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Desde hace veinte siglos la grey cristiana del mundo viene acusando a Judas Iscariote de haber vendido a Jesús. Así como el nombre de Caín es sinónimo de crimen, el de Judas se ha convertido en sinónimo de traición.

No sabemos –nadie lo sabe– cómo era Judas; si joven o viejo, si imberbe o barbado, si de tez quemada o rubia, si de ojos negros o claros, si alto o bajo, si delgado o grueso. Sin embargo, en esa figura no precisada encarnamos al traidor. Y tras evocarlo con el disgusto con que venimos haciéndolo durante dos mil años, consustanciado en lo mas profundo de nuestros sentimientos con la idea de la vileza, hallamos que no tiene contorno ni estatura ni rostro, que no es más que un sentimiento repulsivo designado con su nombre2.

Sobre el drama de la Pasión se ha escrito tocando todos los aspectos; hay libros destinados a probar las tesis más peregrinas, desde la no existencia de Jesús hasta su locura. Pero la imagen del traidor identificada con Judas persiste en las más diversas interpretaciones del hecho que dio impulso y trascendencia a la doctrina cristiana. Algunos escritores han tratado de justificar la conducta de Judas, pero sin apartarse fundamentalmente de la tremenda acusación que ha venido pesando sobre él. Se le ha llegado a considerar como instrumento de la voluntad de Dios para que cumpliera la glorificación de su hijo. Jamás, sin embargo, se le ha librado del estigma de traidor. En pocas palabras, cuantos han tocado el tema han dado por cometida la traición.

Unos la achacan a los celos. María Magdalena amó a Jesús, se ha dicho, y Judas amó a María Magdalena; he aquí por qué vendió a su maestro. Pero sucede que nada da pie a esa leyenda; no se encuentra en los evangelios ni en los Hechos de losApóstoles –únicos documentos básicos en que se menciona a Judas Iscariote– una sola palabra que permita llegar a conclusión como la anotada.

Si se exceptúa la frase que Juan pone en sus labios en el episodio del ungimiento, no hay palabra o acción de Judas antes de llegar a la aprehensión de Jesús que nos sirva para dibujar su carácter. Hilando demasiado fino, y aceptando que el Iscariote haya dicho, él sólo y nadie más que él, lo que asegura Juan, se ha pretendido hallar en los celos el origen de esa frase y por tanto la causa primitiva de la entrega de Jesús. Si fue María Magdalena quien derramó sobre los pies del maestro el ungüento de nardos, y si Judas estaba enamorado de ella, la protesta de Judas por lo que estaba haciendo María no se debe al derroche, sino a los celos, se ha pensado. Pero es el caso que se dan al olvido estos detalles; primero Juan dice claramente que quien unge a Jesús es María la hermana de Marta y de Lázaro, no la pecadora –esto es, la de Magdala–; y segundo, explica que Judas protestó, no porque tuviera celos, sino «porque era ladrón, y, llevando él la bolsa, hurtaba de lo que en ella echaban». Si se usa el testimonio de Juan es de rigor usarlo en todas sus afirmaciones y conclusiones, no apoyarse en él para inventar la leyenda de los celos.

[Juan, 12; 6]

No; la hipótesis de los celos no es legítima. Nada ofrece asidero para pensar que Judas estuvo enamorado de María Magdalena ni de otra mujer, como nada lo ofrece para pensar que Jesús fue amado por alguna de sus seguidoras con ese tipo de amor3, Jesús fue adorado por hombres y mujeres, por ancianos y niños, por judíos y gentiles, por soldados, artesanos, pescadores, por escribas y fariseos y hasta por miembros del Sanedrín. Las esposas, madres y hermanas e hijas de aquellos que le seguían iban con ellos tras el predicador de la buena nueva. Lucas nos da algunos nombres: «Yendo por ciudades y aldeas predicaba y evangelizaba el reinado de Dios. Le acompañaban los doce y algunas mujeres que habían sido curadas de espíritus malignos y de enfermedades. María, llamada Magdalena, de la cual habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, administrador de Herodes, y Susana, y otras varias que le servían de sus bienes». Es conocido el amor de las hermanas de Lázaro por aquel que a sí mismo se llamaba Hijo del Hombre. Ahora bien, de las mujeres que se acercaban a Jesús, y le rodean, ninguna recibe de él amor de varón, y probablemente ninguna le vio como tal, sino como profeta, Elías redivivo, el Hijo de David, valores puramente religiosos y morales en el pueblo de Israel. Así también le veían sus discípulos. Ninguno de ellos hubiera sido capaz de atribuirle otra personalidad. Además, si Judas hubiera sentido celos de esa naturaleza, ¿se lo habrían callado sus compañeros, algunos de los cuales, como Juan, se muestran tan pertinaces en acusarle?

[Lucas, 8; 1, 2 y 3]

Usando la libertad creadora, otros han querido hallar en la envidia la causa de la venta. Judas sintió envidia de Jesús, quiso suplantarlo y decidió entregarlo a sus enemigos. Ni siquiera vale la pena argumentar contra esa tesis. A la hora de enjuiciar seriamente a un personaje que tuvo papel tan importante en el drama más trascendente que recuerda la humanidad, esas invenciones pueden interesar como frutos artísticos, pero nada más que en tal sentido. Un estudio honesto de Judas, como de cualquiera figura histórica, tiene que basarse en los hechos comprobados que se le atribuyen, en las acciones conocidas con que él se produjo. En el caso concreto de Judas Iscariote no hay prueba de que fuera envidioso, y mucho menos de que envidiara a su maestro. Es, pues, caprichoso explicar la traición por ese camino.

Un autor que pretende estar escribiendo la biografía de Jesús (Emil Ludwig, «El Hijo del Hombre», edición Claridad, Buenos Aires, 1945; págs. 201-12) trata de justificar a Judas con otro argumento. Según él, Judas llega a poner en duda el origen divino de Jesús; esa duda aumenta hasta hacer crisis cuando, de vuelta al ambiente familiar de su juventud, Judas siente en Jerusalén el peso de las viejas creencias, la omnipotencia del templo y de sus servidores, la pompa de los oficios religiosos; además, sus antiguos amigos la alimentan con las burlas que hacen de Jesús y de la fe con que él le ha seguido. Torturado hasta lo insufrible, Judas resuelve precipitar los acontecimientos para salvarse a sí mismo en su fe y convencerse de que Jesús no es el hijo de Dios. Lo será si adivina que es él, Judas, quien va a traicionarle. Mas Jesús no lo adivina. Judas, entonces decepcionado, lo entrega.

Esta nueva hipótesis tampoco tiene base documental. Desde el punto de vista de la Historia, ¿cómo puede Ludwig probar que Judas vivió durante su juventud en Jerusalén, que tenía allí amigos a quienes volvió a ver y frecuentar?

Lo único que se sabe de Judas sin lugar a dudas, antes de que prendan a Jesús en Gethsemaní, es que a él le tocaba guardar el dinero de la comunidad formada por Jesús y sus discípulos, y que su padre se llamaba Simón de Kerioth. Estos datos se los debemos a Juan, el más implacable de sus acusadores. Por el hecho de que él se llamara Iscariote –es decir, natural de Kerioth o Cariote– y su padre también, se deduce que Judas había nacido en tal lugar. Kerioth estaba situada a una jornada al sur de Hebrón, en las lindes del desierto, esto es, bastante al sur de Jerusalén; y de ser así, es lógico que para ir a Galilea, Judas tuvo que pasar por Jerusalén, puesto que Galilea queda al norte de la que entonces era capital de los judíos. Nadie puede decirnos, sin embargo, si él hizo ese viaje siendo niño, adulto o viejo. De la necesaria realización de ese viaje a afirmar que vivió durante su juventud en Jerusalén, y que tenía amigos allí, y que los encontró de nuevo al volver con Jesús a la ciudad, la distancia es mucha para admitir como opinión seria la que en tal suposición se base. Ni siquiera es posible asegurar que Judas tenía en Jesús determinado tipo de fe. No hay dato que nos permita saber qué pensaba, cómo sentía, cómo actuaba Judas. Sólo al final del drama podríamos figurarnos –y nada más que figurarnos– cómo debió sentirse en un momento dado este hombre oscuro, a quien la cristiandad ha sacado de sus tinieblas para maldecirle sin tregua.

Por varias razones que iremos conociendo a medida que nos internemos en el estudio del personaje y del ambiente en que se movió, podemos llegar a colegir cuáles eran los sentimientos de los discípulos de Jesús hacia Judas; pero jamás llegaremos a saber cuáles fueron los de Judas respecto de sus compañeros. Imaginando cómo sentía él, y tratando de ajustar el juego de sus sentimientos a la acusación que se le hace, no será posible llegar a la verdad. Es necesario proceder en este caso con la honestidad que requiere, pues se trata de un hombre aplastado para toda la eternidad por el dictado de traidor; es más, con el de arquetipo del traidor.

Las fuentes de donde surgió esa acusación están al alcance de todos nosotros. Sin prejuicios, fríamente, procedamos a revisarlas; si de la revisión resulta evidente que vendió a su maestro, ¿por qué tratar de explicar las causas de la venta? Lo hizo, y se ha ganado su despreciable lugar en la historia. Pero si resultare que no lo hizo, entonces rectifiquemos el tremendo juicio, porque en ese caso lo que se ha hecho con Judas acusándole de una infamia como la que se le atribuye sería a todas luces la mayor injusticia cometida por el género humano.

Las fuentes históricas a que se alude son los testimonios de los evangelistas, tal como los presenta la Iglesia Católica, pues para los estudiosos laicos los autores de esos documentos no serían tan sólo Mateo, Marcos, Lucas y Juan; el primero y el último, compañeros de Judas en la comunidad de los doce discípulos de Jesús. Hay, además, el Libro de los Hechos de los Apóstoles, cuya revisión se hace imprescindible ya que en él no sólo se menciona a Judas y se le acusa, sino que se da cuenta de lo que podríamos llamar el epílogo de su acción. En los evangelios y en el Libro de los Hechos de los Apóstoles están todos los datos que han condenado a Judas para la eternidad del cristianismo.

La lectura de los Evangelios con fines de revisión histórica no es tarea fácil, pues que a menudo se contradicen entre sí o explican un mismo hecho de distinta manera. Además, se da el caso de que sólo dos de los evangelistas fueron testigos presenciales de lo que cuentan. Éstos fueron Mateo y Juan. No es obra del otro mundo deducir que algunos de los evangelistas, especialmente Marcos y Lucas en relación con Mateo, se copian entre sí. Sólo el testimonio de Juan se advierte independiente de los restantes, lo que se explica si se sabe que Juan escribió el suyo aislado de sus compañeros, no sólo porque ya habían muerto todos los discípulos de Jesús –Juan tuvo una vida muy larga, probablemente centenaria–, sino además porque cuando redactó o dictó su testimonio se hallaba en Éfeso, ciudad del Asia Menor, y en tales días las comunicaciones no eran fáciles entre los distintos y nacientes núcleos de la cristiandad.

El hecho de que ni Marcos ni Lucas hayan presenciado los acontecimientos que cuentan no invalida sus respectivos evangelios, sin embargo. Pues el de Marcos, llamado también «el segundo» por haberle antecedido el de Mateo, podría decirse que es el de Pedro4. Marcos viajó con Pedro y estuvo con él en Roma, le oyó contar, sin duda, repetidas veces los episodios del drama de la Pasión, y puede asegurarse que anotó nombres, lugares incidentes referidos por Pedro. Puede usarse del evangelio de Marcos casi como si fuera el de un testigo presencial y no exageraría al decir que de un testigo de excepción. Pues leyendo a Marcos se advierte que Pedro tenía excelente memoria y capacidad de evocación, sobre todo en lo que se refiere a nombres propios y de ambiente, Marcos tenía también acierto natural para escribir, puesto que sabía escoger entre lo útil y lo inútil de su narración.

El evangelio de Lucas abunda en detalles que no pueden ser de su invención. Este evangelista fue discípulo y compañero de San Pablo, y si bien escribió con el propósito deliberado de hacer proselitismo más que con el fin de dejar constancia de los hechos –lo cual explica su afán por justificar las Escrituras de la vida de Jesús–, de su obra se desprende la convicción de que interrogó a mucha gente que había conocido al Mesías, y probablemente hasta familiares del mártir. Por lo demás, se nota que usó el evangelio de Marcos, y como es evidente que este ultimo usó también el de Mateo, en el evangelio de Lucas se hallan algunos episodios, y sobre todo algunos sermones, casi copiados a la letra del evangelio de Mateo.

Procediendo con seriedad –ya que de lo que se trata es de revisar un juicio de grandes proporciones en el mundo moral y de larga penetración en el tiempo– debemos aceptar lo dicho por Marcos y por Lucas como documentos de primera importancia, aunque ni el uno ni el otro hayan sido testigos presenciales en lo que cuentan.

En cuanto al evangelio de Juan, su valor es incalculable para los fines de este estudio. Porque Juan es el único que ha lanzado sobre Judas acusaciones tan tremendas como la de que era ladrón, el único que pone en sus labios la sola frase que, de resultar cierta, se le atribuye a Judas antes de la cena pascual; el único capaz de afirmar que Jesús le dijo a él, y a nadie más que a él, que quien habría de venderle sería el Iscariote.

Las numerosas y graves discrepancias de Juan con sus compañeros evangelistas; la confusión que siembra en los estudiosos de la vida de Jesús haciendo viajar a su maestro continuamente de Galilea a Jerusalén y de Jerusalén a Galilea, no nos interesan para nada. Para nosotros, el interés del testimonio de Juan está en cuanto dice de Judas. Si no fuera por él, no sabríamos ni siquiera el nombre del padre de ese a quien persigue el denuesto de la humanidad –y sólo porque el padre se llamaba también «de Kerioth» es posible afirmar que Judas era natural de Kerioth o Cariote, lo cual tiene gran importancia para determinar que no era galileo como los restantes discípulos–; es por Juan por quien sabemos que Judas tuvo la función de guardar los dineros comunes del grupo que seguía a Jesús.

Los restantes evangelistas cuentan secamente, apenas demorándose en la exposición de hechos, que Judas entregó a su maestro; y alguno, como Mateo, dice qué hizo con el dinero de la venta y cómo murió. Juan no; Juan le hace hablar, le acusa de ladrón, dice quién fue su padre y cuál era la función de Judas entre los discípulos; además, testimonia que Jesús lo señaló como aquel que había de entregarle.

Juan, el apasionado, a quien el propio Jesús bautizó Boanerges, esto es, «hijo del trueno»; Juan, el que propuso a Cristo pedir que bajara fuego del cielo para que destruyera el caserío samaritano donde no quisieron recibir a Jesús y a los suyos; ese Juan que prohibía echar los demonios a los que no fueran de la congregación de los discípulos; ese mismo Juan vehemente que habría de escribir, anciano ya, y mientras estaba desterrado por Domiciano en Patmos, las fragorosas páginas delApocalipsis; ese Juan parece removido por un odio ardiente cada vez que escribe el nombre de Judas. De ahí la importancia de cuanto sobre él dice, y, muy especialmente, la importancia de lo que calla.

Lo que Juan diga sobre Judas puede ser puesto en tela de juicio, sobre todo cuando no lo digan también los restantes evangelistas, cuando no lo diga Mateo, compañero de Juan y del Iscariote en los hechos que tuvieron su culminación la tarde del viernes pascual en el Cerro del Gólgota. Pero lo que Juan no diga merece especial atención. Pues resulta tan evidente la pasión de ánimo con que se enfrenta al recuerdo de Judas, que si éste hubiera promovido con su conducta algún incidente –exceptuando, desde luego, el episodio de la traición en sí– o hubiera hecho algún comentario indebido o una pregunta indiscreta, Juan habría dado fe de eso. Y habría escrito sobre ello con letras de fuego, tal como lo hace cuando le acusa de ladrón.

Tratar de buscar fuentes de información fuera de la Iglesia Católica –la organización más afanada en propagar a través del tiempo la repulsiva imagen de Judas traidor– viciaría la revisión de este juicio, y además a nada conduciría.

Pues ya hemos señalado que los únicos documentos válidos para juzgar correctamente a Judas son los Evangelios y el Libro de los Hechos de los Apóstoles, documentos que son la raíz misma de la Iglesia Católica Occidental.

Lo honesto es, por tanto, atenerse en ese estudio a las mismas fuentes de que se ha valido la Iglesia para acusar a Judas.

Otra cosa sería partir de orígenes viciados, o por lo menos teñidos de prejuicios, lo que nos conduciría derechamente a conclusiones erradas. El propósito de este trabajo requiere que procedamos así, porque no se busca en él ni aceptar como definitiva la sentencia secular que ha recaído sobre Judas Iscariote ni negarla: nuestro fin es sólo ser justos. Si el Iscariote vendió a Jesús, merece el estigma que agobia su nombre, pero si no lo vendió, devolvámosle su dignidad de ser humano y su alta categoría como discípulo de aquel que a sí mismo se llamó Hijo del Hombre.

Todavía no se ha hecho un estudio sereno sobre la participación del Iscariote en el proceso que culminó con la crucifixión de su maestro en el Cerro de las Calaveras. Vamos a tratar de llevarlo a cabo ahora, valiéndonos de los mismos documentos que han sido usados para hacer de Judas la encarnación de la vileza y la figura más execrada de toda la cristiandad.

Judas Iscariote, el Calumniado

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