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El condicional es una suerte de futuro del pasado

Hola, bienvenidos a mi manual de gramática.

Mi nombre es Emilia, vivo en Bogotá y estoy cerca de cumplir 30 años. A partir del número 30 es válido escribir los números con números, pues hacerlo en letras equivaldría a tres palabras (y, ¿quién tiene el tiempo?); del veintinueve hacia abajo por favor mantenga las letras y la única palabra con la que se escriben, salvo que se trate de una fecha.

Puede que yo no sepa cómo funciona nada, pero sé cómo funciona nuestro idioma español.

Hoy es sábado y estoy en casa. Los sábados se han convertido en días difíciles para mí.

¡Ay, no! Acabo de darme cuenta de que usar «bienvenido» como saludo es un calco horroroso del inglés welcome, un ejemplo de cómo nuestro idioma se convierte en un adefesio anglizado y a nadie le importa. Pero no lo voy a borrar. Hoy no borro nada.

Lo correcto sería:

Hola, buenos días (o buenas tardes o buenas noches: cualquier momento es oportuno para la gramática), reciban la bienvenida al manual de gramática de Emilia Restrepo.

En esta oración la palabra bienvenida cumple como sustantivo, y es bajo esta categoría gramatical que siempre ha existido en español. El saludo y el adjetivo son yanquis.

Volvamos al manual: no es una entrada como para echar cohetes, pero tampoco está mal. Es seria e intencionada, como yo. Les prometo que después nos iremos soltando.

En la introducción podría poner lo siguiente:

Este manual, el manual de gramática de Emilia Restrepo Williamson, una orgullosa instructora colombiana de ascendencia irlandesa (aquí iría una fotografía sonriente de su segura servidora, un testimonio de lo bien que me fue en el mestizaje), cuenta con el patrocinio de la señora Genoveva Williamson, mi mamá, y se enfocará en revisar aspectos puntuales de los tiempos verbales. El primer capítulo está dedicado al futuro (al condicional, en realidad, que hace parte del futuro), el segundo al pretérito anterior, el tercero al presente. El último está reservado para uno de los modos de nuestro idioma: el subjuntivo, que se encuentra en el presente, el pasado y el futuro, el futuro subjuntivo que ya nadie usa, tracamandada de ignorantes.

(Sobre el idioma inglés volveremos a reflexionar en el apartado gramatical del tercer capítulo de este manual, que lleva por título «El presente no debería de representar ningún problema».)

Como ya he dicho, hoy es un día difícil para mí, pero trataré de ejecutar con donaire y elegancia. Puesto que siempre es mejor apoyarse en ejemplos, tomaré como base mi vida en los últimos diez años: una vida como cualquier otra, una vida decente, una vida entregada al conocimiento, una vida colombiana. Hay gente que sostiene que una vida colombiana no puede ser decente ni puede estar entregada al conocimiento. Les demostraré a estos bausanes que están equivocados.

¿Y por qué comenzar por el condicional?

Porque en realidad no importa por donde uno comience, siempre les digo a mis alumnos.

No. Un momento.

En realidad, no importa por donde una comience.

En Bogotá es todo un tema esto del uno vs. una. Hace unos años, lo recuerdo con claridad, permanecí atenta a cazar un «una» saliendo de la boca de alguna de mis conciudadanas. Llegué al extremo de considerar la opción de un estímulo económico, cien mil pesos o una cifra similar. No conozco ninguna bogotana que rehúse cien mil pesos, sea cual fuere su procedencia. Habría sido todo un acontecimiento: abordar a la ganadora, congratularla por su correctísimo español y hacerle entrega de su premio. Pero no sucedió, desde luego que no sucedió: rígidas cual si se hubieran tragado un poste, todas se apoyan en «uno», incluso cuando es una referencia exclusivamente femenina. Algo como esto: «Uno no debe confiar en los hombres». Ergo, si algo sé en esta vida es que de la boca de una bogotana jamás saldrá un «una»; y este es un asunto que trasciende la corrección lingüística. ¿Quién dijo que a las colombianas les importa la corrección lingüística?

La verdad es que no sé cómo será este asunto en otros países.

Perdón, sé que estoy dando muchas vueltas, pero es que estoy nerviosa. Comenzar algo siempre me pone así.

Haciendo de lado lo urgente, pasamos a lo importante.

Estamos en 2006, es sábado, estoy en casa, me acabo de despertar y hay una imagen que no me puedo sacar de la cabeza.

Tal vez soñé con ello, aunque no estoy segura. Es una de esas cosas que comienza como un sueño y en últimas no se sabe a qué lado pertenece. Pero es real, es muy real, tan real como Faustino Carreño.

Sé que sería más fácil evitar el tema, hacerlo de lado, ignorarlo, pero se van juntando los años y la imagen cobra una nitidez que bien podría hermanarse con la desesperanza, casi con la exasperación.

Faustino ingresa al coliseo abarrotado de graduandos, da dos cabezadas, me ubica cual si me pudiera oler —a lo mejor podía—, serpentea hacia mi posición.

Aquello sucedió en otro país, casi en otra galaxia, en el año de 1996.

Faustino ingresó al coliseo abarrotado de graduandos, dio dos cabezadas, me ubicó cual si me pudiera oler, serpenteó hacia mi posición.

Soy de reprender a mis alumnos por alternar presente y pretérito en los primeros momentos de un escrito. Ni modo: yo lo divisé cuando se hallaba a pocos metros. Con toda seguridad, él me había avistado, o me hubo avistado, mejor, desde su feliz irrupción en el recinto, veinticinco dólares en el bolsillo (o en la mano, ya que puedo afinar el recuerdo), la sonrisa que se le salía de la cara, las encías en display (al no encontrar una mejor palabra en castellano —exhibición no me convence, despliegue suena a acción militar o, peor, futbolera—, me quedo con display en cursiva, que es como se deben anotar las palabras en otro idioma si bien todo el mundo sabe esto y casi ni vale la pena anotarlo); la curiosa, por otorgarle un epíteto, pelusa crespa que coronaba sus dos, máximo tres dedos de grasosa frente.

¿Qué habrá sido de Faustino, inmigrante ilegal, alienígena?

Supongo que todavía está en la ciudad de Oklahoma. Esa gente es poco lo que se mueve después de haber hecho su gran viaje. Esa gente. En el caso de Faustino —nunca me habló al respecto, o a lo mejor quiso pero yo no se lo permití—, hizo el camino, vaya a saber cómo, desde el estado de Coahuila, seguramente desde un pueblo minúsculo y miserable, para arribar a la capital del estado de Oklahoma, igualmente minúscula y miserable, si me lo preguntan. Bueno, de pronto no tan minúscula, o minúscula en las ínfulas de sus habitantes. Nada que ver con una metrópoli como Santafé de Bogotá, en todo caso. Escribo Santafé pese a que algún tarado le cercenó el nombre a mi ciudad con el cambio de siglo. Un conocido debía de tener, de otro modo sería difícil concebir su llegada a ese sitio específico. Un primo, me figuro, un amigo de infancia con quien compartió desdicha por un tiempo, a esto me refiero aunque nunca me llevó a su casa ni yo mostré la menor iniciativa o curiosidad por conocer más de su vida, mucho menos el lugar donde pasaba la noche.

Como sea, en la actualidad imagino a Faustino con al menos cuatro hijos de sendas y obesas mujeres chicanas. Sin duda, convivirá con alguna de ellas, se me ocurre que la última que le ofreció su lecho superpoblado de osos de peluche. Con toda seguridad, para no alejarnos del cliché, la gorda haraganeará por el hogar comiendo pollo frito o frijoles refritos o un supertarro de helado napolitano de los que se consiguen por menos de cinco dólares. Frijoles, dicen los mexicanos, palabra grave o llana, no fríjoles esdrújulos que son los que comemos en Colombia. Beans, en todo caso, en inglés. Desde este punto pretérito, desde Faustino, faltaría una década para que un gringo futbolista del estado de Nuevo México le dijera «beaner» a Esteban. Esteban, que terminó dentro de una patrulla policial, no le entendía al principio pese a haber estudiado el idioma más de la mitad de su vida, como toda la clase media bogotana... Me estoy adelantando: Ay, Esteban. Por lo demás, también es válido encerrar entre comillas hispánicas las palabras que pertenecen a otro idioma. Lo importante es destacarlas. Esteban es mi novio, por si no lo he dicho. El que se fue. Pero sigamos con Faustino.

Faustino no podía medir más de un metro con sesenta centímetros. Nunca me habría fijado en él de no ser porque tocó mi hombro derecho la tercera semana de clases del semestre de otoño de ese año escolar. Entonces yo me iba a acostumbrando a lo que era mi segunda experiencia en territorio estadounidense, esta vez como estudiante de intercambio en el estado de Oklahoma. En la primera, en el verano del año 92, mi familia y yo habíamos recorrido Disneylandia de arriba abajo y de abajo arriba mientras mis padres se ocupaban de perseguir a mi hermanito y yo montaba en las montañas rusas con mi tío Nacho. Tres años después el mexicano llegado de Coahuila tocaba mi hombro en una escuela pública de Oklahoma. Debido a que era la tercera semana, yo ya sabía quién pertenecía a la clase y quién no. Era la primera vez que lo veía, eso seguro. Me preguntó si hablaba español.

Mientras la pregunta viajaba los centímetros que nos separaban, noté su horrible olor a gripa y constaté su acento.

Era la primera clase del día, American History, que debe traducirse como Historia Estadounidense, no como Historia Americana. Es posible que la apropiación del adjetivo americano marcara el comienzo de todos los abusos de aquel país… Pero bueno, ya se lo robaron, ya qué hacemos: en esta clase, un profesor de color, de un profundo color negro, no tenía muy buena idea de lo que hacía, pero lo que no hacía lo hacía con tal confianza que en los años como docente nadie se había quejado de sus disparates, como es improbable que alguien se queje de un profesor simpático que aprueba a todo el mundo. Es algo que sucede con los docentes, ahora lo sé. Si no proyectan seguridad están perdidos, y míster Jackson proyectaba una seguridad que se sustentaba en su más de un metro noventa de altura y en sus proverbiales carcajadas que retumbaban en las paredes del recinto y eran ecadas todas las veces por los alumnos, no sólo por los afroestadounidenses.

Yo nunca me reí, y no sólo porque no entendiera.

(Dos consideraciones lingüísticas: 1. el verbo ecar no existe, pero debería. 2. Mucha gente rústica escribiría esta oración de la siguiente manera: «El verbo ecar no existe, pero debiera». Típica situación de condicional contra pretérito imperfecto de subjuntivo. En este caso debe optarse por el condicional, pues es lo correcto. Y si la Academia lo considerara, tendría que aceptar el verbo ecar. Es de esta manera que se arma la oración condicional: un pasado en la cláusula subordinada, considerara, y un condicional en la matriz, tendría, que es en realidad una forma de futuro. Lo explicaremos luego, no hay afán.)

Fastidiada, sin voltearme pero sabiendo que era el chiquitín mexicano quien me interpelaba debido a que el profesor se había permitido una broma con mi nacionalidad; y Faustino, sin siquiera hacer un esfuerzo por disimularlo, punzante como el Chavo del Ocho halló su camino desde la parte de atrás del salón hasta el escritorio vacío que estaba justo detrás de mí. Repuse sin quitar la vista del frente:

—Sí.

Ahora me resulta difícil de explicar, pues el inglés de Faustino era prácticamente inexistente; no sé cómo entendió la alusión, que en realidad fue un flojo chiste sobre qué había en mi maleta, dado mi pasaporte colombiano. Míster Jackson era amigo de ese tipo de comentarios. A partir de este punto y pese a mi respuesta cortante —o tal vez debido a ella— Faustino siempre se sentó cerca de mí en esta primera clase del día, la única en la que coincidíamos.

En esa tercera semana de clases yo ya me sentaba al lado de Kirsten Gaston, mi amiga white trash con quien tantos momentos compartí. Desde que se enteró de mi antecedente suramericano en la primera clase, Kirsten dio todos los pasos para convertirse en mi inseparable. Yo hacía lo posible por que no se me notara, pero me sentía desprotegida por la cercanía de tan variopinta gama de adolescentes afros y chicanos, y ciertamente aprecié su compañía y pertreché su amistad lo mejor que pude. Hay más para decir sobre mi amiga Kirsten, cuyos muslos, en el momento en que redacto esta oración, deben de pesar al menos cien kilos.

Antes de que lo olvide, en relación con dos oraciones que recién escribí (… hasta el escritorio vacío que estaba justo detrás de mí.», y «… Faustino siempre se sentó cerca de mí»), muchos de mis compatriotas las escribirían con el posesivo mío, hasta el escritorio vacío justo detrás mío, y Faustino siempre se sentó cerca mío. Error, desde luego, generalizado no sé a razón de qué. Puede que así suceda con los errores: van de boca inculta en boca inculta y ya nada los detiene. Mío, en su calidad de pronombre posesivo, sólo puede ser usado en oraciones posesivas, del tipo el libro es mío, o para ponernos más prosaicos y para nunca olvidarlo, como dice la popular canción mexicana: «¡Mío… ese hombre es mío!».

Esta es otra de las cápsulas informativas que nunca faltan en mis clases.

Volviendo a Kirsten y al primer día de clases: después de la presentación, míster Jackson nos hizo leer del libro de texto y cuando me llegó el turno pasé el tractor de mi inglés de colegio bilingüe bogotano por la hoja, a lo que la gringa me miró con sus ojos verdes, que escondían todo lo que escondían. Cuando el profesor dio la señal para que el alumno de atrás prosiguiera, Kirsten no se pudo contener.

—Where are you from?

—I’m from the beautiful country of Colombia —sigo sin saber por qué respondí como una reina de belleza. Le tendí la mano, que fue recibida con maliciosa sonrisa.

Al finalizar la clase, Kirsten me arrastró hasta el extremo opuesto del colegio. Bajamos escaleras, subimos escaleras, atravesamos patios. Finalmente estreché la mano de su otro amigo suramericano, Agustín, quien departía con unos compañeros.

En una nota que habla bien de la educación estadounidense, vilipendiada desde todos los rincones del orbe, Kirsten sabía que Colombia y Argentina quedaban en Suramérica. Esta conexión me llevó a conocer a Agustín.

Nunca olvidaré lo primero que le dije (era guapísimo):

—¿Eres argentino?

¿Qué podía responder a tal estupidez?

—Desde que nací.

A partir de entonces, todas las mañanas lo encontrábamos al salir de Historia Estadounidense. El argentino siempre estaba sonriendo en la mitad de un grupo de gente con su cara pálida y su pelo despeinado y su incipiente barba. Provenía de la ciudad de Rosario; su padre había sido trasladado a principios de los noventa a los Estados Unidos, y viajó con toda la familia, un cambio que pretendía mejorar la vida de sus hijos, al menos desde un punto de vista futbolístico. Debido a la presencia mayoritaria de hispanos en nuestro céntrico colegio en la ciudad de Oklahoma, cuyo nombre prefiero omitir, el fútbol había dejado de estar en el sótano de preferencias en lo relativo a deportes practicados. Aparte de sus otros talentos, o tal vez su único talento, Agustín era el corazón del equipo de fútbol, una suerte de jock rioplatense trasplantado al Medio Oeste gringo, algo de lo que vine a enterarme conforme pasaba el tiempo. El equipo estaba compuesto en su mayoría por chicanos, pero había también un negro, dos blancos y varios estudiantes de intercambio. Era de todo lo que hablaban, los pobres.

Hacia mediados de semestre mi rutina ya estaba consolidada: Wayne (mi «padre anfitrión») me llevaba en la mañana al colegio, yo entraba a Historia Estadounidense, me sentaba al lado de Kirsten, evitaba a Faustino —que siempre llamaba mi atención con alguna pregunta tonta—, y salíamos juntas a buscar a Agustín, quien siempre estaba en la mitad de la acción. El argentino siempre encontraba el modo de notar mi presencia, en un sentimiento de posible hermandad suramericana.

Una mañana hablábamos de cualquier cosa cuando de la nada emergió Faustino.

—¡El Tino Asprilla! —exclamó Agustín. Era una alusión, desde luego, al futbolista colombiano que yo conocía de oídas. Tardé veinticinco minutos en explicárselo a Kirsten cuando me preguntó por ello instantes después.

—Argento —devolvió Faustino con la tranquilidad con que se saluda a un igual. Pasó por el medio de las dos señoritas que allí nos hallábamos y le dio la mano al estilo mexicano, es decir, no le dio la mano sino más bien se la chocó para después volver a chocar el puño cerrado con la misma mano. Años después, Esteban tendría problemas para acostumbrarse a esta forma de saludo.

Kirsten y yo nos miramos confundidas. Agustín nos lo presentó.

—Les presento a Faustino, chicas —apuntó en inglés.

Kirsten se apresuró a estrecharle la mano. Yo lo hice después, incómoda pues ya sabía quién era y porque era feísimo, y a veces estas cosas resultan molestas. No sostuve su mirada; me excusé y me retiré a la siguiente clase. Kirsten se quedó con los muchachos. Me gusta pensar que los tres acompañaron mi desplazamiento con su mirada, si bien sólo estoy segura fehacientemente de que fue el mexicano quien lo hizo.

Nos volvimos a ver a la hora del almuerzo. Kirsten, como tenía clase en el aula del lado, pasaba por mí y juntas hacíamos la fila del almuerzo subvencionado por el gobierno: una hamburguesa que sabía a caucho, papas grasientas y leche achocolatada. Si hay que decir algo positivo de la gringa es que me tenía paciencia desde un punto de vista lingüístico; era putona, como más tarde quedó requetecomprobado, pero era paciente conmigo y se lo agradezco.

Hicimos la fila y caminamos con nuestras bandejas hasta encontrar un puesto libre. En esa ocasión hallamos sitio en donde almorzaban Agustín y un grupo de chicanos. Comimos en silencio hasta que se me dirigió la palabra.

—¿Qué decís, colombiana?

Todos los chicanos de la mesa voltearon a mirarme. Y yo les di lo que querían, maravillosas oraciones en impecable español bogotano, algún modismo, algún giro, hasta alguna palabrilla en inglés.

Esto, más, claro, mi agraciada y casi caucásica apariencia desencadenó la avalancha de cartas y notas que a lo largo de ese año me encontraba en mi locker. «Eres muy linda.» «Te quiero.» «Dame una chanza.» Estas y otras expresiones todavía se pueden leer allí; hasta dibujos me dejaron. Muy simpáticos, los chicanos. Algo scary, también, pero principalmente simpáticos.

Consultando de afán el diccionario, las traducciones de locker son las siguientes: cajón, gaveta, alacena, ropero, armario, cerrador. Ninguna de ellas, empero, denota lo que la palabra locker, es decir el espacio, la suerte de desván que a todos los estudiantes toca en suerte en instituciones educativas estadounidenses. En mi colegio, por ejemplo, como en muchos otros, dicha área llegaba desde el piso hasta más arriba de mi cabeza; con toda seguridad le sacaba unos buenos veinte centímetros al bueno de Faustino, no así a mi vecino de locker, a quien yo le llegaba hasta el ombligo y quien supo comandar nuestra escuadra de baloncesto, esa temporada, hasta la final del campeonato estatal. No recuerdo su nombre (¿Jamal, Lebron, Rashad?), pero recuerdo con nitidez cómo el primer día, cuando en la oficina me entregaron el candado oficial, después de vueltas y más vueltas alrededor de los infinitos pasillos del colegio, primero, y por todo el diámetro del candado, después, en impotente porfía por desentrañar la clave de la cerradura —estaba a punto de llorar—, una gran mano lo tomó, lo abrió delante de mis ojos y rápidamente me capacitó. Tres vueltas a la derecha hasta el primer número, dos a la izquierda hasta el segundo, y finalmente un giro a la derecha hasta la cifra final. Eso fue lo que dijo en inglés, acompañándolo todo con mayúscula sonrisa.

«Esta es bobita», debió de pensar.

—Senks —dije yo. O: senk iu.

Y es por todo el anterior párrafo que no he escrito la palabra locker en cursiva.

Todas las mañanas nos veíamos y él exclamaba:

—Watcha doin’ girl?!

A lo que yo devolvía, ya con más terreno ganado entre nosotros: Hey! Hello! What’s up? Muchas veces fue el mejor momento del día.

Con la llegada del invierno, incluso, cada vez que jugamos como locales asistí a observar a mi amigo afroestadounidense. Faustino, que para entonces ya era mi inseparable, me acompañaba. Me atrevería a afirmar, basada en la mera observación del coahuilense, que este deporte no se les da muy bien a los mexicanos. En cuanto a mi amigo basquetbolista, supongo que debió de asistir a alguna universidad con beca completa. Y quién sabe por dónde andará ahora. A lo mejor hace parte de la liga profesional. Como sea, va un afectuoso saludo acompañado de mis mejores deseos.

Dejemos de lado el locker y el baloncesto y retornemos al comedor, donde yo embelesaba a la chicanada con mi español mientras daba cuenta de mi almuerzo. Casi llegaba al final de uno de mis párrafos, los mexicoestadounidenses en éxtasis contemplativo, no así Agustín ni Kirsten que se habían trenzado en su propio intercambio. Agustín le tomó la cara, Kirsten fue a por su mano (favor leer con acento español, ya que, debo reconocer, yo hacía lo propio ante mis interlocutores), Agustín la esquivó, sonrieron. Todo esto lo observé con la esquina de mi ojo derecho. Mientras hablaba alguien me interrumpió.

—¿Me puedo sentar?

Faustino.

—¡Tino! —exclamaron todos al unísono, hasta la gringa.

Se sentó en el único espacio libre, a mi izquierda.

Antes de seguir, considero necesaria una breve nota sobre el ir por versus el ir a por. Copio directamente del diccionario pero meto la cucharada: «La expresión ir a por, usada con frecuencia [en España, principalmente, si bien los intelectuales arribistas de mi sufrida patria echan mano de ella de vez en cuando] pero no admitida por la Academia, suele emplearse como sinónimo de ir por [sin la preposición a], con un doble significado: ‘buscar o traer aquello que se indica’ y ‘perseguir a alguien, no dejarlo tranquilo [como Faustino con una servidora]’: ‘Ahora mismo voy a por la bicicleta’, ‘Es evidente que van a por él’. Sin embargo, ir por tiene un sentido del que ir a por carece, ‘estar algo dirigido a alguien’: ‘Atiende, jovencito, que esto va por ti [más o menos como yo me sentía enrostrándoles mi perfecto español a los chicanos ese día]».

Ya había terminado de comer cuando por primera vez sentí el codo derecho de Faustino en mi costado. Dejé mi oración sin terminar, lo miré, proseguí. Faustino era esa clase de persona: torpe de movimientos, sobreexcitada, inhábil. Agustín había dejado el toqueteo con Kirsten y pontificaba sobre el fútbol colombiano, un tema que no era ni es ni habrá de ser de mi dominio pero que siempre zumba a mi alrededor.

Por supuesto, se esforzaba por ser amable conmigo, con la colombiana, después de haber toqueteado a la gringa. Expuso sobre Carlos Valderrama, sobre Freddy Rincón, sobre «el Tren» Valencia, sobre Faustino Asprilla (todos miraron a Faustino con la sola mención del nombre).

Años después de esto, por una famosísima fotografía del citado futbolista tulueño, pude constatar que lo único que los hermanaba era el nombre y posiblemente el idioma. No me refiero a nada más: Faustino Asprilla es negro como la noche y talentoso para la práctica de este deporte, según he podido recabar; un genio, desde la óptica de Esteban, de mi tío Nacho y de Juan Sebastián, mi hermanito. Además, es políglota, millonario y tiene un gusto por la decadencia que lo aleja de Faustino Carreño, mexicano, norteño, inmigrante ilegal en Estados Unidos durante la década de los noventa (espero que ya haya arreglado su situación migratoria), bajito, trabajador, honrado y buen amigo.

Sin acabar de morder el pedazo de hamburguesa que tenía en la boca, Faustino interrumpió:

—Yo pensaba que en Colombia todos eran negros —dijo y palmeó mi hombro, me miró a los ojos y rio modosamente. Los demás soltaron la carcajada. En los dientes tenía restos de comida: seguro un pedazo de carne en los premolares y una yerba que no quise identificar en los incisivos.

—Pues ya ve que no.

Acto seguido, pergeñé en mi mente un par de comentarios que lo ofenderían, mas todo había vuelto a la normalidad: el toqueteo de Kirsten y Agustín, Faustino y su hamburguesa, los chicanos que comenzaron a retirarse no sin antes despedirse de mí y de los demás. En la mesa, muy a mi pesar, sólo permanecimos las dos parejas.

—Deberíamos hacer algo un día de estos —propuso el argentino.

Todos estuvieron de acuerdo. Yo no dije nada.

Es el momento para hablar un poco sobre Agustín el rosarino, de quien ya hice una somera descripción: cara blanca aunque no gringa, pelo despeinado, barba incipiente. También afirmé que no se le notaba incómodo en la ciudad de Oklahoma. Para esta aserción bastaba topárselo cualquier día: daba siempre la impresión de estar liderando un asunto de suma importancia, dirimiendo el curso de una disputa, satisfaciendo alguna necesidad —rasgos que de manera injusta, o no, yo habría de adjudicar con los años al carácter argentino.

No es el momento, pero por supuesto nos ocuparemos de la conjugación del verbo satisfacer, verbo irregular que causa tantos percances entre tantos hablantes de español.

Con Agustín, aunque es posible que mi recuerdo se difumine, todo sucedió en un día, que bien podría ser considerado, y creo que así se lo contaba a mis amigas Laura y Alejandra cuando volví a Bogotá, «El día de Agustín», «El día del argentino» o «El día del churro». Mis amigas celebraban el acontecimiento y me hacían contarlo una y otra vez en los primeros semestres de universidad, en los cuales feliz o torpemente coincidimos.

En esa época, y creo que todavía un poco, los argentinos estaban sobrevalorados entre la juventud colombiana.

—Cuéntanos lo del argentino, Emilia.

O exhibiéndome ante otras amigas:

—Emilia tuvo un novio argentino churrísimo.

A lo que yo, sólo por complacer, comenzaba a monologar.

No me desvío más pues ya les llegará su momento a Laura, a Alejandra, a todo lo que aconteció cuando regresé a Suramérica.

Esa tarde, la tarde de «El día del argentino», salí sola de la última clase, Apreciación del Arte. El otoño se convertía apaciblemente en invierno. Kirsten cursaba conmigo esta materia, pero como que ese día estaba enferma o borracha o algo. Yo, como siempre, caminaba desde ese bloque hasta el parqueadero, donde esperaba a que Sharon, mi «madre anfitriona», me recogiera. Sin embargo, algo sucedió ese día y quien me iba a recoger era Wayne. Se estaba tardando un poco.

—Che, Emilia —me interceptó Agustín camino a su entrenamiento de fútbol. Un cruce que le vamos a adjudicar al azar.

—Agustín.

—¿Qué hacés?

—Nada.

Conservo una fotografía de ese día. Muy a mi pesar, vestía una prenda conocida como body, cuya traducción me voy a permitir dejar como encargo, pero digamos que era una blusa ceñida al cuerpo que se vestía y se viste, si es que todavía no han prohibido su uso, igual que una camiseta. La diferencia estaba en que debía abotonarse allá abajo, si saben a lo que me refiero. También llevaba unos pantalones tejanos (jeans, desde luego, o blue jeans azules, como dijo Faustino una vez para apantallarme, siendo que en México siempre han dicho pantalones de mezclilla) que me llegaban hasta donde llegaban en esa época: muy arriba. En la imagen salgo sin chaqueta, pero sé que vestía una morada y grandota que me regalaron con ocasión del frío, que por la época comenzaba a ponerse de manifiesto en esa parte del mundo.

La fotografía fue tomada por la madre de Agustín, en casa de Agustín, después de ser asediada, quien esto narra, por Agustín.

Zapatos y eso la verdad es que no recuerdo.

Después de que nos saludamos, Agustín, seguramente con pereza de uniformarse y calzarse sus zapatillas y correr por el frío como un tonto, se quedó esperando conmigo. Para cuando Wayne llegó, el argentino ya había comenzado con el jueguito. Yo lo rebatía admirablemente pero sólo en mi mente, digamos que ante su «Mirá qué bonita que sos, colombiana», mi mente elucubraba de inmediato un «¿Así como Kirsten o menos, gran pendejo?». No obstante, sólo atinaba a decir:

—Ah, ¿sí?

Y él:

—Y… claro.

Como sea o como haya sido… creo que hasta se adueñó de uno de mis cuadernos con alguna excusa y se negaba a devolvérmelo si yo no accedía a ir a comer algo y dar una vuelta, tal y como si tuviéramos doce años en vez de diecisiete. Al principio me negué pretextando exceso de tarea. Fui cediendo hasta llegar al único obstáculo: Wayne.

Wayne, quien conocía a los padres de Agustín de algún lado, lo saludó con efusividad. A mí, como siempre, me hizo algún comentario amable.

—¿Van a comer?

Agustín asintió y Wayne se fue, después de pedirle que me condujera a casa una vez concluyera la cita. Todavía con mi cuaderno en la mano, Agustín caminó en dirección a su carro. Lo hacía con la seguridad de las personas acostumbradas a imponer su voluntad. No lo podía ver, pero estaba segura de que sonreía. No tuve otra opción que seguirlo.

Para que me pudiera subir, Agustín pasó todo lo que había en la silla (parafernalia futbolística, hojas sueltas, vasos desechables, algún que otro objeto inidentificable) al piso de la parte de atrás. Abordé el vehículo respirando pesadamente. Agustín inició el motor, puso a todo volumen «One of Us» de Joan Osborne, me palmeó la pierna, dijo «Vamos, nena» y pisó el acelerador. A medida que la canción y el carro avanzaban, el argentino y yo cantamos con toda la fuerza de nuestras voces, aunque yo cantaba «Dad» donde decía «God». Esta bien puede ser la mejor imagen que albergo de nuestro tiempo juntos.

Llegamos a un McDonald’s, Agustín estacionó, nos bajamos e ingresamos al restaurante. Las chaquetas permanecieron en el automóvil.

Adentro me preguntó qué se me antojaba, ordenó y pagó con su dinero. Nada se dijo mientras esperábamos. A lo mejor, teniéndome como quería, Agustín no sabía muy bien qué hacer conmigo. Cuando nos entregaron el pedido, cada uno cargó su comida. Escogimos una mesa alejada de la exigua concurrencia. Al sentarnos, tomé una de las papas fritas de su bandeja. No sé por qué lo hice.

En la mesa nos concentramos en la comida, pero cada tanto nuestras miradas coincidían. Era guapísimo, de verdad lo era. Modosamente, yo había dispuesto salsa de tomate en un tarro con un poco de mayonesa: la maravillosa «salsa rosada», que era un éxito con mi hermanito y mi tío Nacho. El argentino no se dio por aludido, y cuando lo insté a probarla, dijo «¡Vaya porquería!», pero rio en lo que yo me sonrojaba. Al rato, incómoda, me levanté de la mesa y caminé hasta la barra. Allí interpelé a la señorita afroestadounidense para que por favor se sirviera indicarme qué había que hacer para obtener un pitillo.

Lo único que obtuve fue un agresivo «What?», hasta que una mano tocó mi hombro.

—Qué querés.

—Un pitillo, quiero un pitillo.

—¿Un qué?

—Un pitillo —aunque casi digo ¡un pitillo, güevón, un pitillo!

Siguió sin entender, razón por la cual ejecuté la mueca internacional de quien bebe líquido por medio de un pitillo.

—Ah, una pajita, querés una pajita. Vení a la estación.

Fue así como aprendí esa palabra, que da toda la sensación de ser la correcta. Lo único que aprendí del argentino. Faustino, la vez que salimos a comer cuando los eliminaron del campeonato de fútbol, más adelante en el tiempo, no fue capaz de pasarme una pajita. «Popote, Emilia, se dice popote», declaró a la par que yo lanzaba un suspiro.

Pajita, pitillo, popote. Un caso parecido al de los zapatos para jugar al fútbol y al del color café, con denominaciones distintas en cada país hispanohablante.

—Straw! —intentó enseñarme.

—Estró —repetí yo.

Para cuando acabamos la hamburguesa y fuimos por un par de helados, me dio la impresión de que Agustín había dejado de lado la celada que dio origen a esta escaramuza. Lo digo porque se comportó como un joven decente. Me contó cosas sobre su vida y su familia, yo hice lo mismo, pero, en realidad, cuando recuerdo este episodio apenas nos veo hablando desde lejos, como si hiciéramos parte de una película y después de enseñar un par de escenas llegaran a ésta, agradable, limpia, bonita, en que la cámara abandona lentamente.

Sé que significó algo para mí, porque en los recorridos romántico-letárgicos que suelo emprender cuando tengo problemas para conciliar el sueño, el argentino siempre ocupa su lugar. Olvido a otros (siempre se me pasa el idiota de Gabriel Gutiérrez de Piñeres, por ejemplo), pero nunca a Agustín.

Ya con más confianza, lo siguiente sucedió cuando nos íbamos, mientras yo vertía el contenido de mi bandeja en la basura, y él, atrás de mí, sin duda chequeándome, aguardaba para hacer lo mismo. Quedaron más que confirmados sus diecisiete años cuando tocó mi hombro y yo, sin dejar de hacer lo que estaba haciendo, me volteé.

—Dame un beso —ordenó y, sin esperar respuesta, se abalanzó sonriendo.

Como la presa que se ve cercada, retrocedí, me moví a la derecha, esquivé. Fue inevitable que la bandeja junto con su contenido cayera en el bote de basura. Sonó de manera estridente. Los empleados y los pocos comensales voltearon a mirarnos. Yo caminé en dirección a la puerta de salida mientras Agustín anunciaba:

—Sorry! She is Colombian!

En el trayecto hacia su casa posó su mano en mi pierna de manera permanente. No la retiré, pero le daba palmadas cuando subía más de lo permitido. Cuando el carro se detuvo estábamos tomados de la mano. Nos besamos antes de entrar. Un beso intenso, húmedo, que yo no olvidaría en mucho tiempo. A quien primero conocí fue a su madre, que iba de salida, y entonces Agustín propuso ingresar a su habitación a ver un filme, que en honor a la verdad intenté observar hasta que resultó imposible lidiar con su testosterona. Seguimos besándonos, pero besos eran sólo la cuota inicial de lo que el argentino tenía en mente. En algún momento hasta su cosa me estrujó el costado. Intentó encaramarse. Tuve que ponerme de mal genio, hasta que comprendió que yo no era fácil (lo que sea que eso signifique), y finalmente salimos y cenamos con su madre, que ya había regresado con su esposo y su hijo mayor, quien en algún momento fue por la cámara fotográfica.

Un amor, la madre de Agustín. El padre me pareció algo presuntuoso. El hermano era extraño de una forma que no despertaba en mí ningún interés.

Sobre las diez de la noche, media hora más allá de mi toque de queda personal, Agustín me llevó a casa. Yo ya había tenido suficiente pero él seguía duro y dale con los besos y los toqueteos. Tuve que bajarme de mala manera, muerta de la vergüenza con Sharon y Wayne, quienes al parecer no lo notaron. En realidad, como una buena niña bogotana, nunca les di motivos de disgusto o preocupación.

Verdaderamente me encanta la solemne traducción al español del vocablo curfew.

Agustín, Agustín Facundo Casares, ¿qué será de ti, qué será de vos ahora, más de una década después? Te imagino todavía en Oklahoma, el rey de Oklahoma, el dandy de Oklahoma, una vida probablemente sin ninguna carencia, te ejercitarás un par de noches a la semana porque tienes unos kilos de más, no demasiados, sólo algunos; tendrás una mujer aria, agria y guapa, en forma y de pronto hasta instruida… No sé. Es casi seguro que tienes un par de niños lingüísticamente perdidos pero adorables. Tendrás un negocio de algo, me figuro, visitarás a tu madre los fines de semana y a tu hermano en la cárcel una vez al mes… Habrás ido un par de veces a la Argentina de vacaciones... Buenos Aires, Rosario, fotografías en los lugares paradigmáticos que ahora adornan con muy mal gusto la sala de tu casa: un campo de fútbol, el Obelisco, la Casa Rosada; no se si tengas dólares en abundancia, ni amigos en abundancia. ¿Te habrás topado con otra colombiana? ¿Seguirás frecuentándote con Faustino?

En fin, Agustín, que no sé si te desee lo mejor, pero también sé que no lo necesitas.

No mucho después de mi aventura en casa de los Casares, un sábado en la mañana, Agustín pasó por mí en su carro. Empotrada en el puesto del copiloto cual si fuera parte del asiento, la gringa Kirsten vestía una indecente minifalda que para nada correspondía con el clima. Para mi estupor, esa no fue la sorpresa principal que me aguardaba, pues cuando Kirsten inclinó su silla hacia adelante para que yo pudiera pasar (era un cupé), en el asiento de atrás, microscópico y sonriente, vistiendo los mismos jeans gastados y la misma camiseta blanca con las que seguramente había corrido por la frontera, estaba Faustino.

—¡Emilia! —exclamó feliz.

Cada tanto, en nuestro camino hacia el parque de diversiones, por el espejo retrovisor mi mirada se cruzaba con la de Agustín. Kirsten charlaba sobre cualquier cosa, Faustino miraba por la ventana. Al cabo de unos kilómetros nos detuvimos en una bomba de gasolina. Yo fui por un café; coincidí con Agustín cuando éste entró a pagar.

—Mirá, linda…

—No me tiene que explicar nada.

El lugar se llamaba Frontier City. Yo ya había ido con otros estudiantes de intercambio a los pocos días de llegar a la ciudad. En esta ocasión, por tanto, sentía que tenía todas las potestades para liderar el grupo. Para cuando llegó el mediodía habíamos montado en casi todas las atracciones. A la mayoría nos subimos respetando la formación que se estableció en el carro: el argentino y la gringa adelante, Colombia y México en la silla de atrás. Sin embargo, en un par de rides (vocablo con el que se alude a cada una de las atracciones) se quebró lo establecido: niñas versus niños en unas, cambio de pareja en otras, incluso todos en el mismo vagón. Con todo, el lugar en donde yo me encontraba siempre daba la impresión de ser el menos divertido. Agustín y Kirsten: alboroto, coqueteo, risas; Agustín y Faustino: patanería, bullicio, testosterona; Faustino y Kirsten: risas, diversión, ¡coqueteo!

Emilia y Faustino: al principio, nada, respetuoso distanciamiento. Poco a poco me comenzó a divertir su gesto de ¿qué-hago-acá-jugando-con-mi-vida? A partir del almuerzo, cuando todo comenzó a importarme poco, antes de ponerme triste, ya le hablaba con naturalidad. Al final del día ya éramos amigos. Un tipazo, Faustino, sin duda.

Emilia y Kirsten: todo el día pugné por recordar las causas por las cuales pasábamos todo el día juntas en el colegio: risa franca iba, risa gazmoña venía. Sin embargo, saliendo de una de las atracciones me dejó en ridículo ante los muchachos, quienes rieron a pierna suelta cuando Kirsten les mostró mi gesto en la fotografía instantánea que le toman a la gente mientras está allá arriba. A mi lado, la gringa sonreía con toda la boca, los brazos en alto; yo, en cambio, agazapada sobre mi silla, las dos manos apretando el tubo como si la vida se me estuviera escapando, la cabeza entre los hombros. Un gesto muy parecido al de Faustino, que hizo que todos rieran pero principalmente Agustín, en secreta comunión con la yanqui. Desde ese día, desde ese instante mismo, nuestra relación comenzó a deteriorarse, al punto de que al final del año escolar apenas cruzábamos palabra y sólo me despedí de ella por no ser tildada de grosera.

Emilia y Agustín: ¿existió alguna vez tal denominación; digo, fuera de la vez que estuvimos en su cuarto, la luz apagada? La primera vez que coincidimos, por iniciativa suya, con Faustino y Kirsten carcajeándose adelante, fue en una atracción de las más aburridas. Vueltas y más vueltas con música estridente de fondo. Ya para el segundo giro tuve que retirar por vez primera su mano de mis piernas. La física, sin embargo, le sirvió de excusa para invadir mi espacio. Sabía que yo no haría nada para atraer la atención de la pareja de adelante. Al final, y harto me he arrepentido de esto, me contemplé correspondiéndole su tonto juego.

Cuando nos dio hambre fuimos a almorzar. Hay que reconocer que Faustino había mejorado su técnica de comer hamburguesas. En realidad, una hamburguesa es un taco con ínfulas, y Faustino siempre asimiló bien el conocimiento. Un rasgo de inteligencia, sin duda. El mexicano estaba a mi izquierda, Kirsten y el argentino del otro lado de la mesa. No bien terminé mi comida, me excusé para ir al baño. Allí me compuse un poco. Al salir, en una especie de vestíbulo que daba entrada, Faustino se miraba al espejo mientras se arreglaba el bigote. Lo contemplé por un instante.

—Faustino, ¿te puedo decir una cosa?

Me miró brevemente.

—Es con respecto a tu bigote.

—¿Qué hay con mi bigote? —No cesaba de jalarlo ni de mirarse, abriendo los ojos y torciendo la cabeza en distintos ángulos.

—Puede ser eso mismo, que no le alcanza para ser bigote.

—…

—Es decir, y por favor no lo tomes a mal, está en una etapa en que no es ni bigote ni bozo, y ese es el origen de sus problemas —me sentí satisfecha de mi oración.

—Ah —pareció no importarle, aunque dejó de hacer lo que hacía. Por un segundo conectamos miradas a través del espejo. Me miró con gravedad, pero poco a poco su cara fue cambiando de gesto hasta que afloraron los dientes. El pobre también era mueco.

Volvimos juntos a la mesa. Yo, consciente de que podía haber herido sus sentimientos, buscaba decir algo para levantarle el ánimo. Casi comento sobre sus mejoras a la hora de comer hamburguesa1.

En la mesa, sin reparar en nada de lo que les circundaba, Kirsten y Agustín se besaban de manera asquerosa.

Faustino y yo contemplamos el espectáculo hasta que el argentino abrió el ojo derecho. Puesto que no supimos qué más hacer, nos sentamos de nuevo. Kirsten se levantó sonriendo y fue hacia el baño. Yo no podía sostener la mirada de Agustín, ni siquiera la de Faustino. Miraba al piso.

La gringa se tomó todo el tiempo del mundo para volver donde estábamos. En algún momento Agustín y Faustino comenzaron a hablar de otro tema, aunque todos éramos conscientes de la incomodidad que casi se podía sentir en el aire. Yo no dejaba de mirar al piso, siempre me ha sido imposible ocultar lo que siento. ¿Y qué sentía? Es difícil de explicar, y no me voy a poner ahora en ello, por favor. Sin que yo recuerde cómo se llegó a tal acuerdo, el resto de la tarde las dos parejas emprendimos caminos distintos. El coahuilense y yo dimos una vuelta por el acuario. Esa era mi suerte, esta es mi suerte, pensaba yo, atrapada en esta ciudad de mierda con este delincuente en ciernes. Estaba siendo injusta con mi compañero. Sentía ganas de llorar.

Faustino no decía nada, simplemente caminaba a mi lado.

Después sobrevino una escena bastante rara, casi surrealista. Mientras veíamos los tiburones —es decir, mientras Faustino veía los tiburones y exclamaba «¡Güey!» como comienzo, contenido, puntuación y finalización de sus oraciones, y yo miraba en esa dirección, viendo tal vez otra cosa—, Faustino me tomó la mano. Fue algo tan sorpresivo que no hice nada por liberarme, pero pasados unos segundos miré en su dirección. Allá abajo estaba Faustino y me miraba con los ojos totalmente abiertos. Sentiría, supongo, que su momento conmigo había llegado; sentiría, digo yo, deseos de besarme, deseos que no se permitió ejecutar. Lo peor es que yo no sé qué habría sucedido si lo hubiese intentado. Cuando pareció que me iba a decir algo, solté su mano, caminé hasta una banca y de repente me sentí agotada. No sé cuánto tiempo transcurrió, pero ya casi se hacía de noche cuando Faustino me trajo un vaso de agua. Rehuyó mi mirada en todo momento.

Agustín me condujo a mi casa la primera y en ningún momento miró por el retrovisor. La gringa no me dirigió la palabra, evidenciando tal vez su superioridad en constantes y groseras carcajadas que el argentino celebraba, no así mi compañero en la silla de atrás. Cuando yo estaba a punto de apearme del cupé, el mexicano posó su mano en mi hombro izquierdo como diciendo lo siento.

En lo referente a la palabra bigote, «pelo que nace sobre el labio superior», ha de ser la correcta, si bien mostacho es un bigote grande y espeso, al estilo del mero macho mexicano (que no es el caso de Faustino, o no lo era en el año 96; esperemos que su situación, al menos en este sentido, haya cambiado). Bozo, por otra parte, es exactamente lo que yo creía que era: «Vello que apunta a los jóvenes sobre el labio superior antes de nacer la barba». Un bozo con ínfulas de bigote era lo que tenía el buen Faustino, al cual una servidora hizo referencia sin pretender en ningún segundo herir sus sentimientos. Comoquiera, el lunes siguiente llegó a clase correctamente afeitado y una no podía afirmar que el cambio le hubiera favorecido.

Dato curioso: una de las acepciones de bigote es la expresión siguiente:

no tener una mujer malos ~s:

1. loc. verb. coloq. p. us. Ser bien parecida.

Yo, entonces, Emilia Restrepo Williamson, no tengo malos bigotes, como tantas otras mujeres.

Como Kirsten Suzanne Gaston. Con la salvedad de que ella, en este momento, mientras tecleo esta oración, sigue con la cara bonita y sin arrugas propia de las mujeres que ya han aceptado su obesidad.

Ya llegará el momento de ocuparnos de las abreviaturas que antecedieron a la definición de no tener una mujer malos bigotes. Es perentorio aprender a usar de manera correcta el diccionario, les repito constantemente a mis alumnos. Lo que sí quiero consignar, antes de olvidarlo, es una breve nota sobre la palabra almuerzo, que aquí usé al estilo colombiano, es decir, la segunda comida del día, entre el desayuno y la cena. En el país mexicano, y me temo que la Academia les siguió el capricho, el almuerzo es una comida que se toma a media mañana; la comida, entonces, vendría a ser nuestro almuerzo; y la cena nuestra comida. Es confuso pero ciertamente no difícil de dilucidar. ¿Quién tendrá la razón?

Sigamos adelante. Kirsten y yo, al menos por unos días, seguimos sentándonos hombro con hombro en la asignatura de historia de su país. Me hablaba, yo le contestaba, pero no había fluidez en nuestros intercambios. Faustino me acompañaba a la siguiente clase, yo se lo permitía. Además, almorzábamos juntos. Poco a poco superaba mis traumas con respecto al campesino coahuilense. Hacía todo lo que yo le decía. Lo que dirían mis amigas bogotanas donde nos hubieran visto juntos, por Dios. Sin duda éramos material de telenovela: la hija mimada del potentado y el primogénito de la empleada del servicio. Nuestras ropas, nuestra forma de caminar (él siempre un poco atrás de mí) y relacionarnos: todo daba cuenta de ello. Pero no importaba, la verdad era que no me importaba. En más de una ocasión me invitó a conocer su casa. Siempre me negué sin herir sus sentimientos. Se lo veía verdaderamente interesado en mis cosas, en mi vida. Los días en que descansaba de su trabajo —lavaba platos en un restaurante— me invitaba a salir. Yo alegaba tener compromisos con mi familia anfitriona; él entendía. Un día me propuso que nos comunicáramos en inglés, puesto que él había caminado hasta los Estados Unidos precisamente con la finalidad de perfeccionar el idioma. Accedí pero de inmediato tuvimos que volver al arreglo previo: para decirme que no quería el almuerzo institucional sino McDonald’s se tardaba media hora, de modo que yo comenzaba a regañarlo hasta que él mismo sugirió que volviéramos al castellano. Así dijo: al castellano, güerita.

La siguiente vez que vi a Agustín fue en un entrenamiento de fútbol. El muy gallina había desistido de nuestros careos al salir de Historia Estadounidense. Puesto que me lo había anunciado la noche anterior, yo ya estaba al tanto de que Sharon pasaría a recogerme con una hora de retraso. Por tanto, Faustino me instó a que fuera a presenciar su entrenamiento. No era una actividad que me entusiasmara ni mucho menos, pero tenía diecisiete años y estaba lejos de casa. Podía estar allí sentada, a lo mejor trabajando en la tarea o algo mientras pasaba el tiempo. Me instalé en la tribuna occidental del estadio, con un libro en el regazo y la maleta en el costado. Contrario a lo que pensaba, se sentía bien estar allí. Primero corrieron en manada alrededor de la cancha por espacio de diez minutos. Después realizaron estiramientos en pareja. Agustín y Faustino quedaron juntos. Cada tanto, alguno de los miembros del equipo estallaba en gritos o carcajadas o exclamaciones del tipo «¡No mames!», que el entrenador se encargaba de aquietar cuando parecía que se iban a salir de control. Posterior a la sesión de elongación —la cancha ya con conos anaranjados por doquier—, el grupo fue dividido en grupos más pequeños, que ocuparon los diferentes sectores del campo. En total, la cancha quedó dividida en cuatro partes iguales, cada una con más o menos el mismo número de futbolistas, digamos que diez por sector. El entrenador pasó repartiendo mallas de colores (petos, les decimos en mi país, y acabo de constatar que su uso no es incorrecto; esto lo aprendí cuando fui novia de Juan José Jiménez en la universidad) e instrucciones sobre el ejercicio a desempeñar. Cuatro balones rodaron, pues, en los diferentes sectores del campo. Cada cierto intervalo el entrenador ordenaba la permuta de un jugador de un lugar a otro. Por casualidad, en el sector suroccidental de la cancha coincidieron Faustino y Agustín. Agustín vestía una pechera amarilla; Faustino la misma camiseta blanca que lucía durante el día y que le quedaba varias tallas grande. En un lance, lo observé con claridad, el mexicano y el argentino se trenzaron en una cruenta pugna por la posesión del balón. De repente, el argentino estaba en el piso doliéndose y Faustino había ido por la pelota a la par que exclamaba:

—¡No te hice nada!

Agustín se revolcaba y no dejaba de tomarse la canilla derecha con ambas manos. Gritó en perfecto inglés:

—Fuck you, man!

Los demás futbolistas detuvieron su accionar y se volvieron hacia donde se estaba dando el conflicto. También el coach, también yo. Todos.

Faustino fue por el balón, que continuaba rodando, lo tomó en las manos y con calma se devolvió hasta la posición de Agustín, quien se levantó desafiante. Podía suceder cualquier cosa. Todo se detuvo. Yo apreté el cuaderno que tenía en las manos.

El mexicano, tan sólo a unos metros de Agustín, pasó el balón a su mano izquierda y con el índice derecho comenzó a negar:

—No, no, no —exclamó, sin dejar de negar con el dedo, poniéndolo a la altura de la cara del rosarino—: ¡Foquiu… yu!

Después rebotó el balón en el césped y se alejó sin dar la espalda, en actitud de quien espera a que se ejecute la falta.

El primero en reírse fue Agustín, pero cuando el coach Brewster rio, todos rompieron en carcajadas, hasta el propio Tino. Yo me sonreía allá arriba y lo seguí haciendo hasta que Sharon llegó caminando y me dijo «There you are!» y nos fuimos a casa.

Faustino nunca se pronunció acerca de este suceso.

Volví al estadio del colegio la vez que eliminaron a «nuestro» equipo del campeonato estatal. Debió de haber sido en abril o mayo del 96; la tribuna no estaba a reventar pero sí estaba bastante poblada. La madre de Agustín estaba allí, Kirsten estaba allí, todos estaban allí. Es una palabra fácil de usar, todos, hasta diría que tiene cierto poder y que en general las mujeres, sobre todo las jóvenes y sobreexcitadas (es pleonasmo), abusamos de ella en algún momento de nuestras vidas, a lo mejor con todo el derecho. Por otra parte, la expresión deber de + infinitivo es una frase verbal que significa suposición, probabilidad; o sea, yo no estoy segura fehacientemente de la fecha, pero no pudo haber sido en otro momento, por eso debió de ser abril o mayo del 96, a lo mejor abril, pues en mayo todo se acaba muy rápido. Sí, digamos que fue abril, mediados de abril, y anotemos que los hispanohablantes no se apoyan, en su mayoría, en este debe de cuando su uso es indispensable.

A decir verdad, no recuerdo la posición que Faustino ocupaba en el campo de juego. Tampoco la de Agustín, aunque me figuro que era centrocampista o atacante. A quien no olvido es al portero, Dorian, un chicano grandote que se echó a llorar al no poder atajar la pena máxima decisiva (el partido llegó hasta esa instancia; yo me iba desesperando porque parecía que íbamos a durar allí toda la eternidad). Sus padres, a quienes en el momento clasifiqué como «aldeanos mexicanos pobres», parecían sus abuelos. Cercanos a mi posición, la tristeza más desoladora se dibujaba en sus rostros; la señora bajó a la cancha a abrazar a su muchacho, que seguía llorando desconsolado, y cuando logró calmarlo comenzó a repartir los tamales que llevaba en un costal. Agustín, desde lejos se veía, hacía todo lo posible por llamar la atención. Y lo conseguía: un nutrido grupo de señoritas lo tomaban de la cara y lo abrazaban mientras los jugadores del otro equipo celebraban como micos. Igual o más despeinado que siempre, el argentino rehuía pero no tanto, y daba una caminata y regresaba mientras el entrenador Brewster, que al mismo tiempo se desempeñaba como jefe del coro escolar, pecheaba al árbitro en busca de una explicación que jamás llegaría.

Yo habría confortado a Agustín, si él así me lo hubiera pedido. Futuro del pasado, espero que vaya quedando claro.

En tanto los demás futbolistas se negaban a abandonar la cancha (era su momento, después de todo), Faustino caminó hasta mi posición y anunció que le gustaría invitarme a cenar. Estaba claro que la situación no lo afectaba en lo más mínimo. De pie enfrente de mí, daba la impresión de que no tenía piernas, pues desde donde terminaba la pantaloneta había únicamente un pequeño resquicio de piel lampiña color café, y casi de inmediato estaba el resorte de la media blanca ahogando sus piernas, las cuales yo imaginaba enjutas. No lo eran en absoluto. Bajé a un teléfono público y le anuncié a Wayne, como quien pide permiso, que cenaría con mis amigos del colegio, quienes recién salían de un partido de fútbol. Wayne preguntó quién me llevaría a casa.

—Agustín —mentí.

Noto con preocupación, es el momento para esta anotación, que cuanto menos quiero más termino hablando de fútbol. El lector pero sobre todo la lectora sabrán disculpar estas digresiones. En esa época el fútbol era para mí poco más que un grupo de peludos corriendo detrás de un balón, y lo sigue siendo en parte. No soy una de esas machonas siempre bien informadas sobre el balompié, palabra correcta que pocos usan. Tengo varias notas que he acumulado a lo largo de los años sobre este deporte y el idioma, a lo mejor algún día me animo a hacer algo con ellas. Exactamente, no sé qué es lo que estoy diciendo con esta irrupción, puede ser que desde siempre he conocido el infortunio de alternar con hombres que mueren por este deporte, y como tal me he visto obligada a convivir con él, de la misma manera en que se convive con algo indeseable. Qué sé yo.

Faustino había pedido prestada una troka. Troka es la palabra chicana que designa a la camioneta. Su origen, desde luego, es la palabra inglesa truck, que algún chicano perezoso popularizó entre la chicanada. Es un capricho personal el escribirla con k. La camioneta, de color negro y con llamas pintadas a los costados, tenía unas llantas más anchas de lo normal, doble tubo de escape (creo que así se dice) y unos rines que brillaban incluso en la noche. No sé si haya algún nombre técnico para esto, y no sé si debería o querría conocerlo.

—¿Te gusta mi troka? —preguntó un orgulloso Faustino mientras se esforzaba por alcanzar los pedales. Luego encendió el motor y lo hizo rugir. Del espejo retrovisor central pendía una figura de la Virgen de Guadalupe envuelta en la bandera mexicana.

Gasté dos minutos ilustrando a mi amigo sobre este particular caso idiomático. En lugar de salir como la lógica dictaba, hacia la avenida, Faustino dio una vuelta por las afueras del estadio. Las familias y los futbolistas salían. No sé si alguien nos vio, pero ¿importa? ¿No puede una, acaso, ir a cenar con un amigo? ¿Tenía alguna relevancia, por ejemplo, que Agustín con su madre, el coach Brewster, los demás compañeros nos vieran?

Me propuso que fuéramos a un McDonald’s. Dije que prefería no ir a ese sitio, por lo que terminamos en Denny’s, un restaurante popular y un tanto guarro que solía promocionarse con el pleonasmo de «Abierto las 24 horas del día». ¿Cuántas horas tiene el día, acaso? En fin: Faustino ordenó una hamburguesa, yo pedí una ensalada. Como siempre, hablamos de cualquier cosa. La troka, por ejemplo, era propiedad de Chuy, su compañero de departamento, su roomie, quien muy amablemente para esta ocasión le había cedido las llaves. Chuy también procedía de Coahuila.

—Y la licencia, ¿ya tienes la licencia? —inquirí.

—Pues claro que no.

Sin mayor transición, pero seguro porque me preguntó, comencé a contarle sobre mi vida en Bogotá, algo que nunca antes me había permitido. Una familia, digamos, con buena posición, un hermanito menor que adoro, un colegio privado que fue como mi segunda casa. A mi retorno, salvo algún imprevisto, lo más natural sería que siguiera la ruta universitaria, buenos amigos y amigas (¡todos!), un buen trabajo para una chica lista; viajar un poco, de pronto Europa, vincularme a una organización importante… Una vida cómoda y feliz, en resumen y en suma.

—¿Cómo es Bogotá?

—Dicen que se parece mucho al D. F., pero más pequeña. ¿Conoces el D. F.?

—No.

La charla, ya para irnos, derivó hacia el argentino. Que había jugado bien, realmente bien, hoy. Que era buena gente (enfatizó esta oración, levantando sus ojos de la mesa para encontrar los míos).

—Sí, él no es mala gente —aduje en tono neutral.

Se dijeron otro par de cosas; yo ya me quería ir. Comencé a sospechar el cariz que tomaba la noche. Ordenamos la cuenta. Faustino insistió en que era una invitación, terminó de contar el efectivo y lo dejó sobre la mesa. Arrugados billetes de un dólar hacían un notable bulto. No me di cuenta si dejó algo extra para la propina. Puede que sí, puede que no.

De vuelta en la troka todo se complicó. Faustino, hombre al fin y al cabo, hombre con troka, seguía con los comentarios estúpidos sobre Agustín, que, lo comprendí rápidamente, perseguían otra finalidad. Hasta que me harté:

—¿Hay algo que me quiera preguntar? —estas preguntas siempre salen mejor con la forma «usted».

—Sí, pero no sé cómo decirlo —encendió la camioneta, arrancó, condujo para no tener que mirarme.

Lo dejé de ese tamaño. Traté de proponer otros temas de charla: la clase de Historia Estadounidense, los demás compañeros, otros genéricos. Resultó evidente que había una cosa y sólo una en su pensamiento.

Llegamos hasta el frente de mi casa. Apagó el motor. Me miró a los ojos.

—Emiliana… —si bien mi nombre adolece de la última sílaba que me adjudicó esa noche, a partir de ese punto lo recuerdo llamándome así—. Dame un beso, Emiliana.

Suspiré pesadamente. Abrí la puerta.

—Por favor —dijimos al mismo tiempo, aunque con matices distintos. Puede que mi «por favor» tuviera signos de admiración, el suyo puntos suspensivos.

Intentó decir algo. Me bajé y aventé la puerta. Caminé con firmeza hasta la casa, abrí la puerta sin darme la vuelta. Todos dormían. No prendí la luz y espié por la ventana. Al cabo de un par de minutos, mi amigo Faustino hizo rugir el motor de la troka y arrancó. Era la segunda vez que yo violaba mi toque de queda.

Al otro día no se presentó a Historia Estadounidense, pero hallé una carta en mi locker hacia el final del día. Kirsten me miraba raro. Ese día almorzamos juntas, con un Agustín al que prácticamente no se le escuchó la voz. Más allá de eso, los eventos del día se desencadenaron de manera normal; y cuando una tiene días normales, eso quiere decir que ya se acostumbró a un sitio. La misiva tenía problemas en los rubros de puntuación, ortografía y acentos gráficos. Sé que la conservé por algún tiempo, pero ahora no la puedo encontrar. Me ofrecía disculpas y me solicitaba que siguiéramos siendo amigos. Sonreí al leerla, pero no dije nada cuando nos topamos el día siguiente. Él se acercó con gesto de perro regañado (hombres), evitando el contacto visual.

—Emiliana.

—¿Qué hay, Tino? ¿Qué ha hecho?

Con ese saludo bogotano todo volvió a la normalidad.

Decía atrás que estábamos, cuando la eliminación futbolera, sobre el final del año escolar. Si yo me devolví a Colombia en julio, quiere decir que en mayo ya lo tenía claro: fuera cual fuere el problema en el que me inmiscuyera todo tendría solución con mi retorno a Colombia. Es más, no comprendo la causa para otorgarles importancia a hechos y personas que en su momento no lo fueron tanto, si bien en los primeros días en Bogotá era todo de lo que podía hablar. A veces siento que mi estancia en los Estados Unidos fue un prolongado periodo bajo el efecto de la anestesia. Aun así, tengo plena claridad sobre los eventos del calendario escolar, que son los mismos de cualquier calendario escolar norteamericano. Cuando llegó el baile de graduación, poco después de mi aventura con Faustino en Denny’s, yo ya estaba entremetida en un escarceo no demasiado efusivo con Brian, un muchacho de la iglesia a la que íbamos con mi familia anfitriona.

En nuestro grupo de Sunday School, fuera de todas las tonterías que se hablaban, a veces nos levantábamos del puesto y nos tomábamos de la mano y le cantábamos al Señor. Yo ya estaba en un punto en el que sólo iba a la iglesia por complacer a Wayne y Sharon, me levantaba temprano y ponía atención en mi arreglo personal, pero todo lo hacía como una autómata. Por ello en el momento de cantar ofrecía ambas manos sin ningún empacho, sin fijarme siquiera quién podía ser el destinatario. Pues bien, algún domingo mi vecino de la izquierda apretó más de la cuenta, a tal punto que me obligó a mirarlo. Era Brian Limones (ese era su curioso apellido), un joven de raza blanca, si bien creo que con antecedente mexicano, alto y desgarbado, que vestía pantalones de dril inusualmente apretados o inusualmente anchos, camisas a cuadros y zapatos tenis que a simple vista parecían un par de tallas más grandes. Adicional a eso, arrastraba algún problemilla de acné, pero estaba correctamente afeitado y lucía un corte de pelo que yo calificaría como un clásico de la milicia. Total, que cuando me apretó la mano le busqué la mirada pero Brian no fue capaz de sostenerla y se puso colorado y seguramente entonces yo haya notado que el pobre estaba matado con la colombiana.

Una tarde de esa semana, mientras hacía mis deberes y charlaba con Sharon, sonó el teléfono. Sharon atendió y yo me concentré en unos ejercicios de cálculo diferencial. Cuando me pasó el auricular quedé sorprendida.

—It,s Brian —dijo mi madre estadounidense sin poder ocultar una sonrisa.

—Who?

—Brian Limones, sweetie.

Hablamos por un par de minutos. El pobre estaba tan nervioso que el hispanohablante parecía él y no yo. Costaba entenderle. No tarde en concluir que Limones era uno de esos hijos únicos, masturbadores crónicos y buenos hasta la exageración, que no se han despegado en toda su vida de las faldas maternas, y que hacen del asunto de cortejar a una intachable señorita materia de seguridad nacional, su madre actuando como canciller. No sería descabellado establecer una conexión entre Faustino y él, con el Río Bravo de por medio. Aunque Faustino era Faustino y Brian era Brian.

Me recogió al rato en el automóvil familiar. Más aplomado, me saludó y me condujo a uno de esos sitios en los que hay una buena cantidad de salas de cine. Vimos una peli sobre un profesor, no sé por qué no lo olvido, un profesor de música al que sus alumnos quieren mucho y que tiene la desgracia, ya casi hacia el final de la cinta, de que su primogénito nace sordo. Estuvo buena, me gustó, y recuerdo que eso fue lo único que Brian me preguntó cuando salimos, si me había gustado, y yo dije sí, gracias, y nos subimos al carro y me condujo de nuevo a casa y allí me dijo Goodbye, Emily.

Siguió llamando casi todos los dias. Íbamos a cenar, repetíamos cine, una vez se permitió llevarme donde unos amigos suyos, supongo que compañeros de estudios. Al ingresar a la residencia, en un gesto totalmente contrario a su persona, veinte gatos modosamente sentados hablando y escuchando música, declaró festivo:

—I brought my Colombian friend!

Todos contemplaron la belleza de la mujer latina a la par que yo me sentaba en el descansabrazos de un sofá. La actividad para el día era una carrera de observación. El grupo fue dividido en subgrupos, yo quedé alejada de Limones y, junto con mis nuevos compañeros, nos subimos a un carro y recorrimos la ciudad en busca de las pistas. Fue una tarde bastante extraña. Un gringo rollizo y con frenillos me habló una vez, pero no le entendí; una chica de shorts y pecas me preguntó algo y perdió el interés cuando comencé a responderle; un joven de padres hondureños me compró una malteada de vainilla. Hacia el final del día Brian me condujo de nuevo a mi casa y preguntó si me había divertido.

Con Faustino, posterior a la noche en Denny’s, seguimos siendo amigos, desde luego, nos veíamos a diario, mas, de pura vergüenza, me figuro, no fue capaz de invitarme al baile de graduación de nuestro colegio, que habría sido lo lógico, cosa que sí hizo Brian por conducto de su madre, quien se comunicó con Sharon, que aceptó por mí y me llevó en las pesquisas de vestido y demás.

No, con Faustino no tocamos el tema, ni siquiera cuando en Historia Estadounidense todo era excitación. Míster Jackson no había preparado la lección y les preguntaba a todos con quién iban a ir. La gente contestaba, eludía, se ponía colorada o efusiva. El pobre Faustino se evadió antes de que el moreno le preguntara si me iba a llevar a mí.

Moreno, morocho, todos tontos eufemismos de la palabra negro, que no entiendo por qué razón evitamos. Bueno, sí entiendo y por eso mismo reconozco la estupidez de hacerlo. Se trata de Colombia, de nuestro español asustadizo y acomplejado. No es más que eso.

Mi vestido no era moreno ni morocho, era negro. Era de terciopelo, con un escote recatado y adornos en los hombros. Se me ceñía al cuerpo y terminaba unos centímetros arriba de las rodillas. Para la ocasión lucí el pelo suelto, medias veladas oscuras y tacones altos. A juicio de Sharon y Wayne, siempre tan amables, lucía hermosa.

En fin: Limones, en esmoquin, vino hasta mi casa, me entregó mi buqué y todos posamos con todos. Se veía igual, pero con esmoquin. De pronto se había hecho algo en el pelo, pues toda la noche dio la impresión de estar húmedo. Algo cicatero de su parte, me llevó a cenar al Red Lobster, y más o menos hacia las nueve de la noche hicimos nuestra entrada al salón que el colegio había alquilado para la ocasión. Antes de sentarnos nos tomaron la fotografía oficial, que por mucho tiempo conservé en una caja originalmente de zapatos en un rincón de mi guardarropa.

Nos sentamos en nuestro lugar asignado, al lado de una simpática pareja ni morocha ni morena: negra, con la cual Brian se trenzó en un intercambio de afabilidades. Yo sonreía y no decía nada. Me costó reconocerla, pero la chica era una de mis compañeras de Historia Estadounidense, quien sí pareció percatarse de mi presencia. Si entro a describir lo que había hecho con las tiesuras que coronaban su cabeza este relato se alargaría considerablemente. Pero se veía muy bonita.

Había mucha gente: profesores, alumnos, personas que yo nunca había visto, todos luciendo sus mejores galas. Así todavía no sea momento para hablar de ello, recordé el baile de graduación de mi colegio bogotano, el prom, como de manera arribista se alude a él. Cierta vez, ya en territorio patrio, discutí con un colega profesor de inglés sobre el origen de la palabra prom. El muy burro sostuvo que era apócope de promotion, y no atendía mis razones sobre el correcto promenade, cuya traducción es asunto complicado, y, como tal, queda de tarea.

En comunión con nuestros nuevos amigos, quienes también se levantaron, Limones me ofreció su mano y enfilamos hacia la pista de baile. Hasta que comenzamos a bailar se le notaba seguro, masculino, primermundista. Sólo lo pensé hasta ese instante, pero era la primera vez que bailaba en un país que no fuera el mío, con un hombre —o bueno— que no fuera de mi misma nacionalidad. No sabía cómo tomarme, se paraba muy lejos, no tenía en absoluto ritmo ni oído. Un desastre, que abandonamos hacia la segunda canción lenta. De las cosas feas que tiene la vida, bailar con alguien que no sabe es de las primeras en la lista. (Alguna vez emprendí la confección de ese listado y la referencia al baile estaba en el número cuatro.) Yo misma lideré el retorno a la mesa, donde de la nada aparecieron Kirsten y Agustín. De Faustino no había rastro, ni tenía por qué haberlo.

Agustín se mostró cortés con mi pareja. Kirsten y yo intercambiamos tensos encomios sobre nuestros vestidos y apariencia en general. Estaba guapa, la gringa, tengo que admitirlo. Agustín también se veía muy bien con su estilo a medio afeitar. Charlamos animadamente, bailamos canciones que no requerían acercamiento ni agarre, pero incluso de esta forma los movimientos de Brian, su entusiasmo y su gesto sólo podían calificarse como lamentables. Nos llevaron afuera, Kirsten y Agustín, y nos ofrecieron del contenido de una botella de bourbon que el argentino había escondido en un matorral. Limones se puso rojo al beber, a mí me sentó bien. Entre los cuatro la acabamos.

Estuve a punto de preguntar por Faustino pero me abstuve. Estaba un poco borracha pero no mal, apenas mareada, ligera, contenta. De vuelta en nuestra mesa, Kirsten se excusó para ir al baño y Brian se ofreció a traernos ponche a todos. Cuando nos quedamos solos, Agustín preguntó si ya había besado al «gringazo ese». Fingí enojo y sonreí: «¿A ti qué te importa?». Entonces sonó un slow dance y propuso que bailáramos.

El nivel del argentino en lo referente a la danza era mucho mejor que el del gringo y mucho peor que el de cualquiera de mis compatriotas. Teniéndolo cerca, su mano en mi talle, sentí un ligero estremecimiento. Nos acercamos, perdidos en la mitad de la multitud. De un momento a otro sentí su aliento cálido en mi cuello. No cedí.

Dimos vueltas y más vueltas.

Con la esquina del ojo izquierdo, a un par de metros, vi cómo Brian bailaba respetuosamente con Kirsten.

No puedo relatar cómo sucedió, pues fue de esas cosas que suceden y no vale la pena buscarles una explicación. Desde mi cuello, los labios de Agustín fueron encontrando un sendero hasta mis propios labios. Me tomó entre sus brazos y me besó largamente. No hice nada por detenerlo.

Deslizando sus manos desde mis hombros hasta llegar a los codos, fue el argentino quien interrumpió el beso. «Colombiana», exclamó. Nos miramos y yo, tras unos segundos, recapacité y me excusé para ir al baño. Allí sentí ganas de quitarme la ropa y contemplarme en el espejo. A punto estuve de hacerlo, me bajé las tiras del vestido, probé ambos perfiles. Después permanecí en cada uno de los tres cubículos por algunos instantes, pero volvía a salir a mirarme en el espejo. Finalmente entraron unas chicas y logré componerme el maquillaje y arreglarme el vestido. Entre una cosa y otra, permanecí en el recinto alrededor de diez minutos. Cuando salí, puesto que no sabía qué hacer, caminé en dirección a la mesa. Allí, con un esmoquin que le iba un poco justo pero que parecía nuevo y no le quedaba del todo mal, en soledad y tomando ponche, estaba Faustino.

—Emiliana —exclamó afectando tranquilidad.

—Faustino.

Me senté enfrente y en un lapso de dos canciones ingerí todos los vasos de ponche que la gente había abandonado. No musité palabra. Faustino me miraba de vez en cuando, pero era fácil concluir que yo no era el objeto principal de su atención. No correspondí sus miradas.

—¿Y los demás? —consideré que ya había pasado el tiempo suficiente.

—Cuando llegué no había nadie.

Siguieron sucediéndose canciones. A un rap seguía un slow dance y, en consideración con los latinos, saco en el que nos echaban a un mismo tiempo a chicanos, argentinos y colombianos, una canción de la cubana Gloria Estefan. Faustino ni se iba, ni hablaba, ni me sacaba a bailar. Yo me di por vencida con respecto a Agustín, Kirsten y Brian. Seguramente Kirsten le hizo una escena al rosarino y se lo llevó. Era probable, también, que Limones me hubiera visto y se hubiera enfadado y marchado. Estaba sopesando mis opciones, la noche a punto de terminarse, cuando Faustino me interpeló una vez más:

—¿Necesitas un aventón?

Asentí con humildad. Me dijo que esperara un segundo y caminó hacia la salida. A su regreso anunció:

—Cinco minutos.

Pero transcurrió media hora. Nos quedamos en la mesa sin dirigirnos la palabra mientras la gente se iba. Un profesor caminó hasta nuestra posición y preguntó si todo estaba bien. Faustino lo ahuyentó con lo que a mí me pareció un inglés correcto. Transcurrieron treinta minutos, decía, hasta que estuvimos dentro de la camioneta de Chuy, en el angosto corredor detrás de las sillas. Chuy llegó en compañía de Jay (se pronuncia yei): vociferaban, reían, daban toda la impresión de haber estado ingiriendo licor. Chuy —que claramente sabía quién era yo— me preguntó si quería ir a su casa, tomar unas cervezas, platicar, dejar mi virginidad. Al decir esto, vi cómo Faustino conectaba miradas con él por el espejo. No dije nada. Chuy y Jay siguieron en lo que venían. Cada tanto requerían a Faustino, quien permanecía en silencio. La troka finalmente se detuvo en una estación de gasolina. Los dos ocupantes de las sillas delanteras, eléctricos, se bajaron. Faustino dejó pasar un minuto y también se bajó. Desde mi posición era imposible dilucidar en qué parte de la ciudad nos encontrábamos. Comencé a llorar.

Cuando volvió a la camioneta —no pudo haberse demorado más de un par de minutos— me concentré en la rosa roja que adornaba su traje. No supe si estaba allí antes, y no tuve tiempo de causar mi reflexión pues allí mismo Faustino se abalanzó sobre mí y me tomó la cabeza entre sus manos. Cuando comenzó a besarme intenté rehuir, pero acabé cediendo. Su lengua, timorata al comienzo, terminó escarbando, al igual que la mía. Mientras me besaba, yo pensaba: «Me está dando un beso, me estoy dando un beso con Faustino». Lo dejé hacer. Su mano se posó en mi cintura. Apretó. Abrí las piernas un poco, le tomé la cara, lo miré de cerca y lo volví a besar. Comenzaba a sentirse bien cuando las puertas de la troka se abrieron. Nos apartamos, lo miré a los ojos. Fue lo más cerca que estuvo de llevarse mi virginidad.

Cuando arrancamos, Faustino me evitó. Yo ya había dejado de llorar. Chuy puso música norteña mexicana a todo volumen, Jay lo celebró. Faustino permaneció sumido en sus pensamientos; yo ya había tenido suficiente e intenté dormir. Me recosté en su hombro. No supe cuánto tiempo transcurrió. Finalmente, Faustino me alertó sobre el arribo a mi casa. No le bajaron a la música. Salté de la camioneta por la puerta del conductor. Dije o traté de decir gracias. Faustino me siguió. Las luces estaban apagadas, todo estaba en silencio, sólo se escuchaba la música. Le iba a decir algo pero no pude. Me despedí con la mano y abrí la puerta con sigilo. Pensé que Faustino tenía algo para decirme, pero no me dijo nada.

Al otro día, cuando me levanté y bajé a la cocina, Wayne remataba una oración con las palabras «… some Mexicans». Cuando me sintió, cambió el tema. Desayunamos, me hicieron un par de preguntas, respondí genéricamente. Después me fui de nuevo a mi habitación y permanecí allí por el resto del día. Entrada la noche, recibí una llamada desde Colombia. Cuando escuché la voz de mi papá rompí en llanto. El domingo me excusé de asistir a la iglesia, por lo que permanecí, de nueva cuenta, todo el día en casa. Nadie telefoneó. Estuve en mi cuarto, aunque escudriñé cada rincón de esa residencia en Oklahoma City, sin encontrar nada digno de mención.

El lunes en la mañana me levanté temprano para avisarle a Wayne que prefería no asistir al colegio, pues me encontraba indispuesta. Me miró de arriba abajo, dijo que no había problema. Sharon, antes de salir a su trabajo, ingresó a mi habitación y preguntó si pasaba algo.

—Me siento un poco enferma, es todo.

Pero el martes, cuando hice lo mismo, Wayne me llevó el desayuno a la cama. Sharon salió sin decir nada, pero en el curso del día me llamó tres veces y preguntó:

—Are you ok?

Fueron las únicas ocasiones en que sonó el teléfono. Ese martes lo dediqué por entero a escribir cartas. Leí un poco, también, literatura cristiana, que era lo único que había en la casa de clase media de Wayne y Sharon.

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Todo sería muy fácil, vaya si lo sería, si los únicos tiempos verbales fueran el presente, el pasado y el futuro. La vida, las relaciones, el país, todo sería más sencillo. De hecho, siempre que me enfrento a un curso por primera vez me encanta inquirir sobre el tema a quemarropa, usualmente a alguno de los alumnos que se creen muy machitos y que nunca faltan en Colombia.

«¿Cuántos tiempos verbales hay, a ver, cuántos?»

La respuesta, a menos que sea alguien con alguna mínima instrucción, justo el tipo de persona que no abunda en el país, será el triunvirato ya referido: presente, pasado y futuro.

Lo cavilará, primero, sabiendo que le estoy tendiendo una trampa.

—Presente, pasado y futuro, profe —sentenciará triunfante. Algunos hallarán en algún recodo de su mente un tiempo compuesto, aunque esto no es demasiado frecuente.

—Ah, desde luego, muchas gracias por el aporte —contesto con ironía—. Entonces, si no le importa, por qué no nos conjuga el verbo —y digo cualquier verbo.

A lo que el aludido contestará:

Yo comí.

Yo como.

Yo voy a comer/yo comeré.

Siempre propongo algún verbo regular, para no confundirlos más. Lo bueno comienza cuando le pregunto por el «Yo comía».

Digresiones aparte, en este manual hablaremos primero de los tiempos futuros.

Lo primero es explicar la diferencia entre el futuro indicativo (simple) y el futuro perifrástico. Una perífrasis es la unidad verbal constituida por un verbo en forma personal, voy, y otro en forma no personal, comer. Explicaré más adelante, pero puedo adelantar que desde los tiempos en que el latín dominaba el mundo, el tiempo futuro, sobre todo en la forma oral, ha tendido a desaparecer. La explicación, creo yo, radica en que los humanos somos maniáticos y agüeristas, y preferimos no afirmar que algo pasará con certeza en el futuro, porque puede que no. Lo mejor en estos casos es explicar con ejemplos —es lo mejor cuando de un idioma se trata—. Entonces, por ejemplo, se puede afirmar que el viernes que viene voy al cine. No obstante, lo correcto desde el punto de vista gramatical es:

El viernes iré al cine.

Pero, de pronto, en una de esas puede suceder algo que me impida la feliz consecución de mi propósito, ir al cine el viernes siguiente (o sea en el futuro). Por tal motivo, otra opción, que además impide que se den por sentadas cosas que aún no suceden, es usar el futuro perifrástico, esto es, el verbo ir en presente (voy) más la conjunción «a», más la forma infinitiva del verbo a conjugar.

Es decir:

El viernes voy a ir al cine.

Aunque, como ya enunciamos, también es correcto, de hecho es más correcto, decir o escribir el viernes iré al cine.

(Como sea, el viernes voy al cine es incorrecto y debe omitirse. Incorrecto: he aquí una palabra que genera taquicardia entre los lingüistas; algunos suelen acomodar este caso como presente por futuro, pero convengamos que la gente instruida lo evitará. No quiero entrar en esta discusión, no por ahora, pero Voy al cine vendría a ser calco de I’m going to the movies, que es otro de los males que los anglos nos han hecho.

I’m going to go to the movies. Voy a ir al cine.

I will go to the movies. Iré al cine.)

De todas formas, debe quedar claro el futuro perifrástico, pues no se considera en el momento de hacer la tabla de los tiempos verbales, la cual siempre les ordeno a mis alumnos que copien en sus cuadernos o en alguna hoja. Así:


Para no confundir —y, al menos en este punto, esto sólo lo entenderá la persona culta—, nótese que omito dos tiempos verbales: en los futuros, el futuro de subjuntivo; y en la parte del presente, el imperativo. Son nueve, entonces, no siete. Prescindo del futuro subjuntivo dado su escaso uso (salvo en expresiones hechas como sea como fuere, o en algún que otro verso magistral, como el de la mexicana Sor Juana Inés de la Cruz: «Si acaso me contradigo/ en este confuso error/ aquel que tuviere amor/entenderá lo que digo»); también omito el imperativo, pues para todas las personas salvo para la segunda informal —tú— se conjuga de la misma manera que el presente de subjuntivo. Ya llegará el momento de ampliar sobre estos conceptos en «La parte del subjuntivo», cuarta y última entrega de este manual. Paciencia.

Concentrémonos pues en la tabla, en la parte del futuro. Primero está el futuro, también conocido como futuro simple o futuro indicativo o futuro imperfecto de indicativo, depende del libro o del académico, pero aquí, para simplificar, le diremos futuro a secas. Es una de las cosas de la gramática, que básicamente cada quien puede nombrar los distintos conceptos como le venga en gana. Al principio puede ser confuso, pero después, cuando uno más o menos va entendiendo, es hasta divertido.

Entonces, para dejar de lado este sencillo tiempo sencillo, diremos que el futuro es simplemente el futuro. Yo comeré, tú jugarás, él pensará, nosotros reiremos, ellos satisfarán. Fácil.

Antes de emprender la explicación del tiempo verbal llamado pospretérito por don Andrés Bello, condicional para nosotros, observemos nuevamente que han quedado cosas pendientes como los futuros compuestos, que aún no abordamos pues no es el momento.

El condicional, pues, como ya lo he advertido, es el «futuro del pasado». Para su feliz redacción, se debe pensar siempre en una situación que requiera una condición, y debe usarse el si condicional, que es el que no lleva acento gráfico, a diferencia del sí afirmativo o del pronombre personal de forma reflexiva para la tercera persona, ambos con tilde. Nunca está de más recordar estas minucias.

Entonces, la oración condicional siempre va a contar más de una cláusula. En la cláusula del si —la subordinada— estará el verbo conjugado en cualquier forma de pasado (generalmente en imperfecto de subjuntivo); en la otra cláusula —la matriz, la que controla— aparecerá el verbo conjugado en condicional. Veámoslo con ejemplos:

Yo comería si tú me invitaras.

Tú jugarías si nosotros te lleváramos al parque.

Él pensaría si pudiera hacerlo.

Nosotras reiríamos si nos estuviéramos divirtiendo.

Ellos habrían satisfecho su hambre si hubieran comido.

Dos breves notas. Dada la naturaleza de la oración condicional, generalmente la cláusula subordinada se antepone a la matriz. O sea que habría que invertir los ejemplos: si tú me invitaras, yo comería; si nosotros te lleváramos al parque, tú jugarías, etcétera. De otro lado, como se está invirtiendo su orden natural, es esa la razón de que al escribirla de esta nueva manera, después del verbo en pasado hay que poner una coma. Bueno, no solo por esto: se sabe (o debería saberse) que las comas marcan ciertas pausas y entonaciones del lenguaje hablado. Cualquier hispanohablante haría una pausa despues de invitaras en: «si tú me invitaras, yo comería».

En las personas plurales, primera y tercera, adviértase cómo inmiscuí tiempos compuestos (es decir, con verbo auxiliar y la forma no personal del verbo). Lo hice pues, a mi juicio, el condicional se ve mejor expresado con tiempos compuestos, al menos en su innegable naturaleza de futuro del pasado.

«Si me hubieras querido», dice la canción…

O sea, en el pasado (hubieras, imperfecto de subjuntivo, como ya advertí; querido, participio pasado del verbo querer) yo habría hecho algo. ¿Qué? No sé, pero algo. La canción no lo dice, lo deja abierto, pero la oración sólo puede ser completada con un verbo en condicional. Lo primero, no obstante, es que me hubiera tenido que querer, porque o si no, no hay nada.

Futuro concreto de una situación hipotética (subjuntiva, subjetiva) del pasado.

Hasta aquí lo que se denomina el «hueso» de la clase, hueso que acabamos de ruñir. «Ruñir» es un verbo muy popular en la generación de mis padres. Significa dejar el hueso en nada, y comienza a configurarse cuando el niño renuncia a la presa que le tocó, casi siempre de un pollo y casi siempre la pierna. Es en ese momento que el padre o la madre (en mi casa siempre fue mi padre) tomará el hueso y lo ruñirá, es decir, lo dejará en nada. Cabe anotar que esta acción infame avergüenza a los pequeños. Padres del mundo: ¡no lo hagan más!

Esto también está bien y siempre trato de hacerlo: terminar la clase con un comentario simpático.

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Finalmente retorné al colegio. No me quedó otra opción: el miércoles insistieron en llevarme al médico; tuve que asegurarles que el jueves asistiría sin falta y así lo hice. Wayne me condujo puntual en la mañana, música country escapándose por las bocinas de su carro. En cuanto llegamos, aturdida, caminé hasta un baño, donde permanecí quince minutos. Me encerré en uno de los retretes sin objetivo específico.

Pero salí, claro que salí y caminé con resolución hasta el salón de Historia Estadounidense. Si querían verme, pues me verían. Míster Jackson, que escribía algo en el tablero, exclamó hispanizando la voz:

—¡Emilia!

Sonreí parcamente y me senté en el primer puesto libre. Kirsten y Faustino estaban atrás, podía sentir sus punzantes miradas clavadas en mi nuca. Cuando la clase llegó a su final y yo esperaba que todos salieran para recluirme en la biblioteca, una mano se posó en mi hombro derecho.

Kirsten.

—Hey, you. We were worried.

No repliqué, a pesar del plural, el cual bien podía ser mayestático: estábamos preocupados, nosotros estábamos preocupados. En español no hay necesidad de traducir el pronombre dado que el verbo lo trae implícito. Otra obviedad.

Nosotros ¿quiénes?

Permanecí a su lado todo el día emitiendo monosílabos, aunque para el almuerzo pude componer oraciones con sujeto y predicado, sobre todo cuando no vi al argentino ni al coahuilense por ninguna parte y éramos sólo la gringa y yo.

Agustín apareció brevemente cuando terminábamos de comer. Nos regaló su sonrisa y avisó en inglés que tenía cosas por hacer. Se borró, y yo me alegré de que lo hubiera hecho.

El día siguiente, viernes, fue el último día de clases del año escolar. Por tal motivo, después del almuerzo, nos avisaron a todos los graduandos que debíamos acudir al coliseo, donde se llevaría a cabo el evento de entrega y firma de anuarios. Yo ya había ordenado y pagado el mío desde pascua, así que no tuve más remedio que comparecer. Kirsten, a mi lado, fue quien primero solicitó mi libro para escribir en él, ya no sé si con algo de sorna:

«You’ve been a great friend».

Nos ubicamos contra una pared de ladrillos, las dos chicas, con un grupo de amables jóvenes cuyas caras me eran familiares después de un año de cruzarnos en los pasillos, en clase y en los diversos eventos escolares. Me escribían cosas como «Buena suerte», «Fue un placer conocerte», «Voy a ir para Colombia a visitarte», entre otros amables genéricos. Agustín, que quién sabe cómo llegó hasta donde estábamos, se tomó su tiempo para escribir en el anuario de Kirsten; en el mío una breve sentencia:

«Fue un placer conocer a la novia del Tino».

Yo le escribí algo similar, no recuerdo qué. En ese punto, en ese país y a esa edad no me atrevía a escribir lo que realmente pensaba. Nos miramos y sonreímos. Me abrazó. Reafirmó que le había dado gusto conocerme. De repente, me pasaron un libro. Era el de Faustino, con Faustino pegado por el brazo izquierdo. Sonrió fraternalmente. Antes de escribir, antes de pasarle mi anuario, lo abracé. Alguien había puesto música. Todos estábamos allí.

Es de esta manera que retornamos al principio de esta historia.

Pero antes:

No sé cómo más decir esto, pero sin duda fue un momento especial, como fue especial mi año en ese país, con todos sus eventos, con todas las pequeñas gringadas a las que en un principio reaccioné con suramericano escepticismo. Si bien después llegaría la ceremonia de graduación, la gente con toga y birrete, mis padres norteamericanos en el auditorio armados con cámara fotográfica, recuerdo con singular cariño este momento culmen de la firma de anuarios. Será porque aún lo conservo, más de una década después. No sé.

La ceremonia de graduación se llevó a cabo un par de semanas después de la firma de anuarios. Pasados unos días, y en vista de que me quedaba más de un mes en tierras estadounidenses, me dediqué al ocio: partimos de viaje con Wayne y Sharon: recorrimos nuestro propio estado, dimos un vistazo a Texas y a Missouri; dos semanas muy pintorescas en las que visitamos museos y sitios de interés, dormimos en moteles y cenamos en variopintos restaurantes. Personas muy activas, Wayne y Sharon, a pesar de su edad. Al regresar a la capital del estado de Oklahoma, mis padres putativos regresaron a sus actividades y yo me ofrecí como voluntaria en actividades de la iglesia. Allí me topé de nuevo con Brian Limones, quien al principio se mostró reticente a todo contacto conmigo, mas después aflojó y terminamos como amigos.

También mantuve el contacto con mis compañeros del colegio. Salíamos, hablábamos casi a diario por teléfono, hacíamos cosas. Una noche, incluso, me quedé donde Kirsten; allá llegaron Agustín y Faustino, jugamos cartas, charlamos hasta bien entrada la noche, incluso nos tomamos un par de cervezas del padre de mi amiga. Todo muy agradable; los chicos se comportaron de manera intachable.

Ya sé que en alguna parte he dicho que hacia el final de mis días en Oklahoma era poco lo que hablaba con Kirsten. Bueno, no era cierto. Como buena bogotana, hice de tripas corazón y todo entre nosotras terminó bien.

La noche anterior a mi partida, Wayne y Sharon tuvieron la amabilidad de organizar una cena de despedida. Asistieron mis amigos y algunos de sus amigos, me dieron regalos, me escribieron notas de su puño y letra. Kirsten fue, Agustín fue, hasta Faustino fue y malcomió espaguetis y me abrazó cuando se estaba yendo, uno de los últimos en hacerlo. Se le notaba compungido. Aquella noche tuve problemas para quedarme dormida.

El avión salió sin contratiempos la mañana siguiente. Previo al aterrizaje en la capital colombiana, hice escala en Dallas y en Miami.

Me había quedado en la firma de anuarios, el comienzo de todo esto, el momento en que Faustino me pasó el suyo recién desempacado y nos miramos a los ojos y yo le iba a dar el mío pero tuve que esperar a un compañero que me lo estaba firmando. Permanecimos el uno al lado del otro mientras la gente circulaba. Tomé su libro en mis manos y leí apartes de lo que ya tenía escrito. Había un inolvidable «Fuck you you, Fausto!».

Él me escribió, en lo que todavía debo reconocer con dolor como correctísimo español, superior al mío:

No tienes por qué irte, güera.

Por supuesto, con esta oración me decía muchísimo más que eso: que no lo abandonara, que permaneciera a su lado, que alquiláramos un departamento en alguna zona marginal de la ciudad y fabricáramos niños y nos quisiéramos mucho. Pero lo que me hace tener fe en la educación coahuilense es la impecabilidad ortográfica, por qué correctamente separado y con tilde, la diéresis sobre la u en el mexicanismo güera. Hasta el día de hoy sospecho que traía preparado lo que iba a escribir.

En cambio, yo sostuve su cuaderno en mi regazo por espacio de cinco minutos en busca de las oraciones adecuadas. Como siempre, quería que las palabras me ayudaran a darle un final grandilocuente a una etapa de mi vida. Me da un poco de grima ser así. Entonces cometí el peor error de mi vida:

Tino, eres el mejor amigo que uno puede tener, un tipazo. Si las cosas hubieran sido distintas, si estuviéramos en otra parte, a lo mejor hubiésemos sido muy felices. Seamos amigos siempre.Gracias por todo, Faustino.

En primera medida, cometí toda suerte de errores ortográficos, que no tuve el valor aquí de dejar como en el original. Tipazo lo escribí con ese. El hubiésemos se me fue con «v», lo cual fue raro, pues ya había escrito hubieran de manera correcta. Además de eso, no puse una sola tilde, salvo cuando no correspondía, en el segundo si condicional. La puntuación también me salió horrible y no tuve el coraje de dejarla como estaba. Nunca cerré una oración. Lo separé todo con comas, que es un error generalizado entre principiantes.

Tipazo quiere decir lo siguiente: 1. m. coloq. Cuerpo muy atractivo de una persona. Aquella mujer tiene un tipazo. 2. m. coloq. Persona muy atractiva por sus rasgos corporales.

Yo, por supuesto, lo que quería decir era que Faustino era un gran tipo, un buen amigo, un excelente gregario… la acepción bogotana de la palabra: el mejor amigo que una puede tener, que es exactamente lo que es Faustino.

De todas formas, ninguna de estas fue la peor barbaridad, de la que sólo caí en cuenta horas después, cuando fuimos con Agustín, Faustino y Kirsten a comer algo después de ese último día de clases. Recalamos en un local de hamburguesas, Burger King si no estoy mal. Allí rotamos nuestros anuarios; y fue allí cuando supe que había cometido un error, que algo le había sucedido a mi español en los diez meses por fuera del país, que, como bromeaba mi padre, no sólo no había aprendido inglés sino que se me había olvidado el español.

En cuanto a las burradas ya mencionadas, pormenores ortográficos y de puntuación, no estaba en capacidad de reparar en ninguna, perdida como estaba en el intríngulis anglosajón. De todas formas esto se aprende con relativa facilidad y no reviste tanta importancia; es decir, es importante pero no es tan importante, trato de decirles a mis alumnos, sobre todo a aquellos que se equivocan todo el tiempo. Sentencio con solemnidad:

«Eso se aprende en una tarde».

Pero la confusión de tiempos verbales sí es grave, a mi parecer. Al leer lo que de mi puño y letra había escrito en el anuario de Faustino, sabía que había cometido un error. No sabía cuál o cómo corregirlo, pero sabía que había un error. De inmediato los colores subieron a mi rostro.

Veamos:

En las primeras dos cláusulas del corazón del mensaje todo está bien: Si las cosas hubieran sido distintas, si estuviéramos en otra parte. Se presenta una situación subjuntiva (subjetiva) en el pasado. Hasta ahí todo bien. Podría uno acusarlas, es cierto, en el estilo, si las cosas hubieran sido distintas es claramente una frase de futbolista, no de señorita… No nos desviemos más: el gran problema, que me ha perseguido por más de diez años, haciendo mi vida miserable, pues estoy segura de que Faustino aún conserva ese libro (una de las desventajas de ir publicando cosas por ahí) está en la frase que sigue, a lo mejor hubiésemos sido muy felices.

Si presento la cláusula condicional en un pasado subjetivo (o aludamos a él como corresponde: pretérito pluscuamperfecto de subjuntivo), si las cosas hubieran sido distintas, el verbo de la cláusula que remata la oración debe ir conjugado en condicional, habríamos. De lo contrario se configura un claro atentado contra la lógica. Lo que yo hice fue volverlo a conjugar en pasado, hubiésemos (en un pasado, además, que se las da de culto, puesto que en Colombia rematamos el imperfecto de subjuntivo para todos los verbos con ra, no con se: hubiera, jugara, prestara, no hubiese, jugase ni prestase, considerados, si bien correctos, pedantes para el chibcha). Ahí el descomunal solecismo, que contraviene el sentido del condicional, futuro del pasado. Lo correcto, entonces, habría sido:

Tino: has sido un buen amigo. No solo eso: eres posiblemente la mejor persona que me topé en estas tierras. Aunque ambos son buena gente, Agustín es egocéntrico y Kirsten es floja de cascos. Y los demás gringos… bueno, son gringos. Yo me quedo contigo, Tino. Nunca hemos hablado al respecto, pero dejé que me besaras en un momento de debilidad. Me gustaba el argentino, asistí al prom con Limones y terminé en la parte de atrás de una camioneta con el coahuilense. Eres una buena persona, Faustino, repito, un gran mexicano: te pido el favor de que me perdones si alguna vez emití las señales equivocadas. De todas formas, si la situación hubiera sido distinta, si estuviéramos en otro mundo, a lo mejor habríamos sido felices. El único vínculo posible entre nosotros es la amistad, con Centroamérica y el gran estado de Texas de por medio. Lo cual no quiere decir que no hayas sido importante para mí, ni que no me lleve los mejores recuerdos. Gracias por todos los servicios prestados.

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Habrá notado el lector que el error que de tierras yanquis me traje en las valijas ha marcado mi vida y, por tal motivo, aun sin tener plena conciencia de ello, he propendido por formarme en mi lengua materna, al punto de convertirme, con los años, en orgullosa instructora. No es exagerado concluir que esta equivocación disparó mi vida hacia el conocimiento del idioma. Todavía me persigue, que no se crea que no, y no imagino lo que sucedería si alguien osara desentrañar este dislate, el cual yo considero muerto y enterrado en el garaje húmedo de la casa que Faustino comparte con su cuarta o quinta compañera chicana. Dejémoslo allí, pues.

De otro lado, a lo largo de ese año en tierras estadounidenses, por causa de la insalubre comida, aumenté diez kilogramos.

Pero qué gran tipo es Faustino.

1. Aún no estaba en capacidad de yuxtaponer el comentario que hice en la página anterior sobre los tacos. Que, por otra parte, son el principal alimento de Esteban ahora. ¿Seguirá comiéndolos con cubiertos, mi psicorrígido?

Gramática pura

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