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PRÓLOGO

Me gusta pensar La Galatea sin la existencia del Quijote, como un volumen en octavo recién salido de los tórculos de Juan Gracián y ya dispuesto en los anaqueles de las librerías de Blas de Robles. Me gusta pensar La Galatea como «primera parte» de una historia de historias que, desde el inicio, se presume inacabada. Y me gusta imaginar la cara de lectores u oidores ante la irrupción de ese todavía innominado pastor que, a la carrera, asesta a otro una puñalada mortal. Qué difícil, sin embargo, comprenderla, por paradójico que parezca, sin el resto de obras que Cervantes habría de escribir, sin lo que habría de acontecer en el futuro. No, no es contravenir las costumbres del tiempo ni las leyes de la lógica, sino pensar en un escritor más que en un texto concreto, en una tarea narrativa en movimiento que está por encima de títulos y que progresa, crece, se actualiza o se enriquece al ritmo de la propia vida; porque eso, a fin de cuentas, es la literatura, por más que la pastoril, anclada en los parámetros de una férrea ortodoxia, tenga más débiles latidos. ¿Será que La Galatea es algo más que uno de esos pequeños libros de pastores?

Esta pregunta me lleva a otras: ¿desaparece una obra de la mente del escritor cuando la entrega a la imprenta?; ¿renuncia a ella una vez que llega a los lectores? Difícil adentrarse en ese espacio tan complejo por desconocido de la creación literaria. Asiste la certeza de que Cervantes no dejó de explorar los recovecos de la ficción, por recónditos que fueran, y, sobre todo, no renunció a indagar en los diversos modos de exponerla. Cómo entender, si no, ese revisitar argumentos, personajes y motivos para plantearlos desde nuevas perspectivas, para encararlos con otra mirada. La capacidad narrativa parece no agotarse en un escritor ávido de palabras, observador infatigable y consumado lector. Es verdad, Galatea no será un personaje que arraigue en la memoria y forme parte de la cultura –al menos no como la amada de Elicio y Erastro–, pero tampoco lo pretendía Cervantes, que, en este momento de su carrera, es ya un hacedor de historias.

Llega entonces a mis manos el libro de Juan Ramón Muñoz Sánchez y mis dudas encuentran acomodo. Ya había leído algunos de sus capítulos mientras vivieron en solitario, surgidos al calor de las muchas lecturas y análisis realizados por este gran conocedor de Cervantes (muchos años ha que es grande amigo suyo), pero qué oportuno y acertado hermanarlos ahora abiertamente, aunque bien es verdad que el vínculo hacía tiempo que lo había creado.

El propósito de «La Galatea», una novela de novelas no es la literatura pastoril, el amor en sus distintas casuísticas o la consideración de las clásicas convenciones del género, que también están presentes, sino poner el acento en la necesidad de abordar este texto como un todo que solo se puede entender en la disección de sus partes, en el análisis de su morfología y en el modo en que cuatro episodios de distinta naturaleza, que tal vez fueron gestados de manera independiente (los protagonizados, respectivamente, por Lisandro y Leonida; Teolinda, Artidoro, Leonarda y Galercio; Timbrio, Nísida, Silerio y Blanca, y Rosaura, Artandro y Grisaldo), se engastan en la trama pastoril de los amores de Elicio, Erastro y Galatea.

De la mano de la narratología, Juan Ramón Muñoz apela al arte de contar y nos habla de la deriva de estos relatos en boca de quienes los narran y a partir del concepto de novela corta tan pocas veces asociado a Cervantes. Desvela, con maestría, la urdimbre con que el alcalaíno trenzó las historias de su primera novela, cuyos hilos, cruzados con diferente artificio –advierte–, tejen los episodios de otras de sus obras. Por eso, no ha de extrañar que, por estas páginas, se paseen Persiles y Sigismunda, don Quijote, Rinconete y Cortadillo o el curioso impertinente y que, capítulo a capítulo, asistamos al diálogo que entablan entre sí las obras de Cervantes; no importa el género al que se adscriban o el año en que se publicaron. Todo gracias a la admirable capacidad de Juan Ramón Muñoz no solo de retener argumentos, motivos y personajes, sino también de establecer afinidades entre ellos de una forma certera, ilustrativa y apasionada. Me consta que esta cualidad se extiende a autores de inabarcable producción literaria como Lope de Vega, pero esa es una certeza que no cabe en un simple prólogo.

En definitiva, con esta obra insta a revisitar La Galatea con otros ojos, a codearse con los pastores, aldeanos y caballeros que se pasean por las riberas del Tajo y del vecino Henares, porque son personajes con más vida que los perfilados en la pastoril primera, pues son capaces de amar y de derramar sangre, de acatar las normas y de rebelarse, e incluso, según señala, de actuar por sí mismos, sin intermediarios, como hace Galatea al oponerse a ser malmaridada. Son personajes, ellos y ellas, algo más fuertes, con una dimensión más humana y tal vez por eso no les asistan la magia ni fuerzas sobrenaturales. Con todo, todavía estamos muy lejos de don Quijote, cierto; pero ya no tan cerca de Diana. Sucede así porque Cervantes coquetea sutilmente con la realidad en una novela dominada por el mito, como bien lo muestra el autor de este ensayo al hablar del desarrollo progresivo de lo «universal poético» a lo «particular histórico». Por todo ello, decir que «La Galatea», una novela de novelas trata solo de la arquitectura narrativa de la primera novela de Cervantes sería insuficiente, pero eso habrá de descubrirlo el curioso y desocupado lector.

CRISTINA CASTILLO MARTÍNEZ

Jaén, 21 de mayo de 2020

La Galatea, una novela de novelas

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