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ОглавлениеEximio escritor y extravagante ciudadano
Aquello sucedió más deprisa de lo que Pauline pudo imaginar. El tren que la llevó de Lyon a Madrid era rápido, por lo que el paisaje quedaba atrás apenas lo veía, luego fue el vigor de la capital española y al final el encuentro. La idea fue de Monsieur Caravate, quien le aconsejó trabajar la obra de Francisco Umbral, entonces un joven escritor, alto y tan vigoroso como la capital española. Monsieur Caravate le propuso tres autores, en verdad, para que ella eligiera el que más le llamara la atención.
Pauline había pasado un año entero en Logroño, dando clases de francés gracias a un convenio universitario. «Usted viene a dar clases de francés a alumnos españoles y mejora su español.» Era su último año de carrera, le tocaba ahora hacer el proyecto final acerca de un autor español. A sus compañeros les gustaba el Siglo de Oro, y todos, sin excepción, optaban por orientar su tesina hacia Quevedo o Lope de Vega, Góngora o Calderón de la Barca, etcétera. Pero Pauline no vio en Logroño ningún Siglo de Oro, al contrario, aquello tenía unas trazas más bien deslucidas. Aunque atractivas, eso sí, muy sugerentes. Las opciones que el profesor le dio si quería trabajar un autor contemporáneo fueron, además de Francisco Umbral, Luis Romero y Ana María Matute.
A Pauline los dos últimos no le sonaban de nada, ni de haberlos oído mencionar en la escuela de Logroño, y en cambio de Francisco Umbral tenía una idea más o menos formada. Un autor de bella prosa, atractivo, que escribía a menudo en prensa. El problema era que, al ser tan joven, había poca información acerca de su persona, mucha menos, desde luego, que de cualquier autor del Siglo de Oro. En algún momento estuvo tentada de renunciar a Umbral en pos de algún autor clásico, del Siglo de Oro o bien del otro, al que llamaban de Plata y en el que sobresalían Valle-Inclán, Baroja o Larra. «Úsalos —le dijo Monsieur Caravate—, lee a estos autores y analiza qué hay de ellos en la obra de Umbral.» Era mucho trabajo, más de lo que en un principio creyó: a cada libro de Umbral se le sumaban un par de autores anteriores. Su tarea parecía no tener fin, imposible de abarcar en un año académico.
De Umbral le encantaban el descaro y la soltura con que retrataba la sociedad actual, con un estilo que de pronto se emparentaba con el de Larra y compañía. Podía tomar infinitas citas, si quería, podía ir de un libro a otro con la facilidad con que un yoyó sube y baja. Un compañero de la universidad le sugirió que se quitara de la cabeza ese proyecto, dada su envergadura. Al proponerle a Umbral, decía, Monsieur Caravate obraba por propio interés; con la información que ella iba a sacar, le allanaba el camino en un campo que el mismo profesor iba a investigar. Pero Umbral le parecía a Pauline un hombre serio e inteligente, fuera de lo común, un hombre capaz de renovar sin duda las ideas que expusieron los autores de los siglos de Oro y de Plata. «Bah, no digas tonterías, es un escritor como cualquier otro, que dentro de un tiempo pasará de moda y ya nadie se acordará de él. ¿De qué te habrá servido entonces hacer un trabajo tan grande acerca de su obra? Mejor hazlo sobre un clásico.» Pauline dedujo en las palabras de su compañero poco amor hacia la literatura, y eso que lo quería, es decir que entre ambos había una atracción especial. ¿Y si lo que pretendía Jean-Luc era hacer la tesina juntos?, pensó una noche tumbada en la cama. Bah, tonterías. Esto sí lo era, una verdadera tontería. ¿Cómo iban a escribir una tesina a cuatro manos, y con Jean-Luc, además, que no veía la influencia de los autores clásicos en los modernos?
En la mesilla de noche tenía un libro de Umbral, Travesía de Madrid, con el punto un poco más allá de la mitad. Ya estaba cansada, se le cerraban los ojos, y aun así qué ganas tenía de seguir leyendo. Cuanto más leyera cada día, más podría leer al día siguiente, y así también más autores abarcaba.
Trabajar a un autor contemporáneo era mucho más interesante, en verdad, ya que proyectaba su atención sobre una tradición y una serie de autores a los que sus compañeros no iban a llegar. Y todavía menos Jean-Luc, en quien empezaba a ver cierto aire de holgazán o, peor aún, de seductor. ¿Acaso creía que chafando sus ideas llegaría a buen puerto? Jean-Luc no era malo, sólo que con ser más atento, no tan suyo, a lo mejor ella misma habría dado el paso definitivo. En Logroño lo echó de menos, y sin embargo él… ¿qué hizo? Le mandó alguna carta, nada más. Pauline aún las guardaba, junto con otro par que ella le escribió y al final no se decidió a enviarle. Pensó que no las iba a entender; y en tal caso, para qué complicarse la vida.
Lamentaba no haber aprovechado en Logroño para leer la obra de Umbral en español, puesto que allí, en auténtico contacto con la lengua, le habría sido más fácil apreciarla. En Francia prefería leer las traducciones, las cuales cotejaba, a veces, con algunas ediciones españolas. «No olvides su trabajo en prensa —le decía Monsieur Caravate—, es muy importante.» Y ahí sí, ahí tenía que leerlo en español. Por aquel entonces, la colaboración de Umbral más importante era en la revista Interviú, de carácter abierto y provocativo, ya que mezclaba secciones donde aparecían mujeres desnudas con reportajes de interés general, firmados por los escritores más destacados del momento. «No dejes de leer el Interviú», insistía Monsieur Caravate, con un tono en cierto punto autoritario.
A lo mejor era verdad lo que decía Jean-Luc y la única razón por la que Monsieur Caravate le sugirió estudiar a Umbral era por interés propio. Al pensar esto, Pauline se enfadaba consigo misma. Y también con Jean-Luc, por meterle extrañas ideas en la cabeza. Le pidió que la ayudara a conseguir ejemplares de Interviú, porque en los quioscos de Lyon no se encontraba, como era natural, y tampoco en las bibliotecas, de modo que había que pedirlo y a ella le daba vergüenza. Sabía bien lo que era Interviú, sí, sí, y por más que llevara buenos reportajes en el interior le daba reparo ir al quiosquero y preguntarle si era posible conseguir ejemplares de aquella revista, en la que salían mujeres en pelotas. Exacto, ésa misma, es para la tesina de la universidad. «Ahí va con las universitarias…» Pauline imaginaba a la perfección la cara del quiosquero. Y no quería pedírselas, pero las necesitaba. Jean-Luc tampoco lo iba a hacer, por más que le insistiera. «¿Y yo qué saco a cambio?», preguntó. Pauline le cantó las cuarenta, al grito de que si era incapaz de hacerle ese favor era un inútil, y que ya iba ella, que no se preocupara: iba a tragarse la cara de asco del quiosquero, y luego, en cuanto tuviera los ejemplares, las tías en pelotas las iba a ver ella sola. Que no le pidiera echar un vistazo.
Pauline se molestó mucho, y con el mismo arranque se dirigió al quiosco. Lo hacía por Umbral, por su tesina, y el quiosquero que pusiera la cara que le diera la gana. Era un hombre poco hablador, aunque chismoso, eso sí, y al decírselo le dejó bien claro que necesitaba la revista para la tesina. Con un par de ejemplares bastaba, dijo. Llevaba tal empuje que apenas se fijó en la expresión del viejo. Se las conseguiría, y esto era lo importante.
En los siguientes meses se distanció de Jean-Luc, encerrada con sus libros en el cuarto de casa donde trabajaba, en cuyas paredes fue pegando fotos de Francisco Umbral. En ellas, Umbral aparecía siempre al contrario que las mujeres de Interviú, es decir, con abrigo largo, gafas grandes, de pasta, y una bufanda amarilla al cuello. Un hombre de aspecto regio, sí, un hombre como ella creía que debían ser, con carácter para cuidar de una muchacha bajita y cabezota como ella. A ratos prestaba más atención a las fotos que colgaban de la pared que a los libros, aunque en ningún momento se dejó llevar por ensoñaciones. A Pauline no le gustaba perder el tiempo. Iba a la universidad para llevarse nuevos libros de la biblioteca y reunirse con Monsieur Caravate, lo que solía ser una vez cada dos semanas, o una a la semana, incluso, si alguno de los dos tenía noticias. Solían reunirse en el despacho de Monsieur Caravate, o bien, y esto le gustaba más a Pauline pues sentía a su profesor más despierto, en una cafetería cercana a la universidad.
Una vez les vio Jean-Luc desde la calle, y por la noche, con cierta mala uva, la llamó a casa. «Te está comiendo el coco —dijo—. Dentro de unas semanas, Pauline, no quiero que me llames para decirme que Caravate te hizo esto o lo otro. Yo ya te avisé.» Monsieur Caravate no le hizo nada a Pauline, faltaba más, sólo le pedía cada vez más trabajo, y que, después de ver las influencias de los clásicos en Umbral, viera cómo se proyectaba su obra en el futuro. Era muy exigente, pero eso no tenía por qué ser malo. Pauline creía que iba a beneficiarse de esa exigencia. Y las últimas amenazas de Jean-Luc, por otra parte, le dieron a entender que lo suyo eran celos. Que lo parta un rayo, pues. Cuando más adelante lo llamó de nuevo fue para que la ayudara a buscar un hotel céntrico y económico en Madrid.
Fue cosa de Monsieur Caravate, porque ella no sabía por dónde continuar, de dónde sacar nueva información que tuviera que ver exclusivamente con Umbral y sus contemporáneos, nada de los siglos de Oro y de Plata, sino la pura actualidad. «Manda una carta a Interviú —le dijo—, a la atención de Francisco Umbral, solicitando una entrevista con él. Es quien mejor te hablará de su obra. Le cuentas que eres una estudiante de literatura española en la universidad de Lyon, que preparas la tesina acerca de su aparición en el panorama literario y que te interesa mucho hablar con él.» La respuesta de Umbral no tardó en llegar, de su puño y letra, agradeciendo el interés por su obra y sorprendido al mismo tiempo de que tal interés proviniera de una estudiante de Lyon. «Yo vivo en Madrid —escribía al final—. Le apunto ahí mi dirección y puede visitarme cuando lo considere.»
Pauline se puso eufórica, a punto como estaba de conocer a un escritor de semejante talla. Llamó a Jean-Luc en seguida, de tan contenta, como si no existiera ningún distanciamiento entre ambos. Le dijo que necesitaba un hotelito en Madrid, cuanto antes, que cómo debía hacerlo. Jean-Luc le dijo que él se lo buscaba, que no se preocupara, una respuesta que sorprendió gratamente a Pauline. ¿Sería que había cambiado?
Todo estaba sucediendo tan deprisa, de repente, que casi de un día para otro se vio subida al tren que la llevaba a Madrid. Era de lo más cómodo, y la velocidad a la que iba la ayudó a echar una larga cabezada. Cuando no dormía, miraba el paisaje que dejaban atrás, al tiempo que pensaba en las preguntas que le haría a Umbral. Algunas las traía anotadas en una libreta, eran preguntas que previamente habló con Monsieur Caravate y que no podía quitar; otras iba a soltárselas a su antojo.
Le quería preguntar qué opinaba de sí mismo en tanto que escritor y persona pública, así como de la fama de donjuán que venía ganándose. ¿Era cierto o sólo le gustaba fantasear con ello en los libros? Monsieur Caravate quería que le preguntara cómo veía sus libros traducidos a otros idiomas, si en verdad creía posible traducir su obra a otro idioma, el que fuere. También le dijo que le preguntara, sobre todo, qué autores consideraba sus mayores referencias literarias. A Pauline le interesaba más el futuro, en cambio, con qué fuerza veía su obra dentro de cincuenta años. Eso le interesaba mucho más, saber si un escritor, al ponerse frente al papel, es consciente de estar dirigiéndose a la gente de hoy, a la de hoy y mañana, a la de mañana solamente o a nadie en particular. ¿Cree que las próximas generaciones lo leerán y se inspirarán en usted, en obras como Travesía de Madrid o El Giocondo? ¿Qué libro suyo cree que puede aguantar mejor el paso del tiempo? Pauline tenía cierta fijación en ese aspecto, y le daba infinitas vueltas a la misma pregunta a fin de darle más intensidad. «No permitas que se vaya por las ramas —decía Monsieur Caravate—. Haz lo posible para que responda exactamente lo que tú preguntas.»
Además de la libreta, Pauline llevaba una grabadora que pensaba conectar, si Umbral se lo permitía, para no perder ripio de la conversación. Luego se lo mostraría satisfecha a Jean-Luc, para demostrarle que, con interés personal o no de Monsieur Caravate, ella estuvo reunida con Umbral. El hotel que le buscó reunía cuanto necesitaba: era pequeño, céntrico y le permitía descansar a gusto. La dueña era una señora muy amable, además. Doña Adela la trató tan bien los días que estuvo allí, que no pudo sino guardar un buen recuerdo de su estancia. Le preparaba unos desayunos espléndidos y se interesaba por ella, si durmió bien, si necesitaba algo…, qué traía por Madrid a una muchachita de su edad.
Al decirle que iba a entrevistar a Francisco Umbral, doña Adela puso cara de espanto, aunque cordial. Y con una sonrisa, luego, la tranquilizó. «Tiene un carácter muy fuerte, ándate con ojo», le dijo. Pauline la entendió de maravilla, porque al decirlo doña Adela se llevó un dedo al párpado inferior del ojo izquierdo y lo bajó un poco. Pauline repitió el gesto, como diciendo que ya estaba avisada. Recordaba algunos pasajes de los libros de Umbral, y frases, sobre todo, que le mostraban de sobra el carácter de aquel hombre. «Entre un hombre y una mujer tiene que haber siempre algo en peligro», dice en Memorias de un niño de derechas. Este tipo de frases, que abunda en la obra de Umbral, no se lo reveló en Lyon más que a Monsieur Caravate, quien ya debía de conocerlas. «Con las mujeres no hay que comerciar más que en la cama», decía también. A Jean-Luc, de eso, ni media. Tal como lo veía últimamente quizá le anulaba la reserva en el hotel, o incluso, y eso se habría pasado de castaño oscuro, le impedía viajar a Madrid. ¿Con qué derecho? Pauline lo pensaba en broma según paseaba por las calles de la capital española, y al mismo tiempo, sin embargo, sabía que existían ciertos derechos, de uno respecto al otro, imposibles de negar. Y se dieron así, sin más, al correr del tiempo. Con Jean-Luc había que hablar de otras cosas, y en lo que a Umbral respecta Pauline fue muy precavida.
Lo mejor era Mortal y Rosa, creía, un libro donde el autor recuerda a su hijo muerto, y del que, a menudo, cuando ella y Jean-Luc estaban juntos, le leía fragmentos en alto. «Toda cultura es un ejercicio circense en el sentido de que se obtiene domesticando a una fiera.» Esta idea quedó entre ambos como lema, al que volvían cada vez que alguien hablaba de la cultura con palabras excesivas. La Cultura. ¿Y las calles de Madrid?, se preguntaba Pauline asombrada, con un deje en la mirada que la delataba. Era una francesita morena y viajera. En algún lado Umbral se refería a las muchachas como ella, a las francesas morenas y viajeras, tan distintas a las mujeres españolas con las que se cruzaba de camino al hotel. Esto era también material para su tesina, en vista de cómo Umbral halagaba a las mujeres en función de sus atributos. A doña Adela, del hotel, le habría halagado su rotundidad, unida a los buenos modales, de matrona sin pelos en la lengua.
Pauline se acostó pronto aquella noche, medio inquieta y con citas de Umbral dándole vueltas en la cabeza. No habló con nadie más que con doña Adela, a quien le pidió un par de piezas de fruta para llenar el estómago. No tenía hambre, estaba hecha un manojo de nervios y prefería esperar al desayuno de la mañana siguiente. Se fue a la cama con apenas dos manzanas entre pecho y espalda, y la clara intención de levantarse temprano, desayunar e ir con la alegría de la mañana a la casa de Umbral. Llevaba consigo un ejemplar en español de Mortal y Rosa, por si convenía en dedicárselo, además de la grabadora y la libreta donde tenía escritas la dirección y las preguntas que quería hacerle. En primer lugar estaban las que le sugirió Monsieur Caravate, y a continuación, con un montón de anotaciones al estilo de «si se tercia» o «si acepta hablar de sus contemporáneos», las que ella pensó.
Por instantes creyó que no iba a poder decirle nada. El edificio era regio, en una zona bastante elegante; pero nadie respondía al timbre que indicaba la dirección. Lo intentó varias veces, hasta el hastío, y a punto estuvo de dar la jornada por perdida de no ser por un vecino que entraba en el edificio y le preguntó si quería pasar. Por supuesto que sí. Llevaba al menos tres cuartos de hora esperando ese momento. Claro que ahora podía subir al piso de Umbral, tocar a su puerta y que nadie respondiera. A lo mejor no estaba. Ella no avisó; simplemente fue, tal como le decía Umbral en la carta. «Trata de llamarlo antes, no vayas a llevarte un chasco», le había advertido Monsieur Caravate.
Pauline estaba frente a la puerta de Francisco Umbral y de pronto, tras darle un par de veces al timbre, escuchó una voz atronadora gruñendo al otro lado de la puerta. «¿Quién es?», decía. «Soy Pauline Varane, de la universidad de Lyon. Vine para hacerle la entrevista.» Tras unos segundos de silencio, la voz atronadora dijo que aquella mañana no tenía idea de responder a ninguna entrevista. Pauline dijo que recibió su carta, que en ella… «No quiero hablar con ninguna estudiante francesa, váyase.» «Tengo una carta —respondió Pauline— en la que usted me invitaba a visitarlo en Madrid para entrevistarle.» Sentía que la estaba observando desde el otro lado de la puerta, a través de la mirilla, y esto la incomodó tanto que echó a hablar, dando por sentado que la voz atronadora era la de Umbral. Le contó que había escrito a la revista Interviú a propósito de su tesina universitaria, que al poco recibió respuesta, firmada por el señor don Francisco Umbral e invitándola a entrevistarlo en Madrid. Lo dijo sin apenas tomar aliento, y al decir la última palabra se abrió la puerta. Un palmo, nada más, el espacio que permitían las tres cadenas que la ataban al quicio.
Umbral, porque no cabía duda de que era él, a pesar de las cadenas, vestía un albornoz largo encima de la ropa de calle. «Conque es usted», dijo. Pauline preguntó si podía pasar para hacerle la entrevista, sentados, más cómodos, dijo con evidente timidez. «No —dijo Umbral—. Llegó usted en muy mal momento, desde luego, un momento terrible. Si quiere, pregúnteme.» La voz de Umbral fue áspera, como la de cualquier chulo de los que aparecen en sus novelas. Pauline necesitaba poner la grabadora en una mesita para captar bien la conversación, y ella misma, además, debía sentarse si quería tomar las notas correctamente. No podía hacerle ninguna entrevista así, separados por las tres cadenas, de pie, con un espacio de visión de apenas un palmo. Umbral cogió una silla y se sentó, mientras Pauline trataba de convencerlo.
La respuesta de Umbral fue negativa. «¿Dónde se aloja usted?», le preguntó. A Pauline le llamó la atención la pregunta, y más todavía su continuación, al indicarle dónde estaba el hotel: «Mañana iré a verla, pues, después de comer, a eso de las tres y media. Hoy vino en muy mal momento.»
¿Lo cogió escribiendo?, se preguntaba Pauline, y ¿por qué tantos rodeos, entonces? Pudo haberle dicho que pasara más tarde, a tal o cual hora, puesto que lo cogió trabajando. Pero nada de eso. Umbral era una fiera por domesticar, o por lo menos a eso jugaba, si la ocasión era propicia. Jean-Luc, por teléfono, le dijo que aquel tío era un capullo, y le recordó de pasada que Monsieur Caravate le mandaba hacer el trabajo sucio. ¿Quién quería hablar con Umbral? Claro, por eso Caravate le propuso estudiar su obra e ir a entrevistarlo, para quitarse trabajo de encima y, sobre todo, molestias. Pauline estaba por reconocer que Jean-Luc llevaba razón, pero no le gustaba que le hablara así, en absoluto, ella quería que se rieran juntos y le diera ánimos. Era una buena estudiante, estaba terminando la carrera… ¿acaso no debía arriesgar? «La cultura es un ejercicio circense en el sentido de que se obtiene domesticando a una fiera.» Pensó que si llamaba a Monsieur Caravate a lo mejor le echaba una mano, le daba algún consejo para el día siguiente, si es que Umbral se presentaba. Tuvo su número en la mano; sólo la echó para atrás, al final, el rechazo que le transmitía Jean-Luc.
Le comentó a doña Adela que al día siguiente, después de comer, iba a recibir a Francisco Umbral, si había algún espacio en el hotel donde le pudiera hacer la entrevista más a gusto. Doña Adela, muy sonriente, le dijo que podían ponerse en la salita contigua al salón donde se servían los desayunos. Había un tresillo, con una mesa baja en medio y un par de cuadros paisajísticos en la pared. La doña, al mostrársela, puso una mirada pícara, como diciendo «a ver si es cierto que va a venir». Y no sólo fue, sino que además llegó puntual.
Las horas anteriores Pauline se dio un paseo por los aledaños del hotel, y luego, menos nerviosa que la mañana anterior, revisó tanto las preguntas que iba a hacerle a Umbral como algunos textos suyos. No había en ella ni pizca de rencor. Su habitación tenía un armario, la cama y un par de sillas, una de las cuales hacía las veces de mesilla de noche. Leyó tumbada en la cama varias páginas seguidas de Mortal y Rosa, todo el rato en alto, ya que pensaba que su acento era demasiado francés, y que eso, quizá, fue lo que puso en guardia el otro día a Umbral. Leía pausadamente, con tal de vocalizar bien cada palabra y no trabarse. No quería que una pregunta a medias le impidiera sacar la información deseada. De pronto, repetía cuatro veces la misma frase: «Pelar una naranja, descortezar el mundo, desenredar el seno de una momia adolescente.» «Pelar una naranja, descortezar el mundo, desenredar el seno de una momia adolescente.» Etcétera. Y continuaba: «Me como una naranja y tengo un día anaranjado.» Empezó una carta, también, que no terminó. Era para Jean-Luc y le describía Madrid, al igual que un año antes le había descrito Logroño. Le contaba que en un rato iba a llegar Umbral, que estaba convencida de su llegada, porque un hombre como aquél, en cuyos libros mostraba grandes dotes, no podía fallarle dos veces seguidas.
Lo esperó en recepción desde las tres y veinte, charlando con doña Adela acerca del prosaico. Los consejos que no pudo darle Monsieur Caravate se los daba la doña, que a su edad, y siendo española, algo sabía de cómo tratar a hombres de esa calaña. «Que no te tome el pelo, sobre todo, eres muy joven para andar con gente así.» ¿Así? Umbral apareció en ese instante bajo el dintel de la puerta, con su atuendo habitual, es decir, abrigo largo, bufanda y gafas de pasta. Lo demás quedaba cubierto. Pauline dio un paso adelante para saludarlo, y él, desentendiéndose del saludo, exclamó que hotel más cutre no lo iba a encontrar en Madrid.
Lo condujo a la salita donde tenía que entrevistarlo, y Umbral, según se desabotonaba el abrigo, repitió su curiosa apreciación. «Hotel más cutre no lo vas a encontrar en Madrid.» En la salita estaba todo en orden. Con la ayuda de doña Adela, Pauline había puesto el tresillo de un modo simpático, adecuado para la entrevista, y en la mesa baja, junto a la grabadora, su libreta y el ejemplar de Mortal y Rosa, había dos vasos limpios y una botella de agua. «Póngase cómodo, señor Umbral.» «¿Aquí?», dijo él, observando el espacio. Se quedó varios segundos mirando los cuadros paisajísticos, sin sentarse. «Sí, claro —dijo Pauline con una voz demasiado inocente—. Doña Adela nos cedió esta sala para estar tranquilos.» Los cuadros le parecían horribles, dijo Umbral, cutres a más no poder. «Quiero ir a la habitación.» Su voz resonó malignamente entre las cuatro paredes, y Pauline, angustiada, se quedó en silencio.
Lo peor sería que aquel hombre, de pie en medio de la sala, repitiera que quería ir a la habitación antes de que ella respondiera. Los ecos de su voz cavernosa se sumarían. Pauline sólo tenía que sacarle cuatro ideas, cuatro frases bonitas, similares a las de sus libros. No podía volver a Lyon con esa versión de Umbral, nada más, sin su voz crítica. ¿Qué diría Monsieur Caravate? ¿Y Jean-Luc? Le preguntó a doña Adela si había algún inconveniente en hacer la entrevista en la habitación, ya que así lo quería el señor Umbral. «Allá tú», dijo la doña.
La entrevista fue breve, más de lo previsto, pero afortunadamente se grabó bien en el aparato. Pauline apenas pudo sacarle un par de ideas interesantes. Sentía que a cada momento el tiempo se aceleraba, y las palabras, que tan bien pronunciaba antes, volvieron a trabársele. Umbral no se quitó siquiera el abrigo; se sentó en una de las sillas de la habitación, enfrente de Pauline, sentada en la otra, y respondió durante poco más de cinco minutos a sus preguntas. Dijo que en su juventud escribir novelas era una profesión, y muy honrada, además, pero que en el futuro no veía demasiado claro cuál sería la tarea del escritor. «Si mi obra es recordada —añadió—, lo será gracias al estilo, porque el escritor se hace a través del estilo. Se me recordará también como cronista de la revolución sexual.» No quiso valorar la labor de sus traductores, en cambio, y al ser preguntado por sus referentes literarios, se puso de pie, colérico, diciendo que todo el mundo, y le parecía que Lyon formaba parte del mundo, sabía cuáles eran sus referentes. «Eximio escritor y extravagante ciudadano —dijo—. Así calificó un jefe del Gobierno a Valle-Inclán, y así soy yo.» Luego se fue.
Abrió la puerta y se largó sin decir adiós. Pauline pudo escuchar cómo murmuraba algo atronadoramente, que hotel más cutre no había en Madrid, quizá, o que aquello había sido una pérdida enorme de tiempo. Pauline sintió un gran alivio al verlo partir, y agradeció, sobre todo, que al salir no diera ningún portazo. El tiempo se detuvo de golpe. La grabadora todavía estaba en marcha, encima de la cama. Sólo se escuchaba ahora la cinta al rodar. Le entraron ganas de volver a casa, de ver a Jean-Luc y contarle lo que hizo.