Читать книгу La Lista De Los Perfiles Psicológicos - Juan Moisés De La Serna, Dr. Juan Moisés De La Serna, Paul Valent - Страница 5
CAPÍTULO 1. LA INVITACIÓN
Оглавление―En el principio no existía nada, salvo la luz. Al menos así me lo había contado, y también que sería eso, precisamente lo que vería en mis últimos momentos. Pero no era aquello tal y como esperaba. Extrañamente me sentía ligero, como si todas las preocupaciones que me estaban aprisionando estos días se hubiesen difuminado.
»Ni siquiera la prisa que me había hecho correr tanto en la carretera, tenía ahora el más mínimo interés para mí. Me sentía tranquilo, ligero, sin cargas ni ataduras. Me parecía ver todo ahora con más claridad y perspectiva. En realidad, había desperdiciado mucho tiempo de mi vida, con tanto esfuerzo baldío, por aparentar, por conseguir, por lograr más que otros, y todo ahora me parecía tan banal.
»De repente recordé los mejores momentos de mi vida, cuando estaba con mis padres, allá cuando todavía era un crío, en la adolescencia, con mi primer amor, mi matrimonio y mis niños, y en cambio, no había ni rastro de los grandes éxitos personales o al menos esos que yo consideraba, como mi graduación, mi primer empleo o mis ascensos.
»Tampoco vi nada de todo lo que había conseguido alcanzar, mi casa, el chalé, el coche. Sólo veía escenas entrañables, llenas de amor y ternura, que me reconfortaban y me hacían pensar que lo verdaderamente importante era precisamente eso en la vida, y no tanto lo que se alcance o se quiera lograr, como el amor dado y recibido de los demás.
–¡Bien!, vas haciendo progresos, cada vez vas teniendo más conciencia de lo que te sucedió, aunque parece que todavía tienes muchas lagunas.
–Doctor, ¿cree que hablar de esto me ayudará a recordar?
–Es la única forma que sé de hacerlo. Cuando alguien ha pasado por una situación como la tuya, en que ha estado tan cerca de la muerte, y, además, con las consecuencias que te ha dejado, es importante hablar de ello.
–Pero ¿por qué no recuerdo sobre mí?, ¿por qué no sé nada de mi pasado, ni siquiera de mi persona?
–Amor, tienes que centrarte en aquello que sí recuerdas, aunque sean esos momentos posteriores al accidente. Yo podría darte alguna información sobre el informe de los bomberos que intervinieron en tu rescate, pero preferiría que tú mismo fueses recordando –indicó la mujer que estaba sentada a su lado.
–Pero ¿y si no llego nunca a recordar? ―protestó mientras se incorporaba de aquel mullido diván, desgastado por las muchas horas que había pasado escuchando a los cientos de pacientes que antes que él, se habían recostado ―, ¿y si no vuelvo a saber quién soy?
–Habitualmente esto se supera, únicamente debes tener la suficiente paciencia, y sobre todo la confianza en la naturaleza humana, ya que, aunque nos parezca asombroso, casi todo se soluciona por sí mismo, con el tiempo suficiente.
–¿Lo ha visto antes?, me refiero, un caso como el mío que se solucione.
–No con las mismas características –señaló el psiquiatra mientras terminaba de realizar algunas anotaciones en aquel cuaderno que utilizaba a modo de registro de la sesión.
–Entonces, ¿cómo está tan seguro de que podré recuperar la memoria? –Insistió el paciente mientras se incorporaba, tras haber escuchado la melodiosa tonadilla del reloj que señalaba el fin de la sesión.
–No desesperes, todo llegará, de momento sería bueno que te centrases en esos sentimientos que me describes, que por otra parte son muy positivos, puede que antes fueses así de positivo ―señaló con una leve sonrisa, mientras depositaba la pluma que utilizaba para roturar aquel cuaderno sobre la oreja izquierda.
–Bueno, haré lo que me dice, pues en realidad es la única esperanza de saber quién soy ―comentó mientras se levantaba y se dirigía hacia el psiquiatra para despedirse.
–Bueno, pues la semana que viene seguiremos hablando ―señaló mientras le estrechaba la mano, y le conducía hacia la puerta de salida, palmeándole la espalda con suavidad.
Abrió la puerta y con un gesto de su mano les despidió, viéndolos abandonar su despacho. Una vez cerrada la puerta, esperó a que hubiesen pasado unos segundos, y expiró enérgicamente.
“¡Qué difícil lo tienen algunos!”, pensó para sí mientras regresaba tras su mesa, donde le aguardaba una cómoda silla, ricamente adornada con brocados floridos y un acabado de caoba, que le daba cierto aire de dignidad, tal y como él había deseado cuando lo adquirió en aquella subasta benéfica.
Se supone que había pertenecido a alguien de alta alcurnia, a uno de esos nobles de solera, nada más y nada menos que a un vizconde o algo así…, pero a saber si era cierto, lo que sí podía afirmar es que cuando se dejaba caer sobre su mullido cojín y depositaba sus codos en los apoya brazos, se sentía muy importante.
“Casi puedo imaginar, cuando entrecierro los ojos, lo que sería una vida en palacio, donde no había que luchar para ganarse el pan cada día, cuya única tarea era pasear por los campos de la propiedad para comprobar que todo iba bien. Una vida privilegiada destinada a unos pocos, hijos de buena cuna, que perpetuaban en sus descendientes una casta proveniente de reyes”
Estaba absorto en mis pensamientos cuando de repente sonó el teléfono:
–Doctor, ya no hay más pacientes por hoy, los dos que faltan lo han cancelado a lo largo de la tarde, por diversas razones ―dijo al otro lado del auricular la voz de la secretaria.
–¿Les has dado cita para otro día? ―pregunté asombrado.
–Sí, la semana que viene les podrá atender como es habitual.
–Perfecto, entonces, si quieres por hoy hemos terminado, ya mañana seguiremos, muchas gracias.
–Vale, pues hasta mañana.
Colgué, algo asombrado de aquella casualidad, que me dejaba a media tarde sin clientes que atender. Era habitual que a lo largo de la semana hubiera uno o dos cancelaciones, casi siempre por motivos personales o por algún imprevisto, pero no dos seguidos.
Cogí el periódico y abriéndolo con avidez busqué algún dato relevante entre aquella maraña de noticias a cada cual más llamativas.
–Esto no va a ser, nadie deja una consulta para ir al balé…, esto tampoco, un estreno de cine a mitad de la semana tampoco es para tanto…, ¡Ah, vale!, ahora lo comprendo, el final de las ligas menores. Seguramente tengan algún hijo en el equipo local o serán muy forofos a este deporte.
A pesar de no compartir aquella afición que en algunos casos llegaba a ser de fanáticos, estaba de acuerdo en que hubiese una actividad en la que uno se pudiese liberar de sus inhibiciones, y que se sintiese identificado con un colectivo al que normalmente no pertenecía, alejado de su casa o de su trabajo.
Era reconfortante ver cómo la gente se reunía en las cafeterías a vitorear a sus equipos y a sufrir por cada pase mal dado o cada regate que no se ha realizado; e igualmente emocionarse hasta el estallido de júbilo cuando el delantero centro robaba el valor, avanzaba entre sus contrincantes y al final lograba marcar.
Pero si aquello es saludable, e incluso catártico, liberando emociones primarias, lo que más me llama la atención es el efecto que provoca cuando juega el equipo nacional; aquello es un revulsivo de sentimiento nacionalista, de hermandad por encima de las diferencias, de unidad ante las adversidades.
Algo que he podido comprobar atónito cuando he viajado al extranjero, donde me he encontrado entre personas que no conocía de nada, que me trataban como un hermano cuando había un partido en el que jugaba el equipo nacional independientemente del país donde me hallase.
Una explosión de júbilo y emociones que parecen haber arrastrado a mis dos pacientes de esta tarde a anteponer su afición a la consulta.
En ese momento escuché cerrarse la puerta de la calle. Mi secretaria había salido casi sigilosamente, tal y como ella era. Nunca quería interrumpirme, pues a veces estaba revisando casos, escribiendo notas en los informes de los pacientes que acababa de atender, o consultando alguno de esos libros voluminosos de psiquiatría que se acumulaban en los estantes de la librería.
–Nunca se termina de aprender ―la decía yo, cuando ella me recriminaba que casi no descansase entre paciente y paciente, creo que, por eso, ya no se molestaba en decirme que saliera, aunque sea para coger un café de la máquina de recepción.
Miré por la ventana que daba a un parque cercano y vi cómo había empezado a lloviznar. Eran las cinco de la tarde, pero el sol, parecía tener hoy prisa pues ya casi no se veía la calle, entre aquellos nubarrones negros que se habían apoderado de un cielo claro con el que amaneció.
“Espero a que escampe un poco y luego salgo”, me dije mientras regresaba a mi sillón. Observé a mi alrededor, entre aquellas cuatro paredes, en donde había pasado buena parte de mi juventud, intentando ayudar a las personas a mejorar en sus vidas, lo que ellas misma se permitían hacer.
Era reconfortante ver cómo algunos con un poco de ayuda conseguían avanzar y superar aquellos pequeños baches de la vida que nos retrasan en nuestro desarrollo; en cambio otros…, por muchas sesiones que tuviesen eran incapaces ni siquiera de darse cuenta de su situación y lo perjudicial que era aquello para sí mismo y para la relación con los demás.
“¡Si las paredes hablasen!”, pensé para mis adentros. Cerré el informe de la persona que acababa de atender, después de realizar algunas anotaciones sobre su progreso, y me levanté a guardarlo en el fichero donde tenía clasificado a todos los pacientes que estaba actualmente atendiendo, dejando los cajones de abajo para los que ya lo habían superado o abandonado la terapia.
Estaba buscando el sitio donde colocar la carpeta del paciente en función de su apellido cuando sonó el timbre de la puerta.
“¡Qué raro!, ―me dije―, mi secretaria tiene llave; puede que sea alguno de esos dos pacientes que cancelaron y que por la lluvia se haya suspendido el partido, y venga a recuperar su hora de consulta”, pensé mientras salí del despacho y atravesando la recepción me acerqué a la puerta.
Abriéndola con premura observé como detrás de aquel quicio había una mujer mayor algo desaliñada y que empezaba a rezumar agua sobre la alfombrilla de la entrada.
–Pase usted señora ―dije con suavidad mientras le cedía el paso y me quitaba de delante de la puerta.
–Gracias joven, y disculpe que venga mojada.
–No se preocupe, nadie sabía que el tiempo iba a cambiar de esa manera ―comenté justificando que ni quisiera llevase paraguas, ya que con lo único que se había protegido era con un pañuelo en la cabeza.
–¿Dónde puedo dejar esto? ―preguntó mientras se lo quitaba, con gesto de querer escurrirlo.
–Por aquí tiene un pequeño cuarto de baño, ahí puede escurrir si es lo que quiere ―le dije mientras le indicaba y cerraba la puerta tras de sí.
–Gracias, no quisiera molestar.
–No es ninguna molestia.
La señora entró en el baño y allí debió de escurrir sobre el lavabo buena parte del agua que había conseguido frenar aquel pañuelo evitando así empaparse.
–¿Y el abrigo? ―preguntó saliendo del baño.
–Se lo pongo en el perchero ―dije mientras se lo recogía.
–Es muy amable ―insistió―, por cierto, ¿sabe si el doctor me podrá atender hoy? ―preguntó con voz melosa.
–Seguro que sí, el doctor soy yo ―respondí con una leve sonrisa.
–¡Ah!, pues es usted muy joven, parece que fue ayer cuando salió de la facultad ―comentó contrariada.
–Es que me conservo muy bien, ya se sabe, un poco de ejercicio diario y una buena alimentación.
–¡Ah!, pues me tendrá que dar la receta, pues a mí los años no me han tratado lo que se dice que muy bien ―protestó mientras se echaba la mano sobre un hombro, supongo que sería porque tuviese en este el recuerdo de alguna fractura o algo así―. Bien, ¿dónde podremos hablar? ―preguntó la señora con voz impaciente.
–Pues si quiere en mi despacho ―señalé con asombro por aquella pregunta.
–Prefiero en ese asiento ―dijo señalando al sillón de la sala de espera.
–Pues si prefiere ahí…
–Sí gracias ―dijo y se dirigió al sillón.
La seguí y me senté en la silla de la secretaria que cogí de al lado para ponerme delante.
–Usted me dirá, ¿a qué debo su visita?
–Verá doctor, hace noches que no puedo dormir y no sé muy bien porqué, pero me está empezando a afectar. Al principio sólo me sentía agotada, y bueno, eso es soportable, pero ahora es que no puedo salir a la calle, porque al rato no sé dónde estoy ni lo que voy a hacer, y si entro en una cafetería a tomar algo, me duermo sobre la mesa.
–¿Ha consultado usted a su médico de familia, para ver si le pasa algo?
–He recorrido todos los especialistas, pero ninguno me ha sabido decir a qué se puede deber esto.
–¿Hay algo que lo haya provocado?, me refiero a las primeras veces que se dio cuenta de este problema, ¿sabe si ha pasado algo que pudiese alterar su vida, y que como consecuencia sufra eso?
–Bueno, nada que yo recuerde, o quizás sí, no sé si tiene que ver, es una caja que me encontré en un parque. No me juzgue mal, pero con mi pensión, lo poco que cobro, pues a veces recojo lo que encuentro para ver si me es útil. Ya sé que acumulo demasiado, pero no sabe lo mal que lo pasé en mi juventud.
–¿Acumula? ―pregunté asombrado por aquel comentario.
–Sí, ya sabe, tiene un nombre muy raro, pero no puedo evitarlo. Todo lo que encuentro tiene un sitio reservado en mi casa, ya sé dónde irá.
–¿Sufre Síndrome de Diógenes?
–Si, algo así me dijeron, los de los Servicios Sociales, aquella vez que vaciaron mi piso. Se imaginará…, toda una vida guardando, para que de la noche a la mañana me lo dejasen vacío, sin el más mínimo objeto.
–Pero ¿sabe qué eso no es saludable? ―la señalé extrañado por el giro que estaba tomando aquella conversación.
–Lo sé, pero yo soy muy limpia, algo descuidada, pero todo lo tenía ordenado, y nadie se había quejado de ello.
No quise ahondar más en aquello, primero porque parecía ser un tema doloroso para ella y de lo que se sentía algo avergonzada, y segundo, pues no entendí qué tenía que ver todo aquello con lo de la falta de sueño, así que intenté ahondar un poco más en ese segundo aspecto.
–¿Y bien?, ¿qué relación cree usted que hay entre la falta de sueño y ese algo que cogió?
–¡Ah!, sí, eso ―dijo algo desconcertada―. Verá yo creo que es valioso, pero ni siquiera me he atrevido a abrirlo, está tan bien preparado que me ha dado pena romper el papel en el que está envuelto.
–Pero si no sabe lo que es, ¿cómo le puede quitar el sueño? ―respondí dejando en evidencia la incoherencia de lo que decía.
–Precisamente, no sé lo que es, imagine que son unos zapatos nuevos.
–¿Zapatos? ―pregunté extrañado.
–Sí, o un bonito pañuelo para la cabeza. No sabe la falta que me hace ―respondió emocionada con una gran sonrisa.
–¿Y por qué no lo abre y lo descubre? ―señalé asombrado.
–Pues porque está envuelto en bonito papel de adorno.
–¿Cómo el de un regalo? ―pregunté intentando obtener más datos de aquel objeto.
–Sí, así es, es de color rojo, para mi gusto algo llamativo, y se nota que tenía un lazo, pues ahora sólo queda un trozo pegado.
–Pero cuando usted se lo encontró, ¿había alguien?
–No, no, ya miré y estuve un rato esperando con ello en la mano, pero nadie llegó a reclamarlo, ni siquiera se paraba quien pasaba al lado mía.
–¿Y qué quiere que haga yo? ―pregunté algo desconcertado por la situación.
–Pues que me ayude a dormir.
–¿Y con el paquete? ―la insistí sobre aquel detalle.
–¿Qué le pasa al paquete?
–¿Qué va a hacer con eso?
–¡Ah!, pues no sé, lo dejaré donde estaba, ¿es qué está mal?
–No, en absoluto, es que pensaba, que, si aquello puede ser el origen de su falta de sueño…
–Sí, dígame… ―interrumpió poniendo mucha atención.
–Pues bien, si es así, supongo que si se deshace de ello todo volverá a la normalidad.
–¿Usted cree?
–¡Seguro! ―afirmé con rotundidad, aunque para mis adentros no lo tenía tan claro.
La señora me miró con lástima, como si aquella noticia le hubiese llegado al corazón produciendo un gran dolor.
–¿Qué cree usted que debería hacer?
–No sé, pero si quiere solucionarlo, tendrá que abrirlo.
–¿El paquete?
–Sí, el paquete ―remarqué.
–Pero, si es un regalo que alguien lo está esperando, ¿cómo lo voy a abrir?
–Si lo tiene usted nunca le llegará a su destinatario, seguro que lo da ya por perdido ―comenté intentando mostrar lo aparentemente absurdo de aquella situación.
–Prefiero que lo tenga usted ―afirmó la mujer después de pensárselo un poco.
–¿El qué? ―pregunté sorprendido por aquella resolución.
–Sí, así me puede decir lo que es, y volverlo a envolver una vez que lo haya visto, y yo lo dejaré donde lo encontré ―respondió con una sonrisa nerviosa.
–Pero si lo abro…
–Con mucho cuidado ―interrumpió la mujer con los ojos como platos y una mirada penetrante.
–Sí, eso, lo abro, ¿no perderá su encanto?
–No, mire en su interior y me dice lo que es, y lo cierra como estaba, así creo que podré dormir como lo hacía antes.
Personalmente no estaba muy convencido de que aquella fuese la solución, pero veía que esta señora estaba dispuesta a quedarse lo que restaba de tarde si no le atendía en su petición.
En verdad nunca me había enfrentado a una situación tan desconcertante e incluso absurda, “¡Ya podía abrirlo ella misma sin necesidad de venir a mi consulta!”, pero como quería dar por zanjado el tema le dije,
–¡Déjeme ver ese regalo!
La señora sacó de una bolsa de compra una caja blanca con una tapadera roja y sobre este un lazo ancho del mismo color. “Pues sí que parece una caja de zapatos”, pensé para mí.
Con cuidado quité el lazo que aún tenía y entreabrí la caja a espaldas de aquella señora tal y como ve había pedido. Cuál no sería mi sorpresa cuando no pude por menos que descubrirla entera.
–¿Qué es esto? ―pregunté en voz alta entre alarmado y asombrado.
–¿Son zapatos? ―preguntó la señora emocionada y ansiosa.
–No, es un anillo de pedida y una invitación a un espectáculo de balé.
–¿De balé? ―preguntó la señora algo desilusionada por mis palabras.
–Eso parece y además tiene una dedicatoria, “Aunque no nos conocemos, estoy seguro de que nuestros caminos se cruzarán”.
–¿No dijo que era un anillo de pedida? ―recalcó la mujer tratando de mirar mientras se tapaba los ojos para no hacerlo.
–Sí, ¿por qué? ―pregunté sin entender su expresión.
–¿Cómo va a ser de pedida si no conoce a la otra persona? ― puntualizó la señora.
–¡Ni idea! ―dije algo desconcertado sin saber si aquello era una especie de broma o algo así.
Pareciera que no se le hubiese perdido a nadie esa caja, sino que lo habían dejado a propósito para que otro lo recogiese, una especie de “mensaje en la botella” del que había escuchado algunas historias, pero lo de la invitación al balé, eso era más extraño, ¿sería una cita a ciegas?, pero ¿alguien estaría dispuesto a acudir sin saber con quién?
–¡Qué desilusión! ―afirmó la señora mientras se disponía a abandonar la consulta―, tanto esperar para esto.
–Bueno, piense que ahora podrá dormir mejor sabiendo lo que contiene ―afirmé con una sonrisa forzada.
–¡Ya!, bueno, eso, pero si al menos hubiesen sido unos zapatos, aunque fuesen de otro número distinto al mío ―protestó la señora.
–¡Tenga su caja! ―dije con la intención de devolvérsela una vez cerrada y dejado todo como estaba.
–No la quiero, ¡vaya pérdida de tiempo!, adiós ―concluyó la señora mientras cerraba la puerta tras de sí.
Yo salí tras ella, tratando de que volviese por la caja para depositarla allá donde lo había recogido, pero la señora no quiso saber nada del tema, y metiéndose en el ascensor cerró las puertas forrada de hierro y pulsó hacia la planta baja.
Esa fue la última vez que vi a aquella extraña mujer, que lejos de pedir ayuda con su problema de acumulación de basura, había perdido hasta el sueño por saber lo que contenía una caja, eso sí enlazada con gusto.
“¡Bueno!, y eso que creí haber terminado”, me dije mientras volvía a mi despacho, sintiéndome satisfecho de haber hecho una buena obra por una desconocida, “Ahora ya podrá dormir tranquila”.
Miré por la ventana desde mi despacho cuando sonó el reloj de pared tan laboriosamente adornado, “Vaya, se me ha hecho tarde”, pensé mientras metía las manos en mi chaqueta para comprobar que tenía las llaves del despacho.
“Ahora sí que he terminado por hoy”, me dije mientras miraba a mí alrededor para ver si estaba todo ordenado antes de salir de mi centro de trabajo, que era como mi segunda casa, aunque a decir verdad pasaba más tiempo aquí que donde residía.
Estas cuatro paredes, llenas de títulos y de libros, se habían hecho tan habituales, que casi ni me daba cuenta de que estaban ahí, únicamente cuando algo no se encontraba en su sitio, parecía que se había roto el equilibrio de la habitación hasta que volvía a colocarlo allá donde correspondía.
De repente y a punto de apagar las luces, con la mano en el interruptor, vi sobre una de las sillas del despacho aquella llamativa caja que había dejado desilusionada mi última visita.
“A veces es más importante la ilusión que ponemos a las cosas que lo que realmente podemos esperar de ellas”, pensé teniendo en cuenta las circunstancias de aquella señora que había perdido hasta el sueño fantaseando sobre lo que podía contener esa caja.
“Si tan sólo le hubiese echado un vistazo antes, se habría ahorrado muchas vueltas en la cama”, reflexioné por lo que había supuesto para esa mujer, “pero entiendo que a veces la ilusión es lo único que nos queda, y perder esta es quizás lo más difícil”.
Me quedé mirándola y me dije, “¿y ahora qué?”, pensativo dudaba si deshacerme de aquello o dejarlo ahí para ver si al día siguiente volvía la mujer por ello. Curioso recorrí la habitación, me acerqué a aquella caja y volví a abrir aquel llamativo paquete tan bien envuelto.
Estuve tratando de comprobar si había algún objeto más entre el papel de regalo que envolvía a aquellos tres objetos y no encontré nada. Luego revisé si alguna de las dos tarjetas, la entrada y la nota, tenían algo más escrito a parte de lo obvio y comprobé con sorpresa que la hora de la entrada al balé era para hoy mismo, apenas dentro de una hora.
“¡Bueno!, al menos sé dónde encontrar al dueño de esta caja!, será mejor que se la devuelva, aunque no me ha quedado claro la intención de este al abandonar la caja a su suerte. Pues entonces me voy al balé”, me dije decidido mientras recogía la caja, la cerraba lo mejor posible y salía del despacho apagando las luces tras de mí.
“¿Yo en el balé?, hace años que no acudo a un evento artístico como este… muchos años”, me dije intentando recordar la última vez. Quizás me había volcado demasiado en mis pacientes, a los que atendía ya casi como si de una cita se tratase, y cuando se retrasaban sin haber avisado, hasta me ponía nervioso.
Hace tiempo que ni siquiera tenía vacaciones, ya que, en más de una ocasión, cuando regresé de un viaje de placer me encontré a algún paciente que había empeorado, simplemente porque no había recibido su sesión semanal conmigo.
Por eso, y por mi firme convicción de que la salud es lo primero, fui poco a poco abandonando mis viajes de ocio que tanto me gustaban. No tanto a tomar el sol tumbado en alguna playa de arenas blancas, pues era de piel clara y enseguida me quemaba bajo los rayos del sol; si no para realizar visitas culturales a nuevos lugares, adentrándome en sus museos.
Algo que a otros podría parecer aburrido, era para mí enriquecedor, ver cómo pensaban y actuaban en otras latitudes, con ritos y formas de expresarse tan característicos y singulares. Pero bueno, todo eso quedó atrás y de ello apenas quedará algún álbum de fotos y poco más.
–¡Taxi! ―grité nada más salir del edificio después de despedirme del portero, con el que había entablado una buena relación, aunque no me había querido meter en sus asuntos personales, a pesar de que en alguna ocasión me había tratado de abordar para consultarme al respecto.
A veces me costaba mantener la distancia con los demás, sobre todo cuando sabían de mi profesión y querían consultarme algún caso propio o de algún familiar.
La verdad es que no les culpo, pero sí que en ocasiones se volvía algo incómodo el tener que negarme a atenderles en mitad de un pasillo o por la calle, sin darse cuenta ellos de que existe todo un protocolo establecido, para que la persona tenga en consulta, su tiempo, su espacio y su tranquilidad.
A nadie se le ocurriría pedir a un cirujano que le abriese en mitad de la calle, pues es lo mismo que se me pide, que “opere su alma” en cualquier sitio.
–¡Taxi! ―volví a gritar, mientras levantaba la mano.
–¿A dónde quiere ir? ―preguntó el conductor cuando entré en su vehículo.
–Al balé, a ver esta obra ―dije mientras le enseñaba la entrada que había dejado fuera de la caja, la cual llevaba conmigo.
–¿Una buena noche? ―interrogó el taxista con una sonrisa burlona.
–¿El qué? ―indiqué extrañado por su gesto.
–Esta noche va a pescar, eso seguro ―respondió mientras me guiñaba un ojo.
–¿Se refiere a la caja? ―pregunté observando que no perdía ojo de aquel suvenir― bueno no es mía, y se lo tengo que dar a alguien, aunque no sé a quién.
–¡Claro!, ¡claro! ―dijo el taxista mientras rebuscaba en su camisa ―mire, esta es mi mujer, llevamos ya diez años casados y fue en un sitio como el suyo. Bueno, fue en una ópera, aunque a mí no me van esas cosas, a ella le gusta todo eso de arreglarse e ir a sitios elegantes.
»Estuve ahorrando casi tres meses para poder tener una velada inolvidable, al final salió perfecto. Lo único que la había dicho a ella es que se vistiese elegante y que pidiese la tarde libre en su trabajo. Y allí le hice la gran pregunta, y desde entonces seguimos juntos ―comentaba el taxista mientras miraba con cariño la foto ya casi desdibujada de su mujer.
–Bueno yo sí que voy a hacer preguntas, pero no va a ser esa ―traté de aclarar, aunque sin éxito.
–Ya hemos llegado ―dijo el taxista con una amplia sonrisa―. ¡Buena suerte!
–Sí, gracias ―acerté a responder sin querer darle más detalles de aquella extraña tarde en el que había acudido a consulta una mujer de improviso con esta caja que ahora portaba hacia una obra de balé que desconocía.
No es que fuese muy aficionado a este arte, pero en ocasiones, sobre todo cuando acudía a congresos, se organizaban actos culturales alrededor, dignos de contemplarse por el gran esfuerzo que ponían los organizadores de este.
Me encontraba frente a la puerta de un teatro, algo que me llamó la atención, pues no es el lugar habitual para poder presentar un balé. A la hora de acceder al local presenté la entrada y el portero me dijo:
–¡Buenas noches!, le esperábamos con cierto nerviosismo.
–¿A mí? ―pregunté asombrado por aquel saludo tan inusual.
–Por favor, espere que avisaré al resto.
Y dicho eso abrió una puerta interna y voceó:
–¡Ya está aquí!, preparados todos.
–¿A qué todos se refiere? ―volví a preguntar sin saber bien a qué venía aquel revuelo.
–¡Pase!, ¡pase! ―dijo una señorita abriendo una puerta lateral que obstaculizaba el paso al lado de la ventanilla de acceso.
–Gracias, pero no entiendo a qué viene tanta atención ―dije entre sorprendido y abrumado.
–¡Sígame! ―dijo aquella mujer mientras nos adentrábamos por un estrecho pasillo que desembocó en una pequeña sala.
–Por favor, venga aquí ―dijo otra persona desde una butaca.
–¿Por dónde bajo? ―pregunté mirando que me encontraba en medio de un pequeño escenario, mientras aquella mujer se retiraba.
–A su derecha al final hay tres escalones, no son muy grandes ―repuso la persona que se levantaba de la butaca.
Una vez encontré el sitio le dije a aquel que me había recibido con la palma de la mano abierta,
–¿Cuál es mi sitio?
–¡Cualquiera! ―afirmó con una gran sonrisa.
–¿Cómo dice? ―pregunté sorprendido de aquello.
–Sí, el que más le plazca ahora debo retirarme ―dijo mientras subía al escenario por donde yo había bajado, y desaparecía por el mismo sitio que lo había hecho la mujer que me había conducido hasta allí.
–¡Señores y señoras!, buenas noches, antes de nada, agradecerles su presencia, espero que esta obra sea de su interés. Y sin más dilación empezamos ―dijo el taquillero que ahora llevaba una chaquetilla verde y unas mallas del mismo color.
Miré a todos lados para ver si había más espectadores en aquella sala, y no conseguí ver a nadie. Aquello me sorprendió pues no comprendía qué es lo que pasaba allí. Estaba seguro de haber llegado al lugar adecuado, la dirección e incluso el taquillero, todo estaba en orden, a excepción de lo que había pasado de puertas adentro.
En el escenario se simultaneaban y presentaban sucesivamente aquellas tres personas bailando, realizando cambios constantes de vestuario y de entonaciones.
Al principio me costó un poco saber de qué iba la función, pero rápidamente comprendí que estaba ante una de las obras más representadas de la historia. Una obra calificada como de las más dramáticas a la vez que complejas, llena de amor, odio, venganza y deseo. Pero que es rápidamente conocida por una célebre frase “¡Ser o no ser!, esa es la cuestión”.
Hamlet, una de las obras trágicas más conocidas de William Shakespeare, pero adaptado a un pequeño pueblo creado en el escenario, en vez de reflejar la nobleza de Dinamarca de sus personajes originales.
La trama no distaba mucho de los dramas actuales, aunque los bailarines querían mantener esa vestimenta medieval e incluso usaban ese lenguaje rebuscado y poco directo de la obra original.
Además, como eran pocos los actores-bailarines, ellos mismos representaban varios personajes, siendo el distintivo entre uno y otro la indumentaria que usaban. Así, para que fuese evidente el cambio, los personajes femeninos lo hacían los dos chicos, además de personajes masculinos.
En apenas media hora habían terminado, y yo me quedé perplejo por aquello. No es que recordase la obra entera, pero sabía que tenía tres o cuatro actos, cada uno bastante extenso en el tiempo, pero esto, fue como un “Hamlet exprés”.
Cuando quedaron los tres bailarines de pie en el escenario con los brazos arriba tras haber realizado una reverencia doblando el cuerpo, bajando la cabeza casi hasta las rodillas, y deteniéndose a mirarme, no pude por menos que aplaudir.
–¿Qué le ha parecido? ― dijo el actor-bailarín que había hecho de taquillero.
–Bien ―dije intentando reponerme de la impresión.
–¿De veras le ha gustado? ―preguntó la actriz nerviosa.
–Bueno, en esencia está bien, aunque me ha faltado lo más importante ―dije sin querer desanimarlos.
–¿Lo más importante? ―preguntó el tercero.
–Sí, toda la introspección de los personajes, en especial del príncipe Hamlet. Me ha faltado algo de más auto diálogo.
–¡Lo sabía! ―dijo el primer actor.
–¡Tranquilo! ―dijo el tercero.
–¿Cómo cree que lo podríamos mejorar? ―preguntó ella.
–No sé, yo no es que sea un entendido ni nada de eso.
–Eso es lo que queremos, de ahí la invitación ―indicó la mujer.
–¡No entiendo! ―repuse confuso por aquella afirmación.
–Dejamos una invitación en el parque, para que aquel que quisiera pudiese asistir de forma anónima a nuestra “premier”, para de esa manera conocer de primera mano la impresión que causa nuestra obra en el espectador ―aclaró el primer actor.
–Bueno, quizás no soy todo lo imparcial que buscabais, soy psiquiatra y tiendo a analizar desde mi profesión todo aquello que veo y oigo, ¡es deformación profesional! ―aclaré con cierto tono de resignación.
–¡Entonces!, ¿le ha gustado? ―insistió la mujer que iba vestida con una malla y un tutú ambos negros.
–Sí, creo que es interesante el enfoque que habéis dado, pero se me ha hecho muy corto, y echo en falta algunas escenas importantes de la obra.
–De eso se trata ―afirmó con tono desafiante el tercer actor―. Si quiere ver una obra clásica se ha equivocado de sala, nosotros somos arriesgados, innovadores, y no queremos repetir lo mismo que el resto.
–A pesar de ello creo que un poco más de introspección sería bueno para que el público reflexionase sobre la naturaleza humana, tal y como pretendía Shakespeare ―señalé de nuevo.
–¿Reflexión?, no buscamos eso, queremos emocionar, impresionar, dejar sin respiración…. que cuando salga recuerde lo vivido como una experiencia única. ¡nada de reflexiones! ―insistió el tercer actor con un tono molesto.
–Bueno, sólo digo lo que pienso, creo que es un clásico, y hay que respetar algo de la obra original.
–Le agradecemos su tiempo ―afirmó la mujer mientras bajaba los tres escalones del escenario.
–Por cierto, ¿esto es vuestro? ―dije entregando la caja que me había conducido hacia esta experiencia tan imprevista.
–Sí, así es ―afirmó la mujer―. Aunque esperábamos que viniese acompañado.
–¿Acompañado? ―pregunté sorprendido.
–Sí, pero supongo que no tendría con quien venir ―afirmó el tercer bailarín bajando del escenario con tono algo sarcástico.
–La verdad es que, si hubiese sabido a lo que venía, podría haber invitado a alguien más, pero como no decía nada.
–¿Cómo nada? ―preguntó el primer actor, quien había hecho de taquillero―. Está el lugar, la hora y hasta que era una representación de balé.
–Sí, es cierto, pero no me imaginé en un sitio como este, en el periódico había visto que anunciaban una compañía de balé que actuaba hoy, y pensé que erais vosotros.
–¡Ojalá! ―dijo la mujer―. Nosotros no somos ni siquiera una compañía, únicamente unos amigos que tratamos de ofrecer un poco de arte al pueblo, pero eso sí, nos gusta que sea de calidad, y que aporte emoción al espectador.
–¿Ha escuchado bien?, ¡emoción!, no diálogo ―afirmó el tercer bailarín, mientras se sentaba a mi lado.
–Bueno, pues felicidades, y seguir así ―dije intentando acabar con aquella situación tan extraña, pues era mi primera vez que visitaba una de esas representaciones alternativas o como quiera que se llame.
Apenas acudía a sitios artísticos, pero cuando lo hacía buscaba siempre que fuesen obras de compañías internacionales.
–¡Un momento! ―dijo la joven sujetándome del brazo de la chaqueta―. ¿Y esto que es?
–¿El qué? ―pregunté asombrado por aquello.
–¿Este anillo y esta nota?, ¿qué quiere decir con esto? ―dijo extrañada mientras lo sacaba de la caja.
–Ni idea, venía con la caja ―afirmé yo sin saber el motivo de su extrañeza.
–Nosotros dejamos la caja en el parque para que aquella persona que quisiera pudiese vernos y así conocer su opinión, pero no pusimos esto ―afirmó el primer actor.
–Pues les aseguro que cuando recibí la caja estaba dentro ―insistí.
–¡Tenga! ―dijo la chica entregándome ambos objetos.
–¿Y qué quiere que haga yo con esto? ―pregunté contrariado al ver que no era de ellos.
–No sé, pero no es de aquí, muchas gracias por su visita, y por su opinión sobre nuestra representación ―afirmó la mujer mientras me señalaba el escenario con la mano.
–Acompáñeme a la salida ―dijo el tercer bailarín, mientras andaba delante de mí.
Le acompañé hasta la salida atravesando el pequeño pasillo y tras cruzar el umbral me di la vuelta y lo único que recibí de aquel hombre fue:
–¿Más diálogo?, ¿qué sabrá usted de balé?
Dicho lo cual cerró la puerta y quedé por unos segundos contemplándola antes de darme la vuelta y mirar a mí alrededor.
Casi toda la calle permanecía a oscuras, a excepción de algunos establecimientos de bebidas o de juego, esos que no cierran ni de día ni de noche.
Miré para ambos lados y no vi ni un coche. Consulté el reloj y vi con asombro que había transcurrido más de una hora desde que salí de mi despacho.
“¿Y a estas horas donde encuentro un taxi?”, me dije mientras comencé a andar calle arriba, a la espera de que pasase uno.
Como empezaba a refrescar me subí el cuello de mi chaqueta y metí las manos en los bolsillos cuando me di cuenta de que tenía aquel anillo. Lo saqué y vi con dificultad que tenía un grabado, algo de lo que no me había percatado antes, pero que con aquella escasa luz no conseguía ver con claridad.
Lo guardé de nuevo en el bolsillo y con la mano toqué la nota, y me di cuenta de que tenía un relieve en una de sus caras. Lo saqué, lo miré, pero no veía nada.
“Puede que a tras luz se vea mejor”, me dije mientras lo levantaba en dirección a una lámpara que a varios metros de altura hacía lo que podía por mantener la calle iluminada.
–Nada, así no se puede ―afirmé después de intentar verlo desde distintos ángulos.
Estaba en esto cuando se empezó a iluminar la calle y vi que venía un coche, rápidamente guardé aquel trozo de papel y me dirigí a pararlo.
–¡Taxi!, ¡taxi!… ―grité mientras realizaba aspavientos con las manos para que me viese.
–¿Taxi señor? ―me dijo el conductor parándose a mi altura.
–Sí, gracias ―afirmé aliviado mientras me introducía en la parte de atrás del vehículo.
–¿A dónde le llevo?
–Al Hotel Plaza.
–¡Ha tenido suerte de que volviese por aquí!, no es una zona muy recomendable.
–Sí, me estoy empezando a dar cuenta ―dije mientras pasaba y veía que se trataba de un vecindario algo descuidado.
–¿Viene por visita? ―preguntó el taxista.
–¿El qué? ―repuse mientras miraba el barrio que atravesábamos.
–¿Es su primera vez en la ciudad? ―insistió.
–Yo vivo aquí.
–¿Dónde?, ¿en el hotel? ―preguntó el taxista con tono de burla.
–Sí, así es ―afirmé categóricamente.
–Perdone, pero no entiendo ―dijo el hombre sorprendido.
–Llevo años viviendo ahí, de esta forma puedo centrarme en mi trabajo sin necesidad de distracciones en cosas innecesarias como las labores del hogar.
–¿Qué trabajo puede ser tan absorbente? ―preguntó curioso el taxista.
–Soy psiquiatra ―afirmé mientras me bajaba el cuello de la chaqueta.
–¿Psi…?, ¿qué?, ¿el loquero? ―preguntó mientras soltaba una carcajada.
–El que cuida de la salud mental de los ciudadanos de esta ciudad ―puntualicé sin alterarme por aquel comentario jocoso, que no era de los más ofensivos que había tenido que soportar.
–Bueno lo que sea, ¿y le da a para vivir en un hotel?, ganará usted mucho ―dijo mientras hacía un gesto con los dedos índice y pulgar, indicando dinero.
–No tanto, pero como no tengo más gastos me lo puedo permitir.
–¡Ah!, sí, claro ―afirmó el taxista mientras mostraba una sonrisa burlona.
–Si usted echase cuenta de lo que gasta en alquiler o hipoteca, más los gastos de luz, agua, seguros, y comida, probablemente optaría por una solución como la mía ―afirmé tratando de que viese las ventajas de aquello.
–Si le digo a mi parienta que nos vamos a vivir a un hotel, lo primero que me preguntaría es que si me ha tocado la lotería ―contestó jocosamente el hombre.
–¿Y lo segundo? ―pregunté siguiendo su broma.
–¿Que qué haría con mi suegra? ―respondió a carcajadas.
–¿Son familia numerosa? ―pregunté intrigado.
–¿Numerosa?, contando la parienta, su suegra, los tíos y primos. Cuando nos reunimos todos llegamos a ser diez, y uno más que viene en camino, ¿y usted no tiene mujer? ―preguntó jocoso.
–No, bueno, tuve, pero ahora no está.
–¡Ah!, lo siento ―afirmó cambiando el tono.
–Pues no lo sienta, se fue con otro mientras yo estaba en un congreso.
–¿Lo dice en serio?
Y los dos nos pusimos a reír de aquella situación tan absurda. Después de lo cual se hizo el silencio, casi tan molesto como el que sentí cuando volví a casa ese día y me encontré una nota de despedida de mi mujer que decía: “Espero que siempre consigas lo que quieras, yo así lo voy a intentar y por eso me voy”.
Una nota que llevaba conmigo siempre en la cartera, pero que no había llegado a enseñar a nadie, no sé si por vergüenza o por miedo a compartir mis sentimientos. Estaba claro que ella no era feliz a mi lado y que quería “explorar nuevas posibilidades”.
Tal y como me encontré la casa, y después de darme cuenta de la situación, cogí mi maleta que traía del congreso y me fui al Hotel Plaza, donde permanezco desde entonces.
No me hago idea de vivir en una casa sin ella. Tanto silencio, tanta soledad, en la casa que habíamos comprado con tanta ilusión. Íbamos a tener hijos, a verlos crecer, y aquella se convertiría en nuestra morada para los últimos años de nuestra vida, y apenas en dos años de matrimonio se acabó todo de esta forma. Ni una llamada de despedida, ni una explicación, únicamente una nota.
Es cierto que los últimos meses habían sido algo frenéticos por mi parte, centrados en un nuevo proyecto al ser cofundador de una asociación internacional de psiquiatras, donde queríamos ofrecer una nueva perspectiva a las personas ajenas a nuestra ciencia, editar una revista trimestral, buscar financiamiento para proyectos de investigación, atender a mi consulta… puede que hubiese descuidado aquello que más quería, pero no había visto ninguna señal.
Siempre que acudía a casa, ella estaba feliz y contenta, me contaba sobre su trabajo como profesora, me decía las dificultades que había tenido, y cómo había algún niño que le sacaba de quicio.
Incluso recuerdo que ya habíamos hablado de las próximas vacaciones realizando planes para pasar unas semanas en una de esas islas tropicales, llenas de cocoteros y arena blanca, donde el mar se confunde con el cielo, para poder estar los dos juntos compartiendo aquel pedacito de cielo en la Tierra. Y de repente, de un día para otro, una sola nota.
–¡Aquí es! ―dijo el taxista mientras paraba frente a la entrada principal del hotel.
–¡Gracias! ―contesté pagándole el trayecto y saliendo del vehículo.
–¡Buenas noches! ―comentó el botones del hotel.
–¡Buenas noches! ―dije mientras me volvía a subir el cuello de la chaqueta y entraba con algo de prisa porque había empezado a refrescar.
Tras subir las escaleras y cruzar la puerta giratoria me dirigí a la recepción.
–Buenas noches, habitación 311, ¿tienen algo de correo para mí? ―pregunté mientras esperaba que me diesen la llave de la habitación.
–No doctor, pero aquí tiene los periódicos de hoy, tal y como tiene solicitado.
–Muchas gracias, buenas noches ―dije mientras recogía los diarios internacionales que me gustaba ojear antes de acostarme.
–¿A qué planta? ―preguntó el ascensorista.
–A la tercera ―afirmé sabiendo que él conocía la respuesta, pues todas las noches me hacía la misma pregunta.
–¿Un buen día? ―volvió a preguntar.
–¡Bueno!, ha sido una tarde inusual.
–¿Lo dice por el tiempo?
–Sí, también por eso ―contesté con una sonrisa forzada.
–¡Ya hemos llegado!, que tenga una buena noche.
–Lo procuraré, muchas gracias ―dije saliendo del ascensor y dirigiéndome a mi habitación.
Al final del pasillo, tenía una pequeña suite, que disponía de un pequeño despacho y un dormitorio. No era muy grande, pero era lo mejor que había podido negociar con el director del hotel, ya que no era usual tener clientes alojados durante años en la misma habitación.
Nada más abrir la puerta de la suite me di cuenta de que algo no andaba bien. Un fuerte olor a puro inundaba la estancia, algo que por supuesto no era mío pues no fumaba, y tampoco recibía invitados en mi cuarto, por lo que no pude por menos que soltar un:
–¿Quién anda ahí?
Antes de pulsar el interruptor, pero no se encendían las lámparas, a pesar de pulsar repetidamente la llave de la luz.
–No se apure doctor, todo está bien ―dijo una voz desde mi sillón.
Había pasado tanto tiempo en aquella estancia que era capaz de reconocer cada recoveco, y sabía que desde donde me hablaba únicamente había un sillón bajo una lámpara que era el lugar donde me solía sentar a leer los periódicos antes de acostarme.
–¿Quién es usted? ―pregunté echando un paso hacia atrás y dirigiéndome hacia la salida para abrir la puerta y por lo menos iluminar el cuarto.
Estaba a punto de hacerlo, con la mano en el pomo, cuando de repente noté que alguien me la sujetaba impidiéndome bajar el tirador de la puerta.
–¡Tranquilícese!, se lo ruego, si quisiera hacerle daño no estaríamos hablando aquí.
De repente se hizo la luz tras de mí, el hombre que estaba hablando había encendido la lámpara y con ello había visto cómo otro enchaquetado y con guantes me sujetaba con dos manos la mía.
Solté y me giré para protestar por aquel abuso de mi intimidad, pues, aunque no fuese así, consideraba aquel espacio como mi casa.
–¡Tranquilo!, ya le he dicho que no queremos hacerle daño ―repuso el hombre sentado junto a la lámpara mientras encendía un puro.
–¡Aquí no se puede fumar! ―protesté.
–De verdad que me sorprende, un hombre como usted, con su talento, que haya terminado en un agujero como este ―indicó el hombre del puro mientras expulsaba una bocanada de humo.
–No me van los halagos, no sé lo que quieren, pero se equivocan de hombre ―insistí tratando de zafarme de esa situación tan incómoda.
–Seguro que a estas alturas ya se habrá hecho un esquema de mí.
–¿Un esquema? ―pregunté con tono de sorpresa.
–No se haga, doctor. Le conocemos bien, o prefiere que le recite todos los libros que tiene escritos con respecto a perfiles psicológicos ―comentó con tono desafiante.
Unas palabras que me devolvió a mis tiempos de facultad, cuando aún era un estudiante y me pasaba horas y horas en la biblioteca.
En una ocasión cursando la asignatura de Bases Psicológicas y Biológicas de la Personalidad descubrí con fascinación cómo se podía diseccionar a las personas hasta un punto indescriptible.
Las formas de ser, sentimientos y pensamientos quedaban al desnudo frente a un buen analista que era capaz de descubrir los secretos de cualquier persona como si fuesen de cristal transparente.
Algo que al principio empecé a leer por hobby, ya que no estaba dentro de las materias obligatorias, pero que al poco se hizo parte de mi especialidad, abordándolo desde distintas asignaturas, profundizando en lo que actualmente se conocen como Perfiles y que tan útiles son para los juicios a través del trabajo pericial, e incluso en el ámbito de los recursos humanos a la hora de seleccionar el mejor candidato.
–Benjamín Franklin, Carl Gustav Jung, Albert Einstein… incluso se ha atrevido con Stephen Hawking, ¿es usted un osado o un visionario? ―preguntó el hombre del puro.
Mientras me alejaba de la puerta dejé mi chaqueta sobre un perchero y buscando en una de las estanterías saqué un voluminoso libro sobre perfiles y le dije:
–Si quiere aprender puedo prestarle alguno de mis libros.
–No he venido para perder el tiempo ni para recibir clases suyas, únicamente quiero saber si está usted capacitado para ello.
–¿Para qué? ―pregunté tratando de descubrir un poco más de aquella situación.
–Lo siento, nos hemos equivocado ―afirmó el hombre mientras se levantaba.
–Se refiere usted, a que quiere ver si soy capaz de decirle que a pesar de su acento fingido y de sus modales supuestamente refinados, no es más que el hijo de un comerciante que le enseñó el mundo de la palabra y del engatusamiento, empleando cierto grado de teatralidad a la vez que maneja el miedo y el desconcierto, dejando entrever que es usted quien domina la situación, cuando en realidad no sabe cómo voy a reaccionar.
»Su supuesto guardaespaldas, no es más que su chófer, de ahí que tuviese que sujetar mi mano sobre el picaporte con sus dos manos y no con una como correspondería a alguien fornido y acostumbrado a ejercer violencia.
»Usted, por ejemplo, lleva un traje demasiado elegante para unos zapatos tan desgastados por la suela, ni siquiera el puro que fuma es de importación, lo que me indica que viaja con frecuencia y que no le importa la calidad si no la utilidad de las cosas.
–¿Qué más? ―dijo el hombre del puro sentándose en el sillón del que se acababa de levantar.
–Está claro que me necesitan para algo que ustedes mismos no están cualificados, seguramente para que analice a alguna persona o que les diga si alguien es quien dice ser. Y venir a mí quiere decir, o que están muy desesperados o que no quieren que se sepa, ya que yo hace tiempo que no me dedico a esto, y por lo tanto nadie sospecharía de mí al respecto.
–¡Muy bien! ―dijo el hombre mientras miraba con atención el puro―. Tengo un pequeño problema y necesito su ayuda.
–No creo que sea pequeño, allanamiento, amenazas… cuando salga de aquí tendrá muchos más de los que se imagina.
–¡Todavía no ha aprobado! ―contestó el hombre que permanecía sentado fumando el puro.
–¿Aprobado? ―pregunté sorprendido.
–Para eso estamos aquí ―dijo el hombre que estaba obstaculizando la puerta del cuarto.
–¿Qué más sabe? ―insistió el hombre que fumaba.
–¡A ver!, por lo que veo, usted debe de ser una persona importante, pero no alguien político o empresario, ya que su compañero de la puerta le respeta tanto que no ha querido intervenir hasta ahora, y lo ha hecho con un tono de respeto, y no como una puntualización a sus palabras. Casi le tiene veneración como la que se tiene a un guía espiritual o un maestro.
–¿Maestro? ―preguntó el hombre que fumaba el puro incorporándose en el asiento.
–Bueno, así se denominaría ahora, pero sería mejor dicho Maestre ―dije con tono burlón.
–¿Qué le ha hecho llegar a esa conclusión? ―preguntó mientras se levantaba y dejaba el puro sobre la mesita donde se encontraba la lámpara.
–¡Cuidado con la mesilla! ―dije mientras me fui a acercar a la mesilla, cuando sentí que me detenía alguien por detrás, notando que me sujetaban los hombros.
–Responda a la pregunta ―dijo desde atrás el hombre que me estaba agarrando.
–¡Está bien! ―contesté con tono de protesta mientras me zarandeaba para soltarme―. Le ha delatado la marca de su dedo anular, que ahora está desnudo, pero en el que todavía queda la huella de llevar habitualmente un anillo de considerable tamaño, tal y como el de un obispo o similar.
»Pero usted no usa vestimenta amplia como ellos, ya que si no se sentiría incómodo llevando ese traje de buen tejido que tiene. Tampoco tiene señal en su cabeza de llevar un solideo cristiano o kipá judío, ni nada que se le parezca, por lo que la opción religiosa la he descartado.
»Además, tiene en el ojal de su chaqueta una diminuta pero inequívoca cruz octogonal de Malta, con sus ocho puntas rojas, también conocida como cruz de San Juan, para quien no lo reconozca pudiera ser un adorno más, e incluso confundirlo con el escudo de algún club de fútbol, o de una orden religiosa como la de Santiago, pero sin duda es la Cruz de Malta.
–¿Ha estado en Malta? ―preguntó el hombre mientras se miraba a aquel singular alfiler.
–Sí, hace tiempo, pero me gusta conocer los lugares a donde voy, sobre todo su historia, y la de este lugar era muy singular.
–¿Singular? ―preguntó mientras se recostaba y cogía el puro para seguir fumando.
–Unos caballeros, pertenecientes a la nobleza europea, exiliados de su destino, y recluidos en una isla, pasto de sus adversarios.
–¡No fue así la historia! ―rectificó algo molesto el fumador.
–Lo sé, pero su expresión corporal me ayuda a definir su perfil. Por lo que veo no es usted un ciudadano más de esa isla, sino un descendiente intelectual de aquellos maestres, y hasta me atrevería a decir que puede que también genético.
–¿Tiene eso importancia? ―preguntó mientras soltaba lentamente una bocanada de humo.
–¡Ajá!, es usted descendiente directo de uno de los Maestres del lugar ―afirmé categóricamente.
–Me sorprende su habilidad ―indicó el hombre levantándose de mi sillón―. En verdad es mejor de lo que creía, ¡está usted aprobado!
–¿Aprobado?, ¿y ahora qué? ―pregunté inquieto mientras veía venir hacia mí al hombre con el puro.
–Tengo tres nombres y tres destinos, todo está en esta carpeta, quiero un informe de cada uno de ellos, y me gustaría tenerlo para final de mes, ¡buenas tardes!
Dicho esto, me entregó una carpeta que no pesaba demasiado, y sin decir más salió de la habitación tras aquel hombre que le había estado custodiando. Dejándome en aquel cuarto ahora más iluminado por las luces del pasillo.
Todavía estaba perplejo por lo que me acababa de pasar, cuando me giré para preguntarles el motivo de aquel encargo, pero ya habían desaparecido del pasillo, cogiendo el ascensor del que minutos antes había salido yo.
En realidad, que conocía mucho más de la historia de Malta de lo que había expresado, pero quería ver su reacción ante una media verdad para saber si aquella persona lo sabía también o no.
Una historia extraordinaria que comenzó hace miles de años, pero que tuvo su apogeo con una decisión política de Carlos I de España y V de Alemania, quien tras tener noticias de la derrota que había sufrido la Orden de San Juan en la isla griega de Rodas a manos de los otomanos, les permitió situarse en una pequeña isla, la más al sur del mediterráneo, pero que era punto estratégico, ya que era la puerta de acceso entre Europa y África.
A cambio de su cesión todos los años desde entonces y como forma de reconocer aquel acto, los caballeros de la Orden de Malta deben de entregar como tributo el conocido como Halcón Maltés.
Tierra de pescadores que vio cómo se transformaba su orografía en un puerto sin igual, convertido ahora en centro comercial y religioso. Donde acudían de todas las grandes fortunas de Europa a contribuir en construir lo que sería el mayor bastión de la historia de su época.
Una isla llamada a destacar por sus artes y sus avances en la medicina, a donde acudían para estudiar e instruirse los aspirantes a caballeros. Todo ello auspiciado y sostenido por las casas reales europeas, que veían florecer aquel pequeño lugar.
Pero no era sólo un aporte benéfico y desinteresado el que realizaban desde las monarquías europeas, desde que se instauraron en la isla tuvieron que hacer frente a todo tipo de piratas y vividores que trataban de hacerse con los botines que provenían de África.
Los siempre leales caballeros mantenían las aguas limpias de impíos, y protegían las valiosas mercancías que cruzaban por sus aguas.
Lugar deseado y temido al mismo tiempo. Baluarte de una estirpe de caballeros, se dice que descendientes de los propios cruzados que fueron a Tierra Santa.
Al respecto empieza a confundirse la realidad con la ficción. La tradición quiere resaltar la majestuosidad de aquellos caballeros, indicando que eran guardianes de grandes tesoros que acumulaban con recelo, e incluso que eran poseedores de reliquias que se habían traído de Tierra Santa, entre ellos, la más preciada, el Santo Grial.
Pero bueno, eso puede ser o no, ya que han sido tantos los lugares que se han autoproclamado poseedores temporales de esta majestuosa reliquia, que es imposible saber la verdad.
Si hubiese tenido más tiempo para intercambiar información con este Maestre, seguro que me hubiese podido aclarar esta y otras cuestiones, que todavía hoy rodean de misterio las míticas figuras de unos hombres tan valerosos e ingeniosos que fueron capaces de detener el avance de las temidas hordas de Sülleyman el Magnífico.
Un personaje del que realicé uno de mis análisis de perfiles psicológicos, tal y como hice con otros grandes de la historia como Napoleón I, o el propio Alejandro Magno, pero que, por su lejanía en el tiempo, apenas pude recabar más que anécdotas sueltas, ya fuesen de sus súbditos resaltando las bonanzas de su figura, o de sus adversarios, contando lo cruel y despiadado que era.
Algo que me hizo decantarme por personajes más próximos en el tiempo, donde existiese documentación e incluso algún escrito realizado por la propia persona. De esta forma, me era más fácil acercarme a la verdadera personalidad, y descubrir cuáles eran sus ambiciones, deseos y anhelos, pero también qué era aquello que temía y evitaba. Ya que, por nuestra naturaleza, no sólo nos movemos por aquello que queremos sino también para evitar lo temido.
Cerré la puerta de la habitación y me dirigí al dormitorio, donde me senté pensativo en la cama, “¡Qué situación más rara!”, me dije, si ya había sido extraña la tarde, esto ha sido la guinda del pastel.
Abrí aquel sobre y extendí su contenido sobre la cama, eran tres montones de papeles con un gran clip sujetando a cada uno, cogí el primero y para mi sorpresa era el currículo de un joven de veinte años, con información sobre dónde había estudiado, qué práctica profesional tenía y los puestos a los que aspiraba.
En un segundo folio, de ese mismo montón, encontré su partida de nacimiento, con los datos del día, hora, y lugar de nacimiento, datos de la madre, y nombre del hospital.
En un tercer folio, había un mapa de la ciudad de Nueva York, y grapado a este, un billete de avión.
Lo examiné con cuidado y me di cuenta, para mi sorpresa, que era para un vuelo a mi nombre para el próximo lunes, “¿cómo?”, me pregunté asombrado, “¿y si no hubiese aprobado esta prueba?”.
“¿Ya está?” ―exclamé al comprobar que no había más información ni sobre esa persona, ni sobre lo que debía de hacer al respecto.
Lo más importante a la hora de realizar un perfil es, precisamente tener cuanta más información mejor, sobre todo si es de primera mano, de algún familiar o amigo próximo o de la propia persona a analizar, y con esta escasa información lo más que podría tener para un descriptivo muy general.
Ojeé los otros dos montones y tenía la misma escasa información, pero en esta ocasión era con un billete para París y otro para Viena.
“Bueno, al menos los lugares de destino no están mal” ―me dije tras observar que cada uno de esos billetes tenía una separación de una semana entre ellos.
Es decir, tenía que ir, encontrarme con la persona, analizarla, realizar un perfil y volver. Todo ello en el tiempo récord de una semana, ya que al lunes siguiente debía de hacer lo mismo en un nuevo destino.
No recuerdo haber viajado con tantas prisas, ni siquiera cuando tenía que acudir a los congresos científicos a los que iba para conocer las últimas investigaciones en mi materia; ya que me gustaba pasar unos días en la ciudad de destino para conocer sobre sus costumbres y tradiciones, pero esto es demasiado.
“Menos mal que entre París y Viena no hay mucha distancia, no me imagino qué hubiese podido suceder si llega a ser en Sídney, nada más que en el viaje perdería como mínimo dos días, uno de ida y otro de vuelta, pero, ¿para qué tendrán tanta prisa?” ―me preguntaba mientras recogía los papeles y los devolvía al sobre que me habían entregado, depositándolo luego sobre una mesa auxiliar que tenía en el dormitorio, cuando de repente.
–¡Abra la puerta! ―se escuchó con voz prominente.
–Abra o tiramos la puerta abajo! ―dijo otra voz con tono amenazante.
–¿Quién es? ―pregunté mientras me acercaba a la puerta del dormitorio.
–¡Abra!, he dicho ―repuso con tono autoritario.
–¡Váyanse o llamo a la policía! ―contesté cansado de tantas sorpresas para un día.
No había terminado de decirlo cuando escuché un gran estruendo, y una luz cegadora iluminó el dormitorio, y eso que tenía la mano en la puerta para cerrar y aislarme así del resto del cuarto, pero no me dio tiempo.
Sentí un fuerte pitido en los oídos. Me había cegado los ojos que me lloraban, y apenas podía respirar, era una sensación tan desagradable que casi no podía pensar en lo que estaba sucediendo.
–¡Siéntese!, ¡siéntese! ―dijo alguien mientras evitaba que me tambalease de un lugar a otro.
–¿Me escucha? ―preguntó en voz muy alta, pero al que apenas escuchaba pues tenía la cabeza como embotada, como si me fuese a estallar.
–Espere que se le pasará, ponga la cabeza entre las piernas y relájese ―decía alguien al que apenas entendía.
No sé el tiempo que había pasado, pero no recuerdo una situación tan desagradable que hubiese vivido en los últimos años. Era como si todo me doliese, pero a la vez me apretase y quisiera desprenderse de ello. Tenía calor y frío al mismo tiempo, y a pesar de abrir los ojos de vez en cuando, sólo veía manchas de claroscuro.
–¿Está bien? ―conseguí escuchar tras un momento.
–¿Quién? ―acerté a preguntar, sin poder ver nada todavía.
–Es sólo una granada aturdidora, ¡no es para tanto! ―respondió una segunda voz con tono sarcástico.
–Una granada, ¿están locos? ―dije molesto tratando de levantarme, cuando me di cuenta de que tenía algo que sujetaba mis manos juntas.
–Cálmese y procure no levantarse, está detenido y lleva bridas de plástico en manos y pies a modo de esposas.
–¿Esposado?, ¿qué he hecho? ―pregunté tratando de frotarme los ojos, para ver si conseguía ver algo.
–¿Qué no ha hecho querrá decir? ―preguntó ese que utilizaba el sarcasmo como forma de hablar.
–¿Le parece bien cargos por obstrucción a la justicia y pertenencia a organización sospechosa de blanqueo de dinero? ―afirmó la voz autoritaria.
–¿Pertenencia a qué…?, yo trabajo sólo ―contesté sin saber a qué se referían.
–¿Y esto?, ¿está preparando sus próximas vacaciones? ―preguntó con tono sarcástico.
–¿El qué? ―pregunté tratando de limpiarme los ojos para ver, aunque todavía tenía la visión borrosa.
–Nueva York, París, Viena… ¿a qué va allá?, ¿de vacaciones? ―volvió a preguntar con sarcasmo.
–Me han hecho un encargo ―contesté sin entender qué podía tener de malo aquello.
–Muy bien, siga cooperando y se le reducirá la pena ―afirmó quien hablaba con tono autoritario.
–¿Pena?, ¿qué pena? ―pregunté sin saber siquiera con quién estaba hablando.
–¿No creerá que vamos a llegar a un acuerdo para exculparle?, para eso necesita mucho más que su testimonio, requeriríamos llegar hasta la cabeza de la organización.
–¿Qué organización?, ¿qué cabeza? ―pregunté confuso pues no conseguía entender a qué venía toda esta situación.
–No se haga, la cabeza, el máximo dirigente, ese al que llaman Maestre ―dijo el sarcástico.
“¿Maestre?” ―pregunté para mis adentros, tratando de atar cabos en el poco tiempo que había conseguido recuperarme―. “Estos están buscando a los que acabo de hablar”.
–No conozco ningún Maestre ―afirmé categóricamente para observar sus reacciones.
–Sí, seguro, entonces nos habremos equivocado. Llevamos meses tras su pista, y por fin cuando llega a la ciudad, ¿a que no sabe lo que hace?, verse con usted y coger el primer vuelo de salida. ¿no le parece sospechoso? ―preguntó con rin tintín.
–Pues la verdad es que no, puede que tuviese prisa ―contesté con el mismo tono de burla.
–Entonces, ¿confirma que le conoce? ―dijo la voz autoritaria.
–Yo no he dicho eso ―repuse confuso por su afirmación.
–Acaba de decir que no conocía a ningún Maestre y ahora dice que tenía prisa, está claro que le está intentando encubrir, ¿por qué? ―preguntó la voz autoritaria.
Me llevé las manos a la cabeza, y dije rápidamente:
–Quiero un abogado, no diré nada más si no es delante de un abogado, conozco mis derechos.
–No somos policías, ni tan siquiera de Hacienda, somos de Seguridad Nacional, y está usted en un gran problema. Esa gente a la que defiende es sospechosa de muchos delitos, tráfico de influencia, lavado de dinero, tráfico de personas… y la lista sigue y sigue, en realidad hacen lo que quieren, cuando quieren y donde quieren ―afirmó aquel hombre enchaquetado que portaba un arma en su mano y que hablaba con tono autoritario.
Por fin conseguí ver con claridad mientras mi mente se despejaba. En el cuarto había seis personas a parte de mí. Estos dos enchaquetados que eran los que hablaban y otros cuatro vestidos con chalecos antibalas y cascos, portando metralletas, esas que son de tamaño reducido, tal y como llevan las fuerzas de intervención rápida en casos de secuestro o similares.
Pero en esta ocasión era yo la víctima y ellos los secuestradores, al menos eso parecía por la proporción de seis a uno, y porque todos estaban armados menos yo.
–¿De qué cuerpo han dicho que son? ―pregunté recordando que en ningún momento me habían leído mis derechos.
–No se lo hemos dicho ―afirmó el que debía de dirigir que hablaba con voz autoritaria.
–No sé lo que quieren, pero les aseguro que se han equivocado de persona ―insistía así en mi inocencia.
–¿Y estos billetes? ―preguntó el segundo enchaquetado que agitaba nervioso su arma como si fuese a disparar al techo, a la vez que me mostraba los billetes de avión de la documentación que apenas hace unos minutos había recibido.
–Es un encargo, ya se lo he dicho.
–¿Tiene que llevar algo?
–No.
–¿Tiene que recoger algo?
–No.
–¿Entonces a qué va? ―preguntó el enchaquetado nervioso mientras me tiraba los billetes sobre la cara.
–A realizar un perfil de estas personas.
–¿Un perfil?, ¿nos toma el pelo?, ¿cree que alguien que está buscado internacionalmente se molestaría en dejarse ver para encargarle un perfil?, ¿nos toma por tontos? ―preguntó molesto dejando su tono irónico.
–Yo no sé de él, ni lo que hace ni lo que no hace, sólo les digo que me ha hecho este encargo.
–¿Y cuánto le ha ofrecido?
–¿Ofrecido?
–Sí, por el trabajo, ¿cuánto ha sido?
–Pues no hemos hablado de dinero.
–¿Cómo? ¡oye!, yo no puedo escuchar más tonterías, déjame que le saque la información a mi manera ―dijo el enchaquetado nervioso al otro enchaquetado que debía ser el jefe ―dame media hora con la puerta cerrada y cantará como un ruiseñor.
–Es la verdad ―dije mientras trataba de levantarme.
–¡Que no se levante!, le dije ―afirmó el autoritario mientras me apuntó con su arma entre ceja y ceja.
–¡Está bien!, ¡está bien!, me quedo donde estoy, pero les aseguro que es todo lo que sé.
–¿Para qué quiere esos perfiles?, ¿Quiénes son esta gente?, ¿objetivos?, ¿contactos?,…
–No sé nada, les he dicho todo lo que sé ―insistí mirando aquella arma que tenía a escasos centímetros de mi frente.
–Será mejor que sea así. Haremos lo siguiente, queremos que siga con el plan y que se entreviste con estas personas, y que realice su labor, y cuando vaya a entregar los perfiles intervendremos nosotros ―dijo el enchaquetado autoritario mientras con un gesto hacía salir a los demás de la habitación.
–¿Cuándo y dónde será la entrega? ―preguntó el nervioso, mientras los hombres armados con metralletas salían de la habitación andando hacia atrás.
–¿La entrega?, ¿qué entrega? ―pregunté viendo cómo el autoritario todavía no había bajado su arma.
–¡Los perfiles!, ¿cuándo y dónde tiene que entregarlos? ―preguntó el autoritario acercando aún más su arma.
–No lo sé, no me han dicho ―contesté tratando de ser lo más convincente posible.
–¿Nos quiere decir que alguien viene, le encarga algo, y no sabe si le pagará por ello, ni cuándo ni dónde tiene que entregar el resultado del encargo? ―preguntó con todo satírico el segundo hombre enchaquetado.
–¡Eso es! ―acerté a decir con voz entrecortada.
–Esto es increíble, nos está haciendo perder el tiempo, pero ¿cree que somos imbéciles? ―volvió a preguntar el hombre nervioso mientras deambulaba de un lado a otro del cuarto.
–Les he dicho todo lo que sé, ¿qué esperan más de mí?
–¡La verdad!, para empezar ―afirmó el hombre que tenía la pistola frente a mí con voz autoritaria.
–Se lo he dicho, una y otra vez. Llegó, me dio el encargo, me dio el sobre y ni siquiera lo había abierto hasta que no se había ido. Dentro encontré tres fichas de tres personas y tres billetes.
–Muy inteligente, es usted un correo ―afirmó el que tenía voz autoritaria mientras bajaba su arma.
–¿Un qué? ―pregunté confuso.
–Un correo, alguien que va a los sitios sin saber su destino, así si le atrapan no podrá informar de nada ―señaló con tono exaltado el hombre nervioso.
–¿Eso es bueno? ―pregunté sin saber si eso era una salida para aquella situación.
–No se crea que por eso se libra, es usted tan culpable como el resto, sólo que está menos informado ―afirmó el hombre autoritario mientras bajaba su arma.
–¿Entonces? ―pregunté viendo que la situación se estaba tranquilizando.
–Entonces usted va a cumplir con su labor, pero nosotros vamos a estar ahí, no le vamos a perder de vista. El problema es que está fuera de nuestra jurisdicción, y no tengo ninguna autoridad en estos países, así que le asignaremos un compañero.
–¿Un compañero? ―volví a preguntar sin saber a qué venía aquello.
–Será su perro guardián y nos dará buena cuenta de su actuación. Si se porta bien y coopera puede que le rebajen la condena.
–¡Otra vez con la condena! ―protesté ante aquella amenaza.
–¿No creerá que se va a librar? ―preguntó el nervioso mientras guardaba su arma.
–Mañana recibirá una visita, a partir de ahí tiene que hacer lo que le diga, ¿entendido?
–Sí, claro, entiendo ―afirmé mientras veía que el nervioso estaba recogiendo los billetes que había tirado.
–Por si acaso nos la quiere jugar nos llevamos los papeles con los billetes, su carné y su pasaporte, por cierto, ¿dónde está este?
–En la mesilla ―afirmé mientras extendía las manos unidas por una cinta plástica a modo de esposas.
Tras requisarme el pasaporte y cortar las ataduras me dijeron:
–Esto es como una operación encubierta, no debe de hacer ninguna tontería, ni nada que haga sospechar de nuestra presencia, colabore y todo irá bien.
Dicho esto, salieron del dormitorio, andando marcha atrás tal y como había visto hacer a los que portaban metralletas.
Después de un tiempo de respirar varias veces profundamente, salí del dormitorio y vi que en la puerta permanecía uno de los recepcionistas con la cabeza dentro del cuarto, pero sin entrar.
–¿Está todo bien? ―preguntó al verme salir del dormitorio.
–Sí, creo que sí.
–¿Qué ha pasado? ―volvió a preguntar.
–Una equivocación ―respondí tratando de situarme.
–Ellos me obligaron a abrir ―dijo con tono de disculpa.
–¡Está bien!, no se preocupe ―contesté mientras contemplaba el estropicio que habían hecho al entrar al asalto.
Salí del dormitorio y me dirigí a mi asiento donde solía sentarme a leer los periódicos y como si de una noche más se tratase, me dejé caer sobre el mismo. Mirando a mi alrededor me dije “¿dónde me he metido?”.
Y bajando la cabeza contemplé cómo sobre la mesilla de al lado, había todavía restos de puro de mi primer visitante.