Читать книгу Dañar, incumplir y reparar - Juan Antonio García Amado - Страница 12
ОглавлениеI. EL ESTADO DE LA CUESTIÓN. JUSTICIA CORRECTIVA CONTRA ANÁLISIS ECONÓMICO DEL DERECHO
Una teoría general sobre el derecho de la responsabilidad por daño extracontractual o derecho de daños (como lo vamos a llamar aquí) puede plantearse con un afán descriptivo o con un propósito normativo. Si se trata de lo primero, se querrá poner de relieve el hilo conductor o la base conceptual, moral o hasta ontológica que subyace a esa rama de lo jurídico, lo explica y le da su sentido, tal como existe en las normas y se practica en los tribunales. No se pretenderá construir modelos ideales, sino retratar el esqueleto común del vigente derecho de daños. Si la finalidad de la teoría es normativa, se buscará también construir un modelo, pero uno ideal, sobre la base del valor que, en el fondo, deba dar orientación y sentido al derecho de daños y con el fin de contrastar el derecho vigente con ese parámetro normativo.
El mayor obstáculo para una teoría general de corte descriptivo se halla en la heterogeneidad de supuestos que el derecho de daños abarca, en el riesgo de que aparezcan partes de tal derecho que no encajen en ese patrón con el que se quiere dar cuenta de la esencia de esa rama de lo jurídico1. Si de una teoría normativa hablamos, nos topamos con un inconveniente similar, como es lo difícil que resulta cotejar la gran variedad de supuestos con un modelo ideal único y abarcador2.
Si lo que doctrinalmente se quiere, en un nivel algo más abstracto, es dar cuenta del fundamento teórico o filosófico del derecho de daños, los problemas son similares. Ese fundamento que se proponga debería cuadrar sin distorsiones con los variadísimos campos del derecho de la responsabilidad civil extracontractual y no tendría que quedar al margen de ese campo jurídico ninguno de los supuestos para los que, de acuerdo con ese fundamento, deba operar el derecho de daños.
Las dos doctrinas que con más vigor se oponen a la hora de justificar el derecho de daños, y muy en especial el de la responsabilidad civil extracontractual, son la escuela llamada del análisis económico del derecho y la doctrina de la justicia correctiva3.
Para el análisis económico del derecho, al derecho de daños le da sentido una función, cual es la de minimizar todo lo posible los costes de los accidentes. La perspectiva es macro, por así decir, en el sentido de que no importa ante todo la justicia que se haga a dañado o dañador, sino que sea lo más baja posible la suma del coste de todos los accidentes y de todas las medidas de prevención de accidentes. Es decir, el fin del sistema sería llegar a una situación óptima en que ninguna medida jurídica pueda ya hacer que los accidentes cuesten menos, sumando los costes de los accidentes habidos y los costes de prevención de los accidentes y de sus costes4. En la interacción social nos causamos daños unos a otros y esos daños suponen pérdidas y costes, pérdidas y costes que consumen recursos económicos. Por tanto, a menos accidentes y daños, menos costes. El objetivo del derecho en general es reducir costes, y el derecho de daños lo consigue a base de imputar los costes del daño a aquel al que más barato le resultaría prevenirlo5. Lo determinante no es ni la justicia en la relación interpersonal entre dañador y dañado ni la justa distribución social de bienes, sino la eficiencia en la prevención social de costes, la maximización de los recursos disponibles6 para fines distintos de la reparación de daños que habrían podido evitarse o sufrirse a un “precio” más bajo. Además, el que la indemnización que deba pagar aquel al que más barato le habría resultado prevenir el accidente vaya precisamente al dañado no es tampoco algo que se tome como una exigencia de la justicia, sino como un requisito de eficiencia, pues de esa manera se incentiva a los dañados para que demanden, y así se ahorra el Estado sus propias acciones para animar a los potenciales dañadores para que prevengan los posibles daños7.
En palabras de Rosenkrantz,
“[E]l Análisis Económico del Derecho (AED) es el desafío más radical a la idea que la responsabilidad por culpa debe ocupar el lugar del principio ‘general y supletorio’ de la responsabilidad civil. El AED considera que el objetivo de la responsabilidad civil no es responder apropiadamente a acciones reprochables, ni realizar la lógica inmanente de la relación que se crea entre quien causa un daño y quien lo sufre, ni rescatar nuestra dignidad como agentes intencionales (la que se vería afectada si tuviéramos la obligación de compensar los daños que causamos sin intención de dañar, o al menos, sin intención de actuar con desaprensión respecto de los intereses y derechos de otro) sino, mucho más prosaicamente, minimizar el costo de los accidentes (o, más elaboradamente, minimizar la suma del costo de los accidentes y los costos de su evitación). Consiguientemente, para el AED la culpa sólo debe tenerse en cuenta en un sistema de responsabilidad civil, si acaso, cuando ello fuera funcional al ideal que la informa. En otras palabras, para el AED la infracción de un estándar de cuidado puede constituirse en un prerrequisito de la obligación de compensar siempre que ello haga más probable que imponiendo dicho prerrequisito los costos sociales disminuyan y los beneficios sociales aumenten” (Rosenkrantz, 2008, p. 294).
Así pues, para la corriente del análisis económico del derecho el daño no importa propiamente como afectación negativa del interés de un individuo o como merma de su bienestar en algún aspecto, sino por lo que supone de coste que incide en la eficiencia económica del sistema social en su conjunto. Consiguientemente, la razón de ser del derecho de daños está en procurar la disminución de los costes de los accidentes o desgracias a base de incentivar a los sujetos para que tomen las medidas precautorias correspondientes y de hacer que con el coste del daño cargue aquel al que le salga más “barato” evitarlo8. El derecho de daños será tanto más eficiente cuanto mayor sea su efecto preventivo (cuanto más funcione como incentivo para que los potenciales dañados y dañadores inviertan para prevenir los daños y aminorar sus costes) y cuanto más bajos sean los costes de los daños que acontezcan9.
Imaginemos que hay un tipo de daños que suelen causar los miembros de un grupo A a los miembros de un grupo B. El coste promedio de los daños para los B es de 5 y el coste para los B de prevenir esos daños sería de 4. Por su parte, el coste que para los A supondría prevenir la causación de dichos daños por ellos mismos sería de 3. Según ese elemental esquema, habría que imputar el coste del daño a los A, porque para ellos es más barato prevenir el daño de lo que es para los B asumirlo o precaverse frente a él. Pero imaginemos ahora que hay un pequeño grupo, los C, y que cada miembro del grupo C tiene un millón. Y supóngase que el daño puede evitarse o sanarse quitando a un C dos unidades de lo suyo cada vez que acontezca uno de aquellos daños causados por los A a los B. En términos de eficiencia económica, tendríamos ahí una excelente razón para imputar a los C los costes de esos daños, aunque no hayan tenido arte ni parte en su producción. Si nos repugna esa solución es probablemente por alguna razón vinculada a un sentimiento de justicia. Desde los planteamientos de justicia correctiva, diríase que es por algo relacionado con la justicia por lo que no tomamos por incondicionado el criterio de eficiencia económica y restringimos a dañador y dañado el margen para la imputación de los costes del daño. Pero bajo tal óptica nos resultará difícil justificar aquellos supuestos, no tan escasos, en los que hay daño y dañador y, sin embargo, se ponen en marcha mecanismos de distribución de costes entre los que no han dañado.
Por su lado, para las doctrinas de la justicia correctiva de lo que se trata es de que por el responsable sea compensado todo daño que él a otro ha causado, en el entendimiento de que daño será toda pérdida que la acción indebida o ilícita (wrong) de uno cause a otro10, de manera que le provoca a este unas pérdidas que hacen que, de resultas de aquella acción, tal dañado pase a tener menos de lo que tenía. A veces se insiste también en que se trata de corregir la ganancia ilícita que con su acción el dañador obtuvo11.
Se insiste a menudo en el carácter formalista de dichos enfoques de justicia correctiva, ya que, como fácilmente se aprecia, no pretenden proteger una distribución justa, sino cualquier distribución vigente. Ahí está la base para la independencia completa entre justicia correctiva y justicia distributiva que subrayan con gran énfasis los autores de tal corriente12. Esto se suele explicar forzando el razonamiento, a efectos didácticos, con ejemplos así: si, mismamente en España, una de las personas más pobres del país atropella con su bicicleta a uno de los españoles más ricos (pongamos que a Amancio Ortega) y le causa en su precioso maletín de cuero un daño valorado en dos mil euros, ante la demanda del dañado rico deberá ese dañador pobre indemnizarlo con el valor del daño, los dos mil euros, de modo que cada uno siga teniendo después lo que antes del accidente tenía, nos parezca justo o injusto el modo cómo entre uno y otro la riqueza está distribuida.
II. TESIS: EL DERECHO DE DAÑOS COMO PROTECCIÓN DE LAS REGLAS DE DISTRIBUCIÓN VIGENTES
Mi tesis aquí es que la función o justificación del derecho de daños ni consiste en reducir en lo posible los costes económicos de los accidentes ni se halla en servir a ese modelo de justicia llamada correctiva. El enfoque que me parece preferente es uno propiamente funcional y vendría a mostrar que lo que el derecho de daños ampara es el orden social, y lo hace impidiendo que los individuos puedan tomarse por su cuenta el poder de alterar las distribuciones vigentes, cualesquiera que estas sean, enmendando así los mecanismos operantes para la asignación de bienes entre las personas. El derecho de daños sería un esquema normativo de protección del vigente orden normativo de distribución. No se pretende amparar al sujeto dañado para que siga teniendo lo que antes tenía porque sea justo que lo tenga o porque resulte injusto que haya sido privado de ello, sino que es la norma distributiva misma la que es salvaguardada y es la vigencia de esa distribución general lo que se respalda. En ese sentido, el derecho de daños no sería tributario de la justicia de la distribución, sino de la vigencia de la norma distributiva13.
Imaginemos que A tiene cinco coches de lujo y B nada más que tiene una bicicleta, pues carece de recursos económicos para comprar un vehículo más caro. Ahora pongamos dos situaciones. Situación 1: B, por descuido, salta un semáforo en rojo y causa con su bicicleta en el coche de A daños por valor de cien euros. Situación 2: A, por descuido, salta un semáforo en rojo y causa en la bicicleta de B daños por valor de cien euros. El derecho de daños impone en ambas situaciones idéntica obligación al dañador, sea uno o sea otro, la obligación de indemnizar por el valor del daño, cien euros. Para A los cien euros apenas significan nada, mientras que para B representan mucho, mas esa diferencia no la toma en cuenta el derecho de daños. ¿Por qué? Por lo siguiente:
a) Porque el derecho de daños no se ocupa de imponer reglas de distribución, sino que opera asumiendo las que de hecho rijan en la respectiva sociedad.
b) Porque el derecho de daños no está condicionado por un juicio previo sobre la justicia de las reglas de distribución vigentes, ya que tal debate se desarrolla en otro ámbito teórico y práctico, no en el del derecho de daños; de modo similar a como el Derecho penal, al sancionar el robo, no se ocupa de si los vigentes repartos de la propiedad son justos o no.
c) Porque el derecho de daños se justifica como instrumento para evitar que en las relaciones interpersonales ordinarias se alteren los repartos vigentes por vías no consensuales, pues el daño es una pérdida que a otro se le causa sin su consentimiento.
Dicho de otro modo, mediante el derecho de la responsabilidad por daño extracontractual no se refuerzan los resultados de la distribución vigente, sino las vigentes normas de distribución o, por mejor decir tal vez, la mecánica normativa de la distribución. No se trata de que la distribución vigente se tenga por justa y que por eso se salvaguarden sus resultados, sino de que se estima socialmente perjudicial que los particulares puedan, mediante su conducta individual, reemplazar la norma de distribución por su propia pauta personal. Si el pobre debe indemnizar al pudiente por el valor del maletín de piel que le dañó no es porque sea justo que el pobre se empobrezca más para que el otro siga siendo igual de rico que era antes, con su maletín y todo, sino porque el que unos alteren el orden distributivo es fuente de inseguridad y desorden, tanto si es el pobre el que modifica la distribución dañando al rico, como si ocurre a la inversa. La justicia distributiva, como objetivo social, requiere reglas generales de distribución generalmente aplicadas y respetadas; por definición la justicia distributiva no se impone a golpe de acción individual dañosa de situaciones individuales14.
Además, los individuos permanecen como iguales en dignidad y consideración básica si ninguno de ellos tiene respecto de las normas comunes una posición de privilegio consistente en poder descomponer los resultados de su aplicación general. Si, por ejemplo, en un grupo de personas rige la norma de que cada uno ha de poder comer en proporción a su estatura y conforme a ese baremo se produce el reparto de la comida, pero uno de ese grupo puede intencionadamente o por descuido destruir una parte de la comida de otro y no está obligado a recomponer el reparto roto, ese que dañó y no compensó se coloca por encima de aquella regla de reparto, ya que puede “válidamente” modificar sus resultados. Es, en suma, la igualdad de los ciudadanos ante la norma vigente de distribución, la que sea, la que está garantizando el derecho de daños15.
Volvamos al ejemplo de antes, en el que A tiene 10 y B tiene 50. En un marco de vida social mínimamente organizada con base en unas normas intersubjetivamente operantes, habrá siempre unas normas reguladoras de la distribución posible de bienes entre los integrantes de la sociedad. Normalmente dichas normas no dirán cuánto puede o debe cada uno tener, sino cómo puede cada cual adquirir legítimamente lo que vaya a tener y cuánto se puede a cada uno, conforme a normas generales, detraer de lo que legítimamente ha obtenido (por ejemplo, por vía de políticas fiscales) o dar a cada uno complementariamente a los que ha obtenido.
A tenor de tales normas, que llamaremos normas de distribución de bienes, lo que alguien tenga en cada momento puede resultar lícito o ilícito. Ante la tenencia ilícita, los sistemas jurídicos reaccionan con normas sancionadoras, sean penales o administrativas, y con normas de restitución, como pueda ser en el caso de la restitución de lo robado o de lo ilícitamente logrado, como ocurre, por ejemplo, el caso de la restitución de lo indebidamente cobrado o del enriquecimiento injusto, entre otros muchos supuestos. Todas las normas que ahí encajan tienen la misión de proteger los mecanismos válidos de adquisición y transmisión de bienes y de sancionar las vías ilícitas de obtención de bienes.
A esas normas propiamente sancionadoras se agregan las de la responsabilidad por daño extracontractual, y muy en particular aquellas que mandan reparar el daño causado con dolo o falta del debido cuidado. A no robó a B ni se apropió indebidamente de algo que era de B o que a B debía haber correspondido, sino que provocó a B una pérdida de 2 unidades de las 50 que B tenía. En A faltan elementos constitutivos del ilícito penal o administrativo y no procede, por tanto, castigarlo quitándole algo de las 10 unidades que A tiene. Adicionalmente, A no se ha beneficiado de ninguna manera del daño de B, nada ha sumado A a sus bienes de resultas de su acción dañosa para B16. Lo que sí ha hecho A es descomponer la distribución vigente antes de su acción dañosa, pues B tenía legítimamente 50 y ahora tiene 48.
¿Dónde está la razón para que A deba compensar a B por esa pérdida de dos unidades, y, en especial, para que deba hacerlo, aunque sea grande la diferencia en bienes entre A, que es pobre, y B, que es rico? ¿Por qué la indiferencia del derecho de daños a los balances concretos de la justicia distributiva? Mi tesis es la siguiente: porque si el sistema social o jurídico-político permite que alguien pueda deshacer la distribución vigente y tenida por legítima según las reglas generales operantes en la respectiva sociedad, se estaría permitiendo que los ciudadanos se tomen la justicia por su mano o que las acciones de los ciudadanos no intencionadas o intencionadas operen de hecho como mecanismo corrector de las normas generales de distribución. En otras palabras, si para que A tenga que indemnizar a B por el daño que le causó hubiéramos de establecer previamente que es distributivamente justo que A sea privado de 2 de sus 10 para recomponer las 50 que B tenía, sería lo mismo que si dijéramos que todo sujeto tiene derecho a dañar a otro siempre que la situación entre los dos resultante sea distributivamente justa, ya sea porque el que tiene más deja de tener parte de lo que tenía, ya porque el que tiene menos pasa a tener más de lo que tenía. Los sistemas jurídicos prevén mecanismos para quitar al que tiene lo que se considere indebido, o más de lo debido, o para dar alguna cantidad al que tiene menos de lo debido o de lo que necesita, pero entre esos mecanismos no se halla la apropiación individual o la causación individual de pérdidas a otro distributivamente justificada.
La subordinación del derecho de daños a la justicia distributiva conduciría a que solamente hubiera que indemnizar para restablecer entre los sujetos situaciones relativas no distributivamente injustas, y por eso a menudo no tendría por qué indemnizar el muy pobre al muy rico, aunque lo hubiera dañado con su conducta. Si desde el punto de vista de la justicia distributiva la situación que del daño resulta es más justa que la situación anterior al daño, no habría razón para indemnizar17. Pero no es así como en los sistemas jurídicos que conocemos opera el derecho de daños, por lo que observamos su independencia de la justicia distributiva.
Un derecho de daños que filtre la responsabilidad para imponerla solamente cuando la situación resultante del daño sea incompatible con la justicia distributiva y cuando la situación proveniente de la indemnización sea compatible con la justicia distributiva vendría a equivaler a nombrar a los ciudadanos particulares como agentes de la justa distribución, una especie de para-agentes estatales o sancionadores cuasioficiales. Si tal se hace con el respaldo de las instituciones jurídicas, dicha medida es ociosa, pues bastará que las instituciones jurídicas y jurídico-políticas velen por el buen funcionamiento de los mecanismos vigentes de distribución y para nada hará falta ese empoderamiento de los ciudadanos dañadores como agentes protectores de las normas distributivas; y si lo que se hace es simplemente dar poder a los ciudadanos para que, cada cual por su cuenta y según su saber y entender, se encarguen de corregir las distribuciones que consideren injustas, se estará introduciendo en el sistema un elemento de fuerte desorden, poco menos que de anarquía.
En suma, lo que hace que A tenga que indemnizar a B por el daño que le causó no es ni la justicia correctiva ni la justicia distributiva, sino la defensa de la vigencia de la norma de distribución, sea la que sea en cada momento. Porque la discusión de la legitimidad de la distribución no puede ni suele mezclarse con la discusión de la legitimidad de la acción individual, y menos con la dañosa de otro.
III. LA TESIS DE PAPAYANNIS. SOBRE LOS DERECHOS DE INDEMNIDAD COMO FUNDAMENTO DEL DERECHO DE DAÑOS
Diego Papayannis ha desarrollado una sugerente teoría sobre los derechos de indemnidad como base del derecho de daños. Quisiera ahora indicar algunas diferencias entre mi planteamiento y el de Papayannis.
Papayannis resalta que “las reglas de responsabilidad distribuyen recursos entre los miembros de la comunidad” (2013, p. 115). En lo que al derecho de la responsabilidad extracontractual, al menos, se refiere, esta afirmación puede tenerse por cierta, pero necesita algún matiz. Esas reglas distribuyen recursos en el sentido de que recomponen previas distribuciones rotas por causa de la acción dañosa de uno en perjuicio de otro. La acción dañosa de A provocó a B una pérdida evaluable en 3 y A tiene que indemnizar a B en 3, de manera que vuelva B a la situación anterior. Pero las reglas de responsabilidad no distribuyen recursos en el sentido de que se orienten a lograr una distribución justa de los recursos; o, incluso, una distribución nueva de los recursos. Por eso son independientes de la justicia distributiva, en cuanto que su funcionamiento no está de ninguna manera condicionado por un juicio sobre la justicia de la distribución de bienes entre A y B, entre dañador y dañado, sea antes o sea después de la acción dañosa.
Según Papayannis, las reglas de responsabilidad reparten lo que llama “derechos y deberes de indemnidad”, entendiendo por tales “derechos a no ser dañado de ciertas maneras y deberes correlativos de no dañar” (2013, p. 115). Añade que “El contenido de los derechos y deberes de indemnidad está dado por el conjunto de reglas que integran el derecho de daños” (2013, p. 115) y el fin último de esos derechos de indemnidad que el derecho de daños protege estaría en “garantizar algún espacio de autonomía a los individuos” (Papayannis, 2013, p. 116). Los derechos de indemnidad “son bienes primarios, y deben servir a los individuos para desarrollar un plan de vida razonable” (Papayannis, 2013, p. 117). Esos derechos de indemnidad “incluyen el derecho a ser compensado cuando el daño se produce”, pues “Sólo la compensación mantiene a la víctima en un nivel estable de recursos que le permite continuar con su plan de vida como si la interacción no hubiese tenido lugar (el menos en el caso ideal)” (Papayannis 2013, p. 118).
Así pues, tenemos unos derechos primarios, como puedan ser el derecho a la integridad física o a la propiedad. Con los bienes primarios que nos aseguran esos derechos podemos construir nuestros planes de vida. Cuando el daño nos arrebata alguna parte de esos bienes primarios, se merma nuestra autonomía para forjar nuestros planes de vida con lo que tenemos, y por eso nace nuestro derecho a ser compensados18, que es, así, un derecho de indemnidad. Los derechos de indemnidad “son componentes de otros derechos, como la propiedad y la integridad física, y mientras más amplia sea nuestra indemnidad en esos ámbitos, más amplio será el derecho principal” (Papayannis, 2014, p. 323).
Creo que lo anterior plantea ya algún problema. Cada uno sería autónomo en cuanto titular de sus derechos primarios, en el sentido de que cada uno con lo suyo puede hacer lo que quiera, y en eso consiste la autonomía. Bajo esa óptica, tan autónomo es el que tiene diez como el que tiene mil, siempre y cuando que a cada uno se le permita trazar sus respectivos planes con eso que tiene cada uno. Pero los planes no podrán ser iguales, y en ese sentido es cierto que autónomos son ambos, pero lo son diferentemente, ya que lo que está al alcance de uno al otro no le es posible. A nada más que puede proponerse comprar una bicicleta o no comprarla, mientras que B puede plantearse, además de comprar una bicicleta, comprar diez coches de lujo o un yate. Si decimos que el derecho de daños, que por igual obliga a indemnizar cualquier daño que sufra uno u otro, aunque sean daños potencialmente muy desiguales (a B se le podrá dañar por el valor de su caro yate, cosa que no es posible con A), es un derecho que protege la indemnidad del uno y el otro, estaremos afirmando que el derecho a la indemnidad es idéntico entre personas que son titulares de derechos primarios muy diferentes o, mejor dicho quizá, de cantidades muy diferentes de sus derechos primarios. Al que tiene uno solamente se le puede quitar uno como máximo, y al que tienen mil millones se le puede quitar como máximo esa cantidad, pero el derecho de indemnidad de uno y otro sería idéntico, en cuanto que ante el derecho de daños es idéntica su posición formal: a cada cual hay que indemnizarlo por el daño que padezca, ya que a cada uno con el daño se le arrebató su respectiva cuota de autonomía. Pero esa autonomía parece por completo independiente de la utilidad marginal que para cada cual tenga la cantidad perdida debido al daño.
Para Papayannis, el derecho de daños respalda derechos primarios como componentes del plan de vida de cada sujeto, ofreciendo así un derecho de indemnidad cuyo contenido vendría a ser el de que cada quien tiene derecho a hacer con lo suyo sus planes de vida, sin que de lo suyo se le arrebate nada mediante conductas dañosas y limitando así sus propósitos. Parece que, para Papayannis, cada sujeto tiene unos derechos básicos (vida, integridad física, propiedad, etc., etc.) que le permiten ser autónomo y desarrollar sus propios proyectos vitales y, adicionalmente, cada cual tiene una especie de metaderecho o supraderecho que consiste en el derecho a disfrutar esos derechos al margen de las interferencias ajenas. A eso llama Papayannis derechos (y deberes) de indemnidad. Todo ataque a los derechos de indemnidad es injusto porque es un ataque a alguno de aquellos derechos primarios o básicos, y la función o justificación del derecho de daños está precisamente en la protección de ese derecho de indemnidad. Es más, hay ahí, según Papayannis, un espacio en el que efectivamente opera la justicia correctiva, pues vemos que cuando por la acción de un sujeto es dañado un derecho primario de otro, es aquel sujeto dañador el llamado a indemnizar y parece justo que sea él y no cualquier otro. Esto es así porque, en palabras del citado autor, “En sus interacciones privadas, los individuos no deben utilizar los recursos de otro sin su consentimiento. Es decir, el principio prohíbe el uso de derechos ajenos para la consecución de los propios fines; por ello, toda interacción debe ser respetuosa de los derechos de indemnidad. Cuando un individuo daña a otro hace precisamente lo que el principio reprueba: emplea los recursos de la víctima como un medio para llevar adelante su propio plan de vida” (2013, p. 118).
Es extraordinariamente sugerente el planteamiento de Papayannis, pero en mi opinión tiene el inconveniente de que ni da cuenta de todos los daños a los que el derecho de daños se aplica, ni explica por qué ciertos daños que lo son quedan al margen y no dan pie a responsabilidad y a la consiguiente reparación.
Por un lado, parece dudoso que la acción que causa muchos de los daños por los que se imputa responsabilidad pueda ser bien descrita como utilización de los recursos ajenos, salvo en sentido metafórico o figurado. Si yo conduzco mi coche con algo de descuido y provoco un daño en el coche de otra persona, afecto negativamente a su derecho sobre su coche, sin duda, pero no sé si queda bien reflejado lo que ha sucedido al decir que he utilizado su coche para mis fines. Y, por otro lado, si yo con añagazas de cualquier tipo consigo que una persona se gaste gran parte de su dinero en hacerme costosos regalos a mí, desviando así el dinero que necesitaría para hacer frente al cuidado y alimento de sus hijos, que pasan hambre y privaciones por esa causa, yo provoco un daño, pero me parece que no cabría imputarme responsabilidad. O más claramente todavía, si regalo a un amigo dosis de una droga fuertemente adictiva (mismamente, tabaco) hasta que se hace de ella dependiente y empieza a comprarla él para calmar su dependencia, arruinándose económicamente primero y echando a perder poco a poco su salud, yo soy moralmente responsable y soy causante de que su libertad y su salud y unos cuantos más de sus derechos más básicos se echen a perder, pero creo que el sistema jurídico no me imputaría responsabilidad por tales perjuicios.
Mi tesis es que simplemente lo que el derecho de daños resguarda es la distribución vigente de bienes o de derechos, si así se prefiere llamar. Y por eso constatamos que los mecanismos y esquemas del derecho de daños son básicamente los mismos allí donde mayoritariamente consideramos que hay una justa distribución de derechos primarios y allí donde, a tenor de la justicia distributiva, nos parece muy injusta esa distribución. En un Estado en el que los negros o las mujeres no puedan tener o administrar propiedades inmuebles en la misma medida que los blancos o los varones, el derecho de daños funcionará igual, como la historia nos ha enseñado sobradamente, funcionará haciendo que cada cual, hombre o mujer, blanco o negro, deba ser indemnizado por el daño que en su propiedad sufrió bajo ciertas circunstancias normativamente definidas como daño, y eso con independencia de que resulte tan sumamente injusto el modo como el reparto de los derechos de propiedad se regula.
Es imaginable un Estado que admita la esclavitud humana y en el que el daño a un esclavo cuente como daño indemnizable al derecho de propiedad del amo del esclavo, por mucho que a cualquier persona de bien le parezca que hay una extraordinaria injusticia en el modo en que se reparten en ese Estado los derechos entre las personas.
Para Papayannis, el derecho de daños es “una de las formas de establecer, por medio de las reglas sustantivas de responsabilidad, los derechos y deberes de indemnidad de las partes” (2014, p. 319)19. En consecuencia, el derecho de la responsabilidad extracontractual gira en torno a la protección de derechos y, por tanto, “Los derechos de indemnidad, entonces, son parte de los bienes primarios que han de distribuirse entre los miembros de la comunidad” (Papayannis, 2014, p. 319). Pero, a mi juicio, si esto fuera así, todas las afectaciones gravemente negativas de esos derechos de indemnidad debidas a la acción causal (al menos a la intencionada o falta de la debida diligencia) de otro deberían dar lugar a responsabilidad como obligación de compensar. Pero ese no es el caso. Creo, pues, y como vengo sosteniendo, que con la responsabilidad extracontractual no se trata de dar una vuelta de tuerca más a la indemnidad de ciertos derechos como tales, sino de reforzar la vigencia general de las reglas de distribución que en cada momento operen, sean cuales sean los derechos que estas repartan y sea cual sea el modo en que los repartan. Por eso, derecho de daños puede haber y hay en cualquier tipo de Estado con cualquier tipo de distribución, hasta la más injusta, y no solamente en aquellos que reconocen y protegen los derechos esenciales para el ejercicio adecuado de la autonomía individual.
Opino también que ahí puede estar la explicación para la desconcertante selección de daños que el derecho de daños lleva a cabo, como traté de mostrar con los ejemplos de hace un momento. No toda merma de derechos de indemnidad, de derechos tan básicos para los planes individuales de vida como la libertad, la integridad física o la propiedad, debida a la acción dolosa o culpable de otro, da ocasión a la puesta en marcha de la mecánica de la responsabilidad por daño extracontractual, sino únicamente aquella merma de tales derechos que vaya acompañada de otro elemento: la conducta causante pone en cuestión la vigente regla de distribución de bienes y derechos y la reemplaza por una alternativa que es de cosecha del agente dañador, por así decir. Causalmente no hay gran diferencia entre que yo destruya los bienes que mi conciudadano tiene para atender al alimento de sus hijos o que yo lo engatuse a él para que les prenda fuego por su cuenta o me los regale a mí, pues en ambas tesituras provoco que sus hijos se queden sin el sustento. Pero en un caso yo actúo directamente sobre lo que él tiene y altero directamente la distribución establecida entre nosotros, mientras que en el otro caso mi acción pone en marcha una causa válida de modificación de las distribuciones, como es la propia acción del titular de los bienes en cuestión.
Sea como sea, me parece que las diferencias prácticas o de fondo entre la tesis de Papayannis y la que aquí defiendo son más bien escasas y, todo lo más, podremos cotejar su poder explicativo y el valor de cada una como fuente de una explicación sistemática del derecho de daños. Papayannis subraya que “Sin un esquema de derechos y deberes de indemnidad no existiría una interacción razonable que permita a los miembros de la comunidad desarrollarse plenamente” (2014, p. 320). Yo preferiría decirlo de este otro modo: sin un esquema de reglas de distribución eficaces e impuestas con carácter general, no es posible la interacción social. Esa interacción social se vuelve anárquica e imposible cuando la acción individual sobre la porción de bienes y derechos que a otro corresponde puede ser modificada por la pura acción particular de un sujeto que daña eso que es del otro, destruyéndolo, deteriorándolo, haciendo que mengüe su valor, etc. Cuando alguien me tiene que indemnizar porque dañó mi coche al chocar contra él con el coche suyo, no es principalmente porque así se refuerza mi derecho sobre mi coche o se hace homenaje a mi autonomía para tener el coche en pleno rendimiento y poder usarlo como yo quiera, desarrollando de esa manera mis planes de vida, sino porque el coche es mío y lo es con arreglo a las normas de distribución colectivamente vigentes, distribuyan esas normas como distribuyan los coches o cualquier otra cosa y por el mero hecho de que, según esa distribución, el coche me correspondía a mí.
Es perfectamente posible una interacción social con una pésima asignación y distribución de derechos de indemnidad, por ejemplo en una sociedad esclavista u horriblemente machista, como tantas que hemos conocido o todavía vemos. Lo que no cabe es interacción social mínimamente eficiente allí donde cada uno puede alterar con su mera conducta los resultados de la distribución. Que yo con mi coche y por causa de mi impericia le cause a un coche de Amancio Ortega o de Bill Gates o de Carlos Slim un desperfecto de quinientos euros no modifica ni un ápice la indemnidad, la autonomía o la capacidad de cualquiera de esos señores para elaborar y cumplir sus planes de vida. Pero resulta que el coche es suyo y a mí no me está permitido, sin su consentimiento, ni quitárselo ni deteriorarlo haciendo que disminuya su valor, y eso no en consideración a su derecho de propiedad, sino a la norma que le asigna la propiedad del coche. Porque si alguien puede destruir lo que la norma distributiva asigna como propiedad de otro, la norma distributiva en cuestión ha perdido su vigencia general y estaría siendo sustituida por otra que, a los efectos, vendría tácitamente a decir algo así como esto: a tenor de las normas vigentes de asignación de propiedad, cada cosa es propiedad de aquel al que según esas normas le corresponde, salvo que otro se la quite o se la destruya. En esa sociedad habría desaparecido la regulación de la propiedad.
Insisto en que no es tan grande la diferencia con Papayannis, porque este explica que no puede controvertirse la tesis de que “los derechos de indemnidad son una cuestión de justicia distributiva” (2014, p. 321), puesto que de justicia distributiva es la correspondiente decisión de repartir unos u otros derechos y de una u otra manera.
Es al Estado al que corresponde la distribución y es el Estado el que mediante las regulaciones del derecho de la responsabilidad por daño la respalda20, además de por otras vías, empezando por las penales. No es que el Estado se rinda ante los requerimientos insoslayables de la justicia correctiva y ponga su aparato coactivo en marcha a fin de que quien dañó injustamente a otro lo indemnice y recomponga el equilibro entre ellos roto. No es eso, sino que el Estado está defendiendo su propio orden básico, la distribución vigente, a base de otorgar al dañado la acción procesal para que, si quiere21, fuerce, mediante la indemnización, la recomposición de los resultados de la regla ignorada, y con cargo al que la ignoró22. Es en ese sentido en el que seguramente hay bastante razón en al menos una parte de la llamada teoría del “civil recourse” que sostienen Goldberg y Zipursky23.
El imperio ilimitado de la justicia correctiva daría cuenta de la vigencia irrestricta de la prohibición de dañar, del naeminem laedere. Pero no es así, ya que de todos los daños que unos a otros nos causamos en la convivencia ordinaria, incluso de mala fe y con el más frío designio, solo una parte muy mínima es tenida en cuenta por el derecho de daños: solo aquellos que ponen en cuestión una regla básica de distribución social24.
Papayannis afirma que “la violación de un derecho primario hace nacer un derecho secundario a la compensación” (2014, p. 332). Pero, en mi opinión, la vulneración de un derecho del dañador no es ni condición suficiente ni condición necesaria para que se impute responsabilidad y consiguiente deber de compensación. Ni siempre que se violan derechos, incluso derechos muy importantes para la autonomía y el plan de vida de los ciudadanos, ha lugar a compensación, ni siempre que hay compensación se puede identificar plenamente un concreto derecho violado del dañador, salvo que recurramos a esa especie de tautología de que siempre que hay daño es porque se ha vulnerado el deber de no dañar de uno y el derecho a no ser dañado de otro.
IV. LA CUESTIÓN DE LOS DAÑOS MORALES Y, EN GENERAL, DE LOS DAÑOS NO ECONÓMICOS
Hasta aquí puede dar la impresión de que, al hablar de que el fundamento último del derecho de daños está en la protección de las reglas de distribución y de su vigencia general, estamos aludiendo únicamente a la propiedad o cualesquiera medios de naturaleza económica. Tal enfoque dejaría al margen aquellos casos en que el derecho de la responsabilidad extracontractual reacciona ante el daño a bienes de la personalidad o de naturaleza moral, como puedan ser, paradigmáticamente, los llamados daños morales. Ante esa posible objeción no estarán de más un par de observaciones.
En primer lugar, se debe mencionar que es el propio derecho de daños el que hace la traducción económica de esos derechos morales. Podría pensarse, por ejemplo, en que la reparación a favor del que ha sido dañado en su honor consistiera en que el otro tuviera que desmentir cien veces en público y en voz bien alta la información falsa o el juicio malévolo que sobre el otro hizo. Medidas así se imponen a veces como penas accesorias para delitos contra el honor, pero no en el campo de la responsabilidad civil, en el que siempre es una compensación dineraria lo que se decide cuando se ha establecido que existió daño. Por consiguiente, si admitimos que a la justicia distributiva concierne lo referido a la distribución social de recursos económicos, esas transferencias económicas que el derecho de la responsabilidad impone incluso en los casos de daños puramente morales algo han de tener que ver con la justicia distributiva25.
En segundo lugar, y como se deriva también de planteamientos como el de Papayannis, no hay por qué entender que la justicia distributiva versa solamente o principalmente sobre los repartos de recursos económicos, de dinero, propiedades o bienes para los que se pueda fijar con facilidad un precio. Como ha quedado definitivamente claro desde la obra fundamental de John Rawls el siglo pasado, la justicia social o justicia distributiva se ocupa de la distribución de beneficios o bienes de cualquier tipo, empezando por algunos tan intangibles como pueda ser la libertad, en sus variadas manifestaciones. Cuando las normas jurídicas en una sociedad vigentes determinan quién puede o no gobernar su propia vida, quién puede o no expresarse libremente o con qué límites para cada cual, quién puede ser propietario de ciertos bienes o gestionar sus propiedades, quién puede moverse con libertad dentro de las fronteras del Estado o rebasándolas, etc., asistimos a los repartos sociales básicos y nos ubicamos en el campo propio de la denominada justicia distributiva.
Así que cuando un individuo altera dañinamente los resultados de aplicar una de esas normas, está atacando no solo el contenido del correspondiente derecho del dañado, sino también la vigencia de la norma misma que reparte el derecho de que se trate. Si yo, como cualquier ciudadano español, tengo reconocido mi derecho a moverme libremente dentro del territorio nacional o a expresar mis opiniones políticas y otro sujeto me impide por la fuerza desplazarme a otra ciudad según mi deseo o me castiga por discutir las tesis del partido político gobernante, viene a ser como si ese individuo, con ese daño que a mí me causa, estuviera además con carácter general diciendo que no vale con carácter general ninguna de aquellas dos normas que reconocen esos dos derechos. Precisamente, cuando, ante daños tales, el derecho de la responsabilidad manda recomponer la situación o su equivalente en valor económico, está reafirmando la pauta distributiva vigente frente a quien con su conducta dañosa la puso en solfa.
Tanto los intentos de vincular el derecho de daños a los esquemas de la justicia distributiva como mi tesis sobre el fundamento del derecho de daños en cuanto herramienta que tiene su razón de ser en la protección de las normas de reparto socialmente establecidas pueden tener fácil acomodo cuando hablamos de daños a la propiedad o daños directamente económicos o con inmediata y evidente traducción económica. Más difícil puede resultar cuando se trata de daños puramente personales. Por poner un ejemplo, de entre tantos posibles, pensemos en supuestos ligados a la reproducción, como cuando un error médico provoca la esterilidad de una mujer o cuando el fallo de un laboratorio hace que el embrión que mediante técnicas de fertilización in vitro se implanta a una mujer no sea el que se fertilizó en la clínica a partir del semen de su marido26.
Que el derecho de daños juegue en ese tipo de casos27 nos indica que, como tantos han dicho, protege también aspectos esenciales de la autonomía de las personas, derechos directamente relacionados con el ejercicio de la autonomía personal. Aquí no se trata de cómo en la sociedad en cuestión están repartidos los bienes materiales y del respeto a la regla de reparto de los mismos, sino de cómo se distribuye entre los individuos el ejercicio de la libertad personal o autonomía y de qué manera cada uno responde del ejercicio de la libertad suya y del daño a la esfera de libertad ajena.
Posiblemente habría que reflexionar acerca de cambios fundamentales en el derecho contemporáneo. Hasta hace un tiempo, se trazaba una nítida separación entre lo que podríamos llamar la suerte social y la suerte personal del individuo, lo relacionado con lo que también podría denominarse la suerte hacia afuera y la suerte hacia adentro. Un sujeto tenía ciertos bienes que, de una manera u otra, se disputaba con sus conciudadanos, y aquí entra todo lo que tiene que ver con el derecho de propiedad y con lo que tiene valor económico o con aquellos bienes de la personalidad cuya pérdida tiene inmediata o directa trascendencia económica28. Cuando, por la acción de otro (en particular la acción dolosa o negligente), el sujeto se ve privado de alguno de estos bienes, procede la compensación o indemnización, porque se ha roto un reparto socialmente garantizado. Esos repartos tienen su garantía última en el derecho penal y el derecho de daños.
Pero hay otros bienes que son, por así decir, no solo propios del sujeto, sino más íntimamente propios del mismo, en cuanto definitorios no de su propiedad, sino de su personalidad o de proyecciones de la misma, como la intimidad29, el honor, la imagen. Son bienes intangibles y que no tienen en sí un precio o valor económico, aunque pueda asignárseles por un acto dispositivo de un juez30. Respecto de este tipo de bienes se consideraba que obraba más la suerte, el azar, que reglas sociales de reparto. Sobre lo que es menos social y más personal cuenta más el aleas incontrolable o azaroso que el reparto deliberado. Por eso la garantía era menor, solo penal, si acaso, y por eso frente a los daños a ese tipo de bienes no actuaba el derecho de daños.
Esta evolución se aprecia mejor si la referimos directamente a la introducción de los daños morales en el derecho de daños. Pero probablemente se puede teorizar que tras la inclusión de la indemnización por los daños morales en cuanto pretium doloris, de compensación económica por el sufrimiento causado por determinadas desgracias personales, ha ido apareciendo una nueva división. En el derecho español se insertaron las indemnizaciones correspondientes en la categoría de daño moral31, ya convertida en cajón de sastre, pero en realidad ya no se trata de compensar por un sufrimiento, un dolor íntimo, un desgarro anímico, sino por un perjuicio personal no económico. Ahora se trata de perjuicios en expectativas vitales, en ilusiones, en grados de felicidad o bienestar personal. Ya no es que un cierto evento imputable a un tercero provoque una pérdida económica o un sufrimiento íntimo, un dolor derivado de la pérdida de algo que se tenía o se esperaba con certeza32 y se apreciaba mucho, sino que hay una frustración de una mera expectativa, una desilusión, un no consumarse de un plan vital, y aun cuando ni siquiera haya dolor o sufrimiento, solo contrariedad o desengaño.
Lo que ha pasado es que, en nombre de los derechos del individuo, de la dignidad individual y de los derechos de cada uno, la suerte personal se ha socializado. En el sentido de que el conjunto social se ha convertido en garante ya no solo de que cada cual conserve los bienes externos que le corresponden según las reglas de reparto vigentes, ya no solo las oportunidades vitales básicas ligadas a la satisfacción de ciertas necesidades primeras (educación, sanidad…; el ámbito de los llamados derechos sociales), sino que también se considera que la sociedad por entero, y el Estado en cuanto su cristalización jurídico-política, es garante de que cada cual alcance un grado mínimo de felicidad, de bienestar anímico, de satisfacción personal inmaterial. De esa manera, se han necesitado nuevas reglas de reparto o distribución de los elementos necesarios para asegurar ese patrimonio intangible y no directamente económico de cada uno, y por eso ha habido que extender no solo el derecho penal, sino que ante todo ha habido que expandir el derecho de daños para que cubra daños consistentes en frustración de expectativas personales, íntimas, unidas no al mantenimiento de lo que materialmente cada uno tiene, sino al logro de lo que cada uno quiere, dentro de ese campo de la felicidad o bienestar individual intangible: que cada uno quiera o no quiera hijos, por ejemplo.
La vida ya no es pura responsabilidad de cada quien con los medios materiales que le han tocado en suerte según unas pautas sociales de distribución aseguradas jurídicamente, sino que es responsabilidad social el que cada uno pueda gozar adecuadamente la vida, sin verse privado de las condiciones y las tesituras que le permitan el disfrute según su voluntad e inclinación. Estamos en ese campo que la doctrina anglosajona denomina “hedonic damages” o daños limitadores del disfrute de la vida, daños para la calidad de vida como calidad debida. Mis conciudadanos, por tanto, ya no solo responden si me dañan lo que yo tengo, sino también si con su acción dolosa o negligente me impiden ser todo lo feliz que cada uno debería ser o poder ser. Y así como antes había una especie de latente tipificación de los atentados a los bienes económicos o materiales que daban pie a indemnización, se va construyendo ahora toda una lista de deseos o expectativas personales cuya frustración es indemnizable33. Por ejemplo, tener hijos o no tenerlos34.
Las reglas de distribución social se han ido haciendo mucho más complejas o, dicho de otro modo, la justicia distributiva va ganando más y más espacios. Hubo tiempos en los que las reglas de reparto tenían que atender nada más que a lo que propiamente pudiera ser objeto de propiedad y sobre la base de que el objeto de la propiedad era siempre “cosas” materiales (tierras, personas, animales, herramientas, edificios, dinero…), pero con el añadido muy importante de que el cuerpo de cada uno es (aunque con ciertas excepciones) parte de lo suyo, de su propiedad. Con lo que cada uno tuviera, de conformidad con las reglas sobre propiedad y posesión, cada uno se las componía como buenamente pudiera y su destino y su felicidad dependerían de la combinación de dos factores: su habilidad y su suerte. Se distribuían “cosas”, pero no se distribuían oportunidades vitales y estas dependían de lo que cada cual hiciera con sus cosas, y de la suerte.
En la actualidad, la distribución versa sobre elementos más abstractos, y no solo porque se aplique a cosas intangibles, como pueda ser el caso de la propiedad intelectual, sino ante todo porque las propias oportunidades vitales se han vuelto objeto de distribución. Baste pensar en el significado filosófico-político y constitucional de la igualdad de oportunidades en el Estado social de Derecho. El sistema jurídico-político ya no vela meramente por que yo pueda hacer con lo que tengo, sino porque yo pueda tener para después decidir hacer. Ya no se reparten solo las oportunidades para hacer con las cosas que se tengan, sino las oportunidades de tener. Y en un sentido que ya no es el de tener materialmente, sino en uno en el que se rozan el tener y el ser. Hay que hacer un reparto complejo que permita que cada uno disponga no meramente de “cosas”, sino también de posibilidades de ser dueño de su destino y de sus decisiones en la medida en que se lo permitan sus capacidades personales. El niño que nace mañana debe, al menos idealmente, tener asegurado no solo que no le robarán las propiedades que herede, sino también que no le privarán de las condiciones básicas para ser ingeniero o latinista, si eso es lo que va a desear como parte esencial de su realización personal.
V. ¿HAY ALGUNA RAZÓN DETERMINANTE PARA NO RENUNCIAR AL DERECHO DE DAÑOS?
Imaginemos un sistema jurídico en el cual todo el que sufriera un daño resultante de la negligencia de otro tuviera asegurada su reparación o compensación, pero no a cargo del propio dañador, sino de algún sistema de aseguramiento con cargo al Estado35. Al margen de que pudiera haber algún sistema de sanciones para el dañador por su conducta, por ejemplo penales, no tendría que pagar por las consecuencias de su acción, pero el dañado sí cobraría por ellas. ¿Cuál sería el inconveniente de un sistema así?
Lo primero que se ocurriría a muchos, y en especial a los que simpatizan con los planteamientos del análisis económico del derecho de daños, es que un sistema tal no disuade de las conductas dañinas evitables a base de mayor cuidado, y que, por tanto, sería ineficiente, antieconómico. Esta cuestión se ha analizado en el sistema de Nueva Zelanda. Se decía, por ejemplo, que si los conductores de vehículos sabían que no tenían que asumir los costes de los accidentes que provocaran y que tales costes serían externalizados, el cuidado sería menor y los accidentes más abundantes. Y lo mismo sucedería en lo relativo a intervenciones médicas o responsabilidad por productos. A dicha objeción se viene respondiendo que la disuasión que deja de cumplir el derecho de daños puede ser compensada por la acción del derecho penal o administrativo sancionador, por medidas administrativas36 o laborales basadas en la tasa de errores y aciertos de los profesionales, por la publicidad negativa y los efectos de ciertas informaciones sobre la fama personal o el prestigio laboral37. Además, también se puede conseguir un efecto positivo con sistemas de incentivos para, por ejemplo, los conductores que causen menos accidentes38. Y, para rematar, se ha destacado también que en buena parte esa limitación del efecto disuasorio de la imputación de responsabilidad por daño ha ocurrido ya con los sistemas de aseguramiento obligatorio o voluntario, que hacen saber al titular de la póliza que será el seguro el que correrá con los costes económicos del accidente39. Por lo demás, hay estudios que indican que, al menos en lo que tiene que ver con los accidentes automovilísticos, el cambio de sistema en Nueva Zelanda no solo no produjo un incremento de los accidentes y de su gravedad, sino, incluso, al contrario40.
Adicionalmente, los que fundamentan el derecho de daños en la justicia correctiva dirían que es injusto que falte el elemento de bilateralidad y que ese elemento lo demanda la naturaleza de las cosas. Además, desde el punto de vista de la eficiencia económica parecería que también es más rentable un solo proceso para establecer lo que el dañador debe pagar al dañado, en función del monto del daño, que dos procesos, uno para ver lo que debe recibir el dañado del Estado y otro para fijar el pago del dañador al Estado. Al razonar de esa forma, parece que el principio rector, ese que la justicia correctiva pide, sería el de “el que la hace la paga”. Y bajo la óptica del dañador, el derecho de daños se estaría confundiendo con el derecho penal y su naturaleza sería retributiva, estaríamos muy cerca de los dominios de la justicia retributiva. Pero, al fin y al cabo, se lograría la finalidad esencial del derecho de daños, la de que la víctima recupere lo perdido o su equivalente dinerario, y se lograría también tanto evitar la ganancia de algún tipo para el dañador, como mantener la disuasión para ciertas acciones faltas del adecuado cuidado. ¿Qué habría de malo en ello, más allá de los dogmas rígidos que aplican los defensores de la justicia correctiva como requisito poco menos que de la ontología o el orden “natural” del cosmos?
Quizá la respuesta está en que el derecho de daños cumple también una función pedagógica, una función de pedagogía social. El derecho penal hace ver a cada ciudadano que ciertas conductas son indebidas, y lo enseña a base de palo, con la fuerza y el peculiar significado afrentoso del castigo penal. Sin olvidar, además, que el prototipo de delito es el delito doloso, aunque los haya culposos igualmente. El derecho penal enseña a respetar reglas, pero no enseña tanto a jugar con reglas. En cambio, el derecho de daños no solamente muestra los costes posibles de ciertas conductas que las más de las veces no son dolosas, sino negligentes, sino que ejercita en el juego con sentido y consentido de las reglas básicas de distribución social de beneficios y cargas. El que lesiona gravemente a otro recibe una pena a modo de castigo o retribución por su mala conducta, por su conducta reprobable en sí y en sus consecuencias, pero cuando también se le condena a indemnizar a la víctima, el sentido de esa compensación está en que hizo trampa en un aspecto básico de la convivencia que tiene que ver con lo que es de cada uno. Si se permite una comparación arriesgada, y tomándola nada más que en lo que valga, al perro que mordió a un viandante se le aplica un castigo por su dueño, pero no se le hace compensar al mordido, seguramente porque se piensa que el perro merece ese castigo o porque se espera que sea capaz de asociar el castigo con el morder y que esa elemental asociación lo disuada de morder en adelante; pero al perro no se le hace compensar de ninguna manera a su víctima, ya que eso no tendría sentido, porque los animales no pueden entender las reglas de distribución social de bienes y cargas, aunque puedan asimilar las consecuencias de los castigos.
Lo que quiero decir, en suma, es que si se trata de que la víctima del daño reciba su compensación y de que, adicionalmente, el causante del daño pague por su acción, eso puede lograrse con total prescindencia del derecho de daños41. Y que, por tanto, la razón de ser o fundamento del derecho de daños ha de ser independiente del que da su sentido a cualquier sistema de compensación por desgracias a cargo del Estado o de terceros y del que da sentido al derecho penal. Por eso mantengo la tesis de que tal fundamento del derecho de daños está en la defensa de las reglas vigentes de distribución social y que esa defensa consiste en una especie de pedagogía sobre la recta manera de jugar con esas reglas.
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1 De las tensiones y dificultades de tales empeños teóricos da cuenta Hershovitz, cuando dice que “The leading tort theories are theories of tort’s distinctive rules—roughly, who is entitled to tort remedies, when, and why. However, we cannot understand the contribution tort law makes to our lives if we restrict our attention to those aspects of it. To be sure, a theory of tort must explain what is distinctive about tort law, but if it explains just that, it runs the risk of missing much about the institution” (2010, pp. 68-69).
2 Posiblemente el ejemplo paradigmático de esto lo ofrece Weinrib, quien se ve obligado a “expulsar” del derecho de daños los supuestos de responsabilidad objetiva, ya que no cumplirían con las condiciones que ese autor diseña para el juego del derecho de daños, con base en la justicia correctiva.
3 Una muy sugerente e innovadora tesis que pretende hacer compatibles ambos planteamientos se encuentra en Stein, 2017, pp. 535 y ss.
4 En las conocidas palabras de Guido Calabresi: “I take it as axiomatic that the principal function of accident law is to reduce the sum of the costs of accidents and the costs of avoiding accidents.” (1970, p. 26).
5 De nuevo Calabresi: “A pure market approach to primary accident cost avoidance would require allocation of accident costs to those acts or activities (or combinations of them) which could avoid the accident costs most cheaply” (1970, p. 135).
6 “The positive economic theory of tort law holds that tort rules are efficient in the sense of wealth maximizing” (Landes y Posner R. A., 1987, p. 16).
7 “By creating economic incentives for private individuals and firms to investigate accidents and bring them to the attention of the courts, the system enables society to dispense with the elaborate governmental apparatus that would be necessary for gathering information about the extent and causes of accidents had the parties no incentive to report and investigate them exhaustively.” (Posner, 1972, p. 48).
8 Como entre nosotros resumen Gómez Pomar y Ruíz García, “el propósito de afirmar o denegar la responsabilidad es la creación de incentivos adecuados en el causante potencial de daños y, en su caso, también en la víctima, en lo relativo a las decisiones de cuidado o precaución y a las de la actividad potencialmente dañosa” (2002, p. 3).
9 Como con gran claridad explica Papayannis, “Si quisiéramos reducir hasta un punto óptimo la cantidad y la gravedad de los accidentes y los costes de evitarlos, deberíamos contar con reglas que incentiven a las partes a invertir en precauciones hasta el punto en que adoptar una diligencia mayor resulte más costoso que beneficioso. Después de este punto, lo que se ahorra en accidentes es menor que lo que se gasta en intentar prevenirlos. Por tanto, diremos que toda medida que tiene un coste mayor que el daño que evita es ineficiente y el agente dañador no debería tomarla. Esta sencilla regla económica fue sintetizada por el juez Learned Hand en el famoso caso United States v. Carroll Towing Co., al definir la culpa como una función de tres variables; 1) la probabilidad de que ocurra el accidente; 2) la gravedad del daño, si el accidente tiene lugar; y 3) el coste de las precauciones necesarias para evitarlo. Cuando el agente omite las precauciones siendo que su coste es inferior al valor esperado del daño que se evitaría, entonces, sencillamente debe decirse que es culpable” (Papayannis, 2016, pp. 44-45). Para una exposición somera del enfoque del análisis económico del derecho, de entre la abundantísima literatura, véase por ejemplo Arlen, 1999, pp. 68 y ss.
10 Como apunta Coleman, podemos pensar también en pérdidas no derivadas de la “agency” y que merezcan reparación, pero eso ya no tiene que ver con la justicia correctiva y contarán otros principios, como los de caridad, eficiencia, utilidad, justicia distributiva, etc. (Coleman, 1992, p. 371).
11 Ese es asunto muy tratado a lo largo de las obras de Coleman y con más de un cambio de opinión. Véase, por ejemplo, Coleman, 1982, pp. 422 y ss;1992, pp. 357-358.
12 Así lo resalta uno de los mayores defensores de la justicia correctiva como base del derecho de daños, Jules Coleman, quien insiste en que la justicia correctiva puede ser invocada incluso para proteger o rehacer situaciones que no pasan el test de la justicia distributiva (Coleman, 1983, p. 7). De todos modos, las apreciaciones de Coleman no dejaban de variar y de recibir nuevos matices. Si en su primera época subrayaba la independencia entre justicia correctiva y justicia distributiva, más adelante puntualizó que la justicia correctiva no podía estar al servicio de una restauración de una distribución muy injusta; por tanto, la justicia correctiva que preside el derecho de daños, según Coleman, no puede ser compatible con absolutamente cualquier distribución (véase, Coleman, 2010, pp. 354 y ss). Pero fuera de la clara injusticia, la justicia correctiva puede apoyarse en cualesquiera normas sustantivas. Que las razones morales que brinda la justicia correctiva sean compatibles con normas “convencionales” muy heterogéneas y que las respalden se debe a que, por sí, la existencia de normas (no radicalmente injustas) es buena, pues permite la coordinación social y, con ello, beneficios generales. “El deber moral de cumplir con ellas deriva de la prohibición contra el aprovechamiento gratuito del cumplimiento de otros” (Coleman, 2010, p. 362).
13 Como bien observa Diego Papayannis, el derecho de daños se pone en marcha cuando hay vulneración de derechos y deberes primarios y al menos “parte de esos derechos y deberes primarios pueden ser clasificados como pertenecientes al mundo de la justicia distributiva, más que de la justicia correctiva” (Papayannis, 2013, p. 114).
14 Igual que no se impone la justicia distributiva a golpe de acción caritativa individual, a base de donaciones entre particulares, por ejemplo.
15 En sentido tal vez parejo, Goldberg da un argumento no desdeñable en pro de la independencia del derecho de daños frente a la justicia distributiva, como es que, así, ayuda a mantener el estatus igual de los ciudadanos en cuanto ciudadanos: “tort law helps maintain and promote a nonhierarchical conception of social ordering. As the Framers of the Fourteenth Amendment understood, to render a person capable of suing (and being sued) for injuries suffered (and caused) is to enforce a conception of equality. Each of us is in principle accountable to each other; none is above or below the law. If, to update Coleman’s example, Bill Gates is run over by the careless driving of an assembly-line worker, that worker has to make good, to the extent he can, on the breach of the duty he owed to Gates. More tellingly, if the tables are turned, Gates is accountable to the worker. Four centuries ago, to the discredit of English law, nobility were immunized by virtue of their status from many tort obligations. While today some immunities remain, and wealthy defendants undoubtedly enjoy important advantages in the litigation system, tort law instantiates a notion of equality” (Goldberg, 2005, pp. 607-608). Curiosamente, el mismo ejemplo del accidente con Bill Gates lo usa también Wyman (2008, p. 145).
16 Salvo que, como hacen algunos autores, queramos considerar ganancia para A el plus de libertad del que ha disfrutado al conducirse descuidadamente y sin acotar mejor sus conductas para evitar el daño a otros.
17 Las relaciones que caben entre justicia distributiva y justicia correctiva las explica Pablo Suárez: la justicia distributiva será “normativamente prioritaria a la correctiva si esta última es meramente instrumental al cumplimiento de las demandas de la primera. La justicia correctiva será normativamente prioritaria a la distributiva si existe obligación de reparación incluso cuando ello derive en una injusta distribución de recursos. Y las justicia correctiva y distributiva serán normativamente independientes si la obligación de reparación existe sin consideración a la satisfacción de las demandas de esta última” (Suárez, 2013, p. 161).
18 Puede verse alguna similitud entre la postura de Papayannis y la defendida por Robert Stevens en su libro Torts and Rights. Según este autor, “A tort is a species of wrong. A wrong is a breach of a duty owed to someone else. A breach of duty owed to someone else is an infringement of a right they have against the tortfeasor. Before a defendant can be characterized as a tortfeasor the anterior question of wheher the claimant had a right agains him must be answered. The law of torts is concerned with the secondary obligation generated by the infringement of primary rights. The infringement of rights, not the infliction of loss, is the gist of the law of torts” (Stevens, 2009, p. 2). Trata Stevens de mostrar que ese que llama el “modelo de los derechos” se adapta mejor al anglosajón derecho de los torts. La alternativa es el modelo de las pérdidas, según el cual el derecho de daños corrige las pérdidas injustas, y pérdidas injustas son las provocadas por dolo o negligencia del dañador, al margen de que preexista o no un derecho sobre la cosa a favor del dañado. Pero el mismo Stevens, en el capítulo conclusivo de su libro, apunta que, a la mayor parte de los sistemas de derecho continental, empezando por el francés y sus artículos 1382 y 1383 del Code Civil, se les adapta mejor el modelo de la pérdida que el modelo de los derechos (cfr. 2009, pp. 342 y ss.).
19 Añade que “Otra forma de establecer los derechos y deberes de indemnidad sería mediante un esquema de compensación social, para las víctimas, y de castigos, para los agentes dañadores” (2014, p. 319).
20 No estoy afirmando meramente que haya ya un componente eminentemente distributivo en la decisión estatal de convertir en “torts” determinados daños, de dotar de la acción para la reparación por daño la vulneración de ciertos intereses o la causación de determinadas pérdidas. Esa es la tesis destacada de Gardner (cfr. Gardner, 2014, pp. 340-341). Lo que, además, sostengo es que, con las reglas sobre torts, el Estado apoya la vigencia y efectividad de sus normas de distribución.
21 Y si no demanda por el daño, si no ejerce su acción procesal se podrá entender que el dañado consiente la transferencia y en ese sentido “sana” la (re)distribución puesta en marcha por el dañador y que parecía indebida.
22 Papayannis mantiene una posición ecléctica en este punto y hace ver que los fines de justicia distributiva los cumple aquí el Estado a base de valerse de la justicia correctiva y su prohibición de daño en las interacciones privadas: “Si la víctima recibe una compensación por parte del agente dañador, el Estado cumple con su deber de garantizar los derechos de indemnidad sosteniendo estas instituciones de justicia correctiva que hacen posible que los individuos preserven los recursos primarios necesarios para su plan de vida” (2014, p. 326). “El Estado se vale de una única institución, la responsabilidad extracontractual bilateral, para satisfacer las exigencias de ambas formas de justicia simultáneamente” (2014, p. 326).
23 “Civil recourse theory identifies as critical to tort law a particular linkage between the wrongs of tort law and the idea of a right of action. The commission of a tort confers on the victim a particular legal power; namely, a power to demand and (if certain conditions are met) to obtain responsive action from the tortfeasor (…) The commission of a tort leaves a tortfeasor vulnerable to a claim initiated by the victim and backed by the power of the state. Because the vulnerability is to the victim, the wrongdoer’s fate is, to a substantial degree, in the victim’s hands. The victim, not a government official, decides whether to press her claim or not, and the victim, in principle, also decides whether to accept a resolution of the claim short of judgment. If the claim is successful, of course, the victim can enlist the state’s aid in her effort to enjoin ongoing wrongful conduct or to demand responsive action from the wrongdoer in recognition of the wrong done to her” (Goldberg y Zipursky, 2013, p. 572).
24 Un enorme problema teórico o conceptual que suele acompañar a las teorías de la justicia correctiva es el de qué daños sean “injustos” o constituyan un “wrong”, pues no cualesquiera daños resultantes de las interacciones privadas, incluso con mala fe o torcido propósito, son daños que pongan en funcionamiento la maquinaria del derecho de la responsabilidad y, por tanto, den ocasión a indemnización, sino solamente los daños “injustos” o “wrongs”. Pero ¿cuáles daños son esos daños “injustos”? Papayannis parece que choca con el mismo problema cuando escribe que “El derecho de indemnidad de la víctima supone que ella tiene derecho a ser compensada por cualquier pérdida injusta” (2014, p. 327).
Si lo que hace injusta la pérdida es algo relacionado con la actitud o la posición del dañador, tenemos problemas de subinclusión, pues el derecho de daños no reacciona ante todos los casos de daños debidos a mala voluntad o deficiente respeto a los otros ni, si se trata de responsabilidad objetiva, ante todos los casos en los que el dañador haya creado un riesgo considerable, pero permitido, y ligado a un propósito de ganancia. Si lo que convierte un daño en “injusto” es su tipificación jurídica como indemnizable, nos damos de bruces con un radical formalismo, pues daño injusto y daño jurídicamente declarado como indemnizable serían la misma cosa siempre, y nada más que la tipificación jurídica convertiría en “injusto” un daño. Y si lo que determina el carácter “injusto” de un daño es que la conducta que lo provoca rompe los criterios de distribución establecidos, entonces se estaría dando la razón a la teoría que aquí vengo manteniendo y según la cual todo daño relevante a efectos de responsabilidad extracontractual es un daño “distributivo”, un daño consistente en atacar la regla de distribución cambiando su resultado en un caso concreto.
25 A no ser que consideremos que esas transferencias forzosas de dinero del ofensor al ofendido son resultado de aplicar la justicia retributiva, son castigos, sanciones parangonables a las penales. Con eso alteramos considerablemente la naturaleza del derecho de daños y sus indemnizaciones, aunque ya bastante en cuestión está tal naturaleza y su relación con lo penal, debido ante todo a la expansión de los llamados daños punitivos.
26 Para la más reciente discusión en la doctrina norteamericana sobre estos casos, véase: Fox, 2017, p. 149 y ss; Keating, 2017, pp. 212 y ss; Rabin, 2017, pp. 228 y ss.
27 Sobre la historia de la progresiva introducción de este tipo de daños en el derecho de Torts, Rabin, 2006, pp. 359 y ss. Vid también Rabin, 2017, pp. 230 y ss.
28 Pensemos en la pérdida de un brazo para un trabajador manual; o para un director de orquesta o un portero de fútbol.
29 En la evolución del derecho de torts norteamericano la intimidad juega un papel central. “Beginning in the late nineteenth century, the common law began to recognize privacy —freedom from unwelcome observation— as an interest distinct from property. This teasing apart of property and privacy culminated in the recognition and progressive articulation of the privacy torts” (Keating, 2017, p. 214). Añade el mismo autor, sobre esa línea evolutiva: “In a strikingly similar way, courts came to recognize rights to emotional tranquility that were freestanding, not dependen ton the well-recognized right to the physical integrity of one’s person” (2017, p. 214).
30 Eso se ve si pensamos que tiene pleno sentido que un juez se valga de un tasador para establecer el precio de una casa, pero no para establecer el precio de una ofensa al honor o de la pérdida de un familiar cercano.
31 Y en el derecho anglosajón probablemente en la categoría del “non economic loss”.
32 Por ejemplo, la espera del hijo durante el embarazo.
33 Un buen ejemplo lo glosa Rabin al referirse a las acciones de los supervivientes en caso de la muerte de parientes queridos y cercanos. Lo que se está protegiendo (entre nosotros bajo el paraguas del daño moral) es una dimensión de la vida afectiva y en compañía que es constitutivo de una imagen de la felicidad individual.
Entre los grandes autores actuales en la doctrina norteamericana de los Torts, una postura mucho más restrictiva la mantiene Keating. Para él, el derecho de daños se ocupa de la indemnización por daños, con su centro en el daño corporal y el daño a la propiedad, entendiendo por daño una merma de lo que se tiene y, con ello, una limitación de la autonomía del sujeto, autonomía que se ejerce haciendo uso de lo que se tiene. “The general law of negligence stands at the center of modern tort law, and it is primarily concerned with the physical integrity of persons and their property. It is preoccupied with physical harm, and it understands physical harm as the impairment of normal powers of bodily agency” (Keating, 2017, p. 218). En cambio, la frustración de una mera expectativa, como la expectativa de poder un día tener un hijo, no encajaría ahí, pues no habría daño propiamente, sino pérdida de beneficio, y ese sería el campo del derecho contractual, no el de los torts (Cfr. Keating, 2017, pp. 217-218). Dice: “Just as tort obligations are largely concerned with harm, not benefit, they are also largely concerned with negative duties, not positive ones. The pursuit off mutual benefits is more a task for contract law than for tort law. Whereas tort is an institution proccupied with preventing an repairing harm, contract is an institution preoccupied with pursuing mutual benefit” (2017, p. 218).
34 Hay una hipótesis muy tentadora y que seguramente deberíamos explorar, la siguiente: es en los países en los que más se ha desarrollado el llamado Estado del bienestar y en los que, paralelamente, han tenido mayor avance los derechos sociales, donde más se ha extendido también el derecho de daños para abarcar ya no solo el daño a la propiedad y el daño a la integridad física, sino también el daño moral y, en particular, ese tipo de daños consistentes en la frustración de expectativas ya no solo vigentes, sino abstractas o virtuales, como sucede con la expectativa de ser padre o madre algún día, si así se desea. Por eso nos chocan mucho los debates que ahora mismo ocurren en Estados Unidos sobre si será posible o no que la llamada “negligencia reproductiva” encaje en el derecho de daños. Véase la propuesta de Dov Fox (2017) y las respuestas de Rabin y Keating, especialmente la muy escéptica de este último. Para captar cuán grande es la distancia entre el derecho de daños estadounidense y el español, por ejemplo, en una materia de este tipo, como es la relacionada con los derechos reproductivos y la intervención médica, basta leer estas palabras de Fox que describen la situación actual en aquel país: “Transformations in the methods and modes of reproduction invite us to rethink the legal status of professional misconduct that bears profoundly on a person’s capacity to plan a life and experience it as good. Our legal system treats wrongfully disrupted plans concerning reproduction like one of those life adversities that people are expected to abide without any remedy” (2017, p. 233). Como ya he dicho, ese autor acaba de causar cierto revuelo doctrinal con su propuesta de que el derecho de daños incorpore esos supuestos de “reproductive negligence”.
35 El supuesto no es tan imaginario. Mucho se ha debatido en la doctrina internacional sobre el modo en que Nueva Zelanda dejó atrás el sistema de torts. A inicios del siglo XX en ese país se estableció un sistema de compensación para accidentes de trabajadores que no se basara en la culpa, y también se estableció el seguro obligatorio para accidentes automovilísticos. En los años sesenta se nombró una comisión para estudiar el sistema y esta comisión dictaminó que aquella regulación para los trabajadores debería extenderse a todos los casos de daño personal, entre otras cosas debido a que el sistema culpabilístico se basaba en una falsa moralidad, hacía impredecibles los montos de las indemnizaciones y tenía altísimos costes de transacción. En 1972 se promulga la Accident Compensation Act, que entre en vigor en 1974 y que, en efecto, hace parcialmente tal extensión, hasta que las reformas de los años noventa la llevaron prácticamente a todos los campos del derecho de la responsabilidad civil extracontractual. La aceptación de que goza el sistema entre la población es altísima. Cfr. Schuck 2008-2009, pp. 188-189. Para una descripción de la mecánica del sistema neozelandés y de los tipos de daños que cubre, véase pp. 190ss. Por ejemplo, para los daños derivados de mala praxis médica, véase pp. 191 ss. Anteriormente, y tal como sucede en los demás países, el que sufría un daño tenía la posibilidad de demandar al responsable negligente. Ese derecho a demandar desapareció en Nueva Zelanda y fue sustituido por un sistema de compensación con cargo a una agencia estatal y completamente independiente de la culpa, incluso de la culpa del dañado.
Financieramente, el sistema se nutre de los impuestos y de una contribución que se deduce a cada trabajador.
36 Podríamos pensar en que efectos así provoca el llamado carnet de conducir por puntos.
37 Al respecto, imprescindible Sugarman, 2014.
38 Esto ya lo están haciendo las aseguradoras al calcular los costes de las pólizas en función de los partes anteriormente dados por el titular.
39 Cfr. Brown, 1985, pp. 976 y ss. Para una impugnación fuerte del efecto disuasorio o el valor preventivo del derecho de daños, véase muy especialmente, Sugarman, 1985, pp. 559 y ss.
40 Brown, 1985, pp. 1001 y ss. En lo que se refiere a los daños derivados de negligencias médicas, ciertas investigaciones también ponen de relieve que sistemas que sustituyen el derecho de daños por compensaciones a cargo de agencias estatales e independientes de que concurra o no negligencia médica, como los de Nueva Zelanda y los que se instauraron en Suecia o Finlandia, ocasionan un mayor número de indemnizaciones, no provocan un mayor número de daños y tienen costes administrativos considerablemente menores (Cfr. Dewees y Trebilcock, 1992, pp. 93 y ss).
41 Y hasta es posible diseñar ese sistema de modo que sea económicamente el más eficiente.