ensayada”; normalmente after hours, es decir, fuera de las horas de trabajo de los músicos participantes. “Esto será en régimen de seminario con poquita gente y por el gusto de hablar entre nosotros”, me escribió Juan Antonio. Quizás signifique lo mismo.

Los temas que voy a tocar son heterogéneos y trataré de unirlos como mejor sepa. El primero parte de unos compases de Calixto Valverde en su obra Las modernas direcciones del Derecho civil (Estudios de filosofía jurídica), publicada en 1899. Filosofía jurídica de un civilista es el género de esta obra. El civilista Calixto Valverde y Valverde, de los dos o tres más importantes en España en la primera mitad del siglo XX, se plantea en este escrito de juventud los cambios que conviene introducir en las leyes para hacer frente a los cambios en la sociedad y a las exigencias de la justicia, siguiendo, aunque a regañadientes, las tendencias que se llamaron “socialismo de cátedra” (Menger, D’Aguanno, Cimbali…). En este contexto, se pregunta por las reformas que habría que hacer en el contrato de trabajo y, en particular, por la responsabilidad del empresario en los accidentes laborales. Mejor dicho, da su respuesta a esta pregunta que otros, inclinados a proporcionar mayor protección al trabajador, habían planteado: era uno de los interrogantes jurídicos que traía consigo la “cuestión social”. Su respuesta es esta:

Es también la cuestión relativa a la indemnización por parte del capitalista de los infortunios del trabajo que ha sufrido el obrero, y me parece que es criterio exagerado el sostener, que en todo caso el capitalista debe indemnizar tenga o no culpa, porque dicen ellos que si el empresario no tiene la culpa, tampoco la víctima la tiene y sufre en cambio, pero esto sería injusto, por lo mismo que si el empresario no ha tenido negligencia y ha puesto a contribución todos los medios para evitar un accidente desgraciado, no hay por qué hacerle responsable, pues los daños originados por caso fortuito debe sufrirlos únicamente el que ha sido víctima de ellos, pero nunca el que no ha tenido ninguna participación en el hecho producido. Para evitar los inconvenientes que resultan del actual estado de cosas, es conveniente traer a las legislaciones, disposiciones protectoras de las clases obreras en el sentido antes indicado, reglamentando el seguro, y fomentando y creando sociedades cooperativas de consumo y de producción. (Valverde y Valverde, 1899, pp. 254-255).

La respuesta puede hoy parecernos decepcionante: para este civilista, habría que aplicar el art. 1902 CC., de acuerdo con el cual sería injusto condenar al empresario cuando no puede reprochársele culpa alguna. El civilista, que procedía de una de las más ricas familias de terratenientes de la provincia de Valladolid, y que sin duda tenía experiencia de accidentes laborales de sus asalariados, fue en 1901 activo Presidente del Centro de Labradores (es decir, terratenientes) de Valladolid y diputado a Cortes por el partido liberal (en la órbita de Santiago Alba). Años antes, en 1895, otro joven doctor había publicado su tesis sobre “Derecho obrero” con opiniones muy distintas: incluso en el caso de que la culpa del accidente sea del obrero, por su ignorancia y negligencia, no es “equidad ni justicia que la sociedad deje abandonado a quien, cuando pudo, supo ganar la propia subsistencia, ni a los seres débiles que dependieron de él”. Incluso en las desgracias que tienen por causa “el llamado por el moderno tecnicismo «riesgo profesional»”, “la mayoría de los escritores modernos (cita a Spencer) se inclinan en pro de la indemnización”; “y este criterio es ya dogma para multitud de economistas”. Juan Moneva, hijo de modesto ferroviario, ya tenía experiencia de trabajar como asalariado. En su tesis “Derecho obrero” se manifiesta católico, seguidor de las enseñanzas papales, propagandista de la “doctrina social de la Iglesia” (Moneva y Puyol, 1895, pp. 284-290).

Los accidentes laborales, como todo lo que hoy llamamos Derecho laboral o del trabajo, eran en el siglo XIX y buena parte del XX cuestiones de Derecho civil, “una lección del temario de civil”, como es fama que dijo un civilista. O sea, todo el Derecho del trabajo una lección entre más de doscientas. Mientras así fue, los accidentes laborales eran una nota a pie de página en las explicaciones del art. 1902 CC. Pero para estas fechas (finales del XIX) ya se había introducido en algunos países el seguro obligatorio de enfermedades y accidentes en el trabajo (Bismarck en 1883), de manera que poco a poco todo esto dejó de ser considerado Derecho civil. Evolucionó como “Derecho social”, “Derecho obrero” o “Derecho del trabajo”, cortó el cordón umbilical con el civil y, entre otras cosas, las reglas de la responsabilidad civil dejaron de aplicarse en las fábricas. No es que no existieran las reglas o no fueran teóricamente aplicables, sino que dejaron de ser relevantes, hasta ahora. La seguridad social es otro mundo.

Como parece serlo el de la responsabilidad de las administraciones públicas “por el funcionamiento normal o anormal de los servicios públicos”, aunque sigamos utilizando parte de la terminología del Derecho privado tradicional y tensionando sus reglas; y quizás ya el Derecho de protección de los consumidores.

Incluso la llamada responsabilidad civil procedente de delito tiene rasgos propios, y en España, debido a sus notables especialidades procesales, no sé si puede explicarse con los criterios generales de la responsabilidad civil. Por ejemplo, las indemnizaciones pedidas a Artur Mas y otros dirigentes catalanes en este concepto y las medidas cautelares impuestas en forma de fianza al inicio del proceso penal, quizás podamos esforzarnos en interpretarlas como consecuencia del daño causado, pero seguro que los contribuyentes voluntarios a la colecta pública para pagarla no lo ven de este modo, sino que piensan estar realizando contribución a la caja de resistencia para evitar el ingreso en la cárcel de su líder político. Tampoco parece creerlo SegurCaixa Adeslas, que ha rechazado la petición de cubrir la fianza de 5,2 millones que le pedía Artur Mas acogiéndose al seguro de responsabilidad civil que cubría a los empleados de la Administración pública catalana: según fuentes de la aseguradora, “esos hechos están excluidos en el condicionado de la póliza”.

La teorización doctrinal, las sentencias de los tribunales y, muchas veces, las leyes, adquieren hoy una complejidad extraordinaria, incomparable con el estado de la cuestión de hace apenas tres décadas. Un marco conceptual mucho más elaborado, pero del que se escapan conjuntos de situaciones sociales muy relevantes en las que la incidencia de los daños contingentes es abordada con otros criterios e instrumentos.

Al mismo tiempo, las reglas de responsabilidad civil abarcan otras realidades nuevas que adquieren incluso cierto protagonismo. Por ejemplo, los daños morales; por ejemplo, los daños al honor, la intimidad y la propia imagen. Hace cincuenta años, cuando yo estudiaba la carrera, y durante bastante tiempo después, pensar en pedir indemnización de daños por la pérdida de un hijo pequeño se hubiera considerado inmoral. Digo “hubiera” porque, de hecho, no se pensaba. Con la muerte del pequeño la economía familiar se veía aliviada. Queda el dolor del padre o de la madre, claro (creo que también distinto hoy y hace cincuenta años), pero el dolor no tiene precio y quien pretendiera cobrarlo parecería un desalmado. Como hubiera parecido persona poco honorable quien reclamara sumas de dinero como indemnización por el daño infligido a su honor, su fama, su intimidad o su imagen. En su caso, era satisfacción suficiente ante los tribunales, cuando no había más remedio que arrostrar así la publicidad de los hechos, la petición del “franco simbólico” propio de la práctica francesa o fórmulas semejantes de satisfacción simbólica. Luego, las leyes y la jurisprudencia constituyeron un mercado del honor, la fama, la intimidad y la propia imagen en que cada uno tiene su cachet y lo cobra mediante contrato o (presumido legalmente el perjuicio económico) como indemnización.

Están también los daños al medio ambiente, las indemnizaciones al cónyuge por coste de oportunidades perdidas al casarse, las indemnizaciones a los padres a quien los tribunales privaron indebidamente de la compañía de sus hijos, y tantos otros supuestos que conocemos por los medios de comunicación y que, nos convenzan o no las razones del caso concreto, nos parecen muy heterogéneos y sujetos al arbitrio judicial, cuando no los juzgamos como mera arbitrariedad.

Acepto de antemano que cada una de las afirmaciones que he hecho hasta ahora puede ser criticada y matizada. Mi intención es simplemente suscitar la imagen de la extraordinaria diversidad e impredecibilidad de los supuestos a los que se supone que se aplican unas reglas de responsabilidad civil que, sin embargo, no se siguen en otros ámbitos de la vida, o no del mismo modo.

Todo ello me sugiere que las reglas de “responsabilidad extracontractual” pueden analizarse productivamente como una técnica específica de control de conductas utilizada por el poder, según convenga, en unos ámbitos de la convivencia humana y no en otros. Técnica cuyo rasgo característico no es precisamente la indemnización del daño, sino dejar en manos de los particulares la acción para exigirla y hacerla suya, acción que pueden ejercitar o no. Técnica acumulable con cualesquiera otras, asimismo cuando convenga, e indiscernible en muchos casos de las sanciones pecuniarias administrativas o penales. Reglas y práctica de su aplicación que resulta muy difícil entroncar con el viejo principio de alterum non laedere, ese que junto a los de suum cuique tribuere y honeste vivere constituía los tria iuris precepta de nuestra tradición cultural.

Entra ahora el contratema.

Cuando hace un siglo, en febrero de 1917, la Dixieland Jass Band graba el primer álbum de música de jazz, podemos imaginar que algunos de aquellos músicos no sabían leer un pentagrama. Hoy muchas universidades del mundo tienen másteres y no sé si doctorados de jazz. Hoy un músico de jazz competente, y no digamos si centrado en la improvisación, tiene que dominar la teoría musical, en particular la armonía, con mayor soltura y profundidad que, por ejemplo, un competente instrumentista en una buena orquesta sinfónica. Porque el primero se exige, o le exigen, habilidad para la invención en mayor grado que al oboísta de repertorio clásico.

¿Qué teoría musical para el músico de jazz? O mejor, ¿la teoría musical de qué? Pues la teoría de la práctica de los músicos de jazz desde finales del siglo XIX hasta hoy, que sin duda incluye partes fundamentales de la teoría de la música clásica. Y esta última, es la teoría ¿de qué? Pues de la “práctica común” de los siglos XVII al XIX. Teoría de la armonía tonal que sigue siendo básica en la formación de los músicos occidentales y que se complementa con la teoría de la tonalidad extendida o moderna, la tonalidad modal, la atonalidad o el jazz1.

La teoría musical, puedo decir con el desenfado atrevido que permite una jam session, es teoría de una práctica y es una teoría para la práctica. Y aunque se presente como meramente descriptiva, como es hoy más usual, tiene necesariamente un valor prescriptivo, al menos porque es la que aprenden los músicos en formación y conforme a la que se ejercitan. Lo mismo que ocurre con la teoría del derecho, canto ahora en una octava más alta a riesgo de desafinar. Teoría de una práctica y una teoría para la práctica. Ya sé que todo esto es perfectamente discutible. Los teóricos musicales del siglo XVIII y del XIX creían estar haciendo una teoría universal, aplicable a todas las músicas posibles, en todo tiempo y lugar; una teoría que podía ser perfeccionada, pero no contaban con que pudiera ser sustituida por otra. No contaban con que otras prácticas musicales fueran posibles. Al menos, otras prácticas de equiparable dignidad. No concebían tampoco una práctica musical en la música culta occidental ajena a su teoría. Quedaba fuera de su consideración la música popular, el folclore europeo, y todas las músicas, populares o cultas, del resto del mundo en todos los siglos de su existencia. ¿Cabe una teoría general de la música, universal e intemporal? Músicos geniales, de Rameau (1722) a Hindemith (1938)2, lo pretendieron, fundando, por ejemplo, el carácter natural de los acordes perfectos en ciertas características físicas del sonido, en la serie de los primeros armónicos, que si no he entendido mal es incluso susceptible de formalización matemática. Hay también intentos muy distintos en otros sentidos.

Walter Piston, en su tratado de Armonía (2007, p. VII), uno de los más utilizados en la enseñanza en España, reflexiona sobre el sentido de su propia obra en la Introducción de la primera edición norteamericana (1941):

(…) si pensamos que la teoría debe seguir a la práctica (rara vez la precede, excepto por casualidad) debemos comprender que la teoría musical no es un conjunto de instrucciones para componer música. Más bien se trata de una colección sistematizada de deducciones reunidas a partir de la observación de la práctica de los compositores durante largo tiempo, e intenta exponer cómo es o ha sido su práctica común. No dice cómo se escribirá la música en el futuro, sino cómo se ha escrito en el pasado.

¿Y si tratamos a la filosofía de la responsabilidad extracontractual como una teoría del jazz, de la práctica del jazz? Dentro de una teoría del Derecho entendida como teoría de la práctica del Derecho.

En la práctica del jazz las partituras, cuando las hay, son breves, escuetas, con pocas indicaciones, susceptibles de interpretaciones muy diversas. La práctica de la responsabilidad extracontractual, manifestada en sentencias, laudos y acuerdos es densísima, muy variada y no inteligible como mera ejecución de partituras. La teoría de la responsabilidad extracontractual no puede ser teoría de normas, al menos no de normas legales, esas partituras tan insuficientes para determinar la práctica. Partituras o, más bien, cheat sheets, chuletas con los acordes, que luego cada banda de jazz, cada jurisdicción, cada juez, toca a su manera. Teoría de una práctica cambiante, muy distinta a la de hace unos pocos decenios.

Metido en la experimentación de la atonalidad y en el dodecafonismo, Arnold Shoenberg, en su Tratado de armonía (1974) nos avisa:

El alumno aprenderá las leyes y usos de la tonalidad como si hoy estuvieran en plena vigencia, pero aprenderá también los movimientos que conducen a su supresión. Debe saber que las condiciones para la disolución del sistema tonal están contenidas en los supuestos mismos sobre los que se funda. Debe saber que en todo lo que vive está contenido su propio cambio, desarrollo y disolución... Lo único que es eterno: el cambio; y lo que es temporal: la permanencia.

BIBLIOGRAFÍA

Hindemith, T. (1937). Arte de la composición musical. Schott Musik International.

Moneva y Puyol, J. (1895). Derecho obrero. Zaragoza: Mariano Salas.

Piston, W. (2007). Tratado de Armonía. Madrid: Musicamudi.

Rameau, J. (1722). Traité de l›harmonie réduite à ses principes naturels.

Shoenberg, A. (1974). Tratado de armonía, traducción y prólogo de Ramón Barce, Madrid: Real Musical (publicado por primera vez en Viena, Harmonielehre, 1911).

Valverde y Valverde, C. (1899). Las modernas direcciones del Derecho civil (Estudios de filosofía jurídica). Valladolid: Tipografía J. M. Cuesta.

1 La teoría de la armonía tonal fue precedida por otra de enfoque interválico, no acórdico, que es la que mejor da cuenta de la práctica del contrapunto: conserva plenamente su valor descriptivo para aquella práctica, pero ya no su fuerza prescriptiva para la práctica actual.

2 Por cierto, Rameau y Rousseau se enfrentaron duramente sobre estas cuestiones en el marco de la querelle des buffons.

Dañar, incumplir y reparar

Подняться наверх