Читать книгу Libertad o sumisión - Juan Archibaldo Lanús - Страница 10
ОглавлениеCAPÍTULO I
LA MUTACIÓN
Más que asombro, perplejidad
El futuro siempre formó parte de la vida humana, porque era el horizonte al que estaba dirigido el esfuerzo de los desafíos del presente o, bajo otro aspecto, nos ofrecía signos que enunciaban el porvenir.
El siglo XX empezó con una utopía del futuro y terminó en la nostalgia. El futuro se ha transformado para muchos en el receptáculo de una inquietud: la duda de poder conservar lo que poseemos, la confusión sobre la verdad de lo que la razón nos indica como la realidad.
La filosofía del progreso que dominó el ánimo y las expectativas de todos los pueblos industriosos desde fines del siglo XVIII nos aseguraba una mejora perpetua de las condiciones de vida, la confianza en la ciencia, y un extremo optimismo respecto de la felicidad posible. Actuales amenazas o constantes alertas fragilizan la esperanza en aquel futuro y, sin duda, debilitan la confianza individual de la mayoría de las vidas.
La incertidumbre ha invadido la esperanza. La mayoría de los seres humanos vive en sociedades que se han despojado de sus utopías colectivas y, como señalaré más adelante, en muchos lugares la política, los gobiernos, han dejado de tener por objetivo la felicidad de su pueblo, del que se alejan cada vez más. En la actualidad, el objetivo no es alcanzar una sociedad mejor –más justa, más rica–, sino encontrar soluciones individuales para sueños personales. Más aún, luego del trabajo intelectual que formuló doctrinas o propuestas de acción colectivas desde la década de 1970, los análisis sociológicos y políticos parecen coincidir en que se registra una declinación en la adhesión masiva a las ideologías y la preeminencia del individualismo. Presenciamos el fin de las creencias de que la sociedad –las tribus–, ofrecía a los pueblos, a través de los gobiernos y sus instituciones, una utopía de optimismo colectivo, proyectada hacia el futuro: su bienestar, su grandeza y cualquier otra promesa que reflejase el bien común según las épocas y lugares.
Esta gran mutación tiene lugar en un contexto en el que las sociedades más desarrolladas promueven un relativismo cultural que rechaza la tradición de la herencia de valores, concepciones éticas, patrones culturales virtuosos de una tradición heredada, negándose asimismo que el ser humano esté arraigado en la historia. Muchos filósofos, entre ellos Michel Foucault o Zygmunt Bauman, insisten en el fin de la ética heredada, en el divorcio entre el Estado y la moral. Conciben una sociedad que vive en la precariedad, en la incertidumbre constante, donde muchos valores son descartables. No se busca lo sólido o lo que permanece, sino lo rápido, lo fluido, lo sin identidad ni raíces. Hay quienes piensan que nos dirigimos hacia la “siliconización del mundo”.(1)
En algunos países, los gobernantes solo están impulsados por la pasión de dominar y aprovecharse del poder que otorga el Estado, sin sentirse obligados a proponer objetivos definidos, ni a tener que honrar la palabra empeñada. Como nos recuerda Gabriel García Márquez en el sueño del patriarca: de aquel presidente que “gobernaba como si se supiera predestinado a no morirse jamás”. Ejercen el poder, pero no responden por él.
Los gobiernos en muchos casos han debilitado su misión de actuar para la realización del bien común, porque están obsesionados por la administración de las cosas materiales. El ser humano está, en gran parte, desprotegido. Paulatinamente el mundo virtual sustituyó la presencia física y emocional de la alteridad. La esperanza se está privatizando porque la política se despreocupa del individuo. Es por esa razón que los jóvenes, asumiendo el grito de la “vuelta al yo”, quieren escaparse de una sociedad que los aprisiona sin abrirles el horizonte, porque para ellos una aventura personal debe tener razonables posibilidades de éxito.
Una segunda observación sobre estos tiempos perplejos es la incredulidad producida por el desvanecimiento de los grandes metarrelatos históricos, lo cual nos está llevando a poner en duda las afirmaciones categóricas que tienen relación con el criterio de verdad. ¡Dudamos de todo!, inclusive de lo que se transmite por los medios más prestigiosos porque ha aparecido la práctica de las fake news, que nos hacen escépticos o incrédulos. Si el relato es falso, ¿quiénes somos entonces? Este fenómeno de confusión o dificultad de entendimiento que tiene el público no especializado frente a los hechos de la realidad vuelve dudosa la comprensión del mundo en el que vivimos.
La prensa se ocupa más de difundir las opiniones que los hechos, lo cual abre un gran espacio de manipulación de creencias y emociones con el fin de alterar conductas sociales y la opinión política. La posverdad, si damos crédito a la afirmación de que estamos ante un nuevo concepto que se emparenta más con la mentira que con la verdad, nos lleva a ser objetos de la manipulación, a darles un sentido arbitrario a los hechos.
La nueva atmósfera que invade la comunicación induce a la perplejidad ante la dificultad de entender la realidad. Al iniciarse el siglo XXI, los pueblos cultos se habían acostumbrado a entender la historia, no a partir de los hechos –“espuma de la historia”, según la Escuela de los Annales–, sino a partir “de los movimientos que en el curso de los tiempos hacen desplazar lentamente los subasamentos de la cultura”.
Recuerdo que Fabrizio, en la novela La cartuja de Parma, de Stendhal, luego de haber presenciado la batalla de Waterloo y sus escaramuzas, se preguntaba a sí mismo: “¿Realmente he asistido a una batalla?”. No podemos contar la historia a partir del número de inválidos que habitaban en la Bastilla en 1789 si no es a partir de comprender el sentido de este acontecimiento. Pero la comprensión de la realidad requiere un principio de verdad cuyo basamento es ético, lo cual está cada vez más ausente de la cultura de la comunicación de nuestros tiempos. Predecir es propio de la existencia del ser humano. Vivir es anticiparse. Cada una de nuestras acciones se proyecta hacia el futuro.
Pareciera que hacia fines del siglo XX una mutación alteró la comprensión de la realidad por parte del ser humano. Como si entre la palabra y su significado se hubiera interpuesto una anomalía mental que nos dificulta acceder a la realidad a través del uso de la razón.
Como dice el historiador Eric Hobsbawm, quizás estamos ingresando en una nueva fase de la historia mundial, y estamos terminando la que hemos conocido en los últimos diez mil años, es decir, desde la invención de la agricultura sedentaria. Quizás algún tipo de infección por el mal uso de la biosfera haya deteriorado de tal modo nuestro hábitat que hemos perdido los reflejos morales que guían al humano para cumplir con la justicia universal y la armonía cósmica, como decían los antiguos egipcios. Es como si la conducta del hombre se hubiese desconectado de la vida.(2) Pueden ensayarse muchas hipótesis como causas de este cambio, como un cuestionamiento de las convicciones, los valores o las creencias que estaban arraigadas en las culturas dominantes del planeta. Quizá debiéramos replantear nuestro destino común, establecer nuevas prioridades, abrir interrogantes que las generaciones anteriores ya habían resuelto. Es como si debiéramos reposicionarnos para encontrar nuevamente el centro de gravedad.
A pesar del extraordinario avance tecnológico y la rápida creación de bienestar que ha permitido reducir la pobreza de la población mundial, me pregunto si podrá el ser humano cumplir con las aspiraciones profundas de su naturaleza en un mundo como el actual, cada vez más deteriorado en lo ecológico, con poblaciones alucinadas por la dependencia de bienes efímeros, con grupos privilegiados distraídos por entretenimientos permanentes, en países donde los gobiernos han olvidado el bien común y el valor de la virtud como conducta personal, porque en estas sociedades los gobernantes están obsesionados por el poder y la fama, o están poseídos por la avidez de la codicia. Se observa, cada vez más, que no se trata de gobernar la sociedad humana, sino de administrar las cosas. En muchas circunstancias y lugares, el ser humano ha quedado en segundo plano.
En momentos en que una fuente de inventos tecnológicos nos abruma con múltiples aplicaciones que sustituyen energías y trabajo, amenazando supuestos valores intangibles asignados a la inteligencia humana, es difícil no perder la certeza sobre la mejor forma de organizar la vida social en común. La crisis sanitaria del coronavirus desató reacciones inesperadas que amenazaron la libertad.
Transitamos un excepcional devenir económico y técnico, y se percibe claramente que vivimos un desequilibrio en la humanidad en términos sociales, y en el planeta en términos ecológicos.
Los pueblos, sus ideas, sus emociones y su vida misma se ven atraídos por el espejismo de una burbuja civilizatoria global. La nueva dimensión de este espacio nos permite imaginar que el mundo amenaza socavar las bases de la cultura milenaria que se constituyó por el esfuerzo creativo de la epopeya humana. Hay síntomas de que se estarían modificando los deseos de felicidad, justicia y libertad que inspiraban la vida del ser humano.
Con la ayuda y la mediatización de su imperio tecnológico, la nueva sociabilidad global instala la vigencia de nuevas pautas de conducta que nos apartan de la alegría y de los impulsos de bondad, de la admiración por la belleza y hasta de los cánones de amor que son la herencia más preciada de nuestra cultura. Quizás ello sea solo transitorio, pero es evidente que la ausencia de memoria ha demolido el respeto hacia antiguas creencias. Las redes trivializan hasta el pensamiento más reflexivo, desintegran la legitimidad de reinos o repúblicas, desprestigian hasta transformar en impostores o farsantes a quienes ejerzan autoridad. Un entretenimiento vacuo, sin valores o reglas de juego, ha invadido la sociedad. Para completar el cuadro, quizá faltaría agregar a los traidores, que son los otros pecadores que Dante, en su Divina comedia, coloca también en el último círculo del Infierno.
Aquella burbuja “siliconada” nos ofrece la velocidad que exige una obsesiva atención, la mercantilización de la vida cotidiana, una democracia jaqueada por dispositivos digitales, una visión autoritaria de la eficiencia administrativa. Afuera de las sociedades en que vivimos no queda nada o casi nada que nos guíe; adentro, la única teología posible es la sumisión.
Conocemos –o por lo menos podemos todavía recordar– la experiencia heredada de las antiguas sabidurías. Podríamos aceptar la curiosidad de transitar los caminos de “los jardines que se bifurcan” que nos indicó Borges; las mesetas del Tiahuanaco (hoy Bolivia), donde están los secretos de la cultura andina y, en definitiva, ¡estar alerta!, como enseña la civilización Tupi-Guaraní a los niños que aprenden en la selva paraguaya.
Nos sobran textos y enseñanzas antiquísimas para inspirar nuestra reflexión y anticipar la historia que finalmente nos tocará vivir. Gran parte de la humanidad, tentada por el olvido, está fascinada por la novedad que nos ofrece la tecnología.
En definitiva, hay un elemento nuevo que caracteriza la complejidad, el factor mutante en la civilización actual: el excepcional nivel de inteligencia alcanzado por el hombre en comparación con el modesto nivel de su conciencia moral. Presentamos rasgos de conducta propios del hombre primitivo en un ser humano intelectualmente muy desarrollado.
Lo más sorprendente es la falta de apertura de la conciencia humana de la actualidad, lo que ha llevado a una clausura del pensamiento o a una intolerancia que rechaza todo lo que no le es propio.
Se inaugura, pues, un momento de necesaria reflexión sobre la organización social que brindaría más bienestar, equidad y felicidad a los pueblos. Es momento de reconsiderar la utilidad de la gran revolución tecnológica y ponerla al servicio de una sustentable utopía de vida.
El propósito de nuestras existencias es ser felices, y ello no podrá lograrse sin transitar el camino de la virtud. Quizás una nueva utopía salvará la historia, como aquella que imaginó Gabriel García Márquez al recibir el premio Nobel de Literatura:
Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la Tierra.
La revolución tecnológica
Estamos transitando el centro de una revolución tecnológica que tendrá tanta influencia sobre la realidad social como tuvo la Revolución industrial que empezó a fines del siglo XVIII.
Aquella tuvo una palanca de cambio: en la primera etapa (1760-1840) fueron las invenciones, la máquina a vapor y la electricidad, que influyeron en las relaciones sociales y en el mundo del trabajo; en la segunda, la producción en masa; en la tercera, el ordenador informático personal y las computadoras.
La evolución de las técnicas utilizadas por la humanidad –desde las herramientas primitivas hasta los mecanismos manuales, hidráulicos y electrónicos–, que describe el empresario Bertrand Gille en su Historia de las técnicas, se interrumpe cuando la sociedad Intel, a principios de 1970, instaló en los Estados Unidos los primeros microprocesadores electrónicos con circuitos integrados.
Se ha comprobado lo que nos anunció Galileo Galilei en el siglo XVII: “Hemos llegado a penetrar el secreto del Universo, porque hemos descubierto el lenguaje en que ha sido escrito el gran libro de la Naturaleza. Y este leguaje es el de las matemáticas”.
La electrónica y sus productos tienen un efecto muy importante en la sociedad de los jóvenes, porque operan con una fuerza liberatoria de energías y modos de expresión que antes estaban contenidos por sociedades burguesas tradicionales o puritanas.
La cinemática de los videojuegos o la música pop y electrónica generan una irresponsabilidad alegre que estimula una cultura del entretenimiento, globalizada, y que al mismo tiempo tiene la gravedad de transformarse en una especie de “dios” manual capaz de tomar decisiones en los procesos de mando, gestionar, almacenar y transmitir información. Algo que ya puede considerase el más revolucionario invento en toda la historia.
La nueva revolución tecnológica se concretó en la Internet (creada por los científicos estadounidenses Vinton Cerf y Robert Kahn), y en la red World Wide Web, espacio abstracto de información (inventado por Tim Berners-Lee, científico británico de la computación), la inteligencia artificial, las tecnologías digitales de alta sofisticación, las nuevas tecnologías en biología y genética, la impresión 3D y la nanotecnología, por no citar otros cambios que podrán manifestarse en el futuro próximo. Esta nueva revolución informática es más disruptiva que lo que fue la Revolución industrial para las sociedades del siglo XIX.
La revolución en la tecnología de las comunicaciones ha jugado un rol central en la configuración de este nuevo proceso de globalización de los intercambios y de los flujos de información, y en casi todos los procesos de producción y gestión administrativa. Las computadoras se han transformado en una fuerza pluralizadora que fomenta la formación de un mercado libre antes que una centralización monopólica. Nadie ha podido pronosticar de antemano su impacto sobre la producción, el empleo y el comportamiento social. La novedad de la numerización, especie de ADN de la información, que permite codificar y decodificar cualquier secuencia de ceros y de unos, equivale, según dice Nicholas Negroponte en El hombre numérico, a una transformación de átomos en electrones. El byte es el nuevo universo del lenguaje planetario cuyo viaje es casi indetectable y no cuesta prácticamente nada.(3)
Podríamos afirmar que el tiempo ha vencido al espacio y que la comunicación ha abolido el peso de la geografía. Vivimos hoy nuevas circunstancias que son consecuencia de este fenómeno. Es útil comprender los efectos que puede tener esta revolución tecnológica sobre el cambio de sociedad. Alguien llamó a esta época la era de la “conectividad”.(4)
Aun cuando Internet permea todas las esferas de la actividad humana, es posible observar que existe una fusión de los dominios físicos, digitales y biológicos. En el primer caso está la aparición de la impresión 3D para la creación de objetos físicos y de los vehículos automáticos y autónomos; en la esfera digital se presencia la aparición de plataformas y la Internet de las cosas; en el tercer dominio ya existen secuencias genéticas que cambian la conjunción del ADN y alteran la biología.
A pesar de los adelantos científicos, resulta difícil prever cuál será la profundidad del cambio (entre 2005 y 2016, los flujos digitales aumentaron noventa veces). Se calcula que a fines de la década de 2040 el 47% de los empleos en EE.UU. estará en riesgo. Hay países como Estonia donde todo se hace por Internet (votaciones, pago de impuestos, procesos judiciales, la mayoría de las consultas médicas, etc.).
La revolución tecnológica sobre las comunicaciones tiene el efecto de facilitar las acciones de las fuerzas pluralizantes de la sociedad. Por lo tanto, ejercen una presión hacia la formación de un mercado libre, más que hacia la centralización del poder. Después de la masacre de la plaza Tiananmén en 1989, China quiso limitar el uso del fax, pero no tuvo éxito.(5) La primera versión de Windows 3.0, la más difundida, es usada por millones de usuarios.
El servicio de redes TikTok, cuyo fundador es el chino Zhang Yiming, se ha transformado en el nuevo gran lugar de encuentro de jóvenes. La libertad de contenidos autorizados por una ausencia de control ha transformado a este sitio en una peligrosa presencia invasora de la intimidad. El sitio tuvo rápidamente gran popularidad en los Estados Unidos y Gran Bretaña, compitiendo con YouTube. Esta red social es considerada una de las más peligrosas, acusada por organismos reguladores de falta de protección a los menores de edad y de invadir la privacidad de todos sus usuarios en general. India prohibió, por motivos políticos, la presencia de TikTok el 29 de junio de 2020 debido al contenido de los chats entre soldados chinos e indios.
En un primer momento, el uso de Internet pareció destinado a la comunicación o a la distracción de todos en condiciones de libertad. Sin embargo, de a poco, el Gran Hermano y grupos ideológicos autoritarios han puesto sus manos en el flujo de la información. Algunos mensajes son borrados, lo cual demuestra cuán frágil es la tolerancia, y qué poca convicción democrática existe entre los grupos sociales más inteligentes del mundo.
Creer que las redes sociales se librarán de las amenazas de censura por el hecho de ser comunicaciones privadas es un grave error de cálculo, porque ellas mismas han asumido en algunos casos –como la suspensión de la cuenta de Twitter del presidente Donald Trump– el rol de ser también tribunales de censura.
Tim Berners-Lee, quien como dijimos fue el creador de la World Wide Web, publicó en el blog de la Comisión Europea un artículo en el que afirma que su intención fue construir un espacio “neutral, creativo y cooperativo”. El gobierno de Barack Obama compartió su filosofía en las disciplinas que se agruparon en el Open Internet Order (2010 y 2015): allí se abordaron temas como la innovación, la invención, la creación de empleo, el crecimiento económico, la competencia y la libertad de expresión. El compromiso consistía en la obligación de los proveedores de no bloquear ningún sitio web. De esta manera, se pretendió equiparar Internet, a través de una banda ancha, con los servicios públicos de telecomunicación.(6)
El sistema tuvo una inmediata aplicación para la acción política, tal como quedó en evidencia en los sucesos de la Primavera Árabe de febrero de 2011, cuando se echó mano a Internet para convocar manifestaciones en la plaza Thair de El Cairo contra el gobierno dictatorial del presidente Hosni Mubarak, quien debió renunciar para, más tarde, ser sometido a juicio.
Por otro lado, métodos poco limpios para influir en elecciones fueron utilizados por Cambridge Analytica en el caso del Brexit en 2012 y en la campaña de Donald Trump en 2017. Como lo recuerda Mariano Roca, citando al Center for International Governance Innovation:
Internet es una frágil construcción conformada por una serie de hardware y software, estándares y base de datos, gobernados por una amplia variedad de actores públicos y privados, cuya conducta se ve condicionada únicamente por protocolos suscriptos en forma voluntaria.(7)
En diciembre de 2017, la Comisión Federal de Comunicaciones de EE.UU., bajo la presidencia de Donald Trump, cambió el libreto de la legislación estadounidense y bajo el título “Restoring Internet Freedom” se suprimió la neutralidad de la red. El propósito era dar una normativa que asegurase un sistema libre y abierto, y encargar a la Comisión la defensa de los principios de competencia y lealtad hacia el consumidor. El Parlamento y el Consejo europeos dictaron un reglamento que establecía el derecho de acceso de los usuarios a “informaciones y contenidos, a distribuirlos” sin discriminación.
Contrario a la posición de los países occidentales, el gobierno chino reivindica el concepto de “soberanía digital”. En 2006 entró en vigencia el Great Firewall (Gran Cortafuegos), con el objeto de controlar la circulación en la Red.(8) Por ejemplo, debemos recordar que China tiene bloqueado Google y solo se puede usar Baidu. El modelo chino promueve sus propios gigantes tecnológicos controlados por el Partido Comunista. La Internet china está integrada a la Ruta de la Seda (Belt and Road Initiative), donde trata de obtener ventajas en varias áreas: inteligencia artificial, big data, etcétera.
Kieron O’Hara y Wendy Hall, al comentar la iniciativa Internet Plus (2015), sostienen que esta se propone alcanzar “una integración más profunda entre la red Internet y los sectores económicos y sociales para convertir a los nuevos modelos industriales en la principal fuerza motriz del crecimiento del país”.(9)
Por su parte, Rusia tendrá una red soberana (RUNET), como respuesta a la seguridad cibernética en EE.UU.
Es decir, esta creación brillante de la inteligencia humana ha quedado atrapada en las líneas de la confrontación y competencia de tres grandes potencias: Estados Unidos, China y Rusia. Potencias que todavía no han depuesto su megalomanía decimonónica en el terreno de la revolución de las tecnologías de la comunicación.
Es deseable que se logre establecer reglas para una Internet “libre y abierta”, como lo pensó su creador. Sin embargo, todo dependerá de lo que pase en el ámbito político. Hay dudas respecto de la evolución de la democracia o el avance hacia el estatismo autoritario.
Las comunicaciones por Internet podrán o no ser libres, pero la revolución tecnológica se ha consolidado e influye en la vida de todos los pueblos del planeta. Yuyal Noah Harari afirmó que “la gente imagina la revolución de la inteligencia artificial y la automatización como un evento único, pero vamos a enfrentar una cadena de revoluciones”. En ese sentido, anunció algunas inquietantes predicciones, como que todos los conductores de camiones, taxis y médicos se quedarán sin trabajo en el año 2025. Asimismo, avizora momentos de gran turbulencia a nivel mundial para los años 2025, 2035, 2045… Y lo que es más grave, que los gobiernos ignoran cuestiones cruciales como, por ejemplo, su misión de “aportar mayor claridad al debate público sobre lo que sucede en el mundo”.
El problema radica en que el debate público se reduce, en muchos casos, a temas o a cuestiones en extremo confusas y opacas. La información sobre las personas se transformará en un sistema descifrable que permitirá programar decisiones. Como dice Harari, “para manipular nuestros deseos humanos como nunca antes”. En la actualidad, la biotecnología y la informática pueden crear algoritmos con el potencial de conocer los deseos de las personas, más allá de la conciencia que tengan de estos.(10)
Pero el vaticinio más esperanzador es que dentro de algunas décadas la persona más pobre del planeta podrá obtener mejor atención médica en su teléfono celular que la persona más rica de hoy en los mejores hospitales. Según Harari, “una de las grandes batallas del siglo XXI se va a librar entre la privacidad y la salud”.(11)
La revolución tecnológica invade aspectos biológicos, psicológicos, sociales, afectivos e intelectuales del ser humano, por lo tanto adquiere una dimensión invasiva sin parangón en la historia. La juventud de hoy en día, según los expertos, ya se encuentra envuelta en una sobreexposición al mundo virtual.
En un futuro cercano se podrá dominar la voluntad humana en contra de sus deseos, se podrá modificar su conducta tanto física como moral. El ser humano se encuentra ante un abismo desconocido que le permitirá un poder inaudito y una sumisión incontrolable. Hemos llegado al punto Omega de nuestra consciencia.
Señalados los aspectos técnicos de la nueva revolución, será importante analizar qué efectos tendrá sobre la humanidad, pues ella nos coloca frente a una carrera sin pausas.
Sin duda, la inteligencia artificial será la ciencia emblemática de la segunda mitad del siglo XXI. Ha creado un dispositivo tecno-antropológico que condiciona múltiples innovaciones y crece a un ritmo de sofisticación que parecería no tener conclusión.
Según el escritor y filósofo francés Eric Sadin, se trata de un “movimiento de delegación no deliberada”, consciente o inconscientemente impulsado por una “virtualidad tecnológica” que, ciertamente, nos llevaría a hablar de una “humanidad paralela” que estaría a cargo de la conducción del mundo.(12)
El primer ensayo masivo de inteligencia artificial ocurrió en la década de 1960, cuando se instaló el sistema automático de pilotaje de aviones de línea. Desde entonces, se ha extendido el uso de robots con licencia para dar órdenes en muchas actividades de la sociedad contemporánea; es decir, el ser humano ha inventado procedimientos computarizados que permiten otorgarle una soberanía de decisiones a un sistema robotizado que lo sustituye. Se han entrelazado de este modo el espíritu humano y las máquinas electrónicas, con lo cual se estableció una nueva cartografía de la inteligencia humana.(13)
La revolución numérica ha llegado a su madurez, con una interconexión que vincula a casi todos los humanos. Hay una conectividad permanente destinada a guiar casi todas las actividades. Un acompañamiento inteligente de lo cotidiano de un “nuevo tipo de animal doméstico, impalpable, integrado, continuamente modulable para ofrecernos […] sus conocimientos y sugestiones infinitamente superiores a nuestra aprensión inmediata de las cosas.”(14) Es un ser inmaterial dotado de poderes cognitivos aumentados de manera permanente por un autoaprendizaje.
Estamos, pues, en el umbral de una civilización que pone en juego la tradición humanista que ha impulsado nuestra evolución como seres humanos espiritualmente conscientes, libres y responsables de nuestros actos.
Una sociedad proveedora de servidores seguros ha publicado un estudio en el que se comprueba que el 51% del conjunto del tráfico de Internet está originado por agentes no humanos (el estudio, publicado en febrero de 2012, se basa en el análisis de datos provenientes de un millón de sitios que utilizaban los servicios de la sociedad que hizo el estudio).(15)
El “genio electrónico” tiene, entonces, el excepcional don de amplificar nuestras capacidades cognitivas y, además –esta es la invención más novedosa–, puede tomar algunas responsabilidades que el ser humano deja de lado, asumiendo así una configuración de dimensión “frankensteiniana”. Su inteligencia no proviene de algún universo secreto o desconocido, sino que ha sido el ser humano quien lo ha fabricado (como Frankenstein). Es por eso que hay personas inteligentes que se plantean la incógnita de cuál disyuntiva va a prevalecer: ¿estamos frente a una nueva era de la humanidad o estamos en una época que anuncia la absorción de una matriz omnisciente que hemos creado nosotros mismos, y que, como dice Eric Sadin, aspira in fine a matar al padre, sin resentimiento ni efusión de sangre?(16)
Por último, quisiera referirme a la función que desempeña la electrónica aplicada a los aparatos de telefonía o Internet en la creación y transmisión de valores, mensajes e información, en una época en que se está produciendo un debilitamiento de la presencia y/o legitimidad de los valores e ideales tradicionales o que forman parte de la cultura ancestral que hemos heredado. Época esta en la que muchos pensadores rechazan su arraigo y niegan que esos valores tradicionales puedan guiar la educación y la cultura en este comienzo del siglo XXI. Paradójicamente, tanto en Occidente como en Oriente se ha completado una evolución que consistió en degradar las convicciones o creencias metafísicas o religiosas y reemplazarlas por el uso de la razón o la experimentación científica que consolidaron su presencia en las sociedades actuales. Dije “paradójicamente” porque la nueva revolución tecnológica utiliza instrumentos cargados de energía “totémica”, es decir que hemos vuelto a revalorizar el mundo mágico o mítico. Los santos religiosos o héroes de la historia han sido reemplazados por personajes de ficción, algunos de los cuales tienen facultades mágicas.
En casi todas las culturas, la religión ha quedado separada de la política o de los valores mundanos, siguiendo lo que enseñaba la tradición cristiana y que se formulaba en el siguiente principio: “Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”.
Sin embargo, una nueva aureola de infalibilidad, casi sobrenatural, se ha apoderado del respeto subjetivo que experimentan los usuarios del sistema, con un flujo de información y de datos que transmiten los servidores electrónicos. Una “carga mítica” impone un “brillo sobrenatural” al universo de los servicios electrónicos, por los poderes arcanos que muchos les asignan, llegando incluso al extremo de la sacralización.
Jacques Ellul, teólogo y anarquista cristiano francés, ha formulado un concepto importante para calificar esta realidad: “No es la técnica la que nos domina sino lo sagrado transmitido por la técnica”.(17)
Si admitimos esta sumisión hierática que provoca el uso del sistema técnico electrónico actual, podría afirmarse que estamos frente a un sistema o figura “totémica”, que ejerce confianza o fascinación hasta hacer reposar en él muchas decisiones de las sociedades actuales. Los ordenadores son como “tótems”, que despiertan emociones y deseos que fueron bien adaptados por Steve Jobs cuando se ocupó de darles un buen diseño.
Cuán importante será para la cultura del ser humano esta nueva tecnología que nos sitúa frente a un proceso evolutivo que virtualmente no tendrá límites. Si bien la inteligencia humana es infinita, muy desigual es la capacidad de los individuos forzados a vivir las limitaciones del funcionamiento temporal de un organismo biológico frente a un eventual monstruo, atemporal, impalpable, con memoria absoluta y sin fatiga física.
Debemos mantener la condición de la trascendencia humana, pero aquellos que no creen en esa dimensión deben recordar el consejo que Pico della Mirandola, en el siglo XIV, nos legó en su Discurso sobre la dignidad del hombre:
[…] velar por encima de todo a que no se nos acuse de haber ignorado nuestra alta responsabilidad […] que una suerte de ambición sagrada invada nuestro espíritu y nos vuelva insatisfechos con la mediocridad. Nosotros aspiramos a las cimas, trabajando con todas nuestras fuerzas para llegar a ellas.
La confusión de Babel
La comunicación entre seres humanos, únicos seres vivos que tienen la facultad de conciencia, es un hecho extraordinario a nivel moral, pues pueden intercambiar respuestas a los enigmas que plantea la vida, según lo afirma el famoso historiador británico Arnold Toynbee.(18)
Cuéntase en la Biblia, en el Génesis, que luego del diluvio los pueblos que confluyeron hacia la llanura de Senaar, en Babilonia, decidieron construir una torre que llegara hasta el cielo para estar más cerca de Dios y protegerse de las inundaciones. Esta decisión representa un acto de soberbia, arrogancia, cuyos autores –que antes hablaban un solo idioma– fueron castigados por Yahveh, quien según los textos sagrados sentenció: “Confundamos su lenguaje de modo que no se entiendan con los otros”. Este hecho –que también está contado en el Libro de los Jubileos, el Libro III de Baruc o Apocalipsis del Juicio de Baruc, y en otros textos antiguos– dejó incomunicados a numerosos pueblos. El mito de la torre de Babel, cuyo nombre viene del asirio bab-ilu, que significa “puerta de Dios” o “de Balal”, en lengua hebrea, significa que aquellos fueron condenados a la “confusión”. No se entendieron, por lo que fue imposible la comunicación.
A partir del siglo XXI y desde las últimas décadas del anterior, grandes grupos humanos que se desempeñan en diversas actividades parecen haber sufrido una extraña disrupción en la percepción de la realidad, lo cual les impide coincidir en la evaluación de las condiciones políticas, sociales o culturales que imperan en el mundo. A una débil práctica de virtudes morales, en muchos dirigentes y actores sociales, se agrega la falta de compromiso con la verdad como valor axiomático de los juicios, o valores para definir o evaluar la realidad que los circunda. Se ha extendido un pragmatismo, que asume una actitud de “realismo” para encubrir intereses económicos o ambiciones de poder, que conspira contra cualquier lealtad que no sea de tipo material o basada en el cálculo de oportunidad.
De esta manera se fue creando un clima propicio para el multiculturalismo, que al mismo tiempo estimula una ausencia de principios morales vinculados a alguna verdad o convicción, relativizándolo todo.
En este contexto todo vale y la comunicación es un vehículo para transmitir cualquier contenido. Sin valores, la verdad es una sombra rodeada por una nube.
Se cayeron los megarrelatos que sirvieron de pilares de los mitos nacionales. La realidad se ha descompuesto en hechos que a veces son meras opiniones, y se presenta con acontecimientos inventados, fábulas o fantasías.
Hay en los últimos tiempos verdaderas olas de fake news (noticias falsas) como nunca ha ocurrido en la historia de la información pública. En un artículo titulado la “Guerra contra la verdad” el ensayista venezolano Moisés Naim sostiene que la información “potenciada por la revolución digital será el motor más importante de la economía, la política y la ciencia del siglo XXI”. Naim considera también que la información será una peligrosa fuente de confusión, fragmentación social y conflictos: es el nuevo petróleo que “después de procesado y refinado, tiene gran valor económico”. Nos alerta contra la desinformación y nos previene contra el fraude y la manipulación que fomenta el conflicto que incentiva aceleradamente.(19)
El director del diario londinense The Guardian, Alan Rusbridger, afirma que una sociedad no puede funcionar de no verificarse un acuerdo sobre lo que diferencia un hecho real de uno falso. No se puede gobernar, ni tener debates, ni trabajar sin diferenciar un hecho real de uno falso; los tribunales, sin establecer cuál es la verdad. Las controversias a veces generan verdaderas batallas verbales.
El expresidente de los Estados Unidos, Donald Trump, ha exacerbado los conflictos de opiniones adversas a la prensa. Llegó a decir: “Estos animales de la prensa, sí son animales. Son los peores seres humanos que uno puede encontrar”.
Tras el anuncio de que Trump había sido infectado por el COVID-19, aparecieron muchas noticias que pusieron en duda el hecho. Armando Iannucci, periodista y creador de la serie Veep, dijo: “No me sorprende que nadie le crea. Hoy por hoy, nadie cree nada”. Y agregó: “El virus que se está propagando es el que siembra dudas sobre toda información fáctica”.
La cantidad de tergiversaciones y de noticias falsas procedentes de la Casa Blanca han llevado a Nicole Hemmer, historiadora especializada en el rol de la prensa, a afirmar que “históricamente ni el presidente ni el Gobierno han sido confiables. […] Suelen no decir la verdad y en el caso del presidente, miente directamente”.(20)
Esta práctica de difundir mentiras desde los estratos más altos de la autoridad puede llegar a provocar un enorme desentendimiento social. Nadie podrá entenderse, como sucedió en la torre de Babel. En 1951, Hannah Arendt escribió: “El sujeto ideal de un régimen totalitario no es el nazi convencido o el comunista comprometido son las personas para quienes la distinción entre los hechos y la ficción, lo verdadero y lo falso ha dejado de existir”. Más de seis décadas después, esta descripción ha adquirido renovada vigencia. Es imperativo derrotar a quienes han declarado la guerra a la verdad.(21)
Otro aspecto de la relación del ser humano con el mundo al comenzar el siglo XXI, quizá por primera vez en la historia universal, es haber descubierto la fragilidad de la vida en el deteriorado contexto del medio ambiente. Se trata de la relación del mundo con el cuerpo físico de la especie humana. No es el azar de la moda lo que me lleva a señalar la alteración del medio ambiente, sino el peligro que esto suscita para la preservación de la vida.
En 2020, ante la amenaza de la enfermedad del COVID-19, causada por un virus de baja letalidad pero muy contagioso, que provocó ese año 1,85 millones de muertes y 85,2 millones de contagios (OMS, Universidad John Hopkins, World Meter), muchos gobiernos encerraron a sus ciudadanos en sus casas, en algunos casos por más de doscientos días, y bloquearon sus economías produciendo una sorpresiva depresión mundial. Jamás, sin embargo, tuvieron una reacción semejante frente al deterioro sistemático del medio ambiente que, desde hace ya varias décadas, amenaza seriamente la vida humana en el planeta Tierra. Ni una enfermedad, por más peligrosa que fuere, provocó tales reacciones colectivas.
Es la respiración del alma de la vida la que está en juego. El desequilibrio en la oscilación de los opuestos que gravita hacia la enfermedad. Muy pocos son los dirigentes que asumieron la responsabilidad de actuar, impávidos como lo están, frente a la suerte de las poblaciones que viven en condiciones precarias por la mala calidad del aire y el agua, el deterioro del suelo y el hábitat natural.
La excitación que mostraron por la enfermedad del COVID-19 no es comparable con la persistente apatía frente al grito de la Tierra que nos despierta cada día.
Para las generaciones que nos precedieron nunca hubo una alerta semejante. Por eso, el papa Francisco, en la encíclica Laudato si´, hace un llamado urgente para defender la casa común.
A pesar de que “nunca la humanidad tuvo tanto poder sobre sí misma”, nada garantiza que lo haya utilizado bien para hacer frente a los múltiples peligros y amenazas que acechan la vida en la Tierra.
El ser humano está en resonancia con la biosfera porque a través de su propio cuerpo está obligado a “pasar continuamente el mundo para absorberlo y rechazarlo” en un doble proceso de intercambio permanente: por la respiración, por una parte, y por la ingestión de alimentación, por otra.(22)
En un magnífico texto, Thomas Fuchs aclara la importancia de esta cuestión. Recordemos que es un profesor de Psiquiatría:
El vínculo entre el alma y la respiración, comprobado en el lenguaje de las culturas más diversas, no reposa en la necesidad vital del aire ni en el miedo existencial a su falta, sino en la experiencia fundamental de la respiración: el hecho de que estar vivo es establecer una relación de comunicación con el mundo.(23)
Enrico Baj sostiene que entre las ideas arquetípicas de nuestra cultura están las de la confusión y la del Diluvio Universal. Dice que tras la confusión llega la catástrofe, que sería un momento trágico. Pero el artista italiano afirma que “hoy en día parece que la confusión está condenada a perpetuarse, que todo debe ser conservado, catalogado, memorizado”.(24)
He aquí algunos asombrosos hechos que obligan a ponernos de pie y actuar para recuperar el vis vitalis que nos permitió construir la brillante cultura que heredamos, aprovechar las grandes oportunidades de este mundo que todavía está a nuestra disposición.
Los antiguos oráculos
Casi todos los pueblos han tenido la adicción de anticipar el porvenir. Los más antiguos lo hicieron en conexión con la naturaleza, la magia, la astrología o la profecía. Los más modernos sintieron que era posible descifrar con la garantía de la razón (la ciencia) el ineluctable camino de la historia. Otros creyeron que la imaginación podía anticipar tiempos futuros; fueron los románticos, los poetas.
Hay temas recurrentes en la anticipación del futuro. El más antiguo es el del “eterno retorno”. Todo recomienza donde empezó pues, como dice el historiador de las religiones, Mircea Eliade, “el pasado es la prefiguración del futuro. […] En la historia nada es nuevo bajo el sol”, lo que es una concepción arcaica, según la cual el tiempo no lleva a ninguna parte, todo es una repetición en un círculo. Es una visión doblemente repetitiva porque ocurre tanto en el mundo como en cada ser humano. Es determinista porque lo que ocurrió volverá a ocurrir. El eterno retorno, ¿no será en definitiva el eterno presente?(25)
Uno de los sentidos que encierran los oráculos es “conócete a ti mismo”. Mediante el acceso al conocimiento de sí, es posible para el hombre prever su futuro pero, más importante aún, encontrar su auténtico ser. A través de la observación de los comportamientos del ser humano, los animales y las plantas, las leyes que rigen el tiempo y la naturaleza, el hombre ha sido capaz de adueñarse de su propio destino y hallarse en armonía con el universo.
El Yi Jing –o, como lo llamamos en Occidente, el I Ching– es un libro de oráculo y sabiduría cuya antigüedad se sitúa alrededor de los 2800 años antes del nacimiento de Cristo. Se le llama el libro de los cambios pero su significado completo es “cambio de acuerdo con el tiempo para seguir el Tao”. Es un libro de ciencia porque contiene las leyes de la naturaleza; es un libro de sabiduría porque las leyes de la naturaleza están reflejadas en las leyes humanas, y es un libro de ética porque las leyes humanas tienen valores morales.
El I Ching no funciona sin ética, ya que la ética es lo que se ve reflejado en la acción. Este libro fue usado por los grandes emperadores y todo indica que su filosofía sigue impregnando a toda la cultura china y a la de sus elites, en lo que concierne a sus responsabilidades en el contexto mundial actual.
A partir de la segunda mitad del siglo XX, la perspectiva científica y profesional ha ocupado el lugar que antiguamente tuvieron los oráculos.
Comparando los hechos del presente con las antiguas predicciones, ¿qué podemos prever del porvenir del planeta? Carecemos, sin duda, de las seguridades divinas del hombre antiguo, y tampoco sabemos más del futuro que el cazador de Neandertal.
Pero veamos lo que se preveía desde tiempos más antiguos.
En la tradición judeo-cristiana hemos transitado de la nostalgia del Jardín del Edén a la esperanza de encontrar de nuevo el paraíso terrestre. El Islam y la cultura iraní, con una actitud milenarista, esperan desde hace siglos la llegada de un mesías que restaure la justicia.
Los pueblos originarios de América han escudriñado los arcanos del cielo e interpretaron sus calendarios y los dioses de la Tierra. Anunciando la llegada de los españoles. El Chilam Balan de los mayas profetizó con certeza: “Van a morir”. El presagio aborigen confirmó que llegarían seres que vendrían de afuera.
Relatos muy antiguos guardan en América la memoria de vaticinios que predecían la llegada del hombre blanco. La destrucción del templo de Xiuhtecuhtli sin trueno ni lluvia, la aparición de un ave color ceniza con un espejo en la cabeza o el nacimiento de extraños monstruos constituyeron en México malignas atmósferas de magia y prodigio. Para Moctezuma, la pérdida se anunciaba inminente.
En el Cuzco, mientras se celebraba la Fiesta del Sol, un cóndor perseguido por dos halcones fue derribado en el centro de la plaza. Terremotos gravísimos ocurrieron en el tiempo de Huayna Cápac, undécimo inca, y se recuerda también que un ancestro suyo, Viracocha, predijo que el imperio del Tahuantinsuyo sería destruido por unos desconocidos. Más al sur, donde habitaban los nómades de las planicies, hubo inundaciones y repetidas lunas con sospechosos aros rojizos.(26)
Muchos son los que preguntan qué está ocurriendo en este mundo. Qué va a suceder si continúan las tendencias que destruyen el medioambiente. En las antiguas culturas se apelaba a los augurios para guiar las acciones de los seres humanos. Podríamos hacer un repaso para distraer la imaginación del lector. Recuerdo que la cultura de Occidente se asentaba en la reverencia a un tríptico: verdad, belleza, bondad. Ya poco se conserva de aquellas virtudes.
En el Antiguo Testamento, Daniel habla del “fin de los tiempos” en el libro de las Revelaciones. Anuncios sobre el futuro se leen en los textos antiguos como el Gilgamesh; o en El libro de los muertos del Antiguo Egipto. En la Biblia se anuncia la batalla final de Armagedón, donde lucharán el bien y el mal.
Así como en sueños Isaac elige a su mujer,(27) así también Jonás elige su táctica militar,(28) y muchas tradiciones eligen los sueños como material de interpretación.(29) Se lee el porvenir utilizando todo tipo de mancias. Entre los pueblos antiguos, los únicos que no practicaron la astrología fueron los egipcios. Pero El libro de los muertos tiene muchos consejos, como no modificar el curso del Nilo (la represa de Asuán lo hizo).
La Biblia acordó un lugar muy importante a los profetas de Israel como Isaías, Jeremías, Ezequiel. Los celtas, los druidas, los escandinavos y los pueblos germánicos le dan un lugar clave a la adivinación.
En la civilización griega, el pueblo más cultivado de la Antigüedad, el destino individual y el colectivo estaban en manos de los dioses. La visión griega de los poetas, cuya misión era anunciar la voluntad divina, es pesimista, y desde el origen se manifiesta en un proceso de decadencia que atraviesa cuatro edades: la de oro, el paraíso; la de plata, la justicia; la de bronce, la felicidad, y la de hierro, la juventud. Alejándose de la felicidad divina, el ser humano se degrada. Los romanos retomaron la visión pesimista con Ovido, y una interpretación positiva con Virgilio, que proclamó el retorno de la edad de oro con el emperador Augusto, quien gobernó desde el 27 a. C. hasta su muerte en el 14 d. C. Los dioses otorgaron a algunos héroes el poder de interpretar los signos y, a través de muy variadas prácticas (líneas de la mano, sueños, vuelos de pájaros), los oráculos fueron un método instintivo para traducir la palabra divina. Hubo muchos lugares donde se llevaban a la práctica los oráculos, pero el de Delfos fue el más famoso. Cuenta el historiador ateniense Tucídides que en 132 a. C. los espartanos enviaron una delegación a Delfos –centro de la diplomacia de las ciudades griegas– “para solicitar a los dioses si era prudente entrar en una guerra”. Es importante saber que a veces los oráculos provocaban los hechos, porque los vaticinios aún no estaban separados de la magia.
En el Imperio romano, que tuvo una cultura racionalista y de algún modo positivista, la práctica de la predicción del futuro fue introducida por los oráculos griegos, la astrología y la adivinación oriental. Sin embargo, los medios conservadores eran reticentes a la previsión del futuro. En alguna época, la predicción del futuro fue asunto de la religión, en otras se impidió a los privados hacer vaticinios que condicionaran el poder y, por último, algunos emperadores prohibieron la práctica de la adivinación del futuro.
En el mundo romano lo que sí tuvo gran importancia fueron los prodigios, fenómenos sorprendentes que eran una manifestación de la “cólera” de los dioses. El poder imperial no toleraba los malos augurios, como la profecía de la muerte de Augusto. El emperador Tiberio prohibió toda predicción por parte de adivinos, salvo en presencia de testigos y del emperador. Claudio, por su parte, propuso crear una oficina de adivinos, que en el año 47 d. C. se convirtió en una especie de ministerio del futuro. Es decir, la predicción del futuro se transformó en un monopolio del Estado. A partir de Constantino, las autoridades romanas trataron de destruir todas las fuentes y prácticas adivinatorias.
Podría pensarse que la llegada del cristianismo desacreditaría las prácticas de predicción del futuro, pero no fue así, pues la tradición bíblica está plagada de augurios, pronósticos y profecías. Daniel y San Juan son pilares de la profecía apocalíptica cristiana. Daniel y sus compañeros se hicieron célebres como intérpretes de los sueños premonitorios de Nabucodonosor, emperador de Babilonia.
El Apocalipsis es un libro profético cuyo imaginario y aritmética escénica han inspirado las más extrañas y fantasiosas predicciones. Como dice George Minois en su Historia del porvenir, se ha intentado hacer una lectura profética y lógica “de un texto cuya coherencia interna y verdadera finalidad ignoramos”. Afirma que es una “imaginería completamente incoherente”, que con el correr de los siglos ha provocado interpretaciones extravagantes que han tenido mucho éxito. Son populares los relatos del libro de los siete sellos y el del dragón expulsado del cielo por el arcángel Miguel.(30)
Muchos textos del Antiguo Testamento anuncian al pueblo judío un futuro de felicidad a pesar de que estaba humillado y perseguido. Zacarías profetizó lo que sería el “día del Señor”, diciendo: “[…] acompañando todos los santos […] a la noche brillará la luz”.(31)
En la Edad Media encontramos una gran cantidad de textos proféticos, predicciones milenaristas e interpretaciones de los astrólogos, que fueron prácticas muy difundidas, inclusive entre los consejeros de reyes y emperadores. A partir del siglo XV hubo un boom de la astrología (entre los siglos X y XVIII se dieron a conocer 12 563 manuscritos solo en Alemania). Todos los años, a partir de 1470, se editaban “pronosticaciones” sobre las cosechas, precios, enfermedades y otros hechos sociales, a veces penales.(32)
Pero el ataque contra la astrología por parte de los intelectuales y la Iglesia Católica fue muy fuerte. En 1494, Pico della Mirandola, escribió Disputationes adversus astrologiam divinatricem, un alegato contra la astrología.(33) Este genio del Renacimiento a los 23 años convocó en Florencia a todos los sabios de Europa para defender contra cualquier oposición sus 900 tesis de religión, filosofía, filosofía de la naturaleza y magia.(34)
Uno de los más famosos “pronosticadores” fue Michel de Notre Dame, que vendía ungüentos y filtros, y en 1553 publicó unas “centurias” en cuartetos endecasílabos. Nostradamus, médico y vidente, astrólogo y filósofo, matemático y alquimista, fue un pronosticador exitoso que tuvo y tiene todavía gran éxito, con sus célebres cuartetos (942) de predicciones y diez centurias. Nació en Saint-Rémy-de-Provence en 1503 y su libro Las profecías se convirtió en un best seller por sus numerosas ediciones. Este tipo de literatura tenía la trampa de un lenguaje confuso y a veces incoherente. No obstante, la Corte de Francia y otros monarcas se rodeaban de astrólogos y videntes.
Después de Utopía, célebre obra de Tomás Moro (1516), se abrió la imaginación del mundo europeo que había descubierto un nuevo mundo en América. También puede recordarse La Ciudad del Sol de Tommaso Campanella (1602) y Nueva Atlántida (inconclusa) de Francis Bacon (1627). La utopía descubre una naturaleza generosa, un sueño del país de “Cucaña”, de El Dorado, que siempre transmite, como decía Kant, “lo que es dulce de imaginar”, pero que también se integra a la legitimidad de la esperanza, y donde “un modo de organización social coherente puede concretar sus deseos”.(35) Después de Tomás Moro, las utopías se situaron en un imaginario lejano.
Las profecías utópicas que despertó la aparición de América perturbaron la conciencia de Europa. Allí se reveló la aparición de una “tierra sin mal”.(36) Las profecías que proyectaron a América en la conciencia europea fueron sin duda una experiencia excepcional de transformación de una cultura a partir de la visualización del futuro. Allí la esperanza proyectó mil años de felicidad, sin culpa ni miedos. Tomás Moro, Montaigne y toda la literatura francesa e inglesa descubrieron el “hombre nuevo” que renovó un sueño de aventura y ambición de gloria.
Esa tierra nueva, “cuarta parte del mundo”, había sido anunciada por leyendas y mitos antiguos: el jardín de las Hespérides, la Atlántida de los griegos y la Comedia de Dante, libro que, por su parte, reveló la existencia de cuatro estrellas (la Cruz del Sur), solo vistas por los primeros humanos. Todo indicaba que América era la tierra anunciada.
No se conocía en aquella época la enorme riqueza mitológica que albergaban las culturas originarias de América, porque estas recién fueron estudiadas en los siglos posteriores.
Al descubrir el Orinoco en el tercer viaje, iniciado en 1498, Colón envió una relación a los Reyes Católicos en la que se pregunta si el gran río no proviene del Paraíso Terrenal. Piensa, también, que quizás atraviese ese “gran país del Sur del que habla Ptolomeo”.
Cabe evocar el nombre de algunos de los mitos que poblaron en su versión europea el imaginario de la cultura de la América profunda desde México a Tierra del Fuego. Las amazonas, que se creía habitaban el corazón de la selva; Cucaña-Jauja, la ciudad encantada de los césares; El Dorado, o El Paititi. Por su parte, Trapalanda fue el mito primero de esta tierra de promisión que se llamó la Argentina.
Cucaña y Jauja son los reinos del exceso y de la revancha, donde los esclavos quiebran los principios de las jerarquías, como en las fiestas saturnales. “Ego sum Abbas cucaniensis” (“Yo soy el abad de Cucaña”), se canta en Carmina Burana. Fortuna Imperatrix mundi (también llamado “O, Fortuna”, por sus palabras iniciales), coro principal que abre y cierra los Carmina Burana.(37)
Las culturas originarias que se mantuvieron aisladas tuvieron una simbología mágica que corporizaron en jaguares, cóndores y serpientes. Las cosmogonías americanas tienen en común volcar su esperanza en el futuro con el regreso de un dios, que en la civilización de Tiahuanaco se llamó Viracocha.
Calendarios y cartas sagradas guardaban el vocabulario hermético del culto a la Pachamama en la región andina, que abarca el norte de la Argentina. Aún hoy se celebra el ritual a Quetzalcoatl, cuyos orígenes se remontan al Imperio azteca, y el culto a la Pachamama.(38)
Muchos autores de los siglos XVI y XVII estaban convencidos de que la humanidad se encaminaba hacia una era de felicidad gracias a la abolición de la propiedad privada. Estas obras impulsaron la esperanza en un mundo alejado del mal.
Tal como en el mundo antiguo, hubo críticas a esta adicción de predecir el futuro. Hay a partir del siglo XVIII una literatura satírica o de burla a la astrología y a la predicción del futuro. Puede recordarse a Daniel Defoe y a Jonathan Swift, que con sus historias y escepticismo desprestigian la astrología.
A partir del siglo XVIII, la práctica de anticipar hechos futuros dejó de nutrirse del mundo de los dioses, los astros, los duendes o los diablos, y buscó fundamentar sus previsiones en la historia, las ciencias sociales, las ciencias naturales o las utopías. El pensamiento moderno dejó de inspirarse en el cielo y en el mudo metafísico y de concebir lo que pasará con una impronta fatalista. Para unos pasará lo que los dioses o el cielo han decidido que pase; para otros será la conducta humana la que defina los hechos.
Se planteó la libertad humana como parte de la previsión del futuro. En este punto las ideas del cristianismo, concretamente las enseñanzas de Cristo, modifican la vieja visión de sometimiento y sacrificio a los dioses, que caracterizan a todas las civilizaciones antiguas, y la sustituye por la libertad de la conducta humana. El principal bien del ser humano será, entonces, la libertad.
¿Y ahora, a dónde vamos?
A partir de fines del XVIII hubo muchos intentos de predecir el futuro con métodos racionales a través de la intuición e imaginación de los intelectuales y artistas.
Si observamos el humor de los tiempos, podría concluirse que, en general, la visión del futuro en casi todos los momentos del siglo XIX en Europa viró de optimista, al principio, a pesimista, después. En ese siglo apareció la ciencia ficción. Se trataba de inventar países con regímenes totalitarios, cuyos ciudadanos parecían zombis; se crean monstruos imaginarios, mundos alternativos sostenidos por utopías científicas. Muchos personajes eran siniestros, a pesar de que para los niños se difundieron cuentos inocentes.
Fue también el siglo de la expansión colonial. A principios del siglo XIX, el territorio colonizado era un pequeño porcentaje, mientras que al finalizar la centuria solo la décima parte quedaba sin colonizar. Fue el tiempo de la aparición masiva de la industria mecánica en la guerra ruso-japonesa de 1904-1905 y en la Primera Guerra Mundial.
Del siglo XX solo puedo decir que hubo dos momentos de euforia relativos: el período de entreguerras –los “años locos”– y los treinta años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, que consagraron la primacía de la democracia en Occidente. Podemos recordar los “años locos” en las imágenes de Rodolfo Valentino, que subyugaron al público bailando tango en las películas de Hollywood, y de Benny Goodman y Louis Armstrong, que embelesaron a la juventud con la música jazz que se extendió por el mundo.
Todo terminó con sangre, cuando en 1939 Alemania invadió Polonia. La posguerra fue un momento de optimismo por el gran éxito de las políticas del Estado providencia, que en muchos lugares crearon un bienestar jamás conocido. Pero a partir de la década del 1970, las cosas comenzaron a cambiar. La crisis del petróleo y las crisis política y financiera que sobrevinieron no dejaron un momento de sosiego. Como se ve, el mundo siempre tuvo momentos de incertidumbre o de pánico: la depresión de 1929 y la posterior crisis; la revolución bolchevique de 1917; la Guerra Civil española; la crisis de Berlín; la crisis del oro y la guerras políticas o religiosas (Irán, Irak, Ruanda, etc.); la crisis de 2008, la peste sanitaria de 2020.
El siglo XX ha sido sin lugar a dudas el más sanguinario de la historia de la humanidad. También de gran progreso científico y de avances en el aspecto social. Conoció las más feroces dictaduras y regímenes de inaudita crueldad. Vio florecer las esperanzas con la vigencia de los derechos humanos en muchos países donde habían sido sistemáticamente violados, como en Argentina y Uruguay.
Sin embargo, a pesar de muchos logros y avances en favor de una vida más pacífica, de mayor bienestar que en muchos otros momentos de la historia, Albert Camus pudo decir que fue un siglo despiadado. No olvidemos que fue el siglo de Chernóbil, Auschwitz e Hiroshima.
Si nos retrotraemos a principios del siglo XIX, la literatura y los artistas comenzaban a anunciar el siglo XX, en el que la democracia tuvo un momento de gloria en el medio de trágicas carencias morales, de olvido de virtudes y, sin duda, de benevolencia entre ciudadanos de una misma polis.
Muchos intelectuales anunciaron el advenimiento de sociedades monstruosas regidas por el poder incontrolable de dictadores, de experimentos científicos que transformarán a los seres humanos en zombis. También se proclamó la posibilidad de fabricar artefactos provistos del atributo de la vida, como el simulacro de Frankenstein; hubo en algunos momentos un culto a la monstruosidad.
Ya ingresado el siglo XX, artistas como Alberto Giacometti, con sus esculturas escuálidas y torturadas, Francis Bacon o Pablo Picasso, que crearon una estética de seres de formas desestructuradas, representaron la posible mutilación del ser humano y los experimentos biológicos para dominarlos. En Guernica, Picasso condenó los horrores de la “guerra” como continuación de la política. Al imaginar un “contrarreino”, como dice Paul Virilo:
[…] la ciencia adelantaba la civilización, permitía civilizar lo salvaje, civilizar lo que estaba en estado bruto de la animalidad y la barbarie. De tanto desarrollar esta civilización de la ciencia, se ha acabado militarizándola.(39)
Lo primero que podemos decir acerca de los aspectos políticos, económicos, científicos y culturales de la civilización del siglo XX es que carecieron del común denominador de belleza y bondad que caracterizó al Renacimiento europeo, más precisamente en Italia. Allí se gozó de los cielos límpidos y celestes que pintó Leonardo da Vinci (1452-1519); de las bellísimas niñas que fascinaron a tantos amantes de la belleza con sus movimientos; de la Primavera de Sandro Botticelli (1445-1510). A diferencia de aquel mundo, William Blake y Edvard Munch nos anunciaban tiempos de polución y figuras menos proclives a confiar en el hombre culto del Renacimiento, porque ya habían elegido someterse a la sociedad industrial y a la tecnología.
Para comprender el momento en que vivimos en este comienzo del siglo XXI, debemos resolver el eterno combate entre el error y la verdad. La razón humana sustituyó a los dioses cuando se trató de escudriñar el futuro. Vivimos un tiempo de incertidumbre, como casi siempre ocurrió en la historia. Sin embargo, los sabios y los filósofos, los artistas y los intelectuales, nos ofrecen la esperanza de un mundo feliz, de una utopía de bienestar.
Mientras que para Voltaire la historia del mundo es una vasta escena de bandidaje librado a su suerte, el napolitano Vico, en su Scienza Nuova, cree discernir un progreso irreversible que va de “épocas lejanas, naturalmente oscuras, groseras y pobres”, a una época de luz, de cultura y de grandeza.(40)
Nicolás de Condorcet, en el esquema de diez etapas del ser, había esbozado un cuadro histórico del progreso del espíritu humano apoyándose en “las leyes generales, necesarias y constantes” de la historia. En ese esquema ofrece una visión francamente optimista, pues cree que la décima etapa será la de la igualdad, el desarrollo de la razón, la ciencia y la industria, que permitirán el nacimiento de un “hombre nuevo”: “Él iluminará la tierra de los hombres libres…”.(41)
Sin duda el más convincente intelectual que creó una filosofía de la historia fue Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831). En Lecciones sobre la filosofía de la historia y sobre todo en Fenomenología del Espíritu afirma que la historia de la humanidad está guiada por una gran fuerza que es el espíritu (geist), conciencia humana colectiva, que avanza hacia su propia realización. Esta marcha del espíritu no es rectilínea sino un proceso dialéctico de oposiciones cada vez superior que se resuelve en una síntesis, donde en cada etapa desaparecen estructuras anteriores. Cada época tiene sus leyes, sus técnicas, su moral, su religión. Lo único absoluto es el espíritu. Para Hegel, el “reconocimiento” es lo que cada ser humano busca en la sociedad.
Según Hegel, la última etapa es la sociedad liberal avanzada, donde reinan la libertad y la igualdad en el seno del Estado. En ese momento llegan la Revolución francesa y Napoleón.(42)
A principios del siglo XIX, Hegel pensaba que la guerra de ideas había terminado con la batalla de Jena, en 1806, cuando Napoleón aniquiló al ejército prusiano. Su destrucción representó el triunfo de la Revolución francesa frente al mejor ejército que el antiguo régimen europeo podía ofrecer. En aquel momento el fin de la geopolítica coincidió con el fin de la historia.
Muchos pensadores tomaron esta idea del “fin de la historia” de Hegel. Por ejemplo, el filósofo y político francés Alexandre Kojève y, últimamente, Francis Fukuyama utilizaron la historia evocando el milenarismo, es decir, un fin de los tiempos, en que la profecía se termina porque ya no hay de qué hablar. Por primera vez en tres mil años de civilización occidental hemos perdido la capacidad de corregir y de renovar a tiempo las imágenes del futuro.(43)
En el siglo XIX, la historia se aceleró. Los tugurios antihigiénicos y las oficinas miserables de empleados de fábricas atestadas de aire viciado eran el telón de fondo de una aspiración de cambio que reemplazaba el inmovilismo del viejo régimen. En esta época, anunciar un futuro mejor fue el alimento de todas las utopías socialistas o científicas.
Había que luchar para construir un futuro que fuera absolutamente terrenal. El liberalismo y el socialismo situaban al individuo en el centro de sus preocupaciones. Se terminaron los cerrojos del nacimiento, en una sociedad donde todos querían ser iguales y donde, por lo tanto, el ascenso social no solo era posible sino necesario. Las predicciones eran un estímulo para los emprendedores, para quienes la innovación era un instrumento necesario para crecer en mercados competitivos.
En ese contexto, las predicciones científicas, políticas, económicas o sociales reemplazaban la fe que las grandes religiones habían asegurado. Los que predecían el futuro eran los economistas; los que formulaban utopías, los teóricos de la prospectiva. Se desplazaban de esta manera a los sacerdotes de las religiones tradicionales.
El individuo estaba más solo, la sociedad era una jungla, por ello había que recurrir a nuevas estructuras de salud colectivas: los sindicatos, los partidos guiados por las nuevas profecías que anunciaban el futuro. Las convulsiones fueron importantes en Europa: la sociedad tradicional empezaba a tambalear en los mitos de las nacionalidades, al paso de los cambios en los métodos de la producción industrial que eran tan bruscos que las sociedades debían inventar resguardos para mantener su estabilidad. En ese universo de fábricas y humo, de nuevas ideologías y conflictos sociales, los teóricos políticos, sociólogos y economistas debían asumir el rol de los profetas en la Antigüedad.
La atmósfera que invadió el principio del siglo XIX tuvo un clima propicio, a diferencia de lo que ocurrió a comienzos del siglo posterior. Muchos son los testimonios de esa confianza en el futuro. Víctor Hugo, el visionario romántico, exclama en 1830: “¡Oh! ¡El porvenir es magnífico!”. En una carta que le envía a Nadar, el fotógrafo, anuncia que la ciencia asegurará la libertad del género humano. Víctor Hugo acompaña con su optimismo a poetas de todo el mundo; por ejemplo, el chileno Manuel Lacunza predice una tierra “eternamente renovada” física y moralmente, de naciones instruidas, pacificadas, bautizadas, que conservan una “fe pura, de costumbres inocentes”.(44)
Hay pesimistas, como el clérigo anglicano Thomas Malthus, quien partiendo del argumento de que la producción crece a un ritmo aritmético, mientras que la población lo hace a una velocidad geométrica, anunció una catástrofe si no se reducía drásticamente la cantidad de habitantes.
Karl Marx, aunque tuvo la reticencia de hablar del futuro, formuló una doctrina y propuesta políticas que se inscribe dentro de la literatura profética. Su libro El capital tuvo un enorme éxito, así como su programa de acción revolucionaria, basado en la historia de la lucha de clases. Marx “nos presenta una grandiosa visión de la máquina histórica avanzando inexorablemente hacia la revolución proletaria y el comunismo”. Marx puso en pie un sistema utópico que se concretó en un movimiento revolucionario que cautivó a muchos pueblos. Al instalarse la URSS, que sustituyó a la vieja Rusia zarista, el saldo histórico fue más de cien millones de muertes por la represión, la guerra y el hambre.
Pero llegó la ciencia ficción, que es como una contrautopía. El viejo paraíso se transforma en infierno. Un ingeniero ruso nos inicia en este género literario que prefigura el futuro. Se trata de Yevgueni Zamiatin (1884-1937), quien escribe en Petrogrado (San Petersburgo) la novela Nosotros (1920).
En ella cuenta su experiencia bolchevique, pero su testimonio se aplica a todo el mundo. Nos transporta a un futuro cuya idea matriz será –como dice George Minois– la alianza entre el poder político y la ciencia. Nos adelanta una sociedad mundial en la cual un pequeño grupo dispondrá de un poder absoluto sobre una masa de gente sometida y deshumanizada en la que toda individualidad desaparecerá.
La novela de Zamiatin no resuelve la cuestión de la felicidad en la sociedad del futuro, sino que su pensamiento promueve la libertad y la conciencia personal. No habrá egoísmo ni altruismo, bien ni mal, porque se suprimirá todo sentimiento, de modo que los seres humanos serán máquinas. A la cabeza de quien ganará las elecciones con la totalidad de los votos habrá un gran benefactor que ejercerá las funciones de un Estado mundial.
Con esta monstruosa visión de un Estado mundial totalitario, donde se suprime la libertad, se abría el telón a las nuevas utopías del futuro.(45)
Aldous Huxley, Ray Bradbury y George Orwell fueron otros autores que imaginaron ese mundo futuro. Huxley, en su obra Un mundo feliz (1932), sitúa el comienzo de su historia en 1908, el día que salió de fábrica el primer Ford T. En esta novela el ser humano logra su felicidad viviendo en una sociedad que implanta la dictadura absoluta, que suprime la libertad y la conciencia. Los humanos se crean por fecundación artificial y están programados para organizarse y vivir felices agrupados en cinco clases: Alpha y Beta (superiores), Gama, Delta y Épsilon (inferiores). No existen ni las enfermedades ni las guerras; no hay obstáculos entre el deseo y la realización del placer, no hay Dios; la juventud es permanente y la felicidad obligatoria.
Huxley comparaba ese mundo artificialmente feliz con el caos y la desorganización que caracterizaron a la época en que vivió.(46)
Siguiendo esa misma fantasía de futuro, George Orwell publicó en 1949 la novela 1984. Allí se describe un mundo de poder autoritario, donde los individuos no buscan la felicidad sino la sumisión al Big Brother. Se trata de crear un mundo distinto al de los estúpidos modelos reformistas de las viejas civilizaciones que buscaban la justicia. Orwell propone un mundo de ocio, donde reina el miedo y la ira. No habrá lazos de amor entre los hombres y las mujeres y, por supuesto, se habrá suprimido el orgasmo. No habrá arte ni ciencia, ni distinción que separe lo feo de lo lindo. El mundo al revés, donde “la guerra es la paz, la libertad es la esclavitud y la ignorancia la fuerza”. Todo está bajo el control del Big Brother y del Ministerio de la Verdad, que tendrá también por misión destruir todo rastro escrito del pasado que esté en desacuerdo con la política del Partido.(47)
Para el mundo que visualiza Orwell, el futuro no existe y no hay imprevistos, todo estará dominado por un orden perfecto. Los que se rebelen serán exterminados.
Desde la segunda mitad del siglo xix se había vuelto a hablar de razas superiores, como lo intentó demostrar Arthur Gobineau en su Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas. Empieza una visión que amenaza con oscurecer las perspectivas del futuro. Baudelaire exclama en un poema que “el mundo se terminará”: “Oh, burgueses, solo las vísceras quedarán de tus entrañas”.(48)
En esa época se comenzó a hablar de la decadencia de las naciones latinas, como lo afirma Gustave Le Bon, uno de los creadores del positivismo. Surgían amenazas de todos lados, crisis económicas, tensiones militares, disminución de la natalidad. Se presentaba con crudeza el conflicto anunciado por algunos socialistas entre la “burguesía” y el “proletariado”. El profetismo se repetía; en la segunda mitad del siglo XX los que anunciaron el futuro se llenaban de sentimientos negativos.
Comenzaron a cumplirse muchas de esas predicciones aciagas. En la hecatombe de la Primera Guerra Mundial murieron diez millones de combatientes y solo en la batalla de Verdún se utilizaron diez millones de granadas, en 2,4 kilómetros cuadrados. Una efervescencia militarista invadió a la civilización europea. Gabriele d’Annunzio abogaba por la imperiosa necesidad de la guerra como antídoto contra la decadencia: “No queremos ser un museo, ni transformarnos en un hospedaje pintado de celeste para las lunas de miel…”.
Mientras Europa se convertía en un polvorín, Romain Rolland afirmaba que esa guerra “era la más espantosa derrota de la razón”, en tanto Paul Valéry, decepcionado, comprobaba que “una civilización tiene la misma fragilidad que una vida”.(49)
Una de las más potentes premoniciones del futuro del siglo XX la hizo Oswald Spengler (1880-1936), en su libro La decadencia de Occidente. Aplicando la ley biológica, afirma que “las civilizaciones son mortales”. A este autor casi olvidado Thomas Mann lo calificó de “derrotista de la humanidad”.
Spengler era un gran pesimista que no creía en ideales ni en la justicia, solo reconocía los hechos. Dice que abandona “el entusiasta optimismo con el que el siglo XVIII creía poder remediar la insignificancia de hechos por la aplicación de conceptos”. Su lección fue brutal: “Basta de engaños, de sueños”.(50)
Después de la carnicería de la Segunda Guerra Mundial, los horrores de la represión de Stalin, el Holocausto del pueblo judío y las bombas atómicas lanzadas en Hiroshima y Nagasaki, la alegría de la vida en la Tierra quedó tan exhausta que resultaba absurdo aventurar nuevas profecías del futuro. La utopía nacida con el alegato del hombre nuevo que planteó Tomás Moro en su descripción de América parecía un género destinado al desuso. Era como el fin de un sueño de esperanzas, síntoma de un malestar de la civilización.
Hay quienes han afirmado el carácter predictivo de la ciencia ficción, en la medida en que los hechos son verosímiles, y en algunos casos los escenarios se han materializado en los hechos reales.
Se han evocado también los excesos del maquinismo que se deshumaniza, los robots que masacran seres humanos. En la película de Stanley Kubrick, 2001: Odisea del espacio (1968), la computadora HAL 9000 toma el control de la nave espacial. En esa época, fines de la década de 1960, EE.UU. produjo una serie de películas donde aparecen sus metrópolis hediondas y sobrepobladas donde todo rastro de belleza o humanidad ha desaparecido. Por su parte, en la novela Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, la lectura y los libros están prohibidos y las personas viven rodeadas de pantallas a las que llamaban “mi familia”.
Las premoniciones también se expresaron en la economía. Por ejemplo, las predicciones de Joseph Schumpeter en su libro Capitalismo, socialismo y democracia (1942), aluden a las tendencias autodestructivas del capitalismo. A su vez, John M. Keynes y otros economistas recomendaban políticas para el futuro. En 1971, el Club de Roma, en su informe Meadows, solicitó un urgente cambio de los patrones de consumo de energía. Hacia fines del siglo pasado se pusieron de moda los estudios de futurología que tuvieron mucho éxito, como los de Herman Kahn y Alvin Toffler. En 1977, Henry Kissinger nos anunciaba que “por primera vez en la historia estamos confrontados a la dura realidad de un desafío (el consumismo) que no se detendrá”.(51) Jeane Kirkpatrick, la representante de los Estados Unidos ante las Naciones Unidas, pensaba igual: “[…] no hay ninguna razón para creer que los regímenes totalitarios radicales se transformaron por sí mismos”.(52)
Hay muchos pronósticos para los siglos XXI y XXII, pero antes de plantear esa hoja de ruta, quizá debería mencionar que en el siglo XX el jesuita Teilhard de Chardin propuso una visión grandiosa que consistía en afirmar que el mundo es un gigantesco proceso en evolución a través de una complejización creciente que viene de millones de años. Según De Chardin, la fase de hominización no está terminada porque el hombre va hacia su completitud en otro ser cuyas características aún no podemos concebir, que es la “cristogénesis”, cuyo final es el “hombre-Cristo”, el “punto Omega”.(53)
Los reiterados conflictos de las culturas a partir del siglo XX nos enfrentan nuevamente a una reflexión sobre la historia y las predicciones sobre el futuro. La incertidumbre que presenta el contexto actual nos interpela con la misma premura que sentían los antiguos por conocer lo que iba a suceder para saber qué convenía hacer. La praxis es inconcebible sin el recurso del tiempo, y este, desde el punto de vista humano, significa pasado, presente y futuro.
Los que predican una New Age anunciaron el reemplazo de la constelación de Piscis por la de Acuario. Un costurero famoso, Paco Rabanne, explica en su libro Fin de los tiempos que el apocalipsis tendrá sobrevivientes, a quienes se les revelarán los arcanos de una luminosa edad de oro.(54)
Pero no sabemos hacia cuál de los dos lados del túnel nos dirigimos. Kafka nos había llenado la cabeza de pesimismos ya a principios del siglo XX con el héroe de El proceso, que es un personaje que desconoce las causas de su detención y lucha en un laberinto de procedimientos indescifrables.
Últimamente las profecías del fin de la historia parecerían tener por vocación borrar la esperanza, anular el futuro. La ineluctable unificación de los acontecimientos políticos, económicos, culturales o científicos nos lleva a otorgarles validez a teorías generalizadoras del futuro. Un futuro para todos, una historia definitivamente universal. Por eso, quizá, Francis Fukuyama ha tenido tanta repercusión con su fin de la historia.
Francis Fukuyama lanzó su tesis del fin de la Historia hacia el final de la Guerra Fría, en 1989, cuando anunció el “fin de la revolución tecnológica y la universalización de la democracia liberal occidental”. Determinó que se trataba del triunfo de Occidente sobre la ideología de origen marxista: “la guerra de ideas finalizó”.(55)
De allí en más se produjo en el universo de las ideas políticas una perceptible mutación: de un cierto inmovilismo que caracterizó el período de la Guerra Fría ingresamos a una dinámica de cambio “acelerado”; de una obsesión por la competencia en todos los terrenos contra las ideas inculcadas por la Unión Soviética a sus aliados del Pacto de Varsovia, así como contra sus logros en los terrenos político, tecnológico y científico, se pasó a una atmósfera cultural más abierta y receptiva de ideas y propuestas que movilizaron nuevos paradigmas y valores.
Fukuyama creyó que se trataba del triunfo de Occidente, pero la paradoja fue que aquel triunfo abrió las puertas a la aparición de nuevas ideas, de un cuestionamiento a la seguridad monolítica de las ideas políticas y económicas que guiaban la democracia, el capitalismo liberal y el socialismo.
Este autor publicó más tarde El fin de la historia y el último hombre. Pero todavía hay muchos intelectuales que refutan su tesis, quienes sostienen el definitivo retorno de la geopolítica, es decir, el regreso al siglo XIX.
En realidad, el fin de la historia es una idea de Hegel, quien sostuvo el conflicto y la competencia entre Estados contrarios, a pesar del triunfo de la Revolución francesa.
Pero Fukuyama también trató el panorama de lo que avizoraba como el crepúsculo de la historia. En ese mundo donde todos los grandes problemas han sido resueltos, la humanidad desaparecerá, como dice Walter Russell Mead. El nihilista “último hombre” que descubre Friedrich Nietzsche es un consumidor narcisista con no más aspiraciones que planificar su próximo viaje al shopping.
Desde una perspectiva histórica, existen diversas interpretaciones sobre las características del momento actual de la evolución de la humanidad. Podemos preguntarnos si estamos ingresando en una etapa, si se trata de la apertura de un nuevo ciclo, o de otra yuga dentro de la cosmovisión hindú, o si es que nos aproximamos al fin de los tiempos que anuncian los espíritus religiosos. Quizá se trata simplemente de algunas mutaciones culturales inscriptas en el ciclo largo.
La historia universal nos ofrece hitos que marcan cambios fundamentales para la vida de los pueblos. El saqueo de Roma por Alarico en 41 d. C., la caída de Constantinopla, en 1453 d.C., y la toma de Tenochtitlán, en 1521 d. C. ¿Estaremos transitando un nuevo recodo de la historia?
Al ingresar al siglo XXI, varios temas parecen determinantes cuando observamos las economías nacional y mundial.
Lo más elocuente de la realidad que viven las sociedades occidentales, la Argentina entre ellas, es la incertidumbre: ¿qué podemos prever? Por lo pronto, no podemos confiar en el método que usaron augures y videntes en la Antigüedad y en el Renacimiento, porque las premoniciones llevarían a errores más importantes de los propuestos por los científicos sociales en previsiones recientes. La opinión de los futurólogos se cansó de anticipar hechos catastróficos que nunca sucedieron. Nuestra prudencia nos obliga a ser escépticos.(56)
Sin querer tomar partido por ninguna predicción ni adelantar una opinión, solo podría citar al historiador inglés Eric Hobsbawm, quien ha dicho lo siguiente sobre el tiempo que vivimos:
[…] en la mitad del siglo pasado hemos ingresado en una nueva fase de la historia mundial. Es el fin de una historia, la que hemos conocido en los diez mil años pasados, es decir, desde la invención de la agricultura sedentaria. No sabemos hacia dónde vamos […](57)
Según Hobsbawm, se trata del “fin de una historia”, y no del “fin de la historia”, como algunos intelectuales creyeron después de la caída del Muro de Berlín, cuando el mundo occidental se vanagloriaba del triunfo definitivo de la economía de mercado y la democracia. Mientras se derrumbaba la utopía comunista, el gran historiador alertaba, sin embargo, no saber hacia qué rumbo se dirigía nuestra civilización. Vivimos una época impredecible. “No sabemos a dónde vamos”.
1. Michel Foucault: Vigilar y castigar, Siglo XXI, Buenos Aires, 2002. Zygmunt Bauman: Modernidad líquida, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2003; La vie liquide, Pluriel, Paris, 2005. Eric Sadin: La silicolonisattion du monde, L’Echappée, Paris, 2016.
2. Eric Hobsbawm: La era del capital, Crítica, Buenos Aires, 1994.
3. Carl Benedikt Frey and Michael Osborne: The Future of Employment, Oxford Martin Programme on Technology and Employment, Oxford University Press, Oxford, September 2013. Nicholas Negroponte: L’homme numerique, Laffont, Paris, 1995.
4. Joseph S. Nye Jr. and William A. Owens: “America’s Information Edge”, Foreign Affairs, Vol. 75, Nº 2, March-April, 1996.
5. Frederick William Engdahl: Full Spectrum Dominance: Totalitarian Democracy in the New World Order, Third Millennium Press, Boxborough, 2009.
6. Kieron O’Hara and Wendy Hall: “The Geopolitics of Digital Governance CIG Paper”, CIGI Papers, Nº 206, December 2018.
7. Mariano Roca: “Los usos de Internet”, Revista DEF, Buenos Aires, 2020.
8. Mariano Roca: “Los usos de Internet”, ibíd.
9. Kieron O’Hara and Wendy Hall, “The Geopolitics...”, ob. cit.
10. Yuval Noah Harari: De animales y dioses, Debate, Hommo Sapiens, Buenos Aires, 2019.
11. Yuval Noah Harari, ibíd.
12. Eric Sadin: L’humanité augmentée, L’Echappée, Paris, 2019. Bertrand Gille: Histoire des techniques, La Pléiade, Gallimard, Paris, 1978.
13. Feng-hsiung Hsu: Behind Deep Blue, Princeton University Press, New Jersey, 2002. Christian Briand: “Un match inégal”, Books Magazine, Nº 26, Octobre 2011.
14. Eric Sadin: L’humanité augmentée, ob. cit.
15. www.incapsula.com. Citado en Eric Sadin, ibíd.
16. Eric Sadin, ibíd.
17. Jacques Ellul: Le système technicien, Le Cherche Midi, Paris, 2004.
18. Arnold Toynbee: La gran aventura de la humanidad, Emecé, Buenos Aires, 1976.
19. Moisés Naim: “La guerra contra la verdad”, La Nación, 10/8/2020.
20. Sarah Lyall y Reid Epstein: “El escenario”, La Nación, Buenos Aires, 11/10/2020.
21. Citada en Moisés Naim, “La guerra contra la verdad”, ob. cit.
22. Hartmut Rosa: Résonanc. Une sociologie de la relation du monde, La Découverte, Paris, 2018; Accelération, La Découverte Poche, Paris, 2013.
23. Thomas Fuchs: Leib, raum, person: entwurf einer phänomenologischen anthropologie, Klett-Cotta Verlag, Stuttgart, 2018.
24. Paul Virilio y Enrico Baj: Discurso sobre el horror en el arte, Casimiro Libros, Madrid, 2010.
25. Mircea Eliade: Traité des réligions, Payot, Paris, 1975.
26. Juan Archibaldo Lanús: La causa argentina, Emecé, Buenos Aires, 1998.
27. Génesis, 24:14.
28. Samuel, 14: 8-12.
29. Génesis, 20:3.
30. Georges Minois: Histoire de l’avenir: Des prophètes a la prospective, Fayard, Paris, 1996.
31. Zacarías, 14:5-9.
32. Georges Minois, Histoire de l’avenir..., ob. cit.
33. Giovanni della Mirandola: Disputationes adversus astrologiam divinatricem, Egarin, Firenze, 1946 y 1952.
Georges Minois, Histoire de l’avenir..., ob. cit.
34. Jean Delumeau: Mille ans de bonheur. Une histoire du Paradis, Fayard, Paris, 1995.
35. Georges Minois, Histoire de l’avenir..., ob. cit.
36. Alfred Métraux: Religions et magies indiennes d’Amérique du Sud, Gallimard, Paris, 1967.
37. Es una famosa canción titulada “Canciones profanas para solistas y coro con acompañamiento para instrumentos e imágenes mágicas”. Carmina Burana significa literalmente “Poemas o canciones de Beuren”. Esta obra pertenece al compositor alemán Carl Orff (1895-1982) y fue estrenada en 1937.
38. Juan Archibaldo Lanús: La causa argentina, ob. cit.
39. Paul Virilio y Enrique Baj: Discurso sobre el horror en el arte, ob. cit.ob. cit.
40 Giambattista Vico: La ciencia nueva, Aguilar, Buenos Aires, 1960.
41 Georges Minois, Histoire de l'avenir..., ob. cit.
42 Georges Minois, ibíd.
43 Friedrich L. Pollack: The Image of Future, Elsevier, New York, 1961.
44 Jean Delumeau: Mille ans de bonheur. Une histoire du Paradis, ob. cit. Georges Minois, Histoire de l'avenir..., ob. cit.
45 Georges Minois, ibíd.
46 Aldous Huxley: Un mundo feliz, Penguin Random House, Buenos Aires, 2019.
47. George Orwell: 1984, Penguin Random House, Buenos Aires, 2016.
48. Joseph Arthur de Gobineau: Essais sur l’inégalité des races humaines, Pierre Balfond, Paris, 1967.
49. Paul Valéry: Varieté, en Oeuvres, Gallimard, Paris, 1957.
50. Oswald Spengler: Le déclin d’Occident, Gallimard, Paris, 1918-22.
51. Alvin Toffler: El “shock” del futuro, Plaza & Janés, Madrid, 1972. Herman Kahn and Anthony J. Wiener: The Year 2000. A Framework for Speculation on the Next Thirty Three Years, The Houston Institute-The MacMillan Company, 1967. Herman Kahn: El año 2000, Emecé, Buenos Aires, 1967. Donella H. Meadows, Denis R. Meadows y Jörgen Randers: Más allá de los límites del crecimiento, Aguilar, Madrid, 1984. Henry Kissinger: American Foreign Policy, New York, 1977.
52 Jeane Kirkpatrick: “Dictatorships and Double Standards”, Commentary Nº 68, 1979.
53 Georges Minois: Histoire de l'avenir..., ob. cit.
54 Paco Rabanne: El fin de los tiempos, Circe, Madrid, 1994.
55. Francis Fukuyama: The End of History and the Last Man, Free Press, New York, 1992.
56. Steven Schanaars, en su libro Megamistakes, Forecasting and the Myth of Rapid Technological Change (Free Press, New York, 1989), señala muchos errores de los pronósticos a largo plazo. Por ejemplo: respecto del pronóstico sobre las computadoras, se dijo que la impresión general antes de 1950 era que no había para ellas una demanda comercial; durante la década de 1960 se predijo que hacia 1990 muchos aviones comerciales serían supersónicos y que la población de EE.UU. en el año 2000 alcanzaría 340 millones (cit. en Scanning the Future, Central Planning Bureau, SOU Publishers, The Hague, 1992). Paul M. Kennedy, en 1987, hace un detallado análisis de la URSS, pero ni la más mínima mención de que ese país pudiera desintegrarse (Paul Kennedy: The Rise and Fall of the Great Powers, Random House, New York, 1987).
57. Eric Hobsbawm: La era del capital, ob. cit.