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LA CUESTA DE LAS COMADRES

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LOS DI­FUN­TOS TO­RRI­COS siem­pre fue­ron bue­nos ami­gos míos. Tal vez en Za­po­tlán no los qui­sie­ran pe­ro, lo que es de mí, siem­pre fue­ron bue­nos ami­gos, has­ta tan­ti­to an­tes de mo­rir­se. Aho­ra eso de que no los qui­sie­ran en Za­po­tlán no te­nía nin­gu­na im­por­tan­cia, por­que tam­po­co a mí me que­rían allí, y ten­go en­ten­di­do que a na­die de los que vi­vía­mos en la Cues­ta de las Co­ma­dres nos pu­die­ron ver con bue­nos ojos los de Za­po­tlán. Es­to era des­de vie­jos tiem­pos.

Por otra par­te, en la Cues­ta de las Co­ma­dres los To­rri­cos no la lle­va­ban bien con to­do mun­do. Se­gui­do ha­bía de­sa­ve­nen­cias. Y si no es mu­cho de­cir, ellos eran allí los due­ños de la tie­rra y de las ca­sas que es­ta­ban en­ci­ma de la tie­rra, con to­do y que, cuan­do el re­par­to, la ma­yor par­te de la Cues­ta de las Co­ma­dres nos ha­bía to­ca­do por igual a los se­sen­ta que allí vi­vía­mos, y a ellos, a los To­rri­cos, na­da más un pe­da­zo de mon­te, con una mez­ca­le­ra na­da más, pe­ro don­de es­ta­ban des­per­di­ga­das ca­si to­das las ca­sas. A pe­sar de eso, la Cues­ta de las Co­ma­dres era de los To­rri­cos. El coa­mil que yo tra­ba­ja­ba era tam­bién de ellos: de Odi­lón y Re­mi­gio To­rri­co, y la do­ce­na y me­dia de lo­mas ver­des que se veían allá aba­jo eran jun­ta­men­te de ellos. No ha­bía por qué ave­ri­guar na­da. To­do mun­do sa­bía que así era.

Sin em­bar­go, de aque­llos días a es­ta par­te, la Cues­ta de las Co­ma­dres se ha­bía ido des­ha­bi­tan­do. De tiem­po en tiem­po, al­guien se iba; atra­ve­sa­ba el guar­da­ga­na­do don­de es­tá el pa­lo al­to, y de­sa­pa­re­cía en­tre los en­ci­nos y no vol­vía a apa­re­cer ya nun­ca. Se iban, eso era to­do.

Y yo tam­bién hu­bie­ra ido de bue­na ga­na a aso­mar­me a ver qué ha­bía tan atrás del mon­te que no de­ja­ba vol­ver a na­die; pe­ro me gus­ta­ba el te­rre­ni­to de la Cues­ta, y ade­más era buen ami­go de los To­rri­cos.

El coa­mil don­de yo sem­bra­ba to­dos los años un tan­ti­to de maíz pa­ra te­ner elo­tes, y otro tan­ti­to de fri­jol, que­da­ba por el la­do de arri­ba, allí don­de la la­de­ra ba­ja has­ta esa ba­rran­ca que le di­cen Ca­be­za del To­ro.

El lu­gar no era feo; pe­ro la tie­rra se ha­cía pe­ga­jo­sa des­de que co­men­za­ba a llo­ver, y lue­go ha­bía un des­pa­rra­ma­de­ro de pie­dras du­ras y fi­lo­sas co­mo tron­co­nes que pa­re­cían cre­cer con el tiem­po. Sin em­bar­go, el maíz se pe­ga­ba bien y los elo­tes que allí se da­ban eran muy dul­ces. Los To­rri­cos, que pa­ra to­do lo que se co­mían ne­ce­si­ta­ban la sal de te­ques­qui­te, pa­ra mis elo­tes no; nun­ca bus­ca­ron ni ha­bla­ron de echar­le te­ques­qui­te a mis elo­tes, que eran de los que se da­ban en Ca­be­za del To­ro.

Y con to­do y eso, y con to­do y que las lo­mas ver­des de allá aba­jo eran me­jo­res, la gen­te se fue aca­ban­do. No se iban pa­ra el la­do de Za­po­tlán, si­no por es­te otro rum­bo, por don­de lle­ga a ca­da ra­to ese vien­to lle­no del olor de los en­ci­nos y del rui­do del mon­te. Se iban ca­lla­dos la bo­ca, sin de­cir na­da ni pe­lear­se con na­die. Es se­gu­ro que les so­bra­ban ga­nas de pe­lear­se con los To­rri­cos pa­ra des­qui­tar­se de to­do el mal que les ha­bían he­cho; pe­ro no tu­vie­ron áni­mos.

Se­gu­ro eso pa­só.

La co­sa es que to­da­vía des­pués de que mu­rie­ron los To­rri­cos na­die vol­vió más por aquí. Yo es­tu­ve es­pe­ran­do. Pe­ro na­die re­gre­só. Pri­me­ro les cui­dé sus ca­sas; re­men­dé los te­chos y les pu­se ra­mas a los agu­je­ros de sus pa­re­des; pe­ro vien­do que tar­da­ban en re­gre­sar, las de­jé por la paz. Los úni­cos que no de­ja­ron nun­ca de ve­nir fue­ron los agua­ce­ros de me­dia­dos de año, y esos ven­ta­rro­nes que so­plan en fe­bre­ro y que le vue­lan a uno la co­bi­ja a ca­da ra­to. De vez en cuan­do, tam­bién, ve­nían los cuer­vos vo­lan­do muy ba­ji­to y graz­nan­do fuer­te co­mo si cre­ye­ran es­tar en al­gún lu­gar des­ha­bi­ta­do.

Así si­guie­ron las co­sas to­da­vía des­pués de que se mu­rie­ron los To­rri­cos.

An­tes, des­de aquí, sen­ta­do don­de aho­ra es­toy, se veía cla­ra­men­te Za­po­tlán. En cual­quier ho­ra del día y de la no­che po­día ver­se la man­chi­ta blan­ca de Za­po­tlán allá le­jos. Pe­ro aho­ra las ja­ri­llas han cre­ci­do muy tu­pi­do y, por más que el ai­re las mue­ve de un la­do pa­ra otro, no de­jan ver na­da de na­da.

Me acuer­do de an­tes, cuan­do los To­rri­cos ve­nían a sen­tar­se aquí tam­bién y se es­ta­ban acu­cli­lla­dos ho­ras y ho­ras has­ta el os­cu­re­cer, mi­ran­do pa­ra allá sin can­sar­se, co­mo si el lu­gar es­te les sa­cu­die­ra sus pen­sa­mien­tos o el mi­to­te de ir a pa­sear­se a Za­po­tlán. Só­lo des­pués su­pe que no pen­sa­ban en eso. Úni­ca­men­te se po­nían a ver el ca­mi­no: aquel an­cho ca­lle­jón are­no­so que se po­día se­guir con la mi­ra­da des­de el co­mien­zo has­ta que se per­día en­tre los oco­tes del ce­rro de la Me­dia Lu­na.

Yo nun­ca co­no­cí a na­die que tu­vie­ra un al­can­ce de vis­ta co­mo el de Re­mi­gio To­rri­co. Era tuer­to. Pe­ro el ojo ne­gro y me­dio ce­rra­do que le que­da­ba pa­re­cía acer­car tan­to las co­sas, que ca­si las traía jun­to a sus ma­nos. Y de allí a sa­ber qué bul­tos se mo­vían por el ca­mi­no no ha­bía nin­gu­na di­fe­ren­cia. Así, cuan­do su ojo se sen­tía a gus­to te­nien­do en quién re­car­gar la mi­ra­da, los dos se le­van­ta­ban de su di­vi­sa­de­ro y de­sa­pa­re­cían de la Cues­ta de las Co­ma­dres por al­gún tiem­po.

Eran los días en que to­do se po­nía de otro mo­do aquí en­tre no­so­tros. La gen­te sa­ca­ba de las cue­vas del mon­te sus ani­ma­li­tos y los traía a ama­rrar en sus co­rra­les. En­ton­ces se sa­bía que ha­bía bo­rre­gos y gua­jo­lo­tes. Y era fá­cil ver cuán­tos mon­to­nes de maíz y de ca­la­ba­zas ama­ri­llas ama­ne­cían aso­leán­do­se en los pa­tios. El vien­to que atra­ve­sa­ba los ce-­rros era más frío que otras ve­ces; pe­ro, no se sa­bía por qué, to­dos allí de­cían que ha­cía muy buen tiem­po. Y uno oía en la ma­dru­ga­da que can­ta­ban los ga­llos co­mo en cual­quier lu­gar tran­qui­lo, y aque­llo pa­re­cía co­mo si siem­pre hu­bie­ra ha­bi­do paz en la Cues­ta de las Co­ma­dres.

Lue­go vol­vían los To­rri­cos. Avi­sa­ban que ve­nían des­de an­tes que lle­ga­ran, por­que sus pe­rros sa­lían a la ca­rre­ra y no pa­ra­ban de la­drar has­ta en­con­trar­los. Y na­da más por los la­dri­dos to­dos cal­cu­la­ban la dis­tan­cia y el rum­bo por don­de irían a lle­gar. En­ton­ces la gen­te se apu­ra­ba a es­con­der otra vez sus co­sas.

Siem­pre fue así el mie­do que traían los di­fun­tos To­rri­cos ca­da vez que re­gre­sa­ban a la Cues­ta de las Co­ma­dres.

Pe­ro yo nun­ca lle­gué a te­ner­les mie­do. Era buen ami­go de los dos y a ve­ces hu­bie­ra que­ri­do ser un po­co me­nos vie­jo pa­ra me­ter­me en los tra­ba­jos en que ellos an­da­ban. Sin em­bar­go, ya no ser­vía yo pa­ra mu­cho. Me di cuen­ta aque­lla no­che en que les ayu­dé a ro­bar a un arrie­ro. En­ton­ces me di cuen­ta de que me fal­ta­ba al­go. Co­mo que la vi­da que yo te­nía es­ta­ba ya muy des­per­di­cia­da y no aguan­ta­ba más es­ti­ro­nes. De eso me di cuen­ta.

Fue co­mo a me­dia­dos de las aguas cuan­do los To­rri­cos me con­vi­da­ron pa­ra que les ayu­da­ra a traer unos ter­cios de azú­car. Yo iba un po­co asus­ta­do. Pri­me­ro, por­que es­ta­ba ca­yen­do una tor­men­ta de esas en que el agua pa­re­ce es­car­bar­le a uno por de­ba­jo de los pies. Des­pués, por­que no sa­bía adón­de iba. De cual­quier mo­do, allí vi yo la se­ñal de que no es­ta­ba he­cho ya pa­ra an­dar en an­dan­zas.

Los To­rri­cos me di­je­ron que no es­ta­ba le­jos el lu­gar adon­de íba­mos. “En co­sa de un cuar­to de ho­ra es­ta­mos allá”, me di­je­ron. Pe­ro cuan­do al­can­za­mos el ca­mi­no de la Me­dia Lu­na co­men­zó a os­cu­re­cer y cuan­do lle­ga­mos a don­de es­ta­ba el arrie­ro era ya al­ta la no­che.

El arrie­ro no se pa­ró a ver quién ve­nía. Se­gu­ra­men­te es­ta­ba es­pe­ran­do a los To­rri­cos y por eso no le lla­mó la aten­ción ver­nos lle­gar. Eso pen­sé. Pe­ro to­do el ra­to que tra­ji­na­mos de aquí pa­ra allá con los ter­cios de azú­car, el arrie­ro se es­tu­vo quie­to, aga­za­pa­do en­tre el za­ca­tal. En­ton­ces le di­je eso a los To­rri­cos. Les di­je:

—Ése que es­tá allí ti­ra­do pa­re­ce es­tar muer­to o al­go por el es­ti­lo.

—No, na­da más ha de es­tar dor­mi­do —me di­je­ron ellos—. Lo de­ja­mos aquí cui­dan­do, pe­ro se ha de ha­ber can­sa­do de es­pe­rar y se dur­mió.

Yo fui y le di una pa­ta­da en las cos­ti­llas pa­ra que des­per­ta­ra; pe­ro el hom­bre si­guió igual de ti­ran­te.

—Es­tá bien muer­to —les vol­ví a de­cir.

—No, no te creas, no­más es­tá tan­ti­to ata­ran­ta­do por­que Odi­lón le dio con un le­ño en la ca­be­za, pe­ro des­pués se le­van­ta­rá. Ya ve­rás que en cuan­to sal­ga el sol y sien­ta el ca­lor­ci­to, se le­van­ta­rá muy apri­sa y se irá en se­gui­da pa­ra su ca­sa. ¡Agá­rra­te ese ter­cio de allí y vá­mo­nos! —fue to­do lo que me di­je­ron.

Ya por úl­ti­mo le di una úl­ti­ma pa­ta­da al muer­ti­to y so­nó igual que si se la hu­bie­ra da­do a un tron­co se­co. Lue­go me eché la car­ga al hom­bro y me vi­ne por de­lan­te. Los To­rri­cos me ve­nían si­guien­do. Los oí que can­ta­ban du­ran­te lar­go ra­to, has­ta que ama­ne­ció. Cuan­do ama­ne­ció de­jé de oír­los. Ese ai­re que so­pla tan­ti­to an­tes de la ma­dru­ga­da se lle­vó los gri­tos de su can­ción y ya no pu­de sa­ber si me se­guían, has­ta que oí pa­sar por to­dos la­dos los la­dri­dos en­ca­rre­ra­dos de sus pe­rros.

De ese mo­do fue co­mo su­pe qué co­sas iban a es­piar to­das las tar­des los To­rri­cos, sen­ta­dos jun­to a mi ca­sa de la Cues­ta de las Co­ma­dres.

A RE­MI­GIO TO­RRI­CO yo lo ma­té.

Ya pa­ra en­ton­ces que­da­ba po­ca gen­te en­tre los ran­chos. Pri­me­ro se ha­bían ido de uno en uno; pe­ro los úl­ti­mos ca­si se fue­ron en ma­na­da. Ga­na­ron y se fue­ron, apro­ve­chan­do la lle­ga­da de las he­la­das. En años pa­sa­dos lle­ga­ron las he­la­das y aca­ba­ron con las siem­bras en una so­la no­che. Y es­te año tam­bién. Por eso se fue­ron. Cre­ye­ron se­gu­ra­men­te que el año si­guien­te se­ría lo mis­mo y pa­re­ce que ya no se sin­tie­ron con ga­nas de se­guir so­por­tan­do las ca­la­mi­da­des del tiem­po to­dos los años y la ca­la­mi­dad de los To­rri­cos to­do el tiem­po.

Así que, cuan­do yo ma­té a Re­mi­gio To­rri­co, ya es­ta­ban bien va­cías de gen­te la Cues­ta de las Co­ma­dres y las lo­mas de los al­re­de­do­res.

Es­to su­ce­dió co­mo en oc­tu­bre. Me acuer­do que ha­bía una lu­na muy gran­de y muy lle­na de luz, por­que yo me sen­té afue­ri­ta de mi ca­sa a re­men­dar un cos­tal to­do agu­je­ra­do, apro­ve­chan­do la bue­na luz de la lu­na, cuan­do lle­gó el To­rri­co.

Ha de ha­ber an­da­do bo­rra­cho. Se me pu­so en­fren­te y se bam­bo­lea­ba de un la­do pa­ra otro, ta­pán­do­me y des­ta­pán­do­me la luz que yo ne­ce­si­ta­ba de la lu­na.

—Ir la­de­rean­do no es bue­no —me di­jo des­pués de mu­cho ra­to—. A mí me gus­tan las co­sas de­re­chas, y si a ti no te gus­tan, ahi te lo hai­ga, por­que yo he ve­ni­do aquí a en­de­re­zar­las.

Yo se­guí re­men­dan­do mi cos­tal. Te­nía pues­tos to­dos mis ojos en co­ser­le los agu­je­ros, y la agu­ja de arria tra­ba­ja­ba muy bien cuan­do la alum­bra­ba la luz de la lu­na. Se­gu­ro por eso cre­yó que yo no me preo­cu­pa­ba de lo que de­cía:

—A ti te es­toy ha­blan­do —me gri­tó, aho­ra sí ya co­ra­ju­do—. Bien sa­bes a lo que he ve­ni­do.

Me es­pan­té un po­co cuan­do se me acer­có y me gri­tó aque­llo ca­si a bo­ca de ja­rro. Sin em­bar­go, tra­té de ver­le la ca­ra pa­ra sa­ber de qué ta­ma­ño era su co­ra­je y me le que­dé mi­ran­do, co­mo pre­gun­tán­do­le a qué ha­bía ve­ni­do.

Eso sir­vió. Ya más cal­ma­do se sol­tó di­cien­do que a la gen­te co­mo yo ha­bía que aga­rrar­la des­pre­ve­ni­da.

—Se me se­ca la bo­ca al es­tar­te ha­blan­do des­pués de lo que hi­cis­te —me di­jo—; pe­ro era tan ami­go mío mi her­ma­no co­mo tú y só­lo por eso vi­ne a ver­te, a ver có­mo sa­cas en cla­ro lo de la muer­te de Odi­lón.

Yo lo oía ya muy bien. De­jé a un la­do el cos­tal y me que­dé oyén­do­lo sin ha­cer otra co­sa.

Su­pe có­mo me echa­ba a mí la cul­pa de ha­ber ma­ta­do a su her­ma­no. Pe­ro no ha­bía si­do yo. Me acor­da­ba quién ha­bía si­do, y yo se lo hu­bie­ra di­cho, aun­que pa­re­cía que él no me de­ja­ría lu­gar pa­ra pla­ti­car­le có­mo es­ta­ban las co­sas.

—Odi­lón y yo lle­ga­mos a pe­lear­nos mu­chas ve­ces —si­guió di­cién­do­me—. Era al­go du­ro de en­ten­de­de­ras y le gus­ta­ba en­ca­rar­se con to­dos, pe­ro no pa­sa­ba de allí. Con unos cuan­tos gol­pes se cal­ma­ba. Y eso es lo que quie­ro sa­ber: si te di­jo al­go, o te qui­so qui­tar al­go o qué fue lo que pa­só. Pu­do ser que te ha­ya que­ri­do gol­pear y tú le ma­dru­gas­te. Al­go de eso ha de ha­ber su­ce­di­do.

Yo sa­cu­dí la ca­be­za pa­ra de­cir­le que no, que yo no te­nía na­da que ver…

—Oye —me ata­jó el To­rri­co—, Odi­lón lle­va­ba ese día ca­tor­ce pe­sos en la bol­sa de la ca­mi­sa. Cuan­do lo le­van­té, lo es­cul­qué y no en­con­tré esos ca­tor­ce pe­sos. Lue­go ayer su­pe que te ha­bías com­pra­do una fra­za­da.

Y eso era cier­to. Yo me ha­bía com­pra­do una fra­za­da. Vi que se ve­nían muy apri­sa los fríos y el ga­bán que yo te­nía es­ta­ba ya to­di­to he­cho ga­rras, por eso fui a Za­po­tlán a con­se­guir una fra­za­da. Pe­ro pa­ra eso ha­bía ven­di­do el par de chi­vos que te­nía, y no fue con los ca­tor­ce pe­sos de Odi­lón con lo que la com­pré. Él po­día ver que si el cos­tal se ha­bía lle­na­do de agu­je­ros se de­bió a que tu­ve que lle­var­me al chi­vi­to chi­qui­to allí me­ti­do, por­que to­da­vía no po­día ca­mi­nar co­mo yo que­ría.

—Sá­be­te de una vez por to­das que pien­so pa­gar­me lo que le hi­cie­ron a Odi­lón, sea quien sea el que lo ma­tó. Y yo sé quién fue —oí que me de­cía ca­si en­ci­ma de mi ca­be­za.

—¿De mo­do que fui yo? —le pre­gun­té.

—¿Y quién más? Odi­lón y yo éra­mos sin­ver­güen­zas y lo que tú quie­ras, y no di­go que no lle­ga­mos a ma­tar a na­die; pe­ro nun­ca lo hi­ci­mos por tan po­co. Eso sí te lo di­go a ti.

La lu­na gran­de de oc­tu­bre pe­ga­ba de lle­no so­bre el co­rral y man­da­ba has­ta la pa­red de mi ca­sa la som­bra lar­ga de Re­mi­gio. Lo vi que se mo­vía en di­rec­ción de un te­jo­co­te y que aga­rra­ba el guan­go que yo siem­pre te­nía re­car­ga­do allí. Lue­go vi que re­gre­sa­ba con el guan­go en la ma­no.

Pe­ro al qui­tar­se él de en­fren­te, la luz de la lu­na hi­zo bri­llar la agu­ja de arria, que yo ha­bía cla­va­do en el cos­tal. Y no sé por qué, pe­ro de pron­to co­men­cé a te­ner una fe muy gran­de en aque­lla agu­ja. Por eso, al pa­sar Re­mi­gio To­rri­co por mi la­do, de­sen­sar­té la agu­ja y sin es­pe­rar otra co­sa se la hun­dí a él cer­qui­ta del om­bli­go. Se la hun­dí has­ta don­de le cu­po. Y allí la de­jé.

Lue­go lue­go se en­ga­rru­ñó co­mo cuan­do da el có­li­co y co­men­zó a aca­lam­brar­se has­ta do­blar­se po­co a po­co so­bre las cor­vas y que­dar sen­ta­do en el sue­lo, to­do en­te­le­ri­do y con el sus­to aso­mán­do­se­le por el ojo.

Por un mo­men­to pa­re­ció co­mo que se iba a en­de­re­zar pa­ra dar­me un ma­che­ta­zo con el guan­go; pe­ro se­gu­ro se arre­pin­tió o no su­po ya qué ha­cer, sol­tó el guan­go y vol­vió a en­ga­rru­ñar­se. Na­da más eso hi­zo.

En­ton­ces vi que se le iba en­tris­te­cien­do la mi­ra­da co­mo si co­men­za­ra a sen­tir­se en­fer­mo. Ha­cía mu­cho que no me to­ca­ba ver una mi­ra­da así de tris­te y me en­tró la lás­ti­ma. Por eso apro­ve­ché pa­ra sa­car­le la agu­ja de arria del om­bli­go y me­tér­se­la más arri­bi­ta, allí don­de pen­sé que ten­dría el co­ra­zón. Y sí, allí lo te­nía, por­que no­más dio dos o tres res­pin­gos co­mo un po­llo des­ca­be­za­do y lue­go se que­dó quie­to.

Ya de­bía ha­ber es­ta­do muer­to cuan­do le di­je:

—Mi­ra, Re­mi­gio, me has de dis­pen­sar, pe­ro yo no ma­té a Odi­lón. Fue­ron los Al­ca­ra­ces. Yo an­da­ba por allí cuan­do él se mu­rió, pe­ro me acuer­do bien de que yo no lo ma­té. Fue­ron ellos, to­da la fa­mi­lia en­te­ra de los Al­ca­ra­ces. Se le de­ja­ron ir en­ci­ma, y cuan­do yo me di cuen­ta, Odi­lón es­ta­ba ago­ni­zan­do. Y ¿sa­bes por qué? Co­men­zan­do por­que Odi­lón no de­bía ha­ber ido a Za­po­tlán. Eso tú lo sa­bes. Tar­de o tem­pra­no te­nía que pa­sar­le al­go en ese pue­blo, don­de ha­bía tan­tos que se acor­da­ban mu­cho de él. Y tam­po­co los Al­ca­ra­ces lo que­rían. Ni tú ni yo po­de­mos sa­ber qué fue a ha­cer él a me­ter­se con ellos.

»Fue co­sa de un de re­pen­te. Yo aca­ba­ba de com­prar mi sa­ra­pe y ya iba de sa­li­da cuan­do tu her­ma­no le es­cu­pió un tra­go de mez­cal en la ca­ra a uno de los Al­ca­ra­ces. Él lo hi­zo por ju­gar. Se veía que lo ha­bía he­cho por di­ver­tir­se, por­que los hi­zo reír a to­dos. Pe­ro to­dos es­ta­ban bo­rra­chos. Odi­lón y los Al­ca­ra­ces y to­dos. Y de pron­to se le echa­ron en­ci­ma. Sa­ca­ron sus cu­chi­llos y se le ape­ñus­ca­ron y lo apo­rrea­ron has­ta no de­jar de Odi­lón co­sa que sir­vie­ra. De eso mu­rió.

»Co­mo ves, no fui yo el que lo ma­tó. Qui­sie­ra que te die­ras ca­bal cuen­ta de que yo no me en­tro­me­tí pa­ra na­da.»

Eso le di­je al di­fun­to Re­mi­gio.

Ya la lu­na se ha­bía me­ti­do del otro la­do de los en­ci­nos cuan­do yo re­gre­sé a la Cues­ta de las Co­ma­dres con la ca­nas­ta piz­ca­do­ra va­cía. An­tes de vol­ver­la a guar­dar, le di unas cuan­tas zam­bu­lli­das en el arro­yo pa­ra que se le en­jua­ga­ra la san­gre. Yo la iba a ne­ce­si­tar muy se­gui­do y no me hu­bie­ra gus­ta­do ver la san­gre de Re­mi­gio a ca­da ra­to.

Me acuer­do que eso pa­só allá por oc­tu­bre, a la al­tu­ra de las fies­tas de Za­po­tlán. Y di­go que me acuer­do que fue por esos días, por­que en Za­po­tlán es­ta­ban que­man­do co­he­tes, mien­tras que por el rum­bo don­de ti­ré a Re­mi­gio se le­van­ta­ba una gran par­va­da de zo­pi­lo­tes a ca­da tro­ni­do que da­ban los co­he­tes.

De eso me acuer­do.

El llano en llamas

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