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ОглавлениеCapítulo 1
Las prácticas de justicia indígena bajo el reconocimiento del Estado. El caso poblano desde la experiencia organizativa de Cuetzalan
Claudia Chávez y Adriana Terven[*]
Introducción
Este capítulo aborda el proceso de oficialización de la justicia indígena en el estado de Puebla, para lo cual nos basamos en un largo trabajo de campo que ambas autoras hemos realizado en el municipio de Cuetzalan del Progreso, en la Sierra Norte de Puebla.[1] Nos hemos acercado al tema desde diferentes perspectivas: Claudia Chávez ha estudiado el campo judicial de Cuetzalan y los sentidos en que éste ha sido reconfigurado a partir de las reformas legales locales en materia de justicia indígena; en especial, las relaciones entre los integrantes del nuevo Juzgado Indígena, los jueces de paz comunitarios, las autoridades mestizas de la cabecera municipal y las mujeres que forman parte de organizaciones enfocadas en el ámbito de la justicia. Adriana Terven se ha enfocado en el análisis del papel que desempeñan ciertos procesos organizativos locales en la construcción de una justicia propia con perspectiva de género, dentro de los espacios abiertos por las políticas multiculturales. Resultados importantes de ambas investigaciones son la base para el desarrollo del presente texto.
El capítulo lo hemos dividido en cuatro partes (las dos primeras, a cargo de Chávez; las dos últimas, a cargo de Terven), con el objetivo de proporcionar una mirada más amplia y conjunta de los procesos y transformaciones en el campo judicial del municipio de Cuetzalan, a partir de la implementación de ciertas políticas de multiculturalismo neoliberal dirigidas al ámbito judicial. El contexto general del capítulo se sitúa en las reformas sobre materia indígena realizadas en el estado de Puebla, México, específicamente en el reconocimiento de la justicia indígena y la apertura del primer Juzgado Indígena poblano en la cabecera municipal de Cuetzalan. Además del análisis de esas reformas, también examinamos la apertura de espacios de prestación de servicios, como la Casa de la Mujer Indígena (CAMI), cuya importancia se centra en haber sobrepasado el ámbito de la salud —para el cual fue originalmente creada— y en haber extendido su cobertura a otras esferas, como la legal, en un esfuerzo para integrar una perspectiva de género en los distintos espacios de justicia con los que colabora.
Hemos articulado el capítulo a partir de dos ejes teóricos que perfilan nuestras distintas perspectivas y reflexiones. De esta forma, construimos la experiencia del campo judicial de Cuetzalan desde la diversidad de diálogos, discusiones y, en algunos casos, de proyectos conjuntos que desarrollamos con distintos actores del campo judicial, especialmente, con los miembros del Juzgado Indígena y con algunos jueces de paz de la región. Desde el primer eje teórico exploramos cómo la legislatura poblana, lejos de reconocer la jurisdicción indígena, su lógica fue garantizar el acceso de los indígenas a la jurisdicción del Estado. De este modo, el capítulo advierte sobre cómo las políticas multiculturales, a pesar de abrir espacios y conceder recursos, representan una nueva tecnología de gobierno que sobrepone a las autoridades indígenas nuevas instituciones “indígenas” inventadas por el imaginario esencialista de la élite política. El Juzgado Indígena fue creado, así, en torno a los requerimientos y lógicas del Estado, lo que ha generado nuevas subjetividades, bajo la figura de los nuevos jueces indígenas, a los cuales se les ha dotado de un reconocimiento oficial y de recursos del Estado, pero que, originalmente, se encuentran desvinculados de las lógicas culturales indígenas. En este mismo sentido, la agenda nacional e internacional sobre salud pública ha guiado la creación de espacios para la prestación de este tipo de servicios, como la CAMI, en vez de que hayan sido las necesidades locales de salud de las mujeres las que determinaran el proyecto.
En el segundo eje analizamos cómo la reforma poblana en materia indígena representa una herramienta que ha permitido la conformación de un proyecto de justicia indígena propio, con perspectiva de género, y, a la vez, ha implicado una limitante en la consolidación de una jurisdicción indígena con cierto grado de autonomía. Esta reforma ha provocado, en un primer momento, la legibilidad como producto de la “traducción” folclorizante de las prácticas de justicia indígena al momento de regularlas, tornándolas visibles y, de esta forma, gobernables. No obstante, la desvinculación del proyecto estatal de justicia con las prácticas vigentes de organización comunitaria y de justicia indígena ha propiciado cierta ilegibilidad a la hora de su implementación. La ilegibilidad ha permitido que integrantes de organizaciones locales inicien procesos de apropiación con respecto al Juzgado Indígena, desde donde han buscado atender sus propias preocupaciones y demandas en el ámbito de la justicia, incluyendo la perspectiva de género, como parte integral de ese proceso. La búsqueda de mejores alternativas de justicia para las mujeres ha generado que la CAMI, principalmente, y ciertos impulsos desde el Juzgado Indígena, fortalezcan las relaciones interlegales en las distintas instancias de justicia, propiciando un ámbito de negociación normativa que privilegia la equidad de género.
El que los integrantes del Juzgado Indígena y de la CAMI tuvieran la posibilidad de redefinir esos programas estatales, nos hace ubicar a Cuetzalan como una región marginal, de acuerdo con Das y Poole (2004), lo que refiere no a un simple modelo espacial de centro y periferia, o a zonas donde la organización política del Estado se vuelve débil o menos articulada. Se trata más bien de sitios que sustentan particulares formas de organización social, política, económica y jurídica, donde las tecnologías de poder buscan controlar y transformar esa población en efectivos sujetos de Estado. Sin embargo, lejos de someterse pasivamente a esos imperativos, los márgenes son espacios de creatividad, donde el derecho y otras prácticas estatales se reconfiguran mediante diferentes formas de regulación extraoficial, capaces de dar respuesta a las necesidades de sobrevivencia política y económica de la población (Das y Poole, 2004: 8).
En términos generales, en este capítulo reflexionamos sobre cómo la construcción de hegemonía responde a procesos entrelazados entre grupos dominantes y subordinados, sin perder de vista que ambos están compuestos por identidades múltiples, a partir de las cuales formulan sus políticas internas. En esta dirección, la batalla por las definiciones, en este caso de justicia y de prestación de servicios, por un lado, busca resignificar y disputar el poder, generando modos alternativos a los instituidos; y, por otro lado, muestra las tensiones entre los distintos actores sociales, principalmente ante el reto de trabajar utilizando una perspectiva de género.
Las políticas de reconocimiento de la diversidad cultural y su impacto en la reconfiguración de la justicia indígena
En mayo de 2002, abrió sus puertas el primer Juzgado Indígena creado por el estado de Puebla. La cabecera municipal de Cuetzalan del Progreso fue el lugar elegido para echar a andar este proyecto gubernamental que da cabida a la justicia indígena dentro del marco oficial estatal. La reforma a la Constitución Federal en materia indígena de 2001 había generado la obligación de reformar y adaptar la legislación local al nuevo discurso multiculturalista del Estado. No obstante, la primera acción tomada en el estado de Puebla no fue en el ámbito legislativo, sino en el judicial, creando, mediante un decreto del Pleno del Tribunal Superior de Justicia del estado (TSJ), los Juzgados Indígenas.[2] Se trataría de un nuevo tipo de juzgados que sería inserto en un aparato judicial, dentro del cual no tendría referente normativo alguno: ¿cuáles serían sus competencias?, ¿qué tipo de procedimientos conocerían?, ¿bajo qué criterios se elegirían a los jueces que encabezarían estos juzgados?
Como en ese momento no había una legislación que proporcionara certeza sobre estas cuestiones, el decreto de creación de los Juzgados Indígenas los equiparó con la figura mestiza de los Juzgados Menores de lo Civil y de Defensa Social. En lugar de que implicaran la apertura de un espacio en el orden jurídico nacional para la práctica de la justicia indígena previamente existente, ésta se la había apropiado discursivamente un orden nacional mestizo, y había sido vaciada del contenido propio. Lo que permitiría caracterizar de indígenas a estos nuevos juzgados, desde el punto de vista del Estado, sería el componente poblacional al cual atenderían, mas no las lógicas culturales que informarían los procesos o las normas que en ellos se aplicarían; mucho menos, la pertenencia étnica de las autoridades que resolverían los casos que a este tipo de juzgado llevaran las personas indígenas. Será en un segundo momento cuando se realice un esfuerzo para incorporar algunas de las lógicas culturales indígenas en el manejo e infraestructura del Juzgado Indígena de Cuetzalan. Esto, como discutiremos más adelante, se explica por los impulsos de tres organizaciones locales, formadas por mujeres y hombres, indígenas y mestizos, quienes han llegado a encabezar este Juzgado Indígena y a trasladar lógicas comunitarias a ese nuevo espacio, aun cuando el mismo seguía bajo el control de las autoridades municipales y estatales (Terven, 2005, 2009; Chávez, 2008).
Los Juzgados Indígenas poblanos[3] fueron creados como instituciones mestizas con las que el gobierno estatal se jactó, contradictoriamente, de haber garantizado el derecho a la autonomía de los pueblos y las comunidades indígenas para “aplicar sus propios sistemas normativos en la regulación y solución de sus conflictos internos”, reconocido en la fracción II, apartado A del Artículo 2º de la Constitución Federal (2001) (UNAM-IIJ, 2012). Sin embargo, lejos de significar un reconocimiento a la jurisdicción indígena, estos juzgados, en realidad, se habían diseñado institucionalmente para garantizar el derecho de acceso de los indígenas a la jurisdicción del Estado, al que se refiere la fracción VIII del mismo Artículo 2º constitucional. El que el Estado haya optado por reconocer lo segundo y no lo primero, habla de una tecnología de poder basada en la simulación: el Estado dijo reconocer la justicia indígena, cuando en realidad lo que hizo fue crear otra puerta de acceso a sus instituciones. Asimismo, no es que se haya procurado dar carácter oficial a las autoridades indígenas ya existentes, sino que, más bien, se colocó, por encima de ellas a las instituciones inventadas por el Estado en tiempos de multiculturalismo oficial.
Lo anterior se desprende del Acuerdo del Pleno del TSJ, por el cual se decretó la creación de esos juzgados “que conocen de asuntos en los que se ven afectados intereses de personas que pertenecen a grupos indígenas en nuestro Estado”.[4] Según el discurso oficial del Pleno, la creación de los juzgados (que después tomarían el nombre de Juzgados Indígenas) respondió a la necesidad de que los grupos indígenas tuvieran órganos jurisdiccionales de fácil acceso, a través de los cuales fuera posible obtener la justicia que garantiza la Constitución federal como derecho de todo individuo, en su Artículo 17. Por lo tanto, la reforma del aparato judicial poblano, con la creación de los Juzgados Indígenas, no acarreaba derechos jurisdiccionales basados en una pertenencia étnica, sino que reiteraba el derecho de los indígenas, como el de cualquier otro ciudadano, de tener acceso al sistema de justicia del Estado (Chávez, 2008).
A través del diseño institucional, la jurisdicción indígena, sus normas y sus autoridades tradicionales dejarían de ser exclusivamente propias de los pueblos y de las comunidades, y serían parte integral del Estado mexicano. El derecho a una jurisdicción propia y autónoma había sido convertido, paradójicamente, en un asunto a cargo de los miembros mestizos de las élites gubernamentales. Los Juzgados Indígenas dependerían del TSJ, el cual expediría el nombramiento de sus titulares y vigilaría sus labores. No obstante los esfuerzos de apropiarse discursivamente de la justicia indígena, su regulación estaría plagada de lagunas legales, lo que abriría oportunidades a las organizaciones locales, que, en el caso del Juzgado Indígena de Cuetzalan, encontrarían en ese nuevo espacio de justicia, abierto en los márgenes del Estado, la ocasión de concretar sus demandas y avanzar hacia su proyecto de justicia. Lo lograrían aprovechando la coyuntura dada por la apertura del primero de esos juzgados en la cabecera municipal de Cuetzalan, dirigido por un juez de origen mestizo pero con el título de “juez indígena”. Esta contradicción hizo posible que tres organizaciones locales (la Comisión de Derechos Humanos Takachiualis, la Sociedad de Solidaridad Social Maseualsiuamej Mosenyolchicauanij[5] y el Centro de Asesoría y Desarrollo entre Mujeres, CADEM) entraran en negociaciones con el presidente municipal, con la finalidad de dar al Juzgado Indígena un auténtico carácter indígena, que fue definido desde el interior de esas organizaciones. Empero, las lagunas legales que crearon esa oportunidad para ciertas organizaciones locales, también acarrearían una limitante: igualmente generarían la ocasión de que el Ayuntamiento municipal, así como el Centro Estatal de Mediación, e incluso la Comisión de Derechos Humanos del Estado de Puebla encontraran formas de incidir en el control de la configuración y el desarrollo del nuevo proyecto de justicia.
La apropiación discursiva de la justicia indígena, disfrazada de reconocimiento, revela sus peligros al contrastarse con el silencio de la reforma legal en cuanto al carácter indígena de los jueces de paz comunitarios; ellos son autoridades indígenas que han estado tradicionalmente encargadas de impartir la justicia indígena en las comunidades. Tal silencio legal ha significado que el Estado ha excluido a los jueces de paz comunitarios de su propio ámbito jurisdiccional —el indígena—, orillándolos a desempeñar sus funciones como si se tratasen de autoridades mestizas: apegándose a la jurisdicción ordinaria, conociendo asuntos de menor cuantía en materia civil y penal, y resolviéndolos dentro de los marcos de la normatividad estatal. Lo anterior significa que los jueces de paz comunitarios están obligados a conocer el derecho positivo, aun cuando el mismo es, en muchos sentidos, ajeno a su realidad cotidiana, e incluso cuando el Estado no se ha ocupado de proporcionarles la instrucción necesaria para estar en posibilidad de utilizarlo sin ponerse a sí mismos en riesgo de incurrir en el delito de abuso de autoridad. Tales omisiones por parte del Estado también son parte de esa forma de gobierno dirigida a las poblaciones indígenas que, como argumentamos en este capítulo, está caracterizada por la simulación, la ambigüedad y la ambivalencia. Los jueces de paz rurales son una de aquellas instituciones que han estado presentes por largo tiempo en las normas locales; pero, en la práctica, las autoridades poblanas han soslayado su existencia, al grado de omitir dotar a los jueces de paz de los elementos más indispensables para realizar su trabajo: papelería, equipo, un local dónde atender; ni siquiera reciben remuneración para realizar las labores que el Estado exige de ellos en forma gravosa.
Por varias generaciones, los jueces de paz comunitarios se han encargado de activar la justicia indígena en sus localidades, recurriendo a procesos de diálogo y conciliación en lengua náhuat[6] y a través de articulaciones ambiguas con el orden jurídico del Estado y con discursos globales sobre los derechos humanos, los derechos de las mujeres y los derechos indígenas (Sierra, 1995, 2004; Chenaut, 2004; Vallejo, 2000). Al fungir como una de las principales autoridades del sistema comunitario de cargos, y, a la vez, encarnar el cargo oficial-estatal de jueces de paz, estas autoridades de identidad híbrida han quedado al margen del proceso de las reformas locales en materia indígena. La denominación “Justicia de Paz” ha servido al Estado para encubrir la identidad indígena de esos funcionarios ubicados en ámbitos rurales, eludiendo, así, su obligación de proporcionarles el reconocimiento y los recursos que les corresponden por tratarse de autoridades indígenas (Chávez, 2008). Si tomamos en cuenta que la exclusión de los jueces de paz ha sido el resultado de un proceso de reformas normativas, tendientes a garantizar el derecho a la jurisdicción indígena, esta exclusión se manifiesta contradictoria; especialmente, en un contexto donde los representantes del gobierno poblano se han dedicado a ensalzar el proceso de reformas locales (y su punto inicial, marcado por la apertura de los Juzgados Indígenas) como modelos ejemplares de inclusión multicultural y, por lo tanto, del carácter moderno del estado de Puebla. En el plano discursivo, la exclusión de los jueces de paz es muestra de que el interés de las autoridades gubernamentales no ha sido reconocer las instituciones, los procedimientos y las autoridades de justicia indígena previamente existentes, sino producir lo que Hale (2004) denomina “indios permitidos” y, en el caso concreto, jurisdicciones indígenas que carezcan de autonomía y que resulten inocuas frente a los valores, nociones de justicia y relaciones de poder protegidas por las leyes del Estado.
El proceso de reformas locales ha comprendido la expedición de una nueva Ley Orgánica del Poder Judicial del Estado de Puebla (LOPJP) (PJEP, 2003), que entró en vigor a partir de 2003; una reforma a la Constitución local, en vigor a partir de 2004,[7] y la expedición de un nuevo Código de Procedimientos Civiles (CPC),[8] vigente desde 2005. La nueva LOPJP mencionaría por vez primera la existencia de los “Juzgados Indígenas” como órganos del Poder Judicial poblano, omitiendo fijar su ámbito de competencias y generando una gran incertidumbre que sería aprovechada por los actores con diferentes intereses en estos espacios. A través de la reforma a la Constitución de Puebla de 2004, se reconoció la existencia de siete pueblos indígenas en ese estado, así como el derecho a la autoadscripción, y la referencia a “derechos sociales” —no colectivos— propios de los pueblos y comunidades indígenas. Igualmente, los legisladores poblanos reconocieron el derecho a la jurisdicción indígena en los mismos términos de la Constitución federal (después de la reforma en materia indígena de 2001), dejando sin resolver ciertas cuestiones, cuya regulación, según la Constitución federal, había sido designada a las legislaturas locales. Ejemplo de ello es que en la reforma a la Constitución poblana no se desarrolló legislativamente cuál sería la naturaleza jurídica de los pueblos y de las comunidades indígenas, lo que ha impedido la plena realización de los derechos reconocidos, entre otras cosas, debido a que no ha quedado claro si los sujetos de esos derechos constituyen o no entidades con un ámbito territorial.
El nuevo CPC es el ordenamiento poblano que ha incluido un mayor número de disposiciones locales en materia de justicia indígena. En él se definió en qué consistiría el “procedimiento de validación” de las resoluciones de las autoridades indígenas, previsto en la Constitución federal. Asimismo, se reconocieron diversos “medios alternativos a la administración de justicia”, definiéndolos como “mecanismos informales a través de los cuales, puede resolverse un conflicto de intereses en forma extraprocesal, coadyuvando así, a la justicia ordinaria” (art. 832). Entre dichos medios “alternativos”, se reconocieron “las prácticas, usos, costumbres, tradiciones y valores culturales de los pueblos y las comunidades indígenas”, junto con la mediación, la conciliación y el arbitraje (art. 833). Como señala Poole (2004) para el caso de Perú, los nuevos proyectos de reforma siguen la tendencia de excluir a los pobres de la jurisdicción ordinaria, relegándolos a una red de instancias informales de resolución de conflictos, caracterizadas por sus imprecisos nexos con el aparato judicial del Estado y su orden jurídico. En el caso de la justicia indígena en Puebla, los imprecisos nexos que la vincularían con el aparato judicial local quedarían trazados de forma contradictoria e ilegible, al ser regulados en el CPC. Así, el nuevo código procesal civil incluyó, de forma inédita, un capítulo entero dedicado a los “procedimientos de justicia indígena”, en el cual, la justicia indígena se definió como:
Artículo 848.— La Justicia indígena es el medio alternativo de la jurisdicción ordinaria a través del cual el Estado garantiza a los integrantes de los pueblos y comunidades indígenas el acceso a la jurisdicción, basado en el reconocimiento de los sistemas que para ese fin se han practicado dentro de cada etnia, conforme a usos, costumbres, tradiciones y valores culturales, observados y aceptados ancestralmente.
Este artículo puede interpretarse como una norma con la que se “estatalizó” la justicia indígena, ya que, como en él se menciona, el Estado se sirve de aquella para garantizar el acceso de los indígenas “a la jurisdicción”, aunque no se precisa de qué jurisdicción se trata: si de la jurisdicción mestiza-estatal o de la jurisdicción indígena. Como hemos venido señalando, se trata de dos cosas distintas; sin embargo, los legisladores locales asumieron la existencia de una monojurisdicción estatal, como ha sido la tendencia oficial en el nivel nacional. La indefinición con respecto a cuál jurisdicción se refiere el texto, da sustento a dicha interpretación, la que, a su vez, se fortalece por lo dispuesto en el artículo subsiguiente del CPC:
Artículo 849.— El Estado reconoce que la administración de justicia en los pueblos y comunidades indígenas ha sido a cargo de los órganos que, para ese efecto, existen ancestralmente dentro de cada etnia, sin perjuicio de la creación de juzgados especializados en la materia.
Si partimos del texto anterior, no ha quedado claro si los Juzgados Indígenas, como juzgados especializados en la materia, son las instancias actualmente reconocidas como exclusivas para la práctica de la justicia indígena; o, por el contrario, si los Juzgados Indígenas coexisten con “los órganos que para ese efecto existen ancestralmente dentro de cada etnia” que, en el caso de Cuetzalan, se podría argumentar que son los jueces de paz. La distinción es relevante para saber si los jueces de paz están o no oficialmente facultados para llevar a cabo los llamados “procedimientos de justicia indígena” y, en todo caso, para indagar y discutir qué beneficios y perjuicios les podría traer su oficialización y, de esta forma, poder orientar sus estrategias a futuro, en sus relaciones con las autoridades estatales.
En otro plano del análisis, interpretar que solamente los Juzgados Indígenas tienen la facultad para practicar la justicia indígena constituye un ejemplo paradigmático de las actuales tecnologías de poder desplegadas por el Estado mexicano hacia las jurisdicciones indígenas. Son tecnologías consistentes en crear nuevas instituciones indígenas en vez de reconocer a las previamente existentes; en generar diferentes calidades de autoridades indígenas (unas con carácter oficial y otras no reconocidas, pero cuya autoridad es de facto), que lejos de crear especialización de funciones, tienden a provocar fragmentaciones entre tales autoridades, lo que, a su vez, hace posible ponerlas en una mejor posición para gobernarlas. Esas tecnologías también tienden a romper el tejido comunitario, pues descontinúan el derecho de sus miembros a nombrar sus propias autoridades, a vigilarlas y a pedirles que rindan cuentas, transfiriendo los roles de las comunidades a las cabeceras municipales, donde las autoridades judiciales sustituyen a los vecinos de las comunidades en la realización de esas actividades. Independientemente de que tales efectos fueran o no producto deliberado de las élites gobernantes, lo cierto es que son consecuencia directa del carácter ilegible de las leyes del Estado (Das y Poole, 2004) y de las divergentes interpretaciones y aplicaciones a las que ha dado pie, tanto entre los funcionarios del Estado como entre las poblaciones indígenas a las que se han dirigido.
La posibilidad de que los jueces de paz puedan compartir con los Juzgados Indígenas la facultad de administrar la justicia indígena es una interpretación que no ha sido comúnmente aceptada por los juristas. Que se considere a los jueces indígenas como los exclusivamente facultados para hacerlo, también nos da indicios de cómo las políticas del multiculturalismo neoliberal (Hale, 2002) tienden a crear nuevos sujetos, distinguidos con ciertos “privilegios” (reconocimiento oficial y recursos del Estado, por ejemplo);[9] en ellos se han cultivado nuevas subjetividades indígenas construidas en torno a los requerimientos, lógicas y ritmos del Estado, dando lugar a una nueva definición de lo que significa actualmente ser autoridad indígena ante los ojos del Estado.
El campo judicial en el municipio de Cuetzalan y la instrumentación de la justicia indígena oficial
En previas investigaciones hemos calculado que en Puebla existen más de dos mil jueces de paz; sólo en el municipio de Cuetzalan existen 51 de ellos, ubicados fuera de la cabecera municipal, en las juntas auxiliares; en 2008, sólo cuatro mujeres encabezaban este cargo como titulares; y siete, como suplentes (Chávez, 2008). Se trata de las instituciones que conforman el peldaño de menor jerarquía del aparato judicial poblano y que, por lo mismo, constituyen el primer nivel público de atención a los casos de los vecinos de las comunidades nahuas donde están localizados.[10] De los 51 jueces de paz de Cuetzalan, sólo ocho trabajan directamente en la cabecera de cada una de las ocho juntas auxiliares en que se subdivide el municipio. Popularmente se les conoce como “jueces de paz auxiliares”. Ellos fungen, en la práctica, como los superiores jerárquicos del resto de los jueces de paz ubicados en las comunidades. Laboran dos días en los palacios auxiliares, y el resto de la semana generalmente trabajan en el campo como agricultores; algunos otros son albañiles, pequeños comerciantes, gestores de proyectos en sus comunidades de origen, o músicos. Fuera de las horas de trabajo en el palacio auxiliar, los vecinos suelen acudir a las casas de estos jueces de paz, o los buscan donde quiera que estén laborando para pedir su intervención en algún conflicto.
La elección de los ocho jueces de paz auxiliares se hace a través de una terna preparada por el presidente auxiliar y su cabildo, ratificada por el presidente municipal y enviada al TSJ. En cambio, los jueces de paz de las comunidades se eligen generalmente por la vía del plebiscito. Los nombramientos de los jueces de paz provienen del TSJ y, en Cuetzalan, se los entregan en el palacio municipal, junto con un sello en el que figura el escudo nacional y, debajo de éste, el título “Juez de Paz”. El sello desempeña un papel preponderante para marcar la legitimidad de sus actos y para hacer visible su pertenencia al Estado mexicano; ambas cuestiones resultan sumamente necesarias para que esos jueces puedan hacer cumplir sus resoluciones, tomando en cuenta que muchos de ellos carecen de juzgados, del apoyo de la policía municipal o de otros símbolos de coerción, así como de toda la parafernalia que caracteriza y legitima a una autoridad judicial.
En el palacio auxiliar, los jueces de paz auxiliares comparten su labor de administración de justicia con el presidente auxiliar y con los agentes subalternos del Ministerio Público (existe uno en cada cabecera auxiliar, con excepción de San Andrés Tzicuilan). A diferencia de las claras distribuciones de competencias entre las diversas autoridades que están trazadas en las leyes orgánicas, en la práctica, la justicia se lleva a cabo de forma sumamente versátil en cada Junta Auxiliar, tanto en las formas como en los contenidos; de tal manera que es posible afirmar que cada juez tiene un estilo judicial distinto (Chávez, 2008). Ejemplo de ello es cómo don Ismael Vásquez, entonces juez de paz auxiliar de San Miguel Tzinacapan, explica los casos que a él le corresponde conocer, a diferencia de los que son competencia del agente subalterno con el que él colabora:
Problemas cuando hay conflictos personales, pero [que] todavía no entran en amenazas, este, no entran en más graves problemas: lo que no llegue todavía a lo más extremo, a lo más fuerte, por decir. Bueno, si pasa a amenazas, pero no es mucho muy avanzado, esto todavía puede uno pasarlo ahí como juez de paz y solamente que ya esté algo más rebasado, ya entonces ahí tiene que siempre estar interviniendo el agente. Sí, porque ésos son adonde lo marca la ley, y que son ya casos fuertes. Artículo 290 lo marca.
[…]
Todavía aquí hacemos los usos y costumbres, de acuerdo como también el quejante se preste. Si él no considera o no presta atención o no habla en forma imparcial, “pus”, ahí siempre tiene uno que ir explicando y diciendo qué partes, qué delitos, qué artículos es la que le marca o está marcando donde él ya está hablando. Pero, primero, hablar de forma pacífica. […] Como juez de paz, hasta el nombramiento lo expresa: juez de paz es pacificar a la gente. (Entrevista a don Ismael Vásquez, juez de paz auxiliar de San Miguel Tzinacapan, y a don Raymundo Méndez, agente subalterno del Ministerio Público de Tzinacapan, 19 de abril de 2007 [Chávez, 2008]).
El testimonio de don Ismael es muestra de cómo la interlegalidad también es característica de los espacios de justicia comunitarios, a pesar de que no sea tan evidente y marcada como lo es en otros ámbitos del campo judicial, por ejemplo, en el Juzgado Indígena (Sierra, 1995, 2004; Vallejo, 2000; Chávez, 2008). Por lo mismo, resulta pertinente afirmar la existencia de diferentes tipos de interlegalidad, que son producto de circunstancias históricas y geográficas del espacio de justicia del que se trate: del influjo que han tenido en él los discursos del derecho positivo, de los derechos humanos, de las mujeres y de los indígenas, y de las posibilidades de que el Estado ejerza un control efectivo para hacer cumplir el derecho positivo en un determinado espacio. Dependiendo de la configuración que surja de la síntesis práctica que haga el juez con las legalidades en traslape, existirá una mayor predominancia de uno u otro derecho y, como resultado, un tipo diferente de interlegalidad. La interlegalidad, así concebida, constituye un abanico de posibilidades de combinación entre las distintas fuentes de referencias normativas, y no sólo una polaridad entre el derecho positivo y el indígena (Chávez, 2008).
Como lo refieren las palabras de don Ismael Vásquez, el Artículo 290 del Código de Defensa Social del Estado de Puebla tipifica el delito de amenazas. Aunque el artículo per se no delimita los ámbitos de competencia entre jueces de paz y agentes subalternos. Lo interesante es que en un caso donde había surgido controversia con respecto a quién de los dos debía conocer un asunto de amenazas, la salida había sido consultar el Código que pertenecía al agente.[11] El Código no hace distinción entre amenazas fuertes o leves, sin embargo, el juez de paz había acogido el texto legal y lo había adaptado a su propio habitus para repartir entre él y el agente la carga laboral.
Lo anterior habla de la gran capacidad adaptativa de la justicia indígena. En ésta, un mismo tipo de casos (los robos, por ejemplo) suelen atenderse de maneras distintas, no sólo dependen de un particular estilo judicial, sino según lo requieran las características del caso específico: las circunstancias que dieron origen al conflicto, las partes involucradas de las que se trate, su edad, su sexo, su estatus social, sus antecedentes, etcétera. Que sea posible esta diversidad, también es muestra de cómo la normatividad del Estado no logra permear del todo en el ámbito de la justicia comunal, ni condicionar rígidamente el quehacer de sus autoridades. Así, las comunidades constituyen lo que Moore (1973) denomina “campos legales semiautónomos”, en los que el orden jurídico hegemónico (el derecho positivo) deja sin cubrir diversos ámbitos en los que el orden jurídico subordinado (el derecho indígena) llega a operar con un cierto margen de autonomía, incluso al punto de llegar a invertir los roles de dominante y subordinado en diversas circunstancias.
En las comunidades, el derecho positivo no se ajusta a muchas de las realidades que intenta normar porque carece de utilidad y, muchas veces, de sentido para los vecinos. A pesar de eso, es común escuchar reiteradas referencias a nociones del derecho positivo dentro y fuera de los Juzgados de Paz. Mujeres y hombres se reapropian de tales nociones a partir de la realidad específica de las comunidades en las que viven, y las reformulan según sus necesidades (Das y Poole, 2004). Esto sucede en conjunción con otros referentes normativos del derecho comunitario y de ciertos discursos sobre los derechos humanos, dando lugar al fenómeno de la interlegalidad (Santos, 1995; Sierra, 1995), que caracteriza el lenguaje legal de esos espacios. Como se puede apreciar en el testimonio del juez de paz, esgrimir nociones de derecho positivo en esos juzgados es una forma de hacer valer la pertenencia al Estado mexicano y de volver visibles los nexos de ciudadanía en los espacios marginales; también es una forma de investirse de cierta legitimidad oficial, no importando si el sentido de tales conceptos sea distinto al atribuido por los abogados mestizos.[12]
Las dinámicas interlegales son de gran relevancia en el campo judicial de Cuetzalan. El que se pueda transitar de un lenguaje normativo a otro, a la hora de disputar, ha facilitado que los habitantes de las comunidades decidan llevar sus conflictos a la arena pública y que tengan opción de hacerlo en alguno de los muchos espacios donde se practica la justicia indígena en Cuetzalan. Este conjunto de espacios, al cual nos referimos como “jurisdicción indígena”, está conformado no sólo por los jueces de paz (con un carácter semioficial) y por el Juzgado Indígena (con un carácter oficial), sino también por espacios no oficiales, como la CAMI. Como explicaremos más adelante, la CAMI es producto del impulso organizativo de un grupo de mujeres nahuas, pertenecientes a cuatro diferentes organizaciones. Ellas han creado este dinámico espacio que brinda atención a las mujeres indígenas víctimas de violencia o de cualquier violación a sus derechos. Para ello, han instrumentado el apoyo de carácter integral y gratuito, en el que el área de defensa legal constituye sólo una de sus tres fases de atención, junto a las áreas de apoyo emocional y de salud.
En la CAMI, así como en todos los espacios de justicia que existen en Cuetzalan, los conflictos se resuelven a través de la práctica de mediaciones, que adquieren diferentes modalidades, según la persona que las dirija. Los acuerdos concertados entre las partes, con la intervención del mediador, quedan escritos en español y firmados, a modo de compromisos, en documentos denominados “actas de acuerdo”. Significa que, incluso en el Juzgado Menor de lo Civil y de lo Penal y en la entonces Agencia Subalterna del Ministerio Público (instituciones oficiales-mestizas en la ciudad de Cuetzalan), no se siguen los procedimientos de justicia ordinaria establecidos en los códigos procesales, ni tampoco se dictan sentencias. En lugar del juicio ordinario, el juez menor practica mediaciones en las que presiona a las partes para dirimir sus diferencias, haciendo uso de ciertas amenazas, como la de remitir su asunto a la cabecera del distrito judicial en el municipio vecino de Zacapoaxtla, donde los procedimientos no son interlegales, sino delineados por el derecho positivo y, por lo tanto, más rígidos, además de ser más tardados y onerosos (Sierra, 2004; Morales, 2005; Chávez, 2008).
Algo similar ocurre en otros espacios semioficiales de justicia en la cabecera municipal de Cuetzalan. Nos referimos a los espacios de mediación, a cargo de los mestizos, que han surgido en el seno de las instituciones oficiales, como el Sistema Estatal del Desarrollo Integral de la Familia (SEDIF), la Delegación de la Comisión de Derechos Humanos del Estado de Puebla y la Delegación de la Procuraduría del Ciudadano. Curiosamente, las últimas dos tienen sede en la misma edificación donde se encuentra el Juzgado Indígena, lo cual es un ejemplo del gran abanico de sitios por los que los vecinos pueden optar para resolver sus conflictos: sectores oficiales, semioficiales o extraoficiales, de carácter predominantemente indígena o mestizo, encabezados por mujeres o por hombres, en el territorio de la cabecera municipal o en el de las juntas auxiliares. Empero, su ubicación en la misma edificación es también un símbolo de cómo el Estado ha buscado hacerse presente en un área destinada a la justicia indígena oficial. Es ante este contexto que surge la pregunta: si todos los espacios de justicia de Cuetzalan practican mediaciones, aunque con diferentes modalidades, ¿para qué fue creada la institución del Juzgado Indígena? ¿Cuál fue el objetivo de abrir un nuevo juzgado que se traslapara a las funciones de los juzgados previamente existentes?
Conscientes de la situación, los miembros de las organizaciones civiles que negociaron tener el control sobre el Juzgado Indígena de Cuetzalan, han tratado de dar sentido a la existencia de ese organismo, ideando un proyecto muy distinto del que fue inicialmente planeado por el Estado al crear ese juzgado. Para ello, en el seno del Juzgado Indígena, los miembros de tales organizaciones constituyeron un Consejo formado por mujeres y hombres, mayoritariamente indígenas, que vigila el desempeño de los jueces y los asesora en los casos difíciles, definiendo, en sus reuniones mensuales, los criterios que se deben seguir en casos futuros que resulten similares a los previamente discutidos. Si bien el Juzgado Indígena ha trasladado a su seno la forma de hacer justicia propia de los jueces de paz comunitarios, a través de la acción del Consejo se ha intentado actualizar la costumbre indígena a lo que ellos perciben que son las nuevas necesidades, valores y sensibilidades de la población nahua, con especial énfasis en la promoción de la equidad de género. La actualización de la costumbre también ha sido efecto del imperativo que recae sobre el juez indígena —como autoridad “indígena-oficial”— de ajustar sus prácticas a la normatividad estatal. El juez indígena, trabajando con paciencia y cuidado, ha aprendido la manera de evitar las llamadas de atención por parte de otras autoridades mestizas, producto de su constante vigilancia e intromisión en los asuntos que se atienden en el juzgado. A través de esta marcada forma de interlegalidad (y de la negociación entre referentes y significados que ella requiere), los consejeros han buscado que el Juzgado Indígena proporcione una mejor resolución a los asuntos de la población indígena.
En sus reuniones mensuales, los consejeros discuten, asimismo, el futuro de su proyecto de justicia, especialmente ante los constantes cortes de presupuesto por parte de la Presidencia Municipal y del TSJ; saben que la existencia del Juzgado depende, en gran medida, de la voluntad política del presidente del TSJ. Por esa razón, algunos consejeros han visto la necesidad de ampliar los alcances de su proyecto y de hacer que la población nahua identifique el Juzgado Indígena como su juzgado y lo defienda ante cualquier eventualidad. El primer paso para lograr ese objetivo ha sido buscar la creación de puentes con los jueces de paz, a fin de solidificar su presencia en las comunidades. Están conscientes de que el Juzgado Indígena está todavía en proceso de legitimarse ante la población indígena, especialmente ante los jueces de paz, que no fueron reconocidos como autoridades indígenas en las reformas. Hay personas del Consejo que piensan que sólo mediante la vinculación y una mayor comunicación con los jueces de paz, la justicia indígena podrá fortalecerse y dejar de ser utilizada a conveniencia de los actores más poderosos: aquellos que cuentan con recursos o los que se benefician con las ideologías de género predominantes. Instituyendo nuevos canales de comunicación y división de trabajo entre el Juzgado Indígena y los jueces de paz, sería posible crear una jurisdicción indígena autónoma, capaz de aprovechar el reconocimiento estatal otorgado al primero, y de superar las inconsistencias de tal reconocimiento, al pactar un trabajo colectivo con los segundos, rezagados por las reformas. Las resoluciones de ambos tipos de jueces (los jueces indígenas y los jueces de paz) serían observadas y respetadas entre ellos mismos, además de que sería más fácil recabar y compartir información de las partes para llegar a acuerdos más justos y duraderos; a su vez, la implementación de los acuerdos se llevaría a cabo por ambos tipos de jueces, igualmente existiría la posibilidad de difundir entre los jueces de paz la perspectiva de género en la impartición de justicia.
A diferencia de los jueces de paz, los miembros del Juzgado Indígena están más familiarizados con los discursos sobre los derechos de las mujeres, precisamente porque dos de las organizaciones que lo conforman se enfocan en estos temas. Por eso, desde un inicio existe la intención de trabajar cercanamente con la CAMI, especialmente tomando en cuenta que dos de las consejeras del Juzgado también forman parte de esa organización. De hecho, a diferencia del resto de los juzgados existentes en Cuetzalan, el proyecto de las tres organizaciones del Juzgado Indígena se ha caracterizado, desde sus orígenes, por tener una perspectiva de género. Para las consejeras, avanzar en su agenda de equidad para las mujeres en la esfera judicial ha sido una de sus prioridades. Sin embargo, ellas participan muy raras veces en las mediaciones dirigidas por los dos jueces que encabezan este espacio, dado que ellas no laboran ahí de planta. Por lo tanto, su posibilidad de incidir directamente en la forma de resolución de los conflictos es muy limitada, y queda en manos de los jueces poner en práctica las nociones aprendidas en los diversos talleres sobre género en los que han participado. El resultado no siempre proporciona la igual y justa representación de la voz de las mujeres durante las mediaciones; generalmente sus versiones de los hechos continúan subordinadas a las que articulan los hombres. El cambio ocurre cuando las mujeres del Consejo se enteran de alguna solución polémica e injusta para las mujeres. Intervienen en esos casos, enuncian su parecer y hacen valer su punto de vista frente a sus compañeros hombres.
El hecho de que en la cabecera municipal haya instituciones de justicia encabezadas por mujeres (de carácter oficial, como la entonces Agencia Subalterna del Ministerio Público de Cuetzalan; de carácter no oficial, como la CAMI y el área jurídica del Albergue para Mujeres Griselda Tirado; o de carácter semioficial, como el área jurídica del DIF) ha dado la posibilidad de que las mujeres opten con mayor frecuencia por acudir a esos organismos de justicia —aunque se encuentren a mayor distancia que los Juzgados de Paz de su localidad—, con el fin de que su voz sea escuchada por otras mujeres que fungen como mediadoras. De este modo se ha logrado incidir en la forma en que se reconstruyen los hechos y se define la verdad durante las mediaciones, dado que las usuarias se sienten en mayor confianza de contar sus problemas a otras mujeres, aludiendo mayormente a los detalles que tienen que ver con sus cuerpos, con sus sensibilidades y con sus emociones. Esta situación ha sido especialmente relevante en el caso de la CAMI, en la que las mujeres indígenas proporcionan atención, asesoría y representación legal a otras mujeres indígenas, víctimas de violencia. Haciendo uso de la lengua náhuat, en un ambiente cordial y seguro, las mujeres pueden compartir sus experiencias y adquirir conciencia sobre la necesidad de rechazar dinámicas de violencia y de buscar, alternativamente, una conciliación en su seno, o bien, que las conductas delictivas sean reprimidas por las autoridades, pero con el acompañamiento de la CAMI. Al empoderar a las mujeres para poner fin a las situaciones de violencia intrafamiliar en las que muchas de ellas viven, la CAMI aspira a fomentar, pareja por pareja, la cultura sobre la equidad de género. Aunque su objetivo sigue lejos de alcanzarse debido al fuerte arraigo de las ideologías de género, no debemos soslayar la importancia de que en la actualidad las mujeres indígenas pueden contar con asesoría de la CAMI ante cualquier organismo de justicia en Cuetzalan y, consecuentemente, con mejores oportunidades de llegar a soluciones en su favor y de contar con actas de acuerdo que las respalden.
En las juntas auxiliares son pocos los Juzgados de Paz encabezados por mujeres. Ante la inequidad que suelen sufrir las mujeres en estos sitios, la CAMI ha implementado un programa de acompañamientos; la idea consiste en que las mujeres que piensan acudir ante el juez de paz de su comunidad, puedan hacerlo acompañadas y asesoradas por alguna de las promotoras de la CAMI avecindadas en la misma comunidad. Las promotoras dan a conocer al juez de paz los servicios de la CAMI, sugiriéndole que permita su intervención en los casos de violencia intrafamiliar. Ante esas situaciones, los jueces expresan su lealtad al Estado y no hacia las organizaciones que aparecen y desaparecen constantemente en el municipio. Los jueces no reconocen ninguna legitimidad en las promotoras y generalmente solicitan que sean sólo los involucrados los que estén presentes durante las mediaciones.
Es posible encontrar jueces de paz que cumplen sus funciones impartiendo justicia por sí mismos. En el extremo opuesto existen otros jueces que prefieren remitir a sus superiores jerárquicos, en la cabecera municipal, casi todos los casos que les llegan, debido, en gran medida, al control que ejercen sobre ellos los defensores de los derechos humanos (oficiales y no oficiales, casi siempre hombres, mestizos, de clase media y con profesión de abogados) que operan en la región y que ejercen una estricta vigilancia sobre los jueces de paz, esperando que sigan la ley al pie de la letra. Sin embargo, las leyes en las que el cargo de juez de paz está regulado, no son, paradójicamente, de su dominio. Esto los coloca en una situación de subordinación frente a los actores que sí tienen un conocimiento del sistema normativo dominante (aunque sus interpretaciones sean divergentes de la norma), con lo que esos actores se invisten de hegemonía. El derecho se convierte, así, en un ámbito de conocimiento que permite reforzar la dominación racial sobre las personas indígenas.
Esos abogados mestizos, como el resto de los actores en el campo judicial, hacen un uso estratégico de los diferentes referentes normativos a su disposición, con el fin de conseguir sus objetivos específicos. La ilegibilidad de la ley les permite usarla para su mejor conveniencia, atribuyendo diferentes significados a las normas. La forma en que logran inmiscuirse en los asuntos resueltos por los jueces de paz es prueba de ello. Usualmente, cuando un asunto de las comunidades llega a manos de abogados mestizos (sean los defensores de la Comisión Estatal de Derechos Humanos, el juez menor o la Agencia Subalterna del Ministerio Público en la cabecera municipal), se debe a que hubo una mediación previa en el ámbito comunitario, realizada por un juez de paz, en la que una de las partes no quedó del todo satisfecha con el acuerdo ante él firmado. Al llegar el caso al juez menor, por ejemplo, no dará valor alguno al acta de acuerdo previamente expedida por un juez de paz. Diferentes nociones de justicia se ponen en juego durante las interacciones entre abogados mestizos y los jueces de paz, en las que también se despliega el privilegio racial de los primeros, y las estrategias de resistencia no confrontativa de los segundos. Para evitar ese tipo de problemas, el juez de paz de San Miguel Tzinacapan pide a las partes que acuden a él no usar a conveniencia esa instancia de justicia porque causaría el detrimento del amplio margen de autonomía bajo el cual opera. De esta forma, antes de iniciar una mediación, el juez de paz, don Ismael Vásquez, les dijo una vez a las partes:
Primero yo les quiero pedir, porque me faltó decirles, ¿traen esa voluntad para poder platicar y ponerse de acuerdo? ¿Están conscientes de que se van a poner de acuerdo aquí conmigo para que después veamos cómo procedemos? ¿Todos traen esa conciencia tranquila? Yo aclaro este asunto, mira, yo aclaro este asunto ante el agente, que quede bien claro. Si aquí, este, vienen a su… de buena voluntad, ¿estarían conformes con cumplir el acuerdo al que lleguen ustedes? Ya no tarde o temprano vayan a proceder con otros o vayan a decir: “Pues aquí me atacó el señor juez y la autoridad de San Miguel”, y luego digan que “nos quitaron nuestros derechos humanos”. Pues no. Si quieren actuar así, mejor primero les vamos a dar un oficio y no después digan: “Pues es que nos obligaron”, porque esto ya nos sucedió, y yo no quiero caer en ese punto. Por eso bien saben que yo siempre les pregunto. Nunca digo que aquí se va a hacer lo que nosotros digamos. Por eso yo bien claro les anticipo si ustedes están dispuestos a lo que lleguen en el acuerdo, si es que llegan, y si no llegan, no hay problema. Aquí se puede proceder de otra forma. Tampoco los vamos a obligar para que aquí se termine el caso. Nada más, este, yo, antes de que iniciemos este diálogo, yo les pregunto, si así lo requieren. (Transcripción de un fragmento de una mediación llevada a cabo en San Miguel Tzinacapan, el 12 de abril de 2007. La traducción del náhuat al español estuvo a cargo del profesor Hermelindo Salazar [Chávez, 2008]).
Como ilustra don Ismael, una forma de evitar la confrontación con los abogados mestizos es no resolver los asuntos y turnarlos directamente a las autoridades mestizas, como acostumbraba hacerlo, invariablemente, el entonces juez de paz de la Junta Auxiliar de Xiloxochico. Otra forma es a través de mediaciones en las que todas las partes queden satisfechas, con el fin de que ninguna de ellas acuda a otra instancia de justicia para obtener una nueva solución a su conflicto y evitar una situación de incertidumbre jurídica. Don Ismael practicaba este último estilo judicial, que requería pasar largas horas dialogando con las partes, dándoles consejos y ofreciéndoles diferentes alternativas para superar sus diferencias. Aun cuando el juez recalcaba constantemente la necesidad de respetar los derechos de las mujeres, él mismo solía refrendar y reproducir los roles de género que asumen la sumisión y obediencia de la mujer con respecto a las órdenes del hombre. Por lo tanto, en muchas ocasiones, no lograba promover soluciones que pudieran ser favorables a las mujeres para salvaguardar sus derechos. De ahí la importancia que han tenido las ideas del Consejo del Juzgado Indígena, con el fin de trabajar conjuntamente con los jueces de paz y con la CAMI, de crear mejores alternativas de justicia para las mujeres.
El trabajo del juez de paz de Tzinacapan nos deja ver cómo, sin un reconocimiento oficial, es posible practicar la justicia indígena con más amplios márgenes de autonomía, en comparación con la gran vigilancia estatal a la que se encuentra sometido el Juzgado Indígena, por ser producto del reconocimiento y constituir un espacio abierto por el estado para fungir dentro de sus marcos. Fueron varios los casos atendidos por el Juzgado Indígena en los que pudimos observar cómo el ávido interés de sus jueces por hacer uso constante del lenguaje del derecho positivo llegaba a tener consecuencias problemáticas, en detrimento de los usuarios y del propio proyecto del Juzgado Indígena. De ello se desprende el sentimiento de una obligación a sus personas (por ser autoridades indígenas-oficiales) de hacer uso de ciertos conceptos legales como parte de esa nueva subjetividad creada en ellos por las políticas de multiculturalismo neoliberal. Si bien en los Juzgados de Paz también se hace uso de algunos conceptos legales (como ya hemos analizado), es posible pensar que los objetivos y los sentidos son distintos: tales conceptos legales se esgrimen más como símbolos de legitimidad y de coerción que como representación del cumplimiento de una expectativa del Estado.
La hegemonía del derecho positivo se desdibuja conforme los juzgados se encuentran más alejados del centro de poder municipal. Aun siendo los bastiones del Estado entre las comunidades, los jueces de paz poseen, en la práctica, un amplio ámbito de discrecionalidad para interpretar y aplicar los referentes del derecho positivo con los que trabajan. Precisamente, por estar localizados en las Juntas Auxiliares, por ejercer su posición a modo de un cargo de servicio comunitario, por no estar indoctrinados en el derecho positivo y por tener un gran sentido de responsabilidad hacia los vecinos de su comunidad, que muchas veces son quienes los eligen, los jueces de paz comunitarios se convierten en particulares receptores e intérpretes de ciertos referentes del derecho positivo y de los derechos humanos, originalmente ideados a partir de la perspectiva del individuo. Tales referentes llegan a ellos de forma difusa, mediante los cursos de capacitación que esporádicamente imparte el Estado o, en su suplencia, las organizaciones no gubernamentales (ONG) que operan en la región. Algunos jueces de paz han participado directamente en procesos organizativos, y ahí han aprendido la utilidad de los derechos humanos como herramientas frente a los abusos de las autoridades, así como la importancia de conocer y respetar los derechos de las mujeres (aun cuando siguen ocurriendo numerosos atropellos durante las mediaciones). Otros jueces llegaron a trabajar con sus antecesores, familiarizándose desde entonces con los discursos normativos. En sí, la experiencia propia ante las diversas instituciones de justicia o las vivencias de sus familiares y vecinos como usuarios de las instituciones han preparado a los jueces de paz para interpretar y aplicar los discursos normativos no indígenas con su propia lógica.
A pesar de que se pueda llegar a argumentar una mayor autonomía en el caso de los jueces de paz, es indispensable problematizar el hecho de que el Estado poblano no haya reconocido la justicia indígena vigente ni sus instituciones. No haber reconocido a los jueces de paz y sus procedimientos de justicia, y haber creado, en su lugar, Juzgados Indígenas, y regulado en el Código de Procedimientos Civiles los “procedimientos de justicia indígena”, puede interpretarse como una labor de autentificación, por parte del Estado, del derecho indígena. A través de una visión folclorizante de las prácticas de justicia indígena, los legisladores imaginaron y recrearon lo que debían ser, para poder tornarse visibles, legibles y, por lo tanto, gobernables y dignas de reconocimiento estatal. De esta forma, no todos los aspectos de la justicia indígena fueron reconocidos, sino sólo aquéllos que no representaron un peligro para los valores liberales de la Constitución y de los derechos humanos, así como aquellos aspectos que resultaran congruentes con el proyecto neoliberal del Estado, y sus aspiraciones de agilizar, especializar, descentralizar, transparentar y de hacer eficiente la administración de justicia.
Producto de una deficiente técnica jurídica, la justicia indígena no logró tornarse legible después de ser “traducida” a conceptos legales occidentales. La reforma se convirtió en un laberinto de significados en el que las autoridades indígenas y mestizas, los juristas, defensores de los derechos humanos, los antropólogos y otros investigadores sociales no logramos ponernos de acuerdo en una misma interpretación de la ley. La ley y sus conceptos de contornos resbalosos (Poole, 2004) hablan a cada actor en el campo judicial cuetzalteco de forma distinta.
Parte de los objetivos del multiculturalismo neoliberal (Hale, 2002), en el ámbito judicial, ha sido hacer de la justicia indígena un ámbito más gobernable, facilitando la intervención estatal en su funcionamiento por un lado; y, por el otro, liberar los sobrecargados juzgados ordinarios de aquellos asuntos de “menor cuantía” y de aquellos en los que intervengan personas indígenas. Tal como si la justicia indígena no existiera o estuviera extinta previamente a las políticas de multiculturalismo neoliberal, las autoridades poblanas asumieron la tarea de crearla, a través de la apertura de los Juzgados Indígenas. Y, de cierta forma, el Estado ha logrado desempeñar un rol generativo con respecto a la justicia indígena, al fijar nuevos significados de lo que en la actualidad se debe entender en los constructos jurídicos por “autoridades tradicionales” y “usos y costumbres”.
En la práctica, el hecho de que exista un Juzgado Indígena con reconocimiento y que actúe con financiamiento del Estado ha creado una situación de conflicto para los jueces de paz, quienes carecen de beneficios: la legitimidad de los jueces de paz se ha visto mermada ante una población con creciente conciencia legal, que empieza a utilizar el Juzgado Indígena (en la cabecera municipal) para obtener una nueva resolución sobre un caso previamente resuelto por algún juez de paz, cuando dicha resolución es contraria a los intereses de alguna de las partes. Esa parte, al no estar conforme, decide acudir al juez indígena, quien emite una nueva resolución sobre el mismo asunto, generalmente sin recabar información sobre los antecedentes del caso con el juez de paz correspondiente. El resultado es una compleja situación de incertidumbre jurídica que atenta directamente contra la autoridad de los jueces de paz y, potencialmente, contra la propia legitimidad del Juzgado Indígena, especialmente en aquellos casos en los que las partes deciden acudir ante las autoridades mestizas, haciendo evidentes las contradicciones y la falta de coordinación entre las autoridades indígenas. Esta situación proporciona más indicios sobre las tecnologías de poder que caracterizan al multiculturalismo neoliberal en México, en el que el Estado ha recurrido al reconocimiento de la diferencia, pero dividiéndola.
Los jueces de paz suelen desconocer los procesos que se tramitan ante el Juzgado Indígena y, al mismo tiempo, el juez indígena y las partes pasan por alto la autoridad del juez paz, aun cuando los jueces de paz son la primera autoridad de la localidad de donde provienen las partes. Los jueces de paz tienen el conocimiento previo de los litigantes y sus antecedentes, lo que permite realizar mediaciones informadas que contribuyen, en gran medida, a que la justicia indígena sea eficaz y viable. El juez indígena carece, en la mayoría de los casos, del conocimiento previo de los litigantes, además de que no procura ponerse en contacto con las autoridades de la localidad de origen de aquellos, para obtener mayor información sobre el conflicto y sus antecedentes. Éste es uno de los nuevos problemas que enfrenta la justicia indígena en la forma en que está elaborándose y repensándose en el Juzgado Indígena. Como hemos mencionado, esta situación apunta a la necesidad de idear un proyecto de jurisdicción indígena compartida entre los jueces de paz, la CAMI y el Juzgado Indígena. El Juzgado Indígena ha comenzado el diálogo con los jueces de paz en los foros anuales que organiza para dar a conocer su proyecto y adaptarlo a las dinámicas específicas del campo judicial cuetzalteco. La realización de este proyecto implica una serie de retos que retomaremos en la parte final del capítulo.
Hacia la conformación de un proyecto propio y colectivo de justicia
En los apartados anteriores, abordamos el impacto que ha tenido el reconocimiento de la justicia indígena en el campo jurídico de Cuetzalan. A continuación analizaremos cómo los integrantes de las organizaciones locales Takachiualis, Maseualsiuamej y el CADEM, involucrados en el Juzgado Indígena y en la CAMI, han incidido en la transformación de la justicia indígena.
Los procesos organizativos de Cuetzalan, enfocados en la demanda de derechos culturales, específicamente en el campo de la justicia, iniciaron a finales de la década de 1980, y tuvieron como punto referencial la plataforma nacional e internacional de derechos humanos. Los trabajos de Sierra (2004) y Morales (2005), anteriores al reconocimiento de la justicia indígena en Puebla, permiten conocer el papel que han desempeñado organizaciones como Takachiualis o el Frente Regional de Abogados Democráticos (FRAD), conformadas a finales de los años noventa.[13] De acuerdo con esos estudios, las organizaciones consiguieron el reconocimiento de los habitantes nahuas de las comunidades y de las autoridades judiciales del estado de Puebla, con lo que se obtuvieron cambios en la práctica judicial de la región, en cuanto a la exigencia de una justicia más respetuosa de los procedimientos legales y de los derechos humanos (Sierra, 2004).
Ambas organizaciones se enfocaron en hacer frente a la violación de los derechos humanos por parte de las autoridades judiciales en las comunidades y en las cabeceras municipal y distrital. Realizaron trabajo de asesoría, acompañamiento, gestoría, traducción y defensa en las diferentes instancias de justicia del distrito judicial.[14] Actualmente, Takachiualis y el FRAD han suspendido sus labores, situación que responde en mucho al giro que ha dado el financiamiento de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI) a los proyectos. A finales de los años ochenta y durante los noventa, el Instituto Nacional Indigenista (INI), ahora CDI, ofertó recursos económicos para trabajar el tema de la defensa de los derechos humanos, lo cual permitió el surgimiento de esas dos organizaciones. Posteriormente, la CDI se inclinó por el ámbito de la prestación de servicios, como el de la salud, lo que permitió el surgimiento de organizaciones como la CAMI.
El fenómeno de aparición y desuso de proyectos también se ha observado en el ámbito de la justicia. La investigación realizada por Sierra (2004) en el municipio de Cuetzalan, entre 1998 y 2001, da cuenta de la introducción y la desaparición de cargos y autoridades vinculados con la población indígena en el transcurso de tres años, y su impacto en el campo judicial regional. La autora arguye que tal situación revela la necesidad del Estado de readecuar su hegemonía y responder a exigencias institucionales, con el supuesto fin de facilitar el acceso a la justicia sin que eso realmente se cumpla. En buena medida esto ha sido el producto de los procesos de descentralización estatal requeridos por los organismos internacionales, como el Banco Mundial, para generar mayor seguridad jurídica.
La instauración del Juzgado Indígena podría ubicarse en el continuum de apertura y desaparición de autoridades e instancias de justicia, como respuesta a las necesidades de justicia en distintos momentos. Al igual que los procesos organizativos, cuya permanencia depende en buena medida de los temas que las financiadoras estén impulsando, los proyectos de justicia para la población indígena también parecen depender de las políticas en boga, como fue el multiculturalismo oficial y el consecuente reconocimiento de los derechos culturales.
Maseualsiuamej y el CADEM son las otras dos organizaciones que igualmente surgen a finales de los años noventa, y que a la fecha continúan trabajando con programas sobre los derechos humanos, la problemática de las mujeres indígenas y sus derechos, y la prevención de la violencia doméstica, entre otros. Maseualsiuamej está integrada por mujeres nahuas de diversas comunidades del municipio, y el CADEM por mujeres mestizas foráneas, avecindadas en Cuetzalan desde finales de los años ochenta. Entre los objetivos de ambas organizaciones se encuentran cambiar las actitudes que transformen la condición de las mujeres indígenas en el ámbito familiar, comunal y regional. Asimismo, han jugado un papel relevante en el ámbito de la justicia, a través de la asesoría y el acompañamiento de mujeres indígenas en las instancias legales (tanto indígenas como mestizas), lo cual ha empezado la promoción de ciertos cambios jurídicos en la atención a las mujeres.[15]
El Juzgado Indígena y la CAMI representan dos experiencias cuya novedad se centra en tres aspectos. Uno de ellos se relaciona con que es la primera vez que integrantes de organizaciones locales (Takachiualis, Maseualsiuamej y CADEM) se apropian de espacios abiertos por el Estado, en la medida que es un espacio de justicia reconocido por el TSJ, así como de una casa de salud de la Secretaría de Salud (SSA). El segundo aspecto consiste en que el proceso vincula, también por primera vez, a integrantes de dichas organizaciones en un trabajo conjunto, lo cual anteriormente no sucedía de manera estructural. El tercer aspecto novedoso se liga con la incidencia que esas organizaciones, a través del Juzgado Indígena y de la CAMI, están teniendo en el campo judicial, impulsando la equidad de género en el Juzgado Indígena, así como en otros organismos de justicia en el municipio.
Retos en el proyecto organizativo de Cuetzalan
En este apartado analizamos los retos que enfrentan los integrantes de Takachiualis, de Maseualsiuamej y del CADEM, específicamente con el Consejo del Juzgado Indígena, respecto a la formulación de un proyecto en el seno de este juzgado, en un contexto marcado por la acotada definición que el Estado da para la justicia indígena. Ubicamos los retos en tres momentos entretejidos: la construcción de un vínculo de trabajo entre los integrantes del Consejo, la creación de un nexo de trabajo entre el Juzgado Indígena con los jueces de paz; y la introducción de la perspectiva de la equidad de género entre los consejeros, el juez y los usuarios del Juzgado Indígena.
Para comprender los retos es necesario tomar en cuenta la identidad de los integrantes del Consejo. Se trata de una identidad pluridimensional, que resulta de su inscripción en diversos círculos de pertenencia, en los que los rasgos culturales se seleccionan, se jerarquizan y se codifican para marcar simbólicamente las fronteras en los procesos de interacción (Giménez, 1996). En esta dirección, la composición del Consejo del Juzgado Indígena no es homogénea; en él confluyen mujeres y hombres, indígenas y no indígenas. Entre las mujeres indígenas la brecha generacional va de los treinta años que tiene la más joven a la de mayor edad con sesenta y cinco años, aproximadamente. Los hombres tienen entre cincuenta y setenta años. Proceden de tres Juntas Auxiliares distintas que mantienen relaciones diferenciadas con la cabecera municipal, en cuanto a recursos, obras públicas y escuelas, y cuentan con menor o mayor financiamiento para sus proyectos (principalmente productivos y turísticos) y con presencia de organizaciones sociales.
Las mujeres provienen de Maseualsiuamej, mientras que de los hombres sólo uno perteneció a Takachiualis, y el resto fueron autoridades en sus comunidades. Entre todos existen diferencias de estatus. Políticamente, las mujeres se ubican en un partido político distinto al de los hombres, el PRD, y estos últimos, a su vez, se adhieren a dos partidos diferentes, el PRI y el PAN.[16] En relación con los integrantes no indígenas —que sólo son dos—, un hombre y una mujer, ambos provienen de organizaciones civiles (ella del CADEM, y él de Takachiualis). Tienen estudios de posgrado, lo que conlleva diferencias de origen étnico, de clase y de profesionalización.
Las situaciones anteriores introducen en el Consejo la presencia de distintos acercamientos, reflexiones y discursos a partir de los cuales los consejeros formulan su política interna y, en consecuencia, se generan tensiones entre ellos. Para conocer los retos que implica conseguir el trabajo colectivo entre los consejeros, a continuación analizamos dos foros en los que participaron. Hubo momentos de encuentro y desencuentro entre ellos.
El Foro Internacional de Autoridades Indígenas se llevó a cabo el 21 de octubre de 2006 en Cuetzalan como parte de las actividades que desembocaron del V Congreso de la Red Latinoamericana de Antropología Jurídica y tuvo lugar en el hotel ecoturístico Taselotzin. La clausura se realizó en las instalaciones del Juzgado Indígena. Participaron las autoridades mayas de la Alcaldía Indígena de Totonicapán de Guatemala, los integrantes de la Asociación de Derecho Colectivo de Acteal de Las Abejas de Chiapas, los miembros de la CAMI y los del Consejo del Juzgado Indígena.
En la reunión del Consejo del Juzgado Indígena posterior al foro, sobresalió el tema de la espiritualidad, de enorme importancia para las autoridades mayas.[17] El alcalde maya refirió que sus labores de autoridad y juez se relacionan estrechamente con los problemas de las personas, como, por ejemplo, el enojo y la frustración, y de manera especial dijo que continuamente tiene que hacerse “limpias”[18] y preparase con rezos para protegerse. Fue interesante constatar que, a partir de esa reunión, los consejeros del Juzgado Indígena reflexionaron sobre la espiritualidad, y reconocieron su ausencia en el Juzgado Indígena. El juez don Alejandro, de setenta años de edad, comentó que tiene muchos meses enfermo, sin recuperarse, y que recientemente había ido a la iglesia a hacer una promesa para sanar. Todos convinieron en que debían apoyar al juez con “limpias” en su persona y en el Juzgado Indígena, y se habló sobre la importancia de poner un altar, al igual que los de todos ellos en sus casas, aun cuando, en una ocasión anterior, funcionarios del TSJ del estado de Puebla les habían pedido que retiraran la cruz que habían llevado al Juzgado.[19]
El altar en el Juzgado Indígena, cuya imagen central es la Cruz, ha propiciado que en fechas, como la de la Santa Cruz, se reúnan los consejeros para hacer un ritual. La práctica de la religiosidad, por una parte, representa el momento de encuentro entre los integrantes del Consejo pero, por otra, les permitió reflexionar sobre lo que significa para ellos el reconocimiento de sus derechos culturales. En este sentido, concluyeron que el altar y los rituales representan la práctica de un derecho indígena legalmente reconocido; de esta manera, las respuestas prácticas para innovar el contexto de la justicia en el Juzgado Indígena superaron la división que el TSJ hace de la justicia indígena del resto de los valores nahuas.
El otro evento fue el foro organizado por el Consejo del Juzgado Indígena el 16 de agosto de 2007, en las instalaciones de la radiodifusora indigenista de Cuetzalan, con transmisión en vivo. Ambas autoras tuvimos la oportunidad de colaborar en la organización de ese foro, como parte de nuestro interés y compromiso con el proyecto del Consejo. De manera distinta a otros años, en los que sólo asistimos el día de la realización de otros foros organizados por el Consejo, esta experiencia nos permitió observar de cerca su agencia, escuchar los puntos de vista y detectar los silencios de los distintos consejeros, gracias a que participamos en todos los momentos de la organización y discusión del evento. El foro tuvo como objetivos principales, difundir el proyecto de las organizaciones en torno al Juzgado Indígena, así como proponer un trabajo coordinado entre el Juzgado Indígena con los jueces de paz. No es el caso referir aquí la riqueza del evento, nos interesa sobre todo resaltar la complejidad que supone implementar el proyecto de jurisdicción indígena compartida, que busca integrar a ambas instancias de autoridad como dos niveles legales, así como la posibilidad de incluir la perspectiva de género en el proyecto colectivo del Consejo. Durante la preparación del foro, en las reuniones de Consejo se realizaron varias actividades, como la encuesta para conocer, en particular, la percepción de los jueces de paz y de los habitantes de las localidades sobre el Juzgado Indígena, y sobre la existencia del Consejo del Juzgado, así como la forma de trabajo del juez indígena. También se publicaron dos trípticos: uno sobre el Consejo y el otro sobre el Juzgado Indígena. Se propuso la realización de spots en la radio indigenista. Si bien el foro estuvo centrado en el tema de los jueces de paz, no se incluyó el tema de género, ni en las encuestas, ni en los trípticos ni en los spots de la radio, y tampoco en el orden del día del foro. Curiosamente, las mujeres no insistieron en eso. Parecían dejar en manos de los consejeros que se nombraron para la organización del foro incluir el tema de género, situación que no sucedió. Ante esto, las consejeras redujeron su participación al mínimo en el foro, y se percibían como actoras pasivas en las reuniones de Consejo, lo cual contrastaba en mucho con sus actividades en Maseualsiuamej y en la CAMI, donde suelen impulsar todo tipo de actividades de manera entusiasta.
La reacción de las consejeras se puede leer de diversas formas. Por un lado, podría sugerir que ellas no simpatizaban con los objetivos específicos del foro. Es un hecho que no todos los miembros del Consejo están igualmente motivados para compartir el proyecto del Juzgado Indígena con los jueces de paz, cuya finalidad es constituir una jurisdicción indígena compartida. Hacerlo implica demasiadas dificultades, en principio, debido a que la duración del cargo de los jueces de paz es de tres años y, a diferencia del Juzgado Indígena, carecen de un proyecto organizativo a largo plazo que vincule a todos en un mismo cuerpo. No obstante, esa situación no explica por qué las mujeres del Consejo fueron menos participativas que los hombres en la realización de la actividad. Por otro lado, la reacción de las mujeres del Consejo podría interpretarse como el producto de la exclusión que tradicionalmente sufren ellas y sus temas de interés, tal como se reflejó en la organización del foro. Ante esto, las mujeres reaccionaron como suelen hacerlo, desde la resistencia cotidiana: apareciendo como actoras pasivas, y no tanto en confrontación directa. En este caso, fue la condición de género, y no otra característica identitaria de las consejeras, lo que provocó un desencuentro entre los miembros del Consejo. En el siguiente apartado nos enfocaremos en este tema para mostrar su complejidad, a partir de los alcances que han tenido las mujeres organizadas en el campo jurídico con la introducción de la equidad de género.
Los dos foros nos permiten ver los retos que implica trabajar colectivamente en el Consejo, en el que los temas y las necesidades de las mujeres, relacionados con la equidad de género, siguen excluyéndose. Tal es lo que se evidenció en la preparación del foro, que no consideró los temas de género, y durante la realización del foro que estuvo marcado por la participación marginal de las mujeres.
Si bien cuarenta por ciento de los jueces de paz asistieron a la actividad, y se mostraron interesados y participativos, conseguir la jurisdicción indígena que articule los juzgados de paz con el Juzgado Indígena —uno de los temas planteados por el foro— implica reordenar toda la estructura judicial. Como señala Magdalena Gómez (2002), se necesitan cambios de fondo en la organización del poder regional para reconocer la jurisdicción indígena. Limitar el reconocimiento de la justicia indígena a un método alternativo a la jurisdicción ordinaria cierra toda posibilidad para lograrlo.
En el plano de la espiritualidad, encontramos un momento de encuentro entre los miembros del Consejo del Juzgado, en el que las mujeres tuvieron un papel central, al ser ellas quienes guiaron el ritual de la Santa Cruz en el Juzgado Indígena. Resulta importante destacar este punto de coincidencia, ya que esto facilita que los miembros del Consejo valoren la participación de las mujeres. Es decir, si en los talleres de capacitación no se aborda el tema de la equidad de género ni se articula con las creencias, los conocimientos y las prácticas de los consejeros del Juzgado, trabajar el tema desde el ámbito de la espiritualidad, como lo hacen las mujeres mayas en Guatemala (véase el capítulo de Macleod), podría ser una vía efectiva para discutir las relaciones de exclusión y subordinación entre hombres y mujeres.
Alcances en la búsqueda de la equidad de género en la defensa legal. La CAMI y el Juzgado Indígena
En este apartado abordamos el trabajo de la CAMI, ya que en buena medida resume la experiencia de las mujeres indígenas y mestizas organizadas que se han preocupado por discutir las desigualdades de género en la práctica de la justicia. Asimismo, retomamos la práctica del Juzgado Indígena para mostrar los retos que ha implicado introducir la perspectiva de la equidad de género en la resolución de las disputas.
El proyecto de la CAMI surge en 2003, a partir de un programa nacional de la Secretaría de Salud (SSA) para crear e impulsar casas de salud para las mujeres indígenas. Paralelamente, algunas de las integrantes de Maseualsiuamej, en conjunto con mujeres indígenas de otras organizaciones del municipio y del CADEM, presentaron un proyecto para atender la violencia doméstica a diversas instituciones regionales y estatales.
Si bien se trataba de una propuesta nueva, Maseualsiuamej y el CADEM la retomaron para dar continuidad a sus propios proyectos que, en ese momento y de manera conjunta, buscaban fortalecer la defensa legal para atender la violencia doméstica. La CAMI se convirtió en el espacio que acogió esa necesidad que sienten las mujeres, vinculando la Maseualsiuamej con otras organizaciones de mujeres indígenas de la región, como la Yankuik Siuat (Mujer Nueva) y Yankuik Maseualnemilis (Nueva Vida Indígena).
El proyecto de la CAMI representa una estrategia integral de atención a las mujeres nahuas, que condensa los aprendizajes y avances que las mujeres de Maseualsiuamej han tenido en los últimos veinte años. Las usuarias de la CAMI participan en talleres y reciben atención psicológica y legal, lo cual revela la importante interacción que mantienen con organizaciones feministas arraigadas en la región, como con el CADEM.[20]
En la CAMI, la resolución de los conflictos puede seguir la vía del derecho indígena, a través del Juzgado Indígena, con apoyo del derecho positivo, o viceversa, sólo decidir por una de ellas, dependiendo del caso. Las conciliaciones y la dinámica central en la justicia indígena, generalmente se llevan a cabo en las instalaciones de la Casa, una vez que las mujeres recibieron el apoyo integral y se ha citado a la contraparte. En las conciliaciones participan la responsable del área de apoyo legal de la CAMI y la abogada, quien es la única mestiza trabajando en la CAMI. Por lo común están presentes los familiares de los involucrados y los hijos. Los casos que se reciben con más frecuencia son los de maltrato, abandono del hogar, los relacionados con el reconocimiento de los menores, y los de abuso sexual. Los acuerdos se plasman en un convenio elaborado por la CAMI, el cual, en algunas ocasiones, se ratifica en el Juzgado Indígena. Asimismo, las encargadas del área de apoyo legal han acompañado algunas conciliaciones en el Juzgado Indígena, en las que el juez indígena toma el papel central de la dinámica.
La CAMI también lleva casos a la Agencia Subalterna del Ministerio Público, en Cuetzalan, donde se promueve la conciliación entre las partes.[21] En dicha instancia se realizan convenios, principalmente de apoyo económico a menores y de no maltrato. Los casos de abuso sexual se integran en averiguación previa para llevarse a juicio, aunque también llegan a “conciliarse”, a petición de la afectada, con la demanda de apoyo económico para el parto y para la manutención del menor.
Lo anterior ha empezado a promover ciertos cambios jurídicos en la atención de las mujeres en las instancias de justicia mestizas, principalmente en la Agencia Subalterna y en el Juzgado Menor, ambos en la cabecera municipal. La participación de la CAMI durante los casos guía la dirección de la disputa, mediante usos estratégicos de la legalidad, mostrando la capacidad de las mujeres para incidir en la justicia y recrear el derecho (Nader, 2002). Las mujeres de la CAMI utilizan los discursos del derecho positivo, los derechos humanos, y los derechos de las mujeres que activan desde sus propias lógicas culturales. De este modo litigan y negocian por medio de esos lenguajes y referentes normativos, lo que les ha permitido alcanzar acuerdos y sentencias que les son favorables.
La introducción de la perspectiva de equidad de género en el Juzgado Indígena ha sido el interés principal de las mujeres de Maseualsiuamej y del CADEM en el Consejo del Juzgado Indígena, lo que da continuidad a su trabajo en pro de la defensa legal que respete los derechos de las mujeres en las instancias de justicia. De esta forma, mujeres de las dos organizaciones han unido los proyectos del Juzgado Indígena y de la CAMI para impartir los talleres de equidad de género en el Consejo, además, ofrecen acompañar a los interesados en algunos casos de disputa. La impartición de los cursos tiene el objetivo de influir en las percepciones que tienen los jueces indígenas y miembros del Consejo, a través de la discusión de las ideologías que oprimen y excluyen a las mujeres a partir de los casos que los jueces atienden.
A continuación nos referimos a la práctica de la justicia en el Juzgado Indígena para mostrar los alcances del trabajo de las mujeres en cuanto a la incorporación de la perspectiva de equidad de género, así como los retos que enfrentan. Entre los casos que atiende el Juzgado Indígena se encuentran conflictos no sólo entre particulares, como lo dispone el Código Procesal, sino también los que involucran aspectos claves para la comunidad, como los relacionados con el suministro de agua potable. Hacen reparticiones de terrenos, generalmente intestados, entre los familiares. En esos casos, el juez va al predio en cuestión a medir, y elabora un croquis a mano, en el que se señalan las divisiones para cada uno de los beneficiarios, sin que los acuerdos pasen por notario. Atienden deudas que sobrepasan el monto máximo permitido por la ley, así como los casos relacionados con conflictos de género, como la designación de alimentos para los hijos, sustituyendo el juicio de pensión de alimentos. También realizan separaciones de matrimonios y de concubinos, evitando el juicio de divorcio, regulado en el derecho positivo. En suma, se trata de casos que tradicionalmente han resuelto los jueces de paz fuera del reconocimiento del Estado y que asumen una nueva dimensión desde la experiencia del Juzgado Indígena.
En los casos suelen participar miembros de las familias en disputa, y se les da el tiempo necesario para que cada uno exponga sus puntos de vista, y se vaya generando la conciliación guiada por el juez y el suplente. Este último apunta en una libreta los argumentos y los acuerdos que se plasmarán en un acta de acuerdo realizada por triplicado. En ella firman o estampan su huella los principales involucrados y el juez, quien además pone un sello con la leyenda “Poder Judicial-Juzgado Indígena”, junto con la imagen del escudo nacional. Un acta se queda en el Juzgado y cada parte se lleva un original.
Para conocer en qué sentido han impactado los talleres sobre la equidad de género en la práctica del juez indígena y del suplente, nos referimos a dos casos que se presentaron en el Juzgado Indígena. El primero es un caso de reconocimiento de la paternidad que fue interpuesto por una mujer adolescente que buscaba que el padre de su hijo se hiciera responsable de los gastos de parto y de manutención.[22] El joven fue acompañado de sus padres, quienes buscaban liberar a su hijo de esa responsabilidad, argumentando que la mujer anda todo el día en la calle y que sale mucho de su casa. El comentario busca desprestigiar a la mujer, ya que sugiere que mantiene relaciones sexuales con muchos hombres, por lo tanto, no se puede asegurar quién es el padre.[23] En este caso, los jueces hicieron caso omiso de este argumento y, por el contrario, mencionaron los derechos que tienen las mujeres de trabajar, estudiar y pasear, lo cual no significa que anden en la calle en un sentido peyorativo.
El segundo caso se trata de una mujer golpeada por su padre y su esposo, lo cual justificaron ambos al señalar su mal comportamiento porque sale a vender artesanías fuera de su comunidad, lo que transgrede los valores femeninos, al no permanecer en casa.[24] A diferencia del caso anterior, en éste participaron las consejeras integrantes de la CAMI, la agredida, su esposo, sus hijos y sus padres. Durante la conciliación, el juez indígena, contemporáneo del padre y originario de la misma comunidad, desempeñó el papel clave al explicar la diferencia entre la “costumbre de antes” y cómo es ahora. El juez habló sobre la situación económica de la región y las dificultades que actualmente enfrenta el hombre para mantener la casa; el juez hizo ver que antes, con la cosecha de café, sí alcanzaba para cubrir todos los gastos, pero ahora, con la caída del precio, ya no era igual. También habló sobre el derecho que tienen las mujeres de trabajar, que no deben ser golpeadas, y sobre la importancia de las aportaciones de la mujer para el apoyo económico de la casa.
Una comparación entre los dos casos permite mostrar que la presencia de las consejeras en el segundo comprometió al juez a retomar los marcos referenciales sobre la equidad de género y los derechos de las mujeres; mientras que, en el primer juicio, si bien no estuvieron presentes las consejeras, también se hicieron valer los derechos de las mujeres, lo cual podría indicar que los jueces están apelando a estos referentes como parte de su práctica. La transformación de los roles e ideologías de género que oprimen y excluyen a las mujeres supone un proceso lento, y en esto han incidido también las políticas públicas que difunden un discurso en favor de los derechos de las mujeres. No obstante, en Cuetzalan, han sido sobre todo las mujeres de Maseualsiuamej y del CADEM, participando desde la CAMI, quienes se han encargado de hacer valer sus derechos. La posibilidad de incidir en el Juzgado Indígena y de tener un espacio propio como la CAMI representa para esas organizaciones parte de sus estrategias para combatir la violencia hacia las mujeres. Lo interesante, en particular, es que las mujeres encontraron un área de oportunidad en las dinámicas mismas de resolución de conflictos al discutir las normas y roles sexo-genéricos dominantes, cuando los involucrados apelan a ellas, posibilitando, en algunos casos, acuerdos equitativos.
Consideraciones finales
En este capítulo, hemos querido mostrar cómo las experiencias del Juzgado Indígena y de la CAMI han tenido el poder de alterar la capacidad significativa del Estado en la regulación y práctica de la justicia indígena, y en la prestación de servicios de salud para las mujeres indígenas. De acuerdo con Das y Poole (2004: 22), los sistemas estatales llegan a ser reconfigurados para dar cabida a nociones alternativas de justicia cuando existe una presión social generada “desde las preocupaciones cotidianas de aquellos que viven un modo distinto de socialización de aquella que fue imaginada por el aparato burocrático del Estado”.[25] En esta dirección, el Consejo del Juzgado Indígena ha desempeñado un papel central al integrar y capitalizar las demandas de las tres organizaciones locales que participan en él, buscando así apropiarse del Juzgado Indígena y redireccionar sus objetivos hacia otras concepciones de justicia.
Por su parte, las mujeres que integran la CAMI, no sólo cambiaron la denominación del proyecto (de “casas de salud” a “Casa de la Mujer Indígena”), sino que también rediseñaron las áreas de apoyo que la SSA había previamente definido para el mismo fin. Tomaron conciencia de la necesidad de redefinir las prioridades de atención de la CAMI y destacaron el área de apoyo legal, incluso al punto de llegar a convertirla en una instancia extralegal de impartición de justicia. Al no pertenecer a la estructura judicial del Estado, la CAMI ha logrado mayor autonomía en sus dinámicas de trabajo y en sus prácticas de justicia, combinando, en distintas medidas, la práctica tradicional de la mediación con los recursos legales ante las diferentes instituciones estatales con representación en Cuetzalan o en la cabecera del distrito judicial de Zacapoaxtla. La autonomía conseguida se ha visto a su vez afianzada desde que la CAMI se ha constituido en una Asociación Civil. Así ha tenido acceso a otros financiamientos, dejando de depender exclusivamente del proveído por la SSA y la CDI.
La batalla por las definiciones de justicia y por la apropiación de los espacios estatales en Cuetzalan, retomando a Roseberry (1994) y a Das y Poole (2004), muestra cómo la relación entre grupos dominantes y subordinados se da en un campo de fuerza multidimensional y dinámico, en el que la ruptura discursiva se convierte en una oportunidad para analizar los procesos de construcción del Estado desde sus márgenes. Las experiencias del Juzgado Indígena y de la CAMI representan un acercamiento al estudio de esos procesos, ya que dejan ver cómo las instituciones del Estado —Poder Judicial, la CDI y la SSA— se construyen también desde la diferencia cultural.
La oficialización de la justicia indígena en Cuetzalan nos ha permitido analizar cómo las tecnologías de poder operan y se reproducen en los márgenes, a través del reconocimiento y la consiguiente constitución de subjetividades que están sujetas a nuevas formas de regulación. La indefinición sobre si nos encontramos frente a la apertura de formas alternativas de justicia reales o ante la reiteración de las formas previamente existentes, aunque reformuladas con tendencias multiculturalistas, producen la deliberada ilegibilidad con la que se gobierna en zonas marginales. No obstante, a través de nuestro análisis también hemos querido argumentar cómo se supera la ilegibilidad en la cotidianeidad, lo que muestra que el Estado se construye constantemente, de forma dinámica y desde múltiples sitios. De esta forma, el TSJ ha permitido situaciones en las que el Consejo designa al juez indígena conforme a los “usos y costumbres”, o que la CAMI siga recibiendo financiamiento para su propuesta de trabajo, sin la condición de apegarse a los lineamientos del proyecto original de la SSA.
Otro ejemplo que da evidencia clara de lo anterior es la institución del Consejo, ya que no sólo vincula a los integrantes de tres organizaciones civiles y sus distintas demandas, sino que también forma parte de una instancia oficial, en la que se generan estrategias para crear una jurisdicción indígena y, a la vez sirve para implementar aspectos de las agendas de esas organizaciones.
El Consejo puede verse como el generador de nuevas nociones de organización comunitaria, ya que tiene entre sus objetivos llevar a la cabecera municipal mestiza las prácticas comunitarias que legitimen al nuevo juez indígena. Para lograrlo, sus miembros han retomado prácticas que representan un ideal compartido sobre lo que se cree que debe ser la organización comunitaria. En reconocimiento de la legitimidad de los jueces de paz como autoridades tradicionales de las comunidades, el Consejo ha buscado acordar el trabajo en coordinación con ellos, aun cuando el Poder Judicial no ha reconocido su calidad de autoridades indígenas; incluso el Consejo se ha propuesto conformar una jurisdicción indígena (no prevista en la reforma local en materia indígena) que incorporaría a los jueces de paz de las comunidades (no reconocidos como jueces indígenas) a la práctica de la justicia indígena que sí fue reconocida por el Estado. De este modo se permitiría que los casos se resolvieran en la jurisdicción indígena sin necesidad de que las partes acudieran a otras instancias de justicia mestiza.
Tomando en cuenta lo anterior, hemos querido argumentar que la ambigüedad y la falta de certeza jurídica que caracterizan la reforma en materia indígena en Puebla ha dado pie a dos situaciones: por un lado, se encuentra cierta posibilidad de reproducir las prácticas de organización comunitaria y de actualizar las prácticas de justicia; por otro, están la creación de nuevas subjetividades indígenas, y la nueva definición de lo que significa en la actualidad ser autoridad indígena ante el reconocimiento del Estado. La nueva forma de ser autoridad indígena-oficial no ha causado sorpresa en una población habituada a la constante introducción y desaparición de cargos e instituciones estatales. En ese contexto de gran dinamismo e inestabilidad institucional, el Juzgado Indígena, en lugar de convertirse en una institución que impulse el fortalecimiento de la jurisdicción indígena, corre el riesgo de convertirse en una institución de justicia más, utilizada estratégicamente por la población local, indígena y mestiza, según convenga a sus intereses y objetivos litigiosos. Es decir, en tanto que las autoridades mestizas no reconozcan la validez de las resoluciones del Juzgado Indígena ni respeten su jurisdicción, la población seguirá recurriendo a diversas instancias de justicia, indígenas y mestizas, para resolver un mismo asunto que, posiblemente, haya sido previamente resuelto por alguno de los jueces de paz del campo judicial.
A través de estos procesos cotidianos, en los que se experimenta la incertidumbre jurídica que reina en el campo judicial de Cuetzalan, es posible observar cómo el Estado no es una institución claramente delimitada, unitaria, distinta de la sociedad, o poseedora de una autoridad suprema y aplastante que regule y normalice a la población; sino que se encuentra imbuido en los procesos culturales mediante los cuales sus propios agentes interpretan e implementan las disposiciones oficiales, dando distintos significados a las prácticas de autoridad. En este sentido, Roseberry propone usar el concepto “hegemonía” no para entender el consenso, sino para entender la lucha: “Lo que la hegemonía construye, no es una ideología compartida, sino un marco material y significativo común para vivir, hablar y actuar sobre órdenes sociales caracterizados por la dominación” (Roseberry, 1994: 361). Se trata de un marco discursivo común alrededor del cual se formula la respuesta y la lucha. El proceso de construcción de un marco, en este caso el de la oficialización de la justicia indígena en Puebla, permite examinar su poder y su fragilidad.
Mientras que el Estado no deja de nombrar, normar y definir, Roseberry habla sobre una audiencia que escucha cosas diferentes, que cambia las palabras, los tonos y los significados, lo cual, en el caso en concreto, ha permitido la revitalización y actualización de prácticas de la justicia indígena en el Consejo y en el Juzgado Indígena mismo. También ha dado la posibilidad de cuestionar la relación entre las dinámicas de género y las nociones de justicia existentes en las comunidades.
Si bien la inclusión de la perspectiva de género ha sido uno de los principales componentes del proyecto colectivo en torno al Juzgado Indígena, ha sido muy problemático que el Juez Indígena y los consejeros hombres lleven a la práctica el marco de referencia sobre la equidad de género. Las mujeres del Consejo siguen inmersas en el complejo proceso de construir la defensa legal con equidad de género en el Juzgado Indígena. Tal situación refleja la dificultad de transformar las normatividades que oprimen a las mujeres, así como la paradoja de que en ese esfuerzo se hayan reproducido las relaciones de subordinación en el Juzgado Indígena. Por eso mismo, los logros que las mujeres han obtenido no deben soslayarse ni deben considerarse el producto de las reformas multiculturales. El hecho de que ellas hayan conseguido un lugar en el Consejo del Juzgado Indígena, y de que hayan convencido a los consejeros hombres de la necesidad de que ellas apoyen las mediaciones que se practican en el Juzgado, debe entenderse como el producto de una larga lucha, originada en los procesos organizativos de la región. Al mismo tiempo es de hacer notar que la CAMI, en su propio espacio, ha representado un mayor avance en la atención de asuntos que involucran violencia de género. Las mujeres que la coordinan han podido diseñar e implementar estrategias de atención y defensa que responden a las necesidades de las mujeres indígenas que, como muchas de ellas, han sido también víctimas de violencia.
El Juzgado Indígena se encuentra en una situación de vulnerabilidad institucional, ya que mantener su continuidad depende de la buena voluntad del presidente del TSJ y de cada nuevo Ayuntamiento municipal. Esa situación ha frenado en gran medida el proyecto colectivo del Consejo, puesto que la limitación de recursos económicos y la falta de certeza de que una nueva administración municipal respete la autoridad del juez y del Consejo, ha impedido realizar proyectos a largo plazo. En este sentido, es posible decir que la conformación del Consejo del Juzgado Indígena implicó el primer paso para que sus integrantes logren apropiarse de ese espacio creado por el Estado dentro de sus marcos. En su seno, los integrantes han buscado el balance entre las presiones legales y presupuestarias impuestas por el Estado, con las prácticas de justicia que activan los jueces de paz en las comunidades, así como con diversas nociones de derechos humanos que ellos mismos han contribuido a difundir mediante el trabajo de sus organizaciones. El objetivo es lograr que el Juzgado Indígena tenga una razón de ser en un campo judicial en el que las competencias y las formas de administrar justicia de las diferentes autoridades y proyectos organizativos se traslapan. En el intento de dar al Juzgado el carácter indígena, los consejeros se han involucrado en un proceso de autentificación y de revitalización de la costumbre indígena. De esta forma, han tenido la oportunidad —y el riesgoso privilegio— de definir casuísticamente qué constituye una costumbre en las comunidades y qué no. También han tenido la oportunidad de discutir en qué casos una costumbre ya no es útil para los tiempos actuales y es necesario cambiarla.
Un problema relevante que enfrenta el Juzgado Indígena, a diferencia de una autoridad comunitaria, es que se encuentra desvinculado de una comunidad; no sólo porque se ubica en la cabecera municipal, sino porque las autoridades del Juzgado no han sido electas popularmente. Esta configuración ha impulsado al Juzgado Indígena a buscar diversas formas de legitimación, y la más destacada de ellas ha sido el intento de que aquella justicia oficial, reconocida y regulada por el Estado, tenga en la práctica un sustento cultural cuando se active en el espacio oficial. Al tener la opción legalmente reconocida de dictar sentencias, los jueces del Juzgado Indígena y los consejeros han preferido continuar con la práctica tradicional de llevar a cabo mediaciones, en las que las partes buscan, junto con el juez, la mejor solución a los conflictos. Eso ha implicado la renuncia al ejercicio de su capacidad jurisdiccional, como se entiende en términos legales. No les ha importado que sus actas de acuerdo no tengan, de manera legal, el carácter de cosa juzgada, como sí sucedería en el caso de que decidieran dictar sentencias. Esa decisión, así como la de montar un altar dentro del Juzgado, y la de buscar el vínculo con los jueces de paz de las comunidades nos hablan de un interés en llenar las lagunas que los legisladores han dejado al momento de reconocer y regular la justicia indígena.
La construcción cotidiana de la justicia en esas áreas marginales de incertidumbre, implica, muchas veces, que los actores tengan que interpretar lo que se espera de ellos como autoridades judiciales oficiales, como miembros de las comunidades indígenas, como hombres y como mujeres. Implica también llenar con nuevos criterios los vacíos legales, adoptar posiciones y tomar decisiones cuando hay contradicciones. Llenando lagunas, el juego de la ilegibilidad de las disposiciones estatales pierde su preeminencia, que motiva la tendencia a la inactividad y a la imposibilidad de implementar las reformas multiculturales. Ideando nuevas alternativas a la propia costumbre, a la ley y a la oficialización de la justicia indígena, es la manera en que las mujeres y los hombres del Juzgado Indígena, y las mujeres de la CAMI, construyen Estado a partir de sus prácticas en los márgenes.
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[*] Claudia Chávez es estudiante del doctorado de Antropología de la Universidad de Austin; Adriana Terven es profesora investigadora de la Universidad Autónoma de Querétaro.
[1] En esta región ambas autoras realizamos, en momentos simultáneos, las investigaciones para nuestras tesis de posgrado en antropología social (véanse Chávez, 2008 y Terven, 2009).
[2] Acuerdo del Pleno del Tribunal Superior de Justicia del Estado de Puebla de fecha 14 de marzo de 2002, mediante el cual se decretó la creación en el territorio de esta entidad de juzgados que conocen asuntos en los que se ven afectados los intereses de personas que pertenecen a grupos indígenas poblanos.
[3] A la fecha se han instalado cinco en los municipios de Huehuetla, Pahuatlán, Quimixtlán, Tlacotepec y Cuetzalan.
[4] Acuerdo del Pleno del Tribunal Superior de Justicia del Estado de Puebla, del 14 de marzo de 2002.
[5] Significan, respectivamente, “Respeto Mutuo” y “Mujeres Indígenas que Trabajan Juntas”.
[6] Los nahuas del municipio de Cuetzalan, Sierra Norte de Puebla, hablan “…el náhuat con terminación en /t/…”, una variante más arcaica del náhuatl clásico “con terminación en /tl/” (Segre, 1990: 2). En este capítulo se usará la primera opción.
[7] Véase <http://www.uttecam.edu.mx/OLD/quienessomos/legislacion y_normatividad/normas_externas/estatal/constitucion_politica_del_estado_de_puebla.pdf>, consulta: 26 de septiembre de 2006.
[8] Véase <http://www.caip.org.mx/documentos/CodigoProcedimientosCivilesEstadoPuebla.pdf>, consulta: 26 de septiembre de 2012.
[9] Es importante tomar en cuenta que tales “privilegios” tienen también un carácter cambiante y ambivalente, pudiéndose convertir, en ciertos momentos, en obstáculos: en una especie de tecnologías a través de las cuales el Estado ejerce en la actualidad su control sobre las poblaciones indígenas, como lo demostrará la propia historia del Juzgado Indígena de Cuetzalan.
[10] Las leyes que regulan la justicia de paz distinguen entre los jueces que ejercen en la capital del estado y los jueces “del interior del estado” (a los que hemos llamado comunitarios). La ley no requiere que los jueces de paz comunitarios sean abogados; sólo requiere que tengan “los conocimientos necesarios”. Su competencia por materia se restringe a lo civil y mercantil; su competencia por cuantía ha aumentado hasta por cien días de salario mínimo, según la LOPJP de 2003. La ley también los ha facultado para intervenir como amigables componedores cuando no esté promovida una controversia judicial, así como para imponer correcciones disciplinarias, no mayores a cinco días de salario mínimo, pudiendo “atender a los usos y costumbres del lugar, pero sin infringir garantías individuales” con el fin de hacer cumplir sus determinaciones (art. 67 LOPJP). Sin embargo, como veremos más adelante, hay una tajante diferencia entre lo que establece la ley y lo que sucede en la práctica de la Justicia de Paz.
[11] Este Código, que no estaba vigente, se lo habían proporcionado las autoridades municipales cuando él había fungido como suplente de agente, varias administraciones atrás.
[12] Aun siendo distinto el significado, lo interesante es que a través de tales conceptos legales se pone en operación un lenguaje referencial común que hace legible, ante los indígenas y ante los mestizos, la autoridad del juez que los esgrime y la ciudadanía de quienes acuden a él a pedir justicia.
[13] Takachiualis estuvo integrada por hombres y mujeres indígenas y mestizos, con sede en la Junta Auxiliar de San Miguel Tzinacapan. En el FRAD participaban hombres mestizos con formación en derecho y traductores indígenas nahuas y totonacos; su sede estaba en Zacapoaxtla, cabecera distrital de la región.
[14] Sierra (2004) y Morales (2005) exploran las prácticas de defensa y de apoyo jurídico de las organizaciones no gubernamentales de derechos humanos de la región que se ofrecen a los indígenas, entre ellas se encuentra Takachiualis, que ha tenido impacto en las comunidades indígenas y en las instancias de justicia del municipio y del distrito judicial. Ambas autoras señalan las formas alternativas de resolución de conflictos implementadas por las organizaciones, basadas en la negociación o, en su caso, mediante la exigencia de los procedimientos legales y del respeto de los derechos humanos.
[15] Martínez y Mejía (1997) y Sierra (2004) documentan la manera en que las mujeres de la región tienen acceso a la justicia, y el papel que han desempeñado las organizaciones locales (Maseualsiuamej y CADEM) en el combate a la violencia doméstica, mediante diversas alternativas para confrontar las normas sexo-genéricas que se reproducen en las instituciones de justicia.
[16] Tales adscripciones partidarias eran las vigentes en el momento de la investigación. [Nota de las editoras.]
[17] Véanse en este volumen los capítulos de Macleod y el de Sieder, respectivamente, sobre el peso de la espiritualidad para los mayas.
[18] Las “limpias” son prácticas de sanación que suelen hacer especialistas “curanderos” o “curanderas” para quitar diferentes males, producidos generalmente por otras personas. [Nota de las editoras.]
[19] Una de las festividades más importantes entre los nahuas de Cuetzalan es la de la Santa Cruz, el 3 de mayo, que, a diferencia de las fiestas patronales, que son locales, involucra festejos en todas las comunidades. La fiesta de la Santa Cruz se relaciona estrechamente con la construcción de cualquier edificio, que culmina cuando el padrino de Cruz la lleva a la construcción. Cuando se construyeron las nuevas instalaciones del Juzgado Indígena, una de las consejeras fue madrina de Cruz y el día de la inauguración la llevó acompañada de flores. Los funcionarios del Tribunal presentes en la inauguración le pidieron que la retirara, con el argumento de que no es un espacio católico. Fue hasta esta reunión del Consejo, después de la visita de los alcaldes mayas, que se decidió volver a ponerla en el Juzgado.
[20] La CAMI imparte seis talleres: “Identidad”, “Vida Cotidiana”, “Sexualidad”, “Relaciones de pareja”, “Impacto de la Violencia en Nuestros Hijos e Hijas” y “Autoestima y Asertividad”.
[21] Los estudios de Sierra (2004) y los de Vallejo (2004) refieren a dinámicas interlegales en los espacios de justicia del Estado en la cabecera municipal de Cuetzalan, en los que las autoridades no indígenas también realizan conciliaciones, lo que ha sido aprovechado por la CAMI, a diferencia de lo que sucede en la cabecera distrital de Zacapoaxtla, donde se siguen los procesos de manera formal.
[22] Caso presentado en octubre de 2006.
[23] Muchas mujeres de las organizaciones civiles han enfrentado esta situación y se han visto envueltas en chismes por andar en la calle.
[24] Caso presentado en el Juzgado Indígena en junio de 2006.
[25] La traducción es nuestra.