Читать книгу Rafael Gutiérrez Girardot y España, 1950-1953 - Juan Guillermo Gómez García - Страница 12
ОглавлениеEl adiós a un maestro americano
En el mediodía del miércoles 6 julio de 2005 se celebró la misa de sepelio de Rafael Gutiérrez Girardot, en la capilla colonial de La Bordadita del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, hoy Universidad del Rosario, en Bogotá. Predicó en esa solemne ocasión monseñor Germán Pinilla Monroy. Entre los asistentes se destacaban su hija Bettina, el magistrado y candidato a la Presidencia Carlos Gaviria Díaz, el profesor Rubén Jaramillo Vélez, el diplomático y periodista Alberto Zalamea y una suerte de círculo abreviado de sus discípulos colombianos: el novelista Carlos Sánchez Lozano, la literata María Eugenia García Navarro, el jurista Óscar Julián Guerrero, las fotógrafas y cineastas Patricia Tobón y María Alexandra Mosquera, el traductor y empresario Antonio Posada y su esposa María José Gómez y yo. Juntos presenciamos el último adiós y la entrega de sus cenizas para un osario muy reservado de esa capilla, al lado de José Celestino Mutis y José María del Castillo y Rada, con respiración contenida de cómplices volterianos.1
En el sermón, elocuente y como facturado con acierto para la ocasión, monseñor Pinilla se refirió al occiso, no tachándolo de satán anticatólico, sino disculpándolo con indulgencia por su “búsqueda furiosa de verdad”. La expresión inesperada resonó nítida en nuestros oídos, nos obligó a cruzar miradas en señal de “el cura este sabe por dónde va el agua al molino”. Este destello sonoro infundió una luz insólita al ocasional acto de despedida e hizo patente la gran ausencia, de modo que la ceremonia religiosa fue más bien un preámbulo jovial y hasta ocurrente de la larga tenida en la sofisticada casa restaurante de María Eugenia García, en el norte de Bogotá, corazón de la Quinta Camacho, donde nos congregamos báquicamente hasta el amanecer. Allí comimos, bebimos y enaltecimos al viejo, todavía con sus cenizas calientes, depositadas en un ánfora estilizada en las que fueron traídas desde Bonn por su inconsolable hija Bettina.
Hay fotografías locuaces de esa despedida del maestro colombiano, quien por tantos años había orientado nuestra vida intelectual, además de haber descarriado irreversiblemente mi profesión de abogado. El colectivo gutierrista brindó a su salud eterna, evocó con ruido su santa efigie de boyacense impertinente e hizo pacto diabólico para que su obra no cayera en el olvido de la desdichada Colombia, la amnésica y, por tanto, violentamente irredenta patria de Bolívar. Rubén Jaramillo exhibía aún el pleno vigor de su inteligencia excepcional y su recia moralidad, mientras que María Eugenia se esforzaba en hacer las monerías de antes, de condesa anarcoindividualista. Enterramos en esa ocasión festiva a un bolivariano, a un ensayista ejemplar, al más incómodo de los intelectuales del siglo XX de nuestro patio nacional. Todos, sin excepción, nos emborrachamos hasta perder la conciencia, hasta caer enlagunados, que es un deporte tradicional de alto riesgo, pero que en esta ocasión valió la pena. Lo hicimos sin arrepentimientos y, sobre todo, sin la oportunidad de repetir la hazaña, porque Gutiérrez Girardot se entierra solo una vez en este valle de lágrimas colombiano.
El más acá nos premió con este febril reencuentro en la santa misa rosarista que quiso exorcizar sus “aproximaciones”, sus “provocaciones”, sus “cuestiones”, sus “insistencias”, sus “heterodoxias”, para repetir los títulos de sus libros de ensayos, y supimos como logia semiesotérica que el ritual de despedida era merecido, inolvidable, llamado a perpetuarse en nuestros más hondos y vivaces recuerdos. El elevado elemento, luego de largas décadas fuera de su patria, se despedía sin estrépito, con discreción elegante, para avivar la llama de nuestro cándido fervor. El hombre empecinado, como lo había dicho Dilthey de Lessing en la ya lejana época de este, se había erguido “completamente solo”, y solo había abrazado “la lucha contra todas las corrientes amistosas u hostiles” de la tradición intelectual inmediata, a la par que creaba “transitoriamente sus aliados”, en un intento sin más remedio por completar su pensamiento. Pues al fin, en el instante que partía, ¿qué sabíamos en realidad del ícono de nuestra primera juventud? El rito ceremonial de una misa exequial se trocó en un desafío de indecisas consecuencias académicas. El lazo de tensión entre el último adiós en la ermita colonial y la herencia condicionada sigue siendo la flama continua que anima esta tarea investigativa. Su reposo, nuestro desvelo.
En esa soleada tarde capitalina, contrajimos, pues, compromisos que hemos, acaso, cumplido parcialmente, pero, ahora, cuando han pasado más de quince años, no cabe sino empezar a cumplirlos a cabalidad. Este libro es uno de ellos, y solo desea ser estímulo a otros muchos proyectos que giran en torno a la obra, la vida, los avatares de una existencia única en la ancha y cada vez más ajena y desesperanzada América Latina. Así que el gran bolivariano, el gran colombiano que amplió sus horizontes vitales e intelectuales con su larga e intensa vida europea, en especial en España y Alemania, y que salió prácticamente huyendo de la Colombia posgaitanista a un exilio intelectual semivoluntario, regresa una vez más, convertido en fragmentos biográficos impresos. Este libro es la cuota inadministrable de esa tarde de farra y buenos e insanos propósitos. Porque también en esa tarde memorable, de duelo y de éxtasis, me reconcilié definitivamente con la efigie, con el hombre que había partido al más allá, desde donde nos sigue hablando, enseñando e interrogando. Espero no defraudar a todos de todas las maneras posibles con este “mamotreto”, aunque quizá así solo contradiga rotundamente el epígrafe que le escogí, citado por Gonzalo Sobejano en “Mi amigo Rafael”: “La identidad consiste en trabajar más y mejor”.2
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Rafael Gutiérrez Girardot había muerto a los 78 años, el 26 de mayo de 2005, como efecto de un infarto de miocardio. El doctor Mario Correa Tascón, quien tuvo ocasión de leer el acta médica de fallecimiento, me comentó que sus venas sufrían una esclerosis irreversible, producto de una vida sedentaria, un régimen alimenticio quizá inadecuado para su edad y los traumatismos y secuelas de un grave accidente automovilístico que habían sufrido él, su amigo Antonio Lago Carballo y sus sendas esposas en una autopista alemana hacia el año 2000. Este accidente casi fatídico, que lo tuvo en coma varias semanas, había precipitado el deterioro físico y psicológico. “No era ya el mismo”, testimonia Carmen Ruiz Barrionuevo, profesora de la Universidad de Salamanca, quien tuvo la oportunidad de verlo y compartir con él en esa fase conclusiva de su existencia. El roble, que aguantaba inalterable dosis inverosímiles de vino, envejecía a pasos agigantados. Así que su deterioro era visible, una decadencia dolorosa y traumática, un avizoramiento del desenlace, largamente anunciado, en su apartamento de la Rheinaustrasse. En la fotografía de Gutiérrez Girardot que ha colgado Carlos Rivas Polo en el portal de la muy meritoria bibliografía, se le ve apoyado en un bastón, con su infaltable corbatín y su saco profesoral, con el rostro sensiblemente consumido y con mirada más bien agotada. Son, sin duda, sus últimos años de fructífera existencia.
Luego de redactar estas páginas, Rodrigo Zuleta me regaló un recuerdo vivo de esos años, uno que contrasta con la impresión de una lenta decadencia. Más bien, él lo vio con una entereza singular, aunque su esposa Ulrike lo viera decaído: “Sí, él ya no podía despotricar más”, le dijo. Rodrigo me escribió así un correo electrónico que transcribo casi entero:
Claro, hubo decadencia física, sin duda. El accidente debió ser en el 99, yo todavía estaba en Bonn y estaba en mi último apartamento, en Beuel, y por eso me acuerdo. La primera vez que lo vi tras el accidente fue en el hospital, había salido de cuidados intensivos y estaba en una habitación que compartía con otro paciente. Me dijo que lo primero que iba a hacer cuando saliera era tomarse una cerveza. Él quedó mejor que Marliese tras el accidente, que empezó a tener despistes. Recuerdo también cuando vinieron las inundaciones de rigor de Beuel y que les ayudamos, con Bettina, a desocupar el garaje.
Después de mi traslado a Berlín, en octubre del 99, lo vi un par de veces. Una de ellas, cuando pasé por Bonn tras entregar los ejemplares de rigor de mi tesis en Bochum y recoger mi diploma de doctor, me hace pensar que seguía teniendo resistencia al vino. Me invitó a cenar, bebimos y bebimos —después fue amonestado por Bettina—. Esa noche lo noté bien, muy contento. Al final me dijo: “No se olvide de darme su tesis”. Le di un ejemplar que tenía reservado para él y que ahora debe estar en la Fundación Barcenillas. Una vez estuvo en Berlín, cuando le dieron el Premio Alfonso Reyes. Él, Marliese y Bettina almorzaron en mi casa. Después salimos a dar una vuelta por el Tiergarten y las bicicletas les producían pánico a los dos, fue lo único que noté de extraño.
También pasé un par de veces por Bonn y los vi, sentía que su afectuosidad había aumentado, lo que tal vez fuera una forma de debilidad. La última vez que hablé con él fue el día de su último cumpleaños, que lo llamé por teléfono. Tosía mucho, estaba un poco ahogado. Fue la primera vez que pensé que podía pasar algo pronto. Le dije también que entre un libro, no me acuerdo entre qué libro, había encontrado una carta de Hugo Friedrich a él y que se la iba a mandar de vuelta. Se la mandé. No era gran cosa, pero me hubiera gustado sacar copia, lo que imbécilmente no hice. Pocos días después Bettina llamó llorando: “Papá murió, no puedo hablar más”, me dijo y colgó.3
Bettina, quien lo atendió en la emergencia, narra las horas de angustia y horror de su último aliento. Ella llamó a los servicios de emergencia que tardaron en llegar, como es la impresión usual de quien ve agonizante a su familiar más cercano, y para quien cada instante es una eterna angustia. Hasta el último instante estuvo consciente y lúcido de las consecuencias irreparables de su estado, que pasó en la sala del hospital.
Entre las necrologías apuradamente redactadas, es difícil escoger alguna adecuada para despedir al profesor colombiano, muerto a orillas del Rin. En el mundo de la intelectualidad colombiana, en realidad bastante estrecho, solo pocos lamentaron de verdad su partida, casi nadie estaba dispuesto a acompañarlo a su última morada terrenal. A conciencia, él estaba lejos de pensar en una partida nutrida, no solo porque vivió en el autoexilio semivoluntario desde la década de 1950 (el mismo García Márquez también escogió como patria apropiada una fuera de Colombia), sino porque su nombre, solo conocido en ese mundillo de la selecta inteligencia criolla, no había sugerido o suscitado la identificación y el reconocimiento de su gran tarea. El cuasimutismo era, por tanto, no accidental, sino más bien predecible. El Tiempo, el diario de mayor circulación en Colombia, se limitó a informar en un recuadro superior de su primera página, con fotografía reciente: “MURIÓ GUTIÉRREZ GIRARDOT. Radicado en Alemania, fue considerado uno de los más destacados intelectuales de Colombia en el siglo XX”. Manifestarse con escrupulosidad intelectual sobre esa tarea parecía obra de la posteridad, a despecho de la mala conciencia que lo había recluido en el cuarto oscuro de la indiferencia generalizada, lo cual él llamó mordazmente “el castigo callado”.
Este “castigo callado” sepultaba el sentido mismo de la tarea filosófico-intelectual: la plaza pública. Por ella se contraviene el solipsismo estéril y llorón de quien se queja en solitario de sus desgracias personales, pues el intelectual tiene así, por condición inevitable de su tarea, cambiar el mundo circundante. No se trataba en el caso de Gutiérrez Girardot, como se suele decir, de un ego frustrado, falto de coronación universal, sino más bien de la universalidad de la verdad, la cual solo se consigue en la discusión pública. Pues intelectual también es sinónimo de actualidad visible de esa verdad transformadora. Por eso, es comprensible la queja e irritación de Gutiérrez Girardot en contra de sus contradictores solapados, quienes restringieron la mayor eficacia y difusión de sus discusiones, quienes socavaron la posibilidad mínima de una “relativa recepción”: “Digo relativa recepción porque es natural que un autor que no vive en el país propio, que no está presente allí, no puede por eso participar plenamente en la vida literaria, solo puede ser conocido reducidamente”, explicaba de paso el maestro, no sin alguna melancolía.4 No le fue posible, sin embargo, romper el cerco mezquino y ganar un mayor espacio de sociabilidad pública. Con ello su visibilidad estuvo permanentemente a prueba. Fue también la prueba permanente de su incómoda semimarginalidad.
Cuatro retratos. Rubén Jaramillo Vélez, Álvaro Salvador, André Stoll y Gutiérrez Girardot
El filósofo Rubén Jaramillo Vélez, pocos meses después del entierro solemne en La Bordadita, escribió una semblanza para la Revista Aquelarre de la Universidad del Tolima. Desde las primeras líneas de “En la muerte de Rafael Gutiérrez Girardot” salta el dolor de la desaparición: “me resulta una ocasión muy triste, pues desde el día 28 de mayo, cuando me enteré del fallecimiento del gran maestro y amigo Rafael Gutiérrez Girardot, he estado tratando de elaborar el duelo, en vano”. La gran pérdida del maestro no solo es para Colombia, sino para el conjunto de naciones que Manuel Ugarte llamó “la Patria Grande”. Más aún, prosigue la sentida nota necrológica: “una pérdida para todo el ámbito de la cultura en lengua española”.5
Rafael Gutiérrez Girardot fue, en efecto, una de las figuras intelectuales más prominentes de este continente en la segunda mitad del siglo veinte, si se tiene en cuenta que su gestión cultural, tan seria, tan genuina, tan fundamentada, comenzó a perfilarse desde finales de los años cuarenta, cuando realizaba estudios de jurisprudencia, a través de sus primeros escritos —ensayos, artículos, reseñas críticas— publicados en la Revista de la Universidad del Rosario cuya dirección le fue encomendada por su rector de entonces, monseñor José Vicente Castro Silva, a quien él siempre recordará con singular afecto. Ya a lo largo de la década del cincuenta se dio a conocer ampliamente, en particular cuando se integró al grupo de intelectuales que se congregaron alrededor de esa gran revista que fue Mito.
Jaramillo Vélez rememora que hace veinte años un grupo de jóvenes, entre los cuales se encontraba José Hernán Castilla, encargado del homenaje póstumo en la Universidad del Tolima, empezó a leer a Gutiérrez Girardot y a divulgarlo en unas cuartillas fotocopiadas. También resalta que, si bien tuvo ocasión de conocerlo personalmente en Berlín en la década de 1970, solo más tarde, por virtud de la mediación de ese grupo de entusiastas lectores, entró en directo diálogo. Así, le publicó en su revista Argumentos en 1986 el ensayo “Universidad y sociedad”, quizá el único que ha tenido una gran acogida en nuestro medio, y entabló una amistad epistolar con él y un buen entendimiento con la esposa, doña Marliese, “la madre de sus dos hijas, una dama encantadora que mucho lo amaba y le acompañó solidariamente durante casi cincuenta años”.
Enseguida Jaramillo Vélez ofrece un breve repaso biográfico del que queremos aprovecharnos como punto de partida de nuestra tarea investigativa, por el tono de empatía afectuosa, serenidad transparente y amistad entrañable. Trascribiremos solo lo correspondiente hasta su ida a España:
Nació en el año de 1928 en Sogamoso, esa ciudad de Boyacá tan peculiar en el conjunto del departamento ya que por ser la puerta de entrada a los llanos orientales y por su clima, así como por ser una ciudad muy liberal, se diferencia del resto de las poblaciones del departamento. Precisamente, como me lo decía su compañero de infancia, mi amigo y muy estimado profesor Carlos Patiño Roselli, las pocas familias conservadoras de Sogamoso eran por entonces, en efecto, la de Gutiérrez y la del propio Patiño. Su padre se llamaba Rafael María Gutiérrez. Era un dirigente del partido conservador, abogado y senador de la República, que sería asesinado en 1932, cuya esposa, Anita Girardot, era descendiente del héroe de la campaña libertadora, el héroe del Bárbula.6
Como huérfano de padre, Gutiérrez fue educado por su abuelo materno, Juan de Dios Girardot, a quien consagraría páginas de honda devoción y afecto. Después de haber cursado estudios de primaria y bachillerato en Sogamoso y Tunja se matriculó en la Facultad de Derecho del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario y al mismo tiempo en el recientemente fundado Instituto de Filosofía de la Universidad Nacional, que comenzó a funcionar como adscrito a la Facultad de Derecho de la misma y cuyo origen nos recuerda también la gestión de otro gran colombiano, gran amigo nuestro y de Rafael Gutiérrez Girardot, el viejo maestro Rafael Carrillo Luque, un indígena canguamo del poblado de Atanquez ubicado en una estribación de la Sierra Nevada de Santa Marta, quien después de haber realizado estudios en el Liceo Celedón de Santa Marta se trasladó a Bogotá y cursó también estudios de jurisprudencia en la Universidad Nacional, aunque desde un principio se consagró con gran fervor al estudio y la difusión de la filosofía.
El mismo Gutiérrez recuerda a tres de sus maestros que fueron los fundadores del Instituto. Cayetano Betancur, filósofo y jurista antioqueño, fallecido ya hace unos treinta años, el ya mencionado Rafael Carrillo, y Danilo Cruz Vélez, que todavía vive y a quien tuve el privilegio de escuchar como mi orientador en la primera etapa de mi formación filosófica. Rafael Gutiérrez Girardot pertenece a esa generación que al salir de la adolescencia experimentó el trauma más profundo de la historia de nuestro país en el siglo veinte después de la guerra de los mil días, que se inició con el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán el nueve de abril de 1948, un evento que parte en dos la historia de Colombia y que dio origen al dramático periodo de la “Violencia” durante los diez años que le siguieron.
Basta mencionar algunos nombres, como el del poeta Fernando Charry Lara, muy amigo suyo, por cierto, fallecido apenas hace unos seis u ocho meses. Recuerdo que hace unos quince años la prima de Gutiérrez le ofreció una cena a él y a su señora y en esa ocasión estuvo presente Charry Lara (que por cierto también fue uno de mis profesores, de literatura hispanoamericana, en la universidad). Pertenecen también a esa generación, entre otros, nuestro premio nobel, Gabriel García Márquez, y el padre Camilo Torres Restrepo; Héctor Rojas Erazo, el gran pintor Fernando Botero; Orlando Fals Borda, pionero de la sociología moderna en Colombia; Hernando Valencia Goelkel, crítico literario y cinematográfico, además de excelente traductor del inglés, que murió hace unos años.
Algunos miembros de esa generación se agruparon alrededor de la Revista Mito, cuyos fundadores fueron los “benjamines” de la misma. Me estoy refiriendo a Jorge Gaitán Durán y a Eduardo Cote Lamus, que fallecieron ambos trágicamente, el primero en un accidente de aviación en las Antillas cuando regresaba de París, en 1962; y el segundo, que murió poco después a consecuencia de un accidente automovilístico acaecido en las proximidades de Pamplona cuando se desempeñaba como gobernador de Santander del norte.
Como ya lo he mencionado, Gutiérrez comenzó su gestión intelectual en el Colegio del Rosario, cuando monseñor Castro Silva le encomendó la dirección de la Revista, en la cual publicó en el número de mayo/junio de 1949 la traducción de un ensayo sobre el tomismo moderno del sacerdote dominico Josef Bochenski. Igualmente publicó el 15 de enero de 1950 en el suplemento literario del periódico El Siglo, para el cual por entonces también escribía comentarios y reseñas el maestro Rafael Carrillo, un ensayo sobre el segundo centenario de Goethe, a quien conocía muy bien. Ya había publicado allí, el 9 de octubre del 49, un artículo intitulado “Heidegger frente a Sartre”, lo que me parece muy significativo porque en esa época eran muy pocos los intelectuales colombianos que conocían a Heidegger mientras Sartre era casi hegemónico. Quisiéramos mencionar otro artículo publicado en el suplemento literario de El Siglo intitulado “Un Nietzsche desde dentro”.7
Ya he mencionado algunos autores alemanes de los cuales se va a ocupar Gutiérrez fervorosamente a lo largo de su vida, como Goethe, Nietzsche y Heidegger. Sobre el segundo publicaría en 1966 en la Editorial Universitaria de Buenos Aires (Eudeba) un libro que no ha perdido actualidad y vigencia: Nietzsche y la filología clásica, uno de los mejores trabajos que se han escrito en lengua castellana sobre ese aspecto específico de su obra. También publicó por entonces en el suplemento de El Siglo un artículo sobre Julián Marías, el discípulo más conocido de Ortega; y luego uno sobre Camilo José Cela, que años más tarde recibiría el Nobel.
Igualmente elaboró la presentación de dos poetas colombianos de su momento, Fernando Arbeláez, fallecido hace unos quince años y que hacia mediados de los sesenta seleccionó una antología de la poesía colombiana que editó la división de extensión cultural del ministerio de educación; y Marco F. Chávez, a quien no conozco. En 1950 publicó también en la Revista del Colegio Mayor del Rosario un registro de los documentos sobre la historia nacional que se guardaban en el archivo del Colegio, acompañado de una nota introductoria.
También por entonces publicó en el suplemento literario de El Siglo un ensayo sobre las nuevas tendencias del pensamiento español, y el 20 de mayo del 51 un artículo intitulado “Barba Jacob y el existencialismo”. Tradujo igualmente una conferencia de Carl Schmitt que se publicó igualmente en El Siglo el 17 de julio del 51. Allí mismo publicó poco después un artículo intitulado “Notas para una definición de Hispanoamérica” que anticipa su gran ensayo “La visión de Hispanoamérica de Alfonso Reyes”, así como un artículo sobre el intelectual y la cultura moderna, que luego reelaboraría y leería en el Club Suamox de su ciudad natal con motivo del homenaje que se le rindió allí el 18 de noviembre de 1993, con el título “Los intelectuales en la historia”, que se reprodujo en la revista congratulatoria de la Casa de la Cultura de la ciudad que se publicó hace tres semanas.
Terminado el recuento de la vida de Gutiérrez Girardot, como becario en España, diplomático y, sobre todo, profesor universitario en la Universidad de Bonn, Rubén Jaramillo resalta la importancia del texto ya mencionado, “Universidad y sociedad”. En esta contribución, se delata como contemporáneo de las reformas universitarias en Alemania, en medio de la agitación estudiantil de la década de 1960. Para Gutiérrez Girardot, el riesgo partía de que esa oleada de reformas, que también incumbió a Colombia, fue emprendida por un equipo de tecnócratas neoliberales “que ni siquiera [sabía] hablar castellano” (se refería a Rudolph Atcon). Y con la imposición de directrices de educación superior, continúa la noticia necrológica, estos tecnócratas ponen en peligro la soberanía nacional, porque, como lo hemos venido experimentando en los últimos años, en el país se están introduciendo paradigmas para dirigir (y en realidad desorientar) los desarrollos de la educación superior que no se fundamentan en una genuina reflexión sobre nuestra realidad.
Así, el problema de la democratización de la vida universitaria debe asumir al tiempo el desafío de responder a las exigencias y al estatus propio de las universidades europeas, caracterizadas por una larga y sólida tradición científica, lo que no ha sido el caso en las sociedades hispánicas. Y cita de Gutiérrez Girardot:
En [las sociedades hispánicas] no hay que definir de nuevo, ni siquiera definir por primera vez esa relación [de Universidad y sociedad]. En ellas hay que crearla, es decir, poner de presente la significación vital de la Universidad para la vida política y social, para el progreso, la paz, y una democracia eficaz y no solamente nominal. Con otras palabras: para establecer una relación entre Universidad y Sociedad en los países hispánicos es necesario demostrar a esas sociedades que el saber científico no es comparable con un dogma, que es esencialmente antidogmático; que el provecho inmediato del saber científico no es reglamentable ni determinable por ningún grupo de la sociedad, sino que surge de la libertad de la investigación, de la libertad de buscar caminos nuevos, de descubrir nuevos aspectos por vías que a primera vista no prometen resultados traducibles en términos económicos; que, finalmente, el saber científico y la cultura no son ornamentos, sino el instrumento único para clarificar la vida misma del individuo y de la sociedad, para “cultivarla” y, con ello, pacificar y dominar la violencia implícita en la sociedad moderna burguesa, esto es, en la sociedad en la que todos son medios de todos para sus propios fines, en la sociedad “egoísta”.
Con esta necrología, Jaramillo Vélez nos introduce en el corazón de una personalidad académica e intelectual de una rara complejidad, desconcertante, conocida muy a medias, creadora de un estilo inconfundible, perspicaz, polémico, denso y no fácilmente clasificable. Una personalidad que dejó una profunda huella en un círculo pequeño de discípulos que poco a poco se ha venido expandiendo, de lectores atentos a sus singulares ademanes expresivos y al trasfondo de una crítica cultural que lo hizo testigo de tres mundos: el de su tierra colombiana, el de una España literaria y cultural de la que trazó vivos retratos y de una Alemania que se convirtió en el destino final de su travesía, donde arraigó como diplomático y profesor titular, y donde murió en la ciudad renana de Bonn, la cual fue su morada por medio siglo.
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La revista Quimera de Barcelona, en su número 262 de octubre de 2005, también abrió sus páginas para despedirse del ensayista colombiano. “El legado intelectual de Rafael Gutiérrez Girardot” por Álvaro Salvador, profesor de hispanística de la Universidad de Granada, brinda al lector español una breve crítica de las virtudes de uno de los últimos representantes de la tradición humanística en América Latina, “al lado de figuras de la talla de José Luis Romero, Ángel Rama, Antonio Cornejo Polar, Antônio Cândido, Noé Jitrik, Ana Pizarro o Ana María Barrenechea”. Discípulo de los maestros de la crítica literaria, como el mexicano Alfonso Reyes o el dominicano Pedro Henríquez Ureña, desde sus primeros años Gutiérrez Girardot buscó sentar los fundamentos de su obra en “una cultura hispanoamericana fuertemente enraizada en la tradición romántica de la lengua, y en el pozo ideológico heredado de la cultura grecolatina europea”. Discípulo también de filósofos como Xavier Zubiri, en sus años en Madrid, y de Heidegger, en sus años en Friburgo, amplió y consolidó sus indagaciones para “la elaboración final de su teoría literaria: la historia (social) de la literatura que se fundamenta en una filosofía de la historia y una filosofía de las ideas estético-filosóficas”.8
Gutiérrez Girardot sentó las bases de su visión crítica de la historia de la literatura latinoamericana, para Álvaro Salvador, al adentrase en la obra de Alfonso Reyes y luego en la de Jorge Luis Borges, pero muy particularmente al emprender su “caracterización general de la estética modernista”, trabajo cuya mayor difusión hizo bajo el nombre de Modernismo. Supuestos históricos y culturales de 1983. Aquí entendió el modernismo, prosigue Salvador, como “la crisis finisecular universal producida por la desaparición definitiva del antiguo régimen poscolonial y la instauración del nuevo orden burgués con sus aportes y contradicciones”, concepción posible por sus profundos conocimientos e insistencias en “la historia, la historia social, la ideología cultural y la filosofía de las formaciones culturales hispanoamericanas”. Solo a partir de esa comprensión del decurso de la peculiar vida literaria y sociocultural del continente se pueden explicar sus, “aparentemente, extravagantes y provocadores ataques a las vacas sagradas”, “a los santones del pensamiento hispánico, como Ortega y Gasset, Octavio Paz o Gabriel García Márquez”. “La obra, la trayectoria de Gutiérrez Girardot se ha cerrado circular y coherentemente, como la de los grandes maestros que él mismo estudió”. Y concluye el colega español:
El homenaje que el joven intelectual colombiano hizo a su maestro mexicano al elegirlo como punto de partida de su trayectoria, se trasformó al final de la misma en el homenaje que la memoria del maestro mejicano y su legado hicieron a Gutiérrez Girardot al concederle el premio Alfonso Reyes en el 2002. Uno y otro, abren y cierran un siglo: la tradición más brillante y fructífera del humanismo latinoamericano contemporáneo.
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En “Despedida de un esprit fort latinoamericano. En ocasión del fallecimiento de Rafael Gutiérrez Girardot”, el romanista alemán André Stoll, profesor de la Universidad de Bielefeld, expresó también su más sentida impresión por la partida de su colega. “En Bonn, su residencia por largos años”, inicia la noticia fúnebre, “falleció hace pocos días a la edad de 78 años el hispanista, crítico literario y filósofo Rafael Gutiérrez Girardot, conocedor extraordinario de la cultura de la modernidad latinoamericana en sus múltiples interdependencias con la creatividad literaria y el pensamiento crítico-filosófico de la Europa contemporánea”.9
Su formación en Bogotá y en Madrid, que completó con “las subversivas exploraciones epistemológicas” con Heidegger, y en combinación con “el arte de la paradoja polémica de Quevedo”, creó una voz innovadora que afiló “el bisturí de su lucidez penetrante”. Estos primeros pasos formativos tuvieron su coronación con su tesis doctoral, bajo la dirección del ilustre romanista Hugo Friedrich, y su contacto en Alemania en torno al famoso Grupo del 47.
Su tarea como profesor de hispanística en Bonn fue una extraordinaria ocasión para entablar puentes entre el entorno académico alemán y el continente literario latinoamericano, a los que buscó “liberar de los prejuicios colonizadores y eurocentristas” que hasta entonces ensombrecían esas relaciones interculturales. Este “temido francotirador” se valió de las armas de perturbadoras disciplinas, como la filosofía y la sociología (de Nietzsche, Benjamin, Adorno, Kafka), para derribar prejuicios sobre el continente literario latinoamericano, no sin rápidamente despertar en su entorno “el odio y la envidia de determinados colegas por su incansable acción innovadora”. El llamado boom novelístico, más los llamados indigenismos de diverso pelaje, contribuyeron a opacar esta tarea crítica innovadora y audaz. No bastó para acallarlo este rencor: su cátedra de hispanística fue escenario privilegiado de encuentro de la repubblica delle lettere, de un escogido y amplio número de colegas de todo el continente, en aciagos momentos de las dictaduras militares. Tampoco esa resistencia pudo desvirtuar la importancia del Premio Alfonso Reyes en 2002, que anteriormente habían obtenido Borges, Carpentier, Paz, entre otros.
Nunca como ahora precisamos de un esprit fort como él para la universidad alemana, dice el romanista Stoll, universidad que ve amenazados sus generosos fundamentos humboldtianos en virtud de la reforma de Bolonia que ha burocratizado la investigación y la enseñanza, que ha atrapado la vida universitaria en la trampa de los rankings internacionales de la “excelencia”, que no es más que eficacia para un mercado sin freno. “En vista de esta evolución, no puede parecer extraño que el periodismo alemán para honrar al difunto no haya encontrado otro comentario que el silencio sin calificativos. Una despedida, pues, de profunda melancolía”.10
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“Heroísmo y dandismo se repelen”, escribió Gutiérrez Girardot sobre Mariano José de Larra.11 El modelo intelectual más afín al dandi Gutiérrez Girardot, al menos en algunas de sus características, fue el elegante sabio dominicano Pedro Henríquez Ureña. Del crítico dominicano poetizó su propia madre: “Mi Pedro no es soldado; no ambiciona / de César ni Alejandro los laureles; / si a sus sienes aguarda una corona, / la hallará del estudio en los vergeles”. A tal carácter personal tan estilo expresivo.12
Fue Gutiérrez Girardot amigo de sus amigos y furibundo contradictor de sus contradictores. Se batía como un león en las polémicas y, como Voltaire, hacía de la exageración una válida arma literaria. Tuvo una devoción indeclinable por sus maestros, por Zubiri, Reyes y Heidegger, y una admiración incondicional a Borges, Vallejo, Friedrich. No era siempre fácil ni cómodo tratar con él y rebatirle sus insistencias.
Nada, pues, de aventuras intrépidas y legendarias que narrar. No fue un Bolívar, un Zapata ni un Che. Fue Gutiérrez Girardot, por el contrario, un sedentario hombre de escritorio: fue un provocador y un francotirador en la república de las letras, que desafió y fue correspondido, como lo recuerda su colega André Stoll (otro difícil), pero no frecuentemente con las armas de la franca polémica y el abierto debate, sino más bien con el “castigo callado”, como solía decir. El campo literario fue concebido, para el a-heroico ensayista colombiano, como campo de lucha de conceptos. En la Colombia de la década de 1950, como lo recordó en un homenaje póstumo que le hizo la Fundación Santillana, que fue algo como un antihomenaje, se le llamaba “Barbulita” porque estallaba con facilidad, como un barril de pólvora. Había algo, empero, muy digno en esa postura indeclinable, “una característica interesante”.
“Barbulita” fue fiel a sí mismo; explotaba con facilidad, en ocasiones inexplicablemente. Pero fue o buscó ser fiel siempre a sus idearios inamovibles, en otros términos. Lo consignó Julio Olaciregui, en un escrito por ahí extraviado, fechado en París en 2005, en que tuvo a bien traernos unas espléndidas palabras del maestro boyacense sobre su propia misión intelectual:
El intelectual es un aventurero en el mejor sentido de la palabra, que se ve incluso amenazado […]. La pasión por América Latina es bella porque es la pasión por un mundo nuevo […], debemos tener conciencia de que somos un mundo nuevo y desarrollar una pasión por cumplir una Utopía del Nuevo Mundo que no se ha cumplido. Y lo dijo Pedro Henríquez Ureña: sobriedad y pasión por América Latina son dos elementos que deberían trasmitirse o cultivarse en la universidad pública, en nuestra Alma Mater, para diferenciarla de la “privada”, porque nuestra Alma Mater es nacional y la nación está por encima de los intereses privados […] y yo creo que los estudiantes son mi única esperanza.13
Gutiérrez Girardot fue exigente y selectivo; su modelo puede ser tomado con cierto azar de un pasaje epistolar (puede haber otros). En carta del 10 de julio de 1981, dirigida a Hans-Schwab-Felisch, caracteriza a Hans Paeschke, quien había sido entre 1932 y 1934 secretario de la Sociedad Germano-Francesa y en la década de 1950 director de la revista Merkur. Dice así:
Hans Paeschke era un faro y precursor de desarrollos futuros. Como colaborador de Merkur aprendí lo que llamaría Hegel el “esfuerzo del concepto”, en el sentido de que me lo exigía en toda colaboración. Él era una medida y un criterio, pero no dogmático, sino dialógico. Él era selectivo. En los países de lengua española, no se conoce un editor selectivo de revistas, al menos no en la forma de Paeschke. Valoro mucho este tipo intelectual, que tiene mucho del antiguo profesor universitario. Pero yo me siento más a gusto y más libre con esa liberalidad cordial que da preferencia en la observación a la cualidad de lo vital y no al perfeccionismo.14
Ser un faro cultural, ir a la fuerza del concepto, colaborar, buscar el diálogo, tener liberalidad cordial, ser selecto, son notas que enmarcan su tipo ideal intelectual.
El impulso final de llevar a cabo la investigación Rafael Gutiérrez Girardot y España, 1950-1953, luego de años de rodeos e inconstancias, tiene una explicación que podríamos llamar existencial. A principios de 2013 tuve un infarto en el miocardio, y a finales de 2017, un principio de desprendimiento de retina, los cuales me insinuaban que los felices años azules quedaban atrás y que debía rendir cuentas definitivas, como un arqueo conclusivo de la larga trayectoria académica, antes de sumirme en la siesta sin retorno de la jubilación. Así que echando mano de lo que había acumulado durante décadas y recomponiendo materiales a medio hacer, me decidí de forma perentoria, como chantaje vital-moral, poner orden y concierto a un material documental y a una serie de reflexiones y conceptos, y producir a como diera lugar estas páginas que hoy concluyen en este volumen.
El proceso de elaboración ha sido naturalmente laberíntico, plagado de dudas sobre la conveniencia o pertinencia de seguir unos trazos tan disímiles en temas, problemas y metodologías. Dudé mucho. Sobre todo, ante comentarios que me indicaban los diversos extravíos, más insistía en asumir los riesgos de una empresa que no podía mostrarse ni rutinaria ni suficientemente confusa. Creía y quería ofrecer, a modo de ofrenda universitaria, unas páginas que poco a poco se fueron saliendo de su curso programado, abriéndose a horizontes inusitados y exigencias que humanamente no podía satisfacer del todo, pero que tampoco debía eludir por pereza, temor o cobardía mental. Las gruesas páginas que comprende esta investigación no son una casualidad ni manifiestan ellas el deseo de espantar lectores y rellenar currículum. Son como han salido, de la entraña misma del asunto.
No puedo sino decir que el libro se fue escribiendo entre vigilias y duermevelas, al son de un impulso que ya estaba medio programado y, sin embargo, tan vago en sus términos concretos. Pero la escritura va concretando los desfases de la mente, se va plasmando en una praxis que al final resulta algo diferente o hasta irreconocible. Pero no hay nada que hacer al cabo de la redacción, aparte de tratar de corregir errores ortotipográficos, suprimir las máximas burradas, cotejar las fuentes con las citas y dialogar pacientemente con los expertos editoriales que siempre tienen la razón.
Así que el libro es más que un esfuerzo de años: casi se le puede considerar un testamento, o debut, de mi modo de haber asumido, con sus bemoles, la vida de profesor universitario; de alguien que ha sido dichoso en su labor docente, que ha sido insaciable en su deseo no solo de saber, sino de transmitir por décadas lo poco que sabía a sus cientos de estudiantes e insinuar siempre que se sabe tan pequeña parte de la enciclopedia del conocimiento humano que da vergüenza a veces hablar y se desea no pocas veces caer en un silencio místico. Pero el hechizo del misticismo se debe conjurar con palabras habladas, con palabras escritas. Con un “mamotreto” que contiene el empeño pertinaz de la biografía intelectual de Rafael Gutiérrez Girardot, por ejemplo.
Quería también, y esto es nota común en este tipo de despropósitos académicos, sacarme la espinita que me enterraron varios colegas, colombianos y españoles, que no entendían mi modo de trabajar, mi supuesta dispersión disciplinar, y decirles a estos y a los otros, sobre todo a los que esperaban un poco más de mí, que todo esto era la partitura de una sinfonía biográfica que pocas veces acertó a poner la nota musical más bella. A esta altura, no hay atrás ni hay recomienzo, pero me proporciono así el antídoto egocéntrico al veneno inoculado.
Debo agradecer igualmente a los competentes evaluadores de esta investigación, designados por la Editorial Universidad del Rosario. Sus indicaciones para algunos ajustes menores fueron considerados, en la medida de lo posible. Estas evaluaciones conforman, sin duda, un puente valioso entre el investigador y el público lector especializado que siempre agradece este tipo de comentarios y sugerencias.
En particular, atendí a un recorte a la (quizá demasiado) extensa introducción, prescindiendo de una docena de páginas relativas a las reflexiones metodológicas de la biografía intelectual; también ejecuté semejante operación “tijera” con algunos apartados de la figura de don José Ortega y Gasset. Con ello quise interpretar estas sugerencias, en medio de la aceptación muy positiva y hasta entusiasta de este largo trabajo. La preocupación por la extensión y los excursos es legítima, pues parecen ocultar el objeto de estudio, pero igualmente pueden considerarse un estímulo inédito para la imaginación de los lectores. Prescindir de la recapitulación de los debates sobre la hispanidad en España, por distraer a los lectores, podría atentar con un propósito muy peculiar e indispensable: tratar de familiarizarnos con una dimensión de la historia de las ideas españolas que predispuso el horizonte intelectual en que más tarde se va a mover el joven becario guadalupano Gutiérrez Girardot. Dejé intacto el comentario de Andrés Felipe Quintero a la tesis doctoral de Carlos Rivas Polo sobre los años madrileños de Gutiérrez Girardot, por considerarla indispensable en la articulación de nuestro libro de rasgo colectivo. Espero no defraudar a sus lectores.
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En realidad, este libro es una creación colectiva que se ha venido labrando, año tras año, en la confianza y el esfuerzo a los que han aportado todos los miembros del Grupo de Estudios de Literatura y Cultura Intelectual Latinoamericana (Gelcil) de la Universidad de Antioquia. Lo han hecho con un desinterés enorme y con una paciencia mayor, por medio de sus ideas, sus fuentes, sus múltiples discusiones, su paciencia y su entrega. Por eso, es solo nominal mi nombre como redactor final del libro, pues al lado del mío deben aparecer los de Carlos Rivas Polo, José Hernán Castilla, Rafael Rubiano Muñoz, Rodrigo Zuleta, Selnich Vivas, Germán Porras, Ana María Jaramillo, Andrés Arango, Diego Zuluaga, Diego Posada, Jhonathan Tapias, Esnedy Zuluaga, Einer Mosquera, Jorge Pabón, Gildardo Castaño y, más recientemente, los nombres de Juliana Vasco Acosta, Andrés Vergara Molina, Andrés Vallejo, Juan Camilo Dávila, Astrid Elena Arrubla, Luis Fernando Quiroz, Joan Manuel Largo, Álvaro Cruz y John Cano. Todos y cada uno de mis amigos, colegas y estudiantes aquí mencionados saben a ciencia cierta cuándo y cuánto debo a ellos.
Hay que reconocer que sin la política de creación y sostenibilidad de grupos de investigación, que asumieron hace más de veinte años las universidades colombianas a instancias de las directrices del Departamento Administrativo de Ciencia, Tecnología e Innovación (Colciencias), la investigación académica en Colombia seguiría en pañales. O sería cuasiinexistente. El camino recorrido por la investigación universitaria en estos últimos años, pese a los exiguos presupuestos y la burocratización necia, ha sido notable y ha cambiado decisivamente la cultura institucional. Si en la designación de recursos y en la mentalidad clientelar política la ciencia y la investigación universitaria son la Cenicienta del paseo (nada millonario), es un deber reconocer que se ha sembrado por terrenos que no todas las veces son estériles. Es una ironía corroborar que, cuanto más mezquino se muestra el Estado central en brindar los recursos necesarios (la realidad, no he recibido un solo centavo de Colciencias para esta investigación), más parece estimularse el ego creativo, más libertad tiene el investigador para llevar a cabo sus experimentos académico-universitarios. Ernesto Guhl decía que, “cuando un investigador piensa solo en dinero, no se diferencia en nada a la mafia”, pues el estímulo en estos casos no es siempre dinero, sino también un ethos científico, que a veces se emparienta con el caos, que llama a hacer las cosas de la mejor y solo de la mejor forma conscientemente posible.
Con todo, debo reconocer en forma muy especial la generosa colaboración de la Universidad de Antioquia y la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín, por las horas que en el llamado Plan de Trabajo Institucional me han venido reconociendo, desde hace años, para cumplir con esta labor investigativa. Sin estas horas académicas hubiera sido no solo incierto, sino imposible echar adelante este tipo de empresas investigativas.
Agradezco también de forma muy especial a doña Marliese y a la doctora Bettina Gutiérrez-Girardot, la viuda y la hija del profesor Rafael Gutiérrez Girardot, respectivamente, por el gran apoyo e interés en esta investigación biográfica. Gracias a su colaboración he obtenido información y documentos que de otra manera no hubieran podido ser adquiridos. Cartas, separatas de revistas donadas, testimonios, charlas informales y colaboración de diversos géneros, así como las atenciones que he recibido con mi familia cada vez que las visitamos en Bonn, han enriquecido mi conocimiento de Rafael Gutiérrez Girardot y motivado mis indagaciones. A doña Marliese y a la doctora Bettina, mis perennes reconocimiento y gratitud.
Esta versión final, que es en verdad este cuerpo “ordenado” de investigación, no hubiera sido posible, ni de lejos, sin la consumada mano de Luis Fernando Quiroz, que es un implacable estilista, y de sus acompañantes en esta arduísima empresa, Valentina Ordóñez Luna y Alexander Salazar Echavarría. Me parece impensable sin ellos el resultado definitivo.
Notas
1Para ese mismo año, en virtud de una generosidad equívoca, se publica un breve artículo semblanza de Álvaro Pablo Ortiz Rodríguez, “Rafael Gutiérrez Girardot o el intelectual como provocador”, en Revista de la Universidad del Rosario, vol. 100, n.º 594 (2005), y rescata un artículo de hacía medio siglo del crítico recién fallecido: “Dos poetas colombianos actuales. Fernando Arbeláez y Marco Fidel Chaves”.
2Todavía queda la especulación de las razones, que no discutimos esa tarde bogotana, de la decisión de deponerse sus restos mortales en Colombia. Es fácil decirse: “porque Gutiérrez Girardot fue un colombiano en todos sus largos años de exilio”. Pero la respuesta patriótica no es satisfactoria y habría otra latente. La respuesta podría entresacarse del homenaje que se le ofreció en la Universidad de Granada en 2002. En esa solemne ocasión, en conversación con Pedro Cerezo Galán y Álvaro Salvador, recordó el ya catedrático jubilado el odio de Schopenhauer a los alemanes que lo llevó a decir: “no quiero ser sepultado en Alemania”. Schopenhauer, pero sobre todo Hölderlin y Nietzsche, dijo textualmente, padecieron bajo la “sabiondez”, la “arrogancia”, la “patanería”, la “inhumanidad” de los alemanes. Homenaje de la Facultad de Filosofía en “El intelectual y su memoria” de la Universidad de Granada.
3Correo electrónico del 4 de abril de 2019.
4En entrevista para el Magazín Dominical, de El Espectador, el 29 de septiembre de 1985.
5Aquelarre, n.º 8 (2005), pp. 7-14. Consultado en <http://ccultural.ut.edu.co/images/Revistas%20Aquelarre/Aquelarre%2008.pdf>.
6Jaramillo Vélez, op. cit., p. 8.
7Ibid., p. 9.
8Álvaro Salvador, “El legado intelectual de Rafael Gutiérrez Girardot”, Quimera, n.º 262 (2005), pp. 62-63. Estas notas de despedida reiteraban la admiración por su maestro, pronunciadas en un homenaje que había organizado en la Universidad de Granada (2002) en que enmarcó a Gutiérrez Girardot en la eclosión renovadora de las décadas de 1960 y 1970, al lado de Ángel Rama y Antonio Cornejo Polar. En esa ocasión, habló del “polemista”, con su prosa “eficaz”, “ingeniosa”, “provocadora”, “interdisciplinar”. Hay videoconferencia en DVD de este acto académico, en compañía de Pedro Cerezo Galán.
9Anthropos, Rafael Gutiérrez Girardot. Un intelectual crítico y creativo de las tradiciones hispanoamericanas, n.º 226 (2010), p. 10.
10Ibid., p. 11.
11Vorlesung o lección magistral “Der spanische Romantik”, dictada en la Universidad de Bonn en el semestre de verano de 1985. Inédita.
12Pedro Henríquez Ureña lo enuncia a su hermano Max (carta desde México, 1907), que resume un comparativo modelo ensayístico del ya joven Gutiérrez Girardot: “siempre he escrito suficientemente despacio para trabajar tanto la forma como la idea. Ya te he dicho que mi procedimiento es pensar cada frase AL ESCRIBIRLA, y escribirla lentamente; poco es lo que corrijo después de escribir ya un artículo… El mejor modo de precisar ideas es leer frecuentemente pensadores y críticos serios; la mala crítica no sirve para el caso… Así se llega a ver que sobre todas las cosas se puede decir algo nuevo”. Obras completas (t. I), Santo Domingo, Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña, 1976, p. 353.
13“Misiones soñadas y cumplidas”.
14La traducción es mía.