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EL HOMBRE

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LOS PIES DEL hom­bre se hun­die­ron en la are­na de­jan­do una hue­lla sin for­ma, co­mo si fue­ra la pe­zu­ña de al­gún ani­mal. Tre­pa­ron so­bre las pie­dras, en­ga­rru­ñán­do­se al sen­tir la in­cli­na­ción de la su­bi­da, lue­go ca­mi­na­ron ha­cia arri­ba, bus­can­do el ho­ri­zon­te.

«Pies pla­nos —di­jo el que lo se­guía—. Y un de­do de me­nos. Le fal­ta el de­do gor­do en el pie iz­quier­do. No abun­dan fu­la­nos con es­tas se­ñas. Así que se­rá fá­cil.»

La ve­re­da su­bía, en­tre yer­bas, lle­na de es­pi­nas y de ma­las­ mu­je­res. Pa­re­cía un ca­mi­no de hor­mi­gas de tan an­gos­to. Su­bía sin ro­deos ha­cia el cie­lo. Se per­día allá y lue­go vol­vía a apa­re­cer más le­jos, ba­jo un cie­lo más le­ja­no.

Los pies si­guie­ron la ve­re­da, sin des­viar­se. El hom­bre ca­mi­nó apo­yán­do­se en los ca­llos de sus ta­lo­nes, ras­pan­do las pie­dras con las uñas de sus pies, ras­gu­ñán­do­se los bra­zos, de­te­nién­do­se en ca­da ho­ri­zon­te pa­ra me­dir su fin: “No el mío, si­no el de él”, di­jo. Y vol­vió la ca­be­za pa­ra ver quién ha­bía ha­bla­do.

Ni una go­ta de ai­re, só­lo el eco de su rui­do en­tre las ra­mas ro­tas. Des­va­ne­ci­do a fuer­za de ir a tien­tas, cal­cu­lan­do sus pa­sos, aguan­tan­do has­ta la res­pi­ra­ción: “Voy a lo que voy”, vol­vió a de­cir. Y su­po que era él el que ha­bla­ba.

«Su­bió por aquí, ras­tri­llan­do el mon­te —di­jo el que lo per­se­guía—. Cor­tó las ra­mas con un ma­che­te. Se co­no­ce que lo arras­tra­ba el an­sia. Y el an­sia de­ja hue­llas siem­pre. Eso lo per­de­rá.»

Co­men­zó a per­der el áni­mo cuan­do las ho­ras se alar­ga­ron y de­trás de un ho­ri­zon­te es­ta­ba otro y el ce­rro por don­de su­bía no ter­mi­na­ba. Sa­có el ma­che­te y cor­tó las ra­mas du­ras co­mo raí­ces y tron­chó la yer­ba des­de la raíz. Mas­có un gar­ga­jo mu­gro­so y lo arro­jó a la tie­rra con co­ra­je. Se chu­pó los dien­tes y vol­vió a es­cu­pir. El cie­lo es­ta­ba tran­qui­lo allá arri­ba, quie­to, tras­lu­cien­do sus nu­bes en­tre la si­lue­ta de los pa­los gua­jes, sin ho­jas. No era tiem­po de ho­jas. Era ese tiem­po se­co y ro­ño­so de es­pi­nas y de es­pi­gas se­cas y sil­ves­tres. Gol­pea­ba con an­sia los ma­to­jos con el ma­che­te: “Se ame­lla­rá con es­te tra­ba­ji­to, más te va­le de­jar en paz las co­sas.

Oyó allá atrás su pro­pia voz.

«Lo se­ña­ló su pro­pio co­ra­je —di­jo el per­se­gui­dor—. Él ha di­cho quién es, aho­ra só­lo fal­ta sa­ber dón­de es­tá. Ter­mi­na­ré de su­bir por don­de su­bió, des­pués ba­ja­ré por don­de ba­jó, ras­treán­do­lo has­ta can­sar­lo. Y don­de yo me de­ten­ga, allí es­ta­rá. Se arro­di­lla­rá y me pe­di­rá per­dón. Y yo le de­ja­ré ir un ba­la­zo en la nu­ca… Eso su­ce­de­rá cuan­do yo te en­cuen­tre.»

Lle­gó al fi­nal. Só­lo el pu­ro cie­lo, ce­ni­zo, me­dio que­ma­do por la nu­bla­zón de la no­che. La tie­rra se ha­bía caí­do pa­ra el otro la­do. Mi­ró la ca­sa en­fren­te de él, de la que sa­lía el úl­ti­mo hu­mo del res­col­do. Se en­te­rró en la tie­rra blan­da, re­cién re­mo­vi­da. To­có la puer­ta sin que­rer, con el man­go del ma­che­te. Un pe­rro lle­gó y le la­mió las ro­di­llas, otro más co­rrió a su al­re­de­dor mo­vien­do la co­la. En­ton­ces em­pu­jó la puer­ta só­lo ce­rra­da a la no­che.

El que lo per­se­guía di­jo: “Hi­zo un buen tra­ba­jo. Ni si­quie­ra los des­per­tó. De­bió lle­gar a eso de la una, cuan­do el sue­ño es más pe­sa­do; cuan­do co­mien­zan los sue­ños; des­pués del ‘Des­can­sen en paz’, cuan­do se suel­ta la vi­da en ma­nos de la no­che y cuan­do el can­san­cio del cuer­po ras­pa las cuer­das de la des­con­fian­za y las rom­pe.”

«No de­bí ma­tar­los a to­dos —di­jo el hom­bre—. Al me­nos no a to­dos.» Eso fue lo que di­jo.

La ma­dru­ga­da es­ta­ba gris, lle­na de ai­re frío. Ba­jó ha­cia el otro la­do, res­ba­lán­do­se por el za­ca­tal. Sol­tó el ma­che­te que lle­va­ba to­da­vía apre­ta­do en la ma­no cuan­do el frío le en­tu­me­ció las ma­nos. Lo de­jó allí. Lo vio bri­llar co­mo un pe­da­zo de cu­le­bra sin vi­da, en­tre las es­pi­gas se­cas.

El hom­bre ba­jó bus­can­do el río, abrien­do una nue­va bre­cha en­tre el mon­te.

Muy aba­jo el río co­rre mu­llen­do sus aguas en­tre sa­bi­nos flo­re­ci­dos; me­cien­do su es­pe­sa co­rrien­te en si­len­cio. Ca­mi­na y da vuel­tas so­bre sí mis­mo. Va y vie­ne co­mo una ser­pen­ti­na en­ros­ca­da so­bre la tie­rra ver­de. No ha­ce rui­do. Uno po­dría dor­mir allí, jun­to a él, y al­guien oi­ría la res­pi­ra­ción de uno, pe­ro no la del río. La ye­dra ba­ja des­de los al­tos sa­bi­nos y se hun­de en el agua, jun­ta sus ma­nos y for­ma te­la­ra­ñas que el río no des­ha­ce en nin­gún tiem­po.

El hom­bre en­con­tró la lí­nea del río por el co­lor ama­ri­llo de los sa­bi­nos. No lo oía. Só­lo lo veía re­tor­cer­se ba­jo las som­bras. Vio ve­nir las cha­cha­la­cas. La tar­de an­te­rior se ha­bían ido si­guien­do el sol, vo­lan­do en par­va­das de­trás de la luz. Aho­ra el sol es­ta­ba por sa­lir y ellas re­gre­sa­ban de nue­vo.

Se per­sig­nó has­ta tres ve­ces. “Dis­cúl­pen­me”, les di­jo. Y co­men­zó su ta­rea. Cuan­do lle­gó al ter­ce­ro, le sa­lían cho­rre­tes de lá­gri­mas. O tal vez era su­dor. Cues­ta tra­ba­jo ma­tar. El cue­ro es co­rreo­so. Se de­fien­de aun­que se ha­ga a la re­sig­na­ción. Y el ma­che­te es­ta­ba me­lla­do: “Us­te­des me han de per­do­nar”, vol­vió a de­cir­les.

«Se sen­tó en la are­na de la pla­ya —eso di­jo el que lo per­se­guía—. Se sen­tó aquí y no se mo­vió por un lar­go ra­to. Es­pe­ró a que des­pe­ja­ran las nu­bes. Pe­ro el sol no sa­lió ese día, ni al si­guien­te. Me acuer­do. Fue el do­min­go aquel en que se me mu­rió el re­cién na­ci­do y fui­mos a en­te­rrar­lo. No te­nía­mos tris­te­za, só­lo ten­go me­mo­ria de que el cie­lo es­ta­ba gris y de que las flo­res que lle­va­mos es­ta­ban des­te­ñi­das y mar­chi­tas co­mo si sin­tie­ran la fal­ta del sol.

»El hom­bre ese se que­dó aquí, es­pe­ran­do. Allí es­ta­ban sus hue­llas: el ni­do que hi­zo jun­to a los ma­to­rra­les; el ca­lor de su cuer­po abrien­do un po­zo en la tie­rra hú­me­da.»

«No de­bí ha­ber­me sa­li­do de la ve­re­da —pen­só el hom­bre—. Por allá ya hu­bie­ra lle­ga­do. Pe­ro es pe­li­gro­so ca­mi­nar por don­de to­dos ca­mi­nan, so­bre to­do lle­van­do es­te pe­so que yo lle­vo. Es­te pe­so se ha de ver por cual­quier ojo que me mi­re; se ha de ver co­mo si fue­ra una hin­cha­zón ra­ra. Yo así lo sien­to. Cuan­do sen­tí que me ha­bía cor­ta­do un de­do, la gen­te lo vio y yo no, has­ta des­pués. Así aho­ra, aun­que no quie­ra, ten­go que te­ner al­gu­na se­ñal. Así lo sien­to, por el pe­so, o tal vez el es­fuer­zo me can­só.» Lue­go aña­dió: «No de­bí ma­tar­los a to­dos; me hu­bie­ra con­for­ma­do con el que te­nía que ma­tar; pe­ro es­ta­ba os­cu­ro y los bul­tos eran igua­les… Des­pués de to­do, así de a mu­chos les cos­ta­rá me­nos el en­tie­rro

«Te can­sa­rás pri­me­ro que yo. Lle­ga­ré a don­de quie­res lle­gar an­tes que tú es­tés allí —di­jo el que iba de­trás de él—. Me sé de me­mo­ria tus in­ten­cio­nes, quién eres y de dón­de eres y adón­de vas. Lle­ga­ré an­tes que tú lle­gues.»

«És­te no es el lu­gar —di­jo el hom­bre al ver el río—. Lo cru­za­ré aquí y lue­go más allá y qui­zá sal­ga a la mis­ma ori­lla. Ten­go que es­tar al otro la­do, don­de no me co­no­cen, don­de nun­ca he es­ta­do y na­die sa­be de mí; lue­go ca­mi­na­ré de­re­cho, has­ta lle­gar. De allí na­die me sa­ca­rá nun­ca

Pa­sa­ron más par­va­das de cha­cha­la­cas, graz­nan­do con gri­tos que en­sor­de­cían.

«Ca­mi­na­ré más aba­jo. Aquí el río se ha­ce un en­re­di­jo y pue­de de­vol­ver­me a don­de no quie­ro re­gre­sar

«Na­die te ha­rá da­ño nun­ca, hi­jo. Es­toy aquí pa­ra pro­te­ger­te. Por eso na­cí an­tes que tú y mis hue­sos se en­du­re­cie­ron pri­me­ro que los tu­yos.»

Oía su voz, su pro­pia voz, sa­lien­do des­pa­cio de su bo­ca. La sen­tía so­nar co­mo una co­sa fal­sa y sin sen­ti­do.

¿Por qué ha­bría di­cho aque­llo? Aho­ra su hi­jo se es­ta­ría bur­lan­do de él. O tal vez no. “Tal vez es­té lle­no de ren­cor con­mi­go por ha­ber­lo de­ja­do so­lo en nues­tra úl­ti­ma ho­ra. Por­que era tam­bién la mía; era úni­ca­men­te la mía. Él vi­no por mí. No los bus­ca­ba a us­te­des, sim­ple­men­te era yo el fi­nal de su via­je, la ca­ra que él so­ña­ba ver muer­ta, res­tre­ga­da con­tra el lo­do, pa­tea­da y pi­so­tea­da has­ta la des­fi­gu­ra­ción. Igual que lo que yo hi­ce con su her­ma­no; pe­ro lo hi­ce ca­ra a ca­ra, Jo­sé Al­can­cía, fren­te a él y fren­te a ti y tú no­más llo­ra­bas y tem­bla­bas de mie­do. Des­de en­ton­ces su­pe quién eras y có­mo ven­drías a bus­car­me. Te es­pe­ré un mes, des­pier­to de día y de no­che, sa­bien­do que lle­ga­rías a ras­tras, es­con­di­do co­mo una ma­la ví­bo­ra. Y lle­gas­te tar­de. Y yo tam­bién lle­gué tar­de. Lle­gué de­trás de ti. Me en­tre­tu­vo el en­tie­rro del re­cién na­ci­do. Aho­ra en­tien­do. Aho­ra en­tien­do por qué se me mar­chi­ta­ron las flo­res en la ma­no.”

«No de­bí ma­tar­los a to­dos —iba pen­san­do el hom­bre—. No va­lía la pe­na echar­me ese ter­cio tan pe­sa­do en mi es­pal­da. Los muer­tos pe­san más que los vi­vos; lo aplas­tan a uno. De­bía de ha­ber­los ten­ta­lea­do de uno por uno has­ta dar con él; lo hu­bie­ra co­no­ci­do por el bi­go­te; aun­que es­ta­ba os­cu­ro hu­bie­ra sa­bi­do dón­de pe­gar­le an­tes que se le­van­ta­ra… Des­pués de to­do, así es­tu­vo me­jor. Na­die los llo­ra­rá y yo vi­vi­ré en paz. La co­sa es en­con­trar el pa­so pa­ra ir­me de aquí an­tes que me aga­rre la no­che

El hom­bre en­tró a la an­gos­tu­ra del río por la tar­de. El sol no ha­bía sa­li­do en to­do el día, pe­ro la luz se ha­bía bor­nea­do, vol­tean­do las som­bras; por eso su­po que era des­pués del me­dio­día.

«Es­tás atra­pa­do —di­jo el que iba de­trás de él y que aho­ra es­ta­ba sen­ta­do a la ori­lla del río—. Te has me­ti­do en un ato­lla­de­ro. Pri­me­ro ha­cien­do tu fe­cho­ría y aho­ra yen­do ha­cia los ca­jo­nes, ha­cia tu pro­pio ca­jón. No tie­ne ca­so que te si­ga has­ta allá. Ten­drás que re­gre­sar en cuan­to te veas en­ca­ño­na­do. Te es­pe­ra­ré aquí. Apro­ve­cha­ré el tiem­po pa­ra me­dir la pun­te­ría, pa­ra sa­ber dón­de te voy a co­lo­car la ba­la. Ten­go pa­cien­cia y tú no la tie­nes, así que ésa es mi ven­ta­ja. Ten­go mi co­ra­zón que res­ba­la y da vuel­tas en su pro­pia san­gre, y el tu­yo es­tá des­ba­ra­ta­do, re­ve­ni­do y lle­no de pu­dri­ción. Ésa es tam­bién mi ven­ta­ja. Ma­ña­na es­ta­rás muer­to, o tal vez pa­sa­do ma­ña­na o den­tro de ocho días. No im­por­ta el tiem­po. Ten­go pa­cien­cia.»

El hom­bre vio que el río se en­ca­jo­na­ba en­tre al­tas pa­re­des y se de­tu­vo. “Ten­dré que re­gre­sar”, di­jo.

El río en es­tos lu­ga­res es an­cho y hon­do y no tro­pie­za con nin­gu­na pie­dra. Se res­ba­la en un cau­ce co­mo de acei­te es­pe­so y su­cio. Y de vez en cuan­do se tra­ga al­gu­na ra­ma en sus re­mo­li­nos, sor­bién­do­la sin que se oi­ga nin­gún que­ji­do.

«Hi­jo —di­jo el que es­ta­ba sen­ta­do es­pe­ran­do—: no tie­ne ca­so que te di­ga que el que te ma­tó es­tá muer­to des­de aho­ra. ¿Aca­so yo ga­na­ré al­go con eso? La co­sa es que yo no es­tu­ve con­ti­go. ¿De qué sir­ve ex­pli­car na­da? No es­ta­ba con­ti­go. Eso es to­do. Ni con ella. Ni con él. No es­ta­ba con na­die; por­que el re­cién na­ci­do no me de­jó nin­gu­na se­ñal de re­cuer­do.»

El hom­bre re­co­rrió un lar­go tra­mo río arri­ba.

En la ca­be­za le re­bo­ta­ban bur­bu­jas de san­gre. “Creí que el pri­me­ro iba a des­per­tar a los de­más con su es­ter­tor, por eso me di pri­sa.” “Dis­cúl­pen­me la apu­ra­ción”, les di­jo. Y des­pués sin­tió que el gor­go­reo aquel era igual al ron­qui­do de la gen­te dor­mi­da; por eso se pu­so tan en cal­ma cuan­do sa­lió a la no­che de afue­ra, al frío de aque­lla no­che nu­bla­da.

PARECÍA VENIR HUYENDO. Traía una por­ción de lo­do en las zan­cas, que ya ni se sa­bía cuál era el co­lor de sus pan­ta­lo­nes.

Lo vi des­de que se zam­bu­lló en el río. Ape­chu­gó el cuer­po y lue­go se de­jó ir co­rrien­te aba­jo, sin ma­no­tear, co­mo si ca­mi­na­ra pi­san­do en el fon­do. Des­pués re­ba­só la ori­lla y pu­so sus tra­pos a se­car. Lo vi que tem­bla­ba de frío. Ha­cía ai­re y es­ta­ba nu­bla­do.

Me es­tu­ve aso­man­do des­de el bo­que­te de la cer­ca don­de me te­nía el pa­trón al en­car­go de sus bo­rre­gos. Vol­vía y mi­ra­ba a aquel hom­bre sin que él se ma­li­cia­ra que al­guien lo es­ta­ba es­pian­do.

Se apa­lan­có en sus bra­zos y se es­tu­vo es­ti­ran­do y aflo­jan­do su hu­ma­ni­dad, de­jan­do orear el cuer­po pa­ra que se se­ca­ra. Lue­go se en­ja­re­tó la ca­mi­sa y los pan­ta­lo­nes agu­je­ra­dos. Vi que no traía ma­che­te ni nin­gún ar­ma. Só­lo la pu­ra fun­da que le col­ga­ba de la cin­tu­ra, huér­fa­na.

Mi­ró y re­mi­ró pa­ra to­dos la­dos y se fue. Y ya iba yo a en­de­re­zar­me pa­ra arriar mis bo­rre­gos, cuan­do lo vi vol­ver con la mis­ma tra­za de de­so­rien­ta­do.

Se me­tió otra vez al río, en el bra­zo de en me­dio, de re­gre­so.

«¿Qué trai­rá es­te hom­bre?», me pre­gun­té.

Y na­da. Se echó de vuel­ta al río y la co­rrien­te se sol­tó zan­go­lo­teán­do­lo co­mo un re­gui­le­te, y has­ta por po­co y se aho­ga. Dio mu­chos ma­no­ta­zos y por fin no pu­do pa­sar y sa­lió allá aba­jo, echan­do bu­ches de agua has­ta de­sen­tri­par­se.

Vol­vió a ha­cer la ope­ra­ción de se­car­se en pe­lo­ta y lue­go arren­dó río arri­ba por el rum­bo de don­de ha­bía ve­ni­do.

Que me lo die­ran aho­ri­ta. De sa­ber lo que ha­bía he­cho lo hu­bie­ra apa­chu­rra­do a pe­dra­das y ni si­quie­ra me en­tra­ría el re­mor­di­mien­to.

Ya lo de­cía yo que era un jui­lón. Con só­lo ver­le la ca­ra. Pe­ro no soy adi­vi­no, se­ñor li­cen­cia­do. Só­lo soy un cui­da­dor de bo­rre­gos y has­ta si us­ted quie­re al­go mie­do­so cuan­do da la oca­sión. Aun­que, co­mo us­ted di­ce, lo pu­de muy bien aga­rrar des­pre­ve­ni­do y una pe­dra­da bien da­da en la ca­be­za lo hu­bie­ra de­ja­do allí tie­so. Us­ted ni quien se lo qui­te que tie­ne la ra­zón.

Eso que me cuen­ta de to­das las muer­tes que de­bía y que aca­ba­ba de efec­tuar, no me lo per­do­no. Me gus­ta ma­tar ma­to­nes, créa­me us­ted. No es la cos­tum­bre; pe­ro se ha de sen­tir sa­bro­so ayu­dar­le a Dios a aca­bar con esos hi­jos del mal.

La co­sa es que no to­do que­dó allí. Lo vi ve­nir de nue­va cuen­ta al día si­guien­te. Pe­ro yo to­da­vía no sa­bía na­da. ¡De ha­ber­lo sa­bi­do!

Lo vi ve­nir más fla­co que el día an­tes, con los hue­sos afue­ri­ta del pe­lle­jo, con la ca­mi­sa ras­ga­da. No creí que fue­ra él, así es­ta­ba de des­co­no­ci­do.

Lo co­no­cí por el arras­tre de sus ojos: me­dio du­ros, co­mo que las­ti­ma­ban. Lo vi be­ber agua y lue­go ha­cer bu­ches co­mo quien es­tá en­jua­gán­do­se la bo­ca; pe­ro lo que pa­sa­ba era que se ha­bía tra­ga­do un buen pu­ño de ajo­lo­tes, por­que el char­co don­de se pu­so a sor­ber era ba­ji­to y es­ta­ba pla­ga­do de ajo­lo­tes. De­bía de te­ner ham­bre.

Le vi los ojos, que eran dos agu­je­ros os­cu­ros co­mo de cue­va. Se me arri­mó y me di­jo: “¿Son tu­yas esas bo­rre­gas?” Y yo le di­je que no. “Son de quien las pa­rió”, eso le di­je.

No le hi­zo gra­cia la co­sa. Ni si­quie­ra pe­ló el dien­te. Se pe­gó a la más ho­ba­cho­na de mis bo­rre­gas y con sus ma­nos co­mo te­na­zas le aga­rró las pa­tas y le sor­bió el pe­zón. Has­ta acá se oían los ba­li­dos del ani­mal; pe­ro él no la sol­ta­ba, se­guía chu­pe y chu­pe has­ta que se has­tió de ma­mar. Con de­cir­le que tu­ve que echar­le crio­li­na en las ubres pa­ra que se le de­sin­fla­ma­ran y no se le fue­ran a in­fes­tar los mor­dis­cos que el hom­bre les ha­bía da­do.

¿Di­ce us­ted que ma­tó a to­di­ti­ta la fa­mi­lia de los Ur­qui­di? De ha­ber­lo sa­bi­do lo ata­jo a pu­ros le­ña­zos.

Pe­ro uno es ig­no­ran­te. Uno vi­ve re­mon­ta­do en el ce­rro, sin más tra­to que los bo­rre­gos, y los bo­rre­gos no sa­ben de chis­mes.

Y al otro día se vol­vió a apa­re­cer. Al lle­gar yo, lle­gó él. Y has­ta en­tra­mos en amis­tad.

Me con­tó que no era de por aquí, que era de un lu­gar muy le­jos; pe­ro que no po­día an­dar ya por­que le fa­lla­ban las pier­nas: “Ca­mi­no y ca­mi­no y no an­do na­da. Se me do­blan las pier­nas de la de­bi­li­dad. Y mi tie­rra es­tá le­jos, más allá de aque­llos ce­rros.” Me con­tó que se ha­bía pa­sa­do dos días sin co­mer más que pu­ros yer­ba­jos. Eso me di­jo.

¿Di­ce us­ted que ni pie­dad le en­tró cuan­do ma­tó a los fa­mi­lia­res de los Ur­qui­di? De ha­ber­lo sa­bi­do se ha­bría que­da­do en jui­cio y con la bo­ca abier­ta mien­tras es­ta­ba be­bién­do­se la le­che de mis bo­rre­gas.

Pe­ro no pa­re­cía ma­lo. Me con­ta­ba de su mu­jer y de sus cha­ma­cos. Y de lo le­jos que es­ta­ban de él. Se sor­bía los mo­cos al acor­dar­se de ellos.

Y es­ta­ba re­fla­co, co­mo tra­si­ja­do. To­da­vía ayer se co­mió un pe­da­zo de ani­mal que se ha­bía muer­to del re­lám­pa­go. Par­te ama­ne­ció co­mi­da de se­gu­ro por las hor­mi­gas arrie­ras y la par­te que que­dó él la ta­te­mó en las bra­sas que yo pren­día pa­ra ca­len­tar­me las tor­ti­llas y le dio fin. Ru­ñó los hue­sos has­ta de­jar­los pe­lo­nes.

«El ani­ma­li­to mu­rió de en­fer­me­dad», le di­je yo.

Pe­ro co­mo si ni me oye­ra. Se lo tra­gó en­te­ri­to. Te­nía ham­bre.

Pe­ro di­ce us­ted que aca­bó con la vi­da de esa gen­te. De ha­ber­lo sa­bi­do. Lo que es ser ig­no­ran­te y con­fia­do. Yo no soy más que bo­rre­gue­ro y de ahi en más no sé na­da. ¡Con de­cir­le que se co­mía mis mis­mas tor­ti­llas y que las em­ba­rra­ba en mi mis­mo pla­to!

¿De mo­do que ora que ven­go a de­cir­le lo que sé, yo sal­go en­cu­bri­dor? Pos ora sí. ¿Y di­ce us­ted que me va a me­ter en la cár­cel por es­con­der a ese in­di­vi­duo? Ni que yo fue­ra el que ma­tó a la fa­mi­lia esa. Yo só­lo ven­go a de­cir­le que allí en un char­co del río es­tá un di­fun­to. Y us­ted me ale­ga que des­de cuán­do y có­mo es y de qué mo­do es ese di­fun­to. Y ora que yo se lo di­go, sal­go en­cu­bri­dor. Pos ora sí.

Créa­me us­ted, se­ñor li­cen­cia­do, que de ha­ber sa­bi­do quién era aquel hom­bre no me hu­bie­ra fal­ta­do el mo­do de ha­cer­lo per­de­di­zo. ¿Pe­ro yo qué sa­bía? Yo no soy adi­vi­no.

Él só­lo me pe­día de co­mer y me pla­ti­ca­ba de sus mu­cha­chos, cho­rrean­do lá­gri­mas.

Y aho­ra se ha muer­to. Yo creí que ha­bía pues­to a se­car sus tra­pos en­tre las pie­dras del río; pe­ro era él, en­te­ri­to, el que es­ta­ba allí bo­ca aba­jo, con la ca­ra me­ti­da en el agua. Pri­me­ro creí que se ha­bía do­bla­do al em­pi­nar­se so­bre el río y no ha­bía po­di­do ya en­de­re­zar la ca­be­za y que lue­go se ha­bía pues­to a re­so­llar agua, has­ta que le vi la san­gre coa­gu­la­da que le sa­lía por la bo­ca y la nu­ca re­ple­ta de agu­je­ros co­mo si lo hu­bie­ran ta­la­dra­do.

Yo no voy a ave­ri­guar eso. Só­lo ven­go a de­cir­le lo que pa­só, sin qui­tar ni po­ner na­da. Soy bo­rre­gue­ro y no sé de otras co­sas.

El llano en llamas

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