Читать книгу El pueblo judío en la historia - Juan Pedro Cavero Coll - Страница 7
ОглавлениеIntroducción
Una ambiciosa pretensión
Alguna vez se ha dicho que la historia del pueblo judío condensa, en cierta manera, buena parte de la historia universal. La afirmación es, desde luego, exagerada, porque civilizaciones enteras se han desarrollado sin judíos y porque estos, en la mayoría de los lugares donde han vivido, no han pasado de ser una pequeña minoría. Además, la dignidad del ser humano obliga a admitir que cada persona ―independientemente de su mayor o menor trascendencia pública― es una historia que, relacionándose con sus congéneres y con otros seres, va fraguando modos de vida o, como también se les ha llamado, culturas. Muchas de estas han desaparecido, pues se cuentan ya por miles los millones de personas que han pasado por la Tierra y las relaciones con el entorno son cambiantes. Solo el conjunto de las historias personales y las de los demás seres conforman la «historia total».
Es cierto, sin embargo, que la multisecular dispersión del pueblo judío traslada, a quien rastrea sus huellas, a geografías y modos de vida de lugares muy alejados en el espacio y en el tiempo. Y al igual que esa dispersión ha beneficiado a las comunidades judías, gracias a las aportaciones y a los avances alcanzados por no judíos, también la presencia judía ha contribuido a enriquecer las culturas de los grupos humanos que la han aceptado. A pesar de la ausencia judía en algunas de las sociedades formadas en el transcurso de los siglos ―Toynbee distinguió veintiuna―, sí podemos afirmar que su influencia ha sido significativa en las civilizaciones que más han contribuido a forjar los modos de vida de gran parte del mundo actual.
¿Y quién es judío? Conforme a las leyes rabínicas tradicionales, que aceptan los judíos ortodoxos y los conservadores, la condición judía se transmite por vía materna o a través de un acto religioso. Según la primera posibilidad son judíos los hijos de madre judía (y de abuela, bisabuela, tatarabuela y otros ascendientes maternos judíos) con independencia de su religión u otras opciones vitales; la segunda vía de incorporación requiere la conversión formal al judaísmo (no basta, pues, con un asentimiento a su contenido teológico ni con un compromiso exclusivamente interior) y, según algunos también, la práctica religiosa una vez convertido.
Quienes aceptan esas normas rabínicas creen que los fieles de otra religión que descienden de padre judío deben convertirse al judaísmo para serlo ellos también, como ocurre con quienes carecen de ascendientes judíos. Los rabinos reformistas y sus seguidores, sin embargo, también reconocen la identidad judía a los hijos de padre judío y, por supuesto, a quienes se convierten al judaísmo mediante los ritos aprobados por ellos mismos, algunos de los cuales los ortodoxos impugnan. De todos modos, a lo largo de la historia ―también en la actualidad― no han faltado personas que, siendo judíos según cualquiera de las legislaciones rabínicas, desconocen esa identidad o, por diversas razones, se desinteresan de ella, la ocultan o la rechazan.
La falta de unanimidad para concretar los criterios de definición de la identidad judía es un tema con frecuencia debatido entre quienes se sienten atraídos por tales cuestiones. En cualquier caso, desde la Ilustración se ha ido produciendo un proceso de alejamiento religioso por no pocos judíos, así como una creciente pluralidad en el modo de abordar la fe de otros muchos y sus prácticas religiosas. También se han multiplicado los matrimonios mixtos ―y en los últimos años, la sola convivencia de hecho―, es decir, aquellos en los que uno de los cónyuges no es judío. Las cambiantes circunstancias de la vida y la propia voluntad de los progenitores y de sus hijos han llevado a muchos descendientes de las parejas mixtas a no ser educados en el judaísmo, bien por conversión a otras religiones (especialmente el cristianismo) o por rechazo o por vacilación ante el fenómeno religioso.
En relación al tema que tratamos ―la identidad y su reconocimiento― tales hijos de judíos, todos considerados judíos por las corrientes rabínicas menos conservadoras, suelen encontrarse en diversas situaciones: unos desconocen ese aspecto de su identidad porque nadie les ha hablado de ello; otros lo consideran una reliquia del pasado que nada o casi nada tiene que ver ya con sus vidas; y no faltan quienes, sabiendo de su ascendencia judía, la ocultan por complejo o por temor o, en sus fueros interno y externo, la rechazan por completo. Para otros, sin embargo, su pasado judío es también presente y continúan vinculados al mismo por razones religiosas, familiares, históricas, lingüísticas, políticas, artísticas o de otro tipo. Las posibilidades son tan variadas como las personas y, por eso, el editor judío argentino Mario Muchnik, alejado de toda rigidez mental, propuso que «aceptemos como judío a quien se reconoce judío».
La cuestión traspasa la pura teoría porque, según la llamada Ley del retorno (1950), todos los judíos tienen derecho, si lo desean, a emigrar al estado de Israel. En realidad dicha ley ―poco utilizada por quienes viven bien en la diáspora―, según su redacción inicial, solo reconocía la posibilidad de exigir establecerse en Israel a quien cumple las condiciones de una definición, según la cual «un judío es una persona nacida de madre judía, o que se ha convertido al judaísmo, y no es miembro de ninguna otra religión». Desde 1970 el derecho reconocido en la Ley del retorno se extiende también al cónyuge del inmigrante, a sus hijos y nietos y a los respectivos cónyuges ―excepto quienes abandonaron el judaísmo y se convirtieron a otras religiones―, admitiendo también Israel desde 2005 las conversiones al judaísmo hechas en el extranjero. En 2011, además, el ministerio israelí del Interior otorgó la ciudadanía al marido no judío de una pareja homosexual.
La polémica Ley del retorno, discriminatoria por razón de religión, está abocada a cambiar según las circunstancias, como ya ha ocurrido en ciertos aspectos; tendrá que adaptarse, por ejemplo, a la multiplicidad de situaciones de los judíos: unos de ascendencia materna y paterna, otros herederos de su identidad judía de uno de sus progenitores, unos practicantes de algunas de las muchas corrientes del judaísmo, otros fieles de otras religiones, o agnósticos, o ateos… Muchos contentos de ser judíos pero otros aún sin saber que lo son, otros que no hubieran querido saberlo, o que prefieren no recordarlo o a quienes, simplemente, el tema les da exactamente igual. La diversidad se extiende a los rasgos físicos. No hay, pues, una raza judía: varían los rasgos faciales, la estatura y otras características corporales como el color de la piel. La gran mayoría de los judíos son blancos (morenos, castaños, rubios, pelirrojos), pero los hay negros, mulatos y mestizos. En todo caso, podría establecerse una muy antigua base genética común correspondiente al patriarca Abraham que, además, no tendría en cuenta a los convertidos al judaísmo.
Por nuestra parte, consideraremos judía o «de ascendencia judía» ―excepto cuando expresamente manifestemos otra cosa― cualquier persona con una madre, un padre o al menos uno de los abuelos o abuelas judíos ―procedentes estos, a su vez, de otros judíos―, así como a aquellos convertidos al judaísmo, que son muy pocos por comparación con los anteriores. En los casos de descendencia biológica consideraremos judíos a todos los indicados, independientemente de sus creencias ―o no creencias― religiosas. Aunque muchos rabinos conservadores tachen de heterodoxo nuestro criterio, tiene la ventaja de ser lo suficientemente flexible para englobar a los descendientes en primer y segundo grado de los matrimonios mixtos (es decir, con cónyuge no judío), a todos aquellos que solo valoran su identidad judía como un rasgo cultural o político-cultural (y por tanto no religioso) y a quienes nada quieren saber de su condición judía.
La heterogeneidad familiar, cultural (en su más amplio sentido) y física que advertimos en los judíos nos ha llevado a concluir que el mejor término para agrupar a esas personas, diferenciándolas de otras, es el vocablo colectivo «pueblo». Aunque los judíos, como escribió el historiador alemán Sebastian Haffner, «carecen del atributo más infalible que existe para reconocer a un pueblo, la lengua común», también es cierto que, como reconoce Haffner, «no puede ignorarse que existe cierto sentimiento de copertenencia y solidaridad judía que trasciende las fronteras, un sentimiento judío de pueblo o nación que hoy en día se manifiesta particularmente en la solidaridad general con Israel». Cierto sentimiento proisraelí podemos afirmar que, en términos muy generales, sí existe, si bien el apoyo a las políticas israelíes en modo alguno es unánime entre los judíos.
Acabamos con unos párrafos sobre el presente libro, versión actualizada y resumida de otro ya publicado al que acompañó un segundo volumen. Ambas obras, renovadas y libres de notas para facilitar su lectura en formato electrónico, se publican con la editorial Punto de Vista. Aun formando parte de un proyecto común, cada uno de esos libros puede leerse separadamente sin perder el propio discurso. De todos modos, el conocimiento de los hechos relatados en una y otra obra aporta una visión global y actualizada del pueblo judío que, con la bibliografía actual, no es fácil lograr. Este libro, en concreto, recorre los principales acontecimientos de la historia de los judíos que han precedido a la fundación del actual estado de Israel. El segundo volumen, además de abordar el conflicto de Oriente Próximo, ofrece una perspectiva sociológica, religiosa y cultural de los judíos.
Mi objetivo ha sido rastrear la presencia judía en la historia (unas veces atendiendo a la colectividad y otras a individualidades) para, desde los hechos, recordar las principales aportaciones individuales y colectivas de ese pueblo a la cultura universal y reflexionar sobre algunos acontecimientos del pasado y del presente. No me he limitado por tanto a realizar un mero trabajo de recopilación y, cuando me ha parecido oportuno, he introducido debates de teólogos, historiadores y especialistas en otras disciplinas, además de consideraciones ajenas y propias. Todo ello, siempre, tratando de ajustarme al máximo a la realidad e intentando reflejar distintos puntos de vista; así, el lector podrá extraer sus propias conclusiones.
De ahí la variedad de géneros literarios empleados en el texto y la continua superposición de aspectos políticos, económicos, religiosos y culturales que, como en la vida misma, pueden apreciarse a lo largo de la obra. He pretendido ofrecer por tanto una visión general, pues un estudio detallado requeriría una obra de equipo de muchos volúmenes de extensión. De todos modos, la abundante bibliografía sobre la mayoría de los temas abordados, las oportunidades que proporciona Internet para acceder a los estudios y datos más variados, la información que van aportando las nuevas investigaciones históricas y el poso que deja el paso del tiempo facilitan la comprensión de los acontecimientos pretéritos y actuales.
Como tantas otras iniciativas que surgen a diario en el mundo, es también propósito destacado de esta obra contribuir a mejorar el conocimiento entre los seres humanos y a fomentar la mutua ayuda, con independencia de las legítimas diferencias que hay. Considero la pluralidad de razas y de culturas una mera circunstancia, siempre accidental con relación a esa igual dignidad que compartimos por nuestra condición de personas, que nos capacita para salir de nosotros mismos y entrar en comunicación con los demás.
Recuerdo la utilidad de leer textos coetáneos a los hechos que se narran, por aportar una visión más completa sobre el pueblo «más tenaz de la historia», en opinión del historiador británico Paul Johnson. La conveniencia de no extendernos en exceso explica el breve tratamiento de la mayoría de los temas. Remitimos por tanto a la bibliografía especializada al lector que desee ampliar la información. Y acabo esta Introducción agradeciendo a mi hermana Ana su paciente trabajo para proporcionarme citas fundamentales para la redacción de la primera versión del texto ―sin la cual el presente libro no habría podido escribirse así― y a José Luis Ibáñez Salas, editor de Punto de Vista, que decidiera contar conmigo en los primeros pasos de otra de sus iniciativas culturales.