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2. Los aviones

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¿Mi vocación de vuelo? La primera división que se hace en la marina es los infantes que van por un lado y los de “cuerpo general” que van por otro. Es la división más importante que hay en la escuela naval. Los infantes desde muy chicos están todos juntos. Los contadores también tienen una formación aparte, distinta. Hacen un solo año de escuela naval. Y cuando terminás y volvés del viaje de la Fragata Libertad ahí tenés que elegir. Para ser aviador había que tener segundo año de guardiamarina. Te bajabas de la Fragata y tenías que hacer dos años de guardiamarina. Cuando ya eras teniente de corbeta, recién entonces ibas a la escuela de aviación. Pero con mi promoción, como faltaban aviadores navales, eso cambió. Terminabas el viaje y podías elegir. Recién en ese momento yo miré los aviones. Sin embargo, la historia es más personal. Yo a Marta, la que después fue mi primera mujer, la conocí en el barrio. Era hija de un coronel retirado del Ejército y nos conocimos de muy chicos. Cuando entré en la marina, el padre ya me empezó a mirar con otros ojos. Me acuerdo que a Marta la llevé a la primera fiesta de cadetes que se hizo en octubre del año de ingreso. Pero no pasaba nada. Era todo muy ingenuo. Siempre salíamos con el hermano. Otra época. Así que me fui a la Fragata Libertad y cuando estaba volviendo, empiezo a individualizar a la gente en el muelle, vi las dos familias juntas y pensé que algo jodido estaba pasando. No me equivocaba. Toqué puerto y lo único que quería era irme otros once meses más a navegar, a conocer el mundo. Yo quería lo que hizo el Brigadier Berrino, yo quería ser jefe de máquinas de un destructor. Me gustaban las máquinas.

Con la fragata aprendí muchísimo. En todo sentido. Aprendí del mar y de otras cosas. En Nueva York, me secuestró una mujer, una veterana de treinta y cinco años. Jamás conocí la ciudad. Fueron diez días encerrados. Hicimos cosas que yo no sabía que se podían hacer. El día que se iba la Fragata, llegué y ya habían subido la planchada. Estaba la banda sonando, tocando, todos despidiéndose, y el buque preparado ya para salir. Yo me bajé del auto de esa mujer en un estado lamentable. Así que me paré frente al buque, miré para arriba y lo vi al comandante, el gallego Vázquez Menditegui, que me miró, me miró a los ojos, serio, y tardó cinco segundos en hacer el gesto de que bajaran la planchada otra vez. Fueron cinco segundos muy largos.

Pero a lo que voy es que yo estaba apasionado por el mar, por las máquinas del buque, por lo que significaba navegar, viajar, conocer el mundo. Y ya en el muelle de vuelta me entero que nos casamos con Marta. ¿Cómo que nos casamos? Habían arreglado todo las familias. Marta me decía “como te conté en las treinta y cinco cartas que te escribí.” Y yo las cartas las tenía cerradas en la valija. No las había abierto. No había abierto ni una. No había tenido tiempo. Ni en puerto, ni mucho menos en navegación. ¿Qué cartas? Yo tenía veinte años recién cumplidos. Pasé una noche muy mala. No sabía qué hacer. Al otro día volví a la Fragata y nos empiezan a dar los destinos. Entonces preguntan: ¿hay algún voluntario para ser aviador naval? Pasan las condiciones. Un examen físico en el hospital naval, muy minucioso, tenés que estar perfecto. ¿Qué más? Segunda condición: hay que ser soltero. Y me nació una arrebatadora vocación. Llegué esa tarde a mi casa y avisé que mi amor siempre habían sido los aviones y que me iba dos años a la escuela de aviación naval. Tan desesperado estaba por no casarme que salí primero del curso.

El curso de aviación naval se hacía en Verónica, en Punta Indio, Provincia de Buenos Aires. Ahí estuve un año y medio, dos años. Ese año fue la última vez que se hizo con T28. Era de licencia francesa compartida con Estados Unidos, el avión de combate estrella de la guerra de Corea. Motor a explosión, un motor muy grande, que te daba mucha seguridad. Pero ese año hubo tres accidentes importantes. El primero fue el mío con Pertiné, el segundo fue de Miranda y el tercero, trágico, fue el de Pomo. Ya estaban llegando los Phoenix T 34 que después estuvieron en Malvinas.

Yo había terminado el curso. Una vez que terminás tenés que esperar que todos terminen. Pero para que te mantengas en actividad, una vez por semana, dos veces por semana, te ponen un vuelo. Así que un día salgo con Pertiné a hacer despegue instrumental. Basilio Pertiné después fue cuñado de De La Rúa, que estaba casado con Inés Pertiné. Para el vuelo por instrumentos el alumno va adelante, te bajás bien el asiento, hasta el fondo, y te tapás el parabrisas con la cortina negra. Entonces despegás y volás por instrumentos. El instructor pone el avión en la línea central de la pista, bien orientado. Y ahí hacés el despegue por instrumentos. Esa semana había llovido mucho en Punta Indio. Despegamos. Todo bien. Estamos alcanzando los mil pies, apenas mil pies, y siento una explosión. Con todo. Un cilindro saltó despedido para arriba agujereando el capot del avión y, por ese agujero, salía un chorro de fuego. Yo lo único que vi fue que de golpe todos los instrumentos se fueron a cero. Pertiné me grita: “¡lo tengo! ¡lo tengo!” Nos caíamos. No teníamos motor. Empezamos a bajar en la prolongación de la pista. Del golpe que pega el avión en el piso, el motor se separa y sigue para adelante hecho una bola de fuego. Y el fuselaje siguió también carreteando pero atrás. Recién habíamos despegado. Las alas venían llenas de combustible. El avión tenía unos blisters de ametralladora en las alas que se empezaron a enterrar en el barro. De golpe, el ala derecha se desprendió del fuselaje. Íbamos con la cabina abierta porque lo primero que hizo Pertiné fue hacer saltar la cabina, para poder salir. Entonces vimos cómo el ala llena de combustible pasó por arriba nuestro rociando todo de combustible. Los dos quedamos empapados en JP1. Hechos sopa. Y adelante iba el motor como una bola de fuego. No sé cuándo me bajé. Creo que me tiré con el avión todavía en movimiento. Y desde lejos lo vi a Pertiné en la cabina desvanecido. Volví. Lo sacudí: “¡señor! ¡señor!” Se le habían cortado los correajes y se había golpeado la cabeza contra el tablero. El tornillo que ajusta el visor oscuro del casco lo tenía clavado en la frente y en la cabeza, un golpe importante. Lo empiezo a sacudir, para que reaccione. Cuando abre los ojos, me pregunta: “escúcheme, ¿qué hacía el domingo mi suegra en mi casa?” Me quedé un segundo sorprendido. Estaba en otro mundo. Nos salvamos. Nunca supe qué le había pasado al motor.

A la semana siguiente, se le descabezó algo del motor a Miranda y aterrizó en la cancha de fútbol del Regimiento de Tanques de Magdalena. Los T28 eran aviones que ya estaban para retirarlos. Y ahí se mata Pomo. No sé cuánto tiempo después fue eso. Los instructores compiten. Se dicen: “yo voy a recibir a uno más que vos. ¿Cuántos se recibieron el año pasado? ¿Siete? Yo voy a recibir a ocho.” Y la Armada necesitaba pilotos. Pero al mismo tiempo la escuela es tan dura que por más que se presentaran, no sé... Nosotros fuimos catorce voluntarios y nos recibimos seis. Íbamos a ser siete y se mató Pomo. Lo exigieron de más. Pomo ya había mostrado que no estaba seguro. Lo que pasa es que si no te rajan en la primera etapa de seguridad. El curso tiene doce etapas. La primera etapa es la de seguridad y al final haces el primer vuelo solo. Ese es el gran filtro. Ahí se queda la mayoría. Después viene acrobacia, que la disfrutás. Después, instrumentos. Y radio instrumentos y ahí te aprietan un poco. Lo que viene después va todo mucho más tranquilo. Tenés que cometer un error muy grosero para que te rajen. Después viene la capacitación. Cada día estás más seguro. Algunas pocas promociones tuvimos la suerte de hacer portaaviones como alumnos. Eso era importante. ¿Aterrizaste en el portaaviones? Listo. Todo lo demás te parece fácil. Y creo que Pomito lo sufría. Te dabas cuenta de que no estaba cómodo. Una de las últimas etapas es “armas”. Se hace un vuelo en picada, contra un blanco inmóvil, la punta del ala tiene que pasar por el blanco, la picada en cuarenta grados, ametrallás,tirás una bomba. Esas cosas. Hay un problema con la fijación en el blanco. El blanco te obsesiona. Vos vas contra el blanco. Se genera una tensión muy grande. Te concentrás en el blanco, te concentrás de forma muy técnica, muy física, y bueno... Pomo se clavó ahí. Un desastre. Se acabó el curso con eso. No se terminó esa etapa. La ceremonia de egreso fue una amargura. Los helicópteros vinieron después.

Llegado este punto de mi historia, ya no había más excusas para mí. Me tenía que casar. Busqué otros cursos para los que la Armada pidiera ser soltero. Encontré dos: submarinista era uno. Pero los únicos que no podían ser submarinistas eran los aviadores navales. Y el otro era capellán. Así que me fui a la escuadrilla de helicópteros y me casé.

De entrada te piden que elijas dos destinos. Y al que sale primero del curso le dan siempre el primer destino que elige. Los últimos van a donde pueden. Entonces me agarró Pertiné y me dijo que yo tenía capacidad para volar. Él valoraba y veía en mí ese talento. Se me daba volar. Pero no tenía que cometer el error de pedir la primera escuadrilla de ataque. Esa la pedían todos. ¿Por qué? Formaban todos igual, impecables, la boina, el pañuelo en el cuello, el avión, el entrenamiento. A esa edad es muy llamativo. Pero justo en ese momento se había creado la primera escuadrilla de helicópteros. Antes de eso la marina no tenía helicópteros. Tenía dos helicópteros Sikorsky S-55 que servían para todo. La operación más importante que les daban era llevar papas al portaaviones. Y había una vieja escuadrilla de aviones que se llamaba “Propósitos Generales” que compartía hangar con los helicópteros. Esos pilotos eran todos piratas. No había dos que tuvieran el uniforme igual. Y volaban siete u ocho modelos de aviones distintos, Albatros, NA, Catalina, dos T28, los Sikorsky. Estaban mezclados. Los helicópteros todavía no se habían independizado del todo. Ahí me dijo Pertiné que fuera. Y ahí fui.

La primera vez que me subí a un Alouette fue cuando llegué a esa escuadrilla. A los nuevos aviadores nos esperaban dieciséis helicópteros Alouette nuevos. Habían llegado el año anterior. Hice el curso con Marcelo Miranda. Primero el curso teórico, te ponés a estudiar. Das el examen, aprobás. Y después empezás a hacer turnos de vuelo y, a las cuarenta horas de experiencia, hacés tu primer vuelo solo. Todo era muy nuevo. Mis instructores tenían apenas dos años más que yo. Y por lo tanto dos años de experiencia, nada más. Con esos instructores después nos tocaba hacer la campaña antártica. Volábamos juntos. En abril llegué y en septiembre nos fuimos a Bariloche para el Operativo Nevada. El Operativo Nevada terrestre se hacía todos los años. Eran quince días de supervivencia en la nieve. Vivíamos en carpas, hacíamos caminatas, ski, aprendíamos a movernos en la nieve. Todos los que iban a ir a la Antártida cumplían con ese entrenamiento quince días. Después el personal de tierra se volvía y los pilotos nos quedábamos quince días más para hacer el Operativo Nevada aéreo. Hay un lugar, cerca del Cerro Catedral, donde se levanta una pared curva y, si bajan las nubes, con la montaña nevada, se genera algo parecido al emblanquecimiento total. Nosotros aprovechábamos esas condiciones para hacer vuelos de entrenamiento. Todo lo que hacíamos en esa época me apasionaba. Me entusiasmaba. Había mucha aventura.

En el helicóptero, una de las cuestiones más importantes –una cuestión central– es que las revoluciones del rotor, los dos rotores, el rotor principal y el rotor de cola, son muy distintas. Una es de muy baja velocidad, la del rotor principal, son unas cuatrocientas. No me acuerdo el número justo, pero es algo así como cuatrocientas cinco por minuto. No pueden ser ni cuatrocientas cuatro ni cuatrocientas seis. Tienen que ser cuatrocientas cinco por un tema de cinemática del vuelo, de sustentación. En el helicóptero la sustentación se genera por cuestiones físicas completamente distintas a la de un ala. Y después está el rotor de cola, que hace que el helicóptero esté derecho, porque si no estuviese ese rotor, el helicóptero giraría en sentido contrario al de las aspas del rotor central. El rotor de cola es de altísima velocidad. En el Alouette me acuerdo que eran dos mil una por minuto. Cualquier cosa que pase en este rotor afecta el vuelo. Por ejemplo, si la pintura no está bien, si no está bien pintada la hélice, el movimiento hace que la pintura se vaya deslizando hacia la punta del aspa. Aunque no parezca, eso desbalancea el helicóptero. Una vuelta más, una vuelta menos, y el helicóptero empieza a vibrar. De hecho, el helicóptero vibra por cualquier cosa. Se siente enseguida. Por eso hay que ser muy cuidadosos, muy suaves. Y se usan mucho los pies, los pedales. Yo me enganché. Pertiné tenía razón. En la primera escuadrilla de ataque habría desperdiciado mi talento. ¿Por qué? Porque en la primera escuadrilla de ataque todo era muy disciplinado. El turno dura cuarenta y cinco minutos. Y listo. Mientras con los helicópteros nos íbamos a Ushuaia y nos pasábamos quince días volando. En esos vuelos hacíamos de todo. Recorríamos la Patagonia, visitábamos escuelas, llevábamos cosas, pintura, repuestos, alimentos no perecederos. El almirante de la Fuerza Aeronaval Número 2 era el Negro Hermes Quijada, un tipo fuera de serie. Estábamos todos tomando un café a la mañana temprano en el hangar, y él llegaba y decía: “larguen que nos vamos para Ushuaia.” Con lo puesto, a volar. Recorríamos la Patagonia. Yo en el overol de vuelo metía siempre un cepillo de dientes, plata y caldos. Los caldos Knorr, ¿viste? Esos. ¿Por qué? Porque sabías de dónde despegabas pero no sabías dónde ibas a pasar la noche. Por lo menos, si conseguías agua caliente te hacías una sopa. En bolso del casco de vuelo llevábamos chocolates, un calzoncillo, una botella de agua, cualquier cosa. La comunicación inicial de él era siempre igual. Odiaba a la Fuerza Aérea. La odiaba. Pero los que manejaban las torres de control y el tránsito aéreo eran los de la Fuerza Aérea. Entonces empezábamos a despegar de Espora y él decía: “el único que habla soy yo, silencio de radio.” Ya estabas en el aire y escuchabas: “Torre de control, torre de control, soy Quijada, voy para el sur.” Y apagaba la radio. Chau. No le importaba nada. Íbamos volando. Buen clima. De golpe escuchabas: “¿Ven la estancia? Al oeste. Se ve con claridad. Aterricen donde puedan.” Bajábamos todos. Aterrizábamos en el pasto, en la calle, en el campo. Con los helicópteros se puede hacer. Lo conocían Quijada. Lo recibían muy bien. Entonces él te señalaba una escuela y te decía “te volvés, te traés diez colimbas y me pintan la escuela. La pintura te la da el jefe de base.” Otra: “A ver, la señora se tiene que atender en Neuquén, necesita ver al dentista.” Y la cargábamos a la vieja y la llevábamos a Neuquén. Comíamos asado todos los días. Lo estaban esperando en todos lados. Por eso tardábamos una semana en llegar a Ushuaia. Y ahí vos aprendías a volar en cualquier condición. A mí me gustaba el S-55. Pero eso debe haber durado un año y al año siguiente las escuadrillas ya se separaron y yo me quedé en el Alouette. Ese año me suscribí a Approach, la revista oficial de la aviación naval estadounidense. Cada dos meses me llegaba. Traía algunas notas que me interesaban sobre los helicópteros de ataque que habían operado o estaban operando en Vietnam. Si había alguna nota de esas que me gustaba, la traducía y la pegaba en las salas de pre vuelos de las escuadrillas. Un día me llamó el capitán Barrios y me preguntó por qué hacía eso. Le respondí que me interesaba el tema. Yo ya entendía, en ese momento, que los helicópteros se podían usar para otras cosas. Pensaba, con buen ojo, que no se les saca el provecho que se les podía sacar. Íbamos al portaviones, hacíamos estación de rescate en el portaviones, íbamos, volvíamos, búsqueda y salvamento, inspección de los faros Volábamos mucho pero faltaba algo. No nos daban misiones operativas y superadoras. No éramos una unidad de combate. A los helicópteros se los consideraba como unidades de apoyo, logísticas. Al poco tiempo de esa reunión con Barros me mandaron a Francia. Sería el año 73. Y a Quijada lo mató el ERP porque le tocó salir a dar la noticia de los muertos de Trelew. Iba en auto por Congreso y lo acribillaron a tiros.

El helicóptero es mucho más complicado de volar que un avión. Requiere más coordinación. Hay que ser más suave, hay que ser más coordinado. Son dos bastones. Está dividido el tema de la potencia. Hay que tener un poco de idea de por qué vuela un helicóptero y uno se va a dar cuenta de que es muy complicado. Las alas de un avión son las aspas del helicóptero. Pero en el helicóptero esas aspas tienen movimiento. Cambian la actitud, aumentan de paso positivo a paso negativo. Es lo mismo que la mano en la ventanilla del auto. Si cambia el ángulo de la mano, la mano baja o sube por efecto del viento. Con el helicóptero pasa más o menos lo mismo: si uno pone potencia con el paso colectivo, todas las aspas al mismo tiempo aumentan su ángulo de ataque entonces eso produce una fuerza de sustentación que lo eleva. Y con el paso cíclico, si yo quiero ir para adelante pongo el bastón para adelante. Pero el aspa, cuando pasa por adelante, disminuye su ángulo de ataque, entonces el aspa cae. Cuando pasa para atrás, aumenta su ángulo de ataque y el aspa sube. Y cuando está a los 90 grados lo mantiene neutro. O sea el aspa, mientras está dando vueltas, va cambiando su ángulo de ataque. Eso produce que todo el helicóptero avance, pero todo eso, que es un giróscopo, ocurre 90 grados antes, como el efecto de un trompo que uno lo toca y se va para 90 grados. Por eso, hay que pensar en todo lo que pasa, y cuando eso pasa también se descompensa en dirección. Se usan mucho los pedales en el helicóptero, cosa que en los aviones prácticamente no se usan. Muy poquito se mueve el timón de cola. En cambio el rotor de cola se maneja, se vuela. Entonces, son los dos bastones, que hay que estar permanentemente moviendo, los pedales moviendo, y hay que ser suave. Fundamentalmente ser muy suave porque si no... Y mucho más suave en helicópteros como el Alouette que es otro tipo de vuelo.

Remo Omar Busson

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