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I. Origen y evolución del conflicto de Oriente Próximo

Una carrera de obstáculos

Ocurre con frecuencia entre los no judíos que cuesta comprender el valor especial de la tierra de Israel para muchos que sí lo son. Esa calurosa zona de Oriente Próximo fue durante siglos el hogar judío, el lugar donde el pueblo forjó su «personalidad» al acoger sus penas, alegrías y retos cotidianos. El judaísmo, desde luego, ha contribuido de forma decisiva a mantener y elevar el carácter de esos vínculos ―aunque sin concretarlos políticamente― al reconocer en ellos la voluntad divina. Sin embargo, a pesar de esa larga tradición histórica entre tierra y pueblo el judaísmo no ofreció una concreción política a dicho vínculo.

La existencia del actual estado de Israel tendría que esperar al progresivo desarrollo del sionismo, corriente de pensamiento y de acción relativamente reciente que el diplomático israelí Jacob Tsur definió y contextualizó así hace unas décadas:

«El sionismo es el movimiento de liberación nacional del pueblo judío. Se inserta en el gran proceso histórico de la emancipación de las naciones, que se inició en Europa, desde Italia a los Balcanes, en la primera mitad del siglo XIX, con las primeras revoluciones nacionales, y que culminó con la independencia de casi todos los pueblos de Asia y de África después de la Segunda Guerra Mundial.»

Durante el siglo XIX la secularización ganó partidarios en muchas comunidades judías de Europa occidental y central. Mientras los que vivían en la zona oriental conservaban sus costumbres centenarias, trabajando en actividades agrarias casi como único medio de vida, entre sus hermanos del oeste creció el número de los que relegaron la educación religiosa para aprovechar la enseñanza laica de los gentiles e introducirse en sectores influyentes.

Uno de los judíos que optaron por esa vía fue Theodor Herzl (1860-1904), fundador del sionismo político. Nacido en Budapest e instruido en Viena, donde conoció las dificultades que un judío debía superar para situarse en la sociedad, Herzl encontró en el periodismo un medio con el que ganarse la vida. Gracias precisamente a su actividad como corresponsal de un diario vienés en París, Herzl pudo vivir en directo las pasiones que levantó el caso Dreyfus. Además de esta experiencia, el conocimiento de las persecuciones antisemitas desencadenadas en Rusia, así como su percepción del ambiente de hostilidad hacia los judíos que se estaba creando en Alemania, le impulsaron a reconsiderar su apoyo a los judíos que abogaban por la asimilación.

En 1896 Herzl publicó en Viena El Estado de los judíos, cuyas ideas dieron comienzo al sionismo político organizado. Según Herzl, el problema judío sólo encontraría solución definitiva con la creación, por medios políticos y diplomáticos, de un estado judío. La importancia dada al factor político no existía en otras concepciones sionistas aparecidas a mediados del siglo XIX. Así, Asher Guinzburg (1856-1927), que firmó sus obras con el nombre de Ahad Haam, había preconizado la necesidad de establecer en Israel no un hogar nacional o una casa común, sino un centro espiritual que reavivara en la conciencia judía el deseo de recuperar una identidad que podía perderse. Haam, padre del que contradictoriamente se ha llamado «sionismo espiritual», hizo una gran labor dirigida a reavivar en las comunidades hebreas la cultura y las costumbres de siempre.

Anhelo por Sión

La palabra “Sión”, de origen incierto, es utilizada cerca de 150 veces en la Biblia. En la primera de ellas (2 Sam, 7) Sión da nombre a una fortaleza de Jerusalén conquistada a los jebuseos por el rey David. Con el tiempo, Sión extendió su significado a la ciudad de Jerusalén y, más tarde, al conjunto de Tierra Santa. Los Profetas emplearon el término con sentido religioso, pero también nacional, preocupados como estaban por la supervivencia del pueblo. Terminada la Biblia, la palabra Sión continuó formando parte de la cultura judía (aggadot, oraciones, poesías y canciones) con el doble significado religioso y nacional.

A partir de la segunda mitad del siglo XIX, el anhelo por Sión acabó impulsando a bastantes familias a establecerse en esa tierra. Unos cuantos escritores hicieron lo mismo (Jacob Fichman, Yehuda Karni, David Shimoni, Rachel Bluwstein, Uri Zvi Greenberg, Yitzhak Lamdan, Avraham Shlonsky y Levi Ben-Amiati, entre otros). Estas migraciones se produjeron pocos años después o paralelamente, según los casos, al impulso que experimentó el sionismo político con las obras de Edmund Eisler, Theodor Herzl, Edward Bellamy, Elhanan Leib Levinsky, Henry Pereira Mendes, Isaac Fernhof y Shalom Ben Avram.

El sionismo político ejerció sin embargo mucha mayor influencia. Es cierto que las ideas de Herzl no gozaron de acogida inmediata entre los judíos de la Europa occidental y que encontraron incluso la oposición de personas destacadas, como algunos miembros de la familia Rothschild y el barón de Hirsch. Pero no sucedió lo mismo en los países de Europa oriental. En estos no se había producido ningún tipo de asimilación y los judíos continuaban unidos, viviendo pobremente como hicieron sus antepasados y sometidos además a una creciente oleada de pogromos. Por eso, los protagonistas de la primera aliyá o migración a Israel no sólo fueron judíos procedentes de Oriente Próximo (Yemen, por ejemplo), sino principalmente de Rusia.

Aliyá

Literalmente «ascenso», la palabra aliyá designa en este contexto la migración de judíos para establecerse en Israel. El término, popularizado a partir de la deportación de judíos a Babilonia en el siglo VI a.C., hace referencia a la aliyá la’reguel o peregrinación que los varones judíos, tres veces al año, debían hacer al Templo de Jerusalén. Tras su destrucción en el 70 d.C. dicha obligación fue abolida, aunque continuaron realizándose viajes a Jerusalén.

En el impulso a la creación del estado de Israel fueron determinantes los congresos sionistas. El primero, celebrado en Suiza en 1897, aprobó el llamado «programa de Basilea», en el que se establecía como interés prioritario del sionismo «crear para el pueblo judío un hogar en Palestina asegurado por el derecho internacional». El planteamiento era, desde luego, totalmente novedoso. En aquellos momentos, además, ese hogar imaginario no era más que una pequeña parte del Imperio otomano, al que pertenecía desde el siglo XV, alejado del centro de decisión turco y con escaso interés económico. Poco poblado, vivían allí principalmente árabes dedicados a labores agrarias y sin gobierno propio.

Herzl, convertido ya en presidente de la Organización Sionista Mundial, trató en vano de conseguir del gobierno turco una carta (charter) que permitiera a los judíos realizar una colonización masiva en Palestina. Desilusionado y presionado por la brutalidad de los pogromos en Rusia, y buscando como fuera un refugio frente al antisemitismo, Herzl aceptó otros lugares para hacer realidad sus sueños: el desierto del Sinaí y Uganda, áreas dependientes de Gran Bretaña. También llegó a considerarse Argentina. Sin embargo, estos planes terminaron abandonándose. Era lógico porque a través de los siglos el pueblo judío siempre había manifestado, como afirman los historiadores Shlomo Ben Ami y Zvi Medin, un «nexo esencial con la Tierra de Israel».

Herzl falleció en 1904. Iosi Goldstein, autor especialmente interesado en la influencia de los grandes protagonistas de la historia judía, ha escrito algunas consideraciones sobre la trascendencia política de Herzl:

«El gran aporte de Biniamin Teodoro Herzl al liderazgo judío fue su habilidad para traducir el potencial de cambio en hechos políticos concretos, como la creación de una Organización Sionista Mundial (1897) o elementos organizativos y financieros para liderar un movimiento nacional organizado, reconocido por la opinión pública mundial y en especial por el liderazgo político europeo de la época. [...] Herzl fue ante todo el prototipo de líder judío total, dedicado sin concesiones a la causa nacional judía, sacrificando para esta causa a su propia familia y carrera profesional, sea como abogado, periodista o escritor dramaturgo. La política fue quizás su mejor arte o profesión, entrelazada con la diplomacia. Herzl supo trascender los límites del ghetto judío, sintetizar la imagen del judío emancipado ―casi asimilado― que retorna a sus raíces y trae la panacea nacional, casi mesiánica.

«Como líder en una era de crisis y transición, supo también acentuar la importancia de la unidad nacional, de la inclusión de amplios sectores del Judaísmo en el seno de la organización sionista. Su llamado era aglutinante, evitaba las disputas o polémicas internas, lo que desdibujó líneas ideológicas, pero no logró eliminarlas. Temas conflictivos como la identidad religiosa o la educación judía fueron barridos debajo de la alfombra para dejar el escenario libre y todos los esfuerzos focalizados en la meta política: la obtención del charter, de la autorización imperial para asentarse en Eretz Israel o en un territorio nacional en otra parte del mundo. Su obsesión por el consenso lo llevó a abandonar el programa Uganda, al notar que el tema territorial se convertía en otro elemento polémico que podría llevar a rupturas internas. En última instancia, el liderazgo herzeliano era la política de la vía media, del diálogo permanente en búsqueda de consenso. Ésa es también su gran debilidad.»

Muerto Herzl, su propósito de obtener permiso del gobierno turco para poblar el territorio deseado quedó supeditado al objetivo de Chaim Weizmann de acelerar la colonización. Con razón afirma el historiador español Luis Suárez, refiriéndose a la década anterior a la Primera Guerra Mundial, que «el sionismo político y el práctico se equilibraron». Weizmann, nacido en Bielorrusia, había estudiado bioquímica en Alemania, de donde marchó a Ginebra y después a Manchester para trabajar como profesor universitario. Su visión del sionismo, que conjugaba el pragmatismo político de Herzl con el espiritualismo de Haam, fue esencial para impulsar el asentamiento de judíos en Oriente Próximo. En una tierra propia, pensaba Weizmann, los judíos podrían no sólo librarse de las dificultades del antisemitismo sufrido en países como Polonia y Alemania, sino también beneficiarse cultural y espiritualmente de la labor de sus propias instituciones.

Durante la segunda aliyá (1903-1914) cerca de treinta mil judíos, en su mayoría procedentes de Europa oriental y principalmente de Rusia, abandonaron sus hogares para dirigirse a la paupérrima región otomana de Palestina, cuyas áridas tierras de inmediato empezaron a trabajar. Dadas las condiciones, la agricultura se convirtió en la actividad central de los nuevos inmigrantes. Numerosos pantanos fueron desecados por estos pioneros, para quienes el trabajo tenía una dimensión religiosa y social que empujaba a un esfuerzo constante en beneficio de la comunidad. En 1909 se fundó el primer kibbutz y no cesó de aumentar el asentamiento de judíos en ciudades como Tel Aviv, Haifa y Jaffa. A comienzos de la Primera Guerra Mundial (1914) la población judía en Palestina rondaba ya las noventa mil personas.

Tales resultados no hubieran sido posibles sin apoyo financiero, porque las colonias judías se establecieron en terrenos comprados a los árabes. Antes de la celebración de los congresos sionistas ya existía la Palestine Jewish Colonisation Association (PICA), fundada por el barón Edmond de Rothschild para facilitar el envío de dinero y de personal judío cualificado a esas tierras turcas. En 1899 nació el Banco Colonial Judío (Jewish Colonial Trust), del que surgió el Anglo-Palestine-Bank, presente en la zona desde 1902 y origen del futuro Banco Nacional de Israel. También con el propósito principal de proporcionar medios para comprar y colonizar tierras se crearon, sucesivamente, el Fondo Nacional Judío (1901), el Keren Hayesod (1920) y la Agencia Judía (1929). Aunque las adquisiciones fueron continuadas, en 1948 no alcanzaban todavía el 10% del territorio.

Mientras se realizaba ese esfuerzo colonizador, Europa se sumió en un conflicto que terminó afectando a los cinco continentes. En 1914 el decadente Imperio otomano, como hizo Bulgaria un año después, firmó un acuerdo con Alemania que le condujo finalmente a participar en la Primera Guerra Mundial junto a los imperios de Alemania y Austria-Hungría. Frente a ellos lucharon los países de la Entente (Gran Bretaña, Francia y Rusia), las naciones atacadas (Serbia, Bélgica) y otras que se unieron progresivamente a la coalición (Japón, Italia, Rumania, Portugal, Grecia, Estados Unidos, China y varias repúblicas suramericanas).

La coalición bélica del Imperio otomano con los imperios centrales europeos avivó el deseo de las potencias de la Entente de hacerse con los grandes territorios otomanos de Oriente Próximo y, cuando pudieron, emprendieron su conquista. En enero de 1917 el ejército inglés comenzó la invasión de Palestina. Funcionarios ingleses habían hecho promesas políticas a grupos árabes para conseguir su apoyo, que por fin obtuvieron, aunque este no llegó a ser especialmente significativo.

Otros acontecimientos internacionales alcanzaron mayor trascendencia histórica. En Rusia el descontento popular provocó revoluciones sucesivas (febrero y octubre de 1917), la última de las cuales ocasionó la implantación de un Consejo de Comisarios del Pueblo que decretó el cese de las hostilidades contra otras naciones. Pero la retirada rusa no cambió el resultado general de las operaciones, gracias en parte a la entrada en guerra de Estados Unidos contra Alemania (abril de 1917) y Austria-Hungría (diciembre de 1917). Las ofensivas aliadas continuaron y, finalmente, los imperios centrales y otomano pidieron el armisticio: el Imperio otomano, en concreto, tras perder en el frente palestino (septiembre de 1918) y poco después Alemania y Austria (octubre de 1918).

En agosto de 1920 los gobiernos de los estados vencedores de la guerra firmaron con el gobierno otomano el Tratado de Paz de Sèvres, no ratificado por el parlamento otomano, que supuso el fin del Imperio otomano y la desintegración de buena parte de su territorio. En Oriente Próximo, Francia logró los Mandatos de Siria y Líbano y Gran Bretaña los antiguos dominios otomanos Transjordania y Palestina; en Oriente Medio, Gran Bretaña tomó el control de los territorios otomanos en Mesopotamia. Estas disposiciones fueron confirmadas por la Sociedad de Naciones el 24 de julio de 1922. En concreto, en el prefacio del documento sobre Palestina la Sociedad de Naciones afirmaba:

«Las principales potencias aliadas han aceptado igualmente que el estado mandatario sea responsable de poner en ejecución la declaración hecha el 2 de noviembre de 1917 por el gobierno de su majestad, y adoptada por dichas potencias, en favor del establecimiento en Palestina de un Hogar Nacional para el pueblo judío; quedando bien entendido que no será emprendido nada que pueda perjudicar los derechos civiles y religiosos de las comunidades no judías existentes en Palestina.»

Gran Bretaña, como estado mandatario en Palestina, recibió por tanto de la Sociedad de Naciones el encargo de crear allí un estado judío. También se pidió al gobierno inglés que pusiera los medios para favorecer la inmigración judía a la tierra que se les daba en Mandato. El texto se ajustaba a las pretensiones británicas, tal y como se había expresado en la «Declaración Balfour». En este documento ―escrito el 2 de noviembre de 1917― Arthur James Balfour, alto representante del gobierno inglés, había comunicado a lord Rothschild el apoyo oficial británico al sionismo político. Meses antes políticos franceses se habían mostrado favorables a estas demandas, como también hicieron en 1918 algunos italianos y el Presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson. Así dice la famosa «Declaración Balfour»:

«Foreign Office, 2 de noviembre de 1917:

«Querido Lord Rothschild:

«Tengo el placer de transmitirle, en nombre de Su Majestad, la siguiente declaración de simpatía hacia los ideales sionistas judíos, que ha sido presentada y aprobada por el Gabinete:

«“El Gobierno de Su Majestad considera con benevolencia la creación de un hogar nacional para el pueblo judío en Palestina y hará todo lo posible para facilitar la consecución de este objetivo; naturalmente, no debe emprenderse ninguna acción que pudiera perjudicar los derechos religiosos o civiles de las comunidades no judías que habitan en Palestina ni la situación jurídica civil de los judíos que viven en otros países”.

«Le quedaría agradecido si usted quisiera hacer llegar esta declaración a la asociación sionista.

«Atentamente

«Arthur James Balfour»

Desde que Palestina quedó bajo el mandato de la Sociedad de Naciones (1922) su población judía, que hasta entonces no llegaba al 10% del total, creció extraordinariamente. Las perspectivas que se ofrecían impulsaron a decenas de miles de judíos a abandonar Europa, en particular Rusia, para establecerse en aquellas tierras añoradas. Esta ola migratoria se completó con otras dos que, procedentes de Polonia y Alemania, tuvieron lugar antes de la Segunda Guerra Mundial. Gracias al alto nivel de especialización científica de muchos de los recién llegados, la región comenzó a desarrollarse con rapidez. Como las anteriores, las nuevas aliyás contribuyeron decisivamente a fortalecer la sociedad judía del futuro Israel.

Pero no podía olvidarse la secular presencia árabe en aquellas tierras. Desde el principio, a pesar de los buenos resultados conseguidos en reuniones a alto nivel entre judíos y árabes, la mayoría de estos se negaron a la creación del estado de Israel. El rechazo se expresó tanto en el primer Congreso Nacional Palestino (1919), que se opuso a la «Declaración Balfour», como en ataques contra las colonias judías, que los árabes consideraban ajenas a su entorno social. Pese a no existir «conciencia de nación» en las aldeas árabes, la fuerza del movimiento sionista aunó los intereses de aquel pueblo que, hasta entonces, no había ejercido nunca una soberanía nacional que empezó a echar en falta. Se trataba indudablemente de un interés legítimo, como en el caso judío, aunque con antecedentes históricos distintos.

Consciente de la importancia de gozar del apoyo de un pueblo tan numeroso, el gobierno británico comenzó a mostrar sus preferencias por la causa de los árabes. Gracias a su presión, en 1923 Gran Bretaña aceptó la autonomía del emirato de Transjordania, al oeste del río Jordán. El territorio administrado directamente por los ingleses quedó así reducido en tres cuartas partes. Pero los dirigentes árabes rechazaron también la posibilidad de perder un futuro control de la parte restante y procuraron frenar la inmigración judía.

Para controlar mejor la situación y tranquilizar a los árabes, las autoridades británicas hicieron público en 1922 el Libro Blanco, al que siguió otro Libro Blanco en 1930, y otro en 1939. En estos «Libros Blancos» se fijaban las directrices generales inglesas en la zona, más proclives a los intereses árabes que a los sionistas, y se expresaba la pretensión de establecer límites a la inmigración de judíos procedentes de otros países. También se aprobaron leyes que procuraban frenar la compra-venta de tierras entre judíos y árabes, como el Land Transfer Regulations Act de 1939, que dividió el territorio palestino en tres zonas: en la más extensa (63% del total de la tierra) se prohibió vender tierra a judíos; en otra zona (32% del territorio) la venta quedó condicionada, reduciéndose la libre transferencia de terrenos a una tercera zona que sólo suponía el 5% de la superficie palestina. Pero ni las medidas que limitaron la inmigración ni las relativas al intercambio de terrenos tuvieron efectividad, y la presencia judía siguió aumentando en personas y en propiedades.

Como consecuencia, la corriente árabe más radical ganó adeptos y estalló la violencia. Desde 1936 los extremistas árabes, apoyados por Egipto, Siria, Iraq y varias potencias europeas se unieron contra judíos, ingleses y árabes moderados, que sí deseaban la convivencia de ambos pueblos. La insostenible situación de violencia condujo a las autoridades británicas a proponer un nuevo reparto del territorio que seguían administrando directamente, es decir, el que quedaba tras la primera y más importante división de Palestina. Los extremistas palestinos, al mando de Hadj Amin ―gran mufti o jefe religioso musulmán de Jerusalén― se negaron en rotundo a aceptar el plan: así mostraban su rechazo a cualquier entendimiento, porque conseguir sus propósitos implicaba negar toda concesión a los judíos. Estos, por el contrario, sí habían admitido el plan inglés del segundo reparto.

Lo acontecido en Europa central durante este tiempo no resultó ajeno en Oriente Próximo. El ascenso del nazismo en Alemania desencadenó una huida masiva de judíos germanos, que no pudieron entrar legalmente en Palestina a causa de la prohibición inglesa. La negativa británica continuó, a pesar de conocerse las vejaciones nazis a los judíos. Finalizada la Segunda Guerra Mundial y difundido el alcance del Holocausto, el asesinato de un tercio de la judería mundial ejerció, como no podía ser menos, una tremenda sacudida en los dos tercios restantes.

Si hasta entonces el apoyo a los ideales sionistas había despertado entre los judíos escaso entusiasmo, millones de muertos fueron argumentos de peso para convencer a muchos miembros de las comunidades hebreas que aún quedaban. Se consideró necesario y urgente poner todos los medios para encontrar un lugar donde ser judío no constituyera un peligro potencial, un factor de aislamiento social o un riesgo de permanecer en la pobreza. ¿Y qué mejor para conseguirlo que respaldando la creación del estado de Israel? Más que argumentos religiosos, fundamentales para tantos, el Holocausto fue el motor inesperado de lo que algunos han llamado «nacionalismo de diáspora».

Las nuevas circunstancias apremiaron a colaborar a las comunidades judías del mundo entero. La Aliyá Bet o inmigración clandestina promovida por el Yishuv (los judíos residentes en el Mandato británico de Palestina) consiguió introducir en Palestina a miles de rescatados de los campos de concentración. Y la Agencia Judía, órgano rector de la población hebrea presidido por David Ben Gurión, comenzó a recibir importantes cantidades de dinero de la diáspora, que respondió generosamente a las peticiones de ayuda de Golda Meir, embajadora de la causa sionista. La defensa de la población judía fue encargada a una organización militar, la Haganah; fundada en 1920, esta institución aumentó su protagonismo desde los años treinta, al multiplicarse los problemas y constatarse la necesidad de proteger más los intereses judíos.

Las dificultades no frenaron el desarrollo de instituciones políticas, económicas y sociales que en el futuro cimentaran con firmeza la construcción de un nuevo país. Muchos eran los inconvenientes, pero también las ventajas: entre ellas, la buena formación académica de numerosos inmigrantes, cuyo trabajo pronto contribuyó a elevar el nivel de vida. La asamblea constituyente, embrión del futuro parlamento israelí, asumió en 1920 la más alta representación política y desde el mismo año la Histadruth o Confederación General de Trabajadores ―de tendencia socialista― emprendió la defensa de los intereses sociales. El esfuerzo de cimentación nacional se benefició desde el exterior gracias al creciente apoyo de judíos de la diáspora, cada vez más convencidos de las ventajas de apoyar la existencia de un estado judío.

Era Gran Bretaña, sin embargo, quien gobernaba Palestina. Aunque desde 1944, en pleno Holocausto, miles de judíos participaron con el ejército inglés en frentes de guerra contra los países del Eje, Gran Bretaña continuó impidiendo la entrada de judíos en Palestina ―también en su propio territorio―, limitándola a 1.500 personas tras la llegada al poder del nuevo gobierno laborista. El rechazo progresivo por miembros del Yishuv a la política inglesa impulsó la formación de grupos judíos armados clandestinos, dispuestos a emplear medios violentos para acabar con el dominio británico y frenar la presión árabe.

Bandas extremistas y militantes eran la Organización Militar Nacional de Israel (Irgún Zwaí Leumí Be Israel), fundada en 1931 por disidentes de la Haganah, y desde 1940 los Luchadores por la Libertad de Israel (Lohamey Herut Israel, o Leji), grupo procedente del Irgún y dirigido al principio por Abrahán Stern (por eso los británicos también denominaban Stern al grupo). Tales bandas, insatisfechas con la estrategia de fomentar la inmigración ilegal desarrollada por las instituciones judías, optaron por la violencia. En respuesta a la represión del ejército inglés, en 1946 el Irgún hizo explotar las sedes administrativas civiles y militares del Mandato británico de Palestina, situadas en el hotel Rey David de Jerusalén, provocando la muerte de 91 personas de varias nacionalidades ―incluidos ingleses, árabes y judíos― e hiriendo a otras 46. El atentado careció del apoyo de las instituciones judías en Palestina y fue muy criticado por los dirigentes sionistas.

A pesar de la presión interior, el mayor impulso para la fundación de un estado judío independiente llegó de fuera. Como adelantamos, el Holocausto fue la prueba principal de la necesidad de resolver urgentemente el «problema judío» ―que era sobre todo, a la vista de los escasos apoyos, un «problema para los judíos»― de la manera menos mala: con un estado propio. «Sin Hitler, Israel no existiría», llegó a escribir el historiador alemán Sebastian Haffner; aunque también es cierto ―añadimos nosotros― que, si los deseos del dictador nazi se hubieran cumplido, no habrían quedado judíos para fundarlo. Entre otros, George Steiner recuerda esa relación entre el Holocausto y el nacimiento del estado israelí:

«Shoah es el viento negro de la matanza. Pero Ben Gurión lo dijo claramente: el estado de Israel surgió de la catástrofe de la Europa judía. Y aunque todavía no se comprenden los detalles (los archivos todavía no están abiertos), si la Unión Soviética de Stalin reconoce a Israel inmediatamente (como los Estados Unidos) es porque la Segunda guerra mundial había creado una situación única, singular, que permitía que este estado aspirara a la legitimidad.»

El gran problema de esa decisión era que, en parte de esas tierras, se encontraba ya una población asentada. Esta, sin embargo, nunca gozó de autonomía política porque, como indicamos, a su secular dependencia del Imperio otomano había sucedido el dominio británico. Pero Gran Bretaña se vio superada por los acontecimientos, mostrándose incapaz de controlar el clima de violencia creado por algunos ingleses, árabes y judíos. El 14 de febrero de 1947 el gobierno británico, enfrentado con los intereses de ambas partes en conflicto, hizo público por medio de su ministro de asuntos exteriores Ernest Bevin su propósito de «remitir el problema en su conjunto a las Naciones Unidas».

La Asamblea General, en su primer período extraordinario de sesiones (abril de 1947), decidió constituir una Comisión Especial para Palestina (United Nations Special Committee on Palestine, UNSCOP). La mayoría de sus 11 miembros propuso dividir Palestina en un estado árabe y otro judío, reservando Jerusalén a la jurisdicción internacional. Poco después, una subcomisión redujo escasamente la parte asignada al futuro estado judío. El 29 de noviembre de 1947 la Asamblea General de Naciones Unidas aprobó la Resolución 181 (II) por 33 votos a favor, 13 en contra y 10 abstenciones. En virtud de dicha resolución, Palestina quedó dividida en tres partes: el 56,4% para un estado judío, el 42,9% para un estado árabe y el 0,7% ―correspondiente a Jerusalén― declarado «zona internacional» y administrada por las Naciones Unidas. Además, la ONU fijó el fin del Mandato británico a mediados de mayo de 1948.

¿Cómo reaccionaron a estas decisiones las partes más implicadas? Aunque Jerusalén quedó fuera del control judío, el organismo judío aceptó la resolución. No ocurrió igual con los dirigentes árabes que, de inmediato, promovieron un ataque sistemático contra los judíos y sus intereses. Gran Bretaña, que tampoco quedó contenta, declaró su disconformidad con el dictamen de la ONU. Tras la aprobación del texto de Naciones Unidas, la lucha armada se intensificó y se generalizó el clima de violencia. El Plan de Partición de Palestina quedó sometido a los resultados de los enfrentamientos entre árabes y judíos, sin fuerzas internacionales que intervinieran para hacerlo cumplir.

El 14 de mayo de 1948 Gran Bretaña renunció a su Mandato sobre Palestina y retiró sus tropas. El mismo día David Ben Gurión, máximo representante de la comunidad judía, leyó en Tel Aviv el Documento de Independencia que declaraba «el establecimiento de un estado judío en Palestina, que será denominado estado de Israel». Unos 650 mil judíos vivían entonces en el nuevo país, así como y 1.300.000 árabes. Para los primeros las palabras de Ben Gurión suponían el cumplimiento de un sueño y para muchos, además, la oportunidad de superar las vejaciones nazis.

Tras casi dos milenios, la Tierra Prometida del pueblo judío volvió a ser realidad. Como afirma el escritor argentino Mario Satz, «con la creación del estado judío, aquellos que quisieron y pudieron hacerlo se deslizaron de la coordenada del tiempo a la del espacio». Para ellos comenzó entonces una etapa nueva, en la que desde el principio pudieron percatarse de la dificultad de resolver el que sigue siendo el mayor problema de los israelíes: el rechazo de quienes ocupaban antes parte de esas tierras.

Mucho sufrimiento hasta la paz

El 14 de mayo de 1948 el Consejo Nacional, que representaba a la comunidad judía en Palestina, proclamó la creación del estado de Israel en el territorio asignado por la Resolución 181 (II) de 29 de noviembre de 1947, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas. Muchos palestinos y varios estados árabes opuestos a la resolución de la ONU iniciaron sus ataques para acabar con Israel. Desde entonces, el conflicto árabe-israelí acompaña la existencia de millones de habitantes de la zona. La negativa de los dirigentes árabes a reconocer la nueva situación política degeneró en una espiral de violencia continua, tan perjudicial para los ciudadanos de Israel y el desarrollo de su país como para los habitantes de los estados limítrofes y sus economías.

Horas después de su nacimiento, los israelíes hubieron de enfrentarse a las tropas dirigidas por el mufti de Jerusalén y a los ejércitos de Egipto, Jordania, Siria, Arabia Saudí, Iraq y Líbano. A pesar de la escasez de recursos y de la inferioridad numérica, las defensas israelíes rechazaron los ataques y controlaron nuevos territorios, entre los que se encontraban algunos asignados al estado árabe en el Plan de Partición de 1947. Según la ONU, cerca de 750 mil palestinos abandonaron sus tierras y se convirtieron en refugiados. En 1949 la ONU consiguió el cese de las hostilidades, tras la firma por separado de acuerdos de armisticio entre Israel y los países árabes implicados a excepción de Iraq, que rehusó la negociación. Uno de los enclaves ocupados por Israel fue la parte oeste de Jerusalén, convertida desde diciembre de ese año (1949) en capital del estado, quedando la zona oriental de la ciudad en poder de Jordania. Excepto unos meses, esta situación territorial se mantuvo hasta la guerra de 1967.

El 29 de octubre de 1956 Israel inició la segunda guerra árabe-israelí, también llamada Campaña del Sinaí. La crisis que condujo al conflicto comenzó tras la orden del panarabista egipcio Abdel Nasser de cerrar el canal de Suez y los estrechos de Tirán, para convertir Israel en un gueto sin intercambios con el exterior. Además de esta decisión, la acumulación en los países árabes de armas procedentes de la Unión Soviética, la firma de una alianza militar entre Egipto, Jordania y Siria, y el deseo de Gran Bretaña y Francia de vengarse contra Nasser por el cierre del canal de Suez impulsaron al primer ministro israelí Ben Gurión a pactar en secreto con esos dos países europeos. Israel ocupó la península del Sinaí y la franja de Gaza, que abandonó al año siguiente por presiones de Estados Unidos, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y la ONU. A cambio se abrieron los estrechos de Tirán, fundamentales para el comercio exterior israelí y la importación de petróleo, entre otros bienes.

A mediados de 1967 estalló una nueva guerra entre Israel, de una parte, y Egipto, Jordania y Siria de otra. Como en anteriores ocasiones, la prehistoria del conflicto se remonta años atrás. Desde 1963, a la tradicional incomprensión se sumó la incompatibilidad de los proyectos jordano e israelí sobre el control de las aguas del río Jordán y sus afluentes. Agresiones y represalias aumentaron por ambas partes en número y gravedad, y el ambiente se hizo cada vez más insoportable.

El 15 de mayo de 1967 las tropas egipcias de Nasser empezaron a concentrarse en el Sinaí, y el 22 de ese mes los estrechos de Tirán se cerraron a los barcos con rumbo a Israel. El día 30 el rey Hussein de Jordania firmó en Egipto un tratado de cooperación militar. Mientras fuerzas militares de Iraq, Arabia Saudí y Kuwait se concentraban en Jordania, los medios de comunicación árabes azuzaban el sentimiento antiisraelí entre la población. El plazo para negociar solicitado por Estados Unidos, que durante días aceptó Israel, solo reforzó la posición árabe. El fracaso del esfuerzo diplomático israelí también se debió a las simpatías soviéticas por la causa árabe, así como a la nula reacción de los países occidentales.

Israel, aislado en el concierto internacional y en una difícil situación, prefirió atacar antes que ser atacado. Comenzó entonces la Guerra de los Seis Días, así llamada por el tiempo que duró la operación militar. El 5 de junio de 1967 aviones israelíes inutilizaron aeródromos y cientos de aeronaves de combate enemigas en incursiones en Egipto, Jordania, Siria e Iraq. Inmediatamente después se emprendió la batalla terrestre en el Sinaí, que en poco tiempo quedó fuera del control egipcio. Allí el ejército israelí apresó a miles de soldados árabes y dejó a otros miles desprovistos de lo necesario para subsistir. En el frente oriental el rey Hussein de Jordania ordenó comenzar las hostilidades atacando la parte judía de Jerusalén. Durante el contraataque Israel se hizo sucesivamente con Jerusalén este y con Cisjordania. Desde el día 9 se contestaron los bombardeos del ejército de Siria, hasta la invasión de parte de su territorio de los Altos del Golán. La derrota de los países árabes fue rápida y total.

El 22 de noviembre de 1967 el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas aprobó por unanimidad la Resolución 242, que puso las bases para alcanzar la paz en Oriente Próximo. El documento exigió a Israel la retirada de los territorios recientemente ocupados y proclamó el necesario «reconocimiento de la soberanía, integridad territorial e independencia política de cada uno de los estados del área», subrayando «su derecho a vivir en paz dentro de fronteras seguras y reconocidas, libre de amenazas o actos de fuerza». También reafirmó la necesidad de «lograr una solución justa del problema de los refugiados».

Egipto, Jordania e Israel aceptaron la resolución, pero con importantes diferencias. Los dos países árabes pretendían conseguir la retirada de Israel de los territorios ocupados antes de la celebración de negociaciones, mientras el estado judío quería tratar esa cuestión y el problema de los refugiados pactando directamente con los estados árabes y concertando un tratado general de paz. Siria, por su parte, rechazó la Resolución 242 por considerar que supeditaba la salida de Israel de los territorios ocupados a las concesiones árabes, y la OLP también se opuso con rotundidad a ella alegando que reducía el problema palestino a la cuestión de los refugiados.

Abba Eban, ministro de Asuntos Exteriores de Israel en 1967 y testigo o protagonista de excepción de los acontecimientos narrados, describió años después la situación de su país tras la Guerra de los Seis Días:

«El de 1967 fue el verano inolvidable de Israel. Tras seis días de lucha, los centros poblados de Israel quedaron separados de los ejércitos hostiles por una franja de territorio de tres veces la superficie anterior de Israel. Israel había soportado un duro ataque diplomático. Su red de relaciones internacionales se extendía a todos los continentes del mundo. La Diáspora judía, que había estado atemorizada por la perspectiva de la aniquilación de Israel, se tornó más solidaria y generosa para con el país. En los territorios que habían pasado a estar bajo control israelí había un conflicto profundamente arraigado, pero también una medida sorprendente de tranquilidad cotidiana. En Israel había incomodidad ante la perspectiva de gobernar un pueblo extranjero. Pero en la política y doctrina de Israel esto fue considerado como una paradoja temporaria que se resolvería en el futuro, dentro de un contexto de paz.

«A primera vista, todo en Sión llamaba a la tranquilidad. Pero esa misma sensación de mayor seguridad instó a los israelíes a volver sus miradas sobre sí mismos. Ser o no ser no era ya la cuestión. Cómo ser y cómo no ser –era esa la cuestión. Ya no se relacionaba con el hecho de la existencia misma, sino con la naturaleza y calidad de la sociedad. Los israelíes comenzaron, pues, a plantearse profundos interrogantes, muchos de los cuales han seguido reverberando por varias décadas. ¿Cómo debía Israel reconciliar sus intereses de seguridad con su deseo de no dominar a otra nación? ¿Cómo debía Israel cerrar las brechas que parecían amenazar la cohesión nacional: la brecha entre la población ya veterana y los nuevos inmigrantes, la brecha entre las nuevas clases opulentas y los que vivían en las barriadas? También estaba la brecha generacional: la brecha entre los fundadores del estado y las nuevas generaciones que no habían conocido el drama del Holocausto ni la lucha de Israel por la independencia.»

Otra consecuencia de la guerra de 1967 fue la importancia política que alcanzó la cuestión palestina, hasta entonces centrada en la situación de los refugiados y el reconocimiento entre Israel y los demás estados árabes. Ya nos referimos al rechazo de la Resolución 242 (1967) por la OLP. Fundada en 1964 para promover la existencia de un estado palestino, autoproclamada representante legítimo del pueblo palestino y financiada por la Liga Árabe, la OLP se radicalizó tras la ocupación israelí de Gaza y Cisjordania (1967). Un año después quedó bajo control de Yasser Arafat, por entonces máximo dirigente del grupo guerrillero Al-Fatah (Movimiento para la Liberación Nacional de Palestina). En su Congreso Nacional (1968) la OLP se pronunció a favor de la lucha armada como instrumento más eficaz para la desaparición de Israel, aprobó las acciones de los comandos terroristas y decidió impulsar la guerra de liberación popular. Paralelamente Egipto inició una guerra de desgaste contra Israel en la zona del canal de Suez que, por fin, acabó con el alto el fuego de 1970, tras numerosas e inútiles pérdidas de vidas humanas.

Se sucedieron después años de tranquilidad relativa, en los que la sociedad y el ejército israelíes percibían, por contraposición a los constantes sobresaltos anteriores, mayor seguridad. Las fronteras ampliadas en 1967 alejaban las zonas de peligro de los núcleos de población más importantes, y la victoria de ese año hizo suponer que los ejércitos árabes carecían de preparación suficiente para enfrentarse con éxito a las fuerzas de Israel. Así lo confirmaban también las persistentes pero teóricas amenazas del presidente egipcio Sadat. Por eso la concentración de tropas egipcias en el canal de Suez se interpretó como una operación de maniobras, y el servicio de información militar israelí comenzó a acostumbrarse a la falsa alarma.

El 6 de octubre de 1973, cuando en Israel muchos judíos celebraban la jornada religiosa del Yom Kipur (Día de la Expiación), Egipto y Siria iniciaron un nuevo ataque. Las tropas egipcias cruzaron el canal de Suez y se adentraron en el desierto del Sinaí, mientras los soldados sirios se lanzaron sobre los Altos del Golán. A pesar del factor sorpresa y de la superioridad numérica árabe, la reacción israelí fue inmediata y eficaz. En pocos días, su ejército forzó la retirada de las milicias sirias a 32 kilómetros de Damasco, quedando la línea de guerra en Egipto a sólo 70 kilómetros de El Cairo. Anwar el-Sadat, presidente de ese país, pidió el alto el fuego.

Como entre otras razones la situación en Oriente Próximo afectaba a buena parte del planeta, las superpotencias y otros países intervinieron en los acontecimientos. En una época en que la Unión Soviética y Estados Unidos capitaneaban bloques opuestos, el conflicto árabe-israelí se convirtió en ocasión para aumentar las tensiones. De hecho los soviéticos enviaron armamento a sus aliados árabes y dispusieron tropas para acudir en su ayuda, y otro tanto hicieron los estadounidenses con Israel. La Europa sedienta de petróleo presionó para acabar la guerra. El 22 de octubre el Consejo de Seguridad de la ONU aprobó la Resolución 338, que instó al cese de las hostilidades y a la aplicación de la Resolución 242 (1973). Israel aceptó el alto el fuego siempre que los árabes también lo cumplieran y hubiese intercambio de prisioneros. Pero la guerra prosiguió, porque Egipto tardó varias horas en responder afirmativamente a la demanda de la ONU y porque Siria optó por continuarla.

A petición de Egipto, cuya situación bélica empeoró con rapidez, el Consejo de Seguridad se reunió de nuevo. El 23 de octubre se aprobó la Resolución 339 (1973), que reafirmó la anterior. A falta de acuerdo entre la Unión Soviética y Estados Unidos, la primera de esas superpotencias partidaria de cesar el fuego, como quería el presidente egipcio Anwar el-Sadat, y la segunda opuesta a ello, el Consejo de Seguridad de la ONU se reunió otra vez. El nuevo proyecto de resolución, respaldado el día 24 por un grupo de terceros estados, reiteraba la petición de alto el fuego y solicitaba al secretario general de la ONU el aumento de observadores internacionales y el envío de fuerzas de emergencia a la región. En esa fecha Siria aceptó el alto el fuego, finalizando la guerra. Al día siguiente (25 de octubre) el proyecto patrocinado por esos países fue aprobado como Resolución 340 del Consejo de Seguridad. Se creó entonces la segunda Fuerza de Emergencia de Naciones Unidas (FENU-II) para mantener la paz, que supervisó la retirada de tropas.

Había terminado la conflagración, pero el balance de las bajas humanas y las pérdidas económicas fue lo suficientemente importante en ambos bandos para que ninguno pudiera proclamarse vencedor. Además, creció como nunca el descontento de la población israelí, se temió la posibilidad de tener que devolver los territorios ocupados en 1967, el país quedó sumido en una crisis política y 25 países africanos rompieron las relaciones diplomáticas con Israel.

Balance de la guerra árabe-israelí de 1973

• Siria: 30.000 bajas (entre 11.000 y 12.000 muertos) soportadas por Siria e Iraq, 500 prisioneros, 180 aviones perdidos, cerca de 1.000 vehículos blindados destruidos o capturados y 8 barcos lanza-cohetes hundidos.

• Egipto: 25.000 bajas (de ellas, casi 8.000 muertos), 8.000 prisioneros, 250 aviones perdidos, 500 carros de combate destruidos o capturados por Israel y 4 lanchas lanza-cohetes hundidas.

• Israel: 6.000 bajas (de ellas, 2.521 muertos: 609 oficiales, 1.154 suboficiales y 758 soldados), 120 aviones perdidos, 620 vehículos blindados destruidos y 600 prisioneros capturados por los árabes.

La guerra de 1973 contribuyó sin embargo al prestigio internacional de la OLP. En 1974 la OLP fue reconocida representante de los palestinos por la Liga Árabe. Y en septiembre del mismo año 56 estados miembros de Naciones Unidas pidieron que la «cuestión de Palestina» se incluyera en el programa de la Asamblea General, en el que continúa desde entonces tras aprobarse la propuesta. Igualmente la Asamblea General aprobó la Resolución 3236 (XXIX), de 22 de noviembre de 1974, en la que se reafirmaron los derechos del pueblo palestino a la libre determinación, a la independencia y soberanía nacionales, así como al regreso de los refugiados a sus hogares y a recuperar sus bienes. Su contenido, desde entonces, se ha ratificado anualmente.

El mismo día, la Asamblea General decidió mediante una nueva Resolución [3237 (XXIX)] invitar a la OLP a participar en sus reuniones «en calidad de observadora», categoría que se extendió después a las demás instituciones de Naciones Unidas. A pesar del apoyo internacional al pueblo palestino, Israel siguió negándose a reconocer sus derechos, entre otras razones porque ni los representantes palestinos (la OLP) ni la mayoría de los estados árabes aceptaban la existencia del estado judío, decidida desde 1947 por la ONU.

Como consecuencia de los hechos anteriores aumentó la inestabilidad en Oriente Próximo, aunque más en unos lugares que en otros. El empeoramiento fue especialmente intenso en la frontera entre Israel y el Líbano, cuya inmigración de palestinos procedentes de Jordania creció desde 1970. Dos años después, en represalia por las incursiones palestinas en su territorio, el ejército israelí atacó los campamentos de refugiados palestinos en el Líbano. El gobierno de este país solicitó entonces la mediación de la ONU para acabar las hostilidades, operación que fue supervisada por observadores militares internacionales de Naciones Unidas. A pesar de ello, entre marzo y junio de 1978 el ejército de Israel invadió el Líbano y desde entonces la frontera entre ambos países siguió siendo inestable.

Gracias a la mediación diplomática norteamericana, las negociaciones entre árabes e israelíes produjeron entretanto algunas satisfacciones. Aunque la intransigencia del gobierno sirio imposibilitaba cualquier avance con ese país, la actitud conciliadora de los egipcios dio sus frutos en 1977 con la visita de Anwar el-Sadat a Jerusalén. En septiembre de 1978, bajo el amparo de Estados Unidos y con la total oposición de numerosos estados árabes y de la OLP, Egipto e Israel concertaron los históricos acuerdos de Camp David, en virtud de los cuales se firmó un tratado de paz entre ambos países (marzo de 1979). Egipto reconoció el derecho de Israel a existir y ofreció estabilidad en la frontera; a cambio, el estado judío se retiró del Sinaí (abril de 1982). Israel también aceptó en Camp David iniciar conversaciones con Jordania y los palestinos para el autogobierno de los habitantes de Cisjordania y Gaza por un periodo de cinco años previo a un acuerdo definitivo, así como un tratado de paz jordano-israelí. Sin embargo, la negativa de los dirigentes palestinos convirtió este proyecto en un fracaso.

A pesar de ello, los Acuerdos de Camp David probaron que era posible el entendimiento entre árabes y judíos. Aun así, el problema principal seguía siendo la cuestión palestina. ¿Por qué Israel se negaba a un estado palestino? Parte de esa culpa correspondía a la OLP, opuesta a posturas conciliadoras y cada vez más fuerte. Esta entidad ya disponía de mayores ingresos, porque las ayudas de estados árabes aumentaron tras el alza en los precios del petróleo; además su posición política era más fuerte porque, entre otras razones, Arafat consiguió más apoyos de países del Tercer Mundo difundiendo las ventajas del idealismo socializante. En ese momento, desde luego, el robustecimiento de la OLP fue perjudicial para la paz, porque a juicio de Arafat la afirmación de los palestinos como pueblo implicaba necesariamente la destrucción de Israel, incitando a la guerra y al terrorismo como medios eficaces para conseguirlo.

Entretanto las difíciles condiciones de vida de los campamentos de refugiados palestinos en los territorios ocupados por Israel ―que tampoco los grandes capitales árabes se esforzaron demasiado por mejorar―, el crecimiento de asentamientos judíos en fronteras no reconocidas por nadie y la necesidad del petróleo árabe para el desarrollo económico condujeron a un casi total aislamiento internacional de Israel. Este, empeñado en usar todos los medios a su alcance para subsistir, siguió recurriendo en ocasiones a la expansión territorial para reforzar su seguridad, práctica que también comenzaron a cuestionar muchos judíos de la diáspora.

Para eliminar la infraestructura de la OLP, suprimir esa amenaza cerca de sus fronteras y responder al intento de secuestro de su embajador en Gran Bretaña por el grupo terrorista dirigido por el palestino Abú Nidal, en 1982 el gobierno de Israel ordenó a su ejército invadir el Líbano. Durante más de dos meses Beirut fue asediada y las falanges libanesas aliadas de Israel asesinaron a cientos de civiles palestinos en los campos de refugiados de Shatila y Sabra. El gobierno israelí trató de justificar ante su opinión pública la invasión denominándola «Operación Paz para la Galilea», porque así lo consideraba. Por eso, a pesar de la petición de la ONU para que se retirara [Resolución 509 (1982)], el ejército israelí permaneció en Líbano como fuerza invasora hasta 1985, año en que emprendió su repliegue.

De todos modos, en la zona libanesa fronteriza con Israel se instaló el llamado «Ejército del Líbano meridional», aliado del estado judío y asesorado por fuerzas de defensa de Israel asentadas en el territorio. Dicho espacio libanés fue considerado «zona de seguridad» por Israel que, en repetidas ocasiones, ha asegurado que no tiene el menor interés en apropiarse de territorios o recursos libaneses, sino que solo quiere garantizar la seguridad en su frontera septentrional. A pesar de ello, las reiteradas provocaciones del grupo islámico radical Hizbulá condujeron en 1993 y en 1996 («Operación Uvas de la ira») a sucesivos ataques del ejército israelí y a una situación de alerta permanente. Por fin, entre el 17 de abril y el 2 de mayo de 2000 el ejército israelí se retiró tras la línea territorial determinada por Naciones Unidas.

Nuevamente en 2006 el ejército israelí repelió con dureza los ataques perpetrados por Hizbulá desde el Líbano. Las hostilidades de la llamada «Segunda Guerra del Líbano» o «Guerra de julio» comenzaron el 12 de ese mes, cuando miembros de Hizbulá mataron a varios soldados israelíes y secuestraron a otros en la frontera israelo-libanesa. Desde entonces el ejército israelí contraatacó con fuerza y, a su vez, Hizbulá lanzó más de 4.000 misiles contra blancos civiles israelíes, provocando 44 muertos y cuantiosos daños económicos.

Las muertes de civiles y militares del conflicto en el Líbano cesaron por fin tras adoptarse el 11 de agosto de 2006 la Resolución 1701 del Consejo de Seguridad de la ONU y entrar en vigor tres días después. La resolución pidió a ambas partes el cese de las hostilidades, exigió a Hizbulá la liberación de los soldados secuestrados, resaltó la importancia de que el gobierno libanés controlara todo su territorio y le instó a desplegar sus fuerzas conjuntamente con la UNIFIL (Fuerza Provisional de las Naciones Unidas en el Líbano). A su vez, la Resolución 1701 solicitó negar la venta de armas al Líbano ―excepto con autorización del propio gobierno libanés― y pidió a Israel la entrega de los mapas de minas terrestres en el Líbano que estuvieran en su posesión.

Desde el cese de las hostilidades en 2006 hasta 2013 Hizbulá mantiene su rechazo a Israel y, según numerosos informes internacionales, ha logrado rearmarse lo suficiente como para convertirse de nuevo en un factor de preocupación para el gobierno israelí. Además, la precaria situación política de Siria e Irán, países tradicionalmente soportes de Hizbulá, puede contribuir a desestabilizar un movimiento ya de por sí radical y aumentar las tensiones en la frontera israelo-libanesa.

Años antes, en diciembre de 1987, las difíciles condiciones de vida en los territorios ocupados de Cisjordania y Gaza habían provocado el comienzo de una insurrección popular palestina que se prolongó hasta 1993. La sublevación, que recibió el nombre de Intifada (Levantamiento) y cristalizó en huelgas, protestas, resistencia a pagar impuestos y otras formas de rebeldía contó con el apoyo masivo de la población. Utilizando piedras como armas arrojadizas y aprovechando cualquier oportunidad, los jóvenes palestinos se lanzaron al ataque de las tropas israelíes de ocupación.

Según el profesor francés Gilles Kepel, especialista en el mundo musulmán, la primera característica de la Intifada fue precisamente «la emergencia de la juventud como figura política autónoma, [...] que ninguno de los dirigentes palestinos de cualquier tendencia supo prever». A falta de ejército regular, las piedras fueron los medios para rechazar la ocupación militar de una potencia extranjera y los asentamientos israelíes en sus tierras. La represión israelí produjo graves violaciones de los derechos humanos, contándose por centenares las víctimas palestinas y por decenas los muertos israelíes.

Las consecuencias de la primera Intifada fueron enormes. El sufrimiento palestino atrajo la compasión y simpatía de la opinión pública mundial, incluyendo la conmiseración de judíos del mundo entero, y la situación se hizo insostenible. La propia OLP, sorprendida por el levantamiento popular, trató de controlar la insurrección para evitar su radicalización por grupos integristas. Su deseo condujo a la celebración en Argel de una histórica reunión del Consejo Nacional Palestino (el parlamento en el exilio) que, en noviembre de 1988, hizo públicos dos documentos fundamentales.

En el primero expresó mediante un «Comunicado Político» su decisión de solucionar el problema palestino en el marco de la Carta Nacional Palestina y de las resoluciones de Naciones Unidas. Ello suponía de hecho, aunque no se especificara, aceptar por vez primera el derecho a existir de Israel y renunciar al terrorismo, condiciones exigidas por Estados Unidos para reconocer a la OLP. El «Comunicado» convirtió en caduca la Carta Nacional Palestina, hasta entonces en vigor. El segundo documento, una «Declaración de independencia del estado de Palestina», anunció la creación de dicho estado con capital en Jerusalén y en conformidad, entre otras, con la Resolución 181 (II) de la Asamblea General, de 1947.

Admitido de hecho por la OLP el derecho de Israel a existir, el estado judío se vio en la obligación de presentar un plan de paz. La organización dirigida por Arafat había demostrado que, al menos en teoría, podía compatibilizar el derecho del pueblo palestino a la autodeterminación con el del pueblo judío a la suya, así como con el derecho de Israel a su seguridad. La respuesta israelí se plasmó en el llamado «Plan Shamir» (mayo de 1989), que presentó una propuesta de paz basada en los Acuerdos de Camp David. Dicho plan reiteró el deseo israelí de terminar la guerra con los países árabes y expresó la necesidad de ayuda económica internacional para los Territorios Ocupados, a la vez que hizo un llamamiento a la solución del problema palestino, que sería negociada con representantes libremente elegidos por los habitantes palestinos de Cisjordania y Gaza.

En 1991 parecieron darse buenas condiciones para avanzar en la solución del conflicto. Varios países árabes habían participado en la coalición formada para liberar a Kuwait de la invasión de Iraq, que sí apoyó la OLP. La ruptura de la unidad árabe contribuyó sin embargo a la moderación de algunos de estos estados. Además, la desaparición del sistema de bloques ―que eliminó la obsesiva rivalidad soviético-americana― favoreció el clima adecuado para abordar con profundidad los problemas de Oriente Próximo. El lugar elegido para hacerlo fue Madrid, como indicaba la invitación dirigida a los participantes en la Conferencia:

«Tras amplias consultas con los estados árabes, Israel y los palestinos, Estados Unidos y la Unión Soviética creen que existe una oportunidad histórica para hacer avanzar las perspectivas para una genuina paz en toda la región. Estados Unidos y la Unión Soviética están dispuestos a ayudar a las partes a conseguir un acuerdo justo, amplio y duradero mediante negociaciones directas en dos ámbitos, entre Israel y los estados árabes y entre Israel y los palestinos, basadas en las resoluciones 242 y 338 del Consejo de Seguridad de la ONU. El objetivo de este proceso es una auténtica paz. A este fin, el presidente de EE.UU. y el presidente de la URSS le invitan a una conferencia de paz, bajo el patrocinio de ambos países, seguida de forma inmediata de negociaciones directas. La conferencia se reunirá en Madrid el 30 de octubre de 1991.»

Las partes invitadas respondieron afirmativamente a la propuesta soviético-americana y la Conferencia de Paz sobre Oriente Próximo de Madrid se prolongó del 30 de octubre al 3 de noviembre de 1991. Reunir en torno a una mesa a árabes e israelíes y conseguir la continuación del diálogo fueron los mayores logros de esta histórica reunión. Además del desarrollo de negociaciones multilaterales sobre asuntos de interés común (refugiados, seguridad, limitación de armamento, medio ambiente, agua, desarrollo económico), Israel vio cumplido su deseo de conversar directamente con los representantes de cada uno de los estados árabes vecinos (Jordania, Siria y Líbano) y con los palestinos, integrados en una delegación con los jordanos.

Aunque a mediados de 1993 las negociaciones bilaterales parecieron estancarse, en las conversaciones secretas mantenidas en Oslo por Israel y la OLP se alcanzó un consenso que se hizo público en agosto de ese año. En virtud de los Acuerdos de Oslo de 10 de septiembre de 1993 Israel y la OLP intercambiaron notas de reconocimiento mutuo, el primero aceptando a la OLP como representante del pueblo palestino y esta admitiendo el derecho de Israel a existir.

El 13 de ese mismo mes de septiembre los representantes de Israel y de la OLP firmaron en Washington una «Declaración de principios», seguida de un apretón de manos entre Isaac Rabin, primer ministro de Israel, y Yasser Arafat, presidente de la OLP. El texto de la Declaración, inspirado en las resoluciones 242 (1967) y 338 (1973) del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, estableció el objetivo de instaurar durante no más de 5 años un gobierno autónomo provisional palestino elegido por los habitantes de Cisjordania y Gaza como primer paso para la solución global del conflicto. En ese periodo se iniciarían conversaciones sobre el estatuto permanente en las que se abordarían asuntos de interés común (refugiados, seguridad, Jerusalén, agua, cooperación, etc.).

El 4 de mayo de 1994 comenzó el periodo provisional previsto en la «Declaración de principios» de Washington. En esa fecha Israel y la OLP firmaron en El Cairo el Acuerdo para la Autonomía de Gaza y Jericó, por el que Israel se retiró de parte de Gaza y también de Jericó. En esta ciudad se estableció la sede de la recién constituida Autoridad Nacional Palestina (en adelante, ANP), órgano análogo a un gobierno provisional pero subordinado de hecho a la OLP, con competencias en Gaza y Cisjordania limitadas por los acuerdos palestino-israelíes a los campos de la educación, sanidad, hacienda, servicios sociales, turismo y policía. Israel se reservó, sin embargo, las decisiones principales en materia de seguridad.

El acuerdo propició también la creación de un Consejo Autónomo con funciones parlamentarias elegido por sufragio directo. En calidad de presidente de la ANP, Yasser Arafat volvió en julio de ese año a vivir en tierra palestina tras 27 años de exilio. A su muerte fue sucedido en el cargo por Mahmoud Abbas (o Abu Mazen, como también se le llama), más dialogante que su predecesor.

La voluntad israelí de progresar en las negociaciones con los palestinos favoreció la obtención de buenos resultados con otro interlocutor. En octubre de 1994 Israel y Jordania firmaron un tratado de paz por el que se reconocieron mutuamente (el segundo estado árabe en tomar esta decisión, después de Egipto), acabando así 46 años de guerra entre ambos países.

El 28 de septiembre de 1995 se firmó en Washington el Acuerdo Provisional sobre Cisjordania y Gaza, en el que se estableció un calendario para el traspaso de poderes y responsabilidades a la ANP, con objeto de poner en práctica lo pactado en la «Declaración de principios» de septiembre de 1993. También se fijaron las formas de participación en elecciones de los palestinos de Jerusalén, Gaza y Cisjordania. Esta última región fue dividida en tres zonas (A, B, C) en las que se asignaron desigualmente las competencias de seguridad. En concreto, la seguridad de la zona A, donde se encuentran las principales ciudades palestinas (Jenin, Kalkiliya, Tulkarm, Naplusa, Ramallah, Belén y Hebrón), quedó encomendada a los palestinos; en la zona B, que abarca casi todas las demás poblaciones, Israel se reservó las principales competencias sobre seguridad; la protección de la zona C, constituida por los asentamientos y las bases militares israelíes, siguió dependiendo de Israel.

El 4 de noviembre de 1995 el proceso de paz sufrió la pérdida de Isaac Rabin, asesinado por un judío en Tel-Aviv. La crispación de radicales de ambos bandos, las matanzas realizadas por terroristas palestinos y las consiguientes represalias de las fuerzas de seguridad israelíes no han frenado, sin embargo, los intentos de avanzar en la solución del conflicto: Acuerdo de Alto el Fuego entre Israel y Líbano de 26 de abril de 1996, Protocolo para el Repliegue de Hebrón del 18 de enero de 1997, Memorandum de Wye River de 23 de octubre de 1998, Memorandum de Sharm el-Sheik (versión corregida de los Acuerdos de Wye Plantation) de 4 de septiembre de 1999, aprobación por el Gobierno de Israel de la Retirada del sur del Líbano tras 18 años de ocupación militar (la Orden se aprobó el 5 de mayo de 2000 y se completó el día 24 de ese mes), nueva Cumbre de Camp David (julio de 2000), Conferencia de Annápolis (27 de noviembre de 2007)...

Las negociaciones terminaban a veces con acuerdos y otras con desacuerdos, pero la tensión no impedía conversar. Fue entonces cuando los palestinos más violentos y Ariel Sharon, dirigente radical del Likud y por entonces jefe de la oposición en Israel, contribuyeron con su conducta a un nuevo estallido de la violencia.

El 28 de septiembre de 2000 Ariel Sharon visitó en Jerusalén el Monte del Templo, conocido por los musulmanes como la Explanada de las Mezquitas (su tercer lugar sagrado), donde se levantan la Cúpula de la Roca y la Mezquita de Al-Aqsa. Quien era todavía jefe de la oposición en Israel acudió allí con intención de recordar la trascendencia para el judaísmo de aquel lugar, el más sagrado del mundo por ser la antigua sede de los templos judíos primero y segundo.

La visita fue la excusa que provocó el estallido del segundo gran levantamiento palestino, la Intifada de Al-Aqsa (2000-2001), así llamada por el lugar donde se inició. Dirigida principalmente por el movimiento político-militar Al Fatah ―presidido por Arafat― los insurrectos reivindicaron una Palestina independiente y la expulsión de colonos judíos de los Territorios Ocupados; además, aprovecharon para protestar contra la mala gestión del gobierno de Arafat, acusado repetidas veces de corrupción por su propio pueblo. Una vez más, los disturbios engendraron una espiral de violencia que ha seguido aumentando las víctimas del conflicto, además de agravarse la situación económica en los Territorios Ocupados.

En plena violencia, en febrero de 2001 tomó posesión en Israel un gobierno presidido por Ariel Sharon, que revalidó su mandato en las elecciones de 2003, en ambas ocasiones sin mayoría suficiente para gobernar en solitario y coaligado con otros partidos para mantenerse en el poder. Varios hechos relacionados con el conflicto de Oriente Próximo merecen ser destacados en estos últimos años. Uno de ellos es la muerte de Arafat, que se equivocó de estrategia en la última etapa de su vida y apoyó de nuevo el terror, quedando aislado internacionalmente e ignorado por la Administración estadounidense de George Bush. La sustitución del carismático dirigente palestino por Mahmoud Abbas contribuyó sin duda a desbloquear el proceso de paz y a mejorar las expectativas.

Pero quizá el hecho más destacado fue la aceptación por Israel, los palestinos y la mayoría de la comunidad internacional de la Hoja de Ruta, un plan político encaminado a conseguir la convivencia pacífica y segura de dos estados independientes, Israel y Palestina. Elaborado por un cuarteto compuesto por representantes de Estados Unidos, la Unión Europea, la Federación de Rusia y las Naciones Unidas, en el texto se reconocía que el fin de la violencia y el deseo por ambas partes de alcanzar una solución negociada son requisitos indispensables para la paz, estableciéndose además un calendario para la aplicación del plan:

 Fase I (hasta mayo de 2003): fin del terror y la violencia, normalización de la vida de los palestinos y creación de instituciones palestinas.

 Fase II (junio de 2003-diciembre de 2003): transición, en la que «los esfuerzos se centran en la opción de crear un estado palestino independiente con fronteras provisionales y atributos de soberanía basado en la nueva constitución, como paso hacia un acuerdo sobre un estatuto permanente». Entre los proyectos destacaban el restablecimiento de las relaciones anteriores a la Intifada (oficinas comerciales) entre estados árabes e Israel, así como la reactivación del compromiso multilateral sobre distintas cuestiones (recursos hídricos, medio ambiente, desarrollo económico, refugiados y control de armas).

 Fase III (2004-2005): acuerdo sobre un estatuto permanente y fin del conflicto israelo-palestino. Los objetivos eran «la consolidación de la reforma y la estabilización de las instituciones palestinas, el logro de progresos sostenidos y efectivos por parte de los palestinos en materia de seguridad, y negociaciones entre israelíes y palestinos a fin de llegar a un acuerdo sobre un estatuto permanente en el año 2005». Entre los puntos incluidos en esta fase destacan el fin de la ocupación iniciada por Israel en 1967, la solución acordada de la cuestión de los refugiados, la solución negociada del estatuto de Jerusalén que proteja los intereses religiosos de judíos, cristianos y musulmanes de todo el mundo, la aceptación por los estados árabes de plenas relaciones normales con Israel y la seguridad para todos los estados de la región.

El primer gran avance desde entonces fue el llamado «Plan de desconexión», una histórica iniciativa aprobada por el gobierno de Sharon (6 de junio de 2004) y por la Knéset (25 de octubre de 2004), que contó con el apoyo mayoritario de la opinión pública israelí. Especialmente significativo fue el respaldo que recibió el plan de los principales mandatarios de la ANP (presidente Mahmoud Abbas), Egipto (presidente Hosni Mubarak) y Jordania (rey Abdala II) durante el encuentro que celebraron en la localidad egipcia de Sharem el-Sheik (8 de febrero de 2005), al que también asistió el presidente del gobierno de Israel.

La cumbre sirvió igualmente para adoptar diversos acuerdos entre Sharon y Abbas: declaración de cese del fuego, finalizando formalmente con la violencia y el terrorismo padecidos desde el comienzo de la Intifada de Al-Aqsa; inicio de un proceso de transferencia en materias de seguridad en zonas palestinas, previo a la aplicación del plan; liberación de cientos de prisioneros palestinos; y aceptación de la construcción de un puerto marítimo en Gaza. Aun sin pretensiones de sustituir la Hoja de Ruta, el «Plan de desconexión» contenía, entre otras, las siguientes disposiciones: evacuación de todos los asentamientos judíos de Gaza y de varias aldeas del norte de Samaria (cerca de 9 mil personas en total), retirada del ejército de Israel de la Franja de Gaza y continuación de la construcción de la cerca antiterrorista de seguridad en Cisjordania, aprobada por el gobierno israelí en julio de 2001.

La retirada de Gaza, comenzada a mediados de agosto de 2005 y finalizada el 12 de septiembre del mismo año, fue sin duda un avance histórico hacia la solución del conflicto. Aunque la mayoría de los 240 mil colonos judíos residentes en los Territorios Ocupados vive en Cisjordania y el «Plan de desconexión» solo afectó a menos del 5%, la iniciativa israelí mostró la voluntad de su ejecutivo de solventar su principal problema.

En respuesta, las autoridades palestinas reconocieron el esfuerzo pero lo consideraron insuficiente: continuaron el control israelí del agua y del espacio aéreo de Gaza, las restricciones a la libre circulación de personas y mercancías entre los territorios palestinos y, sobre todo, se mantuvieron los asentamientos judíos y la ocupación militar en Cisjordania, donde los gobernantes israelíes decidieron levantar lo que llamaron una «valla de seguridad». A pesar de ello, los legítimos representantes del pueblo palestino tienen por delante el desafío de administrar con eficacia los recursos que generen sus ciudadanos y los que facilite la comunidad internacional para mejorar las condiciones de vida de su pueblo. Es además previsible que siga la presión diplomática para que Israel abandone definitivamente Cisjordania y cualquier control sobre territorios que no sean suyos, en conformidad con las resoluciones al respecto aprobadas por la ONU.

Difícilmente estos deseos se harán realidad si no cesan los atentados terroristas de grupos islámicos radicales y no acaban los actos de violencia perpetrados por palestinos contra ciudadanos e intereses israelíes. Conviene recordar que, hasta 1988, el Consejo Nacional Palestino no reconoció el derecho de Israel a existir y que los máximos representantes palestinos consideraban legítimo cualquier medio para hacerlo desaparecer. Otros estados árabes también se oponían a las resoluciones de la ONU sobre la existencia de Israel.

A pesar de que varios países árabes aceptan ya la existencia de Israel, otros siguen sin hacerlo y algunos de ellos promueven el nacimiento o aceptan el proceder de movimientos radicales dispuestos a atacar al estado judío. Grupos islámicos como Al-Qaeda, Jihad y Hizbulá cuentan con medios abundantes para perpetrar actos terroristas, obligando a las fuerzas de seguridad israelíes a reforzar la vigilancia. Tanta o más capacidad tiene la organización islámica extremista Hamás. Tras triunfar dicho grupo en las elecciones legislativas de enero de 2006 y formar gobierno de unidad nacional con el partido Al Fatah, las divergencias entre ambas facciones palestinas condujeron a la disolución del gobierno y a la proclamación del estado de emergencia. Los milicianos de Hamás lograron en junio de 2007 el control de la Franja de Gaza y desde entonces ―al menos hasta 2013, año en que escribimos― allí han gobernado.

Hamás ha seguido perpetrando acciones violentas ―especialmente a través de su brazo armado las Brigadas de Azedín al Kasem― y la mayoría de sus miembros ha continuado empeñada en destruir Israel, que acostumbra a contestar desproporcionadamente a las provocaciones de su vecino. Respecto a la acción de gobierno del grupo palestino, no puede calificarse de éxito. Hamás sobrevive en Gaza, aunque a duras penas, gracias a la ayuda económica de Irán y de otros estados árabes y sufre un duro bloqueo económico de Israel.

Al menos, desde el punto de vista político el ascenso de regímenes islamistas producido tras la llamada Primavera árabe (2010-2013) ha beneficiado a Hamás. Por lo demás, el partido lleva más de un lustro promoviendo una gradual islamización social (prohibición a las mujeres de participar en maratones mixtos, de fumar la pipa de agua en lugares públicos y de ir en moto detrás de un hombre, introducción de un código de vestimenta para las estudiantes universitarias, separación obligatoria de niños y niñas en las escuelas, etc.) que está encontrando cierta resistencia entre algunos habitantes de la Franja.

Fatah, por su parte, desde que en 2007 perdiera el control de la Franja de Gaza no se ha visto acusada por la comunidad internacional de ser responsable de los continuos lanzamientos de cohetes a Israel. Nadie tampoco ha culpado a Fatah de cuanto ocurre en ese territorio tan pobre y difícilmente gobernable que es la Franja de Gaza. En Cisjordania, donde Fatah ocupa el poder, la lluvia de millones recibida anualmente de la Unión Europea, Estados Unidos y otros países posibilita el cobro puntual de los salarios por los funcionarios y la construcción de infraestructuras, además de impulsar la economía. Incluso el rechazado control militar israelí permite a Fatah confiar en que no habrá incursiones de Hamás en Cisjordania. ¿Compensa a Fatah perder estas prebendas por un acuerdo con un Hamás inflexible? ¿Será capaz Hamás de adoptar una postura lo suficientemente conciliadora como para facilitar la formación de un único gobierno en Cisjordania y la Franja de Gaza?

No resulta fácil saber qué rumbo tomará a corto plazo el conflicto palestino-israelí. Sin embargo, desde la desaparición del Mandato británico de Palestina hasta la actualidad puede apreciarse en israelíes y en palestinos una tendencia ―aun con altibajos― a consolidar su presencia en esa zona. Unos y otros cuentan con instituciones que gobiernan poblaciones asentadas en territorios y, tanto Israel como Palestina, son reconocidos como estados por la mayoría de los países del mundo. Uno de los últimos hitos en ese afán por aumentar la presencia internacional fue el reconocimiento de Palestina como «estado observador» de la ONU, aprobado por la Asamblea General de dicha institución el 29 de noviembre de 2012.

Ciertamente, esta tendencia a la consolidación puede cambiar. Sin embargo, quien se empeñara en no aceptar la creciente fortaleza de Israel y de Palestina como naciones estaría remando contra lo que ha ido aconteciendo. Desconocemos por ahora, por ejemplo, si la ya madura asunción de responsabilidades de gobierno llevará a Hamás a adoptar un pragmatismo que le haga abandonar principios generales tan quiméricos como los que, en el otro extremo, tienen los ultranacionalistas judíos. No sabemos si, a diferencia de grupos como Al-Qaeda, Jihad y Hizbulá los dirigentes de Hamás acabarán convenciéndose de que, en el escenario internacional, no es posible conseguir siempre todo lo que uno se propone y carece de sentido, por tanto, insistir en ello.

Pero la paz no depende solo de la mayor o menor voluntad palestina. El ritmo negociador para alcanzar una solución pacífica también ha dependido del interés de los primeros ministros que Israel ha tenido desde el comienzo de las conversaciones (Menajem Beguin, 1977-1983, Isaac Shamir, 1983-1984 y 1986-1992, Isaac Rabin, 1992-1995, Simón Peres, 1984-1986 y 1995-1996, Benjamín Netanyahu, 1996-1999, Ehud Barak, 1999-2001, Ariel Sharon, 2001-2006, Ehud Olmert, 2006-2009, Benjamín Netanyahu, 2009…), así como de los apoyos parlamentarios que les han sostenido.

El contexto internacional actual es ajeno a las rivalidades que dividieron parte del mundo en bloques capitaneados por las superpotencias. Ello ha impulsado iniciativas a favor de una pacífica solución del conflicto de Oriente Próximo, como pudo comprobarse durante la Conferencia de Annapolis (Estados Unidos, 27 de noviembre de 2007), en la que el presidente de la ANP Abbas y el primer ministro israelí Olmert acordaron relanzar las negociaciones de paz.

En los últimos lustros Estados Unidos ha mostrado reiteradamente su apoyo a la existencia de los estados palestino e israelí. El 24 de marzo de 2009 el presidente estadounidense Barack Obama declaró que «para nosotros es crucial progresar hacia una solución de dos estados, donde israelíes y palestinos puedan vivir lado a lado en sus propios estados con paz y seguridad». Y el 21 de marzo de 2013, en la misma línea, Obama afirmó en el Centro de Convenciones de Jerusalén ante cientos de jóvenes israelíes que para que «siga habiendo un estado judío y democrático debe haber al lado un estado palestino». Nobles aspiraciones que conllevan un programa de acción de largo alcance.

Necesidad de acuerdos

El fin del conflicto palestino-israelí requiere consenso. ¿Quiénes han de llegar a dicho consenso y qué temas principales precisan acuerdos? A la primera parte de la pregunta responderemos que quienes deben encontrarse son los protagonistas del desencuentro: en términos generales las sociedades palestina e israelí y, por extensión, todos aquellos países que niegan el reconocimiento a los estados de Palestina e Israel.

Respecto a los temas que demandan pactos entre los contendientes, el fundamental es el reconocimiento del derecho del otro a existir, con lo que eso conlleva: tierra donde asentarse, comida y agua para subsistir, trabajo para desarrollar las propias capacidades y obtener medios de vida, así como paz y seguridad para disfrutar de la existencia. En concreto, la solución del conflicto palestino-ísraelí exige entre otras condiciones alcanzar compromisos sobre los siguientes temas: cese de los ataques palestinos ―y en lo posible, de los grupos fundamentalistas radicales― a Israel y de las consiguientes represalias del estado judío, la identificación de los refugiados palestinos, el fin de los asentamientos israelíes en los territorios ocupados, el estatuto de Jerusalén y el reparto del agua.

Como en cualquier disputa, el fin de los problemas en Oriente Próximo requiere voluntad de alcanzar acuerdos por ambas partes, que ha de plasmarse en primer lugar en el reconocimiento a existir del otro y en su consideración de interlocutor válido para comenzar a negociar. Tras décadas de rechazo, el 9 de septiembre de 1993 el gobierno israelí y la OLP aceptaron el reconocimiento mutuo en sendas cartas firmadas por Isaac Rabin, primer ministro de Israel, y Yasser Arafat, presidente de la OLP; días después, el 13 del mismo mes, tanto el gobierno israelí como la OLP aceptaron la creación de la ANP como organización administrativa autónoma para el gobierno de la Franja de Gaza y de parte de Cisjordania.

Como hemos visto, la situación es diferente entre Hamás e Israel. A pesar de su experiencia de gobierno en la Franja de Gaza, Hamás continúa siendo una organización yihadista que se niega a reconocer al estado de Israel, contra el que atenta con ataques armados en cuanto puede. El estado judío, por su parte, persiste en considerar a Hamás una organización terrorista, como también hacen la Unión Europea y Estados Unidos. Al menos hasta mediados de 2013 Jaled Meshal ―dirigente de Hamás― y sus colaboradores en el gobierno de la organización persisten en oponerse a negociar con Israel y rechazan una solución de paz del conflicto palestino-israelí basada en la existencia de dos estados.

Respecto a la posibilidad de contar o no con intermediarios para alcanzar acuerdos que conduzcan a la solución del conflicto palestino-israelí, la historia demuestra que ―a pesar de los errores― la ONU, Estados Unidos, la Unión Europea y Egipto han ejercido de una u otra manera labores de mediación que han dado fruto. De poco sirven, por ejemplo, juicios críticos como el mostrado por el escritor palestino-estadounidense Edward Saïd quien, en su libro Orientalismo, publicado en 1978, calificó a los estudios occidentales sobre Oriente Próximo y Medio de «discursos del poder, ficciones ideológicas, grilletes forjados por la imaginación», que desprecian los matices y los diversos contextos y forjan estereotipos que contribuyen a fomentar la animadversión.

Tras considerar la posición de Said «un asalto al saber», el historiador estadounidense David Landes ―partiendo implícitamente de la posibilidad de llegar a conocer y comprender las razones y circunstancias de la conducta ajena― afirmaba en su libro La riqueza y la pobreza de las naciones mostraba su desacuerdo con quienes piensan que hay que formar parte de un grupo humano para entender sus razones y penetrar en su pasado y su cultura:

«Debe rechazarse categóricamente la idea de que la exterioridad descalifica: que solo los musulmanes pueden comprender el Islam, que solo los negros entienden la historia negra, que solo una mujer puede comprender los estudios femeninos, etc. Eso solo conduce a la segregación y el diálogo entre sordos. También se renuncia a las valiosas ideas extranjeras y se abre la vía al racismo.»

Particular importancia tienen también en el fin del conflicto palestino-israelí los dirigentes o las autoridades de las tres grandes religiones monoteístas ―judaísmo, cristianismo e islamismo―, tanto por su especial influencia en las conductas de los fieles de sus respectivas religiones como por los vínculos que les unen hacia ese territorio en disputa. No olvidemos que los monoteístas honran por razón de santidad la tierra de Israel y Palestina como ninguna otra del planeta. Esa zona forma parte de la identidad religiosa y nacional del pueblo judío porque, según el judaísmo, fue prometida por Yahvé y porque en ella vivieron o anhelaron vivir patriarcas, profetas, reyes y antepasados judíos. Allí se desarrollaron las raíces del pueblo, como subraya la liturgia judía.

Pero grande es también el interés de los cristianos por ese territorio, escogido por Dios ―según la doctrina cristiana― como escenario de los hechos narrados en el Antiguo Testamento y elegido por Jesucristo para vivir en el mundo, como repetidas veces han recordado romanos pontífices y otros miembros de la jerarquía eclesiástica. Los musulmanes, por su parte, afirman que el Corán identifica a los primitivos israelitas por sus creencias y no por la posesión de una tierra y reconocen la santidad ejemplar de los patriarcas bíblicos ―especialmente de Abrahán, al que consideran padre espiritual― y de Jesucristo, a quien honran como profeta. Los musulmanes sienten además especial veneración por Jerusalén, escenario de importantes acontecimientos para judíos y cristianos y ciudad querida por Mahoma; esa urbe también guarda, para los seguidores del profeta, lugares santos.

Aunque las diferentes doctrinas y tradiciones religiosas han establecido pautas generales de comportamiento, hay tantas formas de relacionarse con Dios como creyentes. Y es innegable que, a lo largo de su historia, las religiones monoteístas y otros credos han tenido adeptos fanáticos. Igual ha ocurrido entre agnósticos, ateos y nacionalistas radicales cuando sus opiniones o acciones han conllevado el atropello de las libertades de los demás. En la actualidad, como sabemos, grupos fundamentalistas islámicos y ultranacionalistas judíos ―algunos con mezcolanzas religiosas― niegan el diálogo como medio de solución del conflicto palestino-israelí.

Respecto a estos últimos, hace décadas el pensador marxista Roman Rosdolsky sostuvo en su libro Engels y el problema de los pueblos “sin historia” que el nacionalismo judío

«se revela como un antisemitismo al revés; mientras este considera a los judíos como enemigos del mundo entero, aquel declara al mundo entero enemigo de los judíos. Y así como el antisemitismo, gracias a su vehemente exageración del papel y del poder de la “subhumanidad judía”, hace que los judíos, muy contra su intención, aparezcan como una raza especialmente valiosa y capaz, también el nacionalismo judío, gracias a su absurda generalización, debe conducir a una conclusión totalmente indeseable para él.»

Uno de los movimientos político-religiosos judíos más intransigentes es Gush Emunim («Bloque de los Fieles»), fundado en 1974, recién concluida una de las guerras árabe-israelíes. Desde su aparición, el Gush ha intentado acabar con el laicismo del sionismo. Otro de sus objetivos es fomentar en la sociedad israelí el deseo de extender las fronteras al Israel bíblico (Eretz Israel), mucho mayor que el estado actual, con la esperanza de que así lo encuentre el Mesías en su venida a este mundo. Con tácticas violentas, miembros del Gush han presionado para sustituir las fronteras legales reconocidas internacionalmente por otras religiosas imposibles de alcanzar.

Desde los años setenta del siglo XX ha crecido la influencia de varios movimientos religiosos judíos en la política israelí. El hecho forma parte de un proceso de retorno al judaísmo suscitado por miembros de comunidades judías de la diáspora y por israelíes de diversos ámbitos sociales y profesionales. A diferencia de los laicistas, los protagonistas de este proceso no piensan que la religión estorbe a la política, ni a la economía, ni a la ciencia, ni al progreso social, sino todo lo contrario. Por eso se está abriendo en la sociedad judía israelí una brecha entre unos y otros.

El caso de los islamistas radicales violentos es distinto y especialmente grave. Tergiversando la doctrina musulmana tradicional, los fundamentalistas islámicos partidarios de la lucha armada justifican su posición aludiendo a su particular concepción de la yihad contra Israel y las naciones occidentales, consideradas cuna del laicismo. Para generar un caos social que solo a ellos beneficia, sus cabecillas procuran ganar adeptos exacerbando a las masas y bendiciendo a quienes participan en la contienda que predican. Según el sociólogo francés Bruno Étienne, «en el caso del islamismo se trata más de un sueño político que se efectúa más a través de una lectura política del islam que de una renovación religiosa».

Interpretando a su manera el Corán, los radicales violentos incitan a conculcar la legalidad e inducen al terrorismo suicida, convenciendo a sus seguidores de alcanzar la salvación eterna tras morir con violencia y arrastrar a muchas víctimas consigo. Esa transformación del islam en ideología ―dicho de otra manera, esa instrumentalización del fervor religioso en función de los intereses políticos―, propia del fundamentalismo islámico, conlleva el rechazo a valores considerados occidentales como la igualdad de derechos entre mujeres y hombres, la democracia, el estado aconfesional, la libertad religiosa sin discriminaciones y el respeto de los derechos humanos.

Como ocurriera hace décadas con la aceptación de la teología marxista de la liberación por algunas comunidades cristianas, la subordinación de la religión a la política que implica el fundamentalismo islámico constituye una muestra más del rechazo a costumbres ajenas y a nuevos modos de vida que implican respetar la libertad de los demás. Desde esa perspectiva, Israel no es solo el origen del problema palestino sino una activa avanzadilla de los valores occidentales en Oriente Próximo. También por diferenciarse tanto de un estado en el que se aplicara literalmente la sharia o derecho islámico, piensan los fundamentalistas musulmanes violentos, Israel debe desaparecer.

En general, las prédicas incendiarias de los imanes radicales ―en los últimos años especialmente vigilados por numerosos servicios de inteligencia y seguridad― no se limitan a avivar el fuego antiisraelí. Sus soflamas subversivas político-pseudorreligiosas han logrado persuadir a mentes demasiado influenciables y, junto a otros factores, han contribuido a la extensión del terrorismo islámico por doquier. Ciudades de estados occidentales que han padecido grandes matanzas son Nueva York (11 de septiembre de 2001), Madrid (11 de marzo de 2004) y Londres (7 de julio de 2005); asesinatos indiscriminados consumados han sufrido también núcleos urbanos como Ámsterdam (2 de noviembre de 2004), Fráncfort (2 de marzo de 2011), Toulouse (19 de marzo de 2012) y Boston (15 de abril de 1913); afortunadamente en otros casos, como ocurrió en Estocolmo (12 de diciembre de 2010), el atentado acabó en una acción fallida.

Además de Israel ―la nación más sacudida por el terrorismo islamista― y de los países occidentales, otros muchos estados han sufrido o sufren atentados terroristas islamistas cuyas víctimas ―no solo judías y cristianas―, en total, se cuentan por decenas de millares. Entre esos países se encuentran Afganistán, India, Pakistán, Líbano, Indonesia, Egipto, Yemen, Arabia Saudí, Sri Lanka, Irak, Siria, Jordania, Libia, Turquía, Argelia, Rusia, Nigeria, China, Tanzania, Kenia, Túnez, Marruecos, Somalia, Tailandia, Filipinas, Bangladesh, Argentina, Tailandia y Malí.

La preocupación de Israel por su seguridad no solo guarda relación con la multitud de ataques terroristas padecidos, sino también con su situación geopolítica. El país está rodeado por otros que albergan importantes grupos de población que desean su desaparición y debe permanecer alerta frente a las posibles acciones violentas de gobernantes extranjeros que, en ocasiones, no han ocultado sus deseos de atentar contra los israelíes. Entre los ejemplos más conocidos de antisionismo radical pueden citarse a los difuntos presidentes de Siria (Hafez al-Hasad) e Irak (Sadam Husein).

Especial atención merece el caso de la República Islámica de Irán que, desde su creación en 1979, tanto apoyo ha prestado a los palestinos más violentos. Días después de triunfar la revolución islámica iraní, su dirigente supremo el ayatolá Ruholá Jomeini (1979-1989) declaró en público que el «régimen corrompido de Israel debe ser aniquilado». La animadversión a Israel de los prebostes religiosos y políticos iraníes ha continuado: el ayatolá Alí Jamenei, sucesor de Jomeini en la jefatura del estado, considera que Israel es un «tumor canceroso en el corazón del mundo musulmán»; quien fuera presidente del gobierno Mahmud Ahmadineyad (2005-2013) afirmó, entre otras frases, que «Israel debe ser borrado del mapa»; y su sucesor Hassan Rouhani ha reiterado la hostilidad de Irán contra el «régimen sionista» israelí.

Prueba de la inestabilidad de algunos países árabes es su dificultad para adaptarse a prácticas democráticas que equilibren sus gobiernos y amortigüen sus tendencias sociales más violentas. Ese autoritarismo político, reflejo del escaso dinamismo que tiene la sociedad civil en algunas naciones musulmanas, se ha interpretado ya como una muestra de debilidad. Por ejemplo el egipcio Nazih Ayubi, especialista en el mundo árabe contemporáneo, ha escrito: «Que el estado árabe sea un estado autoritario, y que se muestre tan reacio a la democracia y resistente a sus presiones, no debe interpretarse, evidentemente, como un signo de fortaleza, sino todo lo contrario.»

En los últimos años se ha intentado determinar la responsabilidad de los estados árabes cercanos a Israel que, de alguna manera, no han prevenido con la «debida diligencia» las actividades terroristas que desestabilizan la vida en el estado judío. Ante hechos de este tipo, la legislación internacional se encontraba en una disyuntiva que resolvió con un criterio general ―la obligación de prevenir actos terroristas contra otros estados o contra sus nacionales― que habría de aplicarse a los casos particulares. Así lo explica Joaquín Alcaide, profesor de Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales:

«Después de 1945, la determinación de la responsabilidad de un estado por la violación de esta obligación es más problemática porque, además de exigirse obviamente la prueba de la negligencia del estado territorial, debe tenerse en cuenta la incidencia de la distinción que el Derecho Internacional contemporáneo traza entre actos terroristas y actos de resistencia de los pueblos en ejercicio del derecho a la libre determinación (por ejemplo, la situación en Oriente Próximo, en particular los actos de violencia que se organizan en el Líbano y se cometen en Israel).

«No obstante, la Asamblea General de las Naciones Unidas consagró de modo general en su Resolución 2625 (XXV) que los estados están obligados a cooperar en la prevención de los actos terroristas en otro estado: “todo estado tiene el deber de abstenerse de organizar, instigar, ayudar o participar [...] en actos de terrorismo en otro estado o de consentir actividades organizadas dentro de su territorio encaminadas a la comisión de dichos actos, cuando los actos a que se hace referencia en el presente párrafo impliquen el recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza” y “todos los estados deberán [...] abstenerse de organizar, apoyar, fomentar, financiar, instigar o tolerar actividades armadas, subversivas o terroristas encaminadas a cambiar por la violencia el régimen de otro estado [...].»

En Oriente Próximo la diversidad religiosa complica lo que es, sin embargo, un problema fundamentalmente político de consecuencias también económicas. Los judíos consiguieron un estado tras el impacto que la ignominia del Holocausto causó en la comunidad internacional. Pero los palestinos, dados sus escasos recursos propios, aún carecen de medios suficientes ―a pesar de las cuantiosas donaciones internacionales― para ejercer con autonomía todas las competencias de un estado.

Estrechamente relacionados con la cuestión anterior hay temas de obligada negociación entre palestinos e israelíes. Algunos problemas surgieron del proceso que llevó a la existencia del estado judío; otros atañen al control de Israel sobre los territorios palestinos (bloqueo de la Franja de Gaza y ocupación parcial de Cisjordania), sumidos en una grave crisis económica por la falta de recursos y la ineficacia de su administración. Los palestinos de Cisjordania (2,72 millones en 2013 y previsiones de 2,93 en 2016, según la Oficina Central de Estadísticas de Palestina) y de la Franja de Gaza (1,7 millones en 2013 y previsiones de 1,88 millones en 2016) disponen de escasa renta per cápita y muchos viven en poblaciones con infraestructuras básicas insuficientes, hacinados en viviendas pequeñas de mala calidad.

La economía de los territorios palestinos, además, depende en parte de Israel, porque muchos productos comprados y vendidos ―en concreto, en Cisjordania― proceden de intercambios con empresas israelíes y porque el estado judío puede amenazar con cerrar las fronteras. Esto último ha sido una práctica habitual de Israel desde que en 2007 Hamás se hiciera con el control de la Franja de Gaza y comenzara su prolongada campaña de ataques armados sistemáticos al estado judío.

En concreto, los bloqueos israelíes a la Franja de Gaza conllevan el cierre de los cinco pasos fronterizos entre el territorio palestino y el israelí y la prohibición de entrada de mercancías, con la excepción de los bienes de primera necesidad aportados por organismos internacionales de ayuda humanitaria. Sorprende sin embargo que, con frecuencia, quienes con razón critican esos bloqueos no insten a los dirigentes de Hamás a esmerarse para evitar que desde la Franja de Gaza se lancen continua e indiscriminadamente proyectiles contra la población de Israel, incluidos ancianos y niños.

Si en los territorios palestinos hay cierre de fronteras forzado por las autoridades israelíes pronto se desabastecen los mercados palestinos, crecen los precios y aumenta el desempleo. El paro, a su vez, reduce la liquidez de las familias palestinas y frena el consumo de los escasos productos industriales fabricados en la Franja de Gaza y Cisjordania. Todo ello provoca el estancamiento de la economía, incapaz de librarse de la dependencia de la ayuda internacional y del sector primario. ¿No podrían los países más ricos del mundo, incluyendo las opulentas naciones árabes que flotan sobre yacimientos de petróleo, coordinar planes de ayuda más ambiciosos que contribuyan eficazmente a la autonomía productiva de los territorios palestinos?

Otro problema de Oriente Próximo es la penuria de agua en Jordania, Israel y sobre todo en los territorios palestinos, que afecta especialmente a la agricultura pero también a otras actividades económicas, al crecimiento de la población y a sus costumbres de vida. Los expertos han llegado a calificar la situación de «estrés hídrico» porque el agua disponible es escasa y su precio alto ―superior para los palestinos de la Franja de Gaza y Cisjordania que para los israelíes― y porque su calidad no es la deseable. Las principales fuentes de suministro de agua, insuficientes para la demanda existente, son el río Jordán y sus afluentes y los acuíferos subterráneos de Cisjordania y la Franja de Gaza. Pero su control por los israelíes, origen de continuos conflictos, requiere también una solución.

Dadas las condiciones climáticas de Oriente Próximo es preciso que sus habitantes se esfuercen en racionalizar al máximo los recursos hídricos, evitando las pérdidas ocasionadas por la mala gestión y por el uso de técnicas agrícolas despilfarradoras. Para contribuir a remediar su problema Israel ha puesto en marcha el plan de reutilización de aguas residuales más avanzado del mundo y, desde hace años, ha impulsado con eficacia sistemas de riego por goteo y de desalación de agua del mar. Pero también, según informes entre otros organismos de Amnistía Internacional, Israel ha limitado drásticamente el derecho de acceso al agua a la población palestina. En opinión de los técnicos, además, para aliviar la escasez hídrica en la zona es necesario ejecutar un programa de alcance regional que gestione el agua considerando más las fronteras hídricas que los límites nacionales. Y esta es otra cuestión pendiente en las negociaciones palestino-israelíes que, en este caso, afecta también a otros estados como Jordania y Líbano.

Una de las cuestiones más complicadas en las negociaciones palestino-israelíes concierne a la soberanía de Jerusalén, ciudad santa para judíos, cristianos y musulmanes, miles de millones de personas distribuidas por todo el mundo. Dado el carácter especial de esa urbe la Asamblea General de la ONU, en su Resolución 181 (II) de 29 de noviembre de 1947, decidió que «la ciudad de Jerusalén será constituida como corpus separatum bajo un régimen internacional especial, y será administrada por las Naciones Unidas».

Según dicha resolución el Consejo de Administración Fiduciaria, en dependencia directa de la ONU, redactaría un estatuto para la ciudad que contendría sus normas esenciales de funcionamiento: designación de un gobernador, que no podría ser ciudadano de los estados árabe y judío que pensaban formarse al finalizar el Mandato británico; elaboración de las leyes por un consejo legislativo elegido «por sufragio universal y votación secreta» por los adultos residentes en la ciudad, reservándose al gobernador el derecho de vetar las leyes incompatibles con el estatuto; poder judicial independiente; y para garantizar el orden público y la protección de los Santos Lugares, dotación de un cuerpo policial dependiente del gobernador e integrado por miembros reclutados fuera de Palestina.

Dicho estatuto especial tendría una primera vigencia de diez años, a partir «a más tardar el 1 de octubre de 1948» y sería después reexaminado por el Consejo de Administración Fiduciaria y acompañado de un referendum en el que los residentes de la ciudad pudieran expresarse sobre posibles cambios en su articulado. El plan de la ONU para Jerusalén fue aceptado por la comunidad judía de Palestina, pero rechazado por los árabes. De hecho, esa fue una de las causas de la guerra que estalló entre unos y otros nada más proclamarse el estado de Israel. Terminado el conflicto en 1948, Jerusalén se dividió: su parte oriental, el Este, que comprendía la Ciudad vieja, quedó bajo control de Jordania, mientras Israel tomó posesión de la parte occidental, el oeste. La mayoría de la comunidad internacional, incluyendo los miembros de la Liga Árabe, no reconoció a jordanos ni a israelíes la legitimidad de su ocupación de Jerusalén.

A pesar de ello Jordania e Israel consolidaron el control de sus respectivas zonas en la ciudad, insistiendo tanto el rey jordano como el parlamento israelí (Knéset) en la legitimidad de sus anexiones. El 23 de enero de 1950 la Knéset proclamó Jerusalén oeste capital del estado de Israel. Durante la Guerra de los Seis Días (junio de 1967) Israel ocupó, entre otros territorios, Jerusalén este. El 27 de ese mes la Knéset aprobó la Ley de orden de las municipalidades (Enmienda 6) y la Orden de ley y de administración (Enmienda 11), que concedieron al gobierno de su país el poder de aplicar las leyes, jurisdicción y administración israelíes a los enclaves anexionados. Se aprobó igualmente una Ley de protección de los Santos Lugares.

Muchos países condenaron la política de Israel, al igual que hizo la ONU por medio de varias Resoluciones. A pesar de ello Israel continuó su estrategia. La Ley básica del 30 de julio de 1980 proclamó Jerusalén, sin división, capital del estado de Israel y sede de sus principales instituciones: presidencia, Knéset, gobierno y tribunal supremo. La protesta mundial no se hizo esperar y de todas partes llovieron las críticas hacia la posición israelí. En la actualidad, no reconocen legitimidad a la ocupación israelí de Jerusalén oriental ni la ONU, ni Estados Unidos, ni la Unión Europea.

Una solución factible sería dividir la ciudad: Jerusalén este, anexionada por Israel durante la Guerra de los Seis Días, pasaría a soberanía de la ANP, permaneciendo Jerusalén oeste en poder de Israel. En cuanto a los Santos Lugares, las posibilidades son, entre otras, las siguientes: administración directa de la ONU, soberanía compartida por Israel y Palestina y, en el caso la Explanada de Las Mezquitas, control palestino de la superficie, de una parte, y, de otra, subsuelo en poder israelí, por su valor arqueológico para los judíos y su significado religioso para el judaísmo.

El Vaticano no se ha definido sobre la soberanía territorial de la ciudad pero es partidario de dotar a los Santos Lugares de un estatuto especial, garantizado por la ONU, que posibilite la libertad de culto en ellos y el acceso a quienes quieran visitarlos, reservando la administración de cada lugar (Muro Occidental o Muro de las Lamentaciones, Cúpula de la Roca, mezquita de Al Aqsa, etc.) a las autoridades de la religión más interesada.

Probablemente, el problema más difícil de resolver en Oriente Próximo sea el futuro de los refugiados palestinos y su relación con la tierra de donde fueron expulsados. La huida masiva de muchos palestinos en 1948, que denominan la nakba o «catástrofe», estaba ya en la mente de los dirigentes sionistas antes de que se produjera y ha sido desde entonces la mayor fuente de conflicto en la región. Según ha estudiado entre otros el historiador palestino Nur Masalha, después de su fundación el estado de Israel ha creado una estructura normativa para legitimar y afianzar la posesión de tierras que los palestinos ―el 80%, según este autor― abandonaron por la fuerza:

«Israel confeccionó un sistema jurídico para legalizar y consolidar su ocupación masiva de la propiedad de los refugiados. La Ley de la Propiedad Absentista, promulgada en 1948, disponía que todo árabe que hubiera abandonado su residencia habitual entre el 29 de noviembre de 1947 y el 1 de septiembre de 1948 para trasladarse fuera de Palestina, o a zonas dentro de Palestina ocupadas por fuerzas militares árabes sería considerado “ausente”, y sus tierras y propiedades confiscadas [...].

«El objetivo de la política aplicada ―militar, diplomática y legal― por el estado judío era consolidar el poder y la dominación étnica de la mayoría judía de Israel. Un elemento clave en ese esfuerzo fue la prohibición del regreso de los refugiados palestinos ―residentes dentro o fuera de las fronteras del nuevo estado― a sus hogares y propiedades ancestrales. Ese objetivo ha sido hasta hoy la premisa fundamental que informa toda política israelí hacia los refugiados palestinos.

«El resultado de la guerra de 1948 proporcionó a Israel el control de más de dos millones de hectáreas de tierra palestina. Tras su victoria el estado israelí se hizo con las tierras de 750.000 refugiados que tenían prohibido el retorno, y sometió a la restante minoría palestina a leyes y regulaciones que la privaba del disfrute efectivo de buena parte de su tierra.

«Desde entonces, toda la ofensiva masiva para hacerse con la tierra palestina (de refugiados y no refugiados) se ha llevado a cabo de acuerdo con la estricta legalidad. Entre 1948 y principios de los años noventa, Israel ha promulgado unos treinta estatutos para transferir las tierras de propiedad privada árabe a la propiedad del estado (judío). En las Naciones Unidas, Israel rechazó el derecho de los refugiados palestinos a regresar a sus hogares y aldeas, y se opuso muy particularmente a la Resolución 194 de la Asamblea General de las Naciones Unidas de diciembre de 1948.»

Según el Organismo de Obras Públicas y Socorro de las Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina en el Cercano Oriente (en inglés United Nations Relief and Works Agency for Palestine Refugees, UNRWA), creado el 8 de diciembre de 1949 con funciones humanitarias,

«los refugiados palestinos son personas cuyo lugar habitual de residencia entre junio de 1946 y mayo de 1948 fue Palestina, que perdieron sus casas y medios de vida como resultado del conflicto árabe-israelí de 1948, y que se refugiaron en Jordania, Líbano, la República Árabe de Siria, el territorio de Cisjordania, controlado entonces por Jordania, o la franja de Gaza, que administraba Egipto.»

La UNRWA incluye en su definición a «los descendientes de las personas que se convirtieron en refugiados en 1948». La Organización de Naciones Unidas calcula el número de refugiados originales en cerca de 726.000 musulmanes y cristianos que, gracias a su rápido crecimiento natural, alcanzaron los 4.919.917 a fines de 2012. Sin embargo, la OLP sostiene que en esa fecha había ya más de 7,5 millones de refugiados ―la mayoría viviendo a menos de 150 kilómetros de la frontera israelí―, al incluir en esta condición a varios grupos:

 4.919.917 refugiados registrados por Naciones Unidas.

 1,5 millones de expulsados por la guerra de 1948 y sus descendientes, no registrados por Naciones Unidas porque no se inscribieron o porque no necesitaban asistencia cuando se convirtieron en refugiados.

 950.000 desplazados por la guerra árabe-israelí de 1967 y sus descendientes.

 350.000 desplazados residentes en Israel y sus descendientes.

Los refugiados palestinos reconocidos por Naciones Unidas viven principalmente en Gaza, Cisjordania, Jerusalén Oriental, Jordania, Siria y Líbano. De ellos, casi el 30% (en torno a 1,5 millones) residía a fines del 2012 en los 61 «campos» oficiales. Un «campo» es «un terreno puesto por el gobierno anfitrión a disposición de la UNRWA para acomodar a los refugiados palestinos e instalar servicios, con objeto de atender a sus necesidades». Los solares donde se asientan estos campos son propiedad de los países que los prestan o se arriendan a dueños locales, y de su administración y vigilancia responden los países anfitriones, mientras la UNRWA se encarga de proporcionar a sus residentes los servicios sociales básicos.

El 1 de julio de 2012 había 58 campos de refugiados reconocidos por la UNRWA instalados en Jordania (10 campos), Líbano (12), Siria (9), Cisjordania (19) y la Franja de Gaza (8). En dicha fecha la distribución de los refugiados era la siguiente:

Área de operacionesCampos oficialesRefugiados registrados
Jordania102.018.735
Líbano12438.917
Siria9492.890
Cisjordania19735.249
Gaza81.185.550
Total584.871.341

A 31 de diciembre de 2012, según la Oficina Central de Estadísticas de Palestina, la población mundial palestina era de 11,6 millones, de los que 4,4 vivían en territorios palestinos (2,7 millones en Cisjordania y 1,7 millones en la Franja de Gaza), 1,4 en Israel (de los que el 36,5% tenían menos de 15 años), 5,1 en países árabes y unos 655 mil en otros países. En la misma fecha casi un 44,2% de la población que vivía en territorio palestino eran refugiados: en concreto, un 41,4% en Cisjordania y un 58,6% en la Franja de Gaza.

La ubicación de los campos, como refleja la tabla, muestra con claridad que cualquier negociación sobre esos millones de refugiados palestinos no solo incumbe directamente a la ANP y a Israel, sino también a los principales países de acogida (Jordania, Siria y Líbano). El tema concierne igualmente a los demás estados miembros de la comunidad internacional, sobre todo a los más poderosos, algunos de los cuales llevan décadas aportando grandes cantidades de dinero para el mantenimiento de muchos palestinos, sean o no refugiados. La ONU, por su parte, lleva décadas esforzándose por alcanzar acuerdos justos y, a través de la UNRWA, ha contribuido de forma decisiva a mejorar las condiciones de vida de los refugiados, responsabilizándose de cubrir sus necesidades básicas (alimentación, vivienda, sanidad, vestido y educación).

¿Cuál es el futuro de esos millones de personas? En 2005 Peter Hansen, comisionado de la ONU para los refugiados palestinos (UNRWA) entre 1996 y 2005 concluyó ese último año un artículo insistiendo en la necesidad de alcanzar una solución política como única vía para arreglar el problema de los refugiados palestinos:

«A pesar de los esfuerzos de la UNRWA y sus ayudantes durante este prolongado período, y para alguien como yo que ha servido con orgullo a los refugiados palestinos durante nueve años, creo que es esencial que todas las partes, incluyendo la comunidad internacional, reconozcan que los problemas políticos no pueden solucionarse únicamente mediante intervenciones humanitarias, sino que requieren de soluciones políticas.»

El gobierno de Israel distingue entre los «refugiados», que abandonaron sus casas como consecuencia de la guerra de 1948, y los «desplazados», que son todos los demás. Por cuestiones humanitarias, Israel estaría dispuesto a recibir a varios miles de esos «refugiados», pero no a los «desplazados». Las autoridades israelíes argumentan que acoger tanto a los «refugiados» como a sus descendientes, los «desplazados», supondría tal avalancha que peligraría la identidad judía de Israel. Este país contaba ya en 2013 con una población árabe superior a 1,7 millones de personas sobre un total ligeramente superior a 8 millones de israelíes (de ellos, poco más de 6 millones de judíos), según la Oficina Central de Estadísticas de Israel.

Los gobernantes israelíes afirman, además, que muchos de los palestinos que entraran en Israel pretenderían acabar con el estado judío. Por eso la mayoría de los políticos israelíes considera que conlleva más riesgos que ventajas admitir el retorno masivo de quienes se marcharon o fueron expulsados y la entrada por vez primera de sus descendientes. Desde Israel se alega, asimismo, que su estado hubo de hacerse cargo de los judíos expulsados por las naciones árabes en 1948.

La OLP, por su parte, afirma que el término «refugiado» hace referencia a un status legal y sostiene que todos los refugiados tienen el derecho a volver a su tierra, así como a una compensación económica por los daños causados. Según esta organización a todos los refugiados se les debe dar la opción de regresar a sus casas, tal y como está reconocido por el Derecho Internacional, dejando que sean ellos mismos quienes elijan su futuro con otras opciones si voluntariamente rechazan la de regresar: reasentándose en terceros países, reasentándose en una nueva Palestina independiente o normalizando su situación legal en el país que actualmente les acoge. Lo importante es, según la OLP, que sean los propios refugiados quienes elijan qué opción prefieren sin que nadie se la imponga.

También consideramos nosotros que esa es la solución óptima, si bien esa elección solo debería corresponder, en nuestra opinión, a los refugiados que la ONU reconociera para la ocasión. Sin embargo, hay que tener en cuenta que no siempre lo mejor es realizable. En el caso que nos ocupa, numerosos países consideran que el derecho de los palestinos a elegir ha de ser compatible con los derechos de Israel a su seguridad y a mantener su carácter de «hogar» para todos los judíos del mundo.

Aunque difícil de conseguir, lo ideal es que las preferencias de cada refugiado ―al menos, de la gran mayoría de ellos― coincidan con las de las restantes partes afectadas (según el caso, la ANP, Israel, Jordania, Siria y Líbano). Por eso, antes de adoptar una medida oficial sobre el futuro de los refugiados palestinos convendría hacer un sondeo (si no total, al menos una muestra representativa) para conocer su elección en caso de que pudieran hacerlo. De esa manera, la ONU y los países directamente implicados en el problema podrían trabajar con más datos.

La ANP no parece excesivamente interesada en recibir a todos los refugiados en los territorios que gobierna porque se agravarían los difíciles problemas que afronta en la actualidad. Más complejo aún sería la entrada masiva de nuevos refugiados en la Franja de Gaza. Los países limítrofes, por su parte, deseosos de normalizar cuanto antes su situación interna, quieren arreglar pronto la cuestión. Como ya indicamos, solo Jordania ha concedido la nacionalidad a los refugiados. Pero esto no basta. Por eso, una solución sería convencer a los refugiados para que renuncien a esas tierras ―las que reclaman en Israel y, si así conviene a la ANP, las que les corresponderían en los territorios bajo su jurisdicción― a cambio de indemnizaciones. De estas compensaciones se beneficiarían también la propia ANP y, por supuesto, los países que hicieran el esfuerzo de admitir a esos antiguos refugiados en su nueva condición: la de ciudadanos permanentes.

El pago de indemnizaciones a título de compensación a los refugiados palestinos que renunciaran a volver a sus hogares ya se contempló en la Resolución 194 (III), aprobada por la Asamblea General de la ONU el 11 de diciembre de 1948. Reiterada numerosas veces por la ONU, dicha resolución afirma en su apartado 11 que

«los refugiados que deseen regresar a sus hogares y vivir en paz con sus vecinos que lo hagan así lo antes posible, y que deberán pagarse indemnizaciones compensatorias por los bienes de los que decidan no regresar a sus hogares y por todo bien perdido o dañado cuando, en virtud de los principios del derecho internacional o por razones de equidad, esta pérdida o este daño deba ser reparado por los gobiernos o autoridades responsables».

¿Quién pagaría tamaña operación? Puesto que esta opción favorece a Israel, parece evidente que al estado judío correspondería aportar una buena parte del desembolso de las indemnizaciones. Pero la suma necesaria es tan grande que conseguirla requiere la colaboración internacional. Convendría que los países desarrollados ―Estados Unidos, Canadá, los estados miembros de la Unión Europea, Japón y Australia, entre otros― adoptaran un compromiso sobre este tema, pues la tranquilidad en Oriente Próximo favorece la paz mundial. Conviene también tener en cuenta que uno de los factores de la estabilidad en los precios del petróleo, que tanto beneficia a las economías más avanzadas del mundo, guarda relación con la situación en Oriente Próximo.

De optarse por indemnizar a los refugiados a cambio de su renuncia voluntaria a volver a su hogar o al de sus antepasados, es de esperar también una generosa aportación de las naciones musulmanas más ricas. A todos extrañaría que estos países, que tan altas rentas disfrutan procedentes de las exportaciones de petróleo y de las inversiones realizadas gracias a esas ventas, no fueran más magnánimos con el pueblo palestino, con quien mantienen estrechos vínculos culturales y en muchos casos también religiosos.

A pesar de los problemas que suscita el conflicto árabe-israelí, en las últimas décadas han mejorado mucho las relaciones entre las partes directamente implicadas: Yasser Arafat, quien durante tantos años dirigió la OLP (1969-2004), reconoció en 1986 el derecho a existir de Israel, al igual que hizo de hecho el Consejo Nacional Palestino en julio de 1988 al aceptar las resoluciones 242 (1967) y 338 (1973) del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. El reconocimiento mutuo oficial se alcanzó en septiembre de 1993. En 2005 se produjo un avance significativo en la resolución del conflicto palestino-israelí: el ejército de Israel se retiró de Gaza y se desmantelaron los asentamientos judíos que se establecieron desde su conquista en la guerra de 1967. Aun con altibajos ―frenar el aumento de los asentamientos israelíes en Cisjordania y abandonar los existentes, por ejemplo, constituye una exigencia palestina clave―, el curso de los acontecimientos induce a la esperanza.

El pueblo judío en la historia

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