Читать книгу Estudios de responsabilidad civil - Juan Carlos Gaviria Gómez - Страница 9
Estudio 7 El principio de oponibilidad del negocio jurídico y su incidencia en el ámbito de la responsabilidad civil
ОглавлениеJuan Carlos Gaviria Gómez*
https://doi.org/10.17230/9789587207026ch1
En el ordenamiento colombiano se puede reconocer un principio de oponibilidad del contrato, que le impone a los terceros el respeto por el contrato ajeno, y que no se puede confundir con el postulado del efecto relativo de los negocios jurídicos. Dicho reconocimiento tiene como pilares la existencia de las formalidades de publicidad, el deber jurídico general de respetar intereses jurídicos ajenos, la pérdida de vigencia de distinciones tradicionales entre los derechos reales y los derechos personales, y la concesión a terceros de acciones excepcionales para cuestionar la eficacia de contratos en los que no fueron parte. La libre competencia se erige en un límite del principio. La infracción de dicho postulado puede ser fuente de responsabilidad extracontractual.
Ahora bien, el postulado de la relatividad o del efecto relativo de los negocios jurídicos, coherente con la autonomía privada, explica que por regla general los contratos no generan efectos jurídicos frente a terceros.
De allí que las disposiciones de los contratantes solo puedan, en principio, favorecer o afectar a las partes (o a sus causahabientes) o, en términos de la doctrina tradicional, generar derechos u obligaciones para ellas.
El reconocimiento de que el negocio jurídico no conlleva de manera directa una posición de ventaja (atribución) o de desventaja (imposición) para los terceros, no impide admitir que aquel puede proyectarse sobre la órbita de estos, incidiendo en su situación jurídica.
A este respecto, la Sala de Casación Civil ha explicado que
[...] el principio de la relatividad contractual [...] parece hacer una pausa para que los efectos del acuerdo de voluntades puedan extenderse un poco más allá de los lindes del acto, para tocar a quienes, a pesar de no estar explícitamente atados por la relación sustancial –en este caso la de mutuo– hállase en una posición especial que los compromete con las secuelas del negocio jurídico [...].1
En la misma línea, la Corte ha sostenido, en relación con la pertinencia de darle un alcance mayor al principio de relatividad, que:
En el pasado la Sala ha reconocido nuevas realidades que tozudamente buscan identidad, en especial, frente a los efectos relativos de los contratos, en tanto, dijo que tal principio es de los más “ampliamente explicados por los estudiosos del Derecho, pero también es el que más fácilmente es distorsionado”. Tratando de buscarle a esto una explicación, bien podría antojarse que todo empieza porque la frase sentenciosa con que suele identificarse el principio no termina por expresar de modo acabado el genuino sentido de tal fenomenología jurídica. A la verdad, decir a secas que el contrato no afecta a terceros, conlleva vaguedades. Sin necesidad de ir tan lejos dígase de entrada que todo contrato válido, como acaecer fáctico que es, impone el reconocimiento de su existencia por absolutamente todos; en este sentido, nadie podría desconocerlo, sin que quepa la idea, es cierto, de que sea un deudor propiamente dicho; asimismo podría sacarse provecho de esa existencia, sin que quien lo haga sea un acreedor literalmente hablando. No es estólido sostener desde ahí que el contrato es “oponible”. Y si contra esta abstracción, que de veras lo es, alguien se levantase y reclamara sin faltarle motivo para hacerlo, una explicación concreta sobre el particular, habría que recordar que no son pocos los casos en que los negocios jurídicos afectan o aprovechan a personas que no son sus celebrantes en sí […].2
La incidencia del negocio jurídico en la situación de los terceros –salvo casos de excepción, en los cuales aquel genera efectos jurídicos directos para estos–3 no tiene soporte en el principio del efecto relativo, sino en el reconocimiento de que le es oponible a los terceros.
La oponibilidad implica que el tercero no puede desconocer el contrato ajeno ni interferir en su desarrollo; pero, igualmente, que puede prevalerse del mismo.
De allí que estimo pertinente elucidar si en la concepción del ordenamiento jurídico colombiano se puede reconocer un principio de oponibilidad del contrato, que implique admitir que los terceros –absolutos y relativos– deben respetar los contratos ajenos, sin interferir en su ejecución; e inclusive, invocar su existencia.
El análisis que se propone parte de la base de la ausencia de un reconocimiento explícito de la legislación nacional sobre el postulado en mención, e implica la revisión de: 1) normas que regulan casos particulares relevantes; 2) doctrina nacional y extranjera en la materia; y 3) sentencias emitidas por la Corte Constitucional y por la Sala de Casación Civil de la Corte Suprema de Justicia.
1. Sobre el principio de oponibilidad
En la actualidad existe una tendencia en la doctrina extranjera a reconocer un principio de oponibilidad de los contratos que tiene sustento en el deber jurídico general de no causar daño a otro y en la no interferencia en las relaciones ajenas.
Dicha concepción parte de la base de admitir que todos los derechos subjetivos deben ser respetados, sin que se pueda pregonar una situación de ventaja o prerrogativa para los derechos reales, quedando superado el aserto de que mientras los derechos reales generan efectos jurídicos erga omnes, los derechos de crédito solo producen efectos jurídicos inter partes.
El contrato obliga no solo a sus otorgantes al cumplimiento de las reglas que lo regulan, sino que establece un marco de respeto de su existencia y de los efectos que produce, para todos aquellos que no hicieron parte de aquel, sobre la base de que hayan tenido conocimiento de este.
José Luis Lacruz Berdejo explica al respecto que:
El efecto vinculante se da entre las partes, pero los terceros no pueden pretender ignorar que ha tenido lugar: el contrato, con todas sus consecuencias, en principio es oponible a terceros. O sea: el efecto directo del contrato es la obligación que ha creado. Decir que el efecto del contrato es relativo, significa que el contrato no puede hacer nacer una obligación a cargo o en provecho de persona extraña a su conclusión; pero esto no suprime el deber de los terceros de respetar las relaciones que la convención ha establecido entre las partes: cuando éstas la oponen al tercero, no pretenden vincularle sin su voluntad extendiendo a él las deudas, sino hacerle respetar los efectos que dicho contrato ha producido entre ellos.4
En similar sentido, Miguel Federico de Lorenzo afirma que:
Cabe deducir, en consecuencia, que entre el principio de los efectos relativos (arts. 1195 y 1199 C.C.) y el alterum non laedere (art. 1109 C.C.) no existe un conflicto, sino dos planos de operatividad. Por el primero, se limita los efectos de las obligaciones contractuales a las partes y eventualmente a sus causahabientes; con el segundo, a diferencia, se extiende el deber de no dañar a los intereses que derivan del contrato. Esta distinción permite superar la confusión entre el problema de la eficacia contractual y el de la posibilidad de lesión de las posiciones contractuales por parte de terceros ajenos a ella. La “relatividad” contractual queda redimensionada: las obligaciones nacidas del contrato son relativas (art. 503 C.C.) en el sentido que sólo el deudor está obligado a su cumplimiento. Por el contrario, tanto la existencia del contrato como sus efectos son oponibles a todos. Con este entendimiento puede decirse que el crédito es también, como la relación real, como toda relación jurídica, un derecho absoluto: no con el alcance –se entiende– que todos los terceros están llamados a cumplirlo, sino en el sentido que todos los terceros tienen el deber de respetarlo no dañándolo injustamente.5
A su vez, Renato Scognamiglio se refiere a la implicación del negocio jurídico frente a terceros aduciendo que
[…] lo mejor es reafirmar que el negocio, unilateral o bilateral, sirve para la disciplina de los intereses privados, exclusivamente en lo que hace a sus autores, para quienes, del mismo modo, realiza sus efectos típicos. Otra cosa, y en esto consiste el problema, es que el contrato (negocio) constituya un acto valedero para todos, por la relevancia que adquiere en el mundo del derecho, y que por ello los llamados efectos contractuales se produzcan frente a todos. Esta oponibilidad a los terceros de los efectos jurídicos válidamente constituidos rebasa la eficacia del contrato en sentido estricto, en cuanto éste puede influir en la situación jurídica de otros sujetos, y se integra en el campo más amplio de las interfaces entre los derechos de los distintos sujetos a que da lugar la circulación de bienes donde debe examinarse los posibles conflictos entre aquellos.6 7
En la doctrina nacional, Guillermo Ospina Fernández y Eduardo Ospina Acosta exponen que la oponibilidad de los negocios jurídicos no se contrapone al principio de relatividad, pues este “[...] se limita a impedir que los agentes pretendan imponerles derecho u obligaciones concretos a los terceros”,8 mientras que con la inoponibilidad “se trata de evitar que estos, a su vez, invadan la órbita jurídica de las partes, negando la eficacia de actos que la propia ley reconoce”.9
Es claro que el principio de oponibilidad no se corresponde ni puede ser confundido o asimilado con el principio del efecto relativo del contrato. Se trata de conceptos disímiles, tanto en su acepción como en las repercusiones que generan frente a las partes y frente a los terceros.
Sobre la distinción que existe entre ambos principios contractuales –efecto relativo y oponibilidad–, Díez-Picazo y Gullón explican que
[...] una cosa es que el contrato no pueda crear derechos y obligaciones para terceros sin su consentimiento, y otra distinta que estos terceros tengan que contar con él y sus efectos, [...] con razón decía Ihering que todo negocio jurídico produce un efecto reflejo para los terceros porque, al igual que ocurre en el mundo físico, todo hecho jurídico no se puede aislar en el mundo jurídico, sino que se relaciona con su entramado.10
Delimitado el alcance del principio de oponibilidad, y diferenciado este con nitidez del principio de relatividad, resulta preciso fijar las condiciones para su reconocimiento en el ordenamiento jurídico colombiano.
Los principios que de manera explícita consagra la legislación civil colombiana con respecto a la etapa de ejecución de los contratos son el de normatividad, el de buena fe y el de diligencia y cuidado (artículos 1602 a 1604 del Código Civil).
La legislación de derecho privado en Colombia no consagra de manera expresa el principio de relatividad ni el principio de oponibilidad. La doctrina nacional reconoce de manera general el primero, pero no el segundo.
La falta de consagración expresa del principio de oponibilidad justifica el análisis acerca de si este puede o no ser admitido en la legislación colombiana como un postulado rector de los negocios jurídicos.
En la legislación nacional se regulan supuestos expresos que consagran la oponibilidad de ciertos negocios jurídicos, sobre la base de que las partes cumplan con una formalidad de publicidad, que se erige en el presupuesto para que los terceros deban respetar los efectos del acto jurídico ajeno, en el entendido de que se trata de actos que pueden incidir en la situación jurídica de aquellos.11
Son ejemplos de normas que consagran formalidades de publicidad: 1) el artículo 47 de la Ley 1579 de 2012 contentiva del Estatuto de Registro de Instrumentos Públicos, en cuanto dispone que “Por regla general, ningún título o instrumento sujeto a registro o inscripción surtirá efectos respecto de terceros, sino desde la fecha de su inscripción o registro”; 2) el artículo 1960 del Código Civil al prescribir que la cesión del crédito le debe ser notificada al deudor, so pena de no producir efectos frente a este y frente a terceros; 3) el artículo 888 del Código de Comercio al establecer que la cesión de contratos de ejecución periódica o sucesiva y de ejecución instantánea que consten en escritura pública podrá realizarse por escrito privado, pero que la misma no producirá efectos frente a terceros “mientras no sea inscrita en el correspondiente registro”; y 4) el artículo 196 del Código de Comercio al disponer que las limitaciones y restricciones de las facultades de la persona que represente a la sociedad que no consten en el contrato social inscrito en el registro mercantil no serán oponibles a terceros.
El problema por elucidar es si se puede admitir la existencia, en cabeza de los terceros, de un deber jurídico de respetar los contratos respecto de los cuales la legislación no consagró formalidades de publicidad; y como antes se dijo, si dichos terceros pueden inclusive prevalerse del acto jurídico ajeno.
Existen dos posibilidades interpretativas: 1) entender que la exigencia de la formalidad de publicidad atañe a un asunto de interés especial, que le impone al tercero el deber excepcional de respetar el contrato ajeno, sin que sea posible reconocer un verdadero principio de oponibilidad; o 2) asumir que por principio, cuando el contrato ajeno es conocido por el tercero, las partes le pueden aducir su contenido; perspectiva dentro de la cual la formalidad de publicidad genera una especie de presunción no desvirtuable, de conocimiento del contrato, pero sin que la oponibilidad se agote en este supuesto.
Personalmente, encuentro razones idóneas para acoger el segundo criterio. En efecto, el deber jurídico genérico, ligado necesariamente al propósito de una convivencia social pacífica, implica el respeto por los intereses legítimos ajenos, en tanto no afecten a su vez intereses jurídicos propios dignos de mayor tutela. Así, siendo indiscutible que el contrato genera una situación jurídica que vincula a las partes y que tiene especial relevancia jurídica, en principio el tercero no tiene el poder de desconocer dicha relación, ni de afectar o interferir su cabal desarrollo.
De otro lado, y en respaldo del criterio que se defiende, solo por excepción la legislación les atribuye a terceros mecanismos jurídicos para impugnar negocios jurídicos ajenos, en tanto estos resulten lesivos de sus intereses jurídicos. Ello evidencia que el ordenamiento jurídico reconoce que los contratos pueden incidir en la esfera de terceros, y que, solo por vía de excepción, estos pueden entrar a desconocer dichos actos. En este contexto se destacan la acción de simulación y la acción pauliana.
Si bien la doctrina discute la naturaleza jurídica de dichas acciones,12 lo cierto es que la atribución de estas a terceros afectados tiene como base el reconocimiento de que tales contratos (el que entraña fraude pauliano o el simulado) no pueden afectar la situación jurídica de los terceros, es decir, que dichos negocios no les pueden ser oponibles.
Como dichos mecanismos –que tienden a evitar que los efectos del negocio se proyecten negativamente sobre la esfera de terceros– son excepcionales, ello permite afirmar que, en situaciones normales, vale decir, de no mediar el fin fraudulento, el contrato sí sería oponible al tercero.
Es incuestionable, además, que el ordenamiento protege al tercero que de buena fe se ampara en un negocio jurídico ajeno; y ello es así por cuanto el contrato originario le es oponible. Por ello, en eventos de simulación o de resolución del contrato, e inclusive de nulidad, la voluntad real de las partes o las fallas que se presenten en la ejecución del contrato o los vicios que afecten el negocio le son inoponibles al tercero, que se confió legítimamente en la seriedad y eficacia negocial.13
De allí que el principio de oponibilidad de los contratos se cimente en: 1) el deber de respeto por la situación jurídica ajena surge con independencia de que la misma involucre derechos reales o derechos de crédito, dignos ambos de tutela jurídica; 2) la buena fe como parámetro de conducta social; 3) la existencia de las formalidades de publicidad en relación con negocios jurídicos que en el orden normal de las cosas pueden tener incidencia frente a terceros; y 4) el carácter excepcional de los mecanismos jurídicos que le atribuyen a los terceros la posibilidad de incidir en la órbita del contrato ajeno.
De lo expuesto, igualmente se puede concluir que las condiciones para que se imponga el deber jurídico de respeto del contrato ajeno, son dos: 1) el conocimiento del contrato ajeno por parte del tercero, y 2) que dicho contrato no lesione un interés legítimo del tercero que merezca especial protección.
En relación con el primer punto, se enfatiza que dicho conocimiento debe ser efectivo en los casos en los que la legislación no impone la formalidad de publicidad, y potencial en los eventos en los que la legislación consagra dicho formalismo. Mientras que, en el primer caso, es necesario que se demuestre que el tercero sí conocía efectivamente el contrato (o por excepción, que estaba en una posición jurídica que le exigía su conocimiento), en el segundo caso el tercero no puede alegar el desconocimiento de la formalidad de publicidad cumplida, ni la buena fe para negar los efectos de la oponibilidad.
En lo concerniente al segundo punto, es preciso insistir en que el contrato le será inoponible al tercero en los casos en que este afecte un interés jurídico suyo que sea merecedor de especial tutela, tal como sucede: 1) con el acreedor cuando el acto ajeno le lesiona el derecho de crédito por afectar el patrimonio del deudor como prenda general de garantía; 2) con el cónyuge en los eventos de lesión de los gananciales; o 3) con el representado, cuando el representante excede los poderes conferidos.
Pero igualmente, la imposición del deber de respeto del contrato ajeno encuentra un límite concreto en el postulado de la libre competencia, de tal forma que, si el negocio jurídico va en contravía de esta, dicho acto le es igualmente inoponible al tercero, salvo que el ordenamiento jurídico haya adoptado otro remedio jurídico frente a tal situación.
Sobre la libre competencia la Corte Constitucional ha afirmado que
[…] es una garantía constitucional de naturaleza relacional. Quiere esto decir que la satisfacción de esta depende del ejercicio de funciones de inspección, vigilancia y control de las actuaciones de los agentes que concurren al mercado, con el objeto de evitar que incurran en comportamientos abusivos que afecten la competencia o, una vez acaecidos estos comportamientos, imponer las sanciones que prevea la ley. Sobre el particular, la Corte ha insistido en que “se concibe a la libre competencia económica, como un derecho individual y a la vez colectivo” (artículo 88 de la Constitución), cuya finalidad es alcanzar un estado de competencia real, libre y no falseada, que permita la obtención del lucro individual para el empresario, a la vez que genera beneficios para el consumidor con bienes y servicios de mejor calidad, con mayores garantías y a un precio real y justo. Por lo tanto, el Estado bajo una concepción social del mercado, no actúa sólo como garante de los derechos económicos individuales, sino como corrector de las desigualdades sociales que se derivan del ejercicio irregular o arbitrario de tales libertades.
[...] Por ello, la protección a la libre competencia económica tiene también como objeto, la competencia en sí misma considerada, es decir, más allá de salvaguardar la relación o tensión entre competidores, debe impulsar o promover la existencia de una pluralidad de oferentes que hagan efectivo el derecho a la libre elección de los consumidores, y le permita al Estado evitar la conformación de monopolios, las prácticas restrictivas de la competencia o eventuales abusos de posiciones dominantes que produzcan distorsiones en el sistema económico competitivo. Así se garantiza tanto el interés de los competidores, el colectivo de los consumidores y el interés público del Estado.14
Este carácter relacional de la libre competencia económica también ha servido para que la jurisprudencia constitucional defina las libertades básicas de los participantes en el mercado, que operan como mecanismos para resolver la tensión generada por los intereses opuestos de dichos agentes. Así, a partir de la revisión de la doctrina sobre la materia, la Corte ha dispuesto que estas libertades refieran a:
a) la necesidad que los agentes del mercado puedan ejercer una actividad económica libre, con las excepciones y restricciones que por ley mantiene el Estado sobre determinadas actividades; b) la libertad de los agentes competidores para ofrecer, en el marco de la ley, las condiciones y ventajas comerciales que estimen oportunas, y c) la libertad de los consumidores o usuarios para contratar con cualquiera de los agentes oferentes, los bienes o servicios que requieren.15
La Sala Civil de la Corte Suprema de Justicia ha privilegiado el principio de libre competencia afirmando que:
La competencia, esto es, la oposición de fuerzas entre dos o más rivales entre sí que aspiran a obtener algo, tiene su significado propio en el campo de las relaciones mercantiles, pues aquello que se busca obtener no se consigue como fruto de un esfuerzo momentáneo, sino como resultado de un proceso en el que influyen factores de muy diversa índole, tales como el prestigio comercial, la calidad de los productos o servicios ofrecidos, los antecedentes personales y profesionales del empresario, las condiciones de precios y de plazos, la propaganda y el lugar de ubicación de los establecimientos de comercio.
Considerada objetivamente, la competencia debe significar una emulación entre comerciantes tendiente a la conquista del mercado con base en un principio según el cual logrará en mayor grado esa conquista el competidor que alcance la mejor combinación de los distintos elementos que puedan influir en la decisión de la clientela.
Así concebida la competencia, encaja perfectamente dentro del esquema de la libertad de empresa (art. 32 C.N., hoy art. 333) y, por tanto, la posibilidad de competir por la clientela se convierte en un verdadero derecho para el empresario, garantizado en las disposiciones constitucionales [...].16
Se sigue de lo expuesto que los negocios jurídicos que atenten contra el dinamismo del mercado, contra la libertad de los agentes que intervienen en este o contra la libertad de elección del consumidor son inoponibles a terceros, sin perjuicio de que, como antes se dijo, la legislación imponga otras consecuencias jurídicas (v. g. nulidad o ineficacia), que igualmente tienden a su protección evitando abusos de posición dominante, monopolios, prácticas restrictivas o desigualdades significativas.
Los parámetros teóricos planteados parecen claros, pero su aplicación a casos concretos suscita serias dudas, advirtiendo que el desarrollo jurisprudencial en Colombia en la materia es incipiente.
Así, ¿si A y B celebran un contrato de promesa, y C conoce de la existencia de dicho contrato, ello sería óbice para que C le formule una oferta a A que pudiera dar al traste con el cumplimiento del contrato de promesa?
Desde una óptica –coherente con el derecho anglosajón– C podría justificar su conducta en la libertad negocial, e inclusive en la libre competencia, aduciendo que tal libertad no puede ser limitada por la decisión de terceros. El negocio preparatorio celebrado por las partes no podría impedir que un tercero en procura de sus intereses y del dinamismo económico, formule una mejor oferta, sin que ello –salvo cuando haya un fin abusivo o torcido– le acarree responsabilidad.
Desde otra perspectiva, la conducta de C comportaría una infracción del deber jurídico de respetar la situación jurídica ajena creada por el contrato (violación del principio de oponibilidad), que lo haría responsable de los perjuicios generados por el incumplimiento contractual que le es imputable.
Personalmente –y admitiendo la dificultad del caso propuesto–, considero que la conducta del tercero sería constitutiva de una conducta jurídicamente reprochable, dado que sobre él pesaba el deber jurídico de respetar el contrato ajeno, sin que su interés personal pueda anteponerse al del respeto de la situación jurídica ajena consolidada.
El contrato parece ser el punto de partida para predicar la existencia del deber jurídico referido, estimando que el mismo no debe ser extensivo a una situación antecedente como la de la oferta, teniendo en consideración que en esta etapa negocial el oferente cuenta con la potestad de revocar la oferta indemnizando los perjuicios que genere como consecuencia de la lesión del interés negativo del destinatario.17
Diferente es el caso de un pacto que entrañe una afectación del derecho a la libre competencia, tal como ocurre con ciertas cláusulas de exclusividad o de acuerdos de precios, que tienden a limitar la circulación de productos, afectando el mercado y a los consumidores.
En relación con las cláusulas de exclusividad, la Corte Constitucional en sentencia C-535 de 1997, al analizar la constitucionalidad del artículo 19 de la Ley 256 de 1996, indicó que:
La interdicción de la ley no se predica de todos los pactos de exclusividad que se convengan en los contratos de suministro. Sólo se aplica la prohibición a las cláusulas que tengan por objeto o como efecto “restringir el acceso de los competidores al mercado, o monopolizar la distribución de productos o servicios”.
Agregando que
El examen de estricta proporcionalidad de una disposición legal que injiere en la libertad de empresa, postula que la intervención debe fundarse en un bien, fin, o interés que exhiba una jerarquía constitucional por lo menos semejante a la libertad afectada y que la restricción sea necesaria y no represente para el titular del derecho costos o cargas excesivas, sin perjuicio, desde luego, de la función social que debe cumplir la empresa y de la observancia de los límites que a ésta señala el artículo 333 de la C. P. 18
El criterio planteado por la Corte Constitucional, que implica una ponderación de intereses jurídicos, permite reafirmar que la libre competencia se erige en un límite al principio de oponibilidad de los contratos, sin que tal aserto se resquebraje por el hecho de que en algunos supuestos las cláusulas que comporten afectación a la libre competencia tengan como consecuencia jurídica la nulidad absoluta o la ineficacia del acto jurídico, puesto que finalmente, lo que se pretende, es evitar que los intereses legítimos de los terceros se vean afectados por el contrato ajeno.
3. Efectos de la violación del principio de oponibilidad. La responsabilidad civil
La trascendencia del reconocimiento del principio de oponibilidad del contrato se concreta especialmente en que su violación podría ser fuente de responsabilidad civil, que le impondría al tercero indemnizar los perjuicios generados por el incumplimiento contractual suscitado con su conducta, con independencia de que esta se haya verificado a través de otro negocio jurídico o haya consistido en un acto material.
Cuando el contrato ajeno es vulnerado por un negocio jurídico subsiguiente celebrado por el tercero, normalmente en complicidad con una parte contractual, el efecto jurídico es igualmente indemnizatorio, sin que de dicho acto se pueda predicar ineficacia o más concretamente, un vicio de nulidad, excepto que el mismo entrañe una causa ilícita (v. g. cuando el móvil determinante es el de afectar la relación jurídica ajena).
La doctrina tiende a situar la responsabilidad del tercero en el ámbito extracontractual, en el entendido de que esta no tiene origen en el incumplimiento de una obligación previa, sino en la violación del deber jurídico general, sin que tal posición sea del todo pacífica.
Geneviève Viney expone al respecto que:
La cuestión es discutible: en favor de la tesis contractual, se puede hacer valer que ella presenta vínculos con el contrato puesto que es la sanción de “la obligación de inviolabilidad”, pero el hecho de que sea imputada a un tercero al contrato condujo a la mayoría de la doctrina a defender la calificación extracontractual que es consagrada por los tribunales constantemente. Sin embargo, esta referencia de principio no elimina las dificultades que afectan tanto las condiciones como los efectos de esta responsabilidad.19
Parece difícil defender de manera consistente la tesis de la responsabilidad contractual, precisamente por el principio del efecto relativo de los negocios jurídicos. Si bien la celebración del contrato está generando para el tercero el deber de respetarlo, este deber no tiene como fuente el negocio jurídico mismo, sino el deber general de respeto por la situación jurídica ajena. Dicho deber jurídico no se puede confundir con las obligaciones que emanan del contrato, y es solo el incumplimiento de estas el que estructura la responsabilidad contractual.
Se considera que el tercero debe responder bajo los criterios del régimen de responsabilidad civil extracontractual, esto es, con fundamento en la trasgresión del deber general de comportamiento de no causar daño injustificado a otro, pues el tercero no se haya vinculado a las partes por ninguna clase de pacto contractual que regule su comportamiento, ni por una obligación previa, la cual no puede confundirse con un deber de abstención derivado del deber jurídico general.
Según lo expone Christian Larroumet:
Como la existencia del contrato celebrado entre dos personas se impone a terceros, estos no podrán actuar de tal manera que su comportamiento demuestre que no se proponen tener en cuenta la existencia del contrato. Si su comportamiento es fuente de perjuicio para uno de los contratantes, estarán obligados a repararlo. Sin embargo, aunque ciertos autores hayan podido admitir lo contrario, se trata de una responsabilidad extracontractual de los terceros, la cual los obliga a reparar el daño causado sobre el fundamento de los arts. 1382 y 1383 del C. C. En efecto, puesto que los terceros no están obligados al cumplimiento de una obligación contractual, no es posible obligarlos a la reparación del daño con base en la responsabilidad contractual. Pero esto no impide sostener una culpa en su contra, culpa que consiste en haber obrado con desconocimiento de los derechos conferidos a otro por un contrato cuya existencia no tiene la intención de respetar. En realidad, los terceros habrán perjudicado a uno de los contratantes con el establecimiento de relaciones con el otro contratante, ya que estas relaciones no son compatibles con las que resultan del contrato del cual es parte la víctima. Esta es la razón por la cual se considera que hay complicidad de un tercero en la violación de su obligación contractual de parte del contratante que establece relaciones con el tercero.20
Valga advertir que se debe acudir al principio general de responsabilidad civil por el hecho propio (culpa probada), consagrado en el artículo 2341 del Código Civil, el cual es aplicable a todos aquellos eventos que no pueden ajustarse a alguna de las tipologías especiales que ofrece el catálogo de la responsabilidad extracontractual.
Finalmente, se resalta que la calificación del supuesto dañoso dentro del ámbito de la responsabilidad civil extracontractual no está exenta de problemas, especialmente en lo que concierne a los perjuicios susceptibles de ser indemnizados y a la cuantía de la indemnización.
La aplicación de las reglas del régimen de responsabilidad contractual determina que en principio solo sean indemnizables los perjuicios directos previsibles, mientras que las reglas de la responsabilidad extracontractual determinan que sean indemnizables todos los perjuicios directos.
Igualmente, las partes contractuales pueden haber pactado en desarrollo de la autonomía privada cláusulas limitativas de indemnización o cláusulas penales, en aras de regular el ámbito del perjuicio que se generaría por el incumplimiento del contrato.
En tales eventos, el problema que se genera es el de establecer si el contratante afectado por el incumplimiento puede reclamar del tercero una indemnización de perjuicios superior a la prevista en el contrato amparado en las reglas de la responsabilidad civil extracontractual, o si puede valerse de reglas contractuales ventajosas, como la cláusula penal, para efectos de obtener la indemnización del tercero.
La aplicación del principio del efecto relativo del contrato pareciera rechazar la posibilidad de extender tales cláusulas al tercero, puesto que, como ya se explicó, las reglas del contrato no vinculan ni se hacen extensivas a este.
Sin embargo, ello puede ocasionar situaciones paradójicas, como la antes planteada (permitir que el contratante víctima del incumplimiento obtenga del tercero una indemnización superior a la que podría reclamarse a la parte).
Estimo que, en estos casos, la ortodoxia jurídica debe ceder, en el entendido de que cuando se pactó la cláusula limitativa de la indemnización, la parte contractual reconoció el tope máximo del perjuicio que podría sufrir por el incumplimiento del contrato, y tal reconocimiento le es oponible al tercero.
En sentido contrario, considero que la cláusula penal no le sería extensiva al tercero, puesto que ella comporta unas ventajas probatorias que el tercero en ningún momento aceptó conceder. La regla general es que la víctima debe probar el perjuicio y su cuantía, y la alteración de esta regla por convenio entre las partes, le es inoponible a un tercero, pues comportaría la afectación de derechos dignos de tutela, como el que concierne al debido proceso.
Aunque se pueda aducir incoherencia en las dos soluciones planteadas, estimo que se trata de dos problemas diferentes y por ello no deben ser resueltos bajo un mismo criterio.
Conforme a los planteamientos precedentes, se puede concluir que 1) en el ordenamiento jurídico colombiano se puede reconocer un principio de oponibilidad del contrato, que le impone a los terceros el respeto por el contrato ajeno; 2) dicho postulado no puede confundirse con el principio del efecto relativo del contrato; 3) el principio de oponibilidad del contrato tiene como presupuesto el conocimiento efectivo o potencial del contrato por el tercero y tiene como límite la afectación de un interés legítimo del tercero digno de especial protección; 4) el principio de oponibilidad no puede afectar el derecho a la libre competencia; 5) la infracción del deber de respeto del contrato ajeno puede estructurar un supuesto de responsabilidad civil extracontractual, y 6) existen reglas del contrato que pueden amparar al tercero en los eventos en que se reclame de él la indemnización de los perjuicios por el incumplimiento contractual.
De Castro y Bravo, Federico, El negocio jurídico, Madrid, Editorial Civitas, 1995.
De Lorenzo, Miguel Federico, “Contrato que daña a terceros, terceros que dañan al contrato (Líneas de una evolución histórica y jurisprudencial)”, Revista de Responsabilidad Civil y Seguros, año 9, núm. 11, disponible en: https://bit.ly/31YBE0z, consulta: 29 de julio de 2018.
Díez-Picazo, Luis María y Antonio Gullón, Sistema de derecho civil, vol. II, Madrid, Tecnos, 2001.
Jaramillo V., Hernando, La acción pauliana: Resolución contractual por incumplimiento. Bogotá, Editorial Temis, 1986.
Lacruz Berdejo, José Luis et al., Derecho de obligaciones: Parte general. Teoría general del contrato, vol. I, Madrid, Editorial Dykinson, 2000.
Larroumet, Christian, Teoría general del contrato, vol. I, trad. Jorge Guerrero R., Bogotá, Editorial Temis, 1993.
Ospina Fernández, Guillermo y Eduardo Ospina Acosta, Teoría general de los actos o negocios jurídicos, Bogotá, Editorial Temis, 1987.
Scognamiglio, Renato, Teoría general del contrato, trad. Fernando Hinestrosa, Bogotá, Editorial Universidad Externado de Colombia, 1996.
Viney, Geneviève, Tratado de derecho civil: Introducción a la responsabilidad, trad. Fernando Montoya Mateus, Bogotá, Editorial Universidad Externado de Colombia, 2007 (obra original publicada en 1995).
Normas
Artículos 1602-1604 y 1960 del Código Civil.
Artículos 196 y 888 del Código de Comercio.
Artículo 47 de la Ley 1579 de 2012.
Sentencias de la Corte Constitucional
Expediente: D-1698 (C-535 de 1997), M. P. Eduardo Cifuentes Muñoz.
Expediente: D-3367 (C-815 de 2001), M. P. Rodrigo Escobar Gil.
Expediente: D-7865 (C-228 de 2010), M. P. Luis Ernesto Vargas Silva.
Sentencias de la Sala de Casación Civil de la Corte Suprema de Justicia
Expediente: 3939 (SC3939), 12 de septiembre de 1995, M. P. Nicolás Bechara Simancas.
Radicado: 1999-00449-01 (SC1999-00449), 28 de julio de 2005, M. P. Manuel Isidro Ardila.
Radicado: 11001-3103-020-2002-00026-01, 27 de noviembre de 2008, M. P. Edgardo Villamil Portilla.
Radicado: 110013103033-2004-00080-01, 1.º de diciembre de 2015.