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I. En la memoria colectiva

El problema de las fuentes

La tradición, la memoria, es una fuente histórica anterior y coetánea a la escritura, pero la profundización en el conocimiento del pasado obliga igualmente a referirse al lenguaje. Sabemos que este existe desde tiempos prehistóricos, aunque no podemos determinar cuándo apareció. El Génesis afirma (Gn. 2,20) que «el hombre puso nombres a todos los ganados, a las aves del cielo y a todos los animales del campo». Entre otros, el psicólogo suizo Jean Piaget comparte la idea que subyace en esta conocida frase, que inspiró a Bob Dylan una de sus más célebres canciones. Según Piaget el desarrollo del lenguaje es consecuencia de la existencia en nosotros de principios lógicos innatos. Frente a este hecho básico la diversificación lingüística es cuestión accidental, que pudo resultar de la dispersión de los grupos humanos, de las distintas capacidades intelectuales de las personas y del diferente desarrollo técnico y social de las colectividades.

Interesa recordar todo esto porque, a lo largo de los siglos que recorreremos en este capítulo, haremos referencia a distintas civilizaciones, cada una con su propia forma de comunicarse. E interesa también porque, gracias a las excavaciones arqueológicas y a los descubrimientos realizados, disponemos de material escrito en varias lenguas con información directa o indirecta sobre los hebreos, pueblo nómada durante centurias. No debe extrañar que ellos mismos hablaran, y si es el caso escribieran, igual o de forma parecida a los pueblos que compartieron su entorno o que llegaron a dominarles.

Conviene, pues, ofrecer una síntesis de las lenguas empleadas por las distintas culturas próximo-orientales de la Antigüedad. En esa larga época, las diferencias sociales eran tan grandes o más que hoy día: unos grupos humanos vivían tiempos paleolíticos, otros mesolíticos y algunos habían entrado ya en períodos históricos y habitaban en núcleos urbanos, formando civilizaciones complejas. Los mayores avances sociales y técnicos se han localizado en torno a los valles de grandes ríos continentales como el Tigris y el Éufrates (Oriente Próximo), el Nilo (Egipto), el Indo (India) y el Río Amarillo (China), así como en pequeñas islas de fácil acceso como Creta y las Cícladas (Europa oriental).

¿Qué lenguas se hablaban en Oriente Próximo en los milenios inmediatamente anteriores a nuestra era? Las investigaciones realizadas por especialistas, en función de los datos que poseemos, han concluido que las lenguas empleadas en esta amplia zona pertenecen a la rama semítica de la gran familia lingüística afro-asiática. A partir de un origen común proto-semítico, y como consecuencia de migraciones o de conquistas, brotaron nuevas lenguas semíticas, que suelen ordenarse según criterios geográficos. En la clasificación que ofrecemos a continuación, tras las lenguas-madre indicamos entre paréntesis sus filiales principales y, en cursiva, las lenguas extinguidas:

Nororientales, usadas mayoritariamente en la antigua zona mesopotámica: acadio (asirio y babilónico).

Noroccidentales, empleadas en el área sirio-palestino-israelita: ugarítico, cananeo (amonita, moabita, edomita, fenicio, hebreo), arameo (arameo moderno).

Sudoccidentales, utilizadas en Arabia y Etiopía: árabe (maltés) y etiópico.

El logro de un sistema completo y simple de escritura fue fruto de un laborioso proceso. Tras los primitivos petrogramas (dibujos) y petroglifos (grabados) de las paredes de las cuevas o de las rocas, imitando unos y otros seres vivos o inertes, se desarrollaron sistemas más avanzados. Las escrituras nacientes fueron pictográficas (representación de objetos por medio de dibujos) y más tarde ideográficas (combinación de imágenes de objetos para expresar ideas y acciones abstractas). Los pictogramas se emplearon, por ejemplo, en los primeros escritos que nos han llegado (hacia el año 3100 a.C.) procedentes de la civilización mesopotámica sumeria. Los ideogramas, utilizados con posterioridad, enriquecieron la escritura. Mayor avance constituyó la aparición de la escritura fonética cuyos signos se combinaban para formar palabras. A diferencia de los sistemas actuales, también fonéticos, tales signos representaban sonidos silábicos y, por tanto, complejos. De todos modos, el cambio fue trascendental y se produjo tanto en la escritura jeroglífica egipcia como en la mesopotámica sumeria.

Los textos sumerios, denominados cuneiformes (del latín cuneum, ‘cuña’) por la forma de sus signos, se grabaron al principio en piedras y metales. Sin embargo, fueron sustituidos progresivamente por tablillas de arcilla, más aptas para trazar signos mientras conservaran humedad. El procedimiento favoreció la gradual estilización de los caracteres, simplificados con la incorporación de líneas rectas y oblicuas en detrimento de las curvas. Como varios pueblos semitas adoptaron el sistema sumerio, aunque adaptándolo a su propia fonética, la escritura cuneiforme se extendió no sólo por Mesopotamia sino también por Oriente Próximo y Asia Menor.

La reducción de los signos fonéticos silábicos a los sonidos más simples de la garganta humana era desde luego cuestión complicada y, quizá por eso, se tardó en solucionar. Se piensa que el primer alfabeto fue el semítico septentrional, aparecido en Oriente Próximo entre los siglos XVII y XV a.C. Formado por 22 signos consonánticos y combinado de derecha a izquierda para formar las palabras, los sonidos vocálicos carecían de representación y había que sobreentenderlos. A pesar de ello, este alfabeto revolucionó la historia de la escritura. Conocido el lenguaje, la nueva grafía permitía múltiples combinaciones de fonemas con escasos signos. Y esta ventaja, ausente en otros sistemas, contribuyó a su afianzamiento.

Hacia el siglo X a.C. el antiguo alfabeto semítico septentrional ya se había diversificado en cuatro variantes: semítica meridional, cananea, aramea y griega, estas dos últimas consideradas por algunos derivadas de las dos anteriores. Mayor acuerdo hay en suponer la escritura cananea origen de la hebrea antigua y la fenicia, si bien influyó más la escritura aramea por proceder de ella alfabetos semíticos y no semíticos empleados por las lenguas de Asia occidental.

Vemos pues que, a lo largo de la Antigüedad, algunas lenguas semíticas incorporaron sucesivamente diversos sistemas de escritura, desde el cuneiforme hasta el alfabeto semítico septentrional, del que derivaron otros. Esta temprana recepción de modos de escribir constituyó, sin duda, una adaptación extraordinaria de esas lenguas a las novedades culturales que surgieron. Y esto, junto con el frecuente y continuado ejercicio de redactar de los escribas y la conservación de originales milenarios, ha hecho posible reconstruir su historia. De las lenguas semíticas poseemos escritos que abarcan un periodo cercano a 4.500 años, desde el siglo XXV a.C. hasta la actualidad. Ello convierte a esta familia lingüística en la mejor documentada de todas las existentes, aventajando a otras lenguas y escrituras milenarias como la china, la griega y la egipcia.

Dicho esto, ¿cuáles son las fuentes escritas antiguas que conservamos para alumbrar los primeros tiempos de la historia del pueblo judío? La principal es, sin duda, la Biblia, compuesta según el judaísmo por 24 libros redactados en diversas variedades de hebreo, a los que el canon cristiano añadió nuevas obras de judíos escritas en griego. La metódica labor de los escribas, así como el minucioso procedimiento de copia para asegurar la fidelidad al original, hicieron posible la conformidad de los textos transcritos con sus modelos. Las excepciones, si bien suponen un problema para determinar cánones de libros sagrados, aportan valiosa información histórica. De todos modos, no deja de sorprender la gran semejanza entre los textos bíblicos más antiguos y otros muy posteriores.

La admiración es mayor si consideramos que, a lo largo de la Antigüedad, la reproducción de escritos ha tenido que superar varias crisis como consecuencia de los cambios en los modos de copiar, eso que el hebraísta Julio Trebolle ha denominado «momentos cruciales en la historia de la transmisión textual» y que resume de la siguiente manera:

«La historia de la escritura conoció en la Antigüedad momentos cruciales para la correcta y fiel transmisión textual de los libros conocidos por entonces. Tales momentos críticos coinciden con situaciones de tránsito, por cambio de los materiales utilizados para la escritura (transición de la tablilla al papiro o de éste al pergamino), del sistema de encuadernación (transición del volumen o rollo al códice o libro) o del tipo de letra (transición de los caracteres paleo-hebreos a los “cuadrados” o de los caracteres griegos unciales a los cursivos). Estos momentos críticos corresponden a períodos de renovación y de renacimiento cultural. Sin embargo, los cambios técnicos operados supusieron la pérdida definitiva de muchas obras literarias y la desaparición de ediciones o de versiones diferentes del texto de un mismo escrito. Pérdidas similares ocurrieron también en el momento de la invención y difusión de la imprenta y ocurrirán sin duda en el paso del libro impreso al libro memorizado en soporte informático.»

En lo que respecta a la renovación en los materiales para escribir parece imposible saber cómo afectó a la formación y transmisión de pasajes bíblicos el primero de los cambios, consistente en abandonar las tablillas de barro por el papiro. Más tarde se pasó al pergamino, coincidente con el uso del arameo, que aconteció en tiempos del período persa hebreo. Incompatible con el barro, el volumen o rollo se utilizaba al principio en los textos en papiro, algunos conservados gracias a la sequedad climática de la zona y, a veces, por haberse guardado en jarras de cerámica.

Los libros bíblicos largos se escribían en un rollo por ejemplar, pero varias obras breves cabían en una pieza. Con el tiempo comenzó la encuadernación en códices, inicialmente en hojas de papiro y después en pergamino. Ya en el siglo I d.C. el códice se había generalizado entre los judíos, siendo también el formato preferido por los cristianos. Frente al rollo, el códice tenía las ventajas de poder escribirse por ambas caras y no necesitar las dos manos para su uso. La sustitución de los códices de papiro por los de pergamino era ya generalizada en el siglo IV d.C.

La transformación en los tipos de caracteres es un hito de la historia de la escritura, también relacionado con las fuentes para conocer la antigua historia hebrea. Una primera innovación fue el paso de los caracteres paleohebreos a los cuadrados o arameos. El proceso pudo realizarse en tiempos de Esdras (siglo V a.C.) si bien grupos como los de Qumrán y los samaritanos siguieron fieles a la escritura paleo-hebrea. Se han encontrado cambios textuales en las copias respecto de los manuscritos originales, y se piensa que pudieron perderse escritos bíblicos cuando los rabinos prohibieron transcribir la Biblia con caracteres paleohebreos.

Aun conservando lo esencial de los textos bíblicos más antiguos hubo, por tanto, circunstancias que provocaron variaciones en los escritos durante el proceso de copia. Junto con lo anterior, el empleo de la Biblia como única fuente cronológica e histórica entraña nuevos riesgos. De entrada, hemos de plantearnos si lo narrado en la Biblia es histórico o no. Otra cuestión es la variedad estilos que reúne como consecuencia de distintas circunstancias: largo proceso de elaboración, pluralidad de autores y diversidad de contenidos. Esa disparidad estilística complica la tarea de separar lo que es historia de lo puramente fantástico y dificulta también la interpretación de textos con significado confuso.

Sin embargo, la principal razón que hace de la Biblia una fuente especial es su carácter sagrado para los judíos creyentes ―que limitan el canon bíblico a lo que los cristianos denominan “Antiguo Testamento”― y para los cristianos. No está de más considerar este tema al tratar las fuentes históricas judías. Según el judaísmo y el cristianismo, Dios inspiró a los redactores de la Biblia salvaguardando su libertad. De acuerdo con esto el carisma de la inspiración, considerado por ambas religiones una gracia sobrenatural, es compatible con la posibilidad ―rechazada por fundamentalistas de ambos credos― de que esos autores se hubieran servido, en narraciones y descripciones, de documentos escritos y tradiciones orales que cambiaron con el tiempo. Según las doctrinas judía y cristiana la inspiración divina no impide que el escritor haya combinado historia y fantasía en un mismo relato. Por eso judíos y cristianos creen que sólo una exégesis autorizada ―cada grupo religioso, eso sí, solo suele reconocer a sus propios exégetas― puede interpretar válidamente los textos bíblicos. En determinados pasajes el resultado final del proceso de escudriñar las Escrituras sagradas es muy diferente según la religión del intérprete.

Los racionalistas modernos, influidos por la filosofía hegeliana de la historia, reconocen valor histórico en la Biblia pero niegan su autoría divina y rechazan, por tanto, su carácter sagrado. Según ellos la investigación bíblica ha de realizarse con la misma visión crítica que el historiador emplea para analizar cualquier documento antiguo. No excluyen, pues, la eventualidad de importantes errores en su contenido y tampoco niegan ―y en esto coinciden con judíos y cristianos― que existan omisiones y exageraciones que desvirtúen el conocimiento que la obra aporta sobre la historia de los judíos y de otros pueblos.

El teólogo protestante alemán Julius Wellhausen (1844-1918), por ejemplo, reinterpretó la historia bíblica desde la dialéctica hegeliana y negó la redacción mosaica del Pentateuco; según su parecer esos cinco libros habrían sido redactados más tarde, tras la unificación de distintas tradiciones orales y escritas. Desde esta perspectiva es grande el riesgo de utilizar la Biblia como única fuente histórica por el peligro de hacer de la fantasía, historia, y de la historia, fantasía. Deben ser, pues, expertos bíblicos, historiadores e investigadores de diversas ramas quienes identifiquen qué partes de la Biblia son historia y cuáles literatura.

Otros historiadores alemanes escépticos sobre el contenido de la Biblia afirmaron que el pueblo judío no procede de un tronco común que deba buscarse en los tiempos históricos más remotos. Ese era según ellos el error al que podría llevarnos la creencia literal en los textos bíblicos. En opinión de esta escuela, en la actualidad con escasos apoyos, los hebreos carecen de un pasado anterior al siglo XII a.C. y no existiría por tanto una era patriarcal, ni un periodo de esclavitud en Egipto, ni años de conquista posterior del territorio de asentamiento. De acuerdo con estos autores el pueblo se habría formado cuando, en tierra cananea, comenzaron a unirse clanes de distintos orígenes hasta constituir una organización en doce tribus. Conforme a esta teoría el patrimonio común a ese sistema sería la adoración de la misma divinidad, Yahvé.

A pesar de las dificultades, a nadie sensato se le ocurre excluir la Biblia como fuente histórica, tan reveladora por el mero hecho de existir. Aunque tales experimentos no han faltado, no caeremos nosotros en ese error. Para conocer los tiempos remotos y otros más cercanos de la historia hebrea ―los Patriarcas, Moisés, el Éxodo, la Alianza, la entrada de las tribus en Canaán, la monarquía, el destierro, etc.― y tratar de comprender la percepción que los propios judíos tuvieron de sí mismos y de su diferencia respecto a los demás recurriremos a textos bíblicos, refiriendo algunas de las interpretaciones que se les han dado. Hasta quienes dudan seriamente de la Biblia ―como el profesor italiano Jan Alberto Soggin― reconocen que es la principal fuente histórica que existe hasta una fecha tan avanzada como el siglo IX a.C.

El hecho de que muchos pasajes bíblicos se hayan redactado en periodos posteriores a su contenido no conlleva necesariamente la falsedad de este. En la mayoría de los casos dichos textos no hacen más que recoger antiguas tradiciones que fueron pasando de padres a hijos. Muchas veces su fiabilidad supera ciertas teorías contemporáneas ―algunas completamente distintas entre sí― que surgen sin apoyo de fuentes textuales o arqueológicas o que se fundamentan en suposiciones tan subjetivas y originales que, en último término, resultan increíbles.

Siendo además, como es ésta, una obra que no sólo pretende conocer la historia del pueblo judío sino también adentrarse en su conciencia común, en su memoria compartida, en su sentir, el recurso a la Biblia es imprescindible. El historiador Siegfried Herrmann, que considera al Antiguo Testamento «la fuente principal para la historia de Israel y del naciente judaísmo», distingue como otros investigadores los libros no históricos de los que sí lo son y subraya la peculiaridad de esta compilación:

«En el Antiguo Testamento se trata de una colección de fuentes de todas las épocas de la historia de Israel, pero no con el propósito de presentar una historia completa, sino para rememorar constantemente las intervenciones de Yahvé, el Dios de Israel, que en todos los tiempos se ha manifestado como el viviente, el presente y el único poderoso. Estos documentos de los testimonios de Yahvé de aproximadamente un milenio de historia israelítico-judía fueron contribuyendo gradualmente a trazar el cuadro de esa historia y a hacerlo intuitivo.

«El proceso de recopilación y asimilación de cada una de las fuentes requirió una prolongada evolución, como es natural. Su resultado se nos presenta en primer lugar bajo la forma del Pentateuco, después en dos exposiciones, que muestran a veces mutuas dependencias pero que son de distinta tendencia, en la obra histórica llamada deuteronomística y en la obra histórica cronística. Bajo múltiples formas esas obras son confirmadas y completadas a base de noticias tomadas de los libros proféticos. Por el contrario, los libros poéticos del antiguo testamento sólo pueden aportar criterios relativos para la datación de las fuentes y para el esclarecimiento de la evolución histórica de Israel. De entre los apócrifos, los libros de los Macabeos sobre todo tienen la categoría de exposición histórica independiente.»

Además de la Biblia, otras fuentes escritas permiten ampliar nuestro conocimiento de la historia antigua del pueblo hebreo: inscripciones en lápidas, sellos de piedra y fragmentos de cerámica escrita. Indirectamente son útiles los archivos de Alalaj (siglos XVII y XV a.C.) y Ugarit (siglos XIV y XIII a.C.), en escritura cuneiforme, que han mejorado nuestra comprensión de la sociedad siria de entonces, uno de los referentes de la comunidad israelita.

Entre la documentación egipcia encontrada hay referencias a incursiones faraónicas en Canaán. Pero sin duda alguna el principal archivo egipcio con información sobre la tierra de Canaán, durante el segundo milenio antes de nuestra era, se encontró en el yacimiento de El Amarna. Desde las primeras excavaciones (1887) se han desenterrado más de 350 tablillas escritas en acadio dirigidas unas al faraón Amenofis III y, las más, a su hijo Amenofis IV (Akenatón), ambos del siglo XIV a.C.

Estos documentos aportan valiosos datos sobre las relaciones políticas y comerciales entre los imperios dependientes de las más poderosas ciudades-estado de Oriente Próximo y Medio en esa época. Las cartas reflejan las disputas entre los reyes locales y la dificultad de los egipcios para mantener la paz mientras los hititas se hacían con el control de la tierra que quedaba al norte de Canaán, y tribus nómadas del desierto invadían la zona meridional y el centro de la región. También suministran información las estelas conmemorativas erigidas en tiempos de faraones de fines del siglo XIV y de la siguiente centuria (Seti I, Merneptá), así como las realizadas por orden de otros gobernantes (Mesha, rey de Moab), al igual que textos orientales y semíticos escritos desde el siglo IX a.C.

De especial interés son los hallazgos realizados por beduinos y arqueólogos (1947-1956) en once cuevas cercanas a las ruinas de Khirbet Qumrán, junto al Mar Muerto. Más que las vasijas y los pedazos de jarras, los descubrimientos más destacados son los miles de pequeños restos de pergamino y algunos ejemplares más completos, redactados fundamentalmente en hebreo, pero también en arameo y en griego, en tiempos del Segundo Templo.

El total de fragmentos escritos encontrados en diez de las once cuevas ronda los cincuenta mil, correspondientes a casi 840 manuscritos, fechados por la mayoría de los especialistas entre los años 170 antes de la era cristiana y 68 d.C. A pesar de que sólo de diez conservamos más del cincuenta por ciento del contenido original, y de que nada más que uno está completo, los textos de Qumrán constituyen un material valiosísimo para conocer tanto el judaísmo de aquella época como el contexto histórico y espiritual en el que nació el cristianismo.

De otras fuentes para conocer la historia antigua del pueblo hebreo se ha cuestionado su fiabilidad en la datación y localización de los acontecimientos narrados, o en la interpretación de los mismos, al pensarse que han podido emplear documentos falsos para su elaboración; en otros casos las dudas o el rechazo se deben a la parcialidad tendenciosa que muestran los cronistas. Aun así, resultan interesantes las referencias de historiadores griegos y latinos como Polibio, Estrabón, Tito Livio, Plutarco, Tácito y Suetonio, o las realizadas por el filósofo judío Filón de Alejandría.

Más relevantes son las obras de Flavio Josefo (La guerra de los judíos, Las antigüedades judías, Autobiografía y Acerca de la antigüedad de los judíos) que, a su riqueza descriptiva, añaden la singularidad de constituir los primeros libros de historia judía profana. Proporcionan asimismo datos históricos de provecho diversos textos apócrifos, rabínicos (los escritos que codifican la ley judía ―la Misná, la Tosefta y los Talmudes de Jerusalén y de Babilonia― y los midrases o comentarios de los pasajes bíblicos) así como los manuscritos encontrados en el desierto de Judea desde mediados del siglo pasado.

Arqueología en tierras de la Biblia

Junto con las fuentes escritas bíblicas y extrabíblicas, nuestra información sobre la historia antigua hebrea se complementa con los continuos hallazgos de lo que se ha dado en llamar «cultura material». Su amplia tipología incluye restos óseos humanos y animales, vestigios de flora silvestre y de especies vegetales cultivadas, ruinas de construcciones (viviendas, calles, templos, palacios, fortificaciones, murallas), tumbas, representaciones artísticas o de culto (relieves, pinturas, esculturas), herramientas de trabajo (hachas, azadas, hoces), objetos suntuarios (collares, anillos, pulseras, pendientes), armas (puntas de flecha, lanzas, dagas, escudos), monedas, utensilios domésticos (vasos, copas, botellas, jarras, cuencos, cucharas, cuchillos) y otras piezas de barro, piedra, metal y marfil que contribuyen a avalar, perfilar, ilustrar, matizar o enriquecer las informaciones de otras fuentes.

No pretendemos reseñar aquí todos los restos arqueológicos encontrados en Israel (en la actualidad, se han reconocido y protegido unos veinte mil yacimientos) y en otras naciones vecinas, que ayudan a contextualizar los primeros tiempos del pueblo hebreo. Pero tampoco debemos marginarlos. Por eso, hemos optado por ofrecer un resumen de la secuencia temporal que proponen los arqueólogos y, a continuación, una versión más ampliada de las principales etapas históricas que marca la Biblia, tras cotejar su contenido con los hallazgos materiales. A pesar de que los descubrimientos continúan, como ocurre en cualquier campo científico, hay que trabajar con los datos que disponemos en la actualidad.

Por lo que respecta a los textos bíblicos, a la dificultad de precisar en determinados casos su contenido histórico se añade la ardua tarea de establecer una cronología fiable. De ahí que otros restos arqueológicos ayuden a contrastar las narraciones. Sin embargo, ciertos enfoques teóricos del pasado exigieron a la arqueología mucho más de lo que puede dar, convirtiendo el éxito de los resultados esperados (algunos tan inauditos como encontrar el Arca de Noé o las ruinas de Sodoma y Gomorra) en condición para perseverar en el acto de fe o incluso para realizarlo. Tales pretensiones son rechazables por incoherentes y absurdas.

Además, al no ser la arqueología una ciencia exacta es habitual que los arqueólogos discrepen en la fiabilidad o importancia de unas mismas fuentes. Esto ha provocado que, en determinados casos, se hayan presentado series temporales dispares sobre los mismos períodos culturales. A partir de estudios de varios autores, el historiador Siegfried Herrmann ha unificado las distintas fases cronológicas de Canaán y Siria y ofrece una división entre «períodos prehistóricos» y «períodos históricos».

En la Enciclopedia judaica, por su parte, se establece la siguiente graduación temporal:

000-4000 a.C.Neolítico
4000-3150 a.C.Calcolítico
3150-2900 a.C.Bronce Antiguo I
2900-2600 a.C.Bronce Antiguo II
2600-2300 a.C.Bronce Antiguo III
2200-1950 a.C.Bronce Medio I
1950-1550 a.C.Bronce Medio II
1550-1400 a.C.Bronce Reciente I
1400-1200 a.C.Bronce Reciente II
1200-1000 a.C.Hierro I
1000-586 a.C.Hierro II

Aunque admite variaciones regionales en determinados períodos, Amnon Ben-Tor ofrece el cuadro cronológico de la arqueología del antiguo Israel que mostramos a continuación:

Neolítico A Precerámico8300 a 7300
Neolítico B Precerámico7300 a 6000/5800
Neolítico Cerámico6000/5800 a 5000/4800
Calcolítico Antiguo5000/4800 a 4200/4000
Calcolítico Medio4200/4000 a 3200/3000
Bronce Antiguo I3200/2900 a 2950/2650
Bronce Antiguo II2950/2900 a 2700/2650
Bronce Antiguo III2700/2650 a 2350
Bronce Antiguo IV2350 a 2200
Bronce Intermedio (Bronce Medio I)2200 a 2000
Bronce Medio II-a2000 a 1750
Bronce Medio II-b1750 a 1600/1550
Bronce Final I1600/1550 a 1400
Bronce Final II1400 a 1300
Bronce Final III1300 a 1200/1150
Hierro I1200/1150 a 1000
Hierro II-a1000 a 800
Hierro II-b800 a 700
Hierro III-a700 a 586
Hierro III-b586 a 520

A la vista del rápido ritmo de los descubrimientos es muy posible que surjan sorpresas que puedan llevar a nuevos resultados. De todos modos, se considera ya seguro el panorama general concluido del estudio de los yacimientos encontrados. Durante el Bronce Antiguo se consolidaron las ciudades como forma de asentamiento, fenómeno ya arraigado en Mesopotamia y Egipto. La transición del Bronce Intermedio se caracterizó por la decadencia urbana, que suele atribuirse a tribus nómadas del exterior: la mayoría de los investigadores piensa que se produjo una inmigración de amorreos, tribus semíticas occidentales que entraron en Oriente Próximo a mediados del tercer milenio a.C. Algunos esperan disponer de más datos para confirmar esa identidad; otros opinan, sin embargo, que llegaron tribus indo-europeas procedentes de las estepas euroasiáticas.

La cronología del Bronce Medio se basa en la documentación escrita de Egipto y también, en una segunda fase, de Siria-Mesopotamia. Esta división guarda relación con los acontecimientos políticos: si durante las dos primeras centurias Canaán meridional y central estuvo subordinado al poder egipcio, a partir del siglo XVIII a.C. los reinos amorreos de Siria, que ya controlaban la zona septentrional de Canaán, extendieron su dominio al resto del país. Un siglo después esas tribus, mezcladas ya con la población cananea local, obtuvieron gradualmente el dominio de Egipto. Allí se les denominó hicsos, forma griega egipcia que significa «gobernantes de tierras extranjeras». Para entonces la cultura cananea había alcanzado personalidad propia gracias a su original fusión de las tradiciones locales con las influencias egipcias y sirias.

Las excavaciones correspondientes al primer periodo del Bronce Medio muestran una cultura urbana relacionada con los habitantes de la costa libanesa y de Siria, por lo que se piensa que la población seminómada del Bronce Intermedio pudo ser absorbida por los nuevos núcleos rurales. El estudio de las secuencias estratigráficas revela que varios yacimientos llegaron a convertirse en ciudades-estado fortificadas, de las que dependían sus respectivos entornos rurales. En este tiempo se introdujo en Canaán el carro de guerra, de uso habitual en Mesopotamia. Por su parte, los asentamientos de la segunda fase del Bronce Medio prueban el afianzamiento de las ciudades y la casi desaparición de las aldeas. Los cananeos disfrutan su éxito político (se imponen en Egipto, siendo hicsa la Dinastía XV) y su progreso cultural (en las postrimerías del período, además de las escrituras jeroglífica egipcia y acadia de Siria, empieza a utilizarse el protocananeo, primer alfabeto local, inspirado en los jeroglíficos monosilábicos egipcios y origen de los alfabetos cananeo y hebreo).

La derrota de los hicsos y la consiguiente reunificación de Egipto conseguida por Ahmosis, fundador de la Dinastía XVIII, así como la conquista egipcia de Canaán, marcan en esta tierra el inicio de la Edad del Bronce Final (1550-1200 a.C.). Durante esta etapa, documentada de principio a fin, los egipcios cruzaron Canaán y trataron en vano de someter al reino hurrita de Mitanni. Recién instalado en Siria septentrional, Mitanni fue el gran enemigo de Egipto en las últimas décadas del siglo XVI y las primeras del XV a.C., y es posible que completara con éxito la invasión de la región cananea.

Finalmente el faraón Thutmosis III venció a Mitanni (1472 a.C.) y, aunque no obtuvo el control de Siria, sí lo consiguió en Canaán tras su gran victoria en Meguiddo. Desde entonces y hasta la conclusión de la Edad del Bronce Final, Canaán conservó la configuración que le impuso Thutmosis III: las autoridades locales mantuvieron el control de los pequeños núcleos urbanos, excepto los reservados a la administración egipcia encargada de mantener la paz y recaudar impuestos. Al norte de Canaán pero fuera de su territorio, Mitanni pudo prolongar su área de influencia.

A mediados del siglo XIV a.C. comenzó la decadencia de Mitanni y su progresiva sustitución por el Imperio hitita, nación de procedencia indo-europea establecida desde antiguo en Anatolia, desde donde se extendió hacia el Creciente Fértil. Tras obtener la sumisión de los pueblos antes dependientes de Mitanni, y hasta el fin de la Edad del Bronce Final, el Imperio hitita rivalizó con Egipto por el control de Siria, pues los faraones mantuvieron su autoridad en Canaán. El archivo de El-Amarna revela la existencia de un grupo marginal de la sociedad cananea que denomina ‘apiru o habiru. Nómadas sin privilegio alguno y cambiantes en sus apoyos a las distintas ciudades-estados, los ‘apiru han sido relacionados con el pueblo hebreo por algunos investigadores, como tendremos ocasión de ver.

En comparación con la etapa anterior, durante el Bronce Final disminuyó la población urbana cananea. Las gentes vivieron principalmente de la agricultura, cuyos excedentes exportaban. Como describen la Biblia y distintas fuentes egipcias, en tiempos de sequía prolongada era habitual marchar a Egipto. Gracias a su situación geográfica, Canaán se benefició de un intenso comercio internacional, que además abrió su cultura a corrientes orientales. La influencia cultural de los conquistadores egipcios, en simbiosis con las tradiciones locales y con las aportaciones orientales, dieron a la civilización cananea un perfil propio. Su mayor contribución a la cultura universal fue la invención del alfabeto. Como vimos, a partir de esta primera escritura protosinaítica o protocananea surgieron en la Edad del Hierro nuevas escrituras alfabéticas (paleohebrea, fenicia y aramea) que dieron origen a otras.

Durante el siglo XIII a.C. varios reyes egipcios de la Dinastía XIX (Seti I, Ramsés II y Merneptah) emprendieron acciones bélicas para acabar con las revueltas cananeas y enfrentarse a los hititas en Siria. Poco duró la paz alcanzada tras el Tratado de Plata (1259 a.C.), por el que Egipto y Hatti fijaron al sur y al norte de la Beqaa libanesa sus respectivas áreas de influencia: el Imperio hitita desapareció a fines de esa centuria tras sufrir épocas de sequía y la invasión de los «pueblos del mar», y Egipto tampoco escapó a la agitación de esos tiempos y perdió influencia en parte del territorio cananeo, aunque mantuvo el control de la mayoría de la región.

Las invasiones de los «pueblos del mar» pusieron fin a la hegemonía de las grandes potencias en el Mediterráneo oriental en beneficio de entidades políticas menores de carácter nacional. Junto a los «pueblos del mar» entraron en Canaán las tribus israelitas (fines del siglo XIII a.C.). Estos acontecimientos influyeron de tal manera en la cultura material que historiadores y arqueólogos aceptan la fecha general del 1200 a.C. para señalar el comienzo de la Edad del Hierro, dando por terminada la Edad del Bronce Final.

A pesar de que la cronología de la Edad del Hierro cananea (1200/1150-520 a.C.) sigue dependiendo en buena parte de fechas egipcias, la cultura material de Canaán es rica y específica de los pueblos que allí se instalaron: además de las tribus israelitas, hegemónicas en la región, vivieron en ella fenicio-cananeos, filisteos y otros «pueblos del mar». Transjordania, por su parte, se pobló mayoritariamente de moabitas, edomitas y ammonitas.

Los estratos arqueológicos de comienzos del período revelan tanto la destrucción de numerosos asentamientos anteriores, algunos después reconstruidos, como el freno de los contactos comerciales con el exterior (ausencia de cerámica chipriota y micénica) excepto donde se reanudó la influencia egipcia o los contactos con ese país. Los filisteos habitaron en núcleos urbanos extendidos por toda Filistea aunque, como menciona la Biblia, fueron cinco sus ciudades principales (Gaza, Ašquelón, Ašdod, Gat y Ecrón). Los yacimientos revelan una cultura ecléctica, pero específica, que confirma dicha presencia. En ellos se han hallado restos de cerámica, sellos de piedra y pequeñas figuras de arcilla en el único centro de culto localizado hasta ahora (Tell Qasile). Distintas pruebas materiales demuestran el asentamiento de otros «pueblos del mar» en la región.

Los hallazgos arqueológicos atribuidos a las tribus israelitas durante el periodo de los Jueces no son excesivos y pueden interpretarse de diversas maneras. Sin embargo, la ausencia de descubrimientos sobre determinados hechos recogidos en la Biblia no constituye un argumento convincente para negarlos. Por ejemplo, no se han descubierto hasta ahora restos de asentamientos israelitas en el Canaán del Bronce Final, cuando suele fecharse el éxodo a Egipto. Sobre las conquistas de ciudades narradas en el libro de Josué, la información que aportan las excavaciones tampoco es relevante: no hay restos de murallas en Jericó, que pudieron haber desaparecido de muchas maneras y, por tanto, nada contradice el relato bíblico.

La ciudad de Ay, sin embargo, se destruyó en el Bronce Antiguo y no se reconstruyó hasta la Edad del Hierro I, por lo que no había ninguna ciudad cananea en el segundo milenio a.C. En este caso, el redactor de la narración bíblica quizá atribuyó a Josué hechos que ocurrieron durante la conquista posterior de la ciudad. Carecemos de razones para negar que, como afirma el pasaje bíblico correspondiente, Josué conquistó las ciudades cananeas de la Šefelá y la región montañosa (Jerusalén, Hebrón, Yarmut, Laquíš) pues, efectivamente, se destruyeron los estratos de esa época. Y en cuanto a Jasor, la principal ciudad cananea, sí está probada su destrucción por los israelitas en el siglo XIII a.C.

Con una sola excepción, también hay correlación entre la narración bíblica y los hallazgos arqueológicos en ciudades no conquistadas por los israelitas porque en tales asentamientos pervivió la cultura cananea. Más adelante expondremos las hipótesis que se barajan para explicar el resultado actual de las investigaciones sobre lo relatado en el libro de Josué, rico en concordancias con las excavaciones arqueológicas pero en el que tampoco faltan discrepancias.

Los especialistas divergen sobre los criterios que definen los primeros asentamientos israelitas en Canaán, y permanece la duda sobre la identificación de muchos yacimientos. El mejor camino fue establecer esos criterios tras estudiar los núcleos israelitas mencionados en la Biblia (por ejemplo Silo, Dan y Beršeba) y, a falta de otras fuentes, fiarse de tal atribución. Tras hacerlo se ha comprobado que las conclusiones se ajustan a lo relatado en el libro de los Jueces. Los israelitas eran un pueblo sedentario, dedicado a labores agrícolas y ganaderas que, si bien fueron influidos por los cananeos en aspectos significativos de su cultura material (arquitectura, cerámica, artesanía, arte), pronto adoptaron un modo de vida distinto al de sus vecinos.

Según Finkelstein, los israelitas llegaron desde el este y al principio se asentaron en las márgenes orientales de las montañas centrales de Canaán para, desde allí, extenderse después a la Alta Galilea, Judá y el Négueb septentrional. Los cálculos del mencionado autor indican que, en sus inicios, el asentamiento pudo alcanzar las 20.000 personas, llegando a 60.000 a fines de la Edad de Hierro I, poco antes de la monarquía israelita.

La Edad del Hierro II es mejor conocida. Como afirma el arqueólogo israelí Gabriel Barkay, «la arqueología de la Edad del Hierro II en la tierra de Israel es una arqueología histórica, y el objetivo del arqueólogo debe ser integrar los hallazgos arqueológicos con las fuentes escritas, de las que la Biblia es la más importante. La arqueología histórica, en esta época, ya no trata con pueblos anónimos y con culturas sin nombre; las lenguas, las tradiciones, la religión, las creaciones literarias y artísticas y la evolución histórica de los israelitas y, en menor grado, de sus vecinos, se conocen bien.»

A comienzos del Hierro II la cultura material muestra ya pocas huellas del pasado cananeo. La transición a la monarquía transformó el patrón de asentamiento israelita. Algunos yacimientos se arrasaron, otros se abandonaron y también los hay que evidencian por su pobreza síntomas de crisis. Simultáneamente, antiguas ciudades se fortificaron y surgieron nuevos núcleos de población. Los restos manifiestan claras distinciones entre las culturas del reino de Israel, el reino de Judá, los filisteos y los reinos transjordanos. Predominan los asentamientos urbanos y las excavaciones han permitido hacer planos completos de ciudades, cuyas técnicas de construcción y objetos prueban la existencia de un mercado cultural común que alcanzaba el norte de África e incluso la península Ibérica.

Durante la Edad del Hierro II-a (siglos X y IX a.C.) faltan sincronismos entre el registro arqueológico y la magnificencia que reflejan los textos bíblicos, aunque el descubrimiento de las puertas de entrada de Jasor, Meguiddo y Guézer, de tiempos del rey Salomón, evidencian cierto esplendor. Diseminados por los Altos del Négueb se han descubierto restos de casi 50 fortalezas, muchas ya excavadas, destruidas en el 925 a.C. por el faraón egipcio Shishak. Aún se discute si fueron construidas por los amalecitas en el siglo XI a.C. o por los israelitas en esa misma época o un siglo después.

Al Hierro pertenecen también las primeras acrópolis separadas y fortificadas de Israel, como la que probablemente existió en el Monte del Templo de Jerusalén, o la que se halló en Samaria, capital política y religiosa de Israel desde 876 hasta 722 a.C. Hay además vestigios de palacios (Meguiddo, Laquíš, Tel Dan, Samaría) construidos con sillería, como afirma la Biblia. En ellos y en Jerusalén se han descubierto capiteles protojónicos o «de palmeta israelita», como también se les denomina. Las tallas de marfil encontradas en tierras del reino de Israel demuestran la influencia fenicia, aunque no faltan objetos autóctonos como vasos de culto, altares de incienso, sellos de piedra y cerámica propia.

La abundancia de inscripciones constituye una de las mayores sorpresas de los restos de la Edad del Hierro II-b (siglo VIII a.C.) de Israel y Judá. El hecho revela el alto grado de instrucción de la sociedad israelita, también en esto diferente a los egipcios y mesopotámicos, mayoritariamente analfabetos. Los yacimientos reflejan además un notable desarrollo urbanístico. La planificación no fue exclusiva de Samaria y Jerusalén, capitales de Israel y Judá respectivamente, pues se aprecia igualmente en ciudades más pequeñas, dotadas de sistemas de abastecimiento de agua y laderas de acceso reforzadas para resistir mejor al enemigo. Aun así el reino de Israel, inestable, no aguantó la presión y a fines de la etapa acabó siendo incorporado por Asiria. La mezcla de israelitas y asirios dio origen a un nuevo pueblo, los samaritanos.

A lo largo de la Edad del Hierro III-a (siglo VII y principios del VI a.C.) los asirios conquistaron la mayoría de la región, incluyendo las franjas costeras norte (Fenicia) y sur (Filistea). En Judá los monarcas de la dinastía de David, obligados a tributar a los asirios (y en la última década sometidos a los babilonios), continuaron reinando hasta el 587 a.C. Esa cierta independencia explica las diferencias materiales que se observan entre Israel y Judá. En este reino se reforzaron las defensas urbanas, encontrándose numerosas figurillas femeninas asociadas al culto de fertilidad de Aštoret desfiguradas a propósito, quizá por la purificación religiosa emprendida por Josías hacia el 622 a.C.

Las excavaciones confirman nuevamente el panorama general que ofrecen los textos bíblicos. En primer lugar, porque hay más restos asirios en el antiguo reino de Israel que en Judá. También porque, en ambos reinos, los núcleos urbanos reflejan las conquistas asirias en capas de destrucción. Tales conquistas, registradas en los anales asirios y descritas en relieves de sus palacios, fueron seguidas de un proceso de asentamiento. Ello explica tanto el cambio de la cultura material local como la aparición de objetos israelitas en enclaves asirios tradicionales. Entre los hallazgos que avalan la presencia asiria en Israel y en Judá se encuentran estelas reales, ataúdes cerámicos y sellos, así como una tipología cerámica y un modo de construcción característico de los invasores. Sin embargo, escasean los restos de arte asirio. Muerto el rey Asurbanipal, y conquistada su capital imperial Nínive por los babilonios, acabó la presencia asiria en Israel y en Judá.

En esta época Jerusalén es con mucho la ciudad más grande de Judá, pero siguen sin identificarse la mayoría de los edificios que en ella menciona la Biblia. Se cree que la toma de Israel por los asirios contribuyó al crecimiento de la urbe, cuyas laderas se aterrazaron. Aunque razones religiosas, culturales, políticas e incluso estéticas hicieron creer a muchos en una Jerusalén casi invencible, lo cierto es que por sus dimensiones no pasaba de ser una ciudad media del Asia occidental de la Edad del Hierro.

No se ha encontrado el Templo de Salomón construido, según la tradición, en la colina al norte de la llamada «ciudad de David». Hallar vestigios resulta además difícil al no poderse excavar el lugar por razones religiosas. No obstante poco puede quedar del mismo por el número e importancia de las construcciones que se levantaron sobre sus ruinas (segundo templo, templo pagano de Adriano y mezquitas islámicas). Sólo la Biblia describe con detalle el templo de Salomón. Se piensa que las tumbas de los reyes de Judá también están en la «ciudad de David», pero no se han descubierto.

En 587 a.C. las tropas de Nabuconodosor II, tras casi diez años controlando la política en Jerusalén, sitiaron la ciudad, que se había revelado contra el yugo babilonio. Tras su destrucción (586 a.C.) buena parte del pueblo hebreo fue deportado a Babilonia. Según Konner «la arqueología sugiere que, de los 75.000 habitantes de Judea, entre cinco y veinte mil se fueron a Babilonia». Para ellos empezó el exilio y para muchos otros la diáspora. Durante la breve etapa babilónica (586-538 a.C.), de todos modos, en Judá sobrevivieron los lugares que se rindieron, mientras los núcleos de resistencia se destruyeron y permanecieron en ruinas.

El Imperio babilónico fue sustituido por medos y persas. En 538 a.C. el rey persa Ciro permitió la vuelta a Judea de los deportados que lo desearon, que se establecieron en una reducida zona extendida menos de cuarenta kilómetros por la comarca montañosa central. El territorio se había convertido en una pequeña provincia de la quinta satrapía, una de las grandes unidades administrativas del Imperio persa. Durante el largo dominio de Persia (538 a.C.-332 a.C.) las tierras de Oriente Próximo, divididas en entidades políticas gobernadas por dinastías locales, reflejan sin embargo dos áreas culturales distintas: la zona montañosa, orientalizada, sigue pautas materiales que encontramos en el mundo mesopotámico (asirio, babilónico, persa) y egipcio; la costa, en cambio, se encuentra cada vez más helenizada, debido probablemente a los fenicios.

Las excavaciones han puesto al descubierto restos de fortificaciones en varias ciudades (entre otras, Jerusalén, Samaria, Laquíš, Dor, Acco y Jafa) así como dos edificios religiosos (el templo solar de Laquíš y el templo de Makmish). La cerámica local es pobre, pero la importada muy abundante, especialmente la griega en las ciudades costeras. Lo mismo ocurre con los sellos. El intercambio comercial creciente se manifiesta en la presencia de monedas fenicias, áticas, persas y, desde fines del siglo V, también filisto-árabes.

La prolongada etapa helenístico-asmonea (332-63 a.C.) se caracterizó por una creciente influencia griega, especialmente durante el reinado de Tolomeo II Filadelfo (285-246 a.C.) en el que se construyeron ciudades siguiendo el tipo de polis griega. Hay objetos de tradición local pero la huella de Grecia se refleja en pequeñas figuras huecas de estilo ático, en la cerámica, en los sellos, en el sistema de pesas y en las monedas. En esta época los samaritanos construyeron el templo del Monte Garizín, que rodearon de un muro como lo estaba el de Jerusalén.

Del período romano (63 a.C.-70 d.C.) hay numerosos restos de las construcciones realizadas en tiempos de Herodes el Grande (Sebaste, Cesarea marítima), Herodes Antipas (yacimientos en Séforis, Livias-Julias y Tiberias) y Filipo. Destacan especialmente las edificaciones con técnicas arquitectónicas romanas (el arco y sus desarrollos espaciales) realizadas en tiempos de Herodes el Grande (palacio real y muro del recinto del Templo de Jerusalén, palacios en el Herodión, Jericó y Masada, santuario de Hebrón, templos en honor de Augusto en Sebaste y Cesarea marítima), los restos del barrio herodiano de Jerusalén, las canalizaciones de agua en esta ciudad, en Jericó y en Cesarea marítima y los vestigios de edificios públicos de carácter lúdico diseminados por el territorio (termas, teatros, estadios, hipódromos, etc.). Monedas y multitud de objetos evidencian también la impronta que dejó el dominio romano en esas tierras.

El mensaje de la Biblia: una alianza, raíz de la identidad judía

Ya recordamos el valor de los textos bíblicos como fuente arqueológica fundamental. Sin embargo, a veces surgen obras que caen en el error de conceder a las excavaciones más valor del que tienen. Al negar historicidad a narraciones bíblicas por carecer de restos materiales que las certifiquen, o al deducir de ciertos hallazgos resultados que exceden las conclusiones lógicas, la historia queda presa de un continuo vaivén especulativo y pendiente de lo último que aparece. Además, se han perdido muchas huellas del pasado y quizá otras muchas quedan por descubrir.

Por lo demás, resulta asombrosa la cantidad de textos de la Biblia de épocas milenarias. Se cuentan por millares los fragmentos descubiertos que se redactaron antes de nuestra era. Desde este punto de vista y con mucha diferencia, ninguna obra de la Antigüedad puede compararse con la Biblia. Las sociedades mesopotámicas, egipcia, griega, romana y las civilizaciones orientales no nos han legado escritos de una sola obra religiosa, política, filosófica, jurídica o literaria ―o de partes de la misma― en número comparable a la Biblia. También por eso puede decirse, como hace el escriturista Lucas Grollenberg, que «Israel conservó los recuerdos de su origen más que ningún otro pueblo de la Antigüedad».

Sin embargo, no está de más volver a recordar que la Biblia ha sido y sigue siendo un texto sagrado para judíos y cristianos. Unos y otros consideran que, en comparación con su trascendencia teológica, el indiscutible interés histórico y literario de la Biblia queda relegado a un plano marginal. Desde esta perspectiva, como adelantamos, no extraña que los textos bíblicos hayan podido omitir hechos de relevancia política, cultural, social o económica por la sencilla razón de que su principal objetivo no es ser una crónica histórica. Los judíos y los cristianos admiten igualmente la posibilidad de que ciertos relatos bíblicos no hayan sucedido o hayan ocurrido de manera distinta a la versión que de ellos se ofrece. Tal eventualidad tampoco les sorprende. Para comprender la Biblia, piensan, es imprescindible tener en cuenta la variedad de géneros literarios de sus distintos textos. Con todo, abundantes hallazgos materiales han probado ya la historicidad de numerosas narraciones bíblicas.

Quienes creen que la Biblia es fuente de revelación divina, medio de comunicación de Dios a la humanidad, sostienen que el Ser Supremo se nos ha manifestado de dos modos: uno indirecto, a través de las criaturas, gracias a las cuales pueden conocerse imperfectamente la existencia divina y sus atributos, de la misma manera que las obras de un artista remiten a su autor; y otro directo, con un mensaje específico revelado por Dios con ciertos hechos y concretado en determinadas palabras. ¿Cómo es posible que esta creencia haya calado en cientos de millones de personas hasta convertirse en referencia fundamental para sus vidas?

Puede argumentarse que la secular y multitudinaria fe en el valor sagrado de la Biblia responde sólo a razones históricas, culturales, económicas, sociales o a una combinación de ellas. Pero resulta cuanto menos frívolo pensar que la causa principal de esta convicción radica en la falta de formación. Entre los creyentes hay personas de épocas históricas y culturas muy diversas y, en los últimos siglos, al igual que muchos carecen de gran formación intelectual, otros millones sí la tienen: filósofos, historiadores, médicos, químicos, biólogos, matemáticos, ingenieros, economistas, arquitectos, abogados, periodistas, políticos, artistas y tantos otros profesionales entre los que abundan figuras mundialmente destacadas por sus contribuciones en bien de la Humanidad. Desde luego, conviene pararse a pensar esto de vez en cuando para evitar juicios precipitados y erróneos.

Dicho esto, y antes de centrarnos en los textos bíblicos que muestran los orígenes del pueblo hebreo, recordaremos brevemente los grandes acontecimientos previos que, según la narración bíblica, ocurrieron. Por lo general, tales alusiones son imprescindibles para comprender hechos, modos de pensar y costumbres que se introdujeron de forma progresiva en la vida hebrea. En otras ocasiones el conocimiento de la historia anterior ―o al menos de lo que esos hebreos pensaron que ocurrió―, la expresión de sentimientos y la descripción de tradiciones remotas ayudan a juzgar la coherencia o incoherencia de eventos posteriores. Y es que, como en tantos otros casos, en la formación del pueblo hebreo es constante la relación entre el pasado y el presente.

Los capítulos iniciales del Génesis (1 al 11), primer libro de la Biblia, narran desde una perspectiva sagrada la historia de los orígenes del mundo, la historia primitiva. Al calificar de «sagrada» la perspectiva de los escritores bíblicos queremos reiterar su deseo principal no tanto de relatar unos hechos históricos, que también, cuanto de mostrar que Dios dirige la historia humana.

¿Y qué información aporta el Génesis en esos primeros capítulos? La respuesta a esta pregunta puede condensarse ―como veremos con más detenimiento en los capítulos VII y VIII― en unas pocas frases de enorme trascendencia teológica y antropológica, por concernir a lo más íntimo del ser humano: el Génesis revela cómo se originó el universo y la humanidad, cuál es el sentido de nuestra vida y de la existencia de los otros seres e instruye sobre determinadas cualidades esenciales a nuestro modo de ser. Ligado a lo anterior, el primer libro de la Biblia explica también la relación que hemos de tener con aquellos entes que no comparten nuestra naturaleza.

Según el Génesis el universo entero es creación de Dios y todos procedemos de un primer hombre y una primera mujer que son criaturas «a imagen» de Dios, quien los bendijo con estas palabras: «Sed fecundos y multiplicaos y henchid la Tierra y sometedla». Tras un tiempo de felicidad la primera pareja humana sucumbió ante la tentación de la serpiente, figura de un ser maligno, y desobedeció el mandamiento que Dios había dado al primer hombre, Adán: «De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio». Como castigo por transgredir la voluntad divina en la vida de Eva y Adán, primera pareja humana, se introdujeron el desorden y el dolor. Desde entonces el estigma del pecado se perpetuó en su linaje.

El Génesis refiere después la multiplicación del género humano: la estirpe de Adán y Eva tuvo larga vida y engendró numerosos hijos e hijas. Uno de sus descendientes fue Matusalén, padre de Lámec, padre a su vez de Noé. La Biblia narra cómo Dios volvió a castigar a los hombres por su maldad, excepto a Noé, que «halló gracia a los ojos de Yahveh» por ser «el varón más justo y cabal de su tiempo». La pena impuesta a la humanidad fue un diluvio del que se salvó Noé, con quien Dios estableció una nueva Alianza. Gracias a ella, Noé fue avisado del castigo divino y construyó un arca para salvarse él, su familia y una representación de todos los seres vivientes. El día en que empezó a caer lluvia sobre la Tierra entraron en el arca Noé, su familia y esa selección de cada especie animal.

Terminado el diluvio Dios renovó su Alianza con Noé, con sus hijos y con los seres vivos que les acompañaban en el arca. Comenzaba un nuevo orden mundial, pero los seres humanos no consiguieron eliminar de su naturaleza la huella del pecado de sus primeros padres, Adán y Eva. Ese principio de desorden no tardó en manifestarse de modo individual (embriaguez de Noé, mala conducta de su hijo Cam) y colectivo (torre de Babel).

El Génesis aborda la repoblación de la Tierra tras la muerte de Noé, iniciando en sus hijos Sem, Cam y Jafet la relación de las genealogías o series de generaciones (toledot) de los Patriarcas posdiluvianos, ya que «a partir de ellos se dispersaron los pueblos por la Tierra después del diluvio» formándose nuevos grupos étnicos que se han identificado con pueblos de Asia Menor, de Oriente Próximo y de otras regiones cercanas.

Después del conocido relato de la torre de Babel el Génesis se detiene en la genealogía de Sem, cuyo comportamiento durante la embriaguez de su padre Noé mereció la alabanza de éste. Como afirma el escriturista Joseph Blenkinsopp, «los nombres de la genealogía de Sem sugieren una obra de bricolage, de un conjunto artificial ensamblado para servir de paralelo a los pre-diluvianos y llenar el hueco entre el diluvio y Abraham, el primero de los hebreos».

Aunque se asignan cronologías legendarias entre Sem y Abrán o Abram (más tarde transcrito como Abrahán o Abraham), se especifica cada una de las generaciones: Sem engendró a Arfacsad, padre de Sélaj, padre de Héber, padre de Péleg, padre de Reú, padre de Serug, padre de Najor, padre de Téraj, quien era como afirma el Génesis «de setenta años cuando engendró a Abrán». Abrán y sus hermanos Najor y Aram fueron por tanto «semitas», descendientes de Sem.

Antes de comenzar el relato de la historia antigua del pueblo hebreo según refieren los textos bíblicos, ofrecemos al lector la cronología de esta etapa proporcionada por el Ministerio de Asuntos Exteriores de Israel, que grosso modo hemos adoptado. La periodización abarca desde los siglos XVII hasta el siglo VI antes de nuestra era:

c. siglo XVII a.C.Los Patriarcas llegan a la tierra de Israel. El hambre fuerza a los israelitas a emigrar a Egipto.
c. siglo XIII a.C.Éxodo de Egipto.
Siglos XIII-XII a.C.Los israelitas se establecen en la tierra de Israel.
c. 1020 a.C.Periodo monárquico: Saúl, primer rey.
c. 1000 a.C.Jerusalén, capital del reino de David.
c. 960 a.C.Construcción en Jerusalén del Primer Templo, en tiempos del rey Salomón.
c. 930 a.C.División en dos reinos, Judá e Israel.
722-720 a.C.Israel es vencido por los asirios. Exilio de 10 tribus.
586 a.C.Judea es conquistada por Babilonia; destrucción de Jerusalén y exilio a Babilonia.

Los siglos que transcurren durante lo que ha venido en llamarse «Época Bíblica» constituyen el punto de referencia básico para entender la historia hebrea posterior. En esta larga sucesión de centurias se desarrollan aspectos básicos que forjan la identidad de este grupo humano, configurándole como un «pueblo» concreto, distinto de tantos otros. Es preciso bucear en los orígenes y acompañar a esas personas por Oriente Próximo y el norte de África, viviendo sus costumbres y compartiendo sus alegrías, ocupaciones y preocupaciones para comprender a los hijos de sus hijos en su posterior expansión por otras zonas de Asia, de Europa y, a partir de lo que llamamos Edad Moderna, su dispersión por los cinco continentes.

Hemos de recurrir a nuestra imaginación para convivir con ellos «hablando» su lengua, «labrando» su tierra, «guardando» su ganado y «comiendo» y «vistiendo» a su manera. Y en esa vida de clan, más tarde de tribu y después de pueblo podremos comprobar la huella del paso del tiempo y la enorme importancia que tuvo, en épocas de malos transportes y escasez de caminos, un escenario privilegiado como el suyo: una tierra que, por su forma, el norteamericano James Henry Breasted denominó «Media Luna Fértil», situada entre las avanzadas culturas de Mesopotamia y Egipto y abierta a un Mediterráneo que aumentó su protagonismo conforme pasaron los siglos.

Desde las páginas bíblicas que describen la historia de los Patriarcas se desprende la familiaridad de la relación entre el Ser Supremo, Yahvé, y el pueblo de su elección, al que sus representantes cuidan y gobiernan. Sólo Yahvé manda. Constituye una verdadera teocracia en el marco de una auténtica relación «personal». Y ocurre así porque Yahvé es un ser personal, distinto de la naturaleza. El filósofo judío alemán Hermann Cohen (1842-1918), fundador de la escuela neokantiana, escribió al tratar la teocracia israelita en su obra póstuma La religión de la razón desde las fuentes del judaísmo que «el desarrollo de la religión depende del desarrollo del Estado». La Biblia, desde luego, no da lugar a esa interpretación. Es Yahvé quien se adelanta y expresa sus deseos y a sus exigencias corresponden respuestas concretas de su pueblo en forma de palabras y de actos.

En la Biblia la comunicación entre la divinidad y los seres humanos es un constante proceso «de ida y vuelta». El Dios de los israelitas difiere por completo de las divinidades que los demás pueblos identificaban con elementos físicos, y el modo de tratarle en nada asemeja a las prácticas mágicas de tantas tribus. Desde el mundo natural en el que viven y al que pertenecen, los hebreos acceden continuamente a un mundo sobrenatural en el que se integran con familiaridad. La arqueología no ha descubierto aún ninguna imagen de la divinidad adorada por los israelitas y es posible que el hallazgo nunca llegue a producirse. La razón es sencilla: aun siendo legítima, la representación de Dios se prohibió para evitar el riesgo de idolatría y politeísmo. Sí confirma en cambio la arqueología las demás circunstancias sociales y culturales que muestran los primeros libros de la Biblia.

El concepto de «pacto» se entiende en el marco de esa especial relación «personal» y «pasional» que Yahvé tiene con los israelitas, que en palabras del pontífice Benedicto XVI (carta encíclica Dios es Amor) la Biblia describe a veces «con imágenes eróticas audaces» e ilustra con las metáforas del noviazgo y del matrimonio. Un pacto o acuerdo que Dios renueva sucesivamente a lo largo de la historia y que nunca parece definitivo por culpa del pueblo, que incumple su parte correspondiente una y otra vez. Ni el pueblo ni sus representantes pueden ofrecer a Yahvé garantías de fidelidad a sus compromisos, como tampoco consiguen ofrendar un sacrificio que satisfaga del todo a Yahvé como expiación por quebrantar las propias obligaciones. Aun así, la Biblia muestra a Yahvé empeñado en renovar de diversos modos la alianza con sus elegidos. Una alianza por la que Él mismo adquiere voluntariamente responsabilidades concretas hacia esos escogidos y que, por tanto, debe cumplir. ¿Cómo dice la Biblia que surgió todo esto?

Con rotundidad y sencillez, el escriturista y arqueólogo italiano Giuseppe Ricciotti afirma que «la Biblia pone, como fundamento de toda la historia del pueblo de Israel, un hecho esencialmente místico: la vocación de Abraham». A este respecto el Génesis narra la relación especial que Yahvé estableció con un hombre llamado Abrán, o Abram según otras grafías. Seguros de su existencia muchos y dudosos otros, Abrán aparece en la Biblia como el primer patriarca del pueblo hebreo. Carecemos de datos que permitan fechar con exactitud su vida y la de sus descendientes, y hay quien piensa que no tiene sentido seguir intentándolo. Ciertas referencias hacen pensar que Abrán pudo haber nacido hacia el siglo XIX a.C. en Mesopotamia, quizá en Ur, que era de origen amorreo y jefe de un clan seminómada de pastores. Sólo el Génesis relata que estando Abrán en Jarán, ciudad septentrional de Mesopotamia, Dios le pidió salir de su tierra. Además le prometió acabar con su vida de emigrante y darle la descendencia que, pese a su ancianidad, aún no había llegado:

«Yahvé dijo a Abrán: “Vete de tu tierra, de tu patria y de la casa de tu padre a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y sé tú una bendición. Bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a quienes te maldigan. Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra”.

«Marchó, pues, Abrán, como se lo había dicho Yahvé, y con él marchó Lot. Tenía Abrán setenta y cinco años cuando salió de Jarán. Tomó Abrán a Saray, su mujer, y a Lot, hijo de su hermano, con toda la hacienda que habían logrado y el personal que habían adquirido en Jarán, y salieron para dirigirse a Canaán.

«Llegaron a Canaán, y Abrán atravesó el país hasta el lugar sagrado de Siquén, hasta la encina de Moré. Por entonces estaban los cananeos en el país. Yahvé se apareció a Abrán y le dijo: “A tu descendencia he de dar esta tierra.” Entonces él edificó allí un altar a Yahvé que se le había aparecido. De allí pasó a la montaña, al oriente de Betel, y desplegó su tienda, entre Betel al occidente y Ay al oriente. Allí edificó un altar a Yahvé e invocó su nombre. Luego Abrán fue desplazándose por acampadas hacia el Negueb.» (Gn. 12, 1-9)

A cambio de romper con su presente, como afirman los profesores franceses Esther Benbassa y Jean-Christophe Attias, Abrán recibió de Yahvé promesas de futuro:

«La ruptura ordenada es, a la vez, local o geográfica, y familiar o genealógica. Son el desarraigo, la infidelidad al lugar y la necesidad de convertirse en extranjero respecto a él los rasgos que definen, a primera vista, la condición abrahámica. Además, la tierra hacia la que Abraham se dirige todavía no tiene nombre, ni siquiera está localizada; sólo es la tierra que, llegado el momento, Dios le mostrará. El patriarca es, así, el hombre que va de una tierra conocida, con la que rompe, hacia una tierra misteriosa, de la que aún no sabe nada. Se entrega al viaje, y la promesa divina de descendencia, bendición y renombre todavía no concede ningún lugar especial a esa tierra hacia la que se dirige. [...] Tierra Prometida, aún no poseída, aún muy incierta. Realidad temporal más que espacial, porvenir de una familia mucho más que su lugar.»

En su libro El legado de los judíos el escritor estadounidense Thomas Cahill también advirtió la profundidad del relato del Génesis:

«“Salió Abram”: estas dos palabras figuran entre las más osadas de la literatura. Marcan el alejamiento de cuanto había ocurrido hasta entonces en la prolongada evolución de la cultura y la sensibilidad. De Sumeria ―depósito civilizado de lo previsible― parte un hombre que no sabe adónde va, pero sale hacia el desierto desconocido por incitación de su dios. De Mesopotamia –sede de mercaderes astutos y cautos que usan a sus dioses para garantizar la prosperidad y los favores― parte una caravana acaudalada sin objetivos materiales. De la antigua humanidad –que desde los oscuros comienzos de la conciencia ha buscado en las estrellas sus verdades eternas― parte un grupo que viaja sin dirección conocida. De la estirpe humana –que sabe instintivamente que todo esfuerzo acaba con la muerte― destaca un líder que declara que le han hecho una promesa imposible. De la imaginación mortal nace el sueño de algo nuevo, algo mejor, algo que está por ocurrir, algo que pertenece al futuro.

«Si hubiésemos vivido en el segundo milenio a.C., el de Abram, y hubiéramos hecho un sondeo por todas las naciones del planeta, ¿qué habrían dicho del viaje de Abram? [...] En todos los continentes y en todas las sociedades Abram habría recibido el mismo consejo que sabios tan dispares como Heráclito, Lao Tse y Sidharta dieron posteriormente a sus seguidores: quédate quieto en lugar de viajar.»

A contracorriente, Abrán creyó a Yahvé y marchó a Canaán, estratégica región situada entre Mesopotamia y Egipto, donde otros grupos humanos estaban ya asentados. Su fe se vio premiada y Dios concedió un hijo a su siervo. El niño, fruto de la unión de Abrán con Agar, la esclava egipcia de su mujer Saray, recibió el nombre de Ismael. Pero Yahvé intervino de nuevo en la historia de Abrán, estableciendo la circuncisión como señal de la nueva alianza. También cambió el nombre de su elegido (Abrán por Abrahán) y prometió que su mujer Saray (a la que llamó Sara) le daría un hijo, que habría de llamarse Isaac. Éste sería, hizo saber Yahvé, el sujeto de su alianza y la cabeza de muchos pueblos. El texto bíblico también incluye la promesa divina de hacer de Ismael cabeza de muchos pueblos, pero limita la nueva alianza a Isaac y a su descendencia.

Como reconoce el judaísmo rabínico actual, la Biblia expone la historia del pueblo hebreo en función de un «pacto» entre dos: de una parte, Yahvé; de otra, los descendientes de Abrahán y quienes a ellos se incorporaron por la circuncisión. Con texto de la Escritura, el filósofo francés Étienne Gilson recuerda que la sangre no fue condición sine qua non para entrar en esa alianza:

«No es menos cierto que, al mismo tiempo que el vínculo de sangre, otro lazo asegura la unidad de los hijos de Israel: la circuncisión. Este rito fue prescrito al principio por Yavé como simple señal de la alianza sellada entre Él y su pueblo, y como símbolo de la fecundidad prometida; pero se vio inmediatamente que dicha señal, por la cual se reconocía a la raza elegida, puede sustituir al vínculo de la sangre y dispensar de él. En este sentido, el pueblo judío era un pueblo y no una simple raza: llegó a serlo desde el día en que fue posible que uno se agregase a él con sólo someterse a unos ritos y participar de un culto, aun sin ser descendiente de Abraham.

«Así, desde sus orígenes, el pueblo de Dios aparece como una sociedad religiosa, que se recluta preferentemente entre una determinada raza, pero que no se confunde con ella: “Cuando tenga ocho días, todo varón entre vosotros, de generación en generación, será circuncidado, haya nacido en la casa o haya sido comprado, y mi alianza estará en vuestra carne como alianza perpetua. Un varón incircunciso, que no haya sido circuncidado en su carne, será rechazado de su pueblo: habrá violado mi alianza” (Génesis, XVII, 12-14). Hay, pues, descendientes de Abraham que no forman parte del pueblo de Dios, y no todos los que integran este pueblo son descendientes de Abraham (Génesis, XVII, 27).»

Continuando la vida de Abrahán, la Biblia relata el nacimiento de Isaac y refiere después un hecho querido por Dios, pero doloroso para el Patriarca: la expulsión de Agar y de Ismael, hijo de ambos y ancestro de Mahoma según los musulmanes. Según el Génesis (21,8-21) Yahvé cuidaría de la mujer y del niño:

«Creció el niño y fue destetado, y Abrahán hizo un gran banquete el día que destetaron a Isaac. Cuando vio Sara al hijo que Agar la egipcia había dado a Abrahán jugando con su hijo Isaac, dijo a Abrahán: “Despide a esa criada y a su hijo, pues no va a heredar el hijo de esa criada juntamente con mi hijo, con Isaac.” Abrahán lo sintió muchísimo, por tratarse de su hijo, pero Dios dijo a Abrahán: “No lo sientas ni por el chico ni por tu criada. Haz caso a Sara en todo lo que te dice, pues, aunque en virtud de Isaac llevará tu nombre una descendencia, también del hijo de la criada haré una gran nación, por ser descendiente tuyo.” Abrahán se levantó de mañana, tomó pan y un odre de agua y se lo dio a Agar; le puso al hombro el niño y la despidió.

«Ella se fue y anduvo por el desierto de Berseba. Como llegase a faltar el agua del odre, echó al niño bajo una mata y ella misma fue a sentarse enfrente, a distancia como de un tiro de arco, pues pensaba: “No quiero ver morir al niño.” Sentada, pues, enfrente, se puso a llorar a gritos.

«Oyó Dios la voz del chico; el Ángel de Dios llamó a Agar desde los cielos y le dijo: “¿Qué te pasa, Agar? No temas, porque Dios ha oído la voz del chico en donde está. ¡Arriba!, levanta al chico y tenle de la mano, porque he de convertirle en una gran nación.” Entonces abrió Dios los ojos de Agar y vio un pozo de agua. Fue, llenó el odre de agua y dio de beber al chico.

«Dios asistió al chico, que se hizo mayor y vivía en el desierto, y llegó a ser un gran arquero. Vivía en el desierto de Parán, y su madre tomó para él una mujer del país de Egipto.»

Yahvé quiso verificar de nuevo la fe de Abrahán, sometiéndole a la dura prueba del sacrificio de su amado hijo Isaac. La heroica obediencia de Abrahán agradó a Yahvé, que evitó a tiempo la muerte de Isaac y renovó las promesas a su siervo fiel. La redacción del relato permite entrar en el dolor ese padre que, por amor de Dios, está dispuesto a inmolar a su propio hijo. Sólo en la Biblia (Gn. 22,1-19) encontramos el testimonio de lo que ocurrió.

« [...] Dios tentó a Abrahán. Le dijo: “¡Abrahán, Abrahán!” Él respondió: “Aquí estoy.” Después añadió: “Toma a tu hijo, a tu único, al que amas, a Isaac, vete al país de Moria y ofrécelo allí en holocausto en uno de los montes, el que yo te diga.” Abrahán se levantó de madrugada, aparejó su asno y tomó consigo a dos mozos y a su hijo Isaac. Partió la leña del holocausto y se puso en marcha hacia el lugar que le había dicho Dios. Al tercer día levantó Abrahán los ojos y vio el lugar desde lejos. Entonces dijo Abrahán a sus mozos: “Quedaos aquí con el asno. Yo y el muchacho iremos hasta allí, haremos adoración y volveremos donde vosotros.”

«Tomó Abrahán la leña del holocausto, la cargó sobre su hijo Isaac, tomó en su mano el fuego y el cuchillo, y se fueron los dos juntos. Dijo Isaac a su padre Abrahán: “¡Padre!” Respondió: “¿Qué hay, hijo?” ―“Aquí está el fuego y la leña, pero ¿dónde está el cordero para el holocausto?” Dijo Abrahán: “Dios proveerá el cordero para el holocausto, hijo mío.” Y siguieron andando los dos juntos.

«Llegados al lugar que le había dicho Dios, construyó allí Abrahán el altar y dispuso la leña. Alargó Abrahán la mano y tomó el cuchillo para inmolar a su hijo.

«Entonces le llamó el Ángel de Yahvé desde el cielo diciendo: “¡Abrahán, Abrahán!” Él dijo: “Aquí estoy.” Continuó el Ángel: “No alargues tu mano contra el niño, ni le hagas nada, que ahora ya sé que eres temeroso de Dios, ya que no me has negado tu hijo, tu único.”

«Alzó Abrahán la vista y vio un carnero trabado en un zarzal por los cuernos. Fue Abrahán, tomó el carnero y lo sacrificó en holocausto en lugar de su hijo. Abrahán llamó a aquel lugar “Yahvé provee”, de donde se dice hoy en día: “En el monte ‘Yahvé se aparece’.”

«El Ángel de Yahvé llamó a Abrahán por segunda vez desde el cielo y le dijo: “Por mí mismo juro, oráculo de Yahvé, que por haber hecho esto, por no haberme negado tu hijo, tu único, yo te colmaré de bendiciones y acrecentaré muchísimo tu descendencia como las estrellas del cielo y como las arenas de la playa, y se adueñará tu descendencia de la puerta de sus enemigos. Por tu descendencia se bendecirán todas las naciones de la tierra, en pago de haber obedecido tú mi voz.”

«Volvió Abrahán al lado de sus mozos y emprendieron la marcha juntos hacia Berseba. Y Abrahán se quedó en Berseba.»

La llegada a Canaán de Abrahán y su gente coincidió con un periodo de invasiones de pueblos orientales en Mesopotamia. La condición de encrucijada de la gran región de Oriente Próximo y Medio convirtió en habituales durante la historia antigua hechos como éste. El clan de Abrahán era uno más, probablemente nómada en esa misma tierra, aunque su monoteísmo les distinguiera de los otros grupos tribales. El cumplimiento de la promesa de una tierra definitiva para la descendencia del patriarca se realizó de manera progresiva y lenta, a lo largo de siglos. En el transcurso de esas centurias, los textos bíblicos muestran la insistencia con que se recuerda al pueblo que el disfrute de la tierra está sujeto a la observancia del compromiso contraído con Yahvé.

Tras años de vida en Canaán murió Sara, mujer de Abrahán. Su marido decidió entonces sepultarla en la tierra del país donde falleció: «Si estáis de acuerdo con que yo retire y sepulte a mi difunta, escuchadme e interceded por mí ante Efrón, hijo de Sójar, para que me dé la cueva de Macpelá, que es suya y que está al borde de su finca». La compra finalmente se realizó. «Así fue cómo la finca de Efrón que está en Macpelá, frente a Mambré, la finca y la cueva que hay en ella y todos los árboles que rodean la finca por todos sus lindes, todo ello vino a ser propiedad de Abrahán, teniendo como testigos a los hijos de Het y a todos los que entraban por la puerta de la ciudad». La posesión legal de esa tierra por Abrahán y su descendencia significó, de alguna manera, dejar de ser extranjeros en Canaán. Era, sin duda, un modo de empezar a concretarse la promesa divina. En Macpelá quedó sepultada Sara y también, más adelante, Abrahán, Isaac, Rebeca, Lía y Jacob.

Muerto Abrahán, su hijo Isaac recibió del propio Yahvé las promesas hechas a su padre:

«Yahvé se le apareció y le dijo: “No bajes a Egipto. Quédate en la tierra que yo te indique. Reside en esta tierra, y yo te asistiré y bendeciré; porque a ti y a tu descendencia he de dar todas estas tierras, y mantendré el juramento que hice a tu padre Abrahán.»

Isaac continuó la vida nómada de su padre. De su unión con Rebeca, esposa y pariente, nacieron Esaú y Jacob. Cuenta uno de los relatos bíblicos más sorprendentes que Jacob, no siendo el mayor, compró a su hermano el derecho de primogenitura por un pan y un guiso de lentejas y engañando a su padre recibió de él la bendición que concedió poco antes de morir. Además de beneficios temporales, gloria de la primogenitura era el señorío sobre pueblos y naciones, que pasó a fecundar la descendencia primogénita de los israelitas, estirpe de Jacob, y no la de los edomitas, sangre de Esaú. Y es que Esaú se había casado con mujeres hititas «que fueron causa de amargura para Isaac y Rebeca». Derramando su bendición sobre Jacob, así habló Isaac a quien creía Esaú:

«Es el aroma de mi hijo como el aroma de un campo que ha bendecido Yahvé. ¡Pues que Dios te dé el rocío del cielo y la grosura de la tierra, cantidad de trigo y mosto! Sírvante pueblos, adórente naciones, sé señor de tus hermanos y adórente los hijos de tu madre. ¡Quien te maldijere, maldito sea, y quien te bendijere, sea bendito!»

Aconsejado por su madre y escapando de las iras de su hermano, Jacob emprendió la huida a Jarán, en la Alta Mesopotamia, recorriendo de vuelta el camino andado por Abrahán. Antes de marchar, Rebeca aconsejó a su hijo no unirse con las mujeres cananeas que encontrara de camino, sino con alguna de las hijas de Labán, hermano de ella asentado en tierra mesopotámica. Para asegurarse, Rebeca comentó el asunto a su marido Isaac, que insistió:

«Llamó, pues, Isaac a Jacob, lo bendijo y le dio esta orden: “No tomes mujer de las hijas de Canaán. Levántate y ve a Padán Aram, a casa de Betuel, padre de tu madre, y toma allí mujer de entre las hijas de Labán, hermano de tu madre.»

De camino a Jarán y en sueños, Jacob escuchó unas palabras de Dios. La respuesta sincera e interesada de Jacob a la ayuda divina se concretó en un voto y en un compromiso de fidelidad. Llegado a Jarán y tras años de servicio en casa de su tío Labán, este engañó al sobrino, que casó con su prima Lía, la mayor de las hermanas. Nuevos años de trabajo fueron necesarios para obtener de Labán, por fin, la mano de su hija Raquel, la mujer verdaderamente amada. Pero la infertilidad inicial de Raquel y la posterior de Lía llevaron a Jacob a unirse también a las esclavas de sus esposas. Así, de cuatro mujeres distintas Jacob tuvo una hija y doce hijos, cabezas de otras tantas tribus. De su primera esposa, Lía, nacieron Rubén, Simeón, Leví, Judá, Isacar, Zabulón y una hija, Dina; Bilhá, esclava de Raquel, concibió a Dan y a Neftalí; Zilpá, esclava de Lía, engendró a Gad y a Aser; y de su enlace con Raquel, la más amada, Jacob tuvo a José y a Benjamín.

El Génesis cuenta la lucha nocturna que enfrentó a Jacob con un hombre misterioso, quizá espiritual, que finalmente le bendijo. Del diálogo entre ambos contrincantes, interpretado a veces como una batalla interior y otras como imagen de la eficacia de la oración, surgió por vez primera el nombre de Israel:

«Y habiéndose quedado Jacob solo, estuvo luchando alguien con él hasta rayar el alba. Pero viendo que no le podía, le tocó en la articulación femoral, y se dislocó el fémur de Jacob mientras luchaba con aquél. Éste le dijo: “Suéltame, que ha rayado el alba.” Jacob respondió: “No te suelto hasta que no me hayas bendecido.” Dijo el otro: “¿Cuál es tu nombre?” ―“Jacob.”― “En adelante no te llamarás Jacob, sino Israel, porque has sido fuerte contra Dios y contra los hombres, y le has vencido.” Jacob le preguntó: “Dime por favor tu nombre.” ―“¿Para qué preguntas por mi nombre?” Y le bendijo allí mismo.

«Jacob llamó a aquel lugar Penuel, pues (se dijo): “He visto a Dios cara a cara, y tengo la vida salva.” El sol salió así que hubo pasado Penuel, pero él cojeaba del muslo, por haber sido tocado Jacob en la articulación femoral, en el nervio ciático.»

Reconciliado por fin con su hermano, Jacob se separó de Esaú y marchó con su familia y su ganado al enclave cananeo de Siquén. Como hizo Abrahán, también Jacob compró tierra, «la parcela de campo donde había desplegado su tienda, erigió allí un altar y lo llamó de ‘El’, Dios de Israel». No mucho tiempo después, un grave incidente ―la violación de una hija de Jacob por el hijo del señor local― y sus consecuencias forzaron al clan del patriarca a salir del territorio. El suceso enfureció a los hermanos de la víctima, que asesinaron a muchos habitantes de la ciudad, haciendo insostenible la situación. Con sus hijos y propiedades Jacob se encaminó entonces hacia Betel donde, nuevamente, recibió de Yahvé las promesas hechas a sus antepasados y fue confirmado con el nombre de «Israel»:

«Díjole Dios: “Tu nombre es Jacob, pero ya no te llamarás Jacob, sino que tu nombre será Israel.” Y le llamó Israel. Díjole Dios: “Yo soy El Sadday. Sé fecundo y multiplícate. Un pueblo, una multitud de pueblos tomará origen de ti y saldrán reyes de tus entrañas. La tierra que di a Abrahán e Isaac, te la doy a ti y a tu descendencia.” Y Dios subió de su lado.»

De momento, esa gran descendencia estaba sólo en sus comienzos y la tierra siguió siendo una promesa. La vida, nómada, transcurrió de un lugar a otro de la región suroriental del territorio cananeo, cada vez más familiar para el clan. En Mambré, en la propia Hebrón, Jacob encontró a su anciano padre Isaac, que pronto murió y fue enterrado por sus hijos Jacob y Esaú. Los dos hermanos siguieron rutas distintas: Esaú se estableció en Seír con sus mujeres cananeas y el resto de su familia, y sus hijos y los hijos de éstos se extendieron progresivamente por Edom (Idumea); Jacob, sin embargo, «se estableció en el que fue país residencial de su padre, Canaán».

A partir de este momento, el Génesis se extiende narrando la historia de José. La predilección de Jacob por su hijo José despertó recelos entre los demás hermanos, que terminaron vendiéndole a unos mercaderes. Después hicieron creer al padre que José había muerto, atacado por un animal. Pero José fue de nuevo vendido en Egipto, donde no sin problemas por ser honrado consiguió prosperar, hasta convertirse en primer ministro del faraón. Se sucedieron al principio años de abundantes cosechas, tras los que llegaron tiempos de gran escasez para Egipto y extensas zonas de Oriente Próximo. Gracias a la prudencia de José y a diferencia de otras regiones, Egipto tenía reservas de grano. Por eso Jacob envió a sus hijos a Egipto para comprar provisiones y José, que les atendió directamente, sólo se dio a conocer a sus hermanos tras probar su honradez. Perdonada la afrenta, José expresó su deseo de tener cerca a su familia, logrando el favor del faraón.

«La cosa cayó bien al faraón y a sus siervos, y el faraón dijo a José: “Di a tus hermanos: Haced esto: Cargad vuestras acémilas y poneos inmediatamente en marcha hacia Canaán, tomad a vuestro padre y vuestras familias, y venid a mí, que yo os daré lo mejor de Egipto, y comeréis lo más pingüe del país. Por tu parte, ordénales: Haced esto: Tomad de Egipto carretas para vuestros pequeños y mujeres, y os traéis a vuestro padre. Y vosotros mismos no tengáis pena de vuestras cosas, que lo mejor de Egipto será para vosotros.»

Informado por sus hijos de la existencia de José y de su situación en Egipto, Jacob se emocionó y decidió verle. ¿Era buena decisión salir de Canaán con toda la familia y las pertenencias? Las posibles dudas de Jacob sobre la conveniencia del traslado desaparecieron tras conversar con Dios:

«Partió Israel con todas sus pertenencias y llegó a Berseba, donde hizo sacrificios al Dios de su padre Isaac. Y dijo Dios a Israel en visión nocturna: “¡Jacob, Jacob!” ―“Aquí estoy”, respondió. ―“Yo soy Dios, el Dios de tu padre; no temas bajar a Egipto, porque allí te haré una gran nación. Bajaré contigo a Egipto y yo mismo te subiré también. José te cerrará los ojos.” Jacob partió de Berseba y los hijos de Israel montaron a su padre Jacob, así como a sus pequeños y mujeres, en las carretas que había mandado el faraón para transportarle.

«También tomaron sus ganados y la hacienda lograda en Canaán, y fueron a Egipto, Jacob y toda su descendencia con él. Sus hijos y nietos, sus hijas y nietas: a toda su descendencia se la llevó consigo a Egipto.»

La llegada de Jacob y su linaje a Egipto, fechada en el siglo XVII a.C., constituye una de las primeras migraciones semitas al país de los faraones. Por entonces el norte de Egipto estaba controlado por los hicsos, pueblo identificado con los amalecitas por los investigadores Velikovsky y Courville, que pudo verse forzado a marchar de sus tierras desde la expansión hitita por la Alta Siria. Tras su entrada en Egipto ―aún se discute si hubo invasión o colonización progresiva― los hicsos consiguieron dominar la zona septentrional de un país que, en ese momento, atravesaba una crisis de poder. Gracias a ello fundaron sucesivamente las dinastías faraónicas XV y XVI e implantaron desde su capital en Menfis cambios sociales, políticos y culturales. En el sur de Egipto, mientras, el gobierno se ejercía a duras penas desde Tebas (se cree que la dinastía XVII tebana coexistió con la XVI de los hicsos) que pagaba tributos al norte a la espera de reunir fuerzas suficientes para expulsar a los extranjeros. Poco más de un siglo tardaron en conseguirlo, dando comienzo entonces el Imperio Nuevo.

Por lo que respecta al relato de José, algunos autores han negado su valor histórico y, por tanto, su relación con la llegada de los israelitas a Egipto. Pero no interesa detenernos en un tema que repiten sin pruebas fehacientes ciertos artículos y obras de las últimas décadas (caso, por ejemplo, de los escritos del afamado profesor italiano Jan Alberto Soggin) sino reconstruir a grandes trazos la «memoria» del pueblo judío. Y en esa «memoria» ocupa un lugar la historia de José. Siguiendo, pues, el relato de José incluido en el Génesis, tras años de estancia de Jacob en Egipto («diecisiete años, siendo los días de Jacob, los años de su vida, ciento cuarenta y siete años»), antes de morir comunicó a su hijo José sus deseos sobre el lugar de su propio enterramiento:

«Cuando los días de Israel tocaron a su fin, llamó a su hijo José y le dijo: “Si he hallado gracia a tus ojos, pon tu mano debajo de mi muslo y hazme este favor y lealtad: No me sepultes en Egipto. Cuando yo me acueste con mis padres, me llevarás de Egipto y me sepultarás en el sepulcro de ellos.” Respondió: “Yo haré según tu palabra.” ―“Júramelo”, dijo. Y José se lo juró. Entonces Israel se inclinó sobre la cabecera de su lecho.»

Cercano ya su fallecimiento el Patriarca adoptó y bendijo a Manasés y a Efraín, hijos de José, anteponiendo el menor al mayor. Después Jacob bendijo a sus hijos, augurando a algunos malos presagios. La alabanza que dedica a Judá predice un porvenir especial:

«A ti, Judá, te alaben tus hermanos; tu mano en la cerviz de tus enemigos: ¡inclínense ante ti los hijos de tu padre! Cachorro de león, Judá; de la caza, hijo mío, vuelves; se agacha, se echa cual león o cual leona, ¿quién le va a desafiar? No se irá cetro de mano de Judá, bastón de mando de entre sus piernas, hasta que venga el que le pertenece, y al que harán homenaje los pueblos. El que ata a la vid su borrico y a la cepa el pollino de su asna; el que lava en vino su túnica y en sangre de uvas su sayo; el de ojos rubicundos por el vino, y blanquean sus dientes más que leche.»

Terminadas las bendiciones Jacob insistió a sus hijos en su deseo de ser enterrado en Canaán, y así ocurrió a su muerte. La vida siguió en Egipto para la familia. José aseguró el bienestar futuro de sus hermanos y sobrinos, y pudo conocer a parte de su descendencia. Antes de morir José garantizó a sus hermanos la vuelta al país de sus padres y les pidió que, llegado el momento, trasladaran allí su cadáver.

El mencionado historiador Siegfried Herrmann ofrece una visión de conjunto de los capítulos del Génesis que relacionan genealogías patriarcales con lugares. Aun reconociendo que «no se debe exagerar esta visión de conjunto», Herrmann admite la objetividad de esos datos:

«De este sistema hay que decir lo mismo que del catálogo de los pueblos. Se presupone que se tiene a la vista un amplio panorama, es el conocimiento de esas ramificadas interrelaciones etnográficas. La transferencia del sistema genealógico a un contexto histórico no es posible con absoluta exactitud, pero el sistema en sí mismo difícilmente es un producto arbitrario. Está claro que los “semitas”, clasificados de ese modo por sus troncos paternos y maternos, vivían con la convicción de una comunidad de destino y tal vez incluso étnica en un sentido amplio; está claro que se consideraban portadores de una virtualidad histórica independiente.

«Es inevitable preguntarse a qué otro sistema de amplias proporciones históricamente verificable se puede asimilar este sistema genealógico. La mejor solución que se nos ofrece es la propagación muy dispersa, pero de una característica fuerza de choque de las tribus “aramaicas” hacia el final del segundo milenio precristiano. Esta solución tiene la ventaja de abarcar convincentemente las genealogías del Génesis y reducirlas, como unidad de tradición, a un periodo relativamente limitado. La “época de los patriarcas” (The patriarchal age) no es una época de prolija duración en una vasta región, cuyo inicio y fin se pierdan en la oscuridad o que debiera explicarse sobre la base de hipotéticos viajes de caravanas. Se trata de un período que se puede abarcar perfectamente en toda su extensión dentro de un marco étnicamente limitado, cuyas dimensiones geográficas son sin duda de cierta amplitud, pero limitadas en definitiva al flanco occidental del “fértil creciente”.»

La estancia de las tribus de Jacob en Egipto fue muy larga, cuatrocientos treinta años según la Biblia. La mayoría de los historiadores calcula que se prolongó, aproximadamente, desde fines del siglo XVII a.C. o principios del XVI a.C. hasta finales del XIII a.C. El historiador Edmund Schopen, por ejemplo, piensa que el Éxodo, la huída hacia la península del Sinaí, tuvo lugar en la primera mitad del siglo XIII a.C. y que, por tanto, la presencia en Egipto de lo que él llama «Casa de José» debió durar «por lo menos unos tres siglos en números redondos».

Si las primeras décadas de los israelitas en tierra egipcia habían dependido de la política de los hicsos, pronto dejó de ser así. Al mando del faraón Amosis I ―fundador de la dinastía XVIII y del Imperio Nuevo― los egipcios recuperaron el control de sus territorios y expulsaron a los invasores hicsos. Desde ese momento la situación cambió y los buenos tiempos quedaron atrás. Los israelitas, concentrados en el delta del Nilo, fueron esclavizados por los egipcios, como ocurrió a otros extranjeros y grupos nómadas. Muchos más de los que llegaron gracias a su fecundidad, los israelitas empezaron a ser considerados tan peligrosos para la seguridad del imperio como sus antiguos protectores hicsos. Receloso de este crecimiento uno de los faraones egipcios recrudeció, como narra el Éxodo (1,8-14), el trato con los hebreos:

«Surgió en Egipto un nuevo rey, que no había conocido a José; y dijo a su pueblo: “Mirad, el pueblo de Israel es más numeroso y fuerte que nosotros. Actuemos sagazmente contra él para que no siga multiplicándose, no sea que en caso de guerra se alíe también él con nuestros enemigos, luche contra nosotros y se marche del país.”

«Entonces, les impusieron capataces para oprimirlos con duros trabajos; y así edificaron para el faraón las ciudades de depósito: Pitom y Ramsés. Pero cuanto más los oprimían, tanto más se multiplicaban y crecían, de modo que los egipcios llegaron a temer a los israelitas. Los egipcios esclavizaron brutalmente a los israelitas, y les amargaron la vida con dura servidumbre, con los trabajos del barro, de los ladrillos, del campo y con toda clase de servidumbre. Los esclavizaron brutalmente.»

Tras fracasar en su propósito de convertir a las comadronas en asesinas de niños israelitas, el faraón extendió a sus súbditos una orden contra los israelitas: «A todo niño recién nacido arrojadlo al río; pero a las niñas, dejadlas con vida». ¿Quién fue este faraón? La respuesta no es segura. Contrastando datos de diversas fuentes, y aunque sólo la Biblia menciona los hechos que aquí se relatan, sabemos que perteneció a la dinastía XIX. Pudo ser Setis I. Sin embargo, la referencia del Éxodo a las ciudades de Pitom y Ramsés lleva a pensar que se trata de Ramsés II (1290-1224 a.C.), uno de los grandes constructores egipcios. Alguien, desde luego, tuvo que mover las muchas y grandes piedras necesarias para hacer realidad los fastuosos deseos faraónicos. Porque junto a las ciudades mencionadas fueron también iniciativa de Ramsés II, entre otras obras, el templo rupestre de Abu Simbel, la terminación del templo de Karnak, el Rameseum y el templo de Luxor.

En este contexto histórico fue engendrado de miembros de la tribu de Leví un niño que llegó a convertirse en hombre clave en la historia de Israel. Al poco de nacer la predilección divina se reflejaba ya en su nombre: Moisés, que significa «hijo» en egipcio, se llamaba así por haber sido salvado de las aguas tras ser arrojado al Nilo por la orden del faraón. Pero recogido por la hija de éste y criado por su madre natural, Moisés recibió una educación egipcia. Ello no le separó de su familia y «un día, cuando Moisés ya era mayor, fue adonde estaban sus hermanos, y vio sus duros trabajos; vio también cómo un egipcio golpeaba a un hebreo, a uno de sus hermanos». Tras asesinar al egipcio por su trato al hebreo (ibri, «persona dependiente» e incluso «extranjero», en ese contexto bíblico) Moisés trató de librarse de las iras del faraón escapando a otra tierra que le sirviera de refugio.

El Éxodo prologa la que sería una nueva etapa en la historia del pueblo israelita con las siguientes palabras:

«Durante este largo período murió el rey de Egipto. Como los israelitas gemían y se quejaban de su servidumbre, el clamor de su servidumbre subió a Dios. Dios escuchó sus gemidos y se acordó de su alianza con Abrahán, Isaac y Jacob. Dios se fijó en los israelitas y reconoció...»

A partir de entonces Moisés aparece como el elegido por Yahvé para sentar las bases del judaísmo y hacer de Israel una comunidad nacional, una sociedad políticamente organizada que, como tal, emprenda la búsqueda de un territorio definitivo donde asentarse. En su primer encuentro Yahvé revela a Moisés su misión. Libertador, guía y profeta, de Moisés nos hablan el Éxodo, el Levítico, el libro de los Números y el Deuteronomio. En ellos se le presenta como un hombre a veces vacilante y con otros defectos, pero deseoso de cumplir la voluntad de Yahvé. Y como el favor divino era para los israelitas, los egipcios sufrieron una serie de castigos en forma de plagas; el último, según el Éxodo, la muerte de todos los primogénitos egipcios. Entonces el faraón dijo a Moisés y a su hermano Aarón: «Levantaos, salid de en medio de mi pueblo, tanto vosotros como los israelitas, e id a dar culto a Yahvé, como habéis dicho. Tomad también vuestros rebaños y vuestras vacas, como habéis pedido, y marchad. Saludadme.»

La salida de Egipto de los israelitas se fecha en tiempos del faraón Merneptah (1224-1204 a.C.), hijo de Ramsés II. Judíos y cristianos interpretan que esa liberación de la esclavitud y del oprobio («Yo soy Yahvé, tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, del lugar de esclavitud») ilustra una nueva relación entre el Todopoderoso y su pueblo. Antes de la salida de Egipto, como recuerdo vivo de su favor, Yahvé instituyó la Pascua, indicando con precisión el modo de vivirla. La ceremonia, de profundo significado teológico para el pueblo, será paradójicamente sacrificio y fiesta al mismo tiempo: «Este día será memorable para vosotros; en él celebraréis fiesta a Yahvé; de generación en generación como ley perpetua, lo festejaréis.»

Aunque según el Éxodo los descendientes de Israel que partieron de Egipto fueron «unos seiscientos mil hombres de a pie, sin contar los niños» ni las mujeres, algunos autores reducen la cifra a veinticinco mil personas. La marcha del pueblo por el desierto camino de Canaán y guiado por Moisés, con paradas sucesivas en el Sinaí, en Cades y en Moab constituye un período clave en su historia. En los montes del sur de la península del Sinaí, Yahvé y los israelitas sellaron una alianza que acompañó desde entonces al pueblo hebreo. Moisés se convirtió en intermediario ante Dios de las necesidades y peticiones de su gente, sufridora del cansancio, el hastío, el hambre, la sed y la dureza de la guerra. Por mediación de Moisés, Yahvé revela que, de obedecerle, su predilección por la descendencia de Israel les diferenciará de los demás pueblos como seña de identidad.

La libre aceptación por el pueblo de la propuesta de Yahvé es clave para entender la historia posterior. Aunque a veces se han dado criterios exclusivamente étnicos para definir lo «judío», la comprensión del pueblo en conjunto y de cada miembro en particular no puede marginar la relación con Yahvé como sello de identidad. El famoso historiador y politólogo francés Jean Touchard hablará, por ejemplo, de «pensamiento político judío», cuya «característica propia reside en la idea que el pueblo judío se hacía de su destino privilegiado. Es el pueblo de Dios, y su historia no admite comparación con las otras. Es un nacionalismo en cierto modo teológico.» Hay, pues, que entrar en el ámbito religioso para interpretar correctamente la historia del pueblo de Israel. La proyección hacia lo sobrenatural constituye parte activa de su ser. Ha estado siempre en su memoria colectiva, y debe tenerse en cuenta para comprender la actuación de las generaciones judías pasadas y actuales. Aunque sea por rechazo, afecta a su modo de vida.

La Alianza con Yahvé quedó sellada de camino a Canaán, donde Moisés recibió de Dios en el monte Horeb (Sinaí) las Tablas de la Ley, la Torá, la «Enseñanza», diez preceptos dirigidos a ordenar las relaciones entre la divinidad y los seres humanos y estos entre sí. Esa entrega a Moisés de una Ley como concreción de la voluntad divina es un hito fundamental en la historia israelita: ninguna autoridad supera la de Yahvé, de quien procede cualquier poder terreno. Conocer la Torá, sendero que todo israelita debe recorrer, es imprescindible por tanto para penetrar en la historia secular judía. Por proceder directamente de Yahvé y condensar la Alianza, los rabinos afirmarán su validez eterna.

El Éxodo recoge un segundo código legislativo (Ex 20,22-23,19) en el que Yahvé revela a Moisés disposiciones sobre el culto divino, destacando el monoteísmo como rasgo distintivo frente al politeísmo de los demás pueblos orientales: «No pongáis junto a mí dioses de plata ni dioses de oro; no os los fabriquéis». La renovación de la alianza (Ex 34,14-26), que hacen Yahvé y Moisés de nuevo en el Sinaí, vuelve a insistir en el monoteísmo: «No te postres ante un dios extraño, pues Yahvé se llama Celoso, es un Dios celoso». El Pentateuco, sin embargo, deja constancia de las repetidas veces en que el pueblo fue infiel a su promesa. Pero sus textos también confirman los continuos perdones de Yahvé.

Se piensa que cerca del oasis de Cades, en régimen seminómada, los israelitas vivieron su estancia más larga en el desierto. Durante este tiempo las tribus forjaron su identidad común, mientras se desarrolla el culto según las órdenes que Yahvé dio a Moisés, referencias constantes que reafirman una y otra vez el origen divino de las instituciones religiosas de Israel. Desde Cades y por disposición de Yahvé, Moisés envió a unos cuantos hombres a explorar Canaán. A su vuelta contaron al Patriarca las excelencias de aquella tierra, aunque la mayoría manifestó su temor, porque «el pueblo que habita en el país es poderoso; las ciudades, fortificadas y muy grandes [...]. El amalecita ocupa la región del Negueb; el hitita, el amorreo y el jebuseo ocupan la montaña; el cananeo, la orilla del mar y la ribera del Jordán.» Excepto Caleb y Josué, de las tribus de Judá y de Efraín respectivamente, los demás exploradores desconfiaron en la victoria y desacreditaron la tierra de Canaán ante el pueblo, que se rebeló contra Yahvé. La intercesión de Moisés ante Yahvé en favor de su gente, conversando de tú a Tú, muestra gran familiaridad entre ambos.

Yahvé castigó a la mayoría de los israelitas a morir antes de entrar en Canaán, pero gracias a la mediación del patriarca sí lo hicieron quienes creyeron en la promesa divina, así como toda la generación siguiente. Falta el contexto que ayude a explicar con claridad porqué ni Moisés ni Aarón entraron en la tierra prometida. Sin embargo sí se especifica su pecado y la consiguiente decisión de Dios: «Dijo Yahvé a Moisés y Aarón: “Por no haber confiado en mí y reconocido mi santidad ante los israelitas, os aseguro que no guiaréis a esta asamblea hasta la tierra que les he dado”.» Aarón fue el primero en morir y lo hizo en el monte Hor, en la frontera del país de Edom.

Aunque hubo intentos de entrar en la tierra prometida por el sur, finalmente los israelitas «partieron del monte Hor, camino del mar de Suf, rodeando el territorio de Edom» y de Moab. El propósito era entrar en Canaán desde Transjordania, su flanco oriental. Para conseguirlo hubo que luchar contra los amorreos, contra las gentes de Basán y contra los madianitas. Todos fueron derrotados. A pesar de ello, el contacto con pueblos de la zona influyó en los israelitas hasta el punto de que muchos fueron inducidos por las mujeres moabitas a dar culto a sus dioses, despertando según la Biblia la ira de Yahvé y mereciendo el consiguiente castigo.

Gracias a las victorias sobre los pueblos allí asentados, esa zona de Transjordania tan rica en pastos pudo repartirse entre las tribus de Rubén, Gad y varios miembros de la de Manasés. Todos, sin embargo, se comprometieron con Moisés a colaborar con el resto de las tribus en la conquista de la tierra prometida, para cumplir la voluntad de Yahvé. El Deuteronomio, redactado a modo de introducción a los libros que narran la vida de las tribus en Canaán, recoge solemnes discursos pronunciados por Moisés en Moab poco antes de entrar en la tierra prometida.

En ellos Moisés repasa la historia del pueblo desde la estancia en el Sinaí; anima a luchar para conseguir la posesión de Canaán; estimula al pueblo a cumplir la Ley; exhorta a ser fieles al pacto con Yahvé, el único Dios; enumera las normas que por voluntad divina ha recibido Israel; insiste en la conveniencia de observarlas e indica las bendiciones o maldiciones que el pueblo recibirá según su cumplimiento o no. El libro termina refiriendo los últimos momentos de la vida de Moisés: elección de Josué para que guíe al pueblo en su llegada a la tierra prometida, cántico de acción de gracias, bendición de las tribus y muerte del profeta.

A partir de ese momento, la entrada efectiva en Canaán se convirtió en aspiración común de las tribus de Israel, unidas antes por una alianza con Yahvé de la que parece olvidarse el teólogo protestante alemán Hans Joachim Kraus cuando escribe:

«En las historias de los patriarcas, migración y asentamientos son presentados como destinos de familias o de grandes familias unidas por lazos de parentesco, conscientes de pertenecer a agrupaciones más amplias, también fundadas en el parentesco: así, en las historias de los patriarcas aparecen Lot y Labán como pertenecientes a una tribu mayor. Pero de estos antiguos relatos se deduce que las familias o las gentes, por usar un término latino, se separaban ocasionalmente del complejo tribal, persiguiendo sus propias metas, sin olvidar, sin embargo, su pertenencia a este complejo más amplio.

«Por el contrario, las tribus no se formaron de un origen común, sino de la unión de diversas familias y gentes, unas y otras con destinos históricos comunes; el motivo de esta fusión puede haber sido una migración común, una ocupación de tierras o la necesidad de defenderse de fuerzas enemigas. La “emigración aramea” atrajo a numerosas familias y gentes que entraron a formar parte del gran movimiento de Oriente y Occidente. Donde se fundían grupos más numerosos se constituía una tribu. Así, las tribus de Israel debieron surgir a través de varias fases históricas en tiempos y lugares distintos, alejados el uno del otro».

Estas palabras, en cualquier caso, sirven también para iluminar el pasado: quizá las tribus se formaron de la unión de distintas familias y «gentes» y no existió un requisito de consanguinidad, pero sí la coincidencia en unos «destinos históricos comunes». Es cierto que Kraus no menciona la Alianza con Yahvé, aunque sí una «migración común». Y preguntamos nosotros: ¿pudo ser esta migración ―con independencia de su carácter violento o pacífico― otro episodio más de un «plan divino» concreto, según expresan los textos bíblicos?

Los libros Josué, Números y Jueces narran las vicisitudes que atraviesan las tribus en su esfuerzo por conquistar la tierra de la promesa. Josué, sucesor de Moisés, dirige hacia fines del siglo XIII a.C. la entrada en Canaán. El libro que lleva el nombre del nuevo guía describe los enfrentamientos entre los israelitas y los pueblos ―algunos enemigos entre sí― asentados en esa tierra. Israel asume la conquista del territorio cananeo como parte de un plan divino y Josué alimenta sin cansancio esa idea. Josué se presenta a su gente no sólo como elegido de Dios, sino también como un jefe guerrero y un excelente estratega que exhorta y convence, consiguiendo unir a todas las tribus contra el enemigo. Gracias a ello la tierra cananea quedó progresivamente en poder del pueblo israelita, que se repartió lo conquistado poco antes de morir Josué. Las tribus beneficiadas fueron, como era de esperar, las que no se habían establecido en la frontera oriental cananea y precisaban tierra para asentarse.

El éxito final que supuso la posesión de la tierra de Canaán demostró según la Biblia la fidelidad de Yahvé, que cumplió así la promesa hecha a Abrahán. La interpretación teológica de la ocupación se recoge en el capítulo 24 del libro de Josué, añadido durante el Destierro o poco después, aunque basándose en una tradición antigua. Según ese texto, terminada la conquista de Canaán Josué reunió a las tribus de Israel en Siquén, lugar repetidamente visitado por varios patriarcas. Allí, tras recordar distintos favores de Yahvé a lo largo de la historia de Israel, hizo saber a los presentes que permanecía en ellos la predilección divina, a la que debían responder aceptando al verdadero Dios, como ya habían hecho él mismo y su familia. A tal interpelación el pueblo respondió: «A Yahvé nuestro Dios serviremos y a su voz atenderemos». A continuación, se hizo un «pacto» que concretaba la elección de Yahvé por todas las tribus de la Alianza del Sinaí. Una vez más, la religión reforzaba la conciencia tribal de pertenecer a un mismo pueblo. Terminado el pacto de Siquén, «Josué despidió al pueblo, cada uno a su heredad».

A diferencia del libro de Josué, el de los Jueces presenta las luchas de las tribus israelitas en Canaán como acciones independientes, sin responder a un plan estratégico común, aunque sitúa cronológicamente los hechos tras la muerte de Josué, para no contradecir lo narrado en este último libro. En cualquier caso, los redactores bíblicos, más interesados en el plano religioso que en el histórico, ofrecen información insuficiente para reconstruir esta etapa del pueblo israelita.

¿Qué dicen los historiadores? Kaufmann y Yadin, entre otros, defienden grosso modo la veracidad histórica del libro de Josué: no hubo ocupación del territorio hasta que no terminó la conquista, y fue Josué quien mantuvo la estrategia e infundió el ánimo y la confianza imprescindibles para la victoria final de las tribus. De Vaux, sin embargo, encuentra discordancias en esta posición, y sostiene además que excluye los testimonios de la arqueología.

Por su parte, el equipo internacional de comentaristas de la denominada Biblia de Jerusalén (edición de 1998) reconoce que «el libro de Josué ofrece un cuadro idealizado y simplificado» y afirma que «la imagen de una conquista desperdigada e incompleta está más cerca de la realidad histórica, que sólo de una manera conjetural es posible restituir». Con todo, también confirma la actuación invasora de Josué en la parte central del territorio y ofrece una cronología que puede servir de referencia: «entrada de los grupos del Sur hacia el 1250, ocupación de la Palestina central por los grupos procedentes de allende el Jordán a partir de 1225, expansión de los grupos del Norte hacia el 1200 a.C.».

Varias teorías sobre la formación del primitivo Israel rechazan una interpretación literal del relato bíblico. Las explicaciones se resumen en las siguientes ideas básicas: asentamiento pacífico, conquista, revolución campesina, simbiosis y evolución progresiva. El debate es sin duda interesante, aunque no debemos olvidar que la identidad del pueblo se forjó más en su relación con Yahvé que en su propio devenir político, social, económico o artístico. Desde los primeros tiempos de la historia israelita, como ocurrirá de una u otra manera en épocas posteriores, esa relación religiosa ―tanto si es aceptada, como rechazada― es raíz de todo lo demás. Ciertamente el vínculo con una tierra es muy importante, pero es también circunstancial, porque en el caso que nos ocupa adquiere su pleno sentido a la luz de la alianza entre Yahvé y las tribus y así ha llegado a la conciencia judía actual. Esta realidad, precisamente, ha creado con la tierra de Israel un nexo que nunca ha existido con las demás.

Recordemos a continuación las principales teorías sobre el asentamiento hebreo en Canaán. En un artículo publicado en 1925, ampliado con otro fechado en 1939, el teólogo protestante y profesor alemán Albrecht Alt sostuvo que los israelitas se asentaron primero en las zonas montañosas cananeas, poco pobladas y políticamente mal organizadas; y mucho después, ya en plena monarquía y tratando de consolidarse en los propios territorios y de extenderse por otros nuevos, los israelitas habrían ido conquistando las ciudades-estado de las llanuras. El establecimiento inicial en Canaán fue pues, según Alt, más pacífico que violento, y sólo hubo luchas marginales con las ciudades-estado de la zona. La llegada a un lugar nuevo no habría sido un fenómeno extraño a tribus nómadas y ganaderas como eran las israelitas, y Alt piensa que tampoco debió haber sorprendido a las poblaciones de las llanuras cananeas, acostumbradas al movimiento estacional de pastores con sus ganados.

La instalación permanente de las tribus israelitas tampoco es problema para el autor germano: según expone los recién llegados causaban pocas molestias a los cananeos, que controlaban las tierras llanas, mucho mejores para el aprovechamiento agrícola. ¿Y cómo explicar entonces las continuas batallas que describe el libro de Josué? La respuesta de Alt es muy sencilla: los relatos bíblicos sobre la sedentarización en Canaán, escritos con posterioridad a los hechos narrados, destacaron lo más impresionante y dramático del proceso total, por estar más vivo en el recuerdo de las gentes. Sin embargo, en opinión de Alt, la etapa inicial del asentamiento transcurrió pacíficamente.

¿Qué impulsó a las tribus israelitas a conquistar las tierras de las llanuras? Alt piensa que pudo deberse a varias causas: una de ellas el peligro de no disponer libremente de los pastos, también deseados por otras tribus del desierto y de la estepa (por ejemplo, los amalequitas); otra razón, quizá, la transformación económica que se operó progresivamente en el seno de la sociedad israelita, al hacerse más agrícola y menos ganadera. El proceso pudo comenzar con una primera adaptación de terreno montañoso para la siembra, a iniciativa de alguna de las tribus. Se consolidó así el sedentarismo, que facilitó la diversificación ganadera con la incorporación de animales más grandes que las ovejas y cabras usuales, exigiendo por tanto más trabajadores para las labores del campo.

Consciente de las grandes dificultades que se presentan, Alt se mostró más precavido al tratar de determinar el tiempo en que todo esto ocurrió. Y es que, como afirma el escriturista español José Luis Sicre, esta teoría requiere el estudio separado de las tribus y la fijación cronológica de las diversas etapas que atravesaron. A pesar de ello, Alt sostiene que el asentamiento de las tribus comenzó en los siglos XIII o XII, y que su progresiva consolidación en el territorio cananeo tuvo lugar durante los siglos XII y XI. En esta segunda fase, según este autor, sí se produjeron conflictos. Así, a comienzos del primer milenio habría concluido ya esta larga etapa inicial y el territorio cananeo habría dejado de ser totalmente un elemento ajeno a los israelitas. El hecho de que la propiedad de las ciudades y tierras de las llanuras fuera de la corona y no de las tribus prueba, a juicio de Alt, que la conquista de esas zonas se realizó con posterioridad, en otro «momento histórico», que este investigador sitúa principalmente en tiempos del rey David.

A mediados del siglo pasado el profesor alemán Martin Noth publicó una Historia de Israel en la que coincidía con los argumentos principales defendidos por Alt. Según Noth, la instalación de los israelitas en tierra cananea se realizó pacíficamente y «en centros propios de nueva fundación». Aun sabedor de la complejidad de datar el proceso, también Noth ofrece unos márgenes cronológicos en los que fijar el desarrollo general de los hechos: la ocupación del territorio, piensa Noth, comenzó en la segunda mitad del siglo XIV y terminó aproximadamente a fines del siglo XII, si bien la estricta posesión de la tierra quizá se consiguió, a juicio de este autor, en unas pocas decenas de años.

Alt y Noth concuerdan además en la opinión de que en la evolución literaria de la conquista del territorio cananeo, tal y como recoge la primera parte del libro de Josué (I, 11), «ocupa un lugar destacado el factor etiológico, es decir, la creación de una explicación causal para un fenómeno, sobre todo si éste es de naturaleza física limitada. Dicho de otro modo, se fabrica una leyenda para suministrar una razón histórico-causativa a un hecho aparentemente asombroso.» El recurso a la etiología es una de las más frecuentes críticas a esta teoría, a la que se le reprocha también el escaso valor que concede a los vestigios arqueológicos.

El arqueólogo estadounidense William Albright, por su parte, encabeza la llamada «escuela norteamericana». Apoyándose en algunos hallazgos materiales admite en líneas generales la versión del libro de Josué y fecha la conquista principal del territorio cananeo en la segunda mitad del siglo XIII. Albright sostiene sin embargo que la tradición exageró la actuación de Josué, aunque le concede un protagonismo mucho mayor que el que le otorga la escuela de Alt. Objeciones que se han puesto al modelo de Albright son su interpretación restringida de descubrimientos arqueológicos que están abiertos a explicaciones muy variadas y la falsedad de algunas conclusiones extraídas de otros.

No conforme con la premisa de que los israelitas eran nómadas o seminómadas, por considerar que carece de fundamento bíblico y extrabíblico, el teólogo e historiador estadounidense George Mendenhall hizo pública una teoría distinta de las propuestas por Alt-Noth y Albright. La nueva hipótesis parte de los siguientes indicios: la suposición de que el mayor contraste de aquellos tiempos se daba entre los habitantes de las ciudades y los del campo, dominados por aquéllos; la acepción que comparten los términos «hebreo», hab/piru y apiru para designar a esas personas desplazadas, marginadas de la vida urbana; y por último, la práctica identidad de significado entre las palabras «israelita» y «hebreo».

Mendenhall opina que los cambios en Canaán no se debieron a un genocidio, ni a una inmigración masiva, ni a una violenta conquista exterior, sino que resultaron del descontento de esos campesinos marginados por las ciudades-estado cananeas. Según esta teoría, la oportunidad para la revuelta surgió tras el pacto entre los campesinos y un pequeño grupo escapado de Egipto y unido por la creencia en una nueva divinidad, Yahvé. El respaldo mutuo de los recién llegados, vinculados a un mismo código de conducta, sedujo a los campesinos cananeos impulsándoles a oponerse a sus opresores urbanos. Al principio ese rechazo les alió con los que venían de fuera y, conforme avanzó la conquista y la destrucción de ciudades, les hizo a ellos mismos hebreos. La fe en Yahvé y sus consecuencias prácticas habrían servido para suprimir un sistema social que discriminaba a los campesinos en beneficio de los ciudadanos, sustituyéndolo por otro nuevo.

La teoría de Mendenhall, muy criticada por investigadores como Hauser y Thompson, fue respaldada por el profesor estadounidense de estudios bíblicos Norman Gottwald con una obra redactada con fundamentos y terminología marxistas. Según este autor Israel se formó en Canaán entre 1250-1150 a.C. y sólo algunos subgrupos ―los procedentes de Egipto y quizá otros israelitas ya instalados en Canaán― poseían cierta identidad antes de esa centuria decisiva. Los primeros israelitas se habían dedicado sobre todo a la agricultura, ocupándose en la ganadería y en la artesanía de manera subsidiaria; el nomadismo ganadero, pues, sería una actividad marginal. Con una organización social tendente a la jefatura, la vida en aldeas fundamentaría la coalición de tribus, obligada a determinados pagos y cargas laborales y militares en beneficio de los núcleos urbanos.

A juicio de Gottwald la cultura israelita era principalmente cananea, aunque con particularidades religiosas. Fueron sin embargo razones económicas y sociales las que provocaron el levantamiento de los grupos campesinos, deseosos de librarse de las ataduras que les imponía el sistema. Se inició así, piensa este autor, un proceso revolucionario que duró casi dos centurias y en el que hubo avances y retrocesos, formándose una desorganizada sociedad de frontera que atacaba y que era atacada, pero que también sufrió acciones de bandidaje entre sus propios miembros.

Han sido numerosas las objeciones suscitadas por la obra de Gottwald en apoyo a la hipótesis de Mendenhall. Se le reprocha, por un lado, su empeño en extender al complejo proceso vivido por las tribus israelitas en esos siglos hechos que bien pudieron suceder en algunas zonas de Canaán (por ejemplo, al norte del territorio) pero de los que no hay rastro arqueológico en otros lugares. Además, se ha tachado de irreal la percepción excesivamente igualitaria que Gottwald tiene de la sociedad israelita anterior a la época monárquica, en la que autores como Lurje advierten claros contrastes tribales. No habría razón, pues, para explicar las peculiaridades religiosas israelitas a partir de una sociedad igualitaria que nunca existió. Los arqueólogos Kempinski y Schäfer niegan además que las pruebas materiales respalden esta hipótesis cuya argumentación sociológica ha sido, por otra parte, rechazada de lleno por su homólogo danés Niels Lemche.

Otra de las teorías propuestas para explicar la relación entre las tribus israelitas y la tierra de Canaán, surgió a partir de las conclusiones obtenidas por el alemán Volkmar Fritz tras sus excavaciones arqueológicas en el Négueb. Allí encontró abundantes restos de construcciones de tres y cuatro habitaciones distintas de los modelos cananeos de esa misma época. Ello le llevó a suponer que los habitantes de aquellas casas eran un grupo étnico ya consolidado y distinto a los demás, si bien las muestras cerámicas y metalúrgicas del Bronce Tardío encontradas inducen a pensar que existieron contactos entre los cananeos y esos pobladores.

De alguna manera, Fritz asume la teoría del asentamiento pacífico propuesta por Alt y Noth, aunque se separa de ellos al negar que los grupos llegados a Canaán fueran antiguos nómadas y nada más. Al menos, en su opinión, tales grupos experimentaron fases de sedentarismo en su transcurrir ambulante. Esa diferencia que le aparta de la argumentación de Alt y Noth le llevó a dar un nombre propio a su hipótesis, que llamó «de simbiosis» y que no tardó en recibir las críticas de Gottwald.

Partiendo de los hallazgos arqueológicos, Fritz critica los modelos anteriores. A su parecer, desde los siglos XV o XIV a.C. las tribus israelitas se asentaron en territorio vacío y cercano a las ciudades-estado cananeas, siendo toleradas por los pobladores históricos. Gracias a esa prolongada coexistencia, en la vida de los israelitas se produjo la simbiosis entre sus propias tradiciones y ciertos elementos culturales cananeos. Mucho más tarde, entre 1200 y 1150 a.C., llegaría la ruina de las ciudades cananeas, conquistadas y destruidas por gentes que sólo en un caso pueden identificarse (así ocurrió con Guézer, conquistada por los egipcios). Según Fritz, no hubo revolución social interna, pues la estructura de los asentamientos encontrados tras las destrucciones es distinta a la tradicional de las urbes cananeas y no pudo, por tanto, resultar de sus mismas gentes. Fritz piensa que fueron precisamente las tribus israelitas las que, con el declive cananeo, ocuparon sus antiguas ciudades.

No contento con las explicaciones ofrecidas, Niels Lemche propuso su propio modelo sobre la formación de una sociedad israelita. Por una parte, niega cualquier valor histórico a las narraciones de la Biblia anteriores al año 1000 a.C. y se opone a quienes las apoyan, por suponer que se trata de proyecciones posteriores sobre un tiempo anterior. A juicio del mencionado investigador se produjo una «evolución gradual» hacia la integración política de los habiru, antiguos campesinos o empleados en las ciudades, de las que salieron para habitar en las montañas. El proceso de despoblamiento urbano, iniciado en la primera mitad del siglo XIV a.C., terminó causando el debilitamiento de las ciudades-estado, sometidas además a rivalidades internas y a las negativas consecuencias económicas de los conflictos entre egipcios e hititas, los pueblos más fuertes de la época. ¿Y cómo se realizó esa integración política de los habiru? Lemche piensa que actualmente sólo pueden ofrecerse hipótesis; sí está seguro, en cambio, de que para el año 1000 a.C. no debemos hablar ya de habiru, porque la sociedad israelita aparece configurada en sus aspectos esenciales.

Lemche ofrece también una particular versión sobre el origen de la religión de las tribus israelitas. De entrada, se niega a aceptar su existencia en los tiempos iniciales. En su opinión, y al margen de lo que afirman los textos bíblicos, habría que demostrar que esa es la única religión de las tribus y que no fue una religión cananea, no sólo por rechazo de prácticas rituales ajenas (por ejemplo, ritos de sangre y orgías) sino también en sus contenidos positivos (interés por la práctica de la justicia y respeto al derecho).

Lemche concede gran importancia a la sociología de la religión y le interesa especialmente saber si esa ética religiosa israelita tuvo un origen urbano o rural. Como hipótesis probable, piensa que las capas acomodadas de las ciudades cananeas contribuyeron de forma decisiva a la génesis de esa ética por ser los únicos que, por su riqueza, podían «permitirse el lujo de despreciar las fuerzas de la naturaleza, rechazando de este modo la asociación entre rito y fertilidad». Como era de esperar pronto se criticó el desprecio de Lemche a las fuentes bíblicas, en beneficio de posibles apariciones de fuentes hasta ahora no encontradas que apoyaran su teoría. También se le ha acusado de simplificar en extremo el origen de la religión israelita, hasta convertirla en simple apéndice de la cultura cananea.

A la vista de estos modelos para aclarar los orígenes de las tribus israelitas, que hemos explicado brevemente, y sabiendo que sólo son algunos de los más significativos hemos de recordar una vez más la importancia de tener en cuenta todos los vestigios materiales ―textos bíblicos y documentos de distintas culturas cercanas, otros restos tangibles y huellas de cualquier tipo encontradas en las excavaciones arqueológicas― sin perder de vista las tradiciones seculares de un pueblo que, como el judío, las mantiene vivas en su «memoria común». Y es que lo importante en cuestiones como las que aquí se tratan no es inventar teorías cada vez más curiosas sino acercarse a la realidad de los acontecimientos, a lo que verdaderamente sucedió.

Durante los dos siglos siguientes al asentamiento el pueblo hebreo se afianzó en Canaán (siglos XII-XI a.C.). Ambas centurias se conocen como el período de los Jueces, guías que hábilmente unieron a las tribus israelitas contra sus enemigos. Jefes destacados de esa época son Otniel, Éhud, Débora, Gedeón, Jefté y Sansón. El libro de los Jueces comienza describiendo la entrada en Canaán, la instalación en el territorio y los intentos ―unos fallidos y otros no― por expulsar a los pueblos allí asentados.

Los textos revelan que los israelitas sucumbieron varias veces a la contaminación religiosa de sus vecinos. Según muestran los textos bíblicos, la ira de Yahvé ante el pecado de las tribus se manifestó en sometimientos temporales a estos pueblos, de quienes eran liberados gracias a la ayuda divina y a las dotes de mando de los sucesivos jueces: Otniel encabezó la guerra que batió a las tropas de Cusán Risatáin, rey de Edom, al sur de Canaán; Éhud venció a Eglón, rey de Moab; una mujer, Débora, ejerció también de juez y profetizó la gran victoria de los israelitas sobre las huestes de Yabín, rey de Canaán; Gedeón dirigió la lucha triunfal contra los madianitas, los amalecitas y varias tribus del desierto al este del Jordán; Jefté sometió a los amonitas y Sansón murió acabando con muchos filisteos, otro de esos grupos recién llegados de lejos que, tras su fallido intento de entrar en Egipto, se habían establecido en tierra cananea.

El libro de los Jueces muestra reiteradamente la predilección de Yahvé por su pueblo, pero también manifiesta con claridad virtudes y defectos de las tribus israelitas. ¿Cómo era el nexo entre ellas? El mencionado profesor Martin Noth las comparó con las ligas anfictiónicas de las antiguas ciudades griegas, que formaban confederaciones para atender asuntos de interés general. En su famosa obra El Próximo Oriente Asiático los historiadores Garelli y Nikiprowetzky consideran sin embargo esa comparación demasiado específica y prefieren hablar de «liga sagrada», a pesar de las cambiantes circunstancias. Indudablemente, según dichos autores, el vínculo religioso fue esencial para mantener la identidad tribal común:

«Si pudieron mantener su cohesión durante dos siglos no fue debido a su organización política, ni tampoco al impulso salvador de los jefes inspirados; el principal lazo de unión fue el factor religioso. El pueblo de Israel tenía conciencia de haber concluido una alianza con su Dios, Yahvé, quien lo había hecho salir milagrosamente de la tierra de Egipto y había prometido darle en herencia el país de sus padres. (…) A Él (a Yahvé) se remontan los principios de la organización social, del derecho y de la moral. Entre Yahvé y su pueblo existe una solidaridad que une estrechamente lo religioso, lo político y lo jurídico. Una ruptura en relación a cualquiera de estos últimos puntos constituía una fuente de tensión que tenía siempre una resonancia religiosa».

La cronología de la etapa de los Jueces es difícil de precisar porque están exagerados los periodos y porque, además, se unifican en la narración episodios correspondientes a distintas tribus. En cualquier caso son años de cierta anarquía, en los que el texto bíblico describe un proceso que se repite una y otra vez: el pueblo, tras su infidelidad al pacto con Yahvé, es castigado por sus pecados; a las sanciones divinas sigue el arrepentimiento y el clamor de los israelitas y, entonces, Dios suscita sucesivos Jueces para librar a las tribus de sus enemigos. Precisamente, la sencillez que manifiestan las descripciones de los errores del pueblo constituye una de las pruebas principales en favor de la historicidad de este libro de la Biblia.

A la par del proceso histórico-político que refleja el libro de los Jueces las tribus se hicieron gradualmente sedentarias en tierra de Canaán, separándose unas de otras. No obstante hubo también uniones temporales para luchar contra los adversarios, como la alianza de las tribus del norte con las del centro. El progresivo abandono del nomadismo en favor de un arraigo cada vez mayor a la tierra cambió el modo de vida, sustituyéndose unas costumbres por otras nuevas: se intensificó la dedicación del pueblo a las actividades agrícolas, que sirvieron para completar la hasta entonces reducida dieta ganadera de la población; además, las tribus israelitas lograron la estabilidad necesaria para una primitiva organización administrativa, que pudo facilitar la formación de los primeros archivos; y pronto también el sedentarismo se reflejó en el culto religioso, en el modo de alabar y relacionarse con Yahvé, único Dios.

Israel, nación. Nacimiento, apogeo y división

Los dos libros de Samuel reflejan bien la transformación de las tribus en nación. A falta de otros escritos, es imprescindible emplear la Biblia para alumbrar esta etapa. No es fácil saber lo que ocurrió, pues se ofrecen con frecuencia distintas versiones sobre los mismos hechos. En cualquier caso está claro que el decisivo proceso histórico de formación de una nación, que había madurado con la posesión de Canaán, se consolidó con la institución monárquica. Samuel es el nexo entre el período de los Jueces y la nueva época, y en él se centran los capítulos iniciales del primero de los libros que llevan su nombre.

Dedicado desde su juventud al servicio divino en el santuario de Siló, el lugar de culto más importante de entonces, la Biblia presenta a un Samuel escogido por Yahvé para ser su interlocutor ante el pueblo. Las tribus israelitas atravesaban un momento delicado. El anciano juez Elí acababa de fallecer tras oír que los filisteos, vencedores de los israelitas, habían capturado el Arca de la Alianza, símbolo de la presencia divina. Durante la lucha entre ambos pueblos murieron además, entre otros muchos, los dos hijos de Elí, injustos sacerdotes de Siló. ¿Qué iba a suceder?

El texto bíblico vuelve entonces a resaltar el poder del Dios de Israel: se impuso al dios filisteo, cuyos creyentes padecieron desgracias por la presencia del arca. Poco tardaron sus príncipes en devolver a los israelitas su símbolo de la presencia divina, añorada tras décadas de separación del Señor. Pero Samuel recordó la necesidad de abandonar los dioses extranjeros y así se hizo. Convertido desde ese momento en intercesor ante Yahvé, juez y jefe guerrero contra los filisteos, Samuel fue clave en la implantación de la monarquía en Israel. El cambio político, consecuencia de la influencia de tribus extranjeras, se narra de dos maneras en el libro de Samuel. La primera explica el origen de la monarquía israelita como resultado de una petición popular, debida al alejamiento de Dios:

«Se reunieron, pues, todos los ancianos de Israel y se fueron donde Samuel a Ramá, y le dijeron: “Mira, tú te has hecho viejo y tus hijos no siguen tu camino. Por tanto, asígnanos un rey para que nos juzgue, como todas las naciones”. Disgustó a Samuel que dijeran: “Danos un rey para que nos juzgue”, y oró a Yahvé. Pero Yahvé dijo a Samuel: “Haz caso a todo lo que el pueblo te dice. Porque no te han rechazado a ti, me han rechazado a mí, para que no reine sobre ellos”».

Según el otro relato, Yahvé deseó la realeza israelita. Y aunque Saúl fue designado rey por suertes, antes recibió la unción de Samuel. Dirigidos por Saúl, los israelitas vencieron a los amonitas, allanándose el terreno hacia la monarquía:

«Fue todo el pueblo a Guilgal y, allí en Guilgal, proclamaron rey a Saúl delante de Yahvé, ofreciendo allí sacrificios de comunión delante de Yahvé; y Saúl y todos los israelitas se alegraron en extremo.»

Durante su breve reinado, Saúl, primer rey de Israel (1020-1010 a.C.), venció a los amonitas y estableció su corte en Gueba, cerca de Jerusalén. Aunque luchó contra los principales enemigos de la nación, por no destruir completamente a los amalecitas fue rechazado por Yahvé. En vida del monarca Saúl, Samuel ungió a David, que mientras sirvió en la corte venció a Goliat, distinguido filisteo que había desafiado al ejército de Israel. David trabó amistad con Jonatán, hijo del rey, quien le defendió de la envidia que sus éxitos y virtudes despertaron en Saúl y reconoció en su derecho a ser rey. La Biblia ofrece dos versiones de la muerte de Saúl: según la primera el monarca se suicidó con su propia espada, tras ser gravemente herido por los filisteos, mientras la segunda afirma que fue asesinado por un amalecita.

Al fracaso de Saúl, asociado a una desobediencia a Yahvé, siguió el nuevo rey ungido por Samuel, David (1010-970 a.C.), miembro de la tribu de Judá y heredero de la bendición que éste recibió de su padre Jacob. Los judíos y los cristianos creen que David encabeza la dinastía del Mesías y es, por tanto, un «ungido» distinto a los demás, como el profeta Natán hizo saber al propio David:

« [...] Yahvé te anuncia que Yahvé te edificará una casa. Y cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes con tus padres, afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas, y consolidaré el trono de su realeza. (Él constituirá una casa para mi Nombre y yo consolidaré el trono de su realeza para siempre.) Yo seré para él padre y él será para mí hijo. Si hace mal, le castigaré con vara de hombres y con golpes de hombres, pero no apartaré de él mi amor, como lo aparté de Saúl, a quien quité de delante de mí. Tu casa y tu reino permanecerán para siempre ante ti; tu trono estará firme, eternamente.»

Aparte de las cuestiones teológicas que suscita su persona en judíos, cristianos y musulmanes, David fue, por su esfuerzo para consolidar el reino, uno de los hombres más destacados de la historia de Israel. Elegido al principio sólo monarca de Judá, consiguió finalmente ser ungido rey de Israel:

«Vinieron, pues, todos los ancianos de Israel donde el rey, a Hebrón. El rey David hizo un pacto con ellos en Hebrón, en presencia de Yahvé, y ungieron a David como rey de Israel. David tenía treinta años cuando comenzó a reinar, y reinó cuarenta años. Reinó en Hebrón sobre Judá siete años y seis meses. Reinó en Jerusalén sobre todo Israel y sobre Judá treinta y tres años.»

De todos modos, David rigió en dos territorios:

«La transferencia del reino de las tribus septentrionales a David significa la creación de una unión personal, de ningún modo el establecimiento de un Estado totalmente unitario. Judá e Israel mantienen su personalidad política, conservando también su conciencia individual. No han hecho otra cosa sino someterse al poder supremo de David. De momento tampoco había más que esperar. Todavía predominaba la estructura tribal, todavía se encontraba en sus comienzos la monarquía como nueva forma de organización y gobierno.»

David y su ejército obtuvieron triunfos bélicos que permitieron a los israelitas extenderse hacia el norte y el este de Canaán. Los filisteos, tras intentar romper la unidad de las tribus bajo un solo monarca, tuvieron que contentarse con la zona oriental del territorio. Pero David, continuando su política expansiva, conquistó Jerusalén. Allí fijó la capital del reino y, con el fin de convertirla además en centro del culto a Yahvé para todas las tribus, ordenó instalar en ella el Arca de la Alianza. El Libro Segundo de Samuel narra el traslado del símbolo por excelencia de la presencia divina.

Se reforzaba así la unidad. Las victorias militares de las huestes dirigidas por David posibilitaron la ampliación de los enclaves controlados por los israelitas que, probablemente, ocuparon bajo su reinado ciudades cananeas como Meguiddo y Tanak. De hecho, en vida de su sucesor Salomón, rey pacífico, ambas poblaciones aparecen en la Biblia integradas en Israel. La debilidad que entonces sufrían los imperios principales ―excepto los fenicios, dedicados a sus actividades comerciales― facilitó la derrota de pequeños reinos enclavados en Moab, Soba, Edom y Amón, que fueron sometidos a vasallaje. La gloria alcanzada durante el reinado de David nunca se olvidó.

«Sería exagerado querer aproximar el reino de David a los Imperios de Babilonia, Asiria, o de los hititas, o de Egipto; en comparación con ellos no aparece sino como un importante principado. Sin embargo entre los pueblos cuantitativamente menores fue ciertamente un gran reino; como también fue sin duda el más extenso y el más fuerte que Israel tuvo a lo largo de toda su historia, superior ciertamente por su potencia intrínseca al subsiguiente de Salomón, cuya celebrada magnificencia no fue más que la exhibición externa de lo que David había creado en el interior.»

El reinado de Salomón (970-931 a.C.), hijo de David, fue apreciado por las generaciones posteriores y considerado una etapa de apogeo y un modelo a imitar. La buena situación heredada y el cumplimiento de las instrucciones paternas ―incluyendo medidas disciplinarias como la ejecución― permitieron a Salomón afianzarse en el trono sin grandes dificultades. Salomón aparece también como predilecto de Dios, de quien recibió el don de sabiduría y muchas riquezas.

Los años de Salomón fueron una época de paz, en la que diplomacia y alianzas con naciones vecinas sustituyeron a la guerra. Como el reino israelita no era una gran potencia económica y cultural, asumió mucho de su alrededor: quizá en este sentido pueden entenderse esas «inferioridades» de que habla el historiador francés Fernand Braudel en su libro Memorias del Mediterráneo. Con todo, es bueno copiar lo bueno de otros; sin embargo, mantuvo su originalidad la especial relación entre Yahvé e Israel.

Gracias a la prosperidad económica, la actividad constructora alcanzó su cima con Salomón. Aunque representaron una pesada carga financiera para el país, dividido entonces en doce distritos, se levantaron dos grandes edificios: el palacio real y el grandioso templo de Jerusalén, nueva morada de Yahvé y orgullo nacional. Del Santo de los Santos, espacio ubicado en su interior, dice la Biblia en referencia a Salomón:

«Revistió los muros interiores del templo con planchas de cedro desde el suelo hasta las vigas del techo; revistió de madera el interior y el suelo con planchas de ciprés. Recubrió los veinte codos del fondo con planchas de cedro desde el suelo hasta las vigas, formando así en el interior el santuario, el Santo de los Santos.

«El templo, es decir, la nave delante del santuario medía cuarenta codos. El cedro del interior presentaba bajorrelieves de calabazas y capullos abiertos; todo era de cedro, no se veía la piedra. Dispuso el santuario al fondo del templo, colocando allí el arca de la alianza de Yahvé. El santuario medía veinte codos de largo, veinte de ancho y veinte de alto. Lo revistió de oro fino y alzó, delante del santuario, un altar de cedro, recubierto de oro. Revistió de oro la totalidad del templo, de arriba abajo.»

A Salomón le sucedió su hijo Roboán, poco habilidoso con las diez tribus del norte, que en Siquén le exigieron reducir los trabajos e impuestos de su padre. La negativa de Roboán, dócil a los consejos más rigurosos que recibió, fue la excusa que produjo la división del reino en dos, al rechazar esas tribus del norte la dinastía de David. El incidente no fue resultado de un fenómeno ocasional, ni la consecuencia de una simple protesta puntual. Diferencias geográficas y culturales contribuyeron a la fragmentación. Israel, más grande pero más inestable, fue también denominado reino del norte por contraste con Judá, situado al sur. En poco tiempo esa división política aumentó las diferencias religiosas.

Jeroboán, rebelde que había desempeñado funciones de jefe de los cargadores de la casa de José, fue nombrado hacia el 930 a.C. primer monarca del reino del norte, el Israel independiente. Roboán quedó rigiendo en el sur, sobre la tribu de Judá ―que desde tiempos de David parece haber absorbido a los escasos descendientes de Simeón, hijo de Jacob― y la mayor parte del territorio de la tribu de Benjamín. La fijación de fronteras y otras rivalidades provocaron luchas constantes entre Israel y Judá. En uno y otro reino los profetas se encargaron de recordar la necesidad de permanecer fieles a la alianza con Yahvé, así como el cumplimiento futuro de las promesas divinas. Pero la profunda herida de la división de ambos reinos no fue ya subsanada.

Tras escoger temporalmente las ciudades de Siquem y Penuel, Jeroboán fijó en Tirsá la capital de Israel. Pero el cambio de mayor trascendencia fue religioso: no sólo prohibió la peregrinación a Jerusalén que sus súbditos hacían para celebrar determinadas fiestas, sino que dio la espalda al culto a Yahvé. En su lugar hizo de dos becerros de oro nuevos dioses, custodiándolos en los santuarios reales de Betel y Dan, al norte y sur de sus dominios.

La inestabilidad política interna del reino del norte fue casi constante y hubo largos años de sometimiento a las monarquías colindantes. Omrí, fundador de una dinastía que se mantuvo varias décadas en el poder (885-841 a.C.), mandó construir la ciudad de Samaria y allí trasladó la capital. A la casa omrida le sucedió la dinastía de Yehú (841-748 a.C.) cuyos reyes se enfrentaron a los arameos, a quienes vencieron tras derrotas que recortaron ampliamente el territorio. Su triunfo sobre Judá permitió además la posesión temporal de Jerusalén. Jeroboán II (784-744 a.C.) fue el monarca más prestigioso del reino norte de Israel: aprovechando la difícil situación interna de los sirios y el desinterés que por la zona los asirios mostraban entonces, sus tropas reconquistaron las tierras que se habían perdido. Pero al final de su largo gobierno Israel comenzó a debilitarse y así continuó con sus sucesores.

La complicada situación del reino israelita del norte quedó patente cuando el monarca asirio Tiglatpileser III (745-727 a.C.) atacó Siria, Transjordania y Galilea, de donde marchó con 3.000 prisioneros tras hacer tributario al nuevo territorio dependiente. En su intento por desprenderse del dominio asirio, Israel pidió incluso la ayuda de Egipto. A pesar de ello el rey asirio Salmanasar V (726-722 a.C.) extendió la presión a Samaria. Siguió la estrategia su sucesor Sargón II que, finalmente, conquistó Samaria y apresó a cerca de 30.000 personas (721 a.C.). Desde entonces, Samaria se convirtió en centro de la nueva provincia asiria.

Para evitar sublevaciones se decidió dispersar por otras zonas del Imperio asirio a buena parte de la población de Israel, mezclándose los que permanecieron con los nuevos colonos llegados de Babilonia y otras zonas orientales. Esa unión originó con el tiempo las prácticas sincretistas de los samaritanos, devotos del Dios de Israel y también de los dioses babilónicos. Creyentes sólo en los libros del Pentateuco, los samaritanos se ganaron progresivamente la enemistad y el desprecio de los israelitas del sur, que se mantuvieron sin mezcla étnica y conservaron y desarrollaron lo que consideraban doctrina y ritos auténticos. Respecto a los exiliados del reino del norte que se dispersaron por tierras orientales hay judíos que siguen confiando en que el Mesías hará retornar a su patria a los miembros de esas «diez Tribus perdidas» de Israel.

Otra fue la historia de Judá, el reino del sur con capital en Jerusalén. Aunque no alcanzó la relevancia política que a veces consiguió su vecino del norte, Judá mantuvo su independencia un siglo y medio más que aquél. Los monarcas se sucedieron, superando a veces intrigas internas y a menudo asechanzas externas. Para evitar caer en manos asirias, Ajaz de Judá sometió su reino al vasallaje del gran Imperio oriental. Huyendo de los conquistadores llegaron entonces israelitas para instalarse en Jerusalén y en otras ciudades y aldeas de Judá. De este modo, la coyuntura histórica contribuyó a unir algunas tradiciones culturales distintas formadas durante la división política. En adelante, en los textos bíblicos ganó fuerza la tendencia a designar «Israel» a los dos grupos de culto yahvista, tanto del reino de Judá, aún existente, como del desaparecido reino de Israel.

Ajaz de Judá fue sucedido por su hijo Ezequías (719-699 a.C.), cuya política de distanciamiento de los asirios y amistad con Egipto provocó la invasión de Judá por orden del asirio Senaquerib (701 a.C.), que llegó a cercar Jerusalén con su ejército. La ayuda divina a los hebreos impidió su entrada y condujo finalmente a la derrota del monarca asirio. Ezequías es también recordado por las medidas que adoptó para purificar las idolatrías consumadas en Judá. Sin embargo la principal reforma religiosa fue realizada por el rey Josías (640-609 a.C.), que aprovechó la decadencia asiria y el hallazgo de textos sagrados para poner en práctica su plan de destrucción de ídolos, vuelta al monoteísmo y alianza con Yahvé, centralizando de nuevo el culto en Jerusalén.

Durante estos años se asiste a un relevo en el gobierno de las potencias orientales. El Imperio asirio nuevo alcanzó su máxima expansión con Asarhadon (680-669 a.C.), pero se encontraba en plena decadencia. Y mientras los pueblos vasallos aprovechaban las disputas internas para recobrar poderes perdidos y dejar de tributar, caldeos (pueblo de probable origen arameo establecido en Babilonia) y medos se aliaron para conquistar a los asirios las principales ciudades babilónicas. Una dinastía caldea sustituyó entonces a la asiria, fundándose el Imperio neobabilónico (625-539 a.C.), cuya expansión incluyó al reino de Judá, que sucumbió ante las tropas del rey Nabuconodosor (587 a.C.).

El templo que Salomón mandó construir en Jerusalén, orgullo de la capital, y otros edificios de la ciudad fueron destruidos. Dio comienzo entonces una masiva deportación de hebreos a Babilonia, huyendo otros a Egipto. Pero el exilio ―que pudo afectar a veinte mil personas― no sólo no mermó el apego a su identidad nacional en la mayoría de los deportados, sino que en muchos sentidos la reforzó. En palabras del editor Mario Muchnik, «en Babilonia los judíos aprendimos a ser judíos».

El escritor norteamericano Howard Fast también ha subrayado la huella que dejaron esas décadas:

«Durante aquellos [...] años en Babilonia, surgió el judío moderno o, más bien, comenzó a surgir. Se establecieron patrones que han durado hasta nuestros días y que podrían perdurar durante muchas generaciones venideras, incluidos esos dos peculiares conceptos judíos: golá, que en castellano significa “exilio”, y aliyá, una palabra hebrea que originalmente significaba “ascensión”, o la subida al monte de Dios, y que en Babilonia, durante el exilio, tomó el sentido coloquial de “regreso a Jerusalén”, significado que hoy en día todavía tiene.»

El proceso que estaba ocurriendo es una de las claves para comprender la historia judía posterior, y conviene tenerlo en cuenta al analizar la situación actual. Tras la deportación el judaísmo perdió su base territorial, y la independencia política y la residencia en una misma tierra dejaron de ser vínculos de unión. A partir de ese momento se compartía la falta de territorio y, con tanta o más intensidad que antes, la religión. Esta siguió inculcando una respuesta fiel a la alianza con Yahvé, animando al cumplimiento de lo escrito en las Tablas de la Ley y en los demás preceptos sagrados. Y eso no dependía sólo de la ayuda de Yahvé, sino también del empeño individual.

Otra de las grandes novedades que provocó el exilio babilónico fue la aparición de una institución que, con el tiempo, adquirió gran protagonismo en la historia hebrea: la sinagoga. A falta de un templo en Jerusalén donde reunirse, surgió la alternativa de ese otro «pequeño templo» que representaba la sinagoga, tan eficaz entonces y después para mantener el espíritu del pacto. Mientras se afianzaba esa nueva institución comunitaria el pueblo siguió reconociendo como enviados de Yahvé a una serie de profetas que, aparte de condenar errores, recordaron constantemente la ruta a seguir o, como dice el escriturista español Abrego de Lacy, el «vigor original». Así habló Yahvé a Ezequiel:

«Hijo de hombre, ve a la casa de Israel y háblales con mis palabras. Pues no eres enviado a un pueblo de habla oscura y de lengua difícil, sino a la casa de Israel; no a pueblos numerosos, de habla oscura y lengua difícil, cuyas palabras no entenderías. Por cierto, si te enviara a ellos, te escucharían. Pero la casa de Israel no querrá escucharte a ti, porque no está dispuesta a escucharme a mí, ya que toda la casa de Israel es de dura cerviz y corazón obstinado. Mira, yo endurezco tu rostro como el de ellos, y tu frente tan dura como la suya; yo he hecho tu frente como el diamante, que es más duro que la roca. No les temas, no tengas miedo de ellos, porque son una casa rebelde.»

Y así obró Ezequiel, quien llegó cautivo a Babilonia en el 598 a.C., arremetió contra las quejas a Yahvé de los deportados, se enfrentó a sus vicios (idolatría, adulterios, perjurios, pecados contra la justicia social) y predicó «sobre todo [...] contra la falsa confianza fetichista en el templo de Jerusalén como garantía de permanencia de la nación judaica». Ezequiel mantuvo unido al «resto fiel» que no apostató, misión sin duda de enorme importancia. El famoso salmo 137, del que se han dado interpretaciones tanto políticas como religiosas, recuerda esos difíciles tiempos de vida sin tierra propia y añoranza de lo que por fuerza se tuvo que dejar:

«A orillas de los ríos de Babilonia, estábamos sentados llorando, acordándonos de Sión. En los álamos de la orilla colgábamos nuestras cítaras. Allí mismo nos pidieron cánticos nuestros deportadores, nuestros raptores alegría: “¡Cantad para nosotros un cántico de Sión!”. ¿Cómo podríamos cantar un canto de Yahvé en un país extranjero? ¡Si me olvido de ti, Jerusalén, que se me seque la diestra! ¡Se pegue mi lengua al paladar si no me acuerdo de ti, si no exalto a Jerusalén como colmo de mi gozo! Acuérdate, Yahvé, contra la gente de Edom, del día de Jerusalén, cuando decían: ¡Arrasad, arrasadla hasta sus cimientos! ¡Capital de Babel, devastadora, feliz quien pueda devolverte el mal que nos hiciste, feliz quien agarre y estrelle a tus pequeños contra la roca!»

A partir de la segunda mitad del siglo VI a.C. el Imperio neobabilónico, controlado por los caldeos, comenzó a mostrar síntomas de debilidad. A las intrigas internas y a la mediocridad de sus últimos reyes se unió el fortalecimiento de los pueblos vasallos y de antiguos aliados. Así ocurrió en Persia, cuya dinastía meda, que dominaba la mayoría del territorio iraní, fue vencida hacia el 570 a.C. por Aquemenes, un jefe local. Se inició así la dinastía persa aqueménida, cabeza del Imperio persa (550-330 a.C.), que gracias a su habilidad guerrera y a sus avances tecnológicos extendió sus dominios por Oriente Próximo durante una larga etapa de la historia antigua.

Según parece nieto de Aquemenes, el rey Ciro II el Grande (559-529 a.C.) fue el auténtico fundador del Imperio persa. Sus huestes conquistaron el reino de Lidia, en Asia Menor, y diversas colonias griegas. Mayor éxito representó la incorporación a Persia de Babilonia, que desapareció como imperio. Desde entonces Babilonia se convirtió en región autónoma dependiente de Persia, se le impuso el arameo como lengua oficial y se le obligó a acatar determinadas medidas. Otros soberanos persas destacados fueron Cambises II (529-522 a.C.), que ocupó Egipto, y Darío I (521-486 a.C.), que extendió su poder desde el mar Negro hasta el océano Índico y desde el Mediterráneo oriental al río Indo, aunque no pudo vencer a Grecia en la primera guerra Médica.

Tras la vuelta del destierro

Después de conquistar Babilonia, Ciro II se mostró tolerante con su población y, aunque fue consagrado rey de la ciudad, no impuso su religión. Esa habilidad política con los pueblos vencidos, nunca practicada hasta entonces por los asirios, hizo ganar a Ciro II el respeto de sus nuevos vasallos. En esa línea, en el 538 a.C. firmó un edicto beneficioso para los hebreos, por entonces pueblo sin tierra. Si pretendió realizar un gesto de deferencia o la decisión formó parte de una estrategia política no interesa demasiado en el caso que nos ocupa. Pero la trascendencia de su edicto en la historia hebrea nos induce a trasmitir la voluntad del monarca, según aparece en el libro bíblico de Esdras:

«Así habla Ciro, rey de Persia: Yahvé, el Dios de los cielos, me ha dado todos los reinos de la tierra. Él me ha encargado que le edifique un templo en Jerusalén, en Judá. Quien de entre vosotros pertenezca a su pueblo, sea su Dios con él. Suba a Jerusalén, en Judá, a edificar el templo de Yahvé, Dios de Israel, el Dios que está en Jerusalén. A todo el resto del pueblo, dondequiera residan, que las gentes del lugar les ayuden proporcionándoles plata, oro, hacienda y ganado, así como ofrendas voluntarias para el templo de Dios que está en Jerusalén.»

Tras 49 años desde la tercera y más numerosa deportación a Babilonia, ordenada por el rey asirio Nabuconodosor, se iban a cumplir algunos de los oráculos de liberación anunciados por los profetas. A diferencia de lo ocurrido en el antiguo reino de Israel, las tierras antes habitadas en Judá habían quedado vacías tras la deportación de los hebreos y, por tanto, su vuelta no iba a suponer mezclas con otros pueblos. Dirigidos por Sesbasar, muchos hebreos volvieron a Judá; pero otros, como indica el historiador judío Flavio Josefo, optaron por permanecer en tierras babilónicas, donde ya se habían establecido.

Sea cual fuera la decisión adoptada por cada familia, lo cierto es que la voluntad del rey Ciro de permitir y facilitar al pueblo hebreo regresar a Judá, tras el exilio en Babilonia, marcó un hito en su historia. Significó, entre otras cosas, la posibilidad de volver a las raíces, a una tierra hecha nostalgia. Y esa vuelta se reflejó en aspectos espirituales y materiales que dejaron profunda huella. Entre otras ventajas, el edicto del rey persa posibilitó que se dieran condiciones especialmente favorables para la instrucción religiosa del pueblo. En ese ambiente se procedió a una labor de particular relevancia religiosa y, en sentido amplio, también cultural: según la mayoría de los especialistas, la redacción definitiva de los cinco libros del Pentateuco se realizó entre los siglos V y IV a.C. a partir de recopilaciones de textos anteriores.

En esa época se ha generalizado ya el término «judío» para designar a los que volvieron del exilio, independientemente de sus orígenes tribales. El gran proyecto que cohesionó socialmente a los recién llegados a Judá fue la reedificación del templo de Jerusalén. Los trabajos se interrumpieron dos veces, una por causa de los samaritanos, cuyo sincretismo religioso condujo a los judíos a excluirles del esfuerzo de reconstrucción.

Finalmente, las exhortaciones de los profetas Ageo y Zacarías y, sobre todo, el edicto del rey persa Darío hicieron posible la reanudación de las obras del santuario. Terminaron «el día veintitrés del mes de Adar, el año sexto del reinado del rey Darío», correspondiente al 515 antes de la era cristiana. Los muros de ese lugar destinado a que «se ofrezcan sacrificios» estaban formados por «tres hileras de piedra de sillería y una de madera», mucho más sobrio que el de tiempos de Salomón, y terminarse fue dedicado a Dios. Comenzó así el llamado «período del Segundo Templo», nueva etapa en la historia del judaísmo.

Reconstruido el templo, durante el reinado del persa Artajerjes (464-424 a.C.) se reanudaron y terminaron ―con el permiso real y el favor de Dios, según el libro de Nehemías― las obras en las murallas de Jerusalén y en el resto de la ciudad. El propio Nehemías, gobernador de Judá en nombre del rey persa, no se limitó a impulsar los trabajos de restauración, pues procuró también corregir determinados abusos provocados por incumplir la Ley. Comparando esa situación del pueblo judío con la «indiferencia» estatal hacia la Iglesia católica de sus tiempos, el filósofo francés Georges Sorel escribió a principios del siglo XX que tal circunstancia dio buenos frutos para el judaísmo:

«Precisamente cuando ya no tuvieron patria, los judíos llegaron a darle a su religión una existencia definitiva; durante el tiempo de la independencia nacional, habían propendido a un sincretismo odioso para los profetas; y se volvieron fanáticamente adoradores de Yahvé cuando se vieron sometidos a los paganos. El enriquecimiento del código sacerdotal, los Salmos, cuya importancia teológica había de ser tan grande, y el Segundo Libro de Isaías, son de esa época. Así, la vida religiosa más intensa puede existir en una Iglesia que vive bajo el régimen de la indiferencia.»

Al margen de las relaciones que puedan establecerse entre la falta de autogobierno y el florecer religioso, que no tienen por qué dar siempre los mismos resultados, lo cierto es que la privación de capacidad de decidir sobre su destino no mermó la religiosidad del pueblo judío, sino todo lo contrario. Cuando Nehemías, tras doce años de gobierno en Judá representando al rey de Persia, regresó a Susa, capital del reino, se reanudaron los problemas religiosos en Jerusalén. Esdras fue entonces elegido para impulsar una revitalización religiosa que las propias autoridades juzgaron necesaria. Como afirma el hebraísta Carlos del Valle, «el significado fundamental de Esdras, para el posterior desarrollo del judaísmo, fue el hacer de la Torá la norma de conducta, sancionada por la autoridad civil, del pueblo judío».

Esdras, en efecto, consiguió con sus reformas que los judíos se identificaran más como el pueblo de la Torá que como una simple nación. Las circunstancias históricas, recuerda el escriturista José Luis Sicre, no fueron ajenas a esas medidas: «En lo religioso, la época persa supone un esfuerzo por asegurar la identidad judía cuando se ha perdido la libertad y el pueblo se encuentra disperso en lugares muy distintos del mundo. Esa identidad terminará poniéndose en la idea de la raza santa y en la observancia de la Ley, especialmente de la circuncisión y del sábado. Cosas que cualquier israelita puede practicar en cualquier lugar del mundo.»

Cambios significativos se realizaron durante esta teocracia aceptada por los persas. Tras lamentar que en Israel se practicaran ritos de pueblos infieles, Esdras comenzó a enseñar el contenido de los preceptos divinos, disolvió los matrimonios mixtos y promovió el ayuno, la confesión de los pecados y la unificación de los textos de la Torá, ayudado por otros juristas de Babilonia y de Judá. Carecer de rey propio y disponer de un nuevo templo, el segundo que se construyó, explican que los sacerdotes judíos adquirieran más importancia que antes, sobre todo uno de ellos, el «sumo sacerdote». De todos modos, la labor de Esdras contribuyó con eficacia a ampliar a un nuevo grupo social el conocimiento intelectual, antes reservado a los sacerdotes. Por lo demás, la vida cotidiana personal, familiar y social, tan ligada a preceptos religiosos, comprendía actividades agrícolas y ganaderas para el mantenimiento propio y el pago de impuestos al Imperio persa. Parece que en esta etapa se consolidó el arameo como lengua hablada, aunque el hebreo siguió utilizándose para escribir.

La autonomía vigilada vivida con los persas continuó en Judea durante la dominación griega (332-167 a.C.). En su marcha al sur para conquistar Egipto, Alejandro Magno (357-323 a.C.), reciente vencedor del rey persa Darío III en la batalla de Issos, se apoderó de Siria y ocupó Judea, sin entrar en Jerusalén. Asegurado el dominio sobre Egipto, donde fundó Alejandría, el joven monarca macedonio partió hacia Persia, a la que también sometió, llegando incluso a penetrar en la India, desde donde regresó a su país. Nuevas ciudades surgieron como consecuencia de este periplo, pero la temprana muerte de Alejandro dejó inconclusa la unificación de tan extensos territorios. Sin embargo, numerosas familias salieron de Judea para poblar las urbes recién fundadas y pronto se constituyó una diáspora judía que, con el tiempo, alcanzó considerable importancia demográfica y económica.

Tras varias batallas por el control del imperio, el poder se dividió y los territorios se repartieron entre Tolomeo, Antígono y Seleuco, generales de Alejandro que encabezaron nuevas dinastías. Los Tolomeos gobernaron en Egipto, los Antigónidas en Macedonia y los Seleúcidas en Mesopotamia, Persia, Asia Menor y Siria. Aunque el reinado tolomeo en Egipto duró casi tres siglos, su dominio sobre Judá fue menos prolongado (301-200 a.C., a excepción de un corto espacio de tiempo de control seléucida durante la cuarta de las llamadas «guerras sirias», finalizada el 217 a.C.). La presencia de la dinastía en Judea comenzó cuando su fundador, Tolomeo I, arrebató a Seleuco I la provincia de Siria-Fenicia (Celesiria), de la que formaba parte Judea. Aunque las pretensiones seléucidas por controlarla de nuevo ocasionaron cinco guerras a lo largo del siglo III a.C., los esfuerzos resultaron inútiles.

Además, el primer Tolomeo ensanchó sus dominios conquistando Cirene (en la actual Libia) y diversos puertos marítimos mediterráneos, principalmente de Asia Menor. El dominio tolomeo de la ruta hacia Arabia y la implantación de asentamientos urbanos a lo largo de ella impulsaron la actividad comercial, que redundó en el crecimiento económico del reino. De este dinámico intercambio de productos se beneficiaron también los judíos, extendidos ya por distintas ciudades del camino.

Durante los siglos III, II y I a.C. creció considerablemente la comunidad judía de Egipto. Si bien Alejandría concentró la mayoría de esa población, había colonias judías por todo el país, en aldeas donde se acostumbraba a distinguir griegos y judíos. Muchos se dedicaban a la agricultura y otros a la recaudación de impuestos. Se levantaron sinagogas e incluso durante un tiempo (160 a.C.-73 d.C.), cerca de Leontópolis, se mantuvo una réplica en pequeña escala del templo de Jerusalén. Aunque nunca se convirtió en referencia para los judíos piadosos, demuestra al menos la importancia de la colonia judía en Egipto. Por lo demás, en ocasiones surgieron discrepancias con la comunidad griega ―por ejemplo durante la guerra civil, cuando los judíos apoyaron a Cleopatra III y los griegos a su hijo Tolomeo Latiros―, pero las diferencias se resolvieron de manera pacífica. Y es que como afirmaron los especialistas en historia helenística William Tarn y Guy Griffith «la tensión, inicialmente política, sólo se demostraba en palabras: el antisemitismo acompañado de la violencia fue desconocido en Egipto antes del Imperio romano ».

Con los Tolomeos, Judea dependió administrativamente de Celesiria, que distinguía ciudades helenísticas, colonias militares y la campaña, formada por distritos que agrupaban pueblos. Excepción a esta clasificación, Jerusalén fue considerada ciudad-templo y se rigió por un estatuto especial. En virtud de este, la gobernaba un Consejo de Ancianos presidido por el Sumo Sacerdote, cargo hereditario, representante del rey extranjero y a la vez máxima autoridad religiosa. A los Tolomeos, como a tantos otros dirigentes helenísticos, no importó demasiado la religión de sus gobernados siempre que no ocasionara problemas.

Otros judíos vivían dispersos por el Imperio seléucida: existían comunidades en Mesopotamia (Iraq), Persia (Irán) y, cada vez más, en las colonias seléucidas de Asia Menor (actual Turquía). El gobierno de esta diáspora pudo acogerse al estatuto otorgado por los reyes persas, que permitía un amplio margen de libertad. La legislación respetaba el monoteísmo, lo más valorado por la comunidad judía. Además, por lo general, su situación económica era buena, especialmente la de los pequeños grupos dedicados al comercio.

El encuentro con la próspera civilización griega benefició a muchos judíos, pero planteó la conveniencia o no del proceso de asimilación cultural. Como ha ocurrido con otros pueblos, es cuestión recurrente en la historia judía y sigue ocasionando múltiples debates: unas veces para valorar sus beneficios y fomentar el proceso; otras, para considerar sus peligros y frenarlo. Es probable que lo mejor sea enriquecerse con las aportaciones ajenas, sin renunciar a la propia idiosincrasia cultural. Porque la asimilación, la absorción e incluso la eliminación de lo específico de una cultura «menor» por otra «mayor» ―entendiendo ambas expresiones en sentido cuantitativo― ¿produce siempre un resultado positivo?

Es normal que las culturas ajenas posean valores, actitudes y experiencias que convenga asimilar porque son buenos o porque mejoran las condiciones de vida. Pero también puede acontecer que una cultura «mayor» que otra sea, respecto de esta, «más débil». Cuando así ocurre conviene a la cultura «menor» conservar los valores «fundamentales» que, por «fundamentar» la vida de sus miembros, no deben perderse en la vorágine de la asimilación. Esta es la cuestión de fondo que subyace en el encuentro de la civilización griega con el pueblo judío.

Allá donde llegan los griegos sorprenden y atraen con la variedad y profundidad de su pensamiento filosófico, con la racionalidad que reflejan sus instituciones políticas, con el aumento de intercambios comerciales y la riqueza que le acompaña y con la belleza de sus expresiones artísticas. Y a esta cultura cada vez «mayor», ¿cómo respondió el pueblo judío, en parte disperso y en parte concentrado, pero empeñado en mantener la alianza con Yahvé y los valores que implicaba? ¿Podían los judíos asimilar los avances y rechazar lo que, desde el punto de vista religioso, consideraban claros retrocesos?

De la parte griega parece que, a pesar de ser criticada por encender la llama del odio a los judíos, se dieron facilidades para que cualquiera pudiera escoger o rechazar de su civilización lo que estimara conveniente. De la parte judía la secuencia histórica revela que el encuentro con el mundo helenístico tuvo una significativa repercusión cultural de duración multisecular, porque la civilización de Roma, heredera de la griega, prolongó el proceso. Al fin y al cabo, en opinión del historiador ruso Vasili Struve, el helenismo sirvió de «puente entre la Grecia clásica y el mundo romano del Imperio».

Por su parte, el británico Paul Johnson ofrece una peculiar versión del contacto entre griegos y judíos:

«En cierto sentido, la relación entre griegos y judíos en la Antigüedad se pareció a las relaciones entre los judíos y los alemanes durante el siglo XIX y principios del XX, aunque la comparación no debe exorbitarse. Griegos y judíos tenían muchos puntos en común ―por ejemplo, sus concepciones universalistas, el racionalismo y el empirismo, la conciencia del ordenamiento divino del cosmos, su sentido ético, el absorbente interés en el hombre mismo―, pero finalmente las diferencias, exacerbadas por los malentendidos, llegaron a ser más importantes.

«Tantos los judíos como los griegos afirmaban creer y pensaban que creían en la libertad, pero mientras para los griegos la libertad era un fin en sí mismo, alcanzado en la comunidad libre y autónoma que elegía sus propias leyes y sus dioses, para los judíos no era más que un medio, que impedía las interferencias en las obligaciones religiosas establecidas por mandato divino y que no podían ser modificadas por el hombre. Los judíos habrían podido reconciliarse con la cultura griega únicamente si se hubieran adueñado de ella; como en definitiva hicieron, en la forma del cristianismo. Por lo tanto, es importante comprender que la aparente rebelión judía contra Roma en el fondo era un choque entre las culturas judía y la griega.»

Las relaciones interurbanas crecieron durante los tolomeos. En ciudades cosmopolitas como Alejandría y Roma, empapadas de helenismo, los judíos mejor situados pronto se sintieron atraídos por las costumbres que llegaban de Grecia. A algunos se les concedió la ciudadanía griega y pronto se extendió el uso de nombres propios griegos. Pero la fascinación por lo helénico tuvo fuera de Judea manifestaciones culturales más significativas: afectó a la lengua, sustituyéndose progresivamente el uso del hebreo y del arameo por el griego, e influyó también en la filosofía e incluso en las prácticas religiosas sincréticas de algunos judíos, a pesar de la gran distancia que separaba helenismo y judaísmo.

Habría que calificar el proceso de verdadero intercambio, porque la diáspora helenizada difundió ideas judías. El mejor ejemplo es la traducción al griego de los textos bíblicos originales. Conocida como Septuaginta o Versión de los Setenta, según documentos de la época la traducción se hizo por petición del rey Tolomeo II (283-246 a.C.) al sumo sacerdote Eleazar, quien envió a Alejandría sabios capaces de realizar tan compleja tarea. La obra resultante, desigual, alterna textos literales y otros adaptados, y refleja una diversidad de estilos que es consecuencia del elevado número de personas que intervinieron en la traducción. Con todo la Versión de los Setenta tuvo gran utilidad, al convertirse en el libro empleado por las comunidades judías de la diáspora, que habían abandonado el hebreo como lengua ordinaria de comunicación. Más tarde, las primeras traducciones bíblicas de los cristianos se basaron en esa versión. Visto con perspectiva histórica, es indudable que los seguidores de Jesús reforzaron la aportación cultural judía a la herencia de la civilización griega.

A diferencia de lo que ocurría en la diáspora, Judea no vivió la helenización profunda que afectó a otras zonas y preservó con mayor pureza sus costumbres tradicionales. A ello contribuyeron tanto la lejanía de los principales núcleos de población griega como la concentración de judíos en esa zona. Pero quizá el factor decisivo fue, una vez más, la continuidad de las costumbres familiares. Aún así no faltaron conflictos entre miembros de las clases privilegiadas, proclives a helenizarse, y los hassidim («piadosos»), fieles a un judaísmo sin mezcla alguna.

Los problemas aumentaron cuando el rey seléucida Antíoco III venció a los Tolomeos, haciéndose con el control de Judea (200 a.C.). A pesar de que dos años después el nuevo monarca concedió a los judíos el privilegio de seguir obedeciendo la Ley de Moisés, se inició en Judea un rápido proceso de helenización. Más interesados en mostrar la verdadera sabiduría de Israel, anclada en el conocimiento y en el amor a Yahvé, que en disertar sobre cuestiones filosóficas y tópicos mitológicos en boga en tierras del Mediterráneo oriental, los escritos bíblicos de aquella época no reflejan bien la influencia griega.

En manera alguna supuso esto cerrarse a lo que de bueno había en otras civilizaciones, incluida la griega; con todo, los autores del texto bíblico continuaron trazando un camino original, no recorrido hasta entonces pero ya iniciado por los redactores anteriores de las Escrituras Sagradas. Uno de esos mensajes de fondo de los textos sapienciales revelaba que, sin distorsiones en el proceso cognitivo, cualquier objeto o sujeto de los sentidos, de la inteligencia y de la voluntad, enriquece al ser humano y le acerca a Dios; también que sólo la fe en Yahvé permite un conocimiento verdaderamente profundo.

Con todo, la influencia cultural griega se prolongó más allá del período helenístico (332 a.C.-167 a.C.). De esa época datan, precisamente, algunos de los libros reconocidos como inspirados por Dios por los judíos y los cristianos y otros como los deuterocanónicos ―a los que aludiremos en el próximo volumen― solo incluidos, según los casos, en los cánones de libros sagrados de la Iglesia católica, las iglesias cristianas ortodoxas y la Iglesia copta: del siglo III a.C. son el Eclesiastés, el Eclesiástico, Ester, parte de Proverbios y quizá algunos Salmos, así como el libro de Enoc; del siglo II a.C. son Daniel y los libros I y II de los Macabeos; y del siglo I a.C. Judit y Sabiduría.

Más apegados al curso superficial de los acontecimientos que al plano sobrenatural, excavaciones arqueológicas y hallazgos imprevistos de documentos, cartas, dibujos, monedas y otros materiales prueban que la cultura griega se extendió por Judea. Según el historiador francés Pierre Vidal-Naquet, tales descubrimientos constituyen huellas menores de cambios más profundos que afectaron principalmente a los grupos sociales más pudientes de la sociedad judía, porque «el modo de vida griego y las construcciones que implicaba, desde el teatro al gimnasio, costaban mucho dinero». Vidal-Naquet recurre a la comparación con ejemplos coetáneos para facilitar la comprensión de aquel proceso histórico:

«¿Es, pues, así, acumulando este tipo de detalles, como hay que plantear el problema de la aculturación? Creemos que no. Evidentemente, el desafío griego no se dio a conocer en un día pero fue total. Hay que comprender que lo que estaba en juego era un modo de vida tan afirmado frente a los pueblos conquistados, como pueda estarlo hoy en día el modo de vida occidental frente a los pueblos del Tercer Mundo.

«El ágora, la palestra, las instituciones efébicas, las plazas y las calles con pórticos, la decoración escultórica y las tumbas monumentales desempeñaban en aquel momento, ante una fracción de la población sometida, el mismo papel que hoy juegan los blue-jeans, el rascacielos, el tocadiscos o el drugstore. Constituyen aquello por lo que el vencedor es vencedor, el símbolo de su superioridad. Esto es lo que expresa un célebre pasaje del libro I de los Macabeos (I, 11-15): “Salieron de Israel por aquellos días hijos inicuos, que persuadieron al pueblo diciéndole: ‘Ea, hagamos alianza con las naciones vecinas, pues desde que nos separamos de ellas nos han sobrevenido tantos males’; y a muchos les parecieron bien semejantes discursos. Algunos del pueblo se ofrecieron a ir al rey, el cual les dio facultad para seguir las instituciones de los gentiles. En virtud de esto, levantaron en Jerusalén un gimnasio, conforme a los usos paganos; se restituyeron los prepucios, abandonaron la alianza santa, haciendo causa común con los gentiles, y se vendieron al mal.”

«El texto no distingue ―y no quiere distinguir― entre los que abandonaron el judaísmo, que los hubo ciertamente, y los que intentaban modificarlo acomodándolo al helenismo, tal como el sumo sacerdote Josué (Jasón), quien “hasta bajo la misma acrópolis se atrevió a erigir el gimnasio, obligando a educar allí a los jóvenes más nobles” (II Macabeo, IV, 12). Si los primeros se convirtieron en griegos, fueron los segundos los que se convirtieron en personajes desdoblados.»

La intensidad de la helenización en Judea agudizó la enemistad entre los judíos helenizantes y los hassidim. A este último grupo pertenecía Jesús Ben Sirá, autor del Sirácida o Eclesiástico. La obra, redactada en hebreo y aceptada oficialmente como parte integrante de la Biblia cristiana, no está sin embargo en el canon judío, a pesar de citarse repetidas veces por muchos rabinos y de haberse encontrado fragmentos de la misma en Qumrán y en otros lugares. En su escrito, Ben Sirá opone a la helenización la fuerza de la historia de Israel, la tradición judía y toda la verdad que encierra. La auténtica sabiduría, asegura el Eclesiástico, «viene del Señor» e Israel es precisamente la «porción del Señor» a quien ha tratado como a su «primogénito» y ha dado esa sabiduría.

Tras Antíoco III reinó su hijo Seleuco IV, sucedido por su hermano Antíoco IV, también llamado Epífanes. Muy interesado en helenizar sus dominios, el rey contó con apoyos entre los propios judíos. Así, para conseguir sus planes el sumo sacerdote Onías III fue depuesto y sustituido por su hermano Jasón, partidario de la asimilación cultural, que pronto dio órdenes para acelerar la helenización de Jerusalén. Parecido esfuerzo puso después Menelao, que suplantó a Jasón en el sumo sacerdocio al prometer al rey mayores tributos.

El gobierno de Menelao fue muy duro. Durante su mandato Jasón intentó hacerse con la ciudad, provocando la cruel intervención de las tropas de Antíoco, que condujo a un considerable exilio de población. Meses después, ya en el año 167, se dictaron órdenes encaminadas a la unificación cultural. A ellas se opuso Judá porque entrañaban el establecimiento de cultos paganos. La represión fue intensa y por eso, como afirma Soggin, «la política de Antíoco IV hacia sus súbditos de religión hebrea se ha convertido en ejemplo de persecución religiosa en la Antigüedad». Como resultado de la violenta presión muchos judíos claudicaron de su fe. Muchos otros, sin embargo, no lo hicieron.

Entre los que rechazaron las exigencias religiosas idólatras que querían imponerse con el helenismo el texto menciona a quienes prefirieron morir antes que traicionar su fe. Tampoco faltaron los que optaron por oponerse abiertamente a lo que estaba ocurriendo en Judea: se originó así una revuelta, apoyada por grupos de hassidim, capitaneada por el sacerdote Matatías y sus hijos. A la muerte del padre, uno de ellos, Judas, apodado Macabeo («el martillo»), inició una nueva dinastía (164-37 a.C.), aunque no adoptó el título de rey. Para ello tuvo que hacerse con el gobierno del país, logrando la mayor independencia posible frente a las potencias exteriores y la seguridad de conservar la pureza de la fe. La alianza con las cada vez más poderosas autoridades romanas facilitó esta situación. Muchos historiadores comparten las conclusiones alcanzadas por la historiadora belga Claire Préaux en su libro dedicado al mundo helenístico:

«Los judíos se sabían y se querían diferentes. Su ley les separaba de los demás hombres. En el mundo helenístico, los modelos de promoción habían sido heredados de la ciudad griega y era la cultura griega la que cualificaba a un hombre para esa promoción. El problema se resume, pues, de esta manera: ¿Cómo seguir siendo judío y, al mismo tiempo, un hombre moderno? Las tensiones se hicieron cada vez más fuertes entre los ortodoxos y los partidarios de la modernización, agravadas muy pronto por la brutal intervención de Antíoco IV. La victoria de los ortodoxos, los Hassidim, fieles intérpretes de las Escrituras, preservó la religión judía y, con ella, la conciencia entre los judíos de la especificidad de su raza. La persecución cimentó una fuerte cohesión de grupo; la victoria puso de relieve una causa aprobada por Dios y la esperanza de salvación. Marcó definitivamente al pueblo judío.»

Si bien los libros de los Macabeos contienen abundantes datos de lo ocurrido a comienzos de esta etapa, la información más completa aparece en los escritos del historiador Flavio Josefo, matizada y ampliada con material arqueológico y varios textos, como los encontrados en algunos manuscritos del mar Muerto. Los esenios, autores de estos escritos, empezaron a distinguirse del resto de hassidim cuando decidieron marchar al desierto para escapar de la helenización que querían imponer los Seléucidas.

Se piensa que los hassidim, también llamados “asideos” o “jasideos”, dieron origen a dos destacados grupos judíos, los fariseos y los esenios, aparecidos durante la etapa de gobierno de los Macabeos. Los fariseos, estudiosos de las Escrituras y excesivamente minuciosos en su interpretación, se opondrán a todo intento de helenización. Por su parte, los esenios procuraban vivir con rigor los preceptos del judaísmo; una escisión de este grupo formó una secta no numerosa y terminó retirándose a Qumrán.

En el siglo II a.C. se constituye también, sin relación alguna con las comunidades anteriores e incluso en clara oposición a los fariseos, la secta político-religiosa de los saduceos. La mayoría de ellos pertenecía a la aristocracia sacerdotal y sí se sintieron atraídos por el helenismo.

Flavio Josefo ofrece una descripción de los tres grandes grupos en su obra Guerra de los judíos, II, 7.

Tras los gobiernos de Judas Macabeo y de Jonatán su hermano Simón pasó a dirigir en Judea la oposición al helenismo. Los primeros Macabeos ―denominados Asmoneos a partir de Simón― adoptaron los títulos de sumo sacerdote, etnarca y jefe y emplearon sus fuerzas en una exitosa política de expansión. Sin embargo, con Juan Hircano I comenzó a producirse un alejamiento entre los gobernantes y el pueblo: al rechazo a una vida en permanente estado de guerra se unió la oposición a la creciente influencia del helenismo, que introdujo costumbres ajenas a la tradición. Lejos ya el anhelo de los primeros Macabeos por conservar la integridad de la fe, los fariseos, continuadores de los hassidim, rompieron con Juan Hircano I.

Su hijo Aristóbulo fue el primero de la dinastía en adoptar el título de rey, sin abandonar el de sumo sacerdote. Pronto le sucedió su hermano Alejandro Janeo (103-76 a.C.), que tuvo constantes conflictos con los fariseos y aprovechó cualquier oportunidad para expulsarles, encarcelarles o asesinarles. Sí obtuvo en cambio éxito en el exterior, alcanzando la máxima expansión territorial de la dinastía: además de Judea, el reino de los Asmoneos se extendió a Samaria y Galilea al norte, Idumea al sur y algunas franjas de terreno en la costa mediterránea y en Transjordania. A su muerte el trono pasó a su viuda Alejandra (76-67 a.C.) y el sumo sacerdocio a su hijo Hircano, de carácter apocado. Durante su reinado Alejandra cambió radicalmente la política interna de su marido y contentó a los fariseos, cediéndoles buena parte del poder; también consiguió un período de paz del que estaban muy necesitados los judíos de esas tierras.

Los problemas volvieron cuando, muerta Alejandra, Aristóbulo II (67-63 a.C.) arrebató el poder a su hermano Hircano II. Este, animado por el rey de los nabateos, intentó recuperar el trono. Durante varios años se sucedieron las luchas entre los hermanos y los aliados de uno y otro. El 63 a.C. el asunto se sometió al juicio de Pompeyo, el general romano que meses antes había terminado con el reino seleúcida y convertido a Siria en provincia de Roma. Aristóbulo, temiendo que la decisión le fuera contraria, opuso resistencia hasta que Pompeyo entró con sus tropas en Jerusalén. Judea quedó reducida en tamaño y los territorios que dependían de ella pasaron a jurisdicción del gobernador de la provincia romana de Siria. A falta del título de rey, el débil Hircano tuvo que conformarse con el nombramiento de sumo sacerdote (63-40 a.C.) y etnarca, siempre en dependencia política de las decisiones de Roma.

El pueblo judío en la historia

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