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1. La persona, la familia y la comunidad: agentes invisibles en la construcción de paz en Colombia

JUAN DAVID ENCISO

CRISTIAN CONEN

INTRODUCCIÓN

Hay una técnica de dibujo que ayuda a desarrollar la creatividad y nuevas formas de pensamiento; consiste en dibujar el contorno de un objeto en lugar del objeto mismo, con lo cual la persona trata de ignorar el objeto primario y se concentra en el entorno. Para lograrlo, se sugiere al dibujante que invierta la posición de la imagen (de cabeza), a fin de que no la vea en su forma convencional. Cuando el dibujante finaliza debería quedar plasmada la silueta como consecuencia de haber trazado el contorno.

Podemos hacer un ejercicio similar a propósito de la historia violenta de Colombia y de los recientes esfuerzos por terminar el conflicto armado: identificar los factores asociados a la paz a partir de los que le son adyacentes, para proponer algunas reflexiones sobre aquellos agentes que tradicionalmente no vemos, razón por la que no dedicamos a su estudio el esfuerzo necesario para indagar sobre el papel que cumplen en la construcción de paz, quizá porque no tienen la misma capacidad de captar la atención de los medios o de los tomadores de decisiones públicas.

Ciertamente, la influencia que los actores armados han ejercido sobre la dinámica del sistema político ha sido significativa, y se aprecia en la forma como han atraído asignaciones presupuestales hacia el Ministerio de Defensa; en la capacidad de incidir en los procesos electorales y en la gobernabilidad del territorio. Pero no es menos cierto que la situación violenta en Colombia es atípica si se la compara con la región o el planeta, hasta el punto de que nuestro país ha sido catalogado como uno de los más violentos de la región.

Por lo menos desde el estudio de Gonzalo Sánchez sobre la violencia en Colombia (1987) sabemos que el conflicto derivado de la confrontación con grupos al margen de la ley representa solo una porción de las acciones violentas en el país; esa situación no ha cambiado. Por tanto, es importante echar una mirada al conjunto de la situación nacional a fin de identificar nuevas causas de la violencia, sobre todo para buscar las oportunidades para la paz.

La tesis que origina este escrito es que por tener un primer plano excesivamente centrado en lo político hemos descuidado elementos esenciales de la imagen en su conjunto, que presentan fisuras estructurales. Tales factores son la persona, la familia y la comunidad; agentes invisibles que sufren los impactos de la violencia y se convierten en caldo de cultivo para el reclutamiento de hombres para la guerra o la violencia intrafamiliar; esto trae como consecuencia que se desencadenen nuevos ciclos de violencia o se caiga en la desesperanza frente a la posibilidad de generar nuevas formas de ordenamiento social.

LA PERSONA QUE SE OCULTA TRAS EL ACTOR VIOLENTO

Podemos comparar las cifras de personas atendidas por la Agencia para la Reincorporación y la Normalización (ARN) –antes Agencia Colombiana para la Reintegración (ACR)– con datos relativamente similares del sistema penitenciario en Colombia. El propósito de esta comparación es comprender el impacto de cada uno de los sistemas tanto en términos de personas atendidas como de las oportunidades para la reincorporación a la vida civil (ver tabla 1).

TABLA 1. COMPARATIVO DE PERSONAS ATENDIDAS POR LA AGENCIA PARA LA REINCORPORACIÓN Y LA NORMALIZACIÓN (ARN) FRENTE A POBLACIÓN CARCELARIA


* La población que no está en establecimientos de reclusión puede encontrarse en detención domiciliaria, en establecimientos municipales o de la fuerza pública, o bajo control electrónico.

** Cifra que resulta de la suma de internos en establecimientos de reclusión, en domiciliaria y los que se encuentran bajo control electrónico, al 31 de diciembre de 2017.

Fuentes: elaboración propia, con datos tomados de ARN, Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario (Inpec), Corporación Excelencia en la Justicia, Fundación Ideas para la Paz.

La información se presenta en celdas independientes para mostrar que no son comparables debido a que cubren periodos de tiempo diferentes; sin embargo, sí se puede observar la gran disparidad en las cifras de los dos tipos de procesos, lo cual indica que mientras entre la población desmovilizada en más de veinte años se han reinsertado 60.155 personas, en la actualidad hay 167.653 internos, es decir, casi tres veces la cifra total de reinsertados de la historia reciente. Adicionalmente, se puede apreciar que permanecer en prisión supone ya un riesgo objetivo de reforzar el comportamiento delictivo.

El cálculo de reincidencia por fuera de prisión no es fácil de evaluar por cuanto no puede estimarse solo sobre la base de la población que ha vuelto a ingresar al centro de reclusión, sino que deberían tenerse en cuenta los que han cometido nuevos delitos, pero no han sido judicializados (Caicedo, 2014).

De cualquier forma, el riesgo de deserción en el caso de la población en armas es menor en términos absolutos porque se reduce a la población pendiente de reinserción, más los que han reincidido, en tanto que el riesgo de reincidencia de la población carcelaria es mayor por dos razones: por el número de internos y porque el sistema judicial no posee un punto final como en el caso de la reintegración. Adicionalmente, la ACR sostiene que el costo de reintegración de un desmovilizado es considerablemente inferior al de un interno, además de que es mucho más efectivo que el carcelario para evitar la reincidencia (ACR, 2016).

El análisis anterior sugiere que el país cuenta con sistemas de resocialización de personas que han asumido conductas delictivas, hasta el punto de haber logrado la aprobación de un modelo de educación para adultos avalado por el Ministerio de Educación Nacional. Adicionalmente, podemos afirmar que se cuenta con el presupuesto para costear esta clase de procesos, sobre la base de que la atención a la población de internos es más costosa que el proceso de reintegración. Esto quiere decir que puede pensarse en la adaptación de los procesos de reintegración a la población de internos, a fin de capitalizar las bondades del mismo, con beneficios evidentes tanto en materia de descongestión penitenciaria, como de rehabilitación y eficiencia del sistema. Seguramente es necesario considerar los aspectos legales de una medida de esta naturaleza.

EL VALOR FORMATIVO DE LA APLICACIÓN DE JUSTICIA

Leonardo Polo (1993) muestra que la venganza –vindicatio, la aplicación de una sanción– solo tiene sentido si se aplica en el marco de la amistad social; es decir, con un propósito correctivo:

… la venganza sería irracional si la razón práctica no comportara rectificación: la vindicatio es intrínsecamente correctiva. Ello es manifiesto si se considera su relación con el perdón. Seguramente pocos negarán la tendencia a perdonar y su valor ético, pero conviene recordar que el perdón presupone la ofensa, que si esta se repite, hay que renovar el perdón (“hasta setenta veces siete”), y que se funda en la piedad, por lo cual ha de ser libre.

En este sentido, se asume la necesidad de las acciones de justicia dada la existencia de la ofensa; pero tal acción perdería su naturaleza si se agota en el sentido de venganza y no reconoce la intención de perdón y corrección de parte de la sociedad que ha sido ofendida sistemáticamente; de la misma manera, carecería de capacidad correctiva la sanción sobre un sujeto que no reconoce la ofensa en su conducta.

El argumento que subyace a este planteamiento es que, cualquiera que sea la condición de quien ha cometido un delito, además de la sanción necesita de la socialización. No podemos reducir los esfuerzos de resocialización a aquellos que han cometido delitos catalogados como políticos, entre otras razones, porque quienes se han incorporado a las filas por un ideal de esta naturaleza, verdaderamente ilustrado, son una minoría: estudios recientes muestran que las estructuras armadas empiezan a vincular a los menores de edad sin que sea claro para ellos quiénes coordinan tales acciones (Defensoría del Pueblo, 2017). Es la persona la que requiere de formación, no el guerrillero o el delincuente.

Por otra parte, desde la perspectiva de la justicia, el anverso de la sanción es la reparación. ¿Cuál es la capacidad real de reparación del sistema judicial? El modelo mismo de justicia transicional tácitamente reconoce la incapacidad del aparato judicial para llegar hasta los detalles de los crímenes en una sociedad que padece una situación estructural de conflicto. Por tanto, este mecanismo de justicia responde “de manera prioritaria, no a la obtención de justicia a cualquier precio, sino a la pacificación y reconciliación nacional” (Fernández, 2014, p. 170).

Evidentemente, un sistema de justicia formal es incapaz de reparar lo irreparable, como sucede en el caso de un homicidio, una agresión sexual o un desmembramiento; nadie puede devolver el rostro a las víctimas de ataques con ácido. Tanto el sistema como los victimarios son objetivamente incapaces de “dar a cada quien lo suyo”, aquello que le ha sido usurpado; por eso resulta tan significativo el mensaje cristiano de un Dios que asume en su “humanidad” la culpa de los agresores, como una forma de decir que la única reparación real posible proviene de la misma víctima. Tal vez por eso afirmaba Juan Pablo II que no hay paz sin justicia ni justicia sin perdón. Leonel Narváez, de la Fundación para la Reconciliación, afirma que el perdón es un derecho de la víctima más que del victimario, una necesidad para la búsqueda de la paz interior.

En este orden de ideas, más allá de la reparación, la socialización del victimario apunta a la reconstrucción del tejido social en su conjunto, la cual pasa necesariamente por la “humanización”1 del mismo, en razón de su condición de persona que, en muchos casos, ha sido víctima antes que victimario; su condición social, económica, cultural, política, etc., es semejante a la de quienes han sido combatientes rasos en las filas armadas.

Es la persona la que está oculta tras la categoría del agente político y, muy probablemente, esa categorización nos impida reconocer también a la persona detrás de otros crímenes que no son políticos, pero que nutren la violencia en Colombia, y cuyos sujetos necesitan por igual de un proceso de resocialización que se dirija a la persona, no al delincuente.

Así lo muestra la experiencia del proceso de reintegración, que pasó de destinar un tutor por casi 2000 reinsertados, a una cifra del orden de 42 desmovilizados por orientador (ACR, 2015); es decir, ha sido necesario “personalizar” el proceso para que pueda ser efectivo, porque parte de la premisa de que somos sujetos educables.

La sociedad está llamada a proveer la resocialización de los violentos en los casos en que estos han sido víctimas de un sistema estructural de violencia, y para ello podemos aprovechar las experiencias disponibles de reintegración.

LA FAMILIA

La política de Reintegración reconoce que el grupo familiar cumple un rol estratégico en el proceso, pues dependiendo del vínculo que tenga la persona en el proceso de Reintegración con su familia, se puede generar permanencia en la legalidad y la superación de la condición de población desmovilizada y otros factores que aumentan su condición de vulnerabilidad […] Por esta razón, la PPR y su grupo familiar comprenden la importancia de consolidar adecuadas relaciones familiares. (ARN, 2016)

Estas declaraciones oficiales de la ARN muestran la importancia que tiene la familia para un adecuado proceso de socialización de los excombatientes. La incorporación de la familia a las ocho dimensiones de formación integral2 no proviene de un planteamiento teórico, sino de la experiencia lograda a lo largo de más de veinte años de procesos de negociación con grupos al margen de la ley.

Diferentes estudios muestran que una de las razones que enfrentan las mujeres en su juventud para vincularse a los grupos al margen de la ley es un entorno familiar violento durante la infancia (Hernández y Romero, 2003a; Moreno et al., 2010). El maltrato intrafamiliar y la ausencia de motivaciones vitales puede haber conducido a las jóvenes a incorporarse a organizaciones violentas. Es decir que, aunque se espera que la familia sea el ambiente en el que niños y jóvenes encuentren el lugar para un crecimiento armónico, puede ser también el escenario en que se incuben los brotes de violencia.

Asimismo, en un estudio sobre homicidio juvenil en Bogotá (Escobar et al., 2015), se entrevistó a jóvenes que habían cometido asesinatos y sus respuestas se compararon con las de jóvenes que no habían tenido tales comportamientos. Una de las conclusiones del documento fue “el acuerdo unánime de los dos grupos focales en torno a que un núcleo familiar armónico y funcional se constituye en factor protector para el desenlace estudiado” (p. 396). Adicionalmente, llaman la atención las respuestas de jóvenes que cometieron homicidios y que reconocen, en medio de ese contexto, el ambiente que se espera del núcleo familiar:

La familia es importante, porque uno envuelto en tantas vueltas, y cuando la familia le da la espalda, uno no se sabe si hacer más daño o cambiar. Yo creo que es una cadena, así como los padres quieren que uno sea, lo tratan, deben ponerle a uno horarios y normas, para no irse con malas amistades. Si uno quiere lo hace, a nadie se le obliga, así sea el papá lo que sea. Si los padres son delincuentes, unos hijos se vuelven delincuentes y otros no. Es normal que los papás le peguen, pero si es un primo, uno va creciendo con un odio y luego se lo echa, se va por entre un tubo y para abajo. La separación duele porque la familia debe estar unida, uno debe respetar la opinión de los padres, si quieren separarse. Las peleas en la casa y el ambiente influyen mucho, por eso se sale uno de la casa con los amigos. Si usted quiere salir de la dificultad, sale por uno mismo. Si uno tiene padrastro no acepta las normas de él, y la mamá hace lo que el padrastro quiere y entonces uno no hace caso de ninguno. Una cree que yéndose de la casa le va ir mejor, y encuentra un tipo que la trata peor. (Escobar et al., 2015, p. 394)

Entre los elementos que se pueden destacar de esta respuesta está el reconocimiento de la autoridad de los padres, manifestada en “horarios y normas”, incluso hasta el punto de estar dispuestos a aceptar castigos por parte de estos. Ello no significa la aceptación universal de cualquier forma de autoridad, porque los mismos jóvenes rechazan el mal comportamiento de los padrastros, así como la participación de la policía o de grupos guerrilleros y paramilitares, que son vistos como agentes de abuso y represión. De igual manera, en las respuestas se aprecia el respeto por la decisión de los padres de separarse, aunque prefieran la estabilidad de la pareja.

En un momento en que la estructura de la composición familiar es objeto de importantes cuestionamientos, se hace necesario identificar criterios para comprender las razones por las que la familia aún es el punto de referencia para la estabilidad de las personas. Algunas preguntas nos permiten explorar la cuestión: ¿qué podemos entender por “adecuadas relaciones familiares”? ¿Puede suplirse de manera efectiva el escenario familiar, mediante acciones estatales o de organismos no gubernamentales cuando las personas no encuentran este ambiente en sus hogares?

La respuesta a estos interrogantes se basa en los aportes del sociólogo italiano Pierpaolo Donati (2013) sobre los motivos “a causa de los cuales y para los cuales existe la familia”, y en la noción de “amor sólido” (Conen, 2015), que nos ayuda a comprender la estructura de la relación en pareja para fortalecer la presencia de la familia como institución fundante de la sociedad.

Donati propone dos motivos principales por los que es indispensable la familia. El primero se refiere a las necesidades “naturales” del niño recién nacido, definidas en un marco relacional que al comienzo “no es lingüístico, sino solo perceptivo y simbólico” (Donati, 2013, p. 19); el niño adquiere experiencia a través de prácticas naturales (familiares) en las que, más que interiorizar, interpreta; solo después de interpretar esas prácticas como fruto de sus vivencias, puede socializarlas. Los roles básicos de relacionamiento se configuran a través de estas prácticas de interpretación y socialización:

1. La idea que tiene de sí (el self): le viene dada por las figuras significativas alrededor suyo, empezando por el nombre mismo (el me).

2. El sentido que adquiere de lo colectivo (el we) “se forma en cuanto se da cuenta de que es parte de un conjunto-grupo (en concreto, una familia)”.

3. La idea que tiene acerca del rol que debe asumir, primero dentro de esa familia y luego en escenarios sociales más amplios (el you). Ese rol lo asume porque “se le pide” que lo haga, “primero su madre, luego su padre y así los demás familiares, parientes, amigos”.

Esto nos muestra que la idea que el niño se hace de sí mismo y de su contexto depende del tipo de relaciones que establezca en estos primeros años, en los que no aprende códigos universales, sino los que él mismo se va creando en función de las vivencias cotidianas. En este sentido, el tipo de vivencias determina la manera como él se proyecta socialmente. La familia proporciona una forma de relacionamiento que ninguna otra instancia social puede brindar, la cual Donati (2013) enmarca en el concepto de “reciprocidad plena”: la vida en familia no se agota en un conjunto de relaciones funcionales que nos habiliten para ser competitivos:

Es en la familia donde el individuo humano aprende que puede ser feliz solo si hace feliz al otro. Desde esta realidad se comprende por qué la familia es un fenómeno relacional, una relación peculiar, sui generis, con cualidades propias e inconfundibles, que constituye el paradigma del reconocimiento del Otro a través del don. Sobre todo a través del don del reconocimiento […] Las virtudes no se aplican a cosas grandes, espectaculares, a eventos extraordinarios y portentosos, sino también a y sobre todo a cosas pequeñas, a las “pequeñas” dificultades, desilusiones, contradicciones de la vida cotidiana. (pp. 204, 205, 207)

Si el individuo no encuentra en la familia un marco de relaciones de reciprocidad plena, no lo hallará en ningún otro escenario social. De ahí la importancia del “amor sólido”, que proviene del concepto de “amor líquido” del sociólogo polaco Zygmunt Bauman. El amor líquido es una errónea proyección a las relaciones interpersonales amorosas de la actitud que tenemos con las cosas en una cultura de los objetos, del consumo. A las cosas las utilizamos para el propio bienestar y las desechamos o cambiamos cuando ya no nos resultan útiles o placenteras.

En contraste, el “amor sólido” consiste en una estructura de relacionamiento en la que la pareja posee los criterios, las actitudes y las habilidades para saber elegir, fundar, cuidar, desarrollar y autorrestaurar las relaciones. El cúmulo de información disponible actualmente en nada contribuye a un verdadero proceso formativo sobre el amor y, por el contrario, facilita la desinformación y la confusión.

Cuestiones como la relación hombre/mujer, la superación del paradigma machista y del feminista radical por el de la complementariedad, sobre la base del respeto de sus iguales atributos personales y de su diversidad masculina y femenina; las claves y los rituales de la amistad en la pareja; saberse llevar según los diversos rasgos caracterológicos y de temperamento; comprender y respetar los lenguajes afectivos de los seres queridos; armonizar las prioridades vitales; vivir los aspectos reactivos y activos del amor; comprender el matrimonio como la unión ecológica a la que invita psicológicamente el enamoramiento; la actitud de la comunicación no violenta; el manejo de desacuerdos y conflictos; la inteligencia afectiva para mantenerse enamorados son todos factores que nos permiten hacer el tránsito de la superación del conflicto a una real consolidación de la paz entendida como concordia en la relación entre las partes.

La necesidad del amor sólido se fundamenta en la segunda razón que propone Donati (2013) por la que es esencial la familia: la institucionalización de las relaciones familiares, que nos recuerda por qué es necesario que la sociedad promueva su formalización, esto es, enmarcar el vínculo familiar en un conjunto de normas entre los esposos, con los hijos y con la sociedad, para que sean acatadas y para que los sujetos que la conforman puedan beneficiarse de ellas. Uno de los aspectos que llama a la regulación familiar es el relativo a las relaciones sexuales:

Lo importante es que la sociedad no puede generalizar modelos de comportamiento en los que las relaciones sexuales no estén de algún modo reguladas, de acuerdo con las fuerzas que la sexualidad pone en juego y con los efectos sociales que produce. La idea de que la sexualidad puede ser completamente separada de sus implicaciones relacionales (y no solo el hecho de engendrar hijos) para convertirse en una pura fruición erótica individual, no puede no encontrar serios límites sociológicos. Se trata de límites no solo de orden público (es decir, de control social), sino también de efectos problemáticos en el plano psicológico y subjetivo en los mismos sujetos de las relaciones interpersonales. (p. 25)

En este orden de ideas, el grado de institucionalización de la familia presenta una situación ambigua, tanto en lo normativo como en la regulación social. Desde el punto de vista legal, en Colombia se ha establecido que la familia es el núcleo central de la sociedad y como tal debe custodiarse; así quedó establecido en la Constitución, en la Ley General de Educación (Ley 115 de 1994) y la Ley Integral de Protección de la Familia (Ley 1361 de 2009). Simultáneamente, la ley ampara las uniones de hecho y protege las relaciones que establecen las personas al margen de su unión marital formal.

Desde el punto de vista de la regulación social, en una muestra de 50 países de los cinco continentes, Colombia poseía la tasa más baja de matrimonios formales, en comparación con el índice de cohabitación del World Family Map (STI, 2017); es decir, es el país de la muestra en el que menos se formalizan las uniones matrimoniales. Ese mismo reporte señala que los niños que hacen parte de hogares en cohabitación poseen un riesgo significativamente más alto de enfrentar sucesivos cambios de parejas protectoras, en comparación con los que pertenecen a hogares formalmente constituidos.

Simultáneamente, el país se ha sumado al movimiento Me too, que denuncia abusos sexuales que históricamente habían sido callados, lo cual se constituye en una prueba fehaciente de que la sexualidad no es asunto exclusivo del individuo, sino que tiene implicaciones sociales y públicas significativas. La difusión mediática es una forma de regulación social que aparece como mecanismo ex post, luego de que han sucedido eventos trágicos. Sin embargo, el propósito de la regulación debe tener, sobre todo, efectos ex ante que nos permitan prevenir situaciones tan dramáticas.

Hay, por tanto, una relación directa entre regulación de las relaciones sexuales y vulnerabilidad; el problema está en que el desconocimiento del lugar de la familia en este esquema regulatorio nos pone ante una realidad compleja: el espectro de grupos de población vulnerable ha crecido hasta hacerse casi universal; en los acuerdos pactados entre el Gobierno de Colombia y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en 2016, la población vulnerable incluye: “las mujeres, los pueblos y comunidades étnicas, población LGBTI, los jóvenes, niños y niñas y adultos mayores, las personas en condición de discapacidad, las minorías políticas y las minorías religiosas” (Oficina del Alto Comisionado para la Paz, 2016, p. 47).

En términos de género, al único grupo de población al que no se le reconoce ninguna forma de vulnerabilidad es el que podríamos denominar “hombre adulto no mayor”. Esto se traduce en políticas que dan prelación a los derechos individuales sobre los del colectivo, como en los casos en los que se diseñan subsidios y estrategias de responsabilidad social para favorecer a mujeres cabeza de hogar. Tanto los estudios como la evidencia empírica muestran que estos enfoques tienden a perpetuar la condición de vulnerabilidad de las personas que se quieren proteger.

Necesitamos dedicar una mirada más detallada al fenómeno actual que busca proteger a la mujer porque en ella está implícita una mirada de temor respecto al hombre, que es considerado un victimario potencial; la tipificación penal del delito contra la mujer es una muestra de ello. Allí donde se fomenta la denuncia de los casos de violencia contra la mujer, al margen de cualquier intervención de rehabilitación sobre el varón y el núcleo familiar, se desconoce que ese hombre, luego de pagar la pena impuesta, en un buen número de casos volverá a encontrarse con la mujer que lo denunció y a convivir en condiciones de mayor resentimiento.

No basta con reconocer derechos fundamentales al hombre, a la mujer, al niño, al adolescente en forma fragmentada, es decir, concibiéndolos como individuos aislados, porque este individualismo los reduce y, con esta reducción, se empobrece el reconocimiento de sus derechos fundamentales. La verdad de la persona humana es que es un ser familiar: hijo, hija, hermano, hermana, padre, madre, cónyuge; una identidad articulada en relación con otras personas.

¿Puede considerarse, entonces, que la familia sea el caldo de cultivo para la generación de ambientes de violencia? Donati (2013) sugiere que, más bien, la familia ha sido atacada por diferentes agentes del entorno, que han dado lugar a la cultura del amor líquido, con lo cual esta termina por convertirse en una nueva víctima invisible de la violencia estructural de nuestra sociedad:

Se toma como punto de partida el hecho de que en tantas familias se dan violencias y abusos sobre las personas para criticar a la familia como tal. Con esto, se comete el error de confundir las responsabilidades de los individuos que actúan bajo la influencia de ciertos procesos societarios (mass media, modelos de consumo, difusión de la droga, etc.) con la validez de la institución familiar como tal. (p. 199)

Es necesario promover la responsabilidad del varón dentro de la sociedad, la responsabilidad familiar y civil antes que la penal, a la vez que reconocer que toda forma de violencia contra la mujer también lo es contra la familia, que debería ser el primer grupo vulnerable en Colombia, y el primer destinatario de políticas públicas que den vida a las leyes vigentes.

LA COMUNIDAD

La Fundación Ideas para la Paz (FIP) entregó, en 2017, el informe de su trabajo en regiones especialmente afectadas por el conflicto. Su objeto era “diagnosticar las dinámicas del conflicto armado en las regiones e identificar las capacidades y desafíos del posconflicto desde la perspectiva comunitaria e institucional” (FIP, 2016a, p. 13). Este trabajo logró recoger información sobre numerosas experiencias y formas de organización social que han surgido en estas regiones. En el estudio se identificaron más de 140 formas de organización social, entre afrodescendientes, gremios, mujeres, indígenas, jóvenes y víctimas, además de las múltiples iniciativas de paz que han surgido en estas regiones, como consecuencia del impacto de la violencia (FIP, 2016b). Con todo, uno de los resultados negativos que destaca el estudio es “el incumplimiento sistemático de los acuerdos realizados entre el Estado y las comunidades, así como la ausencia de coordinación entre las instituciones de orden nacional de cara a estos acuerdos” (FIP, 2016a, p. 27); es el reclamo recurrente sobre la ausencia del Estado, justamente en las regiones más apartadas y, por tanto, más vulnerables.

¿Qué nos dice este contraste entre la capacidad de iniciativa por parte de las comunidades locales y la evidencia sistemática acerca de la incapacidad “del Estado” de llegar a los lugares más apartados de un país que se caracteriza por su alta complejidad geográfica y cultural?

Por una parte, que aun en las comunidades más apartadas y probablemente con menores índices de educación formal se encuentran capacidades reales de organización social, las cuales no solo reflejan una iniciativa real para la superación de sus dificultades (afán de supervivencia), sino, sobre todo, capacidad reflexiva para aprender de lecciones pasadas, especialmente de las dolorosas. Sin embargo, el llamado de atención por la ausencia del Estado en una nación de tradición altamente centralista nos remite a la pregunta sobre la noción misma de Estado y su real capacidad para atender “las necesidades” de la población, especialmente la más marginada.

En uno de los ensayos encargados a la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas, Javier Giraldo cita al profesor Anthony Honoré para ilustrar una postura según la cual el Estado es ampliamente responsable de la provisión del bienestar de sus ciudadanos:

¿Cuáles son esos deberes? Es más fácil responder si pensamos en el Estado en cuanto comprometido con sus súbditos en una empresa cooperativa de gran magnitud, la cual, en las condiciones modernas, abarca la mayor parte de los aspectos del bienestar. El Estado cuyos deberes estamos intentando dilucidar es el que controla la mayor parte de los recursos de la comunidad y que ha asumido grandes responsabilidades frente a ella. Los deberes de este tipo de Estado frente a sus súbditos pueden ser análogos a los de los padres que se encargan de satisfacer las necesidades básicas de sus familias y ocuparse sobre todo de los hijos. (2014, p. 7)

Pero el Estado es una ficción política y, por tanto, humana: es limitado, vulnerable y falible; de manera que el ideal de delegar a tal ente la responsabilidad por el “bienestar” de la población no puede dejar de ser una aventura con una probabilidad altísima de error, especialmente si consideramos las dificultades de acceso a numerosos rincones del territorio colombiano, por una parte, y lo aparatoso del funcionamiento de la burocracia estatal, por otra, que necesariamente aleja al Estado de las soluciones reales y oportunas a los problemas de las comunidades.

Una figura que resulta ser responsable de múltiples violaciones de los derechos humanos desde el momento en que aparece la idea misma de identidad nacional, no puede menos que suscitar cuestionamientos acerca de quiénes son los verdaderos responsables de dichas acciones. Queda también el interrogante sobre cómo diferenciar entre las acciones de agentes vinculados al Estado que actúan de manera proba y eficaz, de aquellos que solo buscan el interés particular en las cosas públicas.

Contrario al principio de personalización que se enunciaba al comienzo de este documento, el señalamiento permanente de la responsabilidad del Estado nos pone ante un agente omnipresente, pero anónimo, que invade todas las épocas, aunque carece de historia, porque no tiene más conocimiento ni más identidad que los que le confieren las normas abstractas; por esa misma razón, es difícil realizar respecto del Estado un ejercicio de memoria histórica, porque siempre habrá un nuevo sujeto o colectivo responsable de nuevas afectaciones de los derechos humanos. En estas condiciones, no hay un momento de corte, ni antes ni después, para decir ¡basta ya!

Hay una diferencia entre pensar el Estado como un ente abstracto que cuenta con la función legítima de definir modelos de organización social, especialmente en lo que se refiere a aspectos de seguridad, justicia, tributación u ordenamiento del territorio; y convertirlo en el protagonista omnipotente de una sociedad compleja, cuyos desafíos van cambiando con los lugares y los tiempos, a un ritmo al que no logra adaptarse un aparato que se rige por premisas de desconfianza y legalismo.

¿Es realmente responsabilidad del Estado satisfacer las necesidades básicas de la población? En caso contrario, ¿pensar en alternativas a la acción estatal significa exclusivamente apelar al mercado como criterio de distribución de los recursos?

La doctrina social cristiana ha recalcado permanentemente la conveniencia de incorporar el principio de subsidiariedad a la organización de las relaciones sociales. De acuerdo con este principio:

… no se puede quitar a los individuos y darlo a la comunidad lo que ellos pueden realizar con su propio esfuerzo e industria […] tampoco es justo, constituyendo un grave perjuicio y perturbación del recto orden, quitar a las comunidades menores e inferiores lo que ellas pueden hacer y proporcionar y dárselo a una sociedad mayor y más elevada, ya que toda acción de la sociedad, por su propia fuerza y naturaleza, debe prestar ayuda a los miembros del cuerpo social, pero no destruirlos y absorberlos. (Pío XI, 1931, p. 79)

Una de las razones para apelar al principio de subsidiariedad es que son las propias comunidades locales las que mejor conocen sus problemáticas y, por tanto, las que tienen la capacidad de generar las soluciones más apropiadas. Adicionalmente, este principio va de la mano del principio de solidaridad, que invita a las comunidades a asumir recíprocamente las necesidades de sus pares. Enfatizar la responsabilidad del Estado en la atención de los asuntos locales significa, en la práctica, marginar a las propias comunidades y minar las bases de la organización social.

Por otra parte, Jacinto Choza (1980) ha mostrado que la política solo puede atender los requerimientos de la felicidad humana de manera parcial: las dimensiones ética y metafísica del ser humano dan cuenta de variables que no pueden ser atendidas por la acción política, sobre todo si se aborda desde la perspectiva del Estado. Por eso, no es conveniente asignar la responsabilidad por el bienestar a los agentes oficiales o, mejor, reducir la felicidad a un cierto estado de bien estar, en el que se olvida el llamado al bien ser. Se ha mostrado en diversas ocasiones que tanto la mirada estatista como la que se centra en el “libre juego de las fuerzas del mercado” reducen la persona a su dimensión estrictamente material (Polo, 1989), con lo cual quedan limitadas para abordar los problemas de la paz, de naturaleza esencialmente espiritual (Juan XXIII, 1963).

La mirada estatista de los problemas públicos ha llevado a reducir la discusión sobre centralización-descentralización a sus variables fiscales y burocráticas, y ha desconocido las posibilidades de acción pública por parte de las asociaciones civiles. Pensar la descentralización desde una mirada más amplia, que realmente abarque las diferentes dimensiones de la naturaleza relacional del ser humano debería posibilitar la identificación de mecanismos para avalar y apoyar las iniciativas cívicas locales en aquellos aspectos en los que se abordan asuntos de interés público. La tendencia a la conformación de alianzas público-privadas y de organizaciones que canalizan la gestión social de la empresa privada constituye avances significativos en esa dirección.

Cómo adaptar esos aprendizajes a regiones que han sido especialmente afectadas por el conflicto, justo porque no han sido del interés de la inversión privada, o porque esta se ha dado en un escenario que desconoce los intereses de los diversos actores involucrados, es decir, el interés general, es una tarea urgente a la que estamos llamados los actores académicos, políticos y sociales, si aspiramos a buscar verdaderas soluciones a las necesidades de comunidades apartadas, pero con capacidades de generar soluciones efectivas a sus problemas.

En conclusión, podemos afirmar que las comunidades locales llegan a invisibilizarse cuando se da prelación a la función estatal en regiones en las que, de manera objetiva, es altamente improbable que llegue la presencia efectiva del Estado, traducida en cuerpos de policía, acción judicial, infraestructura, etc., por las condiciones de la topografía de la región y por las limitantes presupuestales de la economía de nuestros países. Concentrar la mirada en el Estado favorece también el asistencialismo y estimula la inconformidad de los actores respecto de un agente que no es capaz de atender realmente sus necesidades, en especial porque son ellos mismos los llamados a atenderlas; los efectos más negativos de esta circunstancia están en que distraen a las propias comunidades de la reflexión necesaria para generar las soluciones correspondientes, además de que terminan por infravalorar los esfuerzos locales que se realizan al interior de las comunidades para construir modelos de desarrollo a la medida de sus condiciones.

REFERENCIAS

ACR (2015). Proceso de reintegración a la vida civil en Colombia. Memoria de la sesión de estudio del Grupo de Estudios en Educación para el Posconflicto. Bogotá. Recuperado de http://intellectum.unisabana.edu.co/handle/10818/26475.

ACR (2016). Preguntas y respuestas sobre la dimensión familiar. Recuperado de http://www.reintegracion.gov.co/es/la-reintegracion/Paginas/faqs-familiar.aspx

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Notas

1 José María Barrio afirma que el hombre “necesita saber qué es para serlo”, y cita a Kant en su referencia a la “humanización del hombre” como parte del proceso educativo. Desde esta perspectiva, podemos llegar a ser más humanos, independientemente de que seamos o no violentos (Barrio, 2007).

2 Las dimensiones de la ruta de reintegración son: personal, productiva, familiar, hábitat, salud, educativa, ciudadana y de seguridad.

Enseñemos paz, aprendamos paz

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