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DE LOS REQUISITOS NECESARIOS EN EL SACERDOTE PARA LA RECTA Y PIADOSA CELEBRACIÓN DEL SACRIFICIO
PUREZA DE VIDA
El sacerdote puede aplicarse a sí mismo, con respecto a la celebración del sacrificio, lo que en otro tiempo dijera David acerca de la edificación del templo: «Es grande la obra, porque la casa no es para los hombres sino para Dios»[1]. Pues quien se acerque a Dios, para sacrificar incruentamente a su Hijo unigénito, emprenda tan excelsa obra con temor y temblor, examínese a sí mismo y prepárese a recibir con las debidas disposiciones los ubérrimos frutos del sacrificio. Tres son principalmente las disposiciones requeridas en el sacerdote: pureza de vida, rectitud de intención y devoción actual. La pureza de vida consiste en dos cosas: primero, en estar limpio de todo pecado no solo mortal, sino también de todo pecado venial deliberado y de todo afecto hacia el mismo pecado venial. Si bien no podemos evitar totalmente los pecados leves, podemos y debemos, sin embargo, arrancar de raíz con todas nuestras fuerzas la afección a los mismos, de tal manera que no nos apeguemos a ellos por voluntad o afecto. En segundo término, la pureza de vida consiste en procurar con toda diligencia ser puro, santo y adornado de toda virtud, y considerar especialmente dirigidas a uno mismo estas palabras del Apocalipsis: «El justo justifíquese más y más y el santo más y más santifíquese»[2]. Con razón san Juan Crisóstomo dice: «¿Qué pureza hay que no deba sobrepujar el que participa de tal sacrificio? ¿Qué rayos de luz a que no deba hacer ventaja la mano que divide esta carne, la boca que se llena de este fuego espiritual, la lengua que se enrojece con tan veneranda sangre? Considera cuán crecido honor se te ha hecho, de qué mesa disfrutas. A quien los ángeles ven con temblor y, por el resplandor que despide, no se atreven a mirar de frente, con Ese mismo nos alimentamos nosotros, con Él nos mezclamos y nos hacemos un mismo cuerpo y carne de Cristo»[3].
Enseña santo Tomás que el efecto propio de este sacramento es transformar al hombre en Dios, y hacerse semejante a Él por el amor. ¿De qué fe debe estar imbuido, con qué esperanza confortado, de qué caridad encendido, de qué inocencia adornado, quien tal víctima inmola a diario, recibe a Dios y se transforma místicamente en Él? Pues si la disposición, como dicen los filósofos, debe ser proporcionada a la forma a que dispone, será sin duda necesaria una disposición divina para recibir el alimento divino; para que esa vida sea entonces divina y sobrehumana, debe oponerse en absoluto a una vida puramente humana y carnal. Quién así vive se separa de las criaturas y se une tan solo a Dios; solo Dios reside en su inteligencia, solo Él en su voluntad, en sus conversaciones y en sus obras. Nada hay en él de mundano, nada que diga relación a la carne o a los sentidos; se odia a sí mismo, crucifica su cuerpo con el yugo de la mortificación, desprecia las riquezas, huye de los honores, ama el pasar oculto y ser tenido en nada. Examine, pues, su vida el sacerdote, y si observa que no se conforma a la semblanza que de ella hemos hecho, sino que todavía la encuentra terrena, procure convertirla en divina por el diligente ejercicio de las virtudes. Aquí también cabe señalar la limpieza externa del cuerpo y del vestido, la gravedad y la madurez que testimonien de él ser un presbítero, esto es, un senior; tal ha de ser la compostura entera de este hombre que todos con solo mirarle se edifiquen.
RECTITUD DE INTENCIÓN
La segunda disposición para celebrar en el sacerdote es la rectitud de intención, pues nuestras acciones adquieren el elogio de virtuosas o la nota de viciosas con por el fin que pretendemos. Para que la intención sea recta no solo se ha de excluir todo fin malo y ajeno a la institución del mismo sacrificio, sino que también se prohibe acercarse a él solo por costumbre, sin previa preparación y sin la consideración actual de tan gran misterio. El sacerdote que ha de celebrar debe considerar, pues, con toda diligencia, el fin por el que se mueve; si es por lucro deleznable u otro motivo humano, si busca el pan terreno y no el celestial; no la salud del alma sino el provecho del cuerpo; a fin de que no abuse para su perdición del sacrificio instituido para vida del mundo. Propóngase un fin excelso, celestial, sobrenatural, que mire a la gloria de Dios, a su propia salvación y a la perfección y utilidad del prójimo. Dirija su intención a purificarse, por medio de esta víctima salvadora, de sus pecados, a curarse de las enfermedades del alma, a protegerse de los peligros inminentes, a liberarse de las tentaciones y adversidades; a pedir algún beneficio y dar gracias por los recibidos; a obtener las virtudes, el aumento de la gracia y el don de la perseverancia: a interceder ante Dios por las muchas necesidades del prójimo y por el descanso de los difuntos, y encomendar a toda la Iglesia; a rendir a Dios el culto de latría y a los santos el honor y veneración debidos; a conmemorar la pasión y muerte de Cristo, como Él mismo mandó, diciendo: «Haced esto en memoria mía»[4], para que, limpio de toda mancha de la carne y del espíritu, se una inseparablemente con Dios y esté así consummatus in unum, hecho una misma cosa con Él. Por estos y otros motivos conviene concretar la intención antes de la Misa, según la fórmula que al final se inserta. No hemos de olvidar aquí que algunos hombres de eximia santidad y doctrina, teniendo siempre presente lo efímero de la vida, reciben a diario en el sacrificio de la Misa el Cuerpo y la Sangre de Cristo como si hubiesen de morir en ese día, con la intención de que les sirva a ellos de Viático para la vida eterna. Sería de gran provecho para el sacerdote reflexionar a menudo con gran solicitud sobre el tema de la muerte y de la eternidad.
DEVOCIÓN ACTUAL
La tercera disposición consiste en la devoción actual. Para avivar este sentimiento debe el sacerdote, en primer lugar, poner especial cuidado en considerar con fe firme y ponderar con sublime estimación todo lo que enseña la Iglesia sacrosanta sobre este inefable misterio, y los tesoros de gracias celestiales que en él se encierran. Pues con las palabras de consagración pronunciadas por él se convierte el pan en el Cuerpo de Cristo y el vino en su Sangre, y bajo el velo de las especies sacramentales se hacen presentes el Cuerpo purísimo de Cristo que, por nuestra salvación, fue clavado en la cruz; su Sangre, que por nosotros fue derramada, y el alma gloriosa, en la que residen todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia de Dios; en una palabra, Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, que ha de venir con gran majestad a juzgar a los vivos y a los muertos y al mundo por el fuego.
En segundo término, para excitar la devoción, es necesaria la humildad, que en la institución de este sacramento resplandece más aún que las otras virtudes. Cristo, en efecto, siendo Dios en la forma, se anonadó a sí mismo y encubrió bajo las especies de pan y de vino su Cuerpo, su Sangre y su Divinidad, exponiéndose a las injurias de hombres pecadores que, llenos de inmundicia, pretenden acercarse a Él y tocarle con sus manos contaminadas. Es, pues, de justicia en el sacerdote imitar tan gran humildad, adentrarse en su nada y en nada tenerse. Solo la humildad nos prepara dignamente para recibir a tan excelso huésped. Ninguna disposición, ninguna facultad, ninguna virtud nuestra nos hace dignos de ello, sino solo la gracia de Dios; debemos, por tanto, reconocer nuestra indignidad y apoyarnos únicamente en la misericordia divina.
En tercer lugar, porque Cristo mereció para nosotros, por su pasión acerbísima, las delicias de esta mesa, leemos que los sacerdotes santos avivan el fuego de la devoción con ayunos, disciplinas, cilicios y otras mortificaciones de esta índole; también nosotros hemos de imitarles, sacrificándonos al Cordero, que se inmoló por nosotros; por el silencio, la abstinencia, la guarda de los sentidos, sin omitir las mortificaciones corporales conforme a las fuerzas y condición de cada uno. Por último, mucho aprovechan para la devoción las ansias vehementes, un ferviente deseo y un ardiente amor a este Pan angélico del cual nos invitó a comer el Señor cuando dijo: «Venid a mí todos los que trabajáis y estáis cansados y yo os aliviaré»[5]. Y si nos falta este deseo, debemos por lo menos pedírselo al Señor con fervorosos actos de amor; «porque escucha los deseos de los pobres y al famélico le llenó de sus bienes»[6].
[1] 1 Par 29, 1.
[2] Ap 22, 11.
[3] Hom. 82, n. 5, S. Mateo.
[4] Lc 22, 19.
[5] Mt 11, 28.
[6] Sal 106, 9.