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Bares mugrientos

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Cuando diviso uno de esos bares inhóspitos, congelados en 1983, en los que sirven cubatas a dos euros, entro y pido uno rápido y otro más despacio. No es que tenga problemas de alcohol, o de dinero, pero hace doce años me metí en un local así, en Santiago, y encontré a Paul Auster apoyado en la barra. Entonces atravesaba la peor etapa de mi vida, que es cuando bebes y bebes, y a cada copa estás más sobrio. Por otra parte, había acabado la carrera, mis días adquirían lentamente la forma de un error imperdonable, y aún creía que la vida, como dice la canción, es «a veces un porro, a veces una paja».

En resumidas cuentas, no tuve valor para dirigirme al escritor norteamericano, que estaba de paso en la ciudad para recoger el premio San Clemente, aunque sí para bajar dos cubatas de whisky Dyc, a un metro de él, que me proporcionaron todavía más mesura. Era diciembre de 2001. Desde aquel día, cuando distingo un bar de mala muerte, vacío y mugriento, entro en plancha. Caiga quien caiga. No me importa si tengo prisa, si es media mañana, si es el día de mi boda. Me gusta pensar que tal vez ahí dentro descubra a Paul Auster, incluso a Hemingway.

En la vida hay que saber descender a los terrenos en donde nunca crees que se te pueda perder algo. A menudo ponen bien de beber, y si tienes mucha suerte, coincides con alguien con peor reputación que tú, dispuesto a enseñarte algo de la vida. Se trata, en el fondo, de disponer de un buen plan, un plan cojonudo, para desecharlo a la primera, camino de lo desconocido. Hace cinco o seis años me eché una novia efímera en Vigo. Iba a visitarla un par de veces a la semana. El día que cumplimos dos meses hicimos el amor, discutimos y todo se acabó. Pilar me dijo que era un cerdo y, sin más, me pidió que me fuese de su casa. No recuerdo por qué. En aquellos tiempos felices las parejas no necesitábamos hablar las cosas. ¿Para qué? «Sin compromisos, sin ataduras, sin lágrimas», le dice Audrey Hepburn a Gary Cooper en Ariane, de Billy Wilder. Nosotros, igual.

Era media tarde. Justo al lado de su edificio había un bar que se llamaba Cheers. Nunca había entrado, en parte por miedo a encontrarme al doctor Frasier Crane. Ese día, como estaba cerrado, tampoco descendí a sus infiernos. El caso es que necesitaba un trago, y lo que había en el siguiente portal, dejando atrás Cheers, era una librería de segunda mano. Qué demonios, me dije, y entré. No tenía nada que perder. Todo lo malo me había pasado ya. No exactamente, en realidad. Llevaba diez minutos en la librería, preguntándome si entre tanta porquería antigua no habría una vieja botella de whisky, cuando descubrí seis ejemplares —¡seis ejemplares!— de un libro que había publicado yo cuando tenía veintidós años. Ni que decir tiene que era un libro lamentable, infame, mal enfocado, mal escrito, mal de todo. No valía ni para envolver vasos en una mudanza. Y no solo me lo había parecido a mí, a la vista de la media docena de ejemplares de la que se habían desecho los primeros propietarios. Esa constatación fue brutal y luctuosa, pero feliz, porque esa noche, y las siguientes, no volví a recordar que estaba enamorado de Pilar.

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