Читать книгу La Galatea, una novela de novelas - Juan Ramón Muñoz Sánchez - Страница 10
ОглавлениеCapítulo 1
LA ARQUITECTURA NARRATIVA DE LA GALATEA
HACIA UNA NUEVA VISIÓN DE LA ESTRUCTURA DE LA GALATEA
Acercarse a la primera obra de Cervantes, La Galatea, para intentar profundizar en su estructura y sentido, supone un difícil problema al encontrarse «inconclusa» (Sabor de Cortázar, 1971: 227), como el propio autor nos advierte desde el título: Primera parte de La Galatea, dividida en seis libros.
Y como claramente expresa al final de ella:
El fin deste amoroso cuento y historia, con los sucesos de Galercio, Lenio y Gelasia, Arsindo y Maurisa, Grisaldo, Artandro y Rosaura, Marsilio y Belisa, con otras cosas sucedidas a los pastores hasta aquí nombrados, en la segunda parte desta historia se prometen, la cual, si con apacibles voluntades esta primera viere recibida, tendría atrevimiento de salir con brevedad a ser vista y juzgada de los ojos y entretenimiento de las gentes (Cervantes, La Galatea, VI, 435).
Sin embargo, analizando pormenorizadamente todos y cada uno de los elementos que la conforman, que no son otros que los típicamente pastoriles,1 podremos aventurar unos resultados óptimos, si no definitivos.
Hasta la fecha, la estructura de La Galatea ha sido concebida como la interrelación de dos mundos: el pastoril y el no pastoril, estando el segundo supeditado al primero. Pues, al caso de un amor triangulado por los pastores Elicio, Erastro y Galatea, acaecido en el espacio idealizado de las riberas del Tajo, bajo el devenir del día poético y de la eterna primavera, hay que añadir otros que sufren distintos personajes, pastores o no, que por motivos de distinta índole se encuentran en las aguas poetizadas por Garcilaso, con un conflicto por resolver. Como en las novelas pastoriles anteriores a La Galatea,2 la interrelación de dos mundos conlleva la creación de dos niveles narrativos distintos, que se relacionan entre sí, donde de nuevo uno se supedita al otro. A saber, uno es el de los hechos que ocurren en el presente de la narración y cuyo relato, en tercera persona, ocurre a cargo de un narrador primario de carácter extra y heterodiegético –el mundo pastoril–. Otro es el de los hechos sucedidos en el pasado y actualizados, en primera persona, por un personaje en funciones de narrador intra y homodiegético o paranarrador –el mundo histórico o no pastoril–, mientras otros hacen de oyentes de su relato o paranarratarios que en cierto modo representan a los lectores dentro del texto. Lo que suele ocurrir, pues, es que esos narradores secundarios proceden a contar por extenso su biografía sentimental o cuando menos a exponer un resumen de esta. El narrador primario es omnisciente en lo que atañe a los sucesos del presente narrativo, pero su visión de tales hechos aparece con frecuencia condicionada por el punto de vista de algunos personajes (Montero, 1996: LIV); en nuestro caso, sobre todo Elicio y Galatea, auténticos conductores del hilo narrativo de la obra, ya que, además de su caso particular de amor, son los encargados de toparse con esos personajes foráneos –narradores que nos contarán su historia amorosa, de una forma totalmente simétrica, alternativa y sexista: Elicio se encontrará con Lisandro (historia primera) y con Silerio (historia tercera); mientras que Galatea hará lo propio con Teolinda (historia segunda) y con Rosaura (historia cuarta)–.
No obstante, el mundo pastoril no se circunscribe exclusivamente a los amores de ese triángulo típico de tal género, sino que se amplía considerablemente con la narración de otros sucesos que se agrupan en torno a dos: 1) las bodas de Daranio y Silveria, auténtico eje de la novela, y 2) las exequias de Meliso; con lo que Cervantes se desmarca de la tradición anterior.3 Además, como estos dos hechos narrativos se encuentran separados entre sí de manera equidistante –las bodas en el libro III, las exequias en el VI– y suponen dos motivos de reunión de personajes, los estudiosos de la obra la han estructurado en torno a ellos, dividiéndola en dos grandes bloques simétricos: por un lado los tres primeros libros y, por otro, los tres últimos.
Así, Aurora Egido (1994: 59) comenta que «la obra, estructurada con todo cuidado, tiene una disposición simétrica evidente, que alcanza su cénit en el último libro. Los tres primeros libros desembocan en la fiesta de las bodas, el epitalamio y la comedia. Los tres últimos en la elegía». De un mismo parecer son López Estrada y López García-Berdoy4 y A. Rey y F. Sevilla.5 El cenit del que habla A. Egido (1994: 60-65) se fundamenta en la armonía simétrica que preside todo el Renacimiento y que alcanza su perfección en el número cuatro, símbolo del cuadrado, y sus combinaciones con el tres y con el círculo, desarrollados por Cervantes en la descripción del valle de los Cipreses, donde se celebran las exequias de Meliso.
A pesar de esta evidente armonía simétrica, no podemos olvidar que el número cuatro es una de las constantes cervantinas que se repite a lo largo de toda su obra, como, pongamos por caso, el epíteto caballeresco la «sin par» para sus grandes protagonistas femeninas –Galatea lo recibe hasta cinco veces a lo largo del texto, y no digamos Dulcinea en Don Quijote y Auristela en Los trabajos de Persiles y Sigismunda–, o el color verde. De hecho, Carlos Romero Muñoz nos lo advierte en su edición del Persiles y Sigismunda:
En II, 12 (359), se habla de casi «cuarenta barcos»; en II, 14 (373), de «cuarenta ahorcados»; ahora, de «más de cuatro mil personas». Si además recordamos ciertos pasajes de, p. ej., Quijote (cf. RM, 11: 255; 111: 355), llegamos a la conclusión de que el número cuatro, con sus múltiplos, funciona en Cervantes como un numeral indefinido. Pero, claro, no solo en Cervantes y, en general, no solo en su época (Cervantes, 2004, II,: XVIII: 398-399, n. 3).
Esto, quizá, nos haga advertir que la ubicación que Cervantes dio a tales acontecimientos no responde a un criterio único de simetría, sino, más bien, de intención. Y es que, como hemos venido diciendo, nuestro autor intercaló en un ámbito típicamente pastoril la prehistoria de otros personajes que, por su condición social, no son pastores propiamente dichos, como ya hiciera Montemayor en su Diana.6 Estas historias son cuatro fundamentalmente, a pesar de que López Estrada y M.ª T. López (1995: 30-35) nos hablan de seis, que son: 1) la historia de Lisandro, Carino, Crisalvo, Leonida y Silvia; 2) la de Teolinda, Artidoro, Leonarda y Galercio; 3) la de Silerio, Timbrio, Nísida y Blanca; 4) la de Rosaura, Grisaldo y Artandro. Las cuatro están sabiamente aderezadas por los dos grandes sucesos amorosos, interrelacionados entre sí, como veremos, que ocurren en el ámbito pastoril: los triángulos amorosos de Elicio, Erastro y Galatea, y de Daranio, Mireno y Silveria.
Sin alejarse un ápice de la tradición anterior, Cervantes abre su novela con la presentación de sus grandes protagonistas, Elicio, Erastro y Galatea, dándonos buena cuenta del estado en que se encuentran sus amores:
De Galatea no se entiende que aborreciese a Elicio, ni menos que le amase; porque a veces, casi como convencida y obligada a los muchos servicios de Elicio, con algún honesto favor le subía al cielo; y otras veces, sin tener en cuenta esto, de tal manera le desdeñaba que el enamorado pastor la suerte de su estado apenas conocía (I, 23).
Por otra parte, Elicio y Galatea son los dos grandes protagonistas del triángulo; pues, el otro vértice, Erastro, ama a sabiendas de no tener posibilidades, hasta el punto de que Elicio le tiene lástima: «Lástima, en ver que al fin amaba, y en parte donde era imposible coger el fruto de sus deseos» (I, 26).
Amores que, a pesar de estar presentes a lo largo de toda la novela gracias a los diálogos entre pastores y no pastores y a los poemas de Elicio y Erastro, no varían absolutamente nada hasta el anuncio de las bodas de Galatea con un rico pastor portugués a finales del libro V, y que acapararán la narración, junto a las exequias de Meliso y el «Canto de Calíope», del libro VI. Por tanto, parece obvio que Cervantes había meditado mucho la colocación de los sucesos en lo que atendía a sus personajes principales, pues entre el inicio de la novela y el final del libro V se desarrollan las cuatro grandes historias intercaladas; es más, ya que en el centro del libro III se celebran las bodas de Daranio y Silveria. De este modo, si nos atenemos a la colocación de las historias intercaladas, nos podremos dar cuenta de que Cervantes enmarcó tales historias entre los amores de Elicio, Erastro y Galatea, y, aún más, las dispuso en torno a las bodas: después de la presentación de nuestros pastores y de contarnos el estado en que se hallan sus amores, el autor del Quijote inicia la primera historia intercalada –la de Lisandro– justo por su final, o sea, in ultimas o extremas res: la muerte de Carino a manos de Lisandro, con lo que la violencia y la muerte se instalan en el escenario bucólico de la paz y el amor;7 como ya había hecho Montemayor en los libros II y VII, cuando Felismena da buena cuenta de los tres salvajes y de los tres caballeros que atacan, respectivamente, a las ninfas y a don Felis, aunque por motivos bien distintos. Más tarde y bajo los efectos de «la blanca luna», que «ilumina media Galatea» (Egido, 1994: 79), Lisandro relata a Elicio los sucesos de su historia, acaecida en Andalucía unos meses antes –así se amplían el espacio y el tiempo de la bucólica–, entre nobles y «gente principal». En una historia donde el amor, aderezado por los celos, se convierte en odio, dando paso a la violencia, la sangre y la muerte. Con ello, Cervantes muestra a su pastor aquello que por su condición ideal no le pertenece conocer: que los amores pueden engendrar la muerte. Por otra parte, esto implica la entrada en lo pastoril –universal poético– de otras ficciones –particular histórico– (Sabor de Cortázar, 1971: 231-233).
Aún en el discurrir del libro I, Galatea y Florisa se topan con Teolinda, labradora de una aldea del vecino Henares, la cual narrará su aventura amorosa con Artidoro, ganadero foráneo de su aldea, y que quedará inconclusa tras la desafortunada intervención de su hermana gemela Leonarda, diferenciándose así de la primera historia, que finaliza en el texto de La Galatea, aunque más allá de él se vislumbra un futuro harto nebuloso para Lisandro, sobre el que planea la sombra del suicidio en forma de un lento dejarse morir. Además, la narración que Teolinda realiza de su biografía o prehistoria, a consecuencia del fin de la jornada pastoril del segundo día de la narración, se cuenta a caballo entre el final del libro I y el inicio del libro II.
Devolviendo la narración a los pastores Elicio y Erastro, con esa alternancia sexista ya apuntada más arriba, acompañados de Tirsi y Damón, pastores, como Teolinda, de las riberas del Henares, que se encuentran en las del Tajo con motivo de las bodas de Daranio y Silveria, nuestros pastores conocen a Silerio, un ermitaño que, tras los ruegos encarecidos del grupo, narrará su desdichada historia de amistad y amor,8 dando paso a la típica novela de amor y aventuras incorporada a la tradición pastoril.9 De la misma manera que Teolinda, Silerio, sin lugar a dudas el personaje más logrado de toda la novela por su sufrimiento y profundo debate psicológico entre la amistad y el amor, divide su narración intradiegética entre el final de libro II y el inicio del III. Y, como la historia de Lisandro, es una narración que transcurre lejos del Tajo, pues su origen está en Andalucía; su desarrollo, en Cataluña e Italia; entre nobles, la acción. Por otra parte, a diferencia de la primera historia intercalada y como la de Teolinda, la historia quedará sin resolución final, al menos por el momento. Así, se dará paso a uno de los grandes acontecimientos del devenir de la obra: las bodas de Daranio y Silveria.
Con el comienzo de un nuevo día y de un nuevo libro, el IV, Galatea, Florisa y Teolinda, como Elicio y Erastro con respecto a la primera historia, se van a topar con lo que parece el supuesto final del cuarto episodio, que no es otro que el concertado matrimonio entre Rosaura y Grisaldo. Sin embargo, ante nuestra sorpresa, y la de Teolinda, Leonarda, su gemela, acompaña a la rica aldeana Rosaura. De tal modo que, en una narración trabada y simultánea, se nos da buena cuenta de la prehistoria de la cuarta novela y de la ampliación de la segunda. Rosaura, en efecto, narra a Galatea y a Florisa su historia de dudas amorosas y de celos con Grisaldo y con un caballero aragonés amigo de su padre, Artandro; mientras que Leonarda pone en conocimiento a su hermana Teolinda de la existencia del hermano gemelo de Artidoro, Galercio, del que está perdidamente enamorada, al tiempo que le refiere el impacto que ha ocasionado su marcha en su aldea de las riberas del Henares. Así, las historias segunda y cuarta están estrechamente vinculadas, pues ambas transcurren en aldeas próximas al río Henares, y, además, Galercio y Artidoro apacientan el ganado del rico Grisaldo, mientras que Leonarda y la hermana de estos, la joven Maurisa, sirven a Rosaura.
Con el fin de la narración, que no de las historias, entran en escena otros casos de amor en el devenir pastoral, como el del enamorado Lauso, y se produce la arribada al locus bucólico de unos personajes de altos vuelos, conocidos ya por algunos de los pastores de las riberas del Tajo –y por el lector–, Timbrio, Nísida, Blanca y un cuarto acompañante, que tendrán el honor de presidir el debate que sobre el amor mantendrán el desenamorado Lenio y Tirsi, después de comentar y alabar la vida pastoril en detrimento de la cortesana. Con el vislumbre del final de la historia tercera, acaece la ampliación de la segunda, al quedar patente la pasión que suscita en Galercio la pastora libre de amor, Gelasia, que pone fin, con la vuelta a la aldea, al libro IV.
El libro V se abre con la continuación de la tercera historia, pero con un forzoso cambio de narrador10 –como ocurrió antes con el episodio de Teolinda y Leonarda–, pues el encargado de seguir la historia será curiosamente «el otro amigo», Timbrio, concluyendo lo que dejó en suspenso Silerio, hasta dar buena cuenta de lo sucedido hasta su llegada a las riberas del Tajo. A partir de aquí la narración general, la que recae bajo el dominio del narrador extra y heterodiegético, se complicará hasta cotas inesperadas, por cuanto se pondrá fin a todas las historias intercaladas, al menos en lo que se refiere a la primera parte de La Galatea: la segunda con el matrimonio entre Artidoro y Leonarda, tras un picaresco engaño de esta a aquel y dejando en ascuas a la sufridora Teolinda, que nos recuerda al villancico de La Diana, «¡Amor loco, ay, amor loco! / Yo por vos y vos por otro». La tercera, con el futuro casamiento en la ciudad de Toledo entre Timbrio y Nísida por un lado, y de Silerio con Blanca por otro, poniendo fin al debate interno de Silerio a favor de la amistad, con lo que se culmina definitivamente esta historia en el texto, al igual que había sucedido con la primera. La cuarta, con el rapto de Rosaura a manos de Artandro, delante de nuestros pastores, que acaban de recibir la triste noticia de las concertadas bodas de Galatea con un rico pastor portugués, tras ordenarlo «el Rabadán mayor de todos los aperos», posible trasunto de Felipe II en el texto.11 Entre tanto desenlace se cuenta también el irónico enamoramiento de Lenio para con Gelasia; el final feliz de la ruptura entre los amores de Lauso y su ya no amada Sileria, que es de una originalidad extraordinaria por cuanto nunca antes se había contado la historia, aunque sea en bosquejo, de un desenamoramiento o de cómo muere un amor –cincuenta años después de La Galatea, Lope de Vega hará lo propio en su espléndida «acción en prosa», La Dorotea, a propósito de la historia de un desenamoramiento–; y «el más grande milagro de Amor», los amores del viejo Arsindo y la joven Maurisa. El libro llega a su fin con el anuncio de las exequias de Meliso para el día siguiente por parte del venerable Telesio, dando fin al sexto día de la narración con la vuelta a la aldea.
A la luz de los acontecimientos parece claro que los cinco primeros libros de La Galatea conforman un bloque homogéneo y totalmente simétrico, que se diferencia radicalmente del libro VI, por otra parte, consecuencia lógica de aquellos. Así, nos encontramos frente a un conjunto magníficamente bien construido y detallado al milímetro por Cervantes, habida cuenta de que rodeó el mundo pastoril de la realidad histórica de su época a fin de proporcionar un aprendizaje a sus pastores del que podían y debían valerse, al mismo tiempo que los introducía en la más pura y dura realidad. Como ya dijimos, lo particular histórico, o, lo que es lo mismo, las cuatro historias intercaladas, queda enmarcado por el ámbito amoroso de la bucólica; si muy lejana al principio, cuando la presentación de Elicio y Erastro y su encuentro con la «historia» al ser espectadores de excepción del homicidio de Carino a manos de Lisandro (libro I), estrechamente unidas al final del bloque, cuando nuestros pastores reciben la noticia del futuro casamiento de Galatea, justo en el momento en el que se produce el rapto de Rosaura, provocando, a través del uso de la violencia, la incursión del mundo pastoril –lo universal poético– en la realidad histórica. Introducción, insistimos, que se produce de manera pausada y gradual, dado que entre estos dos polos se sitúan las bodas de Daranio y Silveria, eje medular del bloque y de las cuatro historias. Así, la primera y la cuarta se desarrollan de forma paralela, una antes y otra después de las bodas, abriendo y cerrando el aprendizaje y la incursión en el mundo histórico de nuestros pastores; no en vano son las que portan la violencia a la bucólica hasta sumir en ella a sus idealizados personajes:
Pero los extremos que Galatea y Florisa hacían, por ver llevar de aquella manera a Rosaura, eran tales, que movieron a Elicio a poner su vida en manifiesto peligro, porque sacando su honda, y haciendo Damón lo mesmo, a todo correr fue siguiendo a Artandro, y desde lejos, con mucho mimo y destreza, comenzaron a tirarles tantas piedras que les hicieron detener y tomarse a poner defensa (V, 319).12
Al igual que estas, las historias segunda y tercera se desarrollan también de forma paralela, pues ambas son presentadas y dejadas sin concluir en el presente de la narración pastoril antes de las bodas. Y, respetando el orden inicial, se reanuda su narración después de los desposorios que unen a Daranio y a Silveria, pero con un cambio formal: la historia la concluye un paranarrador distinto, a saber: a Teolinda la sustituye su hermana gemela Leonarda, mientras que a Silerio lo reemplaza su amigo Timbrio. No obstante, ambas historias quedan a expensas de alcanzar su conclusión definitiva, conclusión que se producirá en el propio acontecer de la narración extradiegética; es decir, en el tiempo presente de la narración de lo pastoril, que se iguala, entonces, con el histórico. Es más, ambas historias experimentan el mismo desenlace, pero presentado de manera radicalmente opuesta, pues mientras que Leonarda traiciona la lealtad que debía a su hermana por una simple cuestión sanguínea o de parentesco, y gracias a un engaño consigue al reflejo de su amor, que no su amor, dado que finalmente se casa con Artidoro y no con Galercio; Silerio, sin tener tal atadura, se mantiene fiel a la amistad que lo une con Timbrio y deshecha su amor por Nísida, aunque, al final, obtiene, si no el reflejo de su amor como la pastora de las riberas del Henares, sí la recompensa de Blanca, que es, junto con Teolinda, la gran sufridora del amor, e incluso más si cabe, por cuanto se trata de un sentimiento sordo y silencioso, magníficamente mostrado, de forma sibilina e indirecta, en la propia narración de Silerio. Por lo tanto, en torno al extraño acontecer de las bodas –pues no queda lo suficientemente claro si Silveria ha desechado su amor por Mireno debido a la obligada obediencia paterna o por las pingües riquezas de Daranio–, los pastores son los privilegiados espectadores de la fuerza del amor, capaz de romper el inquebrantable vínculo de la sangre a través del engaño cuasi picaresco de Leonarda a su hermana Teolinda, que además son gemelas o sosias; al mismo tiempo que asisten a todo un canto a favor de la amistad, capaz de imponerse al amor.
Pero no termina aquí la minuciosa labor de engranaje orquestada por Cervantes, ya que las historias se relacionan entre sí dos a dos: 1) por un lado, la primera y la tercera, por cuanto son las que se desarrollan lejos del espacio pastoril, entre nobles andaluces, y son las que alcanzan un final claro y definitivo en el conjunto de la narración total; 2) por otro, la segunda y la cuarta, dado que ambas transcurren, en principio, en las riberas del río Henares, entre personajes que interaccionan entre sí, como ya dijimos, y ambas quedan a expensas de la futura e inexistente segunda parte de La Galatea para su resolución (Rey Hazas y Sevilla Arroyo, 1996: XX).
Sin embargo, las coincidencias aún prosiguen, por cuanto Cervantes relaciona las cuatro interpolaciones con los cuatro casos de amor que representan Orompo, Marsilio, Crisio y Orfenio en la égloga del libro III, justo después de las bodas; Orompo representa el caso de amor frustrado por la muerte, como queda Lisandro después de su sangrienta y trágica historia; Marsilio el rechazo, como Teolinda primero y Galercio después; Crisio la distancia, como Silerio con respecto a Nísida, una vez que abandona Nápoles, si bien es cierto que al final queda acomodado con Blanca, como recompensa a su sin par lealtad amical; Orfenio los celos, como les ocurre por igual a Crisalvo y a Rosaura, aunque el rapto final de esta por Artandro imposibilita el final feliz de la historia. Si nos fijamos atentamente, además, el turno en el que se desarrolla la representación de cada pastor en la égloga se corresponde con el orden en el que aparecen las historias con las que se relacionan.
A lo largo de nuestro análisis hemos venido insistiendo en que las bodas del libro III eran el auténtico eje medular de La Galatea, pero por todo lo dicho hasta aquí, también lo es de este bloque, debido fundamentalmente a que marca un antes y un después en las funciones del narrador externo o general, habida cuenta de que, en los acontecimientos que se desgranan antes de las bodas, los dos tipos de narradores, el principal y los personajes que cuentan sus biografías, comparten las funciones narrativas, aunque tienen más relevancia los paranarradores; mientras que después de ellas la función del narrador extradiegético cobra mucho mayor relieve, a pesar de que el espacio dedicado a los narradores intradiegéticos sea prácticamente el mismo –Lisandro, Teolinda y Silerio, antes; Rosaura, Leonarda y Timbrio, después–, lo que ocurre es que la narración se complica prodigiosamente, y más cuando las historias intercaladas segunda, tercera y cuarta alcanzan sus desenlaces definitivos, al menos a lo que en esta primera parte de la obra se refiere, en el libro V, a lo que hay que sumar la noticia de la boda de Galatea, el amor y desamor de Lauso, la entrada en escena de Gelasia y los prodigiosos amores entre Arsindo y Maurisa.13
Por consiguiente, y a la vista de los acontecimientos, la estructura de La Galatea, desde nuestro punto de vista, es totalmente asimétrica, a pesar de estar dividida en dos partes. A saber: 1) Los cinco primeros libros por un lado, donde se desarrollan por completo las cuatro novelas insertadas y cuya función no es otra que quebrar los parámetros fundamentales de la bucólica tradicional con la entrada y posterior igualación de lo particular histórico en lo universal poético; lo cual, además, conlleva un aprendizaje en nuestros pastores al entrar en contacto con personajes no idealizados, capaces de lo mejor, como Silerio, y de lo peor, como Artandro, raptor de Rosaura, Leonarda, suplantadora de la identidad de su hermana para desposarse con Artidoro, el nihilista manipulador Carino y Crisalvo, asesino de su propia hermana, y al poder presenciar los distintos casos de amor que se representan en cada una de las interpolaciones. 2) Por otro, el sexto y último de la obra, donde ya no hay espacio para las historias intercaladas, salvo la reaparición de Teolinda, que viene acompañando a Maurisa y en seguimiento de su hermano Galercio, por cuanto su función ha dejado ya de ser pertinente, debido a que nuestros pastores ya están adoctrinados y se encuentran en el seno de la más pura realidad, esto es, han dejado de pertenecer al idealizado mundo de la bucólica tradicional, como se infiere de la resolución, más que probable, violenta, que han determinado tomar para impedir el casamiento de Galatea con el rico pastor lusitano de las orillas del río Lima. Por otra parte, en este libro VI, se produce el hermanamiento definitivo entre los pastores del Tajo y del Henares, como podemos colegir del «Canto de Calíope» y por los incidentes que ocasiona el anuncio del concertado casamiento de Galatea.14
Si no fuera suficiente lo dicho hasta ahora para justificar nuestra visión de la estructura, el tiempo de la narración dominado por el narrador extra y heterodiegético, aquel que está regido por el día poético y por la jomada pastoril, encuadrados entre la descripción del orto y del ocaso, nos dará la razón. Como sabemos, la acción de La Galatea transcurre o se desarrolla durante diez días. Pero veamos cómo se distribuyen a lo largo de los seis libros:
Libro I ……………………. 1.ª jornada
Libro I ……………………. 2.ª jornada
Libro II ……………………. 2.ª jornada
Libro II ……………………. 3.ª jornada
Libro III ……………………. 3.ª jornada
Libro III ……………………. 4.ª jornada
Libro IV ……………………. 5.ª jornada
Libro V ……………………. 5.ª jornada
Libro V ……………………. 6.ª jornada
Libro VI ……………………. 7.ª jornada
Libro VI ……………………. 8.ª jornada
Libro VI ……………………. 9.ª jornada
Libro VI ……………………. 10.ª jornada
Resulta evidente, pues, el contraste existente entre los dos bloques, ya que, de los diez días en los que se desarrolla la obra –nueve completos según el estudio de Casalduero (1973: 27-46)–, seis transcurren en los cinco primeros libros, de los cuales los libros III y V son los únicos que terminan con la culminación de un día; mientras que tan solo el libro VI comprende cuatro.
Por ende, no cabe la menor duda de la extraña configuración estructural que presenta la primera obra cervantina. Pero ¿cuál fue la motivación que llevó a Cervantes a diseñar así La Galatea? Parecen ser dos las intenciones por las cuales nuestro autor distribuyó de ese modo el material narrativo: a) La exaltación de Castilla como reino medular de España, como se desprende del hermanamiento de los pastores del Tajo y del Henares ante el rapto de Rosaura, recordemos, efectuado por un caballero aragonés, y que intentan evitar Elicio –pastor de las riberas del Tajo– y Damón –pastor de las riberas del Henares– y ante el posible casamiento de Galatea con un pastor portugués, a pesar de estar concertado por el mismísimo Felipe II,15 «rabadán mayor de todos los aperos»; exaltación nacionalista que también aparece en las dos únicas obras teatrales conservadas de la primera época del autor del Quijote, cuya redacción fue prácticamente coetánea de la de La Galatea: El trato de Argel y El cerco de Numancia. Es más, Aurora Egido (1994: 33-39) ha identificado a la pastora Galatea como la personificación simbólica del Tajo. No obstante, ese tributo rendido a Castilla no es exclusivamente político, sino también poético, dado que Calíope ensalza en su Canto la superioridad de los poetas castellanos. b) La ruptura de la bucólica tradicional al provocar la entrada de lo particular histórico en lo universal poético, lo que supone la desidealización de los pastores y su ámbito cuando dejan de comportarse como meros arquetipos16 gobernados por el Amor, la Fortuna y la Naturaleza, una vez que intentan resolver sus problemas con todo aquello que esté al alcance de su mano, incluida la violencia, de resultas de un laborioso aprendizaje. Lo que apunta claramente a La Diana, referente directo de nuestra novela –no en vano fue la obra de mayor difusión de la España de la segunda mitad del XVI con casi veinticinco ediciones (Fosalba, 1994)–, ya que Montemayor hubo de recurrir al expediente de la magia blanca y el «agua encantada» de la sabia Felicia para resolver los problemas amorosos de sus personajes.
Sin embargo, estas dos intenciones no se dan de manera independiente, sino que están estrechamente relacionadas entre sí, ya que Cervantes introdujo la realidad en su obra, pero no cualquier realidad, sino la suya propia; es decir, su propia realidad contemporánea, su acontecer más inmediato con su concepción ética, ideológica y social; y por ahí el pastoral ropaje que encubre a los poetas Figueroa –Tirsi–, Laínez –Damón–, Hurtado de Mendoza –Meliso– y quizás él mismo –Lauso–, así como a los más altos cargos de la política española, como Felipe II –«el rabadán mayor de todos los aperos»– y su hermanastro, Juan de Austria –el pastor Astraliano–; tal y como ya nos advirtió en el prólogo: «Muchos de los diferentes pastores della lo eran solo en el hábito» (Cervantes, La Galatea, 16).
A pesar de todo, Cervantes dejó incompleta su novela,17 aun habiendo anunciado tantas veces su continuación a lo largo de su producción literaria.18 Quizás porque la acción que iban a emprender Elicio, Erastro, Tirsi, Damón y demás pastores de las riberas del Tajo y del Henares para impedir el casamiento de Galatea vulneraba las directrices y las convenciones del género pastoril, ya que no solo llevaría la narración a límites insostenibles e insospechados para tal género, sino que en realidad lo transformaba en otro nuevo genéticamente cercano al orbe del Quijote y de determinadas Novelas ejemplares. Quizás porque suponía un enfrentamiento directo con la Monarquía española, dado que quien solicita el enlace matrimonial entre Galatea y el rico pastor portugués era nada más y nada menos que el propio Felipe II.
No obstante, nos aventuramos a dejar caer la posibilidad de que Cervantes, contradiciéndose a sí mismo, dejase finiquitada su obra, pues, como subrayó Avalle-Arce (1988: XXV y ss.), «los finales abiertos son muy de su gusto», tal y como dejó patente en sus otras dos grandes novelas: Don Quijote y el Persiles; así, por ejemplo, en el Quijote dejó sin concluir el cuentecillo de la pastora Torralba (I, XX); el episodio intercalado del oidor, doña Clara y don Luis (última referencia en I, XLIIII), y la historia de Ricote y Ana Félix (II, LIV, LIII y LXV). De hecho, basándonos en la teoría pendular que Avalle-Arce observó en La Galatea,19 las bodas de la homónima protagonista deberían ser el opuesto a las bodas de Daranio y Silveria, de ahí esa posición medular que las hacen ser el eje de la obra, tal y como se puede deducir en las últimas palabras del narrador antes de asegurar la continuación de esta primera parte:
Y todos llevaban intención de que, si las razones de Tirsi no movían a que Aurelio la hiciese en lo que pedían, de usar en su lugar la fuerza y no consentir que Galatea al forastero pastor se entregase, de que iba tan contento Erastro, como si el buen suceso de aquella demanda en solo su contento de redundar hubiera; porque, a trueco de ver a Galatea ausente y descontenta, tenía por bien empleado que Elicio la alcanzase, como lo imaginaba, pues tanto Galatea le debía de quedar obligada (VI, 435).
Y más cuando hizo coincidir el rapto de Rosaura con el anuncio de las bodas, posible solución determinada para impedirlas, pues Galatea lo vio con buenos ojos: «El amoroso que Artandro tiene –dijo Galatea– fue el que le movió a tal descomedimiento; y así, conmigo en parte queda desculpado» (V, 320).
Hasta Erastro lo vio bien, admirando el valor del caballero aragonés: «Ignorante estaba Erastro del suceso de Artandro, pero la pastora Florisa, en breves razones, se lo contó todo; de que se maravilló Erastro, estimando que no debía ser poco el valor de Artandro, pues a tal dificultosa empresa se había puesto» (V, 323).
El rapto es una solución, además, muy del gusto cervantino, pues se repite en varias ocasiones a lo largo de su obra. No obstante, el polo opuesto a las bodas de Daranio y Silveria es, sin lugar a dudas, el desenlace de las bodas de Camacho20 en El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha, que bien podría ser la culminación de la historia de los pastores protagonistas de la novela; en ellas la astucia y la picardía de Basilio –el equivalente de Mireno y hasta cierto punto también de Elicio– terminan imponiéndose al mandato de los padres de Quiteria –aquí, Silveria y Galatea– de que se tenga que casar con Camacho –Daranio y el rico pastor portugués–, exclusivamente porque este es más rico que aquel. No obstante, es tan solo una hipótesis, puesto que Elicio parece optar más por la violencia que por un engaño de corte picaresco, como el que acometerá Basilio y como hace Leonarda, en la misma Galatea; engaño que igualmente llevarán a cabo Lotario y Camila, si bien es cierto que por motivos menos honestos, en la novela intercalada del Ingenioso hidalgo, El curioso impertinente.
En fin, sea como fuere, tanto si Cervantes dejó La Galatea abierta a propósito, como si lo hizo pensando en su continuación, de lo que no cabe la menor duda es de la relación ambivalente que profesó por este género narrativo, siempre presente en su obra.21 Es más, no solo todas y cada una de las historias acaecidas en ella, fueran o no pastoriles, dejaron descendencia en otros libros de Cervantes –como veremos después–, con el propósito de tratar el mismo tema desde distintos enfoques, sino que, ese primer bloque de la estructura, conformado por los cinco primeros libros, supuso el auténtico laboratorio de pruebas para Cervantes, como demuestra el gran parecido morfológico que tiene con los sucesos que acontecen en torno a la venta de Juan Palomeque el Zurdo en el primer Quijote y los que transcurren en la isla del rey Policarpo en el libro II de Los trabajos de Persiles y Sigismunda. Lo único claro es que Cervantes es el dueño del secreto que esconde el dulce lamentar de los pastores.
1. «En La Galatea se dan, pues, todos los elementos que configuran el género “novela pastoril”: los casos de amor como tema fundamental; la fortuna y la naturaleza como temas secundarios; los ejercicios poéticos de los pastores (se destacan los de Tirsi y Damón, libro II, y los de Orompo, Marsilio, Crisio y Orfenio, libro III); los discursos sobre el amor (libro IV), en los que el autor, como él mismo dice, ha mezclado “razones de filosofía”; la oposición corte/aldea con el consiguiente elogio de la vida del campo, etc. En lo formal: la alternancia de prosa y verso, y la retórica característica, con sus amaneceres mitológicos, su adjetivación tipificadora y sus elementos ornamentales. La Galatea es, por tanto, una “égloga”, como el mismo autor la califica» (Sabor de Cortázar, 1971: 229-230).
2. No son sino cinco, según la clasificación llevada a cabo por Avalle-Arce (1974): La Diana (1558 o 1559), de Montemayor; Los ochos libros de la Segunda parte de la Diana (1563), de Alonso Pérez; Diana enamorada (1564), de Gaspar Gil Polo; Los diez libros de Fortuna y Amor (1573), de Antonio de Lofrasso; El pastor de Fílida (1582), de Luis Gálvez de Montalvo.
3. Sobre las novedades que introduce Cervantes en el seno del género pastoral, véanse, entre otros estudios, López Estrada (1948, 1974 y 1990), Ricciardelli (1966), Avalle-Arce (1974: 229263), Finello (1976, 2008 y 2014), Forcione (1988), Rey Hazas y Sevilla Arroyo (1996: III-VIII).
4. «Si se establece una consideración general del movimiento de acción de La Galatea, encontramos que los pastores (y los que con ellos se juntan) acaban por confluir en los episodios que actúan como núcleos de reunión. Uno de ellos es el de las bodas de Daranio y Silveria, y el otro el de las exequias de Meliso. Están situados en lugares equidistantes del libro: el primero en el libro III; y el segundo en el libro VI. Ambos episodios cumplen su función y resultan compatibles con la maraña de las novelas entretejidas; ambos son de ocasión sobre todo para que se reúnan pastores y pastoras de toda clase» (López Estrada y López García-Berdoy, 1995: 48).
5. «Las cuatro historias intercaladas, en fin, se interponen mediante un medido y sopesado esquema, cuya simetría y armonía demuestran un trazado previo bien meditado, ajeno a cualquier improvisación, que las divide en dos grupos bien distintos y las distribuye entrelazadas unas con otras. Ello coincide con la simetría que preside el conjunto de La Galatea, dividida en seis libros, cuyos casi ochenta personajes confluyen y se mueven en torno a dos núcleos ubicados de manera equidistante, en perfecto equilibrio estético; a saber: el primero, las bodas de Daranio y Silveria, en el final del libro III, festivo, epitalámico, alegre y lleno de vida. Y el segundo y último, las exequias de Meliso y el “Canto de Calíope”, al acabar el libro VI, sagrado, funeral, conmemorador de la muerte y de la poesía al mismo tiempo» (Rey Hazas y Sevilla Arroyo, 1996: XX).
6. «Ya que a su triángulo pastoril, compuesto por Sireno, Silvano y Diana, unió las historias intercaladas de Selvagia (libro I), Felismena (libro II) y Belisa (libro III); que conforman el verdadero caparazón estructural de la obra, en especial la historia de Felismena, que llega a usurpar el protagonismo al triángulo pastoril» (Avalle-Arce, 1974: 92).
7. Pues, como había señalado Fernando de Herrera en sus Anotaciones a la obra de Garcilaso, hablando de la materia pastoril, «la materia de esta poesía es las cosas y las obras de los pastores, mayormente sus amores; pero simples y sin daño, no funestos con rabia de celos, no manchados con adulterios; competencias rivales, pero sin muerte y sin sangre» (Gallego Morell, 1972: 368).
8. Véanse, sobre el cuento de «los dos amigos» que informa la historia, Alarcos García (1950), Avalle-Arce (1975b: en esp. 182-189), Sabor de Cortázar (1971: 237-239).
9. Moda que abrió Montemayor con la historia de Felismena en La Diana y que continuó Gil Polo en su Diana enamorada, con la novela de amor y aventuras de Marcelio, Clenarda y Alcida. Véanse, para la deuda del género pastoril con el de la novela helenística, Avalle-Arce (1974), López Estrada (1974), Prieto (1975), Rey Hazas (1982), Egido (1986).
10. Hemos de recordar, una vez más, La Diana de Montemayor, pues la historia de Belisa presenta paralelismos formales con la de Silerio, dado que ambas presentan un narrador doble: primero Belisa (libro III) y después Arsileo (libro V); que, como en La Galatea, produce una ampliación de perspectivas y puntos de vista en la parte final de la primera narración (Belisa/Silerio) y en el inicio de la segunda (Arsileo/Timbrio).
11. Véase el artículo de Rey Hazas (2000).
12. De nuevo recurrimos a La Diana de Montemayor para demostrar que la violencia de los pastores no es privativa de La Galatea: «Los dos pastores y la pastora Selvagia, que atónitos estaban de lo que los pastores hacían, viendo la crueldad con que a las ninfas trataban y no pudiendo sufrillo, determinaron de morir o defendellas; y sacando todos tres sus hondas, proveídos sus zurrones de piedras, salieron al verde prado y comienzan a tirar a los salvajes con tanta maña y esfuerzo como si en ello les fuera la vida» (Montemayor: La Diana, II, 94). Sin embargo, hay una gran diferencia en cuanto a la utilización de la violencia se refiere por parte de ambos autores, pues para Montemayor es un caso aislado, donde, además, los pastores han de salvar su honra defendiendo a las ninfas; mientras que para Cervantes es la concatenación de varios acontecimientos lo que posibilita que los pastores la utilicen, ya que por su experiencia personal han aprendido que la violencia puede ser un método para hacer variar el curso de los acontecimientos; lo que, por otro lado, acarrea, a diferencia de los pastores de Montemayor, su inclusión en el mundo real e histórico.
13. «La complejidad de la trama narrativa de Cervantes aumenta notablemente en los libros cuarto y quinto, […] los argumentos a favor de la unidad temática, del entrelazamiento ordenado y cuidadosamente matizado, de la simetría episódica y de los sistemas numerológicos unificadores son altamente discutibles. La polifonía estéticamente satisfactoria degenera en una repelente cacofonía», porque «Cervantes empieza a introducir episodios a un ritmo enloquecido. El fragmento introductorio, que despierta la curiosidad y el suspenso y el deseo de aclaraciones posteriores, se ve drásticamente reducido; un fragmento sigue mecánicamente a otro; sus semejanzas hacen peligrar la coherencia que se da por la definición significativa; en ciertos momentos hay convergencia o amontonamiento simultáneo de más de un fragmento dentro del movimiento del argumento principal» (Forcione, 1988: 1026-1027). Aunque en cierto sentido no le falta razón al hispanista norteamericano, pensamos que el lector nunca pierde el hilo de la narración de la novela, a pesar de la complejidad argumental de los libros IV y V.
14. Véanse Rey Hazas (2000: 239-253), Rey Hazas y Sevilla Arroyo (1996: XXIX-XLIII), Egido (1994: 39-90).
15. Señalaba Franco Meregalli (1992: 45) que «no es necesario mucho esfuerzo para traducir los términos pastoriles: en nombre de la libertad de una mujer, un súbdito de Felipe II se declara dispuesto a oponerse violentamente a las órdenes del rey: y lo hace también para afirmar la autonomía de las riberas del Tajo, es decir, el río castellano. Hay una evidente carga de resentimiento contra la política de Felipe II, que Cervantes consideraba demasiado favorable a Portugal, esa misma política a la que atribuía no haber recibido otros encargos de la Corona».
16. Tal y como demostró Avalle-Arce (1974: 229-263, y 1987).
17. «La obra no acaba con la edición de 1585, porque lo común en el género era dejar abierta la prolongación de la misma en otros tomos, tal y como ocurrió con La Diana de Montemayor» (López Estrada y López García-Berdoy, 1995: 22).
18. Al final de La Galatea (1585); en el capítulo VI de la primera parte del Quijote, en la dedicatoria de Ocho comedias y ocho entremeses nuevos, nunca representados (1615), en el prólogo del segundo Quijote (1615) y en la dedicatoria de El Persiles (1616).
19. Hablaba, en efecto, de ese «curioso movimiento pendular que deja [en La Galatea] pocos aspectos de la realidad novelable con una presentación única. Lo propio aquí es la presentación de la cosa y su contrapartida» (Avalle-Arce, 1987: 40).
20. Como ya apuntara Avalle-Arce (1974: 257-259).
21. Véanse Avalle-Arce (1974: 229-263), Forcione (1988), López Estrada y López García-Berdoy (1995: 89-96).