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Cena con los suegros

Esta noche van a venir, esta vez sí, después de tantos intentos y ese jamás ponerse de acuerdo de las familias. Los espero solo, o al menos casi solo, porque estoy con Fabia. Su presencia me alivia. Está aquí tan calladita y medio dormida, como acostumbrada ya a la inquietante espera. Dijeron que llegarían en torno a las nueve y ya son las ocho y media. Falta media hora solamente, y todavía así, Fabia y yo esperándolos, a ellos y también a su hija. Si no llega a tiempo, me pregunto quién les va a preparar la cena. Yo no he preparado nada, no sabría cómo hacer el arroz de bacalao de esta noche. Lo he dejado todo listo, eso sí, la mesa puesta y los ingredientes a punto para cocinar, todo en su sitio, como en una parrilla de salida: los lomos de bacalao, el tomate, la cebolla, el arroz… Y para qué continuar, oye, le pegué un silbido a Fabia y nos hemos dado un paseo.

Cerré la puerta con vueltas, una, dos y tres, hasta el clec final. Me gusta cerrar con vueltas, ese clec me da confianza, como si fuera capaz de llenar mi ausencia y la de todos, porque no quedaba nadie. Nos hemos ido Fabia y yo… ¿Quién iba a cuidar de la casa, entonces? Bajamos por las escaleras, Fabia primero, aunque sin adelantarse. Si me hubiera parado en algún piso, seguro que ella también lo habría hecho, se habría dado la vuelta y me habría mirado ladeando la cabeza, como preguntándome qué observo. Fabia es muy preguntona. Viene hacia mí asomando el hocico, en busca de la correa de piel con que luego habré de atarla, no bien salgamos a la calle. Parece que le gusta. Nunca me preguntó por qué la ato con la correa si lo mismo podríamos andar los dos sueltos, uno al lado del otro, sin ese juego de espejos que supone la correa. Cuando la ato, ella está atada a mí y yo a ella. Fabia me conduce por la calle de Muntaner y por la Diagonal, sorteando a la gente pero deteniéndonos en algún que otro rincón, al pie de los bancos, sobre todo, y en los alcorques. Yo la comprendo, le gusta saber cómo andan las cosas y qué otros perros habrán pasado por las mismas calles que ella. Y si algo le gusta, pues bueno, yo miro para otro lado y ella agacha las patas traseras.

Fabia es muy limpia, no vayamos a confundirnos. Fabia es espléndida. Por eso hoy, cuando hemos visto a Mariana paseando por el otro lado con ese señor, no ha dicho nada, ni un simple ladrido. Al contrario, ha tirado de la correa y me ha llevado por las calles de Casanova, Amigó y Cubí en dirección al Turó Park, uno de sus lugares favoritos. A menudo se encuentra allí con compañeros que se han asomado a los mismos rincones que ella o simplemente con gustos similares. A eso le da mucha importancia, se le nota: le van los perros con los que pueda echar una carrera por ahí, un par de vueltas al parque, persiguiendo una pelota o un pájaro, quizá, y luego ya está, oye, luego se sienta a mi lado y observamos alrededor.

Nos solemos sentar al fondo del parque, en la parte de arriba. Hoy el sol del atardecer envía unos rayos torcidos y todo está extrañamente afectado de fantasía, en una proyección geométrica donde aparecen brillantes árboles, miles de colores y un grupo de quinceañeros no menos estupendos jugando con un balón. Han delimitado una parte del césped con dos porterías hechas con montones de zapatos. No sabría decir a qué juegan. Parece fútbol pero no es fútbol, más bien diría rugby, sin ser rugby tampoco. Se habrán inventado el juego, lo que me parece maravilloso. Fabia no aparta la vista de la zona donde están, corriendo de un lado para otro, gritando, pasándolo bien. El suyo tiene que ser un gran juego. Hay una parte que no alcanzo a ver, sin embargo, donde el sol pega raro y deja la imagen como velada. Éste es el lado hacia donde más mira Fabia. No lo hace de un modo fijo, sino moviendo la atención al ritmo del balón. Si quisiera podría ir para allá. Ahora estamos sueltos, ella y yo, sentados en la hierba y en un banco respectivamente. Tampoco es cuestión de que la correa haga de nuestra unión algo próximo al matrimonio. ¡Qué horror! Esto debe de tener un nombre feo, a saber… ¿Confundir la amistad con el amor?

Paso más tiempo con ella que con mi mujer, en verdad. Se va pronto por la mañana mi mujer, y yo, como trabajo en casa, me quedo con Fabia. Me hace compañía todo el rato, si estoy en el salón lo mismo que en la cocina o en el despacho. Ella viene detrás de mí, en una fidelidad que mi mujer no asimila y de la que le gusta reírse. Algunos días, cuando regresa por la tarde, nos mira y dice que cada vez nos ve más parecidos. «No sé si te pareces tú más a ella o ella a ti.» Mi mujer es muy dada al humor, al bueno igual que al malo. Tiene un humor fuerte, de esos que en un momento dado pueden desconcertar al más pintado. Antes solía decirle que tuviese cuidado, que cualquier día le pegarían un corte; pero eso no cambió nada, en absoluto, ella sigue igual y al único que de vez en cuando le pegan un corte es a mí. La primera en pegármelos, ella.

Esta noche esperamos a sus padres a cenar. Es la primera vez que cenarán en casa. Siempre íbamos nosotros a la suya o bien quedábamos en un restaurante. No nos poníamos de acuerdo. Era un problema entre madre e hija, que se pisan los días y cuando una dice blanco la otra ya piensa negro. Finalmente coincidieron en gris para esta noche, una noche de viernes en la que nos sentaremos los cuatro a la mesa redonda de casa: mi suegro delante de mí, mi suegra a un costado y mi mujer en el otro, enfrente de su madre. Así he dispuesto la mesa, al menos. Y me gusta que sea redonda, así evitaremos estar frente a frente como en las mesas rectangulares, es decir, mis suegros a un lado y nosotros en el otro. Tanto en su casa como en la mayoría de restaurantes a los que hemos ido, nos hemos sentado tal cual, en una simetría bastante incómoda para mí. Verse comiendo delante de los suegros es también un juego de espejos en el que el tiempo retrocede y avanza, según se mire. A lo mejor ellos fueron iguales a nosotros, de jóvenes, y a nosotros nos espera una vida similar a la suya, con los dejes de mi suegro y la trascendencia de mi suegra, no lo sé, y la verdad es que prefiero no pensar en ello. En el fondo, les tengo un aprecio que va más allá de las mesas redondas o rectangulares.

A Fabia la traeré a mi lado, por si acaso, entre mi mujer y yo. Que nos observe desde esa esquina del comedor, a la espera de que le digamos algo o le caiga un resto de comida. Esto es lo que en realidad desea, compartir con nosotros el bacalao o lo que haya en la mesa. Al fin y al cabo es un perro, por más que me deje engatusar por su simpatía o me esfuerce en ver el lado humano que encierra. Fabia tiene una chispa especial, es muy inteligente, y cuando le diga que se ponga a mi lado me mirará con su rostro de pregunta y de allí no se va a mover. Mi suegra tampoco habrá de moverse. Que se quede quieta. Nosotros la invitamos, nosotros le servimos. Mi suegro este problema no lo tiene; él se sienta, opina lo justo y come todo lo que haya en el plato. Es un buen hombre, a pesar de los calambres que le dan cada dos por tres en la mejilla derecha. Alguna vez, de tan fuerte el calambre, tuvo que ir al baño, lo que resultó violento si nos encontrábamos en un restaurante y no sabíamos dónde estaba el baño. Confío en que esta noche no ocurra nada por el estilo, en que los dos se sientan cómodos y logremos tener una cena placentera, sin ninguna controversia.

Me fastidia cuando mi suegra se mete con los calambres de su marido o con las decisiones de su hija. Toda bagatela, en su boca, cobra peso al cargarse de su personalidad, y eso me fastidia, desde luego, hace que me vuelva un poco como su marido y enmudezca. ¿Qué le voy a decir? Es evidente que su hija no es la mujer perfecta, pero yo la quiero, no me la presione, por favor, es mi mujer. Fabia y yo recordamos algunas escenas tan vivamente como si acabaran de ocurrir, aquí mismo, en el parque del Turó, entre esa luz fantástica del atardecer. Sus aspavientos no son menos exagerados que los de estos quinceañeros corriendo tras el balón, para nada: tiene una fuerza al hablar y al gesticular capaz de impresionar a la propia Fabia. La tiene atemorizada, de hecho, desde un día en que, enfadada, le dio un fuerte golpe.

Ahora Fabia sigue observando el juego de los muchachos, de un lado para otro, pidiéndose el balón y reclamando más defensa, gritando a poco que una jugada les sale bien. Dicen «uuaaaahh» o algo por el estilo. Es difícil describir un alarido de esas características, antes preferiría describir el ladrido de un perro. Esta tarde no cuento demasiados perros, a propósito, y los que hay están al otro lado del parque, en la zona que da a la avenida de Pau Casals, donde están los juegos para niños. Desde aquí se ven las mesas de ping-pong y algunos columpios. Se ve mucho mejor aquello que la parte donde los muchachos pusieron la otra portería. Todavía cae un resol que nos impide diferenciar lo que hay ahí, apenas un todo afectado de fantasía al que Fabia dirige la mirada fijamente. Se preguntará hasta cuándo esta fantasía, hasta cuándo algo puede permanecer oculto tras un rayo de sol y sin embargo estar tan cerca. Claro que podríamos ir y simplemente echar un vistazo, pero quién nos dice que nos gustará lo que vayamos a encontrar.

En la cabeza se me mezclan varias ideas. Pienso en Mariana, pero también en la cena con mis suegros. Ni Fabia ni yo las tenemos todas con nosotros, y nos miramos dudosos, como diciéndonos si esta noche de verdad van a venir o en última instancia llamarán con alguna excusa. No sería la primera vez, desde luego. Nos han llamado para decirnos que les había surgido un compromiso con el que no contaban lo mismo que para hablarnos de un nuevo restaurante en el que no pudieron evitar reservar mesa. Esto lo hicieron una vez y a mi mujer le sentó fatal, era el colmo, dijo, después de haber salido antes del trabajo para preparar la cena. De modo que es poco probable que se repita, que de nuevo arriesguen los nervios de su hija por un restaurante. Por otros temas puede que lo hagan, claro, ya que madre e hija no logran aceptar sus diferencias y eso las pone en guardia; provoca entre ellas una tensión de la que suelen saltar chispas.

A su madre le sabe mal que todavía no tengamos hijos, y digo todavía, ojo, porque somos jóvenes y en cualquier momento pueden volverse las tornas. Fabia y yo sabemos que esto es lo que más le duele. Si no, ¿por qué habría de hablar tanto del amor de madre? Siempre lo saca, es inevitable, el amor de madre está pegado al discurso de mi suegra como el viernes al sábado. Y la vez que le pegó la patada a Fabia vino a cuenta de esto, sin lugar a dudas, ella diciendo a voz en cuello que el amor de una madre hacia su retoño es único e indescriptible, mientras a mi suegro ya le estaba dando el calambre en la mejilla, lo que sulfuró definitivamente a mi mujer. Más no puedo contar, porque luego vino la patada y ahí me cuadré: no iba a permitir que se tomara esas libertades con Fabia. Pronuncié el nombre de mi suegra tan enérgico que se acabaron de golpe los calambres en la mejilla y los amores de madre.

Nos preguntó si éramos conscientes del vacío que supone una vida sin descendencia, del vacío, sobre todo, que dejaremos a nuestra muerte. ¿Lo éramos, lo somos, lo seremos? Mi suegro debe de ser quien más lo siente pues en realidad no es el padre de mi mujer, sino que se juntó con su madre cuando ellas tenían cuatro y veinticinco años respectivamente. Ignoro si ya entonces le daban calambres en la mejilla. Aquella noche se encerró en el baño mientras mi mujer discutía con su madre y yo le daba unos masajes a Fabia. Será bruta, me decía. Le pegó en las patas con tal mala baba que la perrita anduvo coja varios días. Estuve por llevarla al veterinario, pero mi mujer también quería que le lamiera las heridas y, entre una cosa y la otra, al fin todo se solventó.

Menos mal que Fabia es un perro fuerte. No sé cómo no se rebotó, porque del mismo modo que mi mujer saltó, ella podría haberle pegado un mordisco a mi suegra. Se lo tenía bien merecido, siempre dando la vara con las mismas historias, que si el dinero, que si los hijos… Y dale, dale, dale… ¿Acaso no conoce usted a su hija? El amor de madre, nada menos, el eterno amor de madre que se extiende delante de ella como un biombo y le impide ver a su hija. Lo curioso es que comparten varios rasgos, y eso nos da miedo, quiero decir a Fabia y a mí, nos da miedo que a esos rasgos un día se les sume el mal humor. Por eso probablemente aún no tenemos hijos. Un hijo podría cambiarla y yo prefiero saberla feliz, ser feliz a su lado, coleccionar sus miradas igual que colecciono los cortes y desaires que de cuando en cuando me pega. Además, el trabajo la absorbe tanto… A veces me da la impresión de que le faltan horas para hacer todo lo que quisiera. Pero, en fin, somos jóvenes, ella, yo y hasta Fabia, somos jóvenes y éste es nuestro momento.

Lo dijo mi suegro otra noche más relejada, en una de las pocas intervenciones acertadas que le recuerdo. No suele meterse en las cosas de su hija; y si a eso añadimos que es un hombre callado, hay que agradecer que ese día diera un voto a nuestro favor. Dijo que a la gente de nuestra generación no hay que meternos prisas, que el mundo laboral está muy complicado y cada vez es más exigente. Lo dijo con una soltura poco habitual en él, ajeno tanto a su mujer como a los temores que suelen acecharlo. Lo dijo sin más, de pronto, y a todos nos gustó. El amor de madre se escondió detrás del biombo, de donde no hubo de salir un solo momento.

Somos jóvenes, qué le vamos a hacer, aunque no lo suficiente jóvenes para venir un viernes por la tarde al Turó Park e inventar un nuevo deporte entre el fútbol y el rugby. Yo soy así, de pronto veo a estos chavales corriendo ahí delante y me dan envidia. Por eso Fabia, supongo, por eso y por otros motivos que tampoco voy a enumerar pues me iría por las ramas y se nos haría tarde. No quiero llegar tarde a la cena, faltaría más. Mi mujer ya debe de haber regresado y no es cosa de entretenerse más de la cuenta con Fabia. Luego se lo toma a mal. No entiende que cuando Fabia y yo salimos no vamos solamente a que ella estire las patas y haga sus necesidades, no, vamos y vemos cosas y nos entretenemos y nos dejamos impresionar si hace falta.

Nos preguntamos, por ejemplo, quién sería el señor con el que antes vimos a Mariana, al otro lado de la Diagonal. Se los veía sonrientes y arrullados, para qué engañarnos, los dos conocemos de sobra a Mariana y sabemos cuánto le gusta andar con hombres. Menos mal que Fabia torció en seguida, con sorprendente intuición. Habría sido engorroso vernos y tener que saludarnos a lo lejos, de bulevar a bulevar, como en otro juego de espejos. Mariana habría levantado un brazo para decir hola o adiós, al igual que yo, mientras el señor y Fabia se quedaban quietos, uno con su apostura de traje y corbata y la otra moviendo apenas la cola. Y eso que el señor no parecía mala persona, uno como cualquier otro, se entiende, todos bien vestidos y repeinados, el prototipo de hombre con el que se la suele relacionar.

A Mariana la conocí hace algunos años, en nuestra época universitaria, cuando éramos aún más jóvenes y los días fluían de otra manera. Yo terminaba mi licenciatura en derecho y me tiraba largas horas en la biblioteca, donde ella preparaba las oposiciones para juez. Me figuro que ese señor con el que andaba sería un abogado, o puede que un cliente, claro, no hay por qué pensar mal, que le gusten los hombres no significa que… Son simples suposiciones, ¿verdad, Fabia?, simples suposiciones de las que sólo un balonazo podía sacarnos tan repentinamente. ¡Zas! Sonó fuerte, un balonazo de los que deben resolver un partido pero dudo que haya servido. Dio en el mismo punto donde antes no alcanzábamos a ver.

Ahora sí. El sol se ha escondido tras los edificios y se ve bien lo que hay allí: un muchacho tendido junto a la portería, en el césped, al que poco a poco van arropando sus compañeros, entre risas y consuelos. Conque sólo era un muchacho. ¿Y a quién se lo ocurre meterse en el palo de una portería sin palo, de una portería marcada con montones de zapatos? Al balonazo lo secundó un grito de dolor que nos ha alarmado a Fabia y a mí. Ha sido como un calambre de mi suegro, que nos pone a todos en guardia y nos trae de vuelta a la realidad. No pasa nada, Fabia, los balones a veces van al palo.

Pasan pocos minutos de las ocho ya, de modo que será mejor irnos para casa y darle una sorpresa a mi mujer, entrar silenciosamente y dejar que Fabia se meta entre ella y el bacalao, entre ella y el arroz, entre ella y la comida, en fin, y le pegue un lametazo. Vamos por las mismas calles de antes salvo que más deprisa, para poderla sorprender, de Cubí a Amigó y de la Diagonal a Muntaner, hasta la puerta de casa. Cuando voy a abrirla, sin embargo, advierto que sigue cerrada con vueltas. Mi mujer todavía no ha llegado, debe de haberse entretenido con ese señor con el que la vimos. ¿Por qué siempre se demora tanto Mariana? Sus padres tampoco han llegado. Son las ocho y media. Ellos dijeron que estarían aquí al filo de las nueve. Espero que Mariana llegue a tiempo para el arroz de bacalao. Si no, no sé qué vamos a comer. Si no, tendremos que ir a un restaurante.

Tantas cosas dicen

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