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Introducción

Rosalva Aída Hernández, Rachel Sieder y María Teresa Sierra[*]

En este libro abordamos la transformación de la relación que tiene el Estado con los pueblos indígenas desde el foco privilegiado de la disputa por los derechos y la justicia en tiempos de fuertes cambios marcados por la globalización neoliberal, las políticas multiculturales y los procesos de transición política que afectan la naturaleza del Estado y de la sociedad en México y en Guatemala. En particular, destacamos las tensiones entre las políticas multiculturales y de reforma penal, dirigidas a reconocer derechos indígenas y formas alternativas de justicia, y las nuevas políticas de seguridad nacional que promueven el endurecimiento del Estado y de los controles de nueva índole sobre la población. Lo que parecieran las caras opuestas de la moneda son, en realidad, dos expresiones de un mismo proceso de construcción de Estado en nuestros países, que responden a las exigencias de la globalización económica de generar nuevos modelos de gobernanza. Hacia finales de la primera década del siglo XXI, los procesos de reconocimiento étnico y de gobernanza multicultural parecen haber llegado a sus límites y constituyeron, incluso, un obstáculo para las nuevas políticas que apuntan a procesos de recentramiento del Estado y a fortalecer su carácter represivo y de apertura al capital transnacional. Por esa razón, los trabajos de este libro destacan dos puntos importantes: (1) el fin del reconocimiento como la política abanderada del Estado; y (2) la respuesta de los actores sociales indígenas a esos procesos. Nos interesa en especial el análisis de las formas en que mujeres y hombres indígenas organizados confrontan el nuevo contexto de políticas represivas y gobernanza estatal, mediante la resignificación de los discursos de derechos, a partir de prácticas y epistemologías propias, y a través de la reconstitución de la justicia comunitaria. En resumen, el objetivo general del libro es explicar y comprender el devenir de las reformas multiculturales como una forma de control a partir de las lecturas y significaciones que los actores han generado tanto en los ámbitos de la justicia como en los de la organización política, en contextos donde el discurso multicultural está siendo sustituido por un reforzamiento de la cara represiva del Estado.

El entorno anteriormente descrito constituye el marco en el cual hemos desarrollado un proyecto de investigación colectivo en el que nos propusimos documentar experiencias concretas del sentido en que las políticas multiculturales, implementadas por el Estado en la primera década del siglo XXI, estaban incidiendo y transformando campos sociales claves de la vida de los pueblos indígenas: los espacios de la justicia y los espacios organizativos y de reivindicación de derechos de los actores indígenas. Buscamos analizar la manera como la globalización estaba redefiniendo las configuraciones étnicas y materiales de los pueblos indígenas y, en particular, el impacto que tenía en los espacios de la justicia y la organización colectiva. Destacamos así un doble proceso: por una parte, la globalización económica ha incrementado la desigualdad social, impulsando procesos acelerados de migración, y nuevos patrones de exclusión y marginación. Por otro lado —mediante la articulación de procesos locales, nacionales e internacionales—, ha generado nuevas condiciones para el reconocimiento y la reivindicación de los derechos culturales y políticos de los pueblos indígenas. En el marco de esos procesos de transnacionalización de derechos, nos interesó, asimismo, mostrar la manera en que el nuevo contexto de politización de las identidades culturales de los pueblos indígenas ha creado espacios de negociación entre los géneros para redefinir lo que se entiende por “cultura”, “tradición” y “derechos”. De esta manera analizamos la tensión que apunta Boaventura de Sousa Santos entre los aspectos regulatorios y emancipatorios de los derechos (Santos, 2002), y el papel productivo y de poder que desempeñan la ley y las identidades culturales en esos procesos.

Este libro colectivo da continuidad a una serie de debates académicos y políticos, en los que hemos participado las editoras a lo largo de casi veinticinco años, que abordan las relaciones de los Estados latinoamericanos con los pueblos indígenas y su acceso a la justicia social. Varios de los debates que involucraron la crítica a las políticas indigenistas y las neoindigenistas cobraron nuevas dimensiones en el marco de las reformas legales multiculturales que se propagaron en México y en otros países de América Latina desde los años noventa. Esto propició importantes discusiones conceptuales en torno a los derechos indígenas, las autonomías, el pluralismo jurídico y la tensión entre los derechos colectivos de los pueblos y los derechos de las mujeres (Assies, Van der Haar y Hoekema, 1999; Sieder, 2002; Hernández, Paz y Sierra, 2004; Postero y Zamosc, 2005; Dávalos, 2005; Martí I. Puig, 2007; Valladares, Pérez y Zárate, 2009). Tales planteamientos coincidieron en objetar las visiones coloniales, homogeneizadoras y liberales sobre los sistemas jurídicos indígenas y los conceptos universalistas de los derechos y la ciudadanía, manejados por los Estados nacionales. En el proceso, el reclamo de los derechos —promovido por los actores indígenas y sus organizaciones— se potenció y adquirió nuevos sentidos como referente de reivindicaciones políticas e identitarias en la lucha por los derechos colectivos de los pueblos indígenas (Sierra, 2004a; Speed, 2007; Pitarch, Speed y Leyva, 2008). Se hizo necesario documentar y discutir los alcances de los cambios políticos y legales dirigidos a reconocer la diversidad cultural y generar miradas críticas de dichos procesos en los espacios locales, nacionales y transnacionales. Los casos de México y de Guatemala —por los contrastes que implican en términos de formación del Estado nacional y la forma en que se ha construido su relación con los pueblos indígenas, así como por la compleja y estrecha interconexión de su población y sus fronteras— permitieron ampliar la visión comparativa sobre los efectos de la globalización y el cambio legal que se gestaron en ambos países. En el proyecto colectivo planteamos varias preguntas que guiaron nuestras indagaciones: ¿cómo han impactado las reformas legales multiculturales en el campo jurídico y su pluralización (justicia indígena y justicia estatal), y en las concepciones mismas del derecho y la justicia?, ¿cómo han incidido esas reformas en las estrategias de lucha de los pueblos indígenas y en la movilización de sus identidades étnicas?, ¿qué imaginarios de justicia y derecho se construyen y se disputan desde los márgenes del Estado?, ¿cómo han participado hombres y mujeres indígenas de manera diferenciada en la disputa por la justicia y los derechos?, ¿en qué sentido la disputa por los derechos globalizados (derechos indígenas, humanos, de género y ambientales, entre otros) posibilita la construcción de nuevas identidades y ofrece alternativas para confrontar al poder?, ¿qué dice todo esto de las formas en que se construye el Estado desde los márgenes?, y ¿qué revela de la capacidad regulatoria y represiva, aunque también emancipatoria, del derecho?

La dinámica de la investigación nos hizo priorizar las formas concretas en que los actores indígenas construyen y viven el Estado en contextos de alta exclusión, marginación, pobreza y racismo. A la vez nos llevó a discutir el concepto “márgenes del Estado”, que ha sido muy influyente en los campos de la antropología jurídica y política en los últimos años. En la propuesta original de Veena Das y Deborah Poole (2004), los márgenes del Estado son regiones y poblaciones aparentemente periféricas de la nación, donde las relaciones de poder están marcadas por la ambigüedad legal y la violencia. Según Das y Poole, es en esos márgenes donde se evidencia la naturaleza y la construcción del Estado: de hecho, la existencia de los márgenes espaciales y sociales es un supuesto necesario para su conformación y funcionamiento, cuya naturaleza se revela a través de estudios etnográficos. Los pueblos indígenas son, por excelencia, un ejemplo de los márgenes: históricamente han sido definidos como el “otro” no civilizado, o no moderno, y de esta manera han sido esenciales para la construcción de las jerarquías raciales que subyacen tras los Estados-nación. La ambigüedad legal que prevalece en los márgenes implica que las poblaciones marginadas siempre están sujetas a la posibilidad de la violencia, lo cual ha sido una constante en la elaboración de los modelos dominantes de organización económica y de gobernanza neoliberal. Para los pueblos indígenas, estar en los márgenes del Estado implica estar, en la célebre frase de Poole, “entre la amenaza y la garantía” (Poole, 2004: 36). Se promete la garantía de derechos y la aplicación justa de la ley, pero, en la práctica, lo que predomina es la arbitrariedad y la impunidad.

Desde esta perspectiva analítica, las reformas legales de reconocimiento étnico y de decentramiento del aparato judicial del Estado constituyen, en efecto, no una descentralización real del poder ni una forma de reconocer autonomías, sino, más bien, nuevas tecnologías de poder, de regulación y vigilancia que marcan los límites de lo legítimo, y consecuentemente definen los límites del Estado. Como sugieren varios de los trabajos en este libro, mediante la nueva legalidad oficial multicultural se pretendió imponer límites al ejercicio de la autoridad indígena que desafía cada vez más la forma y los fundamentos del Estado-nación. Sin embargo, no todo es regulación y dominación. La propuesta de Boaventura de Sousa Santos y de César Rodríguez Garavito (2005) de una “legalidad cosmopolita subalterna” apunta la manera en que los imaginarios sobre la legalidad se debaten en los espacios ambiguos o márgenes del Estado, en los ámbitos de la globalización contemporánea. Das y Poole también enfatizan en la creatividad de los márgenes y en las formas económicas y políticas alternas que germinan en ellos. Como claramente demuestran los estudios etnográficos en este libro, a través de elaboraciones alternativas de justicia y de gobierno, los pueblos indígenas organizados reconfiguran los espacios de justicia y de autoridad en los márgenes, y así desafían los imaginarios dominantes del Estado. Efectivamente, por medio de sus prácticas y propuestas “reimaginan” al Estado desde lo subalterno, retando su propia condición de subalternidad.

En última instancia, la presente investigación colectiva tiene la intención de contribuir al desarrollo de una mirada crítica sobre las políticas de reconocimiento para colocar en la discusión las alternativas de vida y de justicia social que los pueblos indígenas están construyendo, en una coyuntura donde se están cerrando las opciones para debatir los derechos colectivos en los espacios de la legalidad estatal, al mismo tiempo que aumentan las presiones sobre sus recursos naturales y sus territorios. Los problemas parecen ser, no sólo que las retóricas del multiculturalismo neoliberal han llegado a su fin y que se ha agudizado la cara represiva y vigilante del Estado, sino que también, las demandas de autonomía y defensa de los derechos colectivos de los pueblos indígenas son rechazadas por las élites dominantes que reivindican un modelo liberal y universalista de derechos, a la vez que promueven la apertura al gran capital. De esta manera se oponen a la tendencia de construir Estados plurales, según sucede en otros países latinoamericanos, reduciendo las posibilidades de un modelo de desarrollo participativo y más justo. Si las promesas y utopías que el liberalismo hizo a los pueblos indígenas del continente nunca llegaron a cumplirse, queda claro que el neoliberalismo tampoco ha ofrecido remedios sustantivos a su marginalización. Por el contrario, han aumentado la exclusión y la violencia hacia ellos.

La dimensión etnográfica de nuestra investigación permite documentar y analizar tales tensiones y procesos a partir de las prácticas y de las representaciones de los actores sociales, destacando sus entendimientos y sus vivencias desde sus propios contextos y marcos de posibilidad, lo cual es uno de los principales aportes de los trabajos incorporados en el libro. En diferentes niveles, cada uno de los estudios de caso de este proyecto es producto de los diálogos políticos de larga data en los que hemos participado los autores. En mayor o menor medida, las metodologías colaborativas fueron parte de esos diálogos, y nos permitieron replantear las preguntas de investigación a partir de las propias búsquedas y necesidades políticas de los hombres y las mujeres indígenas con quienes trabajamos. Aunque no todas nuestras investigaciones fueron colaborativas en el sentido más tradicional del término, todas partieron de la necesidad de contribuir, a través de nuestra labor investigativa, a los procesos de resistencia de los actores sociales. Las metodologías dialógicas que varios de los autores reivindicamos no se plantean transformar la realidad con base en un método o teoría que se considere infalible, como lo hicieron muchas de las propuestas de investigación-acción del pasado, sino que se proponen la reflexión junto con los y las actoras sociales sobre las problemáticas de una realidad social compartida.[1] A partir de los diálogos elaboramos conjuntamente una agenda de investigación que se originó en la necesidad de que nuestro conocimiento fuera relevante para los actores sociales con quienes colaboramos.

Consideramos importante dar cuenta de la trayectoria que han seguido nuestras indagaciones, con el fin de situar las problemáticas que abordamos en este libro y destacar los contextos y los cambios profundos que han marcado la relación de los pueblos indígenas con el Estado en las últimas décadas, y sus efectos particulares en el campo jurídico. Más adelante nos referimos a los hallazgos de la investigación, en los que se destaca la comparación entre los procesos que se investigaron en México y en Guatemala.

Políticas indigenistas y neoindigenistas en el marco del neoliberalismo y la disputa por los derechos indígenas

Durante los años ochenta y principio de los noventa, analizamos y criticamos el impacto de las políticas indigenistas integracionistas en la vida de hombres y mujeres indígenas (Hernández, 1988, 1995), señalando que los discursos liberales sobre la igualdad y la ciudadanía universal eran otra forma de encubrir la violencia y la exclusión implicadas en las concepciones monoculturales y universalizantes de la identidad nacional. Junto con otros colegas documentamos también el sentido en que el desconocimiento de los operadores de la justicia oficial sobre el derecho consuetudinario indígena estaba detrás de las violaciones a los derechos humanos de los indígenas, lo cual desnudaba el monismo jurídico del derecho estatal y la vigencia de sistemas jurídicos plurales que habían sido silenciados y colonizados por los poderes hegemónicos (Stavenhagen e Iturralde, 1990; Chenaut y Sierra, 1995). Al igual que muchos académicos, seguimos con interés y entusiasmo el auge del movimiento indígena en el continente, sobre todo a partir de las movilizaciones relacionadas con el rechazo al V Centenario del llamado “Encuentro de Dos Mundos” en 1992, así como con el surgimiento de nuevos actores políticos que sustituían sus identidades “campesinas” por “identidades indígenas”, como referentes de movilización política. En un nuevo contexto señalamos la importancia que tuvieron los discursos sobre los derechos y las demandas de reconocimiento cultural de los movimientos indígenas, como ventanas alternativas para repensar los Estados nacionales en América Latina (Sieder, 2002; Castro y Sierra, 1998).

Las reformas constitucionales colombianas en 1991, con fuerte sustento en el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT, 1989), marcaron el inicio de los nuevos “vientos multiculturales” en todo el continente. Esas reformas han sido consideradas unas de las más avanzadas en el reconocimiento de los derechos indígenas, ya que no sólo consolidaron los resguardos indígenas, sino que también especificaron otros derechos, como la jurisdicción indígena y el derecho propio, la regulación de la distribución de tierras dentro de los resguardos, el reconocimiento de derechos territoriales, el diseño y la implementación de planes de desarrollo, la promoción de la inversión pública y la representación ante el gobierno nacional, así como el papel de la Corte Constitucional para dirimir controversias entre la jurisdicción estatal y la indígena (Sánchez, 1998).[2]

Esta experiencia llevó a muchos académicos a preguntarse sobre los ámbitos estructural y político que podrían estar influyendo en que el Estado colombiano —y posteriormente otros Estados latinoamericanos— estuviera dispuesto a llevar a cabo reformas multiculturales en la Constitución y en la legislación ordinaria (Assies, Van der Haar y Hoekema, 1999; Sieder, 2002; Van Cott, 2000; Yashar, 2004). Al mismo tiempo, proliferó una importante cantidad de escritos y debates con respecto a la autonomía y a los derechos políticos de los pueblos indígenas y sus alcances, mediante los cuales pudiera repensarse el modelo de Estado y nación, tomando como referencia la experiencia nicaragüense sobre los estatutos autonómicos en 1987 (Dávalos, 2005; Díaz Polanco, 1996; González, Burguete y Ortiz, 2010). La autonomía se convirtió en el lenguaje principal que tradujo los reclamos de los pueblos indígenas —especialmente después del levantamiento armado del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en México durante 1994— y que impulsó el debate público y la articulación del movimiento indígena en México y en los distintos países de América Latina.

Durante la década de 1990, muchos países reformaron sus constituciones para reconocer, en distinto grado, los derechos culturales y políticos de los pueblos indígenas. Donna Lee Van Cott (2000) calificó la ola de reformas como el Nuevo constitucionalismo multicultural. Las reformas se percibieron, en un primer momento, como un logro de las luchas indígenas del continente, y generaron un clima cultural y político de apertura y optimismo hacia las posibilidades emancipatorias de las reformas y los horizontes que vislumbraban para los pueblos indígenas. Sin embargo, varios autores matizaron el entusiasmo que la multiculturalización de los Estados latinoamericanos estaba despertando, y señalaron las limitaciones de las reformas y apuntaron que el reconocimiento de los derechos indígenas era compatible con las reformas estructurales neoliberales.

En 1999, el antropólogo holandés William Assies escribió que el “proyecto cultural” del modelo económico neoliberal requería de un nuevo tipo de ciudadanía “menos dependiente del Estado” en el que los ciudadanos se responsabilizaran de su bienestar, y señalaba que “la desagregación del Estado se podría acomodar a las demandas autonómicas de los indígenas” (Assies, Van der Haar, y Hoekema, 1999: 68). En un sentido similar, el antropólogo ecuatoriano Diego Iturralde advertía que el reconocimiento de los derechos colectivos, incluidos los derechos autonómicos de los pueblos indígenas, no eran incompatibles con las lógicas reformistas de los Estados latinoamericanos (Iturralde, 2000). Años después, esa línea de análisis se popularizó con el concepto “multiculturalismo neoliberal”, acuñado por Charles Hale (2002), y retomado por varios de los autores de este libro. Dicho concepto señala que cuando las reformas multiculturales dejan las responsabilidades sociales en manos de los pueblos y de las comunidades indígenas, responden a las necesidades de descentralización y de creación de una sociedad civil más participativa, objetivos que corresponden a los de la agenda neoliberal. Los llamados “regímenes de ciudadanía posliberales” (Yashar, 2004) encontraban eco en las sociedades indígenas que estaban dispuestas a tomar las responsabilidades de seguridad, justicia, educación y salud, que corresponderían al Estado, en un esfuerzo para construir sus propios proyectos de autonomía política.

Las discusiones sobre el constitucionalismo multicultural (Yrigoyen, 2010) se llevaron a cabo al mismo tiempo que una importante ola de trabajos de antropología jurídica documentó los sistemas jurídicos indígenas y las prácticas de justicia en diferentes realidades latinoamericanas (Chenaut y Sierra 1995; García, 2002; Martínez, 2004; Orellana, 2004; Sierra, 2004b). Se desarrollaron de esta manera visiones críticas con respecto al derecho indígena y sus usos políticos, y se destacó el impacto de los procesos en la revitalización de las identidades étnicas.

En el entorno mexicano posterior a la llamada contrarreforma indígena de 2001 (Gómez, 2004), nos dimos a la tarea de analizar la manera en que el neoindigenismo, promovido por la administración de Vicente Fox, impulsó políticas multiculturales en las que el concepto “cultura” se vio separado de su dimensión política y territorial, convirtiéndose en un eufemismo para hablar de lo que antes se conocía como “folclor indígena”. Los sistemas normativos indígenas quedaron reducidos a “usos y costumbres”; y sus demandas autonómicas, a meras demandas por el “reconocimiento cultural”. Paralelamente a que el Estado se retiraba de importantes áreas de la vida social, mediante los nuevos modelos de política pública, se estimulaba la participación local en el “proceso de desarrollo”, sin cuestionar el modelo de desarrollo impuesto, ni mucho menos las políticas macroeconómicas que han empobrecido cada vez más a la población indígena (Hernández, Paz, y Sierra, 2004).

Sin embargo, a la vez que nuestros análisis del neoindigenismo apuntaban hacia los usos políticos de la diversidad como una nueva forma de gobernanza, acorde con las políticas neoliberales de autogestión y promoción de participación ciudadana, nuestro trabajo con organizaciones indígenas nos mostraba que se trataba de un proceso muy complejo y lleno de contradicciones, mediante el cual el Estado también se estaba construyendo, imaginando y disputando desde abajo. De esta manera, experiencias novedosas de justicia indígena y comunitaria, formuladas y reformuladas en los márgenes o en la “ilegalidad”, es decir, en abierta confrontación con las instituciones de justicia estatales, daban opciones para pensar en modelos alternativos de derecho y de justicia que no se subordinaran a los marcos legales estatales cuyas visiones integrales de desarrollo ponían en juego las identidades colectivas, étnicas y de género. Las propuestas sobre el doble efecto de la globalización del derecho desde la perspectiva de la hegemonía y contrahegemonía, desarrolladas por Santos, nos ofrecieron un marco de referencia para comprender las dinámicas contradictorias y las tensiones involucradas en el papel regulatorio y emancipatorio de los derechos (Santos, 1998, 2002, 2005); perspectiva que inspira varios de los trabajos en este libro.

Como parte de nuestras trayectorias de investigación, nos interesó conocer las respuestas desde abajo y la manera en que hombres y mujeres indígenas se han dado a la tarea de renegociar sus propias definiciones de lo que entienden por cultura, tradición, justicia y autonomía (Hernández, 2002, 2008; Macleod, 2008). En los estudios analizamos la forma en que los procesos de politización de las identidades culturales se han convertido en espacios de movilización, en los que se combinan las demandas del reconocimiento y de la redistribución. Al trabajar con organizaciones indígenas en México y Guatemala, nos dimos cuenta de que la politización de las identidades ha estado aunada a una tendencia a reflexionar sobre las prácticas culturales propias —las que antes se concebían simplemente como la vida misma—, y a sistematizar, teorizar y filosofar sobre ellas. En el proceso de “nombrar” la cultura se han dado negociaciones entre los géneros para definirla. Las mujeres indígenas organizadas están luchando en sus propias comunidades, así como frente al Estado, para legitimar nuevas tradiciones no excluyentes.

Las investigaciones nos mostraron que estamos en un momento de globalización y neoliberalización cuyas consecuencias son contradictorias para los hombres y las mujeres indígenas en México y Guatemala. En este sentido, reconocemos que el potencial emancipatorio o regulatorio que pueden tener las políticas de reconocimiento cultural y las reformas legislativas relativas a los derechos indígenas, depende mucho del tejido social existente en las regiones donde se llevan a cabo. Aunque nuestros estudios se han centrado sobre todo en las regiones indígenas de México y Guatemala, no dejamos de reconocer que las experiencias creativas, generadas desde la subalternidad, se han alimentado también de los horizontes emancipatorios que se gestaban en otros países latinoamericanos, como fue el caso de Ecuador y Bolivia, donde las transformaciones constitucionales de 2008 y 2009, respectivamente, implicaron apuestas radicalmente diferentes para pensar el Estado y la sociedad desde visiones plurinacionales y descolonizadoras (Yrigoyen, 2010).[3] Otra preocupación recurrente en esos años fue el debate sobre los límites del reconocimiento y la desigualdad. Algunos autores, como Héctor Díaz Polanco (2007), han insistido en la crítica a las visiones reduccionistas del reconocimiento de derechos culturales y han visto la necesidad de incorporar la perspectiva estructural de la desigualdad social en el debate sobre las identidades y las autonomías. Éste era el “clima cultural” y los debates teóricos y políticos predominantes cuando iniciamos, en 2007, el proyecto colectivo de investigación que dio origen a este libro.

Dada nuestra trayectoria de investigación, nos propusimos analizar el impacto de dichos procesos de reforma legal en espacios y dinámicas claves de la vida de los pueblos y comunidades indígenas, como son el campo de la justicia y de las luchas políticas de las organizaciones indígenas. Diversos estudios habían documentado las formas cotidianas del ejercicio de los derechos y el peso de las ideologías discriminatorias y de género en el acceso a la justicia para los indígenas (Chenaut, 2004, 2008; Hernández, 2002; Sierra, 2004b; Terven, 2009). Pero había muy pocas investigaciones que dieran cuenta del nuevo momento de crisis en el que se encontraba la gobernanza multicultural y que plantearan en qué sentido los cambios legales que parecían dar opciones al reconocimiento de derechos, y a la diferencia cultural en la ley, estaban impactando ámbitos fundamentales de la vida de los pueblos: su cotidianeidad, así como las respuestas a tales procesos.[4] Queríamos analizar si solamente se trataba de una nueva retórica, o si se estaban generando opciones diferentes que apuntaran a fortalecer la autoridad étnica y los espacios propios de resolución de conflictos, como apuntaba la reforma legal. Estudios en otros países, como Colombia (Santos y García Villegas, 2001), habían avanzado en propuestas similares sobre el impacto de las reformas legales en el campo jurídico; no obstante, su objetivo fue, principalmente, ofrecer una visión diferenciada de las justicias (oficiales, alternativas, indígenas), sin tener la preocupación de generar una mirada comparativa de los procesos ni discutir el sentido en que las identidades impactan las dinámicas legales y las disputas por los derechos. El privilegio de contar con colegas y estudiantes interesados en investigar tales problemáticas en distintas regiones de México y de Guatemala significó una oportunidad única para analizar las prácticas y las representaciones con respecto a la justicia y a los derechos, así como a las formas que asume el Estado en distintas configuraciones sociopolíticas, y el impacto de dichos procesos en la construcción de nuevas subjetividades étnicas e identitarias.

En el transcurso de nuestra investigación, nuestros dos ejes principales de análisis —el impacto de las reformas multiculturales en los espacios de la justicia y su incidencia en la lucha política de las organizaciones indígenas— se vieron cada vez más afectados por el contexto cambiante que ha marcado la relación del Estado con los pueblos indígenas en los últimos años (2008-2011), obligando a la reformulación de algunos planteamientos. Es así que debimos considerar los nuevos contextos de la reforma del Estado en materia penal y en materia de seguridad nacional, lo cual ha impactado de manera directa las lógicas de la gobernanza neoliberal, sustento de las políticas multiculturales en México, con expresiones similares en Guatemala. Esto ha significado un desplazamiento de las retóricas multiculturales por los discursos sobre el desarrollo, la pobreza, la seguridad nacional y la guerra contra el narcotráfico, afectando directamente, y de manera diferenciada, a los hombres y a las mujeres indígenas.

Varios de los estudios en este libro documentan los nuevos procesos, especialmente los vinculados con la reivindicación de derechos (véanse los capítulos de Elisa Cruz y de Alejandro Cerda), también analizan situaciones que revelan los límites de las opciones multiculturales, así como el endurecimiento del Estado, como sucede con casos de criminalización de la pobreza, que ha llevado a mujeres indígenas a las cárceles (véase el capítulo de Rosalva Aída Hernández). Tales entornos revelan asimismo, de manera cruda, las tensiones y ambigüedades que marcan la relación del Estado con los pueblos indígenas, y dejan ver las formas cotidianas y violentas de construcción estatal en las poblaciones marginalizadas. De esta manera, a los dos ejes centrales de nuestra investigación colectiva añadimos una tercera línea de indagación, relacionada con los cambios legales que dan cuenta del endurecimiento estatal y su incidencia en las políticas multiculturales, reduciendo cada vez más sus alcances, y lo que esto implica para pensar el Estado desde los márgenes.

La reconfiguración del Estado y su impacto en los pueblos indígenas

Desde una mirada comparativa destacamos a continuación los aportes y los retos de nuestro estudio considerando las distintas experiencias de investigación. En esta dirección distinguimos tres grandes temáticas: (a) la transformación del campo jurídico y las nuevas configuraciones del Estado neoliberal; (b) la disputa por la justicia indígena y comunitaria desde los márgenes del Estado; (c) la politización de las identidades y el reclamo de derechos.

La transformación del campo jurídico y las nuevas configuraciones del Estado neoliberal en México y en Guatemala

A diferencia de las reformas constitucionales de los países andinos, la reforma constitucional mexicana del año 2001 acerca de los derechos indígenas no reconoció territorios ni jurisdicciones indígenas. El movimiento indígena y algunos sectores de la sociedad civil organizada cuestionaron ampliamente la reforma, calificándola de limitada porque reconoce una serie de derechos que no permite ejercer. Si bien el Capítulo Segundo constitucional —en el que se concentra la mayor parte de los cambios legales en materia indígena— establece el derecho a la libre determinación de los pueblos indígenas que se ejercerá en un marco de autonomía, deja que las legislaciones estatales definan el alcance de dicha autonomía, lo que significa subordinarla a los intereses regionales y partidarios (Gómez, 2004). Tomando en cuenta que la mayoría de los congresos estatales continúan bajo el control de las fuerzas caciquiles regionales, la autonomía reconocida en el inciso “A” del Artículo Segundo de la nueva ley, no ha pasado de ser una mera figura discursiva sin sustento jurídico que permita implementarla. Una limitación fundamental de la reforma mexicana es el no reconocimiento de los pueblos indígenas como sujetos de derecho, sino como objetos de atención por parte del Estado, pues no los considera en su carácter de entidades de derecho público sino como entidades de interés público. Asimismo, los derechos sobre la tierra se subordinan a los derechos de terceros ya establecidos, es decir, a la propiedad privada, entre otros aspectos. De esta manera, la reforma, en lugar de garantizar derechos, los minimiza mediante la subordinación a los preceptos constitucionales y a la pretendida unidad nacional, y delinea además una serie de políticas que no rompen con el tradicional asistencialismo del Estado mexicano hacia las poblaciones indígenas.[5] Tales límites son verdaderos obstáculos para el ejercicio de los derechos colectivos que los pueblos indígenas reclaman, como se documenta a lo largo de este libro.

En el debate político y legislativo referente a los derechos indígenas, previo a la reforma de 2001, un sector importante de la clase política mexicana esgrimió el tema de los derechos de las mujeres indígenas como argumento para rechazar las demandas autonómicas del movimiento indígena. La descalificación de los llamados “usos y costumbres”, señalándolos como esencialmente violatorios de los derechos de las mujeres, fue utilizada políticamente en contra del derecho a la justicia propia y a la autodeterminación. En esa coyuntura, las mujeres indígenas organizadas levantaron sus voces para demandar al Estado sus derechos colectivos como pueblos indígenas y para demandar al movimiento indígena su derecho a cambiar aquellas formas culturales que atentan contra sus derechos humanos.[6] En varios de los estudios de caso incluidos en este libro, damos cuenta de la manera en que las mujeres indígenas fijan la pauta sobre cómo repensar la justicia indígena y la autonomía a través de una perspectiva dinámica de la cultura: a la vez que reivindican el derecho a la autodeterminación, lo hacen a partir de una concepción de la identidad como construcción histórica que se reformula cotidianamente (véanse los capítulos de Chávez y Terven, Macleod y Sierra).

En Guatemala, los compromisos del Estado para reconocer los derechos indígenas nunca se tradujeron en una reforma de la Constitución de 1985.[7] La firma de los Acuerdos de Paz de diciembre de 1996 puso fin a 36 años de conflicto armado, y señaló el término de la tradicional ideología segregacionista como rectora de la política del Estado: los Acuerdos hicieron hincapié en la necesidad de garantizar los derechos humanos y los derechos colectivos de los pueblos indígenas.[8] También enfatizaron en la necesidad de mejorar la situación de las mujeres indígenas, sujetas a discriminación, no sólo étnica, sino también de género. Después de la firma definitiva, un paquete de reformas a la Constitución para incorporar los compromisos de los Acuerdos fue negociado entre los partidos políticos en el Congreso Nacional y finalmente fue sometido a un referéndum nacional, en mayo de 1999, de acuerdo a lo estipulado en la propia Constitución. Los opositores al reconocimiento de los derechos indígenas se movilizaron en contra de la aprobación de las reformas, alegando que implicaría la “balcanización” del país y el “racismo al revés” (Jonas, 2000; Warren, 2003). El voto, ejercido por menos de treinta por ciento del electorado, rechazó el paquete de reformas. No obstante, el Congreso guatemalteco, en 1997, ratificó el Convenio 169 de la OIT, lo que ofreció un instrumento potencialmente “justiciable” para el movimiento indígena y sus aliados. De hecho, la judicialización de las demandas indígenas en los años posteriores al conflicto armado se ha centrado en las garantías establecidas en el Convenio, como el reconocimiento del derecho indígena o la garantía de la consulta previa (Fulmer, Snodgrass-Godoy y Neff, 2008; Padilla, 2008; Sieder, 2010). De igual manera, los movimientos indígenas en México han invocado el Convenio 169, y demandan la consulta previa, libre e informada, cuestionando, así, los megaproyectos que promueven los gobiernos federal y estatales (véanse Cruz y Martínez, ambos en este volumen).

Al decretar la atención específica a los pueblos indígenas, las políticas y los programas multiculturales impulsados después de la guerra en Guatemala significaron una ruptura con el pasado. Cosa que contrasta con México, donde, de alguna forma, hubo cierta continuidad en las políticas indigenistas o “neoindigenistas” después de la reforma constitucional de 2001 (Hernández, Paz, y Sierra, 2004). Independientemente de esa diferencia, en ambos países se privilegió el campo de la justicia como un área de intervenciones estatales multiculturales. Las reformas se insertaron en las políticas de modernización de los aparatos de justicia, fuertemente influenciados por tendencias globales en favor de incrementar el acceso a la justicia para los sectores marginados, y han estado promovidas por las agencias multilaterales, como el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y el Banco Mundial (BM) durante la década de 1990 (Domingo y Sieder, 2000; Hammergren, 1998).

En México, los lineamientos constitucionales de 2001 delimitaron el alcance de las reformas en materia de justicia, que se redujeron a reconocer los sistemas normativos internos de las comunidades indígenas y a establecer ciertas garantías para el acceso a la justicia del Estado, como reconocer costumbres y especificidades culturales en el proceso judicial, así como el derecho a intérpretes y traductores.[9] En general, se trata de reformas que se sitúan en los marcos de un “pluralismo jurídico aditivo” (Hoekema, 1998) en el que los sistemas jurídicos indígenas se consideran auxiliares de la jurisdicción estatal, con limitados márgenes para ejercer una real autonomía. Si bien en el texto constitucional se hace referencia a la libre determinación y a la autonomía para aplicar sus propios sistemas normativos en la resolución de conflictos, no se reconoce explícitamente el derecho de las autoridades indígenas de ejercer funciones jurisdiccionales de administración de justicia, como sí fue el caso con las últimas reformas constitucionales en los países andinos (Yrigoyen, 2010). El reconocimiento limitado ha tenido incidencia en los alcances de las reformas posteriores realizadas en las legislaciones estatales (Sierra, 2010).

Hasta mayo de 2011, no todos los estados mexicanos habían realizado cambios legales a sus marcos constitucionales, por ejemplo, Guerrero y Morelos.[10] Algunos, como Chiapas (1994), Oaxaca (1995), Campeche (1996) y Quintana Roo (1998), entre otros, reformaron sus constituciones antes de 2001, pero no en todas se han adecuado sus marcos legales a la nueva ley del Artículo Segundo constitucional. Oaxaca rebasa en varios puntos lo dispuesto en la reforma constitucional nacional, y Quintana Roo tiene propuestas innovadoras en materia de justicia. Otros estados modificaron sus constituciones posteriormente a 2001: San Luis Potosí (2003), Puebla (2004), y, más recientemente, Chiapas (2009)[11] e Hidalgo (2010). San Luis Potosí cuenta con una ley reglamentaria sobre derechos indígenas (2003),[12] lo mismo que el estado de Oaxaca (1998).[13] En San Luis Potosí, se tuvo la astucia de tomar la reforma nacional como piso para elaborar algunas propuestas que la rebasan, como el hecho de considerar las comunidades indígenas entidades de derecho público y no solamente como entidades de interés público, según lo establece el Artículo Segundo de la Constitución.[14]

El reconocimiento de la justicia indígena en las reformas estatales mexicanas tiende a plantearse como una instancia más de mediación y como medio alternativo a la justicia del Estado (justicia alternativa a la vía jurisdiccional ordinaria en Puebla, Quintana Roo, San Luis Potosí, Hidalgo), o bien se hace explícita su subordinación a la justicia estatal (Campeche), o su calidad de justicia auxiliar (Chiapas y Campeche). En San Luis Potosí y Quintana Roo, en algunos casos, se considera que las autoridades indígenas tienen ámbitos jurisdiccionales en el espacio de sus comunidades, y en otros, como en Oaxaca, se da el reconocimiento en los entornos municipales (Anaya, 2004 y 2005; Recondo, 2007). Pero los alcances de la justicia indígena están acotados y delimitados por el Estado. Algunas legislaturas estatales instituyen nuevas figuras, como los jueces de paz y los de conciliación indígena (Chiapas), que deben hablar la lengua indígena y ser abogados. También se han instituido los juzgados de conciliación (Campeche), el Consejo de la Judicatura de la Justicia Indígena y los magistrados de asuntos indígenas (Quintana Roo), o bien se crearon los nuevos juzgados indígenas que comprenden al juez indígena como al agente mediador, vinculado al Centro Estatal de Mediación (Puebla e Hidalgo) (Sierra, 2010), según veremos en algunos estudios incluidos en este volumen.

En resumen, las reformas sobre la justicia indígena en México son parte del proceso de modernización judicial que busca fomentar la mediación y la resolución alternativa de conflictos, pero no se plantean el reconocimiento efectivo de las jurisdicciones indígenas y de sus derechos de autonomía. Con más o menos fuerza podemos afirmar que esos procesos promueven la oficialización de la justicia indígena para adecuarla a los marcos constitucionales, es decir, al Estado de derecho, contribuyendo así a su regulación y a las nuevas formas de gobernabilidad hegemónica. A pesar de los marcos restrictivos del reconocimiento de la justicia indígena, se han generado procedimientos de reivindicación identitaria y de fortalecimiento de la autoridad étnica que, desde la subalternidad, buscan readecuar y redefinir tales marcos legales con resultados diferenciados, según muestran varios capítulos de este libro.

En Guatemala, aunque no se logró que los compromisos contenidos en los Acuerdos de Paz fueran constitucionalizados, el papel preponderante de la cooperación internacional en su implementación logró cierta apertura oficial a la justicia no formal y a una serie de medidas que intentan aumentar el acceso a la justicia estatal para la población indígena. Sin embargo, nunca hubo un intento gubernamental de legislar sobre la justicia indígena, como ocurrió en varios estados mexicanos. A finales de 1990, el Poder Legislativo guatemalteco respondió, mediante la creación de cinco “Juzgados de Paz Comunitarios”, a las demandas que hicieran las organizaciones indígenas acerca del reconocimiento legal de su autonomía jurisdiccional. A diferencia de los juzgados de paz existentes en Guatemala, donde los jueces son abogados, estos cinco juzgados menores estaban conformados por jueces no letrados, escogidos por la comunidad local. Los jueces tenían las facultades de aplicar la conciliación, la mediación, el “derecho indígena”, y el derecho estatal.[15] Originalmente, los cinco juzgados se concibieron como un proyecto piloto que se extendería a los otros trescientos y más municipios del país, pero nunca sucedió.[16] Los Juzgados de Paz Comunitarios eran, en efecto, una instancia de mediación y conciliación promovida por el aparato judicial, pero, pese a todo su ropaje “multicultural”, nunca lograron convertirse en una instancia de “derecho indígena”, lo que se debió, en parte, a una marcada revitalización del derecho indígena no formal en espacios no oficiales después del conflicto armado. El movimiento maya nacional puso gran énfasis en la “recuperación” y sistematización de su derecho propio en las décadas de 1990 y 2000, y la cooperación internacional apoyó esos esfuerzos de forma significativa. Los procesos organizativos en todo el país reflejaron construcciones panmayas, concentradas en la revalorización de las epistemologías indígenas y en el fortalecimiento de la “cosmovisión maya” (Sieder y Flores, 2011). A diferencia de la situación en ciertos estados de la República Mexicana, la fuerza de la reivindicación del derecho propio por parte del movimiento indígena nacional guatemalteco, combinado con la falta de recursos estatales y la histórica distancia entre el Estado y las comunidades indígenas, implicó que, en Guatemala, el Estado nunca lograra —y ni siquiera tuviera interés— convertirse en el regulador del derecho indígena.

El apoyo de la cooperación internacional para la implementación de la paz en Guatemala fue también fundamental para la apertura de una serie de “ventanillas indígenas” (Cojtí, 2005) o dependencias estatales en el aparato judicial oficial, tales como una procuraduría de los derechos indígenas dentro de la Procuraduría de Derechos Humanos (PDH), las defensorías indígenas en el Instituto de Defensa Penal Público (IDPP), o nuevas instituciones, como la Defensoría de la Mujer Indígena (DEMI). Todas esas instituciones emplean profesionales indígenas y trabajan para proteger los derechos individuales y colectivos de los pueblos indígenas: la Procuraduría de los Derechos Indígenas en el PDH da seguimiento a las violaciones a los derechos colectivos de los pueblos indígenas; las defensorías indígenas en el IDPP ofrecen defensa legal en idiomas indígenas para los acusados en procesos penales y tratan de promover la coordinación entre el derecho indígena no formal y las instancias judiciales del Estado; y la DEMI atiende casos individuales de violaciones a los derechos de mujeres indígenas, ofreciendo servicios de conciliación y acompañamiento psicológico y legal en los procesos judiciales. Todas esas instancias también han sistematizado gran cantidad de información acerca de las violaciones a los derechos colectivos e individuales de los pueblos indígenas. De esta manera han constituido un apoyo importante a las demandas del movimiento indígena nacional guatemalteco para que sus derechos colectivos, como pueblos, se admitan o, por lo menos, los exijan con mayor fuerza.

En los años que siguieron a la firma de la paz, también se impulsó la formación de intérpretes judiciales en idiomas indígenas, como un modo de aumentar el acceso a la justicia formal.[17] Sin embargo, aunque hubo cierta apertura a la diversidad cultural en el aparato formal de justicia estatal, sigue siendo altamente ineficiente y carece de la capacidad de responder a las necesidades de la población en materia de justicia y seguridad. Por esa razón, la estrategia que han seguido las organizaciones indígenas en Guatemala para fortalecer a las autoridades comunitarias y para “recuperar” y fortalecer su propio derecho, con lógicas culturales “mayas”, ha tenido mucho respaldo por parte de la población. En la primera década del siglo XXI, hubo una revaloración crítica de las políticas multiculturales neoliberales y de las estrategias para “entrar al Estado” que había seguido el movimiento indígena nacional guatemalteco en los años noventa. Ante las políticas neoextractivistas fomentadas por los distintos gobiernos, el movimiento redirigió su mirada hacia las cuestiones socioeconómicas, como tierras, territorios y recursos naturales. Y en los niveles comunitario y regional se vislumbra una construcción de poder local indígena que marca una distancia, por lo menos en términos discursivos, con respecto a las instancias de poder del Estado.

Durante el desarrollo de nuestra investigación, nos tocó constatar la última ola de reconocimiento multicultural, cuyos impactos fueron importantes en el campo jurídico de las regiones indígenas de nuestro estudio. También pudimos observar el posterior desplazamiento de las retóricas multiculturales. En México, el gobierno federal y los gobiernos locales interpelaron a los pueblos indígenas como si fueran campesinos pobres a quienes había que integrar al desarrollo, o como si fueran delincuentes, en aquellos lugares donde los procesos organizativos atentaban contra la “seguridad nacional”: porque los pueblos indígenas rechazaron megaproyectos (véase Cruz, en este libro), exigieron jurisdicciones (véanse Sierra y Mora, en este libro) o derechos territoriales (véase Cerda, en este libro). En Guatemala, según mencionamos, las reformas al sistema de justicia, impulsadas a raíz de los Acuerdos de Paz, que reconocen los derechos de los pueblos indígenas a la justicia propia, no implicaron un reconocimiento pleno de los derechos colectivos de los pueblos indígenas en la práctica ni tampoco un mayor acceso a la justicia del Estado y, según nos muestra el capítulo de Rachel Sieder, actualmente prevalece la percepción generalizada de que hay mayor inseguridad ciudadana y nuevas formas de violencia social.

Paralelamente, dos nuevas reformas constitucionales crearon el marco de legalidad necesario para las políticas represivas del Estado mexicano hacia las organizaciones indígenas y campesinas: la Reforma Penal de 2007 (véase Hernández, en este libro) y la Ley de Seguridad Nacional presentada por el Ejecutivo a principio de 2010 (véase Cerda, en este libro). En el primer caso, las reformas en materia penal —cuyo propósito suponía modernizar el Estado mediante la desburocratización y la creación del marco legal para el combate al crimen organizado— han tenido un doble efecto: por un lado, las apuestas por la justicia oral y las justicias de mediación, consideradas alternativas, proporcionaron el nuevo marco legal para insertar en ellas las nuevas modalidades de las justicias indígenas reconocidas en las nuevas leyes. De este modo se redujo su sentido y su alcance de justicia indígena (véase a Chávez y Terven, en este libro) y, por otro lado, la promoción de medidas disciplinarias y de vigilancia dirigidas al control de los sospechosos, sean o no narcotraficantes, se han utilizado para criminalizar a los movimientos sociales y la pobreza. Se han encarcelado principalmente a hombres y mujeres pobres que participan en el narcomenudeo, muchos de ellos indígenas y campesinos. En el segundo caso, se han ampliado las facultades del ejército y su margen de acción en nombre de la “seguridad nacional”, al mismo tiempo que se militarizan muchas de las regiones indígenas donde existen procesos organizativos (véase el capítulo de Alejandro Cerda, en este volumen).

La lucha contra el narcotráfico y la inseguridad generalizada también se refleja en las políticas de seguridad en Guatemala, las que evidencian un endurecimiento y una creciente militarización de la seguridad pública. En diciembre de 2010, el gobierno decretó un “Estado de sitio focalizado” en el departamento de Alta Verapaz, supuestamente para combatir el narcotráfico. La suspensión temporal de las garantías constitucionales ha consternado a los defensores de los derechos humanos, quienes temen que ese tipo de medidas puedan usarse para reprimir los movimientos indígenas y campesinos con la cobertura de la ley.

En México, en el nivel local, muchas de las reformas multiculturales que se iniciaron durante la década de los noventa han sufrido retrocesos y, en otros casos, se han impulsado espacios autonómicos en los márgenes del Estado. Los costos de su defensa han sido muy altos para las organizaciones indígenas (véanse Sierra y Cerda, en este libro). Juan Carlos Martínez, en su capítulo, nos habla de una regresión en los derechos autonómicos de los pueblos indígenas en Oaxaca, y vincula ese proceso con los cambios estructurales de la región, ya que el Estado pluralista que resultaba aceptable a la economía política del estado hasta finales del siglo XX, se ha convertido en un obstáculo para la apertura de los recursos naturales al capital transnacional, como es el caso de los proyectos de energía eólica en el istmo de Tehuantepec y también en Oaxaca (véase Elisa Cruz, en este libro).

En varias regiones, como en la Sierra Norte de Puebla (Chávez y Terven), la zona maya de Quintana Roo (Buenrostro), las regiones indígenas de Chiapas (Mora y Cerda), o Guerrero (Sierra), las políticas públicas multiculturales, incluido el reconocimiento del derecho indígena, continúan de manera paralela a las nuevas formas de control y vigilancia del Estado, desarrollando lo que Michel Foucault (1975) ha definido como “efectos regulatorios” que se articulan con las prácticas y los discursos de actos de represión y de vigilancia estatal

Podríamos decir que, durante el desarrollo de nuestra investigación, pudimos evidenciar cambios en el Estado como sistema, es decir, en las instituciones y en las prácticas que se materializan en las dependencias gubernamentales (véase Abrams, 1988), que una de las autoras caracteriza como una transición del Estado multicultural neoliberal a un Estado penal (véase el capítulo de Hernández): un Estado que expande su influencia a través de códigos civiles y penales que limitan las libertades y controlan a los individuos, pero que, a la vez, reduce su presencia en lo que respecta a sus responsabilidades sociales. El desarrollo de las políticas neoliberales en México no sólo requiere limitar los ya de por sí reducidos espacios autonómicos ganados en algunas regiones indígenas para permitir la entrada del gran capital, sino que, al mismo tiempo, requiere un aparato de control punitivo para la protesta social, fortaleciendo de ese modo el rostro penal del Estado.

Paralelamente, en el Estado como efecto, la construcción discursiva, los imaginarios y las representaciones (Mitchell, 1999) varían mucho en las distintas regiones donde se trabajó, variaciones que dependen de los encuentros y desencuentros que los pueblos indígenas han tenido con sus prácticas materiales y discursivas. Para las mujeres indígenas presas y para los y las zapatistas víctimas de la guerra de baja intensidad o de los estados de excepción, el Estado como efecto se vincula estrechamente con la violencia, aunque las mujeres y los zapatistas participen en esa construcción desde su panóptico (el sistema penitenciario), o desde sus márgenes (las regiones autónomas). Los imaginarios del Estado están marcados por la represión y la violencia que se han vivido a través de sus instituciones militares y policiacas, como sucede también en la Montaña de Guerrero (Sierra). Para los jueces indígenas de Cuetzalan (Chávez y Terven) y de Quintana Roo (Buenrostro), para los alcaldes mayas de Guatemala (Sieder y Macleod) y aun para los integrantes de la Policía Comunitaria de Guerrero (Sierra), el imaginario del Estado incluye, asimismo, los limitados espacios de reconocimiento o diálogo, participando en su construcción social negociando o desafiando los límites de su soberanía.

La disputa por la justicia y su significación política desde las prácticas. Redefiniendo la soberanía y los márgenes del Estado

El campo jurídico, como espacio institucional y de poder (Bourdieu, 1987), y la justicia, como apuesta ético-política, constituyen referentes analíticos privilegiados para el análisis de las dinámicas cambiantes de la relación entre el Estado y los pueblos indígenas y para documentar el impacto de la politización de las identidades y la construcción de nuevas subjetividades étnicas. Como hemos señalado, las reformas multiculturales se han traducido en leyes que reconocen ciertos niveles del pluralismo jurídico en las configuraciones estatales, y eso ha propiciado que los actores indígenas tengan respuestas diferenciadas para negociar, disputar y apropiarse de los cambios legales. Los cambios legales impactan las instituciones mismas de la justicia indígena, así como sus ámbitos de competencia y el ejercicio de la autoridad, al mismo tiempo que redefinen la tensión entre la legalidad y la ilegalidad en la que operan los campos jurídicos subalternos. Se configuran, así, nuevos espacios de pluralidades normativas complejas, conectadas y constituidas mutuamente, en las que la regulación nacional y transnacional impacta la regulación local.

En este apartado, destacamos la dimensión práctica de la justicia, como espacio institucional de resolución de conflictos y de entramados normativos, en términos de su capacidad regulatoria y disciplinaria, y en lo que revela en torno a la disputa por su significación. Las apuestas para construir y fortalecer la justicia propia, con base en el ejercicio de la autoridad indígena y comunitaria, constituyen una de las principales exigencias gestadas en las comunidades y pueblos indígenas en México y en Guatemala, como sucede también en el resto del continente americano. Los alcances del reconocimiento en materia de jurisdicciones indígenas y la posibilidad de las comunidades de poner en práctica sus sistemas jurídicos dependen de cada contexto y de las historias que han marcado la relación con los poderes regionales y estatales.

En el caso de México, observamos la heterogeneidad de respuestas y manifestaciones de las justicias indígenas y comunitarias en los distintos estados ante los cambios legales. La comparación con Guatemala revela que la construcción de espacios alternativos, paralegales de justicia indígena y comunitaria no necesariamente responden a las lógicas de regulación definidas por el Estado, sino que se construyen, muchas veces, en oposición con los actores gubernamentales. Los espacios de la justicia, por su papel productivo en la vigilancia y en la regulación social, y por los efectos en el imaginario político, revelan nuevamente dimensiones fundamentales sobre el Estado como sistema y sobre el Estado como representación (véase el capítulo de Sieder, en este libro).

En todas las regiones que se investigaron es posible destacar la reconfiguración del campo jurídico regional y estatal como impacto de las reformas legales nacionales o internacionales, las tensiones que se generan en las dinámicas de poder local y con el Estado, y especialmente la apropiación que hacen los actores locales de los nuevos espacios de justicia que acompañan a esos procesos. Por eso la comparación de tales experiencias nos revela dimensiones importantes del poder regulatorio del Estado, del significado diverso de la justicia y del sentido en que se construyen las respuestas desde abajo; posibilita también constatar la generación de modelos alternativos de derecho y justicia sustentados en otros referentes éticos y políticos. La comparación de las distintas experiencias que se investigaron permite destacar dos grandes tendencias en las respuestas que gestan los actores indígenas para responder a los nuevos contextos de pluralidades normativas generadas mediante las reformas legales: (a) respuestas de acomodamiento a las disposiciones del Estado que llevan a la oficialización de la justicia indígena; (b) y respuestas contrahegemónicas de una etnicidad subversiva que desnuda el poder regulatorio y represivo del Estado, impugnando sus márgenes y disputando la soberanía.

La oficialización de las justicias indígenas y las políticas de negociación

Un rasgo distintivo de las experiencias analizadas y subordinadas al Estado, en las que se pone en juego el modelo de justicias alternativas, es justamente el proceso de oficialización de la justicia indígena y su impacto en la construcción y el significado de la autoridad y el derecho indígena. Dichos procesos responden a la doble lógica del multiculturalismo neoliberal (Hale, 2002): por un lado está el reconocimiento acotado de derechos culturales, y, por el otro, se encuentra el impacto sobre las categorías étnicas y sus efectos diferenciadores en la autoridad indígena. Los casos del Juzgado Indígena de Cuetzalan, en Puebla, y del nuevo sistema de justicia indígena, en Quintana Roo, son paradigmáticos para revelar los sentidos diferenciados de dichos procesos en los actores locales y el acomodamiento que han provocado en el campo jurídico regional y comunitario. Si bien el cambio legal definido por el Estado tiene el efecto de construir desde arriba, desde el poder, la visión oficial de la justicia indígena, los impactos en el campo jurídico local están diferenciados. En él inciden de manera fundamental los procesos organizativos y la posibilidad que tienen los actores indígenas de apropiarse de dichos marcos legales para darles otros sentidos.

La experiencia del Juzgado Indígena de Cuetzalan, analizada por Claudia Chávez y Adriana Terven, revela el doble proceso que trajo consigo la instalación de esa nueva institución en la Sierra Norte de Puebla. La imposición de los juzgados indígenas en el nivel municipal desconoce y deslegitima la justicia indígena vigente en el nivel comunitario —la justicia de paz—, lo que propició la fragmentación de las autoridades tradicionales pero, al mismo tiempo, creó un espacio en el nivel municipal que ha generado expectativas y opciones para fortalecer lo que se está reconstruyendo como justicia indígena desde el derecho propio, que va más allá del modelo folclorizante y de justicia alternativa impuesto por el Estado. En ese proceso de reconstitución de la justicia indígena, las mujeres nahuas de Cuetzalan, en la Sierra Norte de Puebla, han desempeñado un papel fundamental al promover lo que han llamado una “justicia intercultural con perspectiva de género” (Mejía, 2008; Terven, 2009). La incidencia de las mujeres organizadas en la Justicia Comunitaria se ha logrado, por un lado, mediante la participación de las integrantes de la organización de mujeres Maseualsiuamej Monsenyolchicauanij (Mujeres indígenas trabajando juntas) en el Consejo del Juzgado Indígena, buscando influir en la manera en que se replantea el derecho nahua y los procesos conciliatorios. Paralelamente han creado también, desde 2003, la Maseuasiuatkali (Casa de la Mujer Indígena) donde son atendidas las mujeres víctimas de violencia sexual y doméstica, y se trabaja de manera coordinada con el Juzgado Indígena.

Fue la larga historia de reflexión y movilización en torno a los derechos indígenas y derechos de las mujeres la que posibilitó que las mujeres y los hombres de Cuetzalan pudieran apropiarse e incidir en los espacios oficiales generados como parte de las reformas multiculturales neoliberales. La capacidad negociadora de las autoridades indígenas tiene, sin embargo, sus límites en el marco regulatorio impuesto por el Estado, porque está caracterizada por la ambigüedad legal y deja ilegibles las competencias y alcances de los jueces indígenas. Lo cierto es que se han abierto algunas opciones nada desdeñables para el Juzgado Indígena, que significan alternativas para fortalecer proyectos propios más allá del espacio judicial, como bien lo analizan Claudia Chávez y Adriana Terven en este volumen.[18]

En el otro extremo, el caso de los nuevos jueces tradicionales de Quintana Roo, como parte de un nuevo sistema de “justicia maya”, institución creada también por el Poder Judicial, que revela la capacidad regulatoria y vigilante del Estado, al construir nuevos sujetos étnicos con el respaldo oficial para atender asuntos menores, sin mayor resistencia. En este caso, la falta de procesos organizativos en la región parece haber significado la aceptación pasiva de los nuevos modelos de la justicia indígena que se han impuesto en espacios comunitarios debilitados. A diferencia de lo que sucede en Cuetzalan, no se observa la incidencia de reivindicaciones de género en la justicia maya, aunque el discurso de los derechos, legitimado por el Estado, ha introducido los derechos de las mujeres acotando el ejercicio de la autoridad étnica. No obstante, aun en esa experiencia de marcada oficialización de la justicia maya, es posible observar la agencia social y las apropiaciones que los actores hacen de esos espacios que, a pesar de sus límites, generan opciones que propician la revaloración de las identidades étnicas (véase el capítulo de Manuel Buenrostro).

En ambas experiencias, la oficialización y la construcción de la justicia indígena da cuenta de las lógicas de gobernanza multicultural del Estado con las cuales pretende responder a los reclamos de inclusión de los pueblos indígenas. En esos contextos se ve al Estado como el respaldo institucional que garantiza la legitimidad de las autoridades y como la instancia que otorga los recursos, aunque limitados, que sustentan a la autoridad indígena. Las acciones contestatarias de las organizaciones, cuando mucho, negocian dichos marcos, pero no los desconocen ni los confrontan.

A diferencia de esas experiencias, el modelo oaxaqueño de reconocimiento implicó una respuesta diferente, que partió de reconocer la justicia indígena vigente y sus instituciones y, por un buen tiempo, representó un referente de la puesta en práctica de la autonomía comunitaria a nivel nacional, permitida por la ley (Anaya, 2004, 2005; Martínez, 2004, 2011; Recondo, 2007). El análisis de Juan Carlos Martínez en este libro sobre el campo jurídico mixe y su adecuación a las nuevas reformas estructurales neoliberales muestra que se están cerrando los espacios a la autonomía indígena ante las presiones del capital transnacional. Aquí es de esperar que la fuerza identitaria de las comunidades mixes seguramente incida en el rumbo que sigan los cambios legales y las posibilidades de confrontarlos o resignificarlos.

Respuestas contrahegemónicas de la justicia en los márgenes del Estado

La otra cara de la oficialización de la justicia indígena es la experiencia de organizaciones indígenas que, en contextos de fuertes tensiones y arraigados procesos organizativos, están disputando al Estado la definición oficial de la justicia indígena y develando los límites del reconocimiento para la práctica de la justicia propia. Experiencias como la de la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias (véase el capítulo de María Teresa Sierra), las de las Juntas de Buen Gobierno zapatistas (véase el capítulo de Mariana Mora) y de las alcaldías indígenas en Guatemala (véase el capítulo de Rachel Sieder) permiten analizar el papel productivo y contrahegemónico del derecho, y también revelan el potencial creativo e innovador de esas experiencias para promover, desde lo colectivo, modelos alternativos de justicia, basados en la reconstitución del derecho propio —en mutua relación con el derecho estatal e internacional— y en el ejercicio de la autonomía comunitaria.

En varias de las experiencias, las nuevas normatividades, que en algunos sentidos se contraponen a las jerarquías tradicionales de género, en mayor o menor medida impactan las relaciones entre hombres y mujeres. El derecho indígena se reformula en muchas comunidades de Chiapas, en diálogo con las nuevas leyes zapatistas, como la Ley Revolucionaria de Mujeres y con el derecho nacional e internacional. En el caso de la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias, las mujeres indígenas dan una lucha, aunque incipiente, para influir en los espacios de impartición de justicia. Se trata de procesos difíciles y llenos de contradicciones, pero que nos hablan de la flexibilidad e historicidad de la justicia comunitaria y confrontan cualquier perspectiva esencialista del derecho indígena.

Como hemos sugerido aquí, tales apuestas contribuyen a construir Estado desde los márgenes, polemizando los significados mismos de la justicia, de la seguridad comunitaria y la capacidad de decidir sobre el buen orden y la buena distribución, es decir, la capacidad de los indígenas, hombres y mujeres, de decir su derecho (Bourdieu, 1987). En este sentido, aun las autoridades zapatistas de las Juntas de Buen Gobierno en Chiapas están más interesadas en resolver los problemas inmediatos que en la confrontación frontal con el orden jurídico estatal, tal como lo revela Mariana Mora en su capítulo. Es la fuerza de lo colectivo la que sustenta la legitimidad de dichas experiencias, confrontando, mediante la práctica, el lenguaje mismo de la hegemonía impuesto por el Estado (Roseberry, 1994). Al mismo tiempo ofrecen apuestas contrahegemónicas, en la medida que subvierten la legalidad instituida, a través de la creación de nuevos modelos, aunque incipientes, de derecho y sociedad (Santos, 2005; Santos y Rodríguez-Garavito, 2005). En ese proceso, el recurso a lo legal y a lo ilegal, y la vernacularización de los derechos humanos dan cuenta de la fuerza y creatividad de esas experiencias y sus implicaciones para gestar alternativas legitimadas, disputando finalmente los imaginarios de la justicia y la soberanía del Estado.

Las circunstancias anteriormente descritas, con mayor o menos fuerza, revelan que la interlegalidad y la mutua constitución de legalidades e ilegalidades diferenciadas son el rasgo común del derecho indígena y comunitario (Santos, 2002). Las dinámicas mismas de la justicia obligan a ir más allá de las visiones esencialistas del derecho indígena y los derechos humanos, y a desarrollar propuestas creativas sobre el ejercicio de los derechos individuales y colectivos. Asimismo, en el proceso se resignifican los modelos de la justicia basados en las apuestas por la paz y el “buen vivir”, como parte de las perspectivas integrales de vida colectiva, rebasando las visiones liberales individualistas y la impunidad que suelen prevalecer en el sistema de justicia oficial. Las formas concretas en que se actualizan las normas y los alcances de la justicia indígena son, sin embargo, diferenciados y dependen de los contextos que históricamente han definido la relación de los poderes locales y estatales con las organizaciones y autoridades indígenas.

En el caso de la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias (CRAC) (véase el capítulo de María Teresa Sierra), una instancia regional e interétnica de justicia comunitaria e indígena revela dos aspectos principales, entre otros: (1) la construcción de una justicia propia, y (2) una jurisdicción indígena territorial, que rebasan en mucho las definiciones oficiales de las justicias indígenas y los marcos normativos constitucionales. Por lo mismo, las autoridades estatales la califican de ilegal y desde esa posición negocian y presionan continuamente a la CRAC, pasando de la amenaza al hostigamiento y finalmente a la búsqueda de acuerdos. Por otra parte, el éxito de esa experiencia ha sido, en gran medida, su enorme flexibilidad para adecuarse a distintas exigencias y coyunturas, pero, sobre todo, la gran legitimidad de que gozan entre los hombres y mujeres integrantes de la Comunitaria, quienes defienden ampliamente su institución. Tal fuerza y legitimidad sustentadas en lo colectivo han sido claves en el respeto que han conseguido de parte de los mismos funcionarios del Estado, quienes finalmente toleran a la CRAC. Al mismo tiempo se distinguen porque impulsan un discurso incluyente, no esencialista, de las identidades y de los derechos, y apelan también a la legalidad que les da el derecho nacional e internacional, con lo cual descalifican el discurso oficial de la ilegalidad. Desde las prácticas, la CRAC, órgano principal de la Comunitaria, cuestiona y negocia los márgenes del Estado, obligando a su continua redefinición.

Por su parte, la experiencia más reciente de las Juntas de Buen Gobierno en Chiapas, en el ámbito de la justicia regional, evidencia procesos sumamente novedosos que van más allá de las posiciones aislacionistas que han marcado la relación de las comunidades zapatistas con las instituciones oficiales en los diferentes campos (salud, educativo y político). Pareciera ser que el éxito que han tenido las Comisiones de Honor y Justicia zapatistas, al abrirse a dirimir asuntos para todo tipo de actores, sean o no de filiación zapatista, les ha generado un importante reconocimiento y legitimidad para mostrar un aspecto clave de su política pública: que ellos apuestan a poner en práctica una ética política de la justicia que no se base en la impunidad ni en la corrupción, apelando a un lenguaje incluyente de derechos y de respeto a la legalidad zapatista. Como bien documenta Mariana Mora en su capítulo, la experiencia zapatista muestra, con especial fuerza, el peso de los márgenes donde se gesta la relación con el Estado y la posibilidad de disputarlos como actores colectivos.

En el caso de las autoridades mayas en el Quiché guatemalteco, que analiza Rachel Sieder, se observan procesos similares, en lo que respecta a la fuerza de la justicia indígena renovada, legítima e interlegal, y su capacidad para cuestionar la soberanía del Estado. La historia de violencia, exclusión y racismo que ha marcado la relación del Estado con los pueblos indígenas, junto con la impunidad generalizada, implican que el Estado no tiene legitimidad ni voluntad para regular los conflictivos y violentados tejidos sociales comunitarios. Eso mismo ha propiciado la emergencia de distintas modalidades de justicias comunitarias, legales, ilegales y paralegales fuera del control del Estado pero sin buscar confrontarlo. Un aspecto distintivo del caso guatemalteco es el proceso de politización de la identidad étnica que se inició después del conflicto armado, implicando que hoy los actores indígenas están produciendo nuevas categorías que valoran la cosmovisión y la identidad maya, como parte de un movimiento político por ganar autonomía y derechos en general (sobre el tema, véase también el capítulo de Morna Macleod).

Junto con los procesos que dan cuenta de las dos tendencias que impactan el campo de la justicia, es notorio que las nuevas regulaciones que llevan al endurecimiento del Estado —como en el caso de la reforma penal— están afectando negativamente las condiciones de acceso a la justicia del Estado, especialmente para las mujeres indígenas sujetas a un proceso judicial. El capítulo de Rosalva Aída Hernández documenta la huella que han dejado las nuevas reformas penales en la vida de las mujeres presas, las cuales ponen en evidencia la otra cara del reconocimiento y la falta de garantías constitucionales, desnudando la faceta autoritaria y racista del Estado penal. En estos casos, la capacidad de agencia social se reduce al mínimo, ante el peso impune del poder judicial. Y aun en ámbitos en que la fuerza organizativa de los pueblos es mayor, el uso de los nuevos dispositivos penales para reprimir las luchas de las comunidades indígenas en defensa de los recursos naturales es una marcada tendencia regional (véanse el capítulo de Alejandro Cerda y el de Elisa Cruz).

La politización del derecho indígena y la construcción de identidades

Además de analizar los actos cotidianos del Estado y la manera en que se negocia o se desafía su soberanía, sobre todo en el ámbito de la justicia, en este libro ahondamos en la indagación sobre la capacidad productiva del Estado y en la manera en que sus discursos y prácticas han construido nuevas identidades indígenas, que reproducen o contestan su hegemonía.

Las reformas multiculturales son parte de procesos más amplios que han transformado el concepto “indígenas”, llevándolo de lo analítico y legal a la idea de autoadscripción, creando un nuevo imaginario colectivo y un espacio transnacional que, en algunas ocasiones, ha permitido compartir experiencias, pensar estrategias conjuntas, y establecer vínculos entre grupos tan diferentes como los nahuas de la Sierra Norte de Puebla y los mayas-k’iche’ de Guatemala.

Para muchos de los actores sociales con quienes trabajamos, las identidades locales (como los cuetzaltecos, pedranos o migueleños), las adscripciones lingüísticas (tojolabales, cakchiqueles, nahuas, mixtecos), o las identidades campesinas eran los espacios de autoidentificación más importantes hasta hace algunas décadas. Lo indígena como identidad política es de reciente construcción. Transitó por los caminos rurales de los cinco continentes, llegando a las aldeas más aisladas, a través de talleres, marchas y encuentros en los que dirigentes comunitarios, integrantes de organizaciones no gubernamentales (ONG) o religiosos de la teología de la liberación empezaban a popularizar el concepto para referirse a los “pueblos originarios” y denunciar los efectos del colonialismo en sus vidas y territorios. Así, a los términos de autoadscripción local se añadió un nuevo sentido identitario: el ser indígena, y, en el caso de Guatemala, el ser maya, que edificó una nueva comunidad imaginaria con otros pueblos oprimidos del mundo. Varios analistas señalan que el movimiento por los derechos indígenas nació siendo transnacional (Brysk, 2000; Tilley, 2002), ya que desde sus orígenes fue más allá de las luchas y las autoadscripciones locales.

A diferencia del concepto analítico “grupos étnicos”, “indígenas” cruzó las limitadas fronteras de la academia y apuntó hacia la formulación de una agenda política que iba más allá de los problemas locales inmediatos que enfrentan los pueblos que se identifican con la nueva autoadscripción. El nivel de apropiación de la nueva identidad transnacional dependió mucho de los procesos organizativos en cada región y del acceso que tuvieran a esos discursos globales. En muchas regiones, las autoidentificaciones locales, como acatecos, chamulas o pop’ties, siguen anteponiéndose a la identidad indígena (véanse Canessa, 2006; Cumes y Bastos, 2007). En otras regiones, las identidades campesinas o mestizas siguen siendo los términos de autoadscripción de la población que, vista desde afuera, podría tipificarse como indígena debido a su especificidad lingüística y a sus rasgos culturales pero que por diferentes razones históricas no se han apropiado de ese concepto (De la Cadena, 2000; Mattiace, 2007).

Si bien es cierto que las reformas multiculturales neoliberales tendieron a construir la categorización del ser “indígena”, separando el “ser indígena bueno” del “ser indígena malo” (Hale, 2004), en nuestras investigaciones pudimos constatar que los pueblos indígenas contestaron y se resistieron a esas definiciones limitadas. En varios de los estudios de caso que aquí analizamos, se observa el desarrollo de una política de la representación, que ha sido la base para repensar las alianzas políticas a partir de una identidad indígena no excluyente.

En la experiencia de la policía comunitaria en Guerrero, analizada por María Teresa Sierra, confluyen hablantes de na’savi (mixteco), me’phaa (tlapaneco), con campesinos mestizos que no hablan más que castellano, lo cual no impide que todos asuman una identidad indígena que utiliza herramientas internacionales, como el Convenio 169 de la OIT, para reivindicar sus derechos territoriales y jurisdiccionales. En un sentido similar, el zapatismo ha desarrollado políticas culturales que desestabilizan visiones hegemónicas sobre la indigeneidad. Los trabajos de Alejandro Cerda y de Mariana Mora nos muestran que los zapatistas han respondido a las representaciones hegemónicas de la cultura indígena al reivindicar perspectivas no esencialistas que incluyen el replanteamiento de las tradiciones, del derecho indígena y las formas de gobierno locales, desde perspectivas más incluyentes para hombres y mujeres.

En esos procesos, las mujeres zapatistas han desempeñado un papel fundamental para redefinir lo que se entiende por “ser indígena” y para incluir las “nuevas costumbres” de participación femenina entre los derechos colectivos de sus pueblos. Luchan para obtener el reconocimiento de sus derechos culturales y políticos como indígenas y como mujeres. No se trata del reconocimiento de una cultura esencial, sino del reconocimiento del derecho a reconstruir, confrontar o reproducir una cultura, no en los términos establecidos por el Estado, sino en los delimitados por los propios pueblos indígenas, en el marco de sus propios pluralismos internos. La experiencia de las mujeres zapatistas no es una experiencia aislada: las mujeres nahuas de Cuetzalan (véanse Chávez y Terven), las promotoras de la policía comunitaria (véase Sierra) y las alcaldesas mayas de Guatemala (véase Morna Macleod) teorizan sobre su cultura con perspectivas que rechazan las definiciones hegemónicas de tradición y cultura del indigenismo oficial y de los sectores conservadores de las organizaciones indígenas nacionales, mediante el planteamiento de la necesidad de cambiar aquellos elementos que excluyen y marginan a las mujeres.

Si consideramos la hegemonía del Estado como un proceso siempre inacabado, podemos entender que la agenda del multiculturalismo neoliberal no haya logrado reconstituir una nueva hegemonía estatal estable. Más bien, como demostramos en este libro, ha provocado la creación de nuevas formas de autoadscripción, organización y pertenencia. Su énfasis en la necesidad de reforzar la sociedad civil y promover la descentralización ha dado nuevas oportunidades a los pueblos indígenas que buscan ampliar sus espacios de autonomía y autodeterminación. Al mismo tiempo que se resignifica lo que antes era la vida misma como “cultura” y las formas de resolver los problemas comunitarios como “derecho propio”, se han creado espacios de negociación entre géneros y generaciones, para redefinir lo que se entiende por “ser indígena” y para replantear las normas comunitarias. Se trata de un momento histórico de creatividad cultural, no exento de contradicciones y de relaciones de poder, en el que hombres y mujeres indígenas están replanteando sus prácticas culturales y jurídicas.

La experiencia de las mujeres mayas y sus apuestas para construir visiones propias de dignidad humana y del buen vivir ponen de manifiesto su fuerza creativa para apropiarse del discurso sobre los derechos, cuestionando los sentidos etnocéntricos que no contemplan las lógicas culturales ni las cosmovisiones indígenas (véase el capítulo de Morna Macleod). De esta manera, la reivindicación identitaria y la de género se convierten en el argumento principal para discutir la diferencia y debatir sobre los poderes en ambientes coloniales y fuertemente racializados, como sucede en Guatemala.

La politización del derecho implica concebirlo como un campo de poder en el que la movilización política constituye un referente fundamental para el desarrollo de acciones contrahegemónicas o de “cosmopolitismo subalterno” (Santos y Rodríguez Garavito, 2005). En el proceso de movilización política del derecho, los usos de lo legal y de lo ilegal adquieren nuevas dimensiones al vincularse con el reclamo de los derechos globalizados que ponen en juego reivindicaciones identitarias y colectivas. Tales estrategias políticas de movilización son usadas por los actores sociales que compiten con corporaciones transnacionales por su territorio y sus recursos naturales, como analiza Elisa Cruz en su capítulo en relación con los zapotecas del istmo de Tehuantepec. En un contexto muy diferente, los campesinos indígenas zapatistas que desde la ilegalidad apelan a la legalidad de sus reclamos por sus tierras, movilizan también el lenguaje globalizado de sus derechos (véase el capítulo de Alejandro Cerda). En todos los procesos, la politización del derecho indígena y las identidades étnicas constituyen potentes instrumentos para ganar legitimidad ante la presión desmedida de los actores estatales y transnacionales que intentan usar políticamente las leyes para disminuir los derechos de quienes se rebelan ante la ley del Estado.

En resumen, con este libro esperamos contribuir a los debates actuales sobre justicia y pueblos indígenas “después del multiculturalismo” en México y Guatemala. Las distintas contribuciones aquí presentadas demuestran que es imposible entender las reformas que, aparentemente, crean nuevos espacios para la diversidad, sin ver la cara violenta y represiva del Estado: ambos aspectos constituyen tecnologías de gobernanza y de control que se ejercen sobre las poblaciones indígenas. Pero si bien las nuevas leyes e instituciones nacen acotadas por la lógica de dominación que conllevan, constatamos aquí la manera en que los actores indígenas desafían esos límites, por medio de su resignificación y apropiación, incluso en los actuales contextos de endurecimiento de los modelos penales y de seguridad nacional. Como evidencian los distintos capítulos, las respuestas de los movimientos indígenas organizados apuntan a la fuerza de lo colectivo, a la legitimidad que sustenta la autoridad indígena, y a la importancia de nuevas expresiones identitarias en las luchas por la justicia. Los saberes y epistemologías propias, al igual que la fuerza organizativa de las mujeres y el cuestionamiento de sus roles tradicionales de género han sido piezas fundamentales en la creación de las nuevas configuraciones. Al generar nuevas prácticas y lenguajes de justicia, las organizaciones indígenas cuestionan el modelo dominante de gobernanza y de derecho, mostrando que hay nuevas perspectivas para repensar el Estado. La contienda por los márgenes del Estado no sólo expone los límites, las exclusiones y las tensiones en los que se gesta la lucha por la justicia, sino también informa el sentido profundo que tiene la defensa de los derechos colectivos y las identidades para los pueblos indígenas. Sin embargo, también nos queda claro que el contexto actual de militarización, de violencia de la delincuencia organizada y de violencia de Estado en nombre de la seguridad, tanto en Guatemala como en México, apunta hacia nuevos y duros retos para las luchas de los pueblos indígenas por sus derechos y para el futuro de sus experiencias autonómicas.

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[*] Profesoras investigadoras del CIESAS México.

[1] Sobre la investigación colaborativa, véanse Hale (2008) y Leyva (2011).

[2] A pesar del entusiasmo que despertó la reforma indígena de Colombia, llamó la atención que se llevara a cabo en un país donde sólo 3.4% de la población se define indígena (1 378 884, según el Censo Nacional de Población [2005]).

[3] Para una visión crítica de estos procesos, véase Walsh (2010).

[4] Para una excepción en el caso de Guatemala, véanse Cumes y Bastos (2007).

[5] Para un desarrollo crítico de los límites y alcances de la reforma constitucional al Artículo Segundo de la Constitución mexicana, véanse Gómez (2004) y López Bárcenas (2004).

[6] El 28 de marzo de 2001, la comandante zapatista Esther y la médica tradicional nahua María de Jesús Patricio, integrante del Congreso Nacional Indígena (CNI), hablaron ante el Congreso de la Unión para defender la llamada iniciativa de Ley de la Cocopa, que reconocía derechos políticos y territoriales a los pueblos indígenas. Las dos representantes indígenas reclamaron el derecho a una cultura propia, pero a la vez refirieron los esfuerzos que las mujeres están haciendo en sus comunidades para transformar aquellos elementos de la tradición que consideran opresivos y excluyentes.

[7] La Constitución contiene dos artículos que hacen referencia a las obligaciones del Estado hacia la población indígena (arts. 58 y 66), pero no hay un reconocimiento explícito de los derechos de los pueblos o ciudadanos indígenas.

[8] Los derechos y la situación de la población indígena están presentes, en mayor o menor medida, en los doce acuerdos individuales que fueron negociados entre el gobierno y la guerrilla, pero el que más se enfocó en esa temática fue el Acuerdo de Identidad y Derechos de los Pueblos Indígenas, firmado en mayo de 1995.

[9] El Informe del diagnóstico del acceso a las justicia de los indígenas. El caso de Oaxaca, elaborado por la Oficina en México del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (OACNUDH-México, 2007), revela que el acceso a la justicia de los indígenas está marcado por la discriminación y la continua violación a sus derechos establecidos en la Constitución. En el capítulo de Aída Hernández (en este mismo volumen) se documenta que esos derechos son letra muerta para los presos y las presas indígenas.

[10] En el estado de Guerrero, apenas en abril de 2011, se introdujo una nueva ley, la “Ley 701”, sobre derechos indígenas, sin antes establecer una reforma constitucional (véase el capítulo de Sierra en este libro). En Morelos, se han realizado cuatro iniciativas de ley al respecto. La última se presentó el 28 de abril de 2011, pero ninguna ha sido aprobada.

[11] Esta nueva ley sobre derechos indígenas en Chiapas, que deroga la Ley de 1999, ha sido ampliamente criticada por las organizaciones indígenas, debido a que viola el derecho de consulta, por su visión desarrollista y por las importantes restricciones a la autonomía de los pueblos indígenas y especialmente con respecto al acceso a los recursos naturales (véase Boca de Polen [s. f.])

[12] Ley Reglamentaria del Artículo 9 de la Constitución del Estado de San Luis Potosí sobre Derechos y Cultura Indígena, septiembre de 2003 (IIL-UIL, 2003).

[13] Ley de Derechos de los Pueblos y Comunidades Indígenas de Oaxaca (CIILCEO, 2001).

[14] La ley de justicia indígena de San Luis Potosí, uno de los pocos estados que la han desarrollado, se distingue por ser el resultado de un amplio proceso de consulta a las comunidades indígenas y una concepción no esencialista del derecho indígena (Ávila, 2003). A pesar de sus innovaciones, la ley indígena reproduce las restricciones a la autonomía indígena, tal como lo revela el hecho de que la justicia de las autoridades indígenas sigue considerándose como justicia auxiliar de la estatal.

[15] Para un análisis etnográfico detallado del juzgado de paz comunitario en Santa María Chiquimula, Totonicapán, véase Rasch (2008).

[16] Los Juzgados de Paz Comunitarios eran vigilados por el Poder Judicial oficial, y los jueces comunitarios recibían formación de parte del Poder Judicial, lo cual llevó a situaciones absurdas, en las que consultores no indígenas contratados por el órgano judicial daban capacitación a los jueces indígenas sobre cómo aplicar el “derecho indígena” (Rasch, 2008). Hubo un gran rechazo por parte del movimiento indígena nacional, que reclamaba el reconocimiento de la autonomía jurisdiccional de las autoridades indígenas comunitarias no estatales y criticaba a los Juzgados de Paz Comunitarios como un “caballo de Troya” que mantenía vigilancia estatal sobre el “derecho indígena” en comunidades donde las autoridades indígenas habían operado con cierta autonomía.

[17] A través de la Misión de las Naciones Unidas para Guatemala (Minugua), que operó entre 1994 y 2004, se promovió en el occidente del país el Programa Multicultural de la Justicia. Luego, las mismas Naciones Unidas lo cerraron cuando las medidas que promovía empezaron a ir más allá del simple aumento en el acceso a la justicia estatal.

[18] Esto es aún más evidente cuando se compara esa institución con los juzgados indígenas instalados en otras regiones indígenas de Puebla. Tal es el caso de Pahuatlán, donde el nuevo Juzgado Indígena se sobrepuso al Juzgado Municipal mestizo vigente, sin conseguir la legitimidad que tiene el Juzgado en Cuetzalan. Otro proceso significativo de apropiación y fortalecimiento del Juzgado Indígena es el Juzgado de Huehuetla, también en la Sierra Norte de Puebla (Maldonado, 2011).

Justicias indígenas y Estado

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